Discurso en Frankfurt por el premio Theodor W. Adorno

Jacques Derrida
El 22 de septiembre de 2001 Jacques Derrida recibió de la ciudad de Frankfurt el premio Theodor W. Adorno. Fundado en 1977, otorgado cada tres años, concedido ya a Habermas, Boulez y Godard, recompensa obras que, en el espíritu de la Escuela de Frankfurt, atraviesan los dominios de la filosofía, de las ciencias sociales y de las artes (música, literatura, pintura, arquitectura, teatro, cine, etcétera). El primer párrafo y el último del discurso de Jacques Derrida fueron leídos en alemán. El discurso había sido escrito y traducido desde el mes de agosto. Las referencias al 11 de septiembre fueron, pues, añadidas el día de la ceremonia.

Señora alcaldesa, señor cónsul general, querido profesor Waldenfels, queridos colegas, queridos amigos:

Os pido perdón, me dispongo a saludaros y a daros las gracias en mi lengua.
Y la lengua va a ser por lo demás mi tema: la lengua del otro, la lengua del huesped, la lengua del extranjero, incluso del inmigrante, del emigrado o del exilado. ¿Qué hará del singular y del plural una política responsable, empezando por las diferencias entre las lenguas en la Europa de mañana, y a ejemplo de Europa, en la mundialización en curso? En eso que se llama, de manera cada vez más dudosa, la mundialización, nos encontramos en efecto al borde de guerras que están, menos que nunca, desde el 11 de septiembre, seguras de su lengua, de su sentido y de su nombre.
Como exergo a este modesto y sobrio testimonio de reconocimiento, permitidme que os lea primero una frase que, un día, una noche, soñó Walter Benjamin, y en francés. Se la confió en francés a Gretel Adorno, en una carta que le dirigió el 12 de octubre de 1939[i], desde la Nièvre, donde se encontraba internado. Aquello se llamaba entonces en Francia un «campo de trabajadores voluntarios». En su sueño, que fue, de creerle, eufórico, Benjamin se dijo esto, en francés, pues: «Se trataba de trasformar una poesía en chal [fichu]». Y tradujo: «Es handelte sich darum, aus einem Gedicht ein Halstuch zu machen». Enseguida vamos a acariciar ese «chal [fichu]», ese echarpe o ese fular. Vamos a discernir en él cierta letra del alfabeto que Benjamin creyó reconocer en sueño. Y fichu, a esto volveremos también, no es una palabra francesa cualquiera para decir echarpe, chal, o fular de mujer.
¿Sueña uno siempre en la cama? ¿y de noche? ¿Se es responsable de esos sueños? ¿Puede uno responder de ellos? Suponed que estoy soñando. Mi sueño sería feliz, como el de Benjamin.
En este mismo momento, dirigiéndome a vosotros, con los ojos abiertos, disponiéndome a daros las gracias desde el fondo del corazón, con los gestos unheimlich o espectrales de un sonámbulo, incluso de un bandolero con las manos puestas en un premio que no le había sido destinado, todo sucedería como si estuviese soñando. E incluso confesándolo: de verdad, os lo digo, al saludaros con gratitud, creo que estoy soñando. Incluso si el bandolero o el contrabandista no merece lo que le pasa, como en un relato de Kafka el mal alumno que se cree llamado, como Abraham, al sitio del primero de la clase, su sueño parece feliz. Como yo.
¿Cuál es la diferencia entre soñar y creer que se sueña? Y en primer lugar, ¿quién tiene derecho a plantear esa pregunta? ¿Es el soñador sumergido en la experiencia de su noche o el soñador que se despierta? ¿Podría un soñador por otra parte hablar de su sueño sin despertarse? ¿Podría nombrar el sueño en general? ¿Podría analizarlo de forma justa e incluso servirse de la palabra «sueño» con plena conciencia sin interrumpir y traicionar, sí, traicionar el sueño?
Imagino aquí dos respuestas. La del filósofo sería firmemente «no»: no se puede tener un discurso serio y responsable sobre el sueño, nadie podría contar un sueño sin despertarse. Esta respuesta negativa, de la que podrían darse mil ejemplos de Platón a Husserl, creo que define quizá la esencia de la filosofía. Este «no» liga la responsabilidad del filósofo al imperativo racional de la vigilia, del yo soberano, de la conciencia vigilante. ¿Qué es la filosofía para el filósofo? Estar despierto y despertarse. Completamente diferente, pero no menos responsable, sería quizá la respuesta del poeta, del escritor o del ensayista, del músico, del pintor, del director de teatro o de cine. O también del psicoanalista. Estos no dirían no, sino sí, quizá, a veces. Dirían sí, quizá a veces. Consentirían al acontecimiento, a su excepcional singularidad: sí, quizá puede uno creer y reconocer que uno sueña sin despertarse; sí, no es imposible, a veces, decir, durmiendo, con los ojos cerrados o completamente abiertos, algo así como una verdad del sueño, un sentido y una razón del sueño que merece no hundirse en la noche de la nada.
A propósito de esta lucidez, de esta luz, de esta Aufklarung de un discurso soñador sobre el sueño, me gusta justamente pensar en Adorno. Admiro y amo en Adorno a alguien que no ha dejado de vacilar entre el «no» del filósofo y el «sí, quizá, eso pasa a veces» del poeta, del escritor o del ensayista, del músico, del pintor, del director de teatro o de cine, o también del psicoanalista. Al vacilar entre el «no» y el «sí, a veces, quizá», ha vacilado por dos veces. Ha tomado en cuenta lo que el concepto, la dialéctica misma, no podía concebir del acontecimiento singular, y ha hecho todo por asumir la responsabilidad de esa doble herencia.
En efecto, ¿qué nos sugiere Adorno? La diferencia entre el sueño y la realidad, esta verdad a la que el «no» del filósofo nos llama con una severidad inflexible, sería lo que lesiona, hiere o lastima (beschädigt) los más bellos sueños y deposita en éstos la firma de una mancha, de una mácula (Makel). El «no», lo que se podría llamar en otro sentido la negatividad que la filosofía opondría al sueño, sería una herida cuya cicatriz llevan consigo para siempre los más bellos sueños.
Un pasaje de Minima Moralia[ii] lo señala, un pasaje que privilegio por dos razones. En primer lugar, Adorno dice ahí cómo los más bellos sueños quedan dañados, lesionados, mutilados, deteriorados (beschädigt), heridos por la conciencia despierta que nos hace saber que son pura apariencia (Schein) con respecto a la realidad efectiva (Wirklichkeit). Ahora bien, la palabra de la que se sirve entonces Adorno para expresar esa herida, beschädigt, es esa misma que aparece en el subtítulo de los Minima Moralia: Reflexionen aus dem beschädigten Leben. No «reflexiones sobre» una vida herida, lesionada, lastimada, mutilada, sino «reflexiones desde o a partir» de una vida así, aus dem beschädigten Leben: reflexiones marcadas por el dolor, señaladas por la herida. La dedicatoria del libro a Horkheimer explica lo que la forma de ese libro debe a la vida privada y a la condición dolorosa del «intelectual en emigración» (ausgegangen vom engsten privaten Bereich, dem des Intellektuellen in der Emigration).
Escojo también ese pasaje de Minima Moralia para rendir homenaje y reconocer a aquellos que han instituido el premio Adorno respetando un cierto espíritu de éste. Como siempre en Adorno, y es ésta su más bella herencia, este fragmento teatral hace comparecer a la filosofía en un solo acto, sobre una misma escena, ante la instancia de todos sus «otros». La filosofía debe responder ante el sueño, ante la música —representada por Schubert—, ante la poesía, ante el teatro y ante la literatura, representada aquí por Kafka:
«Cuando uno se despierta en mitad de un sueño, aun del más desagradable, se siente frustrado y con la impresión de haber sido engañado para bien suyo. Sueños felices realizados los hay en verdad tan poco como, en expresión de Schubert, música feliz. Aun los más hermosos llevan aparejada como una mácula (wie ein Makel) su diferencia con la realidad, la consciencia del carácter ilusorio de lo que producen. De ahí que los sueños más bellos parezcan como estropeados (wie beschädigt). Esta experiencia se encuentra insuperablemente plasmada en la descripción del teatro al aire libre de Oklahoma que hace Kafka en América»[iii].
Adorno estaba obsesionado por ese teatro de Oklahoma en América de Kafka, sobre todo al recordar sus investigaciones experimentales en los Estados Unidos, sus trabajos sobre el jazz, sobre un cierto carácter fetichista de la música, sobre los problemas planteados por la producción industrial de los objetos culturales, allí donde su crítica pretende, como él mismo dice, replicar al Benjamin de Das Kunstwerk im Zeitalter seiner technischen Reproduzierbarkeit. Hoy más que nunca tendríamos que meditar si esa crítica, como tantas otras en relación a Benjamin, está o no justificada. Esa crítica, al analizar una cierta mercantilización de la cultura, anuncia también una mutación estructural del capital, del mercado cyberespacial, de la reproducción, de la concentración mundial y de la propiedad.
Así, pues, quedaríamos decepcionados al despertar incluso de la peor pesadilla (de lo que podríamos multiplicar los ejemplos desde el comienzo del siglo hasta la semana pasada), pues esa pesadilla nos habrá dejado pensar lo irreemplazable, una verdad o un sentido que la conciencia al despertar corre el riesgo de disimular, o de adormecer de nuevo. Como si el sueño fuese más vigilante que la vigilia, el inconsciente más pensador que la conciencia, la literatura o las artes más filosóficas, más críticas en todo caso, que la filosofía.
Me dirijo a vosotros pues en la noche como si en el comienzo fuese el sueño. ¿Qué es el sueño? ¿Y el pensamiento del sueño? Y la lengua del sueño? ¿Habrá una ética o una política del sueño que no ceda ni a lo imaginario ni a la utopía, que no sea dimisionaria, irresponsable, y evasiva? De este modo me vuelvo a apoyar en Adorno para comenzar, y más precisamente en otro pasaje de Adorno que me afecta tanto más porque, como yo mismo hago cada vez más a menudo, demasiado a menudo quizá, Adorno habla literalmente de la posibilidad de lo imposible, de la paradoja de la posibilidad de lo imposible (vom Paradoxon der Möglichkeit des Unmöglichen). En Prismas, al final de su «Retrato de Walter Benjamin», en 1955, Adorno escribe esto, algo que yo querría convertir en una divisa, al menos para todas las «últimas veces» de mi vida:

«En la paradoja de la posibilidad de lo imposible se han encontrado por última vez en Benjamin mística e Ilustración. Benjamin se ha liberado del sueño sin traicionarlo (ohne ihn zu verraten) y sin hacerse cómplice de aquella intención en la que siempre estuvieron de acuerdo los filósofos: que el sueño no debe (o no puede) realizarse»[iv].

La posibilidad de lo imposible, así dice Adorno, die Möglichkeit des Unmöglichen. No dejarse impresionar por la «unanimidad permanente de los filósofos», esto es, la primera complicidad que romper, y justo eso por lo que hay que empezar a inquietarse uno, si quiere uno pensar un poco. Liberarse del sueño, desterrar el sueño sin traicionarlo (ohne ihn zu verraten), es esto lo que hay que hacer, según Benjamin, autor de un «Traumkitsch»[v]: despertarse, cultivar la vigilia y la vigilancia, pero al mismo tiempo permaneciendo atento al sentido, fiel a las enseñanzas y la lucidez de un sueño, cuidadosos de lo que el sueño dé que pensar, sobre todo cuando nos da que pensar la posibilidad de lo imposible. La posibilidad de lo imposible no puede sino ser soñada, pero el pensamiento, un pensamiento completamente diferente de la relación entre lo posible y lo imposible, ese otro pensamiento tras el que desde hace tanto tiempo respiro y a veces pierdo la respiración en mis cursos o en mis carreras, tiene quizá más afinidad que la filosofía misma con ese sueño. Habría que seguir velando el sueño aun despertándose. De esta posibilidad de lo imposible, y de lo que habría que hacer para intentar pensarla de otro modo, para pensar de otro modo el pensamiento, en una incondicionalidad sin soberanía indivisible, al margen de lo que ha dominado nuestra tradición metafísica, intento a mi manera sacar algunas consecuencias éticas, jurídicas y políticas, ya se trate del tiempo, del don, de la hospitalidad, del perdón, de la decisión, o de la democracia por venir.
Todavía no he empezado a expresaros todo mi reconocimiento, pero, y para apoyarme en ellos, acabo de oír hablar a Adorno de Benjamin, esos dos expatriados, uno de los cuales no regresó jamás, y el otro no es seguro que haya vuelto nunca. Enseguida voy a evocar de nuevo a un Benjamin que se vuelve hacia Adorno. Como me va a suceder a menudo que cite de esta manera, el caso es que de nuevo es una cita de Benjamin por Adorno lo que anima a pensar que mi modo de usar las citas tendrá que ser aquí cualquier cosa antes que académica, protocolaria y convencional, sino más bien, y una vez más, inquietante, desconcertante, incluso unheimlich. Dos páginas más arriba, en el mismo texto, Adorno recuerda que Benjamin «entendía literalmente la frase de la Einbahnstrasse, según la cual las citas de sus trabajos son como bandidos que saltan al camino (wie Räuber am Wege) para robar al lector sus convicciones»[vi]. Que lo sepáis, éste al que honráis hoy con un gran premio que no está seguro de merecer, es también alguien que se arriesga siempre, sobre todo cuando cita, a parecerse más a los «bandidos que saltan al camino» que a tantos honorables profesores de filosofía, por más que sean amigos suyos.
Estoy soñando. Soy un sonámbulo. Creo haber soñado, para daros a entender mi agradecimiento ante el inmenso privilegio que se me concede hoy, sueño todavía sin duda con saber hablaros no sólo como bandido, sino poéticamente, como poeta. Sin duda no seré capaz del poema en el que sueño. Y por otro lado, y en qué lengua habría podido escribirlo o cantarlo? ¿O soñarlo? Estaré dividido entre, por una parte, las leyes de la hospitalidad, a saber, el deseo del huesped que reconoce que debería dirigirse a vosotros en vuestra lengua, y, por otra parte, mi apego invencible a un idioma francés sin el que estoy perdido, más exilado que nunca. Pues lo que comprendo y comparto mejor, con Adorno, hasta la compasión, es quizá su amor a la lengua, e incluso una especie de nostalgia por aquello que ha sido sin embargo su propia lengua. Nostalgia originaria, nostalgia que no ha esperado la pérdida histórica o efectiva de la lengua, nostalgia congénita que tiene la edad de nuestro cuerpo a cuerpo con la lengua llamada materna, o paterna. Como si esta lengua hubiese estado perdida desde la infancia, desde la primera palabra. Como si esta catástrofe estuviese abocada a repetirse. Como si amenazase con retornar en cada giro de la historia, y para Adorno, hasta en el exilio americano. En su respuesta a la pregunta tradicional «Was ist deutsch?[vii]» en 1965, Adorno confiaba que su deseo de regresar de los Estados Unidos a Alemania, en 1949, estaba dictado primeramente por la lengua. «Mi decisión de volver a Alemania —dijo—, apenas estaba motivada por la necesidad subjetiva, por la añoranza de la tierra (vom Heimweh motiviert). Había también una motivación objetiva. Es la lengua. (Auch ein Objektives machte sich geltend. Das ist die Sprache)».
Por qué hay en esto más que una nostalgia, y otra cosa que un afecto subjetivo? ¿Por qué intenta Adorno justificar su regreso a Alemania mediante un argumento de la lengua que sería aquí una razón «objetiva»? Su alegato debería ser hoy ejemplar para todos aquellos que buscan, en el mundo, pero en particular en la Europa en construcción, definir otra ética u otra política, otra economía, incluso otra ecología de la lengua: cómo cultivar la poeticidad del idioma en general, su estar en casa, su oikos, cómo salvar la diferencia lingüística, ya sea regional o nacional, cómo resistir a la vez a la hegemonía internacional de una lengua de comunicación (y para Adorno, eso era ya el anglo-americano), cómo oponerse al utilitarismo instrumental de una lengua puramente funcional y comunicativa sin ceder no obstante al nacionalismo, al estado-nacionalismo o al soberanismo estado-nacionalista, sin dar estas viejas armas mohosas a la reactividad identitaria y a toda la vieja ideología soberanista, comunitarista y diferencialista?
Adorno se compromete, efectivamente, a veces peligrosamente, en una argumentación compleja a la que por mi parte había dedicado, hace cerca de veinte años, una larga discusión atormentada en un seminario sobre el «nacionalismo», sobre «Kant, el judío, el alemán», sobre el Was ist deutsch de Wagner y eso que llamaba yo entonces, para denominar una enigmática especularidad, un grande y terrible espejo histórico, la «psique judeo-alemana». De ese seminario retengo sólo dos líneas.

A. La primera subrayaría, de forma clásica, algunos llegarían a decir que inquietante, los privilegios de la lengua alemana. Doble privilegio, en relación con la filosofía y en relación con aquello que vincula la filosofía a la literatura: «La lengua alemana —señala Adorno—, presenta manifiestamente una afinidad electiva con la filosofía (eine besondere Wahlverwandtschaft zur Philosophie), una afinidad con la especulación a la que Occidente le reprocha, no sin razón, que es peligrosamente nebulosa». Si es difícil traducir textos filosóficos de alto nivel, como la Fenomenología del espíritu o la Ciencia de la lógica de Hegel, eso es así porque el alemán, piensa Adorno, enraíza sus conceptos filosóficos en una lengua natural que hay que conocer desde la infancia. De ahí, entre filosofía y literatura, una alianza radical —radical en la medida en que se nutre de las mismas raíces, las de la infancia—. No hay gran filósofo, dice Adorno citando a Ulrich Sonnemann, que no sea un gran escritor. Y ¡qué razón tiene! A propósito de la infancia, que fue uno de sus temas insistentes, a propósito de la lengua de su infancia: ¿será azar que Adorno vuelva a ello justamente tras dos breves aforismos célebres acerca de los judíos y el lenguaje: «Der Antisemitismus ist das Gerücht über die Juden» y «Fremdwörter sind die Juden der Sprache» («El antisemitismo es el rumor sobre los judíos» y «Los extranjerismos son los judíos de la lengua»)[viii]? Así, pues, ¿es casual que inmediatamente a continuación Adorno nos confíe la tristeza inconmensurable (fassungslose Traurigkeit), la melancolía (Schwermut) con la que toma conciencia de que ha dejado espontáneamente que «se despierte», ésa es su expresión, la lengua de su infancia? ¿O más exactamente, que ha dejado que se despierte, como si prosiguiese un sueño velado, un sueño diurno, una forma dialectal de su infancia, de su lengua materna, la que había hablado en su ciudad de nacimiento, a la que llama ahí Vaterstadt? ¿Muttersprache y Vaterstadt?
«Una tarde de tristeza inconmensurable (An einem Abend der fassungslosen Traurigkeit) me sorprendí a mí mismo en el uso de un subjuntivo ridículamente incorrecto de un verbo, ya desusado en alemán, procedente del dialecto de mi ciudad natal. Desde los primeros años escolares no había vuelto a escuchar aquel familiar barbarismo, y menos aún a emplearlo. La melancolía (Schwermut) que incontenible descendía a los abismos de la infancia (in den Abgrund der Kindheit) despertó allá en el fondo la vieja voz que sordamente me requería (weckte auf dem Grande den alten, ohnmächtig verlangenden Laut). El lenguaje me devolvió como un eco la humillación que la desventura me causaba olvidándose de lo que yo era»[ix].
Sueño, idioma poético, melancolía, abismo de la infancia, Abgrund der Kindheit que no es otra cosa, ya lo habéis oído, sino la profundidad de un fondo (Grund) musical, la secreta resonancia de la voz o de los vocablos que esperan en nosotros, como en el fondo del primer nombre propio de Adorno, pero sin poder (auf dem Grande den alten, ohnmächtig verlangenden Laut). Ohnmächtig, insisto: sin poder, vulnerables. Si tuviera tiempo, me gustaría hacer algo más que bosquejar una reconstitución: habría explorado una lógica del pensamiento de Adorno que intentase de manera cuasisistemática sustraer todas estas debilidades, estas vulnerabilidades, estas víctimas indefensas, a la violencia o incluso a la crueldad de la interpretación tradicional, es decir, al apresamiento filosófico, metafísico, idealista, dialéctico incluso, y capitalístico. La exposición de ese ser indefenso, la privación de poder, esta vulnerable Ohnmächtigkeit, eso puede serlo tanto el sueño, la lengua, el inconsciente, como el animal, el niño, el judío, el extranjero, la mujer. «Indefenso», Adorno lo fue menos que Benjamin, pero lo fue también él mismo, de acuerdo con lo que dice Jürgen Habermas, en un libro dedicado a la memoria de Adorno:

«Adorno se encontraba indefenso [...] Frente a “Teddie” se podía desempeñar sin más el papel de un adulto con los pies bien puestos en el suelo. Pues Adorno nunca fue capaz de asimilar las estrategias de inmunización frente a la realidad y de adaptación a ella que este papel comporta. En todas las instituciones fue un extraño, y no porque él lo quisiera»[x].

B. Otro rasgo de «Was ist deutsch» cuenta más para mí. A este elogio de la propiedad específica y objetiva de la lengua alemana (eine spezifische, objektive Eigenschaft der deutschen Sprache), sigue una cautela crítica. En ella se advierte un parapeto indispensable para el porvenir político de Europa o de la mundialización: sin dejar de luchar contra las hegemonías lingüísticas y lo que éstas determinan, habría que empezar por «desconstruir» tanto los fantasmas onto-teológico-políticos de una soberanía indivisible como los metafísicos estado-nacionalistas. Ciertamente Adorno quiere, así lo comprendo, seguir amando la lengua alemana, seguir cultivando esa intimidad originaria con su idioma pero sin nacionalismo, sin el narcisismo colectivo (kollektiven Narzißmus) de una «metafísica de la lengua». Contra esta metafísica de la lengua nacional, cuya tradición y cuya tentación son bien conocidas, en este país y en otros, la «vigilancia», sigue diciendo Adorno, la vela del velador debe ser «incansable».
«Aquel que regresa (se sobrentiende que del exilio), y que ha perdido el contacto ingenuo con lo que constituye su especificidad (la de la lengua), aun conservando su intimidad con su propia lengua, tendrá que dar prueba de una incansable vigilancia (mit unermüdlicher Wachsamkeit) para escapar de cualquier superchería que podría facilitar esa lengua; tendrá que evitar creer que lo que me gustaría calificar de excedente metafísico de la lengua alemana (den metaphysischen Überschuss der deutschen Sprache) basta para garantizar la verdad de la metafísica que propone, o de la metafísica en general. Se me permitirá quizá confesar que escribí Jargon der Eigentlichkeit por esa razón. [...] El carácter metafísico de la lengua no constituye un privilegio. No es a él a lo que hay que imputar una profundidad que se convierte en sospechosa en el momento en que se glorifica a sí misma. Pasa lo mismo con el concepto de alma alemana. [...] Nadie de los que escriben el alemán, y saben hasta qué punto marca la lengua su pensamiento, debería olvidar las críticas de Nietzsche a este respecto»[xi].
Esta referencia al Jargon der Eigentlichkeit nos llevaría demasiado lejos. Prefiero entender en esta profesión de fe una llamada a una nueva Aufklärung. Adorno declara un poco más adelante que es ese culto metafísico de la lengua, de la profundidad y del alma alemana lo que ha llevado a acusar al Siglo de las Luces de «superficialidad» y de «herejía».
Señora alcaldesa, queridos colegas, queridos amigos, cuando pregunté de cuánto tiempo disponía para este discurso, recibí tres respuestas diferentes de otras tantas personas. Imagino que estaban dictadas por una legítima inquietud, como también por los deseos: fue, primero, que de quince a veinte minutos, después, que treinta minutos, finalmente, que de treinta a cuarenta y cinco minutos. Ahora bien, todavía no he empezado a rozar, así es de cruel la economía de tal discurso, la deuda que me liga a vosotros, a la ciudad y a la Universidad de Frankfurt, a tantos colegas y amigos (en particular los profesores Habermas y Honneth), a todos aquellos y a todas aquellas que, en Frankfurt y en este país, me perdonarán por nombrarlos sólo en una nota cursiva[xii]. Son tan numerosos, los traductores (empezando por Stefan Lorenzer, aquí mismo hoy), los estudiantes, los editores que me han concecido la gracia de su hospitalidad, desde 1968, en las Universidades de Berlín, de Friburgo, de Heidelberg, de Kassel, de Bochum, de Siegen, y sobre todo de Frankfurt, por tres veces, y todavía el año pasado, en unas conferencias sobre la universidad en un seminario común con Jürgen Habermas o ya, en 1984, en un gran simposio sobre Joyce.
Antes de precipitarme a la conclusión, no quiero olvidar ni el fichu en el sueño de Benjamin ni el índice de materias de un libro virtual sobre este premio Adorno, un libro y un premio de los que no espero ya ser capaz y digno un día. Os he hablado de lengua y de sueño, después de una lengua soñada, después de una lengua de sueño, esa lengua que sueña uno hablar, he aquí ahora la lengua del sueño, como se diría a partir de Freud.
No voy a imponeros una lección de filología, de semántica o de pragmática. No voy a seguir las derivaciones y los usos de esa palabra extraordinaria, «fichu». Significa cosas diferentes según que figure como nombre o como adjetivo. El fichu, y es éste el sentido más aparente en la frase de Benjamin, designa, pues, un chal, la pieza de tela que puede ponerse a toda prisa una mujer en la cabeza o alrededor del cuello. Pero el adjetivo «fichu» denota el mal: lo que es malo, o está perdido, condenado. Un día de septiembre de 1970, mi padre enfermo, viendo venir su muerte, me confió: «Estoy fichu». Si os dirijo hoy un discurso tan onirofílico, es que el sueño es el elemento más acogedor para el duelo, la obsesión, la espectralidad de todos los espíritus, y para el retorno de los aparecidos (por ejemplo, esos padres adoptivos que fueron para nosotros, entre otros y hasta en sus disensiones, Adorno o Benjamin, y quizá Adorno para Benjamin). El sueño es también un lugar hospitalario para la exigencia de justicia, al igual que para las esperanzas mesiánicas más invencibles. Para «fichu» se dice a veces en francés «foutu» («jodido»), una palabra que se entiende tanto en el registro escatológico del fin o de la muerte como en el registro escatológico de la violencia sexual. A veces se insinúa en ella la ironía: «uno se ha fichu de alguien» significa «uno se ha burlado de alguien, no se lo ha tomado en serio o no ha asumido sus responsabilidades para con él».
Benjamin empieza así la larga carta que escribe, pues, en francés a Gretel Adorno, el 12 de octubre de 1939, desde un campo de trabajo voluntario en la Nièvre:

«He tenido esta noche cuando dormía sobre la paja un sueño tan hermoso que no resisto las ganas de contártelo. [...] Es uno de esos sueños del tipo de los que he tenido quizá cada cinco años, y que están tejidos en torno a la palabra “leer”. Teddie se acordará del papel que juega ese motivo en mis reflexiones sobre el conocimiento».

Mensaje con destino a Teddie, a Adorno, pues, el marido de Gretel. ¿Por qué le cuenta Benjamin este sueño a la mujer, no al marido? ¿Por qué cuatro años antes es también dirigiéndose a Gretel Adorno[xiii] como Benjamin responde a críticas un poco autoritarias y paternales que Adorno, como hacía a menudo, le había dirigido, en una carta[xiv], a propósito precisamente del sueño, de las relaciones entre las «figuras oníricas» y la «imagen dialéctica»? Dejo dormir este enjambre de preguntas.
El largo relato que sigue vuelve a poner en escena (es mi propia selección interpretativa) un «viejo sombrero de paja», un «panamá» que Benjamin había heredado de su padre, y que llevaba, en su sueño, una amplia hendidura en su parte superior, junto con «marcas de color rojo» en los bordes de la hendidura, y luego unas mujeres, una de las cuales se dedica a la grafología y tiene en su mano algo que Benjamin había escrito. Este se acerca y dice:
«... lo que vi era una tela cubierta de imágenes en la que los únicos elementos gráficos que pude distinguir eran las partes superiores de la letra d cuyas dimensiones afiladas denotaban una aspiración extrema a la espiritualidad. Esta parte de la letra estaba por lo demás provista de una pequeña vela con el borde azul, que se henchía en el dibujo como si se encontrase bajo la brisa. Era la única cosa que pude “leer” [...]. La conversación giró por un momento en torno a esta escritura. [...] En un momento dado, dije textualmente esto: “Se trataba de cambiar en fichu una poesía”. (Es handelte sich darum, aus einem Gedicht ein Halstuch zu machen.) [...] Entre las mujeres había una, muy bella, que estaba acostada en una cama. Al oír mi explicación hizo un movimiento breve como un relámpago. Apartó un pequeño extremo de la manta que la abrigaba en su cama. [...] Y esto no fue por dejarme ver su cuerpo, sino el dibujo de su sábana que debía ofrecer unas imágenes análogas a las que yo había debido «escribir», hace años, para relagárselas a Dausse. [...] Después de tener este sueño, no pude volverme a dormir durante horas. Era de felicidad. Y por lo que te escribo es por hacerte participar en esas horas».
«Sueña uno siempre en la cama?», me preguntaba yo al principio. Desde su campo de trabajo voluntario, Benjamin le escribe pues a Gretel Adorno que le había ocurrido soñar, en su cama, con una mujer «acostada en una cama», una mujer «muy hermosa», que exhibía para él el «dibujo de su sábana». Ese dibujo llevaba, como una firma o una rúbrica, la propia grafía de Benjamin. Puede uno siempre especular con la d que Benjamin descubre en el fichu. Es quizá la inicial del doctor Dausse, que en tiempos le había curado de su paludismo, y que, en el sueño, había dado a una de sus mujeres algo que Benjamin dice haber escrito. Benjamin pone entre comillas en su carta las palabras «leer» y «escribir». Pero la d puede ser también, entre otras hipótesis, entre otras iniciales, la primera letra de Detlef. Benjamin firmaba a veces familiarmente sus cartas .Detlef». Era también el nombre de pila que utilizó en algunos de sus pseudónimos, como Detlef Holz, apodo político con el que firmó, por ejemplo, estando emigrado en Suiza, en 1936, un libro también epistolar, Deutsche Menschen[xv]. Así firmaba siempre sus cartas a Gretel Adorno, y precisaba a veces «Dein alter Detlef». A la vez leída y escrita por Benjamin, la letra d representaba entonces la inicial de su propia firma, como si Detlef se prestase a que se sobrentendiera: «Yo soy el fichu, el tirado», por ejemplo, del campo de trabajo voluntario, menos de un año antes de su suicidio, y como todo mortal que dice yo, en su lengua de sueño: «Yo, d, estoy fichu». Menos de un año antes de su suicidio, algunos meses antes de darle a Adorno las gracias por felicitarle desde Nueva York en su último aniversario, que fue también, como el mío, un 15 de julio, Benjamin había soñado, sabiéndolo sin saberlo, con cierto jeroglífico poético y premonitorio: «Yo, d, de ahora en adelante estoy lo que se dice fichu». Pero el que firma sabe, y se lo dice a Gretel, que todo eso no puede decirse, escribirse y leerse, eso no puede firmarse así, en sueño, y descifrarse, sino en francés. «La frase que he pronunciado distintamente hacia el final de este sueño se encontraba en francés. Doble razón para hacerte este relato en la misma lengua.» Ninguna traducción en el sentido convencional de la palabra podrá jamás dar cuenta de ese relato, hacerlo comunicable de forma trasparente. En francés, la misma persona puede estar, sin contradicción y en el mismo instante, a la vez fichue («arreglada»), bien fichue y mal fichue («bien arreglada» y «mal arreglada»). Y sin embargo, en el respeto de los idiomas, es posible un cierto pasaje didáctico, es incluso reclamado, requerido, universalmente deseable a partir de lo intraducible. Por ejemplo, en una universidad o en una iglesia un día de premio. Sobre todo si no se excluye que en esta jugada de dados haya actuado, me lo sopla Werner Hamacher, el nombre de pila de la primera mujer de Walter, y hasta el de su hermana por entonces muy enferma: Dora, en griego, la piel desollada, arañada o trabajada.
En que deje sin sueño a Benjamin, este sueño parece resistir a la ley enunciada por Freud. «Durante todo el tiempo que dura el sueño —pretende este otro emigrado judío—, sabemos con certeza que estamos soñando, como también sabemos que dormimos (Wir den ganzen Schlafzustand über ebenso sicher wissen, das wir träumen, wie wir es wissen, das wir schlafen).» El deseo último del sistema que reina soberanamente en el inconsciente, es el deseo de dormir, el deseo de retirarse al sueño («... während sich das herrschende System auf den Wunsch zu schlafen zurückgezogen hat...[xvi]»).

Desde hace decenios oigo en sueños, como suele decirse, voces. Son a veces voces amigas, otras veces no: unas voces que están en mí. Todas ellas parecen decirme: ¿por qué no reconocer, claramente y públicamente, de una vez por todas, las afinidades entre tu trabajo y el de Adorno, o en verdad tu deuda con Adorno? ¿No eres un heredero de la Escuela de Frankfurt?
En mí y fuera de mí, la respuesta seguirá siendo complicada, ciertamente, en parte virtual. Pero de ahora en adelante, y por esto os digo también «gracias», no puedo hacer ya como si no oyese esas voces. Si el paisaje de las influencias, de las filiaciones o de las herencias, de las resistencias también, seguirá siendo siempre atormentado, laberíntico o abismal, y en este caso quizá más contradictorio y sobredeterminado que nunca, hoy soy feliz, y gracias a vosotros, por poder y por deber decir «sí» a mi deuda con Adorno, y por más de un concepto, aunque no soy ahora capaz de responder a esa deuda ni responder de ella.
Para medir decentemente mi gratitud a la altura de lo que me habéis donado, a saber, una señal de confianza y la asignación de una responsabilidad, para responder a eso y para corresponder, habría tenido que vencer dos tentaciones. Os pido que me perdonéis un doble fracaso: os diré, en el modo de la denegación, lo que yo habría querido no hacer o lo que yo debería no hacer.
Habría habido que evitar por una parte toda complacencia narcisista y, por otra parte, la sobrevaloración o la sobreinterpretación —filosófica, histórica, política— del evento al que tan generosamente me asociáis hoy: a mí mismo, a mi trabajo, y también a los países, la cultura y la lengua en las que mi modesta historia se enraíza y de las que se nutre, por más que sólo de modo marginal e infiel permanezca en ellas.
Si escribiese un día el libro en el que sueño para interpretar la historia, la posibilidad y la gracia de este premio, tendría al menos siete capítulos. He aquí, en el estilo de un teleprograma, sus títulos provisionales:

1. Una historia comparada de las herencias francesas y alemanas de Hegel y de Marx, el rechazo común pero tan diferente del idealismo y sobre todo de la dialéctica especulativa, antes y después de la guerra. Este capítulo, de aproximadamente unas diez mil páginas, estaría dedicado a la diferencia entre crítica y desconstrucción, sobre todo a través de los conceptos de «negatividad determinada», de soberanía, de totalidad y de divisibilidad, de autonomía, de fetichismo (incluido lo que tiene razón Adorno en llamar el fetichismo del «concepto de cultura» en una cierta Kulturkritik[xvii]), a través de los diferentes conceptos de Aufklärung y de las Luces, así como a debates y fronteras en el interior del campo alemán pero también en el interior del campo francés (siendo como son estos dos conjuntos más heterogéneos de lo que se cree incluso dentro de los respectivos límites nacionales, lo cual da lugar a veces a ilusiones de perspectiva). Para hacer callar el narcisismo, pasaré en silencio por todos los distanciamientos de mi no-pertenencia a la cultura llamada francesa y sobre todo universitaria en la que sin embargo sé que estoy inscrito, cosa que complica demasiado las cosas para este breve discurso.
2. Una historia comparada, en las tragedias políticas de los dos países, sobre la recepción y la herencia de Heidegger. Ahí también, en unas diez mil páginas, en este envite decisivo, recordaría lo que aproxima y lo que distingue las estrategias, intentando marcar en qué medida la mía, que es por lo menos tan reticente como la de Adorno, y en todo caso radicalmente desconstructiva, pasa por un camino y responde a exigencias completamente diferentes. Tendríamos al mismo tiempo que reinterpretar, desde una parte y desde la otra, los legados de Nietzsche y de Freud, e incluso, si me arriesgo a llegar ahí, de Husserl, e incluso, si me arriesgo a llegar más lejos, de Benjamin. (Si Gretel Adorno viviese todavía, le escribiría una carta confidencial a propósito de las relaciones entre Teddie y Detlef. Le preguntaría por qué no tiene premio Benjamin, y le trasmitiría mis hipótesis sobre el caso.)
3. El interés por el psicoanálisis. Cosa generalizadamente extraña a los filósofos universitarios alemanes, ese interés lo compartimos con Adorno casi todos los filósofos franceses de mi generación o de la que me ha precedido inmediatamente. Entre otras cosas, habría que insistir en la vigilancia política que, sin reactividad ni injusticia, tendría que ejercerse en la lectura de Freud. Me habría gustado cruzar tal pasaje de Minima Moralia —titulado «Más acá del principio del placer»— con lo que he llamado recientemente «el más-allá del más-allá del principio del placer»[xviii].
4. Después de Auschwitz: sea lo que sea lo que signifique ese nombre, cualesquiera que sean los debates abiertos por las prescripciones de Adorno a este respecto (no puedo analizarlos aquí, son demasiado numerosos, diversos y complejos), se esté o no de acuerdo con él (y que no se espere de mí una toma de partido argumentada en unas pocas frases), en todo caso el mérito indenegable de Adorno, el acontecimiento único que ha firmado, es haber apelado a tantos pensadores, escritores, profesores o artistas, a su responsabilidad ante todo aquello de lo que Auschwitz debe seguir siendo tanto el irreemplazable nombre propio como la metonimia.
5. Una historia diferencial de las resistencias y de los malentendidos (historia en buena parte ya pasada, desde hace poco, pero quizá no del todo superada) entre, por un lado, pensadores alemanes que son también para mí amigos respetados, quiero decir Hans Georg Gadamer y Jürgen Habermas, y, por otro lado, los filósofos franceses de mi generación. En este capítulo intentaría mostrar que, a pesar de las diferencias entre estos dos grandes debates (directos o indirectos, explícitos o implícitos), los malentendidos giran siempre alrededor de la interpretación y la posibilidad misma del malentendido, del concepto de malentendido, como también del disenso, del otro, y de la singularidad del acontecimiento, pero entonces, y en consecuencia, de la esencia del idioma, de la esencia de la lengua, más allá de su indenegable y necesario funcionamiento, más allá de su inteligibilidad comunicativa. Los malentendidos mismos a este respecto están ya pasados, pasan incluso por efectos de idioma que no son solamente lingüísticos, sino tradicionales, nacionales, institucionales —a veces también idiosincrásicos y personales, conscientes o inconscientes—. Si estos malentendidos sobre el malentendido parece hoy en día que están apaciguándose, si no disipándose totalmente, en una atmósfera de reconciliación amistosa, no hay sólo que rendir homenaje al trabajo, a la lectura, a la buena fe, a la amistad de unos y otros, a menudo de los más jóvenes filósofos de este país. Hay que tener en cuenta la conciencia creciente de responsabilidades políticas a compartir ante el porvenir, y no sólo el de Europa: discusiones, deliberaciones y decisiones políticas, pero también acerca de la esencia de lo político, acerca de las nuevas estrategias a inventar, acerca de las tomas de partido en común, acerca de una lógica e incluso de las aporías de una soberanía (estatal o no) que no se puede ni acreditar ni simplemente desacreditar, ante las nuevas formas del capitalismo y del mercado mundial, ante una nueva figura, o hasta una nueva constitución de Europa que debería, por infiel fidelidad, ser otra cosa que lo que las diversas «crisis» del espíritu europeo diagnosticadas en este siglo se han representado; pero también otra cosa que un super-Estado, el simple competidor económico o militar de los Estados Unidos o de China.
La fecha del 11 de septiembre[xix] nos lo recordaría más que anunciarlo en Nueva York o en Washington: nunca han sido las responsabilidades a este respecto más singulares, más agudas, más necesarias. Nunca ha sido más urgente otro pensamiento de Europa: un pensamiento que implique una crítica desconstructiva desengañada, despierta, vigilante, atenta a todo aquello que, a través de la estrategia más acreditada, a través de la mejor legitimada de las retóricas políticas, de los poderes mediáticos y teletecnológicos, de los movimientos de opinión espontáneos u organizados, solda la política con la metafísica, con las especulaciones capitalistas, con las perversiones del afecto religioso o nacionalista, con el fantasma soberanista. Fuera de Europa pero también en Europa. En todos los frentes. Tengo que decirlo demasiado deprisa pero me atrevo a mantenerlo con firmeza: en todos los frentes. Mi compasión absoluta por las víctimas del 11 de septiembre no me impedirá decirlo: no creo en la inocencia política de nadie en este crimen. Y si mi compasión por todas las víctimas inocentes es ilimitada, es porque no se detiene tampoco en aquellas que encontraron la muerte el 11 de septiembre en los Estados Unidos. Es ésa mi interpretación de lo que debería ser lo que desde ayer se llama, según la consigna de la Casa Blanca, una «justicia sin límites» (infinite justice, grenzenlose Gerechtigkeit): no disculparse de sus propios entuertos y de los errores de su propia política, aunque sea en el momento de pagar por ello, fuera de toda proporción posible, el más terrible precio.
6. La cuestión de la literatura, allí donde ésta es indisociable de la cuestión de la lengua y de sus instituciones, jugaría un papel decisivo en esta historia. Lo que más facilmente he compartido con Adorno, incluso recibido de él, al igual que otros filósofos franceses, aunque de nuevo de una manera diferente, es el interés por la literatura y por todo aquello que ésta, al igual que las demás artes, puede descentrar, de manera crítica, en el campo de la filosofía universitaria. Ahí también habría que tener en cuenta, de una parte y de otra del Rin, la comunidad de intereses y la diferencia de los corpus literarios, pero también musicales y pictóricos, concernidos, hasta en el cine, manteniéndose uno atento al espíritu de lo que Kandinsky, citado por Adorno, llamaba, sin jerarquizar, la Farbtonmusik o el «color sonoro[xx]».
Esto me llevaría a una historia de la lectura mutua, antes y después de la guerra, dentro y fuera de la universidad, a una politología de la traducción, de las relaciones entre el mercado cultural de la edición y la universidad, etc. Todo esto tendría que hacerse en un estilo que resultaría a veces muy próximo al de Adorno.
7. Llego finalmente al capítulo que me daría más placer escribir, porque tomaría el camino menos recorrido pero a mi parecer entre los más decisivos en la lectura por venir de Adorno. Se trata de lo que se llama, con un singular general que siempre me ha llamado la atención, el animal. Como si no hubiese más que uno. Haciendo referencia a diversos esquemas o sugerencias poco subrayadas de Adorno, en el libro que compuso con Horkheimer en los Estados Unidos, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente[xxi] o en su Beethoven, Philosophie der Musik[xxii], intentaría mostrar (he in-tentado hacerlo en otro lugar) que hay en esto unas premisas que habría que desplegar con la mayor prudencia, los resplandores al menos de una revolución en el pensamiento y en la acción que necesitamos en nuestra cohabitación con esos otros vivientes a los que llamamos animales. Adorno ha comprendido que esta nueva ecología crítica, diría más bien «desconstructiva», tendría que contraponerse a dos temibles fuerzas, a menudo antagonistas, otras veces aliadas.
Por una parte, la fuerza de la más potente tradición idealista y humanista de la filosofía. La soberanía o el dominio (Herrschaft) del hombre sobre la naturaleza está en realidad «dirigida contra los animales» (sie richtet sich gegen die Tiere), precisa aquí Adorno. Le reprocha sobre todo a Kant, a quien respeta tanto desde otro punto de vista, no dejar sitio, en su concepto de dignidad (Würde) y de la «autonomía» del hombre, a ninguna compasión (Mitleid) entre el hombre y el animal. Nada es más odioso (verhasster) al hombre kantiano, dice Adorno, que el recuerdo de una semejanza o una afinidad entre el hombre y la animalidad (die Erinnerung an die Tierähnlichkeit des Menschen). El kantiano no alberga sino odio a la animalidad del hombre. Es ése incluso su tabú. Adorno habla de Tabuierung y llega de una vez muy lejos: para un sistema idealista los animales jugarían virtualmente el mismo papel que los judíos en un sistema fascista (die Tiere spielen furs idealistische System virtuell die gleiche Rolle wie die Juden furs faschistische). Los animales serían los judíos de los idealistas, los cuales no serían así sino fascistas virtuales. El fascismo empieza cuando se insulta a un animal, incluso al animal en el hombre. El idealismo auténtico (echter Idealismus) consiste en insultar al animal en el hombre o en tratar a un hombre como animal. Adorno menciona dos veces el insulto (Schimpfen).
Pero por otra parte, en el otro frente, y es éste uno de los temas del fragmento «el hombre y el animal» de la Dialektik der Aufklärung[xxiii], habría que combatir la ideología que se oculta en el interés turbio que los fascistas, los nazis y el Führer han parecido manifestar, por el contrario, a veces hasta el vegetarianismo, por los animales.
Los siete capítulos de esta historia en la que sueño, se están escribiendo ya, estoy seguro. Esto que hoy compartimos lo atestigua sin duda. Estas guerras y esta paz tendrán sus nuevos historiadores, sus nuevos nuevos historiadores, e incluso sus «conflictos de historiadores» (Historikerstreit). Pero no sabemos cómo ni sobre qué soporte, sobre qué velas para qué Schleiermacher de una hermenéutica por venir, sobre qué tela y sobre qué fichu WWWeb se empeñará mañana el artista de este tejido (êf?nthw, diría el Platón de El político). Nosotros no sabremos nunca sobre qué fichu Web pretenderá sellar o enseñar nuestra historia un Weber por venir.
Ningún metalenguaje histórico cabe para dar testimonio de él en el elemento transparente de algún saber absoluto.
Celan: «Niemand
zeugt für den
Zeugen[xxiv]».

Una vez más, gracias por vuestra paciencia.
Jacques Derrida
 

 

[i] Esta carta se ha publicado dos veces en Francia (en francés, y así pues, en su lengua original). Por una parte, en la Correspondance de Walter Benjamin, en edición establecida y anotada por G. Scholem y Th. W. Adorno, t. II, 1929-1940, trad. fr. de G. Petitdemange, Aubier Montaigne, Paris, 1979, pp. 307-309. Por otra parte, en los Écrits français de Walter Benjamin, presentados y anotados por J. M. Monnoyer, Gallimard, Paris, 1991, pp. 316-318. Benjamin parece haber anotado ese sueño para él mismo, en una versión idéntica en lo esencial a la de la carta a Gretel Adorno, pero a veces ligeramente diferente en la gramática o en la letra de algunas formulaciones. Esta versión está publicada en los Autobiographische Schriften, vol. VI, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1980, pp. 540-542.
[ii] Th. W. Adorno, Minima Moralia (1951), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1973, p. 143 [Minima moralia, trad. de J. Chamorro Mielke, Taurus, Madrid, 1987].
[iii] [Minima moralia, trad. cit., p. 111.]
[iv] Th. W. Adorno, Prismen (1955), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1976, p. 301 [Prismas. Crítica de la cultura y la sociedad, trad. de M. Sacristán, Ariel, Barcelona, 1962, p. 258].
[v] Artículo al que hace alusión Adorno en el mismo texto. Se publicó en la Neue Rundschau, y trataba, entre otras cosas, del surrealismo.
[vi] [Prismas, trad. cit., p. 256.]
[vii] Th. W. Adorno, «Auf die Frage: “Was ist deutsch?”», en Stichworte, Kritische Modelle 2, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1965, pp. 102 ss.
[viii] Th. W. Adorno, Minima Moralia, cit., pp. 141-142 [trad. cit., p. 109].
[ix] [Minima moralia, trad. cit., p. 110.]
[x] J. Habermas, Philosophisch-politische Profile (1971), Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1981, pp. 170 ss. [Perfiles filosófico-políticos, trad. de M. Jiménez Redondo, Taurus, Madrid, p. 153].
[xi] Th. W. Adorno, «Auf die Frage: “Was ist deutsch?”», cit., pp. 111-112.
[xii] G. Ahrens, W. S. Baur, H. Beese, M. Buchgeister, U. O. Dünkelsbühler, A. G. Düttmann, P. Engelmann, M. Fischer, Th. Frey, R. Gasché, W. Hamacher, A. Haverkamp, F. Kittler, H. G. Gondek, H. U. Gumbrecht, R. Hentschel, D. Hornig, J. Hörisch, K. Karabaczek-Screiner, A. Knop, U. Koppen, B. Lindner, S. Lorenzer, S. Lüdemann, H. J. Metzger, K. Murr, D. Otto, K. J. Pazzini, E. Pfaffenberger-Brückner, R. Puffert, H. J. Rheinberger, D. Schmidt, H. W. Schmidt, K. Schreiner, R. Schwaderer, G. Sigl, B. Stiegler, P. Szondi, J. Taubes, Ch. Tholen, D. Trauner, D. W. Tuckwiller, B. Waldenfels, E. Weber, D. Weissmann, R. Werner, M. Wetzel, A. Wintersberger, A. Witte, H. Zischler.
Pido perdón a quienes no menciono aquí.
[xiii] Carta del 16 de agosto de 1935.
[xiv] Carta del 2 de agosto de 1935.
[xv] Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1962 [Personajes alemanes, trad. de L. Martínez de Velasco, Paidós, Barcelona, 1995].
[xvi] S. Freud, Die Traumdeutung, cap. VII, C, Fischer, Frankfurt a. M., 1961, pp. 464-465 [La interpretación de los sueños, trad. de L. López Ballesteros, Alianza, Madrid, 2003].
[xvii] Cf. el comienzo de «Crítica de la cultura y de la sociedad», al principio de Prismas, cit.
[xviii] Cf. J. Derrida, États d’ame de la psychanalyse, Galilée, Paris, 2000.
[xix] Por una singular coincidencia, resulta que Adorno nació un 11 de septiembre (1903). Todos los participantes lo sabían. Inicialmente, y según el ritual habitual desde la fundación del premio, éste tendría que haber sido otorgado el 11 y no el 22 de septiembre. Pero a causa de un viaje a China (yo me encontraba en Shangai el 11 de septiembre), tuve que pedir el aplazamiento de esta ceremonia.
[xx] Cf. Th. W. Adorno, «Über einige Relationen zwischen Musik und Malerei», en Gesammelte Schriften, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1986.
[xxi] M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, Fischer, Frankfurt a. M., 1969 [Dialéctica de la Ilustración, trad, Sur, Buenos Aires, 1970].
[xxii] Suhrkamp, Frankfurt a.M., 1993, pp. 123-124.
[xxiii] [Dialéctica de la Ilustración, trad. cit. pp. 291-299].
[xxiv] «Nadie / testimonia por el / testigo» («Aschenglorie»), en P. Celan, Gesammelte Werke, Suhrkamp, Frankfurt a. M., 1986, vol. 2, p. 72 .