De las causas motrices en la historia mundial

Wilhelm von Humboldt
(1767-1835) 

Las presentes consideraciones son diferentes de todas las elaboraciones anteriores de la historia mundial.

Su intención no es explicar el nexo de los acontecimientos entre sí, buscar en los acontecimientos las causas de los destinos del género humano y formar a partir de los hechos individuales un tejido tan enlazado como lo permita la sucesión de los mismos.

Estas consideraciones tampoco están destinadas, como suele suceder en las denominadas historias de la humanidad y de su cultura, a perseguir el nexo interior de los fines y a mostrar cómo el género humano ha prosperado desde unos comienzos toscos y deformes en dirección a una perfección siempre creciente.

Si se denomina a esto, con razón, la filosofía de la historia mundial, lo que aquí hacemos es, si la expresión no es demasiado atrevida, la física de la misma. No seguiremos la huella de las causas finales, sino la de las causas motrices; no enumeraremos acontecimientos precedentes de los cuales han surgido acontecimientos posteriores; sino que habrá que indicar las propias fuerzas a las que ambos deben su origen. Por ello, de lo que se trata aquí es de una descomposición de la historia mundial, de una disolución del tejido a que ha dado lugar la elaboración de la misma antes mencionada; ahora bien, una disolución en nuevos componentes, no contenidos en aquélla. Pero el presente trabajo conduce de nuevo a las causas finales, pues las primeras causas motrices sólo pueden encontrarse en un ámbito en el que fuerza e intención se tocan y reclaman mutuamente.

Por lo demás, apenas hace falta anotar que aquí sólo se deja de lado el concepto de una providencia que dirige los acontecimientos mundiales porque de aceptarlo como fundamento de explicación amputa toda investigación ulterior. Las causas motrices cognoscibles para nosotros sólo pueden ser encontradas en la naturaleza y constitución de lo creado por aquella causa primera y suprema.

Las causas de los acontecimientos mundiales se pueden reducir a uno de los tres objetos siguientes:

- la naturaleza de las cosas,

- la libertad del ser humano y

- la disposición del azar.

La naturaleza de las cosas está determinada o por completo o dentro de ciertos límites, y es la misma; en ella hay que incluir muy en especial también la naturaleza moral del ser humano, ya que también el ser humano (sobre todo si se considera cómo actúa en conjunto y como masa) se mantiene en una vía uniforme, recibe de los mismos objetos aproximadamente las mismas impresiones, y reacciona a ellos aproximadamente de la misma manera. Considerada desde este lado, toda la historia mundial en el pasado y en el presente se podría calcular matemáticamente hasta cierto punto, y la perfección del cálculo dependería únicamente del alcance de nuestro conocimiento de las causas operantes. Es innegable que esto es verdadero hasta cierto punto. En el crecimiento y hundimiento de la mayor parte de los pueblos se puede percibir un curso casi por completo uniforme; si se considera el estado del mundo inmediatamente después del final de la segunda guerra púnica y el carácter de los romanos, se puede derivar paso a paso el dominio mundial de los romanos con una necesidad casi perfecta; ciertas regiones, como en Italia Lombardía, en Alemania del norte el centro de Sajonia y en Francia la Champaña, están en cierto sentido destinadas por la naturaleza a ser escenarios de guerras y campos de batalla; en la política hay puntos que, como en la historia antigua Sicilia y en la moderna Brabante, son durante siglos el objetivo de pasiones e intenciones en litigio; se encuentran épocas (como la que se extiende entre la batalla de Salamina y el final de la guerra del Peloponeso, cuando el poder rivalizante de Atenas y de Esparta no permitía un poderío único en Grecia, que era el único punto del que por entonces podría haber surgido un poderío tal; o la época inmediatamente posterior a la muerte de Carlos V, cuando la grandeza de su imperio ahora dividido no dejó surgir ningún otro; o la época entre la muerte de Luis XIV y la Revolución francesa, cuando el poder de los Estados se había convertido en cierto sentido en una especie de mecanismo que paulatinamente se comunicaba a todos, con lo cual todos se vieron transportados a un cierto equilibrio) en las que casi se puede demostrar la imposibilidad de que ni siquiera un hombre extraordinario hubiera podido ejercer una especie de poderío mundial. Incluso los acontecimientos más casuales a primera vista, como los matrimonios, las defunciones, los nacimientos extramatrimoniales y los crímenes, muestran en una serie de años una regularidad asombrosa, sólo explicable por el hecho de que también las acciones arbitrarias de los seres humanos toman el carácter de la naturaleza, que siempre sigue un curso que retorna a sí mismo de acuerdo con leyes uniformes. El estudio de esta manera de explicación mecánica y (ya que nada ejerce una influencia tan importante sobre los acontecimientos humanos como la fuerza de las afinidades electivas morales) química de la historia mundial es importante en un grado supremo, y lo es en especial cuando se dirige este estudio al conocimiento exacto de las leyes de acuerdo con las cuales operan y reciben reacciones los componentes individuales de la historia, las fuerzas y reactores. Así, por ejemplo, se puede demostrar a partir de la naturaleza interior de las lenguas y del ejemplo de muchas de ellas, como el griego, el latín, el italiano y el francés, que la vida de una lengua, y por tanto su belleza y la conservación de su fuerza, depende de lo que se podría llamar su material, esto es, la abundancia y vivacidad de la manera de sentir de las naciones por cuyo pecho y labios ha pasado la lengua, pero en ningún caso de la cultura de estas naciones; que por tanto no puede prosperar una lengua hablada por una masa de seres humanos demasiado pequeña; que sólo las lenguas cuyos pueblos (tal como se puede conocer habitualmente y más allá de toda historia conocida por medio de su figura léxica y ante todo gramatical) han luchado por ellas durante siglos a través de destinos prodigiosos alcanzan una extensión tal que por decirlo así se forma en ellas mismas un mundo propio; por último, que toda lengua se detiene tan pronto como su nación deja de llevar una animada vida interior como masa, como nación. La propia vida de las naciones tiene también su organización, sus niveles y sus transformaciones, igual que la vida de los individuos. Pues es innegable que para el ser humano hay, aparte de la individualidad real o numérica, otros niveles y ampliaciones de la misma, en la familia, en la nación a través de los diversos círculos de linajes menores y mayores, y en todo el género humano. En cada uno de estos diversos círculos no sucede simplemente que seres humanos organizados de una manera similar están conectados por vínculos amplios y estrechos; sino que hay relaciones en que realmente todos son, como los miembros de un solo cuerpo, un mismo ser. En el caso de las naciones, hasta ahora siempre se ha prestado atención casi exclusivamente a las causas exteriores que influyen sobre ellas, y en especial a la religión y a la constitución política, pero demasiado poco a sus diferencias interiores, como por ejemplo la más notable de todas: que algunas (al igual que ciertas especies animales que viven en sociedad) viven separadas en castas, otras en individuos, o a la diferencia que surge de la más o menos adecuada división de la nación en linajes menores y de la colaboración entre éstos. De una manera similar, una investigación exacta y completa extrae de muchos otros objetos el conocimiento miento de su manera de actuar determinada, y la primera tarea de una descomposición de la historia mundial como la presente es proseguir estas investigaciones tan lejos como sea posible y compararlas pararlas con la masa de los acontecimientos mundiales.

Ahora bien, sería eternamente en vano pretender buscar aquí la explicación de los acontecimientos. Su nexo es mecánico sólo en parte, sólo en tanto que operan fuerzas muertas, o fuerzas vivas de una manera similar en cierto sentido a ellas; por el contrario, donde el nexo toca el ámbito de la libertad acaba todo cálculo; lo nuevo y nunca experimentado puede surgir de repente a partir de un gran espíritu o de una voluntad poderosa que sólo puede ser juzgada dentro de unos límites muy amplios y sólo de acuerdo con un patrón completamente distinto. Esta es propiamente la parte hermosa y entusiasmante de la historia mundial, ya que está dominada por la fuerza creativa del carácter humano. Tan pronto como un espíritu poderoso, consciente o inconsciente de sí mismo, dominado por grandes ideas, empolla sobre un material capaz de recibir una forma, surge algo emparentado con aquellas ideas, y en consecuencia ajeno al curso habitual de la naturaleza. No obstante, como siempre pertenece a éste, se encuentra en una conexión exterior con todo lo que le ha precedido, pero no es posible explicar su fuerza interior a partir de nada de todo esto, y en ningún caso mecánicamente. Sea cual fuere el material y el género de las producciones de que se hable, vale lo mismo, y el fenómeno es por completo el mismo en el caso del pensador, del poeta, del artista, del soldado y del estadista, de los dos últimos de los cuales dependen en especial los acontecimientos mundiales. Todos siguen una fuerza superior y, donde su empeño tiene éxito, producen algo de lo que anteriormente sólo tenían un oscuro presentimiento; su actuación pertenece a un orden de las cosas del que sólo sabemos que se encuentra en un nexo completamente opuesto al que nos rodea. La pasión interviene en el curso de los acontecimientos mundiales de una manera similar a como aquí el genio. La pasión verdadera, profunda, que realmente merece este nombre (que a menudo se derrocha en el apetito momentáneamente virulento) se parece a la idea de la razón en que busca algo infinito e inalcanzable, pero como apetito, con medios finitos y sensibles y en objetos finitos en tanto que tales. En consecuencia, es una completa confusión de las esferas, y trae siempre consigo, más o menos, una destrucción de las propias fuerzas corporales. Cuando la pasión es realmente una mera confusión de las esferas y su propio objetivo es infinito, como en la exaltación religiosa y en el amor puro, se la puede denominar como máximo un error, y sólo puede ser el error de un alma noble cuya existencia finita se podría denominar un error de la naturaleza. El anhelo de lo divino consume entonces la fuerza terrenal. Ahora bien, en la mayor parte de los casos la pasión es infinita sólo en la forma de su afán, y depende de la naturaleza de su objeto limitado y en sí mismo insignificante que esta forma sea capaz de ennoblecerla o la haga odiosa y despreciable. No obstante, sólo unas pocas pasiones tienen importancia para la historia mundial de la manera mencionada aquí. Pues donde una pasión simplemente habitual ocasiona grandes transformaciones por medio de la conexión de las circunstancias, como en el caso de la muerte de Virginia y en innumerables ejemplos más de este tipo, en justicia esto sólo se puede poner en la serie de los acontecimientos casuales. Que la actividad del genio y de la pasión profunda pertenece a un orden de las cosas diferente del curso mecánico de la naturaleza es innegable; ahora bien, en rigor esto sucede con todas las emanaciones de la individualidad humana. Pues lo que subyace a ésta es algo en sí mismo inescrutable, autónomo, que da comienzo a su propia actividad y que no puede ser explicado a partir de ninguna de las influencias que experimenta (ya que más bien determina todas esas influencias por medio de la reacción). Incluso aunque la materia de la acción fuera la misma, se tornará diversa por medio de la forma individual, la fuerza apenas suficiente o excesiva, la ligereza o el esfuerzo, y todas las pequeñas e innombrables determinaciones que constituyen la impronta de la individualidad y que notamos en cada instante, de la vida diaria. Justamente éstas, como caracteres de naciones y épocas, adquieren importancia para la historia mundial, y la consideración de la historia de, por ejemplo, los griegos, los alemanes, los franceses y los ingleses muestra claramente qué decisiva influencia ha ejercido simplemente la diversidad de la longitud y constancia en el curso de su pensamiento y sensación sobre sus propios destinos y los destinos del mundo.

Así pues, dos sedes de cosas diferentes por su esencia e incluso aparentemente opuestas son las causas motrices en la historia mundial que saltan a la vista: la necesidad natural, de la que tampoco el ser humano se puede librar por completo, y la libertad, que tal vez opere también, sólo que de una manera desconocida para nosotros, en las transformaciones de la naturaleza no humana. Ambas se limitan mutuamente siempre, pero con la notable diferencia de que es mucho más fácil determinar lo que la necesidad natural nunca permitirá realizar a la libertad que lo que ésta comenzará a emprender en aquélla. El estudio de ambas nos conduce de nuevo al ser humano; ahora bien, la libertad aparece más en el individuo, la necesidad natural más en las masas y en la especie, y para medir en cierta manera el reino de la primera hay que desarrollar ante todo el concepto de la individualidad, y a continuación hay que dirigirse a las ideas que, como su tipo dado en la infinitud, sirven de origen a la individualidad, y a su vez son imitadas por ésta en su alrededor. Pues la individualidad es en cada género de la vida sólo una masa del material dominada por una fuerza indivisible de acuerdo con un tipo uniforme (pues aquí se entiende por idea sólo esto, y no algo realmente pensado); y cada una de las dos, la idea y la configuración sensible de algún género de individuos, puede conducir (aquélla como causa formadora, ésta como símbolo) a encontrar la otra. La disputa entre la libertad y la necesidad natural no puede ser conocida como resuelta de una manera satisfactoria ni en la experiencia ni en el entendimiento.