Si el hombre puede predecir, casi con total seguridad, los fenómenos cuando conoce sus leyes, y si, incluso cuando no las conoce, puede predecir el futuro con mucha probabilidad de éxito gracias a su experiencia del pasado, ¿por qué, entonces, habría de considerarse empresa fantástica la de trazar, con cierta pretensión de verdad, el destino futuro del hombre a partir de su historia?
El único fundamento de la creencia en las ciencias es la idea de que las leyes generales, conocidas o desconocidas, que rigen los fenómenos del universo son necesarias y constantes. ¿Por qué iba a ser menos cierto este principio en lo que se refiere al desarrollo de las facultades intelectuales y morales del hombre que para las otras operaciones de la naturaleza? Dado que unas creencias fundadas en la pasada experiencia de condiciones similares proporcionaron la única regla de conducta de los hombres más sabios, ¿por qué habría que prohibir al filósofo que basara sus conjeturas en estos mismos fundamentos, siempre que no les atribuya una certeza superior a la que pueden asegurar el número, la constancia y la exactitud de sus observaciones?
Nuestras esperanzas sobre la futura condición de la estirpe humana se pueden resumir en estas tres importantes cuestiones: la eliminación de la desigualdad entre las naciones, el progreso de la igualdad dentro de cada nación y el verdadero perfeccionamiento de la humanidad. ¿Llegarán algún día todos los pueblos al estado de civilización que ya han alcanzado los más ilustrados, los más libres y los menos cargados de prejuicios, como los franceses y los angloamericanos? ¿Desaparecerá poco a poco este vasto abismo que separa a estos pueblos de la esclavitud de las naciones regidas por monarcas, de la barbarie de las tribus africanas, de la ignorancia de los salvajes?
Si observamos el estado actual del globo vemos en primer lugar que en Europa los principios de la constitución francesa son ya los de los hombres ilustrados. Los vemos demasiado difundidos, profesados con demasiada seriedad para que sacerdotes y déspotas puedan evitar que penetren progresivamente hasta en las cabañas de sus esclavos. Estos principios despertarán muy pronto en estos esclavos un resto de sentido común y les inspirarán esa indignación ardiente que ni siquiera la permanente humillación ni el miedo pueden sofocar en el alma de los oprimidos.
Llegará entonces el momento en que el sol brillará sólo sobre los hombres libres que no conocen otro dueño más que su razón; en que los tiranos y los esclavos, los sacerdotes y sus instrumentos estúpidos o hipócritas sólo existirán en las obras de historia y de teatro; y cuando sólo pensaremos en ellos para apiadamos de sus víctimas y de aquellos a quienes embaucaron; para mantenemos en estado de vigilancia I pensando en sus excesos, y para aprender a reconocer y así destruir, con la fuerza de la razón, las primeras semillas de la tiranía y de la superstición, por si alguna vez osaran reaparecer entre nosotros.
Al examinar la historia de las sociedades habremos tenido ocasión de observar que a menudo existe una gran diferencia entre los derechos que la ley reconoce a los ciudadanos y los derechos de que en realidad disfrutan y, también, entre la igualdad que establecen los códigos políticos y aquella que existe de hecho entre los individuos; y habremos observado que estas diferencias fueron una de las causas principales de la desaparición de la libertad en las repúblicas antiguas, de las tormentas que las perturbaron y de la debilidad que las entregó a los tiranos extranjeros.
Estas diferencias tienen tres causas principales: la desigualdad de riqueza, la desigualdad de condición social entre el hombre cuyos medios de subsistencia son hereditarios y el hombre cuyos medios dependen de los años que viva o, mejor, de aquellos años de su vida en que puede trabajar, y por último, la desigualdad en la educación.
Necesitamos, pues, demostrar que estos tres tipos de desigualdad real deben disminuir constantemente sin por ello llegar a desaparecer del todo, porque son el resultado de causas naturales y necesarias que sería absurdo y peligroso pretender erradicar; y ni siquiera se podría tratar de hacer que sus efectos desaparecieran por completo sin introducir fuentes de desigualdad aún más fecundas, sin asestar golpes más directos y más funestos a los derechos del hombre.
Con todo este progreso de la industria y del bienestar, que establece una mejor proporción entre las facultades de los hombres y sus necesidades, las sucesivas generaciones tendrán mayores posesiones, sea como resultado de este progreso o gracias a la preservación de los productos de la industria; y así, como consecuencia de la constitución física de la especie humana, el número de personas aumentará.
Hay en las ciencias otro tipo de progreso no menos importante: el perfeccionamiento del lenguaje científico, tan vago y oscuro en la actualidad. A esta mejora se le puede atribuir que las ciencias se conviertan en genuinamente populares, incluso en sus rudimentos elementales.
El genio puede triunfar sobre la inexactitud del lenguaje como sobre otros obstáculos y reconocer la verdad a través de la extraña máscara que la oculta y disfraza. Pero el que no tiene .más que escasos momentos de ocio para dedicar a su educación ¿cómo puede dominar y retener las verdades más simples si están distorsionadas por un lenguaje impreciso? Cuantas menos sean las ideas que sea capaz de adquirir y combinar, más necesario es que éstas sean precisas y exactas. No dispone de conocimientos guardados en la mente a los que pueda recurrir para protegerse del error, y su capacidad de interpretación, que no ha sido fortalecida ni pulida por una larga práctica, no puede
captar los débiles rayos de luz que consiguen atravesar las oscuridades y las ambigüedades de un lenguaje imperfecto y vicioso.
Una vez que las personas se hayan ilustrado sabrán que tienen derecho a disponer de su propia vida y de sus riquezas como decidan; aprenderán poco a poco a considerar la guerra como el azote más espantoso, el más terrible de los crímenes. Las primeras guerras en desaparecer serán aquellas a los que los usurpadores arrastraban a sus súbditos para que les defendieran sus presuntos derechos hereditarios.
Los pueblos descubrirán que no pueden conquistar a otros pueblos sin perder su propia libertad; que unas confederaciones permanentes son el único medio de preservar su independencia; y que no deben buscar el poder sino la seguridad. Poco a poco se desvanecerán los prejuicios mercantiles, y una falsa idea de interés comercial perderá su temible poder que otrora tuvo de ensangrentar la tierra y arruinar a los pueblos con el pretexto de enriquecerles. Cuando por fin las naciones convengan en los principios de la política y de la ética, cuando por su propio interés inviten a los extranjeros a compartir en igualdad todos los beneficios de que disfrutan gracias a la naturaleza o a su industria, todas las causas que originan y perpetúan los odios nacionales y envenenan las relaciones entre los pueblos desaparecerán una tras otra; y nada quedará que incite o provoque la furia de la guerra.