Distinguidos miembros de la Academia Sueca, señoras y señores:
En el siglo XIX, las obras en prosa se iban prorrogando con ese anuncio. Diarios y semanarios les ofrecían su sección especial. La novela por entregas florecía. Mientras se imprimía, negro sobre blanco, un capítulo tras otro en rápida sucesión, la parte central del relato acababa de ser manuscrita y la parte final no se había imaginado aún. Sin embargo, no eran sólo triviales historias de terror o pasiones arrebatadoras las que cautivaban a los lectores. Algunas novelas de Dickens se publicaron así, a bocaditos. La Ana Karenina de Tolstói fue una novela por entregas. Es posible que la época en que Balzac era un diligente y continuado proveedor de productos de consumo perecederos le enseñara, cuando aún no tenía un nombre, cómo aumentar el interés poco antes de interrumpir la columna. Y también casi todas las novelas de Fontane aparecieron primero por entregas en periódicos y revistas, por ejemplo Errores y extravíos, que hizo exclamar indignado al propietario del Vossische Zeitung : «¿Es que no va a acabar nunca esa historia de putas?».
Sin embargo, antes de que siga hilando mi discurso o destorciéndolo en hebras, tendría que mencionar que, desde el punto de vista puramente literario, esta sala y la Academia Sueca que me acoge no me son extrañas. En mi novela La ratesa, desde cuya publicación pronto habrán transcurrido catorce años y de la que quizá algún lector recuerde su catastrófico desarrollo por niveles narrativos en pendiente, se pronuncia en Estocolmo una laudatio de la rata o, más exactamente, de la rata de laboratorio, ante un público igualmente heterogéneo.
La rata ha recibido el premio Nobel. Por fin, habría que decir. Porque hacía tiempo que figuraba en la lista de candidatos. Se la consideraba favorita. Como representante de millones de animales de laboratorio, desde los conejillos de Indias hasta los macacos rhesus, se honra ahora a la rata, de pelo blanco y ojos rojos. Ella, sobre todo ella —afirma el narrador en mi novela—, ha hecho posibles todas las investigaciones y hallazgos «nobelados» en la esfera de la medicina y, por lo que se refiere a los descubrimientos de Watson y Crick, también premios Nobel, en el campo, prácticamente ilimitado, de la manipulación genética. Desde entonces se puede clonar, más o menos legalmente, maíz y verduras, pero también toda clase de animales. Por eso, las ratas-hombre que aparecen cada vez más dominantes hacia el final de esa novela, es decir en la época poshumana, se llaman watsoncricks . Reúnen lo mejor de ambas especies. Lo ratesco reside en lo humano y a la inversa. El mundo parece querer recobrar la salud gracias a ese cruce. Había llegado el momento en que, después del Big Bang, cuando sólo sobrevivieran ratas, cucarachas y moscardas, y un resto de huevos de peces y ranas, se pusiera otra vez orden en el caos, concretamente con ayuda de los watsoncricks, que salieron milagrosamente bien librados.
Ahora bien, como ese hilo argumental podía tener un «continuará...» y la laudatio de la rata de laboratorio no termina la novela con una especie de final feliz, puedo en principio ocuparme ahora a fondo de la narración como forma de supervivencia y de arte.
Desde el principio mismo se narró. Mucho antes de que la especie humana se ejercitara en la escritura, alfabetizándose poco a poco, todos contaban cosas a todos y todos escuchaban a los demás. Pronto hubo, entre los que todavía no sabían escribir, quienes narraban más y mejor o sabían mentir de una forma más verosímil. Y entre ellos había a su vez quienes conseguían remansar la corriente de su relato después de un fluir tranquilo, para hacer luego que el caudal remansado rebasara la orilla y siguiera un curso ramificado, sin filtrarse sino encontrando, repentina y sorprendentemente, un cauce más ancho y arrastrando ahora, como es lógico, muchos restos, lo que daba lugar a tramas secundarias. Y como esos primerísimos narradores, que no dependían de la luz del día o de las lámparas y podían cuchichear hasta en la oscuridad, e incluso sabían crear una tensión especial con la oscuridad o el crepúsculo, no evitaban los trayectos de sequía ni la cascada atronadora y, a lo sumo, cuando los acometía un cansancio general, interrumpían el curso de su historia con la promesa «continuará...», aparecían muchos oyentes que sabían narrar también, aunque no de forma tan inagotable. ¿Qué era lo que se narraba cuando nadie sabía aún escribir, anotar? Desde el principio mismo, desde Caín y Abel, se habrá hablado mucho de asesinatos y homicidios. La venganza, especialmente la de sangre, ofrecía material. Y ya muy pronto el genocidio fue habitual. Pero también se podía hablar de inundaciones y sequías, de años de abundancia y escasez. No se retrocedía ante aburridas enumeraciones de hombres y animales propiedad de alguien. Ninguna narración, si quería ser considerada verosímil, podía renunciar a largas enumeraciones de estirpes: quién vino después de quién y antes de quién. Las historias de héroes se construían de una forma igualmente experta en estirpes. Incluso las historias de triángulos amorosos, populares hasta hoy, pero también las monstruosidades, en las que seres, mezcla de animal y hombre, reinaban en laberintos o acechaban desde los juncos de la orilla, debieron de ser ya entonces productos de consumo narrativos. Por no hablar de las leyendas de dioses e ídolos, ni de aventureros viajes por mar, que enriquecidos, pulidos, completados, variados o convertidos en lo opuesto al narrar, fueron escritos finalmente por un narrador, que al parecer se llamaba Homero o —en lo que a la Biblia se refiere— por un colectivo de narradores. Desde entonces existe la literatura. En China, Persia, la India, en la altiplanicie peruana y en otros lugares, en todos los sitios en que apareció la escritura, hubo narradores que, aislada o colectivamente, se hicieron un nombre como literatos o permanecieron anónimos.
Nosotros,tan sumamente concentrados en lo escrito, hemos conservado el recuerdo de la narración verbal, del origen oral de la literatura. Sin embargo, si olvidáramos que todo lo narrado salió desde el principio de unos labios, unas veces mascullado, entrecortado, y otras apresurado, como impulsado por el miedo, o también susurrado, como si el secreto revelado debiera ser protegido de demasiados cómplices, y otras veces en voz alta, entre gritos de triunfo o preguntas que, doblando la trompa, olisqueaban las primeras o las últimas cosas..., si hubiéramos olvidado todo eso en aras de lo escrito, nuestra narración sería sólo seca como el papel y no algo transportado por un aliento húmedo.
Es una suerte que dispongamos de libros suficientes que, leídos en voz alta o baja, se conservan. Para mí fueron ejemplares. Maestros como Melville o Döblin, pero también el alemán bíblico de Lutero, me indujeron, cuando era joven y capaz de aprender, a escribir hablando, mezclando tinta y saliva. Y así seguí. Hasta este quinto decenio de mi servidumbre literaria, soportada con gusto, mastico frases fibrosas para hacer una papilla dócil, mascullo para mí en la más hermosa soledad literaria y sólo llevo al papel lo que, pronunciado, ha encontrado sus tonos cambiantes, demostrando su resonancia y su eco.
Sí, amo mi profesión. Me proporciona una compañía que se expresa con muchas voces y quiere ser llevada lo más fielmente posible a mis manuscritos. Lo que más me gusta es encontrarme con mis libros, hace años extraviados o expropiados por el lector, cuando leo en público lo que, escrito e impreso, encontró su reposo. Entonces, frente a un público joven, destetado pronto del lenguaje, o ante un público anciano, pero no harto todavía, la palabra escrita y expresada se convierte de nuevo en palabra hablada. Y ese hechizo se produce una y otra vez. De esa forma se gana el sustento el chamán que hay en todo escritor. A él, que escribe contra el tiempo que pasa, a él, que miente reuniendo verdades durables, a él le creen su promesa tácita: continuará...
Sin embargo, ¿cómo me convertí en escritor, poeta, dibujante... todo a un tiempo, sobre un papel espantosamente blanco? ¿Qué orgullo diletante y desmesurado pudo empujar a un niño a tal extravagancia? Porque sólo tenía unos doce años cuando supe con seguridad que quería ser artista. Eso fue cuando, en nuestra casa, muy cerca del suburbio de Danzig-Langfuhrt, comenzó la Segunda Guerra Mundial. Mi especialización profesional hacia la literatura sólo se produjo en el siguiente año de guerra, cuando la revista hitleriana ¡Colabora! hizo una oferta atractiva: convocó un concurso de narraciones. Prometía premios. E, inmediatamente, comencé a escribir mi primera novela en un diario personal. Influida por el ambiente materno de mi madre, llevaba el título de Los cachubos , pero no se desarrollaba en la actualidad otra vez dolorosa de la mínima población cachuba, sino en el siglo XIII, en la época del Interregno, una época sin emperador y espantosa, en la que los salteadores de caminos y bandoleros dominaban las carreteras y los puentes, y los campesinos sólo podían recurrir a su propia justicia, la de los tribunales de la Santa Vehma.
Recuerdo que, tras una breve descripción de la situación económica en el país cachubo, comenzaba enseguida el pillaje y con él, los palos y cuchilladas. Se estrangulaba, apuñalaba, alanceaba y, en ejecución de sentencias de la Vehma, ajusticiaba por la horca o la espada con tal violencia, que hacia el final del primer capítulo todos los personajes principales y una buena parte de los secundarios habían sido muertos, enterrados o arrojados como pasto a los cuervos. Como mi sentido estilístico no me permitía dejar que los muertos amontonados actuaran como espíritus y que la novela prosiguiera en lo terrorífico, hube de considerar fracasado mi intento y el «continuará...» tuvo un final súbito; no para siempre jamás, pero aquel principiante quedó vacunado con la clara admonición de tratar de forma más cautelosa y económica en sus relatos futuros a su personal de ficción.No obstante, antes me dediqué a leer. Leía de una forma especial: con los dedos índices en las orejas. Hay que explicar que mi hermana menor y yo nos criamos en condiciones estrechas, concretamente en una vivienda de dos habitaciones, es decir, que no teníamos un cuarto propio ni ningún otro refugio por diminuto que fuera. Considerado a largo plazo, aquello me fue provechoso, porque así aprendí pronto a concentrarme en medio de la gente y rodeado de ruidos. Como bajo una quesera, estaba tan absorto en mi libro y su mundo narrado, que mi madre, que tenía tendencia a gastar bromas, para probar a una vecina la distracción total de su hijo, me cambió un pan con mantequilla que yo tenía junto al libro y al que daba un mordisco de cuando en cuando por una pastilla de jabón —supongo que Palmolive— con lo que ambas mujeres —mi madre, no sin cierto orgullo—, fueron testigo de cómo, sin levantar la vista del papel, agarraba el jabón, lo mordía y, masticando, necesitaba un minuto largo para ser arrancado a la historia impresa.
Esos ejercicios tempranos de concentración me resultan todavía habituales; sin embargo, nunca he vuelto a leer tan obsesivamente. Los libros estaban en un pequeño armario, detrás de unos visillos azules. Mi madre era de un club del libro. Allí estaban las novelas de Dostoievski y de Tolstói al lado de y entre algunas de Hamsun, Raabe y Vicki Baum. También el Gösta Berling de Selma Lagerlöf quedaba a mano. Luego me alimentó la biblioteca municipal. Sin embargo, el primer impulso me lo dio sin duda el tesoro de libros de mi madre. A ella, mujer de negocios a quien le cuadraban las cuentas y que administraba su tienda de ultramarinos al servicio de una clientela a préstamo poco fiable, le gustaba lo hermoso, aprendía melodías de ópera y opereta de un receptor de radio popular, escuchaba de buena gana mis prometedoras historias, iba con frecuencia al teatro municipal y, a veces, me llevaba con ella. Con todo, esas anécdotas sólo fugazmente esbozadas, vividas en la estrechez de unas condiciones pequeñoburguesas, que hace decenios describí amplia y épicamente en otro lugar y con personajes ficticios, me sirven únicamente para responder la pregunta: «¿Cómo me convertí en escritor?». La capacidad de soñar despierto durante largos ratos, el gusto por el chiste verbal y los juegos de palabras, la pasión por mentir sin ganar nada con ello, porque describir la verdad hubiera sido demasiado aburrido..., en pocas palabras, lo que de forma bastante vaga se llama talento, existía ya sin duda, pero fue la brusca irrupción de la política en el idilio familiar lo que dio a aquel talento que navegaba demasiado ligero un lastre permanente y cierto calado.
El primo favorito de mi madre, como ella de origen cachubo, era funcionario del correo polaco del Estado Libre de Danzig. Entraba y salía en nuestra casa y era visita bien acogida. Cuando, al comenzar la guerra, el edificio de correos de la plaza Hevelius fue defendido durante cierto tiempo de los ataques de la Milicia Nacional de las SS, mi tío estaba entre los que se rindieron, y todos fueron juzgados y fusilados marcialmente. De pronto me quedé sin tío. De pronto y de forma persistente, no se volvió a hablar de él. Se le omitió. Sin embargo, aunque estaba como desaparecido, debió de haberse asentado en mí sin que lo hubiera notado durante años, en los que, a los quince, me puse el uniforme, a los dieciséis aprendí a tener miedo, a los diecisiete fui hecho prisionero de guerra americano, a los dieciocho estaba libre y me dedicaba al estraperlo y, finalmente, aprendí la profesión de cantero y escultor, me ejercité en academias artísticas, escribía y dibujaba, dibujaba y escribía versos de pie ligero, hinchados por el viento y piezas de teatro grotescas. Y así siguió la cosa, hasta que a mí, en quien el placer estético era algo innato, me resultó demasiado voluminoso aquel cúmulo de material. Y bajo sus escombros estaba enterrado el primo favorito de mi madre, funcionario de correos fusilado, para ser encontrado y desenterrado por mi —¿por quién si no?—, a fin de que volviera a la vida, con otro nombre y en otra figura, gracias a una respiración artificial narrativa; esta vez, sin embargo, en una novela cuyos personajes principales y secundarios, ansiosos de vivir, y efectivamente vivitos y coleando, sobrevivieron muchos capítulos, algunos incluso hasta el final, de forma que la permanente promesa del escritor, «continuará...» pudo cumplirse.
Y así sucesivamente. Con la publicación de mis dos primeras novelas, El tambor de hojalata y Años de perro , y de la novela corta intercalada, El gato y el ratón , aprendí pronto, siendo un escritor todavía relativamente joven, que los libros causan escándalo y pueden provocar cólera y odio. Lo que, por amor, no le había ahorrado a mi país, fue leído como si ensuciara mi propio nido. Desde entonces se me considera controvertido.
Aquí me encuentro, por lo que se refiere a escritores malditos enviados a Sibería o a algún otro lado, en muy buena compañía. No deberíamos quejarnos de ello. Más bien deberíamos considerar estimulante ser permanentemente controvertidos y adecuado también al riesgo de la profesión que hemos elegido. Lo que ocurre es que los autores del simple acontecer verbal escupen de buena gana y con premeditación en la sopa de los poderosos que afirman constantemente su derecho a sentarse en el banco de los vencedores, por lo que la historia de la literatura se comporta de forma análoga al desarrollo y refinamiento de los métodos de censura.
El desfavor de los potentados obligó a Sócrates a apurar hasta las heces su copa de veneno, empujó a Ovidio al exilio, forzó a Séneca a abrirse las venas. Los más hermosos frutos literarios, obtenidos en los jardines de la cultura occidental, decoraron con sus nombres durante siglos, y hasta hoy mismo, el índice de la Iglesia católica. ¿Qué retraso sufrió la Ilustración europea por las medidas de censura de los príncipes reinantes absolutos? ¿A cuántos escritores alemanes, italianos, españoles y portugueses expulsó el fascismo de sus países, de sus espacios lingüísticos? ¿Cuántos escritores fueron víctimas del terror leninista-estalinista? ¿Y a qué coacciones están expuestos todavía hoy los escritores enChina, Kenia o Croacia? Yo soy del país de las quemas de libros. Sabemos que el placer de aniquilar el libro odiado de una forma u otra sigue siendo o vuelve a ser concorde con el espíritu del siglo y, ocasionalmente, encuentra su expresión telegénica, es decir, espectadores. Mucho peor es, sin embargo, la persecución de escritores, de forma que sus asesinatos, amenazados o consumados, aumentan en todo el mundo, y todo el mundo se ha acostumbrado ya a ese terror incesante. Es cierto que la parte del mundo que se llama a sí mismo libre levanta la voz indignada cuando en Nigeria, como ocurrió en 1995, el escritor Ken Saro-Wiwa, que denunciaba la contaminación de su patria, fue condenado a muerte con sus compañeros de lucha y se ejecutó la sentencia, pero luego vuelve a la normalidad, porque una protesta de base ecológica podría estorbar los negocios de la Shell, ese gigante del petróleo que reina en el mundo.
Ahora bien, ¿qué es lo que hace a los libros y, con ellos, a los escritores tan peligrosos que el Estado y la Iglesia, los consorcios mediáticos y los politburós se ven obligados a tomar contramedidas? Rara vez se trata de atentados directos contra la ideología reinante, a los que siguen la orden de callarse o cosas peores. A menudo basta con la prueba literaria de que la verdad sólo existe en plural —lo mismo que no hay sólo una realidad, sino una multitud de realidades— para valorar ese resultado literario como un peligro, un peligro mortal para el respectivo guardián de la sola y única verdad. También el hecho de que los escritores —porque es parte de su profesión— no sepan dejar al pasado en paz, abran heridas demasiado rápidamente cicatrizadas, desentierren cadáveres en sótanos sellados, penetren en estancias prohibidas, coman vacas sagradas o, como hizo Jonathan Swift, recomienden niños irlandeses como asado para la cocina inglesa reinante, es decir, de que, en general, para ellos no haya nada sagrado, ni siquiera el capitalismo, los hace sospechosos, dignos de castigo. Sin embargo, su peor delito sigue siendo que, en sus libros, no quieren hacer causa común con el vencedor de turno en el acontecer histórico, sino que se mueven con deleite por donde los perdedores en esos procesos históricos se mantienen al margen y tienen mucho que contar aunque no sean escuchados. Quien les da la palabra pone la victoria en entredicho. Quien se rodea de perdedores es uno de ellos. Sin duda, los poderosos, vestidos con un traje de época u otro, no tienen nada, en general, contra la literatura. Incluso les gusta tener una como adorno en su casa y están dispuestos a fomentarla. Actualmente la prefieren entretenida y útil para la cultura de la diversión, es decir, que no debe no ver sólo lo negativo, sino dar al ser humano, en su miseria, una lucecita de esperanza. En el fondo, aunque no se pida tan explícitamente como en los tiempos del comunismo, se quiere un «héroe positivo». Hoy en día, ese héroe puede llegar a la jungla sin fronteras de la economía de mercado libre, como un Rambo, y, riéndose, pavimentar de cadáveres su camino hacia el éxito; es una tronera que, entre tiroteo y tiroteo, está dispuesto a echar un polvo rápido, un triunfador que deja atrás a los simples perdedores, en resumen, un héroe que deja sus marcas de olor positivas en nuestro mundo globalizado. Y el deseo de ese tentetieso empedernido se ve también satisfecho por esos medios de información siempre disponibles: James Bond ha empollado muchos hijos que se le parecen como ovejas Dolly. A su estilo —007— el Bien puede seguir triunfando sobre el Mal.
Entonces, su contrafigura o contrincante, ¿sería el héroe negativo? No forzosamente. Yo vengo, como habrán sabido leyendo, de la escuela morisco-española de la novela picaresca. En ella, la lucha contra los molinos de viento ha seguido siendo un modelo transmisible a través de los siglos. Por eso el pícaro vive de la comicidad del fracaso. Su ingenio se mea en las columnas del poder y sierra las patas de su sillas, pero al mismo tiempo sabe que no logrará que el templo se derrumbe ni que el trono se vuelque. Simplemente, en cuanto mi pícaro anda por ahí, lo majestuoso parece bastante sórdido y su trono bascula un tanto. El humor del pícaro surge de la desesperación. Mientras en Bayreuth El crepúsculo de los dioses se eterniza ante un público de muchos quilates, a él se le oye reírse, porque en su teatro, comedia y tragedia van de la mano. Se burla de los héroes que entran fatídicamente en escena y les pone la zancadilla. Es cierto que su fracaso nos hace reír, pero las carcajadas que provoca son difíciles de manejar: se atragantan; hasta sus cinismos, aguzados de la forma más ingeniosa, son de corte trágico.\[...\] Además, desde el punto de vista de unos críticos mezquinos, coloreados de rojo o de negro, es un formalista, sí, un manierista de primera: utiliza los prismáticos al revés. Ordena el tiempo como en una estación de maniobras ferroviarias. Por todas partes coloca espejos. Nunca se sabe de quién es ventrílocuo en un momento dado. Para utilizar sus atrayentes perspectivas, a veces tienen acceso al ruedo del pícaro hasta enanos y gigantes. Así, Rabelais, durante su vida activa, estuvo huido de la policía profana y de la Santa Inquisición, porque Gargantúa y Pantagruel, sus nuchachos de tamaño mayor que el natural, ponían patas arriba el mundo ordenado de la escolástica. ¡Qué carcajadas más estrepitosas liberaban! Y cuando Gargantúa, con su ancho culo, se acurrucó en las torres de Notre-Dame y, meando desde allí, inundó todo París, el pueblo, si no se hogaba, se reía. O, poniendo otra vez a Swift por testigo: su propuesta culinariamente sazonada de aliviar el hambre de Irlanda podría utilizarse con arreglo a estos tiempos, sirviendo en la próxima cumbre económica mundial, sabrosamente condimentados, en cuanto los jefes de Estado estuvieran a la mesa, no a lo hijos de los irlandeses muertos de hambre, sino a los niños de la calle brasileños o del sur del Sudán. Sátira se llama la figura. Y sabido es que puede atreverse a todo, hasta a cosquillear el nervio de la risa con lo espantoso.
Cuando Heinrich Böll, el 2 de mayo de 1973, pronunció aquí su discurso de recepción del Premio Nobel, en el que contrapuso, delimitándolas cada vez más, las posiciones aparentemente tan contradictorias de la razón y la poesía, lamentó, en la última frase de su discurso, una omisión por falta de tiempo: «He tenido que pasar por alto el humor, que tampoco es privilegio de clase y al que, sin embargo, no se reconoce su poesía ni como escondrijo de la resistencia»... Ahora bien, Heinrich Böll sabía cómo, marginado y apenas leído hoy, Jean Paul tiene su puesto en el gabinete de figuras de cera de los genios alemanes y hasta qué punto la obra literaria de Thomas Mann era en aquel tiempo, tanto desde la derecha como desde la izquierda, sospechosa de ironía; y yo añado: sigue siéndolo. Seguro que Böll no se refería al humor sonriente habitual, sino a la risa inaudible entre líneas, la crónica tendencia a la tristeza de su payaso y la comicidad desesperada de aquel coleccionista que archivaba silencios. Actividad, por cierto, que en los tantas veces citados medios, ha hecho escuela en el sentido de «continuará...» y, en calidad de «autocontrol voluntario» del Occidente libre, constituye un disfraz complaciente de la censura.
Al comienzo de los años cincuenta, cuando yo había empezado a escribir conscientemente, Heinrich Böll era ya conocido, aunque todavía no reconocido. Con Wolfgang Koeppen, Günter Eich y Arnno Schmidt estaba al margen del aparato de la cultura, entonces restaurador. La joven literatura de la posguerra no tenía facilidad para la lengua alemana, que, bajo el dominio del nacionalsocialismo, se había corrompido. Además, en el camino de la generación de Böll, pero también de los jóvenes autores entre los que yo me contaba, se interponía, como prohibición, una frase de Theodor Adorno. Cito: «Escribir un poema después de Auschwitz es algo bárbaro, y eso corroe también la conciencia de por qué se hizo imposible escribir hoy poemas...».
De manera que nada de «continuará...». Nosotros escribíamos, sin embargo. Evidentemente, teniendo que entender Auschwitz —como Adorno en su libro de 1951: Mínima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada — como cesura y ruptura irreparable de la historia de la civilización. Sólo así se podía esquivar aquella prohibición. Y, sin embargo, el fatídico presagio de Adorno ha tenido efectos hasta hoy. Contra él tropezaron los autores de mi generación, rechazándolo abiertamente. Nadie quería, podía callar. Porque había que sacar el idioma alemán del paso militar, hacerlo salir de lo idílico y las intimidades azuladas. Para nosotros, niños escaldados, de lo que se trataba era de renegar de las magnitudes absolutas, el blanco o el negro ideológicos. Nuestros padrinos eran la duda y el escepticismo; nos ofrecieron como regalo la gran variedad de grises. Por lo menos yo me impuse ese ascetismo, para descubrir entonces la riqueza de mi lengua declarada culpable de una forma demasiado global, su seductora delicadeza, su tendencia cavilosa hacia lo profundo, su dureza sorprendentemente flexible, sí, su encanto dialectal, su simplicidad y ambigüedad, sus extravagancias y su hermosura que florece en subjuntivos. Aquel talento bíblico recuperado había que multiplicarlo, a pesar de Adorno o advertidos por el veredicto de Adorno. Sólo así se podía seguir escribiendo —poesía o prosa— después de Auschwitz. Sólo así, convirtiéndose en memoria y sin dejar que el pasado acabase, podía la literatura germanohablante de la posguerra justificar la norma literaria de validez universal «continuará...», para sí misma y ante los que nacerían después. Y sólo así se pudo mantener abiertas las heridas y compensar el deseado y prescrito olvido con un tozudo «Érase una vez...».
Por muchas veces que estos o aquellos intereses pidieran un punto final, se reclamara la vuelta a la normalidad y se quisiera apartar como historia el vergonzoso pasado, la literatura contradecía esos deseos, tan comprensibles como estúpidos. ¡Con razón! Porque siempre que en Alemania se anuncia la hora cero y se proclama el fin de la posguerra —la última vez hace diez años, cuando el muro había caído y se había logrado oficialmente la unidad— el pasado ha vuelto a alcanzarnos.
En aquella época, febrero de 1990, pronuncié en Francfort del Meno ante estudiantes una conferencia con el título Escribir después de Auschwitz . Hice balance y, libro tras libro, repasé las cuentas. Así llegué al Diario de un caracol , publicado en 1972, en el que el pasado y la actualidad se cruzan por muchas vías, pero transcurren también paralelamente y colisionan a veces. En ese libro, porque mis hijos me piden que defina mi profesión, está la respuesta: «Un escritor, hijos, es alguien que escribe contra el tiempo que pasa». A los estudiantes les dije: «Una postura de escritor así aceptada presupone que el autor no se considere despegado ni encapsulado en la intemporalidad, sino que se vea como contemporáneo, más aún, se exponga a las vicisitudes del tiempo que pasa, intervenga y tome partido. Los peligros de tales intervenciones y tomas de partido son conocidos: corre el riesgo de perder la distancia adecuada para un escritor: su lenguaje se siente tentado a vivir al día; la estrechez de las circunstancias del momento puede limitarlo también a él y limitar una imaginación, entrenada para correr libremente; corre el peligro de que le falte el aliento».
El riesgo entonces apuntado ha seguido siéndome fiel con el paso de los años. Sin embargo, ¿qué sería la profesión de escritor si no hubiera riesgo? Bueno, como funcionario de la literatura, podría considerarse protegido. Pero frente a la actualidad sería presa de sus miedos al contacto físico. Por miedo a perder la distancia, se perdería en lo distante, en donde sólo titilan los mitos y lo sublime se celebra a sí mismo. No, el presente, que continuamente se convierte en pasado, lo alcanzará y le pedirá explicaciones. Porque todo escritor ha nacido en su época, por muy violentamente que proteste por haber llegado demasiado pronto o demasiado tarde. No es él quien determina arbitrariamente el tema de su elección, sino que le viene predeterminado. Al menos yo no he podido decidir libremente. Porque si hubiera obrado sólo de acuerdo con mí mismo y mi impulso lúdico, hubiera experimentado sólo según leyes puramente estéticas y hubiera encontrado mi papel, tan despreocupado como inofensivo, en lo grotesco.
Pero no podía ser. Había resistencias. Paridos por el embarazo histórico alemán, había a montones montañas de escombros y cadáveres. Ante aquella masa de materiales, que, cuando empecé a reducirla aumentaba, no era posible apartar la vista. Además, vengo de una familia de refugiados. Por eso, además de todo lo que puede impulsar a un escritor de libro en libro —ambición corriente, miedo al aburrimiento, el motor del egocentrismo—, la conciencia de la pérdida irreparable de mi patria ha resultado ser una fuerza impulsora. Narrando, la ciudad destruida y perdida de Danzig tenía que... no, no ser recuperada, sino evocada. Esa obsesión de escribir me incitaba. No sin cierta terquedad, quería probarme y probar a mis lectores que lo perdido no tiene por qué hundirse en el olvido sin dejar huella, sino que, gracias al arte de la literatura, puede recuperar su contorno: en toda su grandeza y su lamentable mezquindad, con sus iglesias y cementerios, los ruidos de los astilleros y el olor al Báltico que golpea lánguidamente, con un idioma hace tiempo extinguido, con su rezongar de calor de establo, con pecados aptos para la confesión y sus crímenes tolerados y culpables a los que ninguna confesión puede dar la absolución ansiada.
Pérdidas de esa clase se han convertido también para otros escritores en capa de estiércol para narrar sin cesar y de una forma obsesiva. Al menos, hace años Salman Rushdie y yo estuvimos de acuerdo conversando en que para él, como para mí mi Danzig perdido, su perdido Bombay es fuente y basurero, punto de referencia y centro del mundo. Esa pretensión, esa extravagancia forma parte de la literatura. Es requisito para un narrar capaz de utilizar todos los registros. Con una orfebrería cincelada, una psicologización sutil o un realismo mal entendido como calco de lo natural no se puede abordar semejante masa monstruosa de materiales. Por muy deudores que seamos de la tradición iluminadora de la razón, el curso absurdo de la historia se burla de toda explicación razonable.
Lo mismo que el Premio Nobel, en cuanto lo desnudamos de toda solemnidad, se basa en el descubrimiento de la dinamita, que, como otros partos mentales del ser humano —sea la fisión del átomo, sea el igualmente nobelado desciframiento de los genes— ha alumbrado el bienestar y el dolor, la literatura demuestra fuerza explosiva, aunque las explosiones que provoca se demoren, se conviertan en acontecimiento y cambien el mundo, por decirlo así, a cá,ara lenta: a la vez como obra beneficiosa o como motivode lamentaciones de la especie humana. Cuánto tiempo necesitó el proceso de la Ilustración europea desde Montaigne, pasando por Voltaire, Diderot, Kant, Lessing y Lichtenberg, para llevar la lámpara de la razón a los más oscuros rincones de las tinieblas escolásticas. Con frecuencia se extinguía la lucecita. La censura retrasó esa iluminación por la razón. Sin embargo, cuando ésta, luego, se instaló cómodamente a pleno día, era una razón enfriada, reducida a lo técnicamente viable y comprometida sólo con el progreso económico y social, que se hacía pasar por Ilustración y, a toda costa, inculcó a sus hijos, peleados desde el principio, el capitalismo y el socialismo, una jerga racionalizante y la vía respectiva adecuada hacia el progreso.
Hoy vemos adónde ha llevado la Ilustración a esos hijos genialmente malogrados. Podemos apreciar a qué peligrosa situación desequilibrada nos ha lanzado la explosión de efecto retardado provocada por palabras. Claro está, tratamos de reparar los daños con los medios —no tenemos otros— de la Ilustración. Vemos espantados que el capitalismo, desde que declararon difunto a su hermano el socialismo, se deja inspirar por la megalomanía y ha comenzado a desfogarse sin inhibiciones. Repite los errores de su hermano declarado muerto, dogmatízándose, proclamando como única verdad la economía de mercado libre, emborrachándose con sus posibilidades casi ilimitadas y se vuelve loco, es decir, realiza fusiones en todo el mundo que sólo maximizan los beneficios. No es de extrañar que el capitalismo, como el comunismo, que se ha asfixiado solo, resulte ser incapaz de reformas. Su dictado es la mundialízación. Y otra vez se afirma, con la petulancia de la infalibilidad, que no hay alternativa.
Según eso, la historia ha terminado. No cabe esperar con interés ningún «continuará...». ¿O se puede confiar en que, si no a la política, que de todas formas ha cedido a la economía todo poder decisorio, se le ocurra al menos a la literatura algo que haga tambalearse al reciente dogmatismo?
Sin embargo, ¿cómo podría ese narrar subversivo resultar una dinamita de calidad literaria? ¿Habría tiempo suficiente para aguardar el efecto de su encendido retardado? ¿Cabe imaginar un libro que diera salida a ese artículo escaso que es el futuro? ¿No ocurre hoy más bien que la literatura queda relegada al retiro de vejez y que a los jóvenes autores, a lo sumo, se les deja como terreno de juegos la Internet? Se instaura un estancamiento diligente, al que la engañosa palabra comunicación da cierto prestigio. Toda reserva de tiempo se ha agotado hasta llegar al colapso humanamente posible. Un valle de lágrimas cultural mantiene cautivo a Occidente. ¿Qué hacer?
En mi impiedad, sólo puedo doblar la rodilla ante el santo que, hasta hoy, me ha sido de más ayuda y ha hecho rodar los peñascos más pesados. Por eso imploro: ¡Santo Sísifo, nobelado por la gracia de Camus, te lo ruego, haz que la piedra no se quede arriba y podamos seguir haciéndola rodar, para que, como tú, podamos ser felices con nuestro peñasco, y la historia narrada de nuestra penosa existencia no tenga fin.
¿Se escuchará mi hondo suspiro? O, según los más recientes rumores, ¿será sólo el ser humano seleccionado producido por clonación el que será capaz de asegurar la continuación de la historia humana?
Con ello he vuelto al principio de mi discurso y abro otra vez La ratesa , en cuyo capítulo quinto se habla de la concesión del Premio Nobel a la rata de laboratorio, como representante de millones de millones de otros animales de experimentación al servicio de la ciencia investigadora. Y enseguida me resulta claro qué poco pudieron contribuir todos los méritos hasta ahora premiados a eliminar del mundo el hambre, ese azote de la humanidad. Es verdad que se ha conseguido dar unos riñones nuevos a cualquiera que pueda pagarlos. Se puede trasplantar corazones. Telefoneamos de forma inalámbrica por el mundo. Los satélites y las estaciones espaciales giran solícitamente a nuestro alrededor. Se han inventado y fabricado sistemas de armas, como consecuencia de investigaciones premiadas, con cuya ayuda sus poseedores pueden protegerse de la muerte de muchas formas. Todo aquello de lo que es capaz el cerebro humano ha sido asombrosamente plasmado. Sólo el hambre sigue sin resolverse. Incluso aumenta. Allí donde el hambre era como hereditaria, se transforma en depauperación. Por todo el mundo se desplazan corrientes de refugiados; el hambre las acompaña. Y no hay voluntad política, acompañada de conocimientos científicos, decidida a poner fin a esa miseria que prolifera.
Cuando en 1973, en Chile, apoyado por la activa benevolencia de los Estados Unidos, golpeó el terror, Willy Brandt, como primer canciller federal alemán, pronunció su discurso de ingreso en las Naciones Unidas. Habló de la depauperación universal. Su grito de «¡También el hambre es una guerra!» fue tan convincente que se ahogó en un aplauso inmediato.
Yo estaba presente cuando se pronunció ese discurso. En aquella época escribía mi novela El rodaballo, en la que se trata de la base primaria de la existencia humana, la alimentación, es decir, de la carencia y la abundancia, de grandes comilones e innumerables hambrientos, del placer del gusto y de las migajas de la mesa del rico.
Ese tema nos ha quedado. A la riqueza que se acumula responde la pobreza con mayores tasas de crecimiento. El Norte y el Oeste opulentos, ansiosos de seguridad, pueden seguir queriendo protegerse y afirmarse como fortaleza contra el Sur pobre; las corrientes de refugiados los alcanzarán, sin embargo, y ninguna reja podrá contener la afluencia de hambrientos.
De eso habrá que hablar en el futuro. En definitiva, la novela de todos nosotros debe continuar. E incluso aunque un día no se escriba o pueda escribirse o imprimirse ya, cuando no se disponga ya de libros como medios de supervivencia, habrá narradores que nos hablarán al oído, devanando otra vez las viejas historias: en voz alta o baja, jadeante o demorada, a veces próxima a la risa y a veces próxima al llanto».