Las relaciones de superordenación y subordinación juegan un papel inmenso en al vida social. Por eso es de la máxima importancia para su análisis esclarecer la espontaneidad y co-eficiencia del sujeto subordinado y corregir así su difundida minimización debida de nociones superficiales al respecto. Por ejemplo, lo que se llama “autoridad” supone, en un grado mucho más alto de lo que usualmente se reconoce, una libertad de parte de la persona que está sujeta a la autoridad. Incluso donde la autoridad parece “aplastarlo”, está basada no sólo sobre la coerción o la compulsión para llegar a ello.
La estructura peculiar de la “autoridad” es significativa para la vida social de los modos más diversos; se muestra en conatos lo mismo que en exageraciones, en formas agudas lo mismo que duraderas. Parece generarse de dos maneras distintas. Una persona de significación o fuerza superior puede adquirir, en su medio más inmediato o remoto, un peso abrumador, una fe o una confianza que tienen el carácter de la objetividad. De este modo goza de una prerrogativa y una confiabilidad en sus decisiones que sobrepasa, al menos en una fracción, el valor de la mera personalidad subjetiva, que siempre es variable, relativa y sujeta a crítica. Al actuar “con autoridad”, la cantidad de su significación se transforma en una cualidad nueva; para su medio asume el estado físico —metafóricamente hablando— de la objetividad.
Pero el mismo resultado, autoridad, puede obtenerse en la dirección opuesta. Un poder supra-individual —Estado, iglesia, escuela, familia u organizaciones militares— reviste a una persona con una reputación, una dignidad, un poder de decisión final que jamás podrían emanar de su individualidad. Es la naturaleza de una persona con autoridad tomar decisiones con una certeza y un reconocimiento automático que lógicamente pertenecen sólo a los axiomas y deducciones impersonales, objetivos. En el caso que discutimos, la autoridad desciendo sobre una persona desde arriba, por decir así, mientras que en el caso que tratamos antes, surge de las cualidades de la persona misma, a través de una generatio aequivoca. Pero evidentemente en este punto de transición y de cambio [de la situación personal a la de autoridad], entra en juego la mayor o menor fe del partido sujeto a la autoridad. La transformación del valor de personalidad en un valor supra-personal da a la personalidad algo que está más allá de su dote demostrable y racional, por leve que pueda ser esta adición. El propio creyente en la autoridad es el que lleva a cabo la transformación. Él (el elemento subordinado) participa en un acontecimiento sociológico que requiere su cooperación espontánea. De hecho, el mismo sentimiento de la “opresividad” de la autoridad sugiere que la autonomía del partido subordinado en realidad se supone y nunca se elimina del todo.
Otro matiz de la superioridad, que se designa como “prestigio”, debe distinguirse de la “autoridad”. El prestigio carece del elemento de la significación supra-subjetiva; carece de la identidad de la personalidad provista de un poder o norma objetivos. El liderazgo por medio del prestigio está determinado enteramente por la fuerza del individuo. Esta fuerza individual permanece siempre consciente de sí misma. Más aun, mientras el tipo promedio de liderazgo muestra siempre una mezcla de factores personales y factores objetivos sobreañadidos, el liderazgo prestigioso proviene de la pura personalidad, tal como la autoridad proviene de la objetividad de normas y fuerzas. La superioridad a través del prestigio consiste en la habilidad para “impulsar” a individuos y masas y convertirlos en seguidores incondicionales. La autoridad no tiene esta habilidad en el mismo alcance. El carácter elevado, frío y normativo de la autoridad es más apto para dejar espacio a la crítica, incluso de parte de sus seguidores. A pesar de ello, sin embargo, el prestigio nos impresiona como el homenaje más voluntario que se da a la persona superior. En realidad, tal vez, el reconocimiento de la autoridad implica una libertad más profunda del sujeto que el encanto que emana del prestigio de un príncipe, un sacerdote, un líder militar o espiritual. Pero el asunto es diferente en vista del sentimiento por parte de los que son liderados. Ante la autoridad estamos a menudo indefensos, mientras que el impulso con que seguimos un determinado prestigio contiene siempre una conciencia de espontaneidad. Aquí, precisamente porque la devoción es sólo respecto de lo totalmente personal, esta devoción parece fluir solamente del fundamento de la personalidad con su libertad inalienable. Ciertamente, el ser humano se equivoca innumerables veces acerca de la medida de libertad que tiene que invertir en una determinada acción. Una razón de esto es la vaguedad e incertidumbre de la concepción explícita mediante la cual damos cuenta de este proceso interno. Pero de cualquier manera que interpretemos la libertad, podemos decir que cierta medida suya, aun si no es la medida que suponemos, está presente dondequiera que hay el sentimiento y la convicción de la libertad.