1. ¿A cuenta de quién corre el arte?
¿Existe algún amante del arte que nunca haya soñado en irrumpir en un museo para estar a solas con su obra preferida? ¿Es concebible una contemplación de un trabajo artístico que no esté convencida de ser la única mediante la cual el objeto alcanza su plenitud? ¿Habrá conocedores de secretos estéticos a quienes no les resulte familiar la tentación de prohibir las otras miradas sobre la obra?
El negocio del arte es un sistema de celos. En él, el deseo de las obras consiste en convertirse en objetos de deseo. En cuanto una obra atrae el deseo, aparecen a su lado las rivales queriendo apropiarse del anhelo de que disfruta. En todos los objetos brilla el anhelo del anhelo de los otros. El mercado los hace sensuales, el hambre de deseo los hace bellos, la obligación de llamar la atención genera lo interesante. Este sistema funciona en tanto que el pensamiento en su momento de plenitud se vuelve tabú. Aunque las obras apelen al deseo, siempre se les deniega la entrega a sus poseedor. Su valor se nutre del hecho de que rehuyen a sus propietarios y esperan otras proposiciones posteriores.
Desde hace dos siglos está en marcha el aburguesamiento de la codicia. Tras la alta burguesía, esa codicia también ha abierto una nueva sensualidad a las clases medias. Al tiempo, el magnetismo del valor enciende una pequeña llama en un público perceptible. Quienes quieren ser alguien abren una cuenta corriente en su interior para el arte. No importa que en la cuenta sólo tengan lugar unas pocas transacciones. Lo que importa es que muchos ojos observan el mercado desde ese momento. El Yo del observador se convierte en lugar de depósito de valores y significados. Sólo un ego con forma de cuenta es válido para el ingreso de arte con forma de valor. Si yo no tuviera la forma de Yo de un poseedor potencial de obras y valores, las obras no tendrían para mí atractivo alguno. Tengo una cuenta, soy una cuenta, abono en mí mis ingresos. Una obra tendrá significado para mí en tanto en cuanto yo pueda abonarme su valor en mí mismo.
Este es el estado actual del fetichismo del valor. ¿Lo pretendía así el arte desde sus orígenes ? ¿No fue nunca una inmensa puesta en circulación de fuerzas, que eran demasiado libres para ser poseídas? ¿Qué quería decir Kandinsky cuando escribió: “Cada imagen contiene misteriosamente toda una vida, con sus torturas, dudas, momentos de éxtasis y de luz” ? ¿Nunca hubo transferencias cuyo mandante no soñara con el crédito de la cuenta de otra nueva vida? Entre tanto, el mundo del arte ha quedado en descubierto a causa de las cuentas privadas. ¿Podrá el arte recobrarse de ellas? *
* N. de T.: juego de palabras, überzogen sein : estar una cuenta en descubierto, o estar algo cubierto o invadido... de cuentas privadas; abheben : cobrar, sacar dinero de una cuenta, sich abheben : recobrarse, recuperarse.
2. La exposición de arte como revelación de los poderes creadores de la obra.
Antes del advenimiento de la modernidad la cifra de las cosas que se podían nombrar como obras humanas dentro del inventario general del mundo era muy reducida. Junto a aquellas ya existentes en la naturaleza, las producidas por los seres humanos resultaban poco significativas. Entre lo producido y lo hecho por uno mismo, por su parte, las obras de arte en sentido estricto reclamaban un espacio pequeño y menguante. Allí donde lo fundamental en la vida radica en los poderes naturales y tradicionales, los humanos han de verse a sí mismos ante todo como receptores de ser y como preservadores de antiquísimos órdenes sagrados. Los testimonios más rotundos del poder creador de obra de anteriores civilizaciones, las construcciones sagradas, eran respuestas técnicas a las ideas de lo sagrado y lo solemne. Con ellas comienza la elaboración artística de lo numinoso.
Desde que el sistema moderno de la producción autónoma entró en funcionamiento, se puso en movimiento la comprensión humana de sí misma. La subjetividad se retira más y más a la posición de remitente de ser y de lo que es; inaugura para sí misma la posición de creador; descubre que el orden del mundo no es tanto algo que haya que conservar y repetir desde los orígenes, sino más bien algo superable y a ser producido mediante proyectos anticipatorios. Ahora se puede decir que el mundo no sólo se ha de interpretar de forma diversa, sino que también debe ser cambiado definitivamente. Ya no es una situación fija, que se reproduce según sus propias leyes, sino una obra en construcción que se transforma según planes humanos.
El genio y el ingeniero se convierten en figuras conductoras de una fascinación del ser humano por sí mismo sin precedentes. Asumen el papel de garantes del poder humano de obrar. Allí donde ese poder llega a la propia conciencia, entra en ignición el deseo de superación del ser humano por el ser humano. De aquí que la obra de arte moderna posea una misión antropológica y ontológica: mediante su conclusión conjura la capacidad humana de obrar, mediante su grandeza artística proclama la superación de la naturaleza por la producción. Éste es el doble sentido de la plenitud del arte. Es por ello que desde hace largo tiempo un motivo principal de las nuevas artes haya residido en mostrar la habilidad. En la obra la virtud humana deviene virtuosismo; para los seres humanos es virtuoso el ser capaz de obrar. La habilidad que se deja ver, consiguientemente, no hace surgir la vanidad artística. Lo que aparece en ella es la subjetividad que se está formando, a la que es dado aprender aquello que puede ser aprendido hasta que se atreve a dar el salto hacia lo que no puede aprenderse. Por lo tanto surge en el arte lo numinoso humanizado: el artista creador pone cosas en la obra que trascienden lo aprendido positivamente. Así el artista participa de un doble poder creador, acorde a la doble naturaleza del saber artístico. Como maestro en su oficio domina lo repetible; como genio erige en el ámbito de lo nunca existido. La maestría sin genio es una gran habilidad; el genio sin dominio del oficio es intensidad renovadora. Si ambos coinciden, pueden resultar vidas humanas hacia las que se oriente la exaltación humanística de la especie. Hay cualidades epifánicas inherentes a la habilidad artística en ambos aspectos: mediante ella las fuerzas esenciales de lo humano se revelan al mismo ser humano. La obra de arte que loa al maestro celebra el poder creador de su autor, afirma la posibilidad misma de la autoría. La magia de los efectos proporciona un concepto de lo sublime de la causa. Allí donde en las obras surjan mundos junto al mundo, sus creadores se pueden tener por dioses al lado de Dios.
El carácter epifánico de los modernos poderes creadores de la obra demanda el cruce entre producción y exposición. Sin que la obra sea desvelada en un espacio de exhibición, no puede tener lugar la autorevelación del poder creador. El hacerse visible de la capacidad para producir presupone la producción de visibilidad. La exposición es la institución moderna para producir visibilidad. Funciona como agencia central del productivismo epifánico. Revela lo que la subjetividad artística burguesa tiene que revelar: a sí misma en su poder materializador para erigir mundos en la obra de arte. Esto implica al tiempo el poder de intervenir y reformar el mundo mismo de acuerdo al proyecto de la imagen del mundo.
Con la ayuda de la esfera pública burguesa, esa revelación encuentra un lugar para sí misma al darse a conocer. El sentido epifánico de la revelación del poder de crear obras está envuelto discretamente por el sentido publicitario y mercantil de la exposición. Exponer convierte la revelación a un formato popular. Los poderes humanos para crear obras se desvelan a sí mismos de manera atenuada al no permitir reconocer en la visibilidad de las imágenes más que aquello que resalta a primera vista. Esto garantiza que nadie consigue ver más que lo que puede asumir. Ningún profano tiene que quemarse los ojos en el Apocalipsis de las fuerzas humanas esenciales en el Salón.
3. La modernización como intensificación de la arbitrariedad.
¿Por qué sufrimos a fines del siglo XX una inflación de lo exponible? En primera instancia, porque existe una inflación paralela de lo producible. El aumento increíble de medios de producción de todo tipo ha traído consigo un crecimiento inconmensurable del poder productivo. Cada vez mayores fragmentos de la realidad se convierten en materia prima para la producción -en material de partida para imágenes, relaciones, transformaciones-. Todo lo que fue producto puede convertirse a su vez en materia prima para almacenar de nuevo como materia sufriente los efectos del trabajo.
Tanto en el caso de mercancías móviles como inmóviles, en el proceso de modernización, en principio es exponible todo aquello que juega un papel en los procesos seculares de incremento de lo producible. La exposición ya no incluye sólo los productos inmediatos del poder de realización de obras; también asume las materias primas, los productos auxiliares, los prototipos, los desarrollos intermedios, los desechos. En el lenguaje de Marx esto significa: no sólo se exponen productos, sino también medios de producción, incluso relaciones de producción. Los paisajes y los espacios habitables ya han sido declarados también objetos de exposición. La estructura social al completo aspira a formar parte del museo. Esto no es del todo incomprensible: si aún poseyéramos el pincel con el que Rafael pintó la Escuela de Atenas, no podemos imaginarnos qué impediría a los directores de museo exponer esa herramienta junto a la obra. Más aún, si los restos mortales de los mecenas de Rafael, se hubieran conservado hasta nuestros días, momificados según las normas de la taxidermia ¿quién podría garantizar que no se les podría admirar en una sala contigua? Todo aquello que tiene que ver con la maravilla moderna de la producción de obras puede ser incorporado en la correspondiente forma de revelación expositiva.
La actual inflación de lo exponible tiene un motivo más radical en la misma dinámica de las artes modernas. Al mostrar la exposición moderna per se la autorepresentación de la capacidad de crear obras, en el curso del siglo XX el ámbito de lo exponible estalla mediante una doble revolución de las artes: por una parte mediante la radical autoliberación de la expresión y de la construcción, por otra parte mediante la ampliación incesante del concepto de arte. Junto con sus diluciones didácticas y sus diseminaciones políticoculturales, ambas explosiones generan un efecto común: una tendencia al incremento de la arbitrariedad que abarca todo el siglo. La cultura contemporánea de exposiciones y ferias de arte sólo se hace comprensible como sistema de organización del arte para la transformación de la de la arbitrariedad artística al aproximarse a su valor mayor. Su logro consiste en procesar las fluctuaciones del arte moderno de modo hermenéutico, museológico y mercantil de tal manera que el incremento de arbitrariedad puede coexistir con la autocelebración del poder creador del arte. Todos los parámetros tradicionales de la obra pueden revolucionarse; lo que queda fijo es la convertibilidad de forma de obra y de forma de valor. De hecho, los jóvenes inversores en el sistema bursátil del arte no necesitan que se les cuente nada sobre lo espiritual en el arte. Han extraído las conclusiones de la modernidad: la ecuación entre forma de obra y forma de valor se ha transformado a su estado puro. En lo más interno de las obras brilla invisible el oro de la posibilidad pura portadora de valor. Si se puede decir de una obra de arte que en ella se encarna una chispa del poder creador, se forma inmediatamente el cristal de valor adecuado para la apropiación. Las obras son expuestas como acciones bursátiles estéticas.
La ampliación de concepto de arte es imagen especular de la expansión de la subjetividad del artista creadora de valor. Por último, todo cuanto toca la vida del artista ha de ser transformado en arte. El rey Midas está por todas partes. Si hubiera sido jurídicamente posible, Andy Warhol habría vendido a coleccionistas con sólidas finanzas calles enteras de edificios de Nueva York que había transformado en obras de arte al pasear por ellas
4. La victoria de la Exposición.
La exposición de arte en la modernidad es la institución exhibidora de poderes creadores de obra extintos y activos acorde a su tiempo. Monta retrospectivas; establece secciones transversales entre las producciones actuales. Las obras que se traen a la luz de este modo ya están ligadas en su propia esencia a esta manera de exhibir. De acuerdo con su forma de valor no son adecuadas para ser acaparadas como tesoros ocultos. En una cámara de tesoros feudal no sólo se encontrarían fuera de lugar politicoculturalmente, sino que también serían infelices en la más profunda alma de valor al no ser comprendidas en su sentido de obra. Este sentido de obra posee una tendencia característica hacia lo abierto, lo público, da igual si dicho sentido aparece como mercado, como museo o como historia del arte.
Lo que en el sentido de los siglos XIX y XX constituye una obra de arte, se adecua ya a su exposición, de acuerdo con su gesto interno. La obra ya demanda el blanco de la pared, desde la cual quiere saltar a ciertos ojos. Ya reclama el vacío de la sala de exposición, en la que inscribe un signo de puntuación. Se inclina ya hacia el catálogo, que asegura su visibilidad in absentia. Se da cabezazos contra el muro de la indiferencia, que cree ya haberlo visto todo. Ya coquetea con los expertos que tienen preparadas las comparaciones. Ya suplica un lugar en la memoria y una página en blanco de la historia del arte donde la epopeya de la creatividad llegue a su última situación.
Cuanto más nos aproximamos al presente, mayor es el número de obras cuyo gesto y sustancia se describe exhaustivamente mediante esa caracterización. De hecho los museos, ferias y galerías son las instituciones actuales para la producción de visibilidad estética, y la misma producción estética se vuelve irremisiblemente colonizada museística y galerísticamente. Allí donde hay una galería, hacia ella fluye el arte de galería.
Sucede así que el arte moderno de exponer el arte se fija firmemente en su tautologización: la producción del arte gira en torno a la exposición del arte, que a su vez gira en torno a la producción de exposiciones. El aparato moderno de mediación del arte se ha instalado como una máquina de mostrar que desde hace ya largo tiempo es más poderosa que cualquier obra individual a exponer. El proceso de la producción de exposiciones, con su núcleo mercantil y sus flancos publicitarios, se ha vuelto autónomo. Corre por sí mismo por encima de las dimensiones de las obras a exponer y no muestra en última instancia ningún otro poder creativo que el suyo propio. Puesto que la exposición misma ya no es un logro, puede hacer lo que quiera, el arte entra en conflicto con su hacerse visible.
Hubo momentos históricos en los que las paredes blancas del museo suponían una importante incursión al descubierto. En ellos la autorevelación del poder humano-burgués creador de obra erigía un escenario desde el que podía aparecer ante el público. Desde las paredes habló ese poder a las fuerzas esenciales aletargadas. Éstas aprendieron, a la luz de lo que mostrado, a vislumbrar sus propias intensificaciones, en caso de que no colapsaran paralizadas de admiración. Los poderes creadores de obra traídos a la luz podrían esperar propagarse como fuerzas explosivas. La fuerza quiere ser entendida por la fuerza, es decir, mantenerse en su efectividad. Por lo tanto, de aquí se deduce que la fuerza inaugural de lo que se muestra en la obra creó en primer lugar la sala de exposición del museo moderno; de otro modo se habría quedado como una cueva del tesoro feudal o semifeudal. De hecho ésta se continúa en el safe-art actual. Justamente sólo de lo efectivo de la obra de arte puede surgir la fuerza que abra el espacio por el que acceda a lo visible. La epifanía del poder creador de obra en la obra de arte es lo que hace posibles al museo y a la galería, no al revés, que la galería y el museo pongan a la vista el arte. Sin embargo, hoy día los poderes creadores de obra se invierten a sí mismos en los aparatos que rigen la visibilidad. La exposición de sí mismas por parte de las ferias, museos y galerías ha usurpado el lugar de la autorevelación de las obras; ha forzado en las obras la costumbre de la autopromoción. Desde entonces las obras deben aplaudirse a sí mismas. Aletheia –el desvelamiento*- tiene en los anuncios sus posiciones más avanzadas. Con la publicidad de las obras a sí mismas tiene lugar el paso de las últimas verdades: lo efímero es revelación que se revoca. Un rápido iluminarse del cuadro en el presente; quizás un resplandor postrero del valor en las cuentas corrientes. Sólo hay una cosa segura: ningún cuadro puede significar tanto como la alcayata reutilizable de la que temporalmente cuelga.
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* N. de T.: Aletheia, la verdad en griego antiguo, se traduciría por “desvelamiento” o “desocultación” ( Unverborgenheit , a diferencia de Wahrheit , verdad en su concepción actual en alemán; cf. Martín Heidegger: Der Ursprung des Kunstwerkes, El origen de la obra de arte ).
5 ¡El arte abandona la galería! ¿Adónde va?.
El culto del arte en progreso posee una de sus fuentes en la esperanza humanista y religiosa de las gentes modernas en su poder creador de obra. Éste contiene la promesa de que los seres humanos pueden elevarse hasta alcanzar la posición desde la que generar las condiciones de su propia felicidad. Los humanos se manifiestan así como seres que son capaces de crear las condiciones previas necesarias para su felicidad y soslayar las causas de su infelicidad; poseen además el don de poder expresar su desgracia. Esta triple capacidad tiene el efecto de una gracia; quien participa de ella es miembro de la alianza humana contra las fuerzas de la infelicidad.
¿Qué puede saber al respecto el arte de las ferias de arte? Está condenado a separar profundamente la conexión entre el poder creador de obra y la promesa de felicidad. Una obra de exposición-de-obra no conoce ninguna otra felicidad que dar el salto a la gran exposición. Bajo la ley de la equivalencia entre forma de obra y forma de valor se desgaja una porción privada de la inconmensurable capacidad para la felicidad del poder humano creador de obra, justo la porción del poder productivo que basta para poner la obra en circulación. La felicidad que busca es ser expuesta, que se comercie con ella y sea interpretada de forma elevada. Se inclina hacia el olvido cuando la cuestión es el recuerdo de la fuente de legitimidad de todo exponer y producir. El derecho al arte no procede de ningún otro lugar más que de la propia llamada de las fuerzas humanas a la propia felicidad. La felicidad se llama a sí misma; se fortalece mediante su propia evocación; mediante su fortaleza se hace feliz a sí misma. Del magnetismo de la felicidad depende finalmente la capacidad radiante de la habilidad moderna. Es la atracción de la felicidad hábil con cuya ayuda ser capaz de vivir supera a tener que vivir. Con ello el juego se introduce en el carácter lastrado de la vida. El arte es la tendencia antigrave, cruza el umbral del tú debes al tú puedes. De ahí que posea la seriedad de los grandes desahogos.
Las obras de arte significativas son lugares que se abren mediante la autorevelación de los poderes creadores de obra más felices. Al ser el gasto de esos poderes celebratorio y fluir del agradecimiento hacia sí mismos, cada obra de este tipo confluye en la capacidad universal de felicidad. Están tan distantes de la habilidad infeliz como de la muda miseria. La obra de arte de la modernidad es testigo de que las contribuciones humanas a la felicidad son posibles. Más aún, dejar llegar a la certidumbre de que el propio ser humano puede ser la contribución, cuando es libre para ser hábil, y también está libre de ser poseído por lo que sabe hacer.
Las colecciones, galerías, museos han de ser medidos por medio de esa promesa que se mantiene a sí misma. Medidos con ella los museos no tienen felicidad ni la felicidad museos. El arte que conoce algo mejor, abandona, por lo tanto, la galería. ¿Dónde encuentra algo mejor?
6. El ocaso de las obras.
1989, ya es hora de decirlo claramente: vivimos de nuevo en el medio de una belle époque, una era de avances estacionarios, de estancamiento frenético. En todos los frentes de fuerza reina la movilización con una indecisión simultánea. Las áreas de avance de las fuerzas han recibido un nombre, que perturba la buena conciencia de los poderes creadores de obra: medio ambiente. Quien dice medio ambiente, pone una cara como si desde ese momento tuviera un niño minusválido. Los productores se reúnen como grupos de padres. Entre tanto tenemos algo de tiempo para mirar atrás.
Lo que sucedió hace diez o veinte años en la vida artística da la sensación de que se hubiera convertido en historia antigua. Beuys y Giorgione se encuentran al borde de la Vía Láctea, se sonríen el uno al otro, ya son contemporáneos. Pertenecen a la pequeña cohorte de muertos que saben lo que cuesta seducir a la gente para la vida. Allá abajo, el pequeño disco azul, el discurso pensante lanzado al universo; poblado por seres que no aciertan a entender su situación. Por amor a ellos se han puesto en circulación signos de vida, trazas de fieltro, de calor corporal, de fuerzas de atracción, almohadillas de grasa de la diosa durmiente, música y piel desnuda bajo árboles amigables.
Cada ser humano, un ser humano. ¿Qué charlatanería de gran corazón podría pretender esto? Cada ser humano, un artista. ¿Desde cuándo se puede decir eso sin la bufonería de los responsables de cultura? En la actualidad los seres humanos no se reconocen de buena gana en sus más altas definiciones. Hay épocas en las que han de pensar de forma elevada sobre sí mismos porque en ellos recae algo grande, y otras ocasiones en que se minusvaloran porque algo atroz les desafía. La belle époque actual es una fase transitoria entre los pequeños y grandes gestos. La energía está más bien con lo involuntariamente grande que busca una disminución voluntaria, mientras que todo aquello que aspira a lo grande, resulta involuntariamente pequeño.
El motivo de esa vacilación, ese estar entremedias, ese no poder decidirse tiene un rasgo radical. En el interior de los mismos poderes creadores de obra se ha abierto una brecha que se hace cada vez más profunda. El arte ya no ve en el virtuosismo su condición absoluta. El genio no contempla al ingeniero como su compañero necesario en todas las empresas. Las fuerzas artísticas ya no reconocen en el dominio técnico de los medios a sus aliados naturales. La capacidad de ser feliz se ha distanciado de las potencias estéticas que se muestran. Por supuesto esta ruptura viene de antes; refleja cambios complicados en las relaciones de alianza entre las energías burguesas cambiantes del mundo. Las campañas pro felicidad de la modernidad también conocen sus desertores, sus heridos, sus vencedores triunfadores, sus agentes dobles.
En esta transformación de alianzas también cambia su sentido el exponer. Parece como si hoy sólo se pudiera mostrar lo segundo mejor. La muestra de obras difícilmente puede ser aún el momento epifánico en el que los poderes de felicidad expresivos y constructoras se comunican a un público. Desde hace largo tiempo la exposición se ha descompuesto en varias cosas: la muestra de fetiches, la oferta de valor, la exposición de una filosofía acompañante.
¿Qué hace el arte que conoce algo mejor? ¿A dónde ha de ir para concentrarse en aquello que merece ser revelado, que irradia sus objetos expositivos con una felicidad no lucrativa? ¿Cómo pueden confesar las obras que tan sólo son epicentro de algo mejor?
El arte se repliega en sí mismo. Esto equivale a una retirada a sus propios dominios, al refugio fuera del mundo. El arte, sin embargo, reduce su frente en el mundo, reduce su superficie de contacto con el resto del negocio artístico. Da un paso a tras desde el frente expositivo. Examina si estaba bien aconsejado al precipitarse a la primerísima línea de visibilidad. Reflexiona sobre su alianza con las maquinarias de publicación museísticas, galerísticas, publicitarias. Admite la pregunta de si ser testigo de la felicidad y estar en primera línea pueden significar lo mismo. En todo ello permite saber cómo participa en la duda propia epocal de los poderes creadores de obra. Al replegarse en sí mismo se convierte en cómplice sabedor en la crisis de lo hecho por el ser humano. ¿Qué puede significar llevar en este momento obras al frente expositivo, ahora que el tiempo pertenece al cuestionamiento de la producción por sí misma? ¿Cómo se podría simular la felicidad de ser capaz de hacer, cuando hace tiempo que quedó claro cómo la libertad de obra fue rebasada por la imposición de poner fuerzas a la obra y valorizar valores?
El arte, ya se decía hace una década, abandona la galería, se va al campo, va a la gente. Se debería haber dicho: busca lo libre y desea otro espacio de juego para la felicidad de interrumpir la infelicidad. Las llamadas a sí mismas de las fuerzas más felices reclaman testigos, no propietarios. Incluso forma de obra y forma de valor se ponen a disposición, para que la voz del arte pueda ser de nuevo un salto puro, una flecha de felicidad, experimentable en el instante en que la vida es más rápida que su evaluación.
7. Crepúsculo de la exposición.
Ahora se dice, el arte se echa a un lado, se repliega en sí mismo. Se echa a un lado al replegarse en sí mismo. Se repliega en sí mismo al echarse a un lado. Sólo muestra un poco. Tiene más que lo que se puede mostrar. Aún puede mostrar que en él hay algo más que no se muestra. Una nueva ecología del mostrar requiere una pauta expositiva diferente.
Lo que viene al frente de visión ya no es la obra en su actitud de desfile. Casi nada en ella ofrece superficies vulnerables a la mirada. La obra permanece plegada, enrollada en sí misma, encuadernada en sí misma, por así decirlo, cerrada. Su día de exposición y despliegue no es hoy, tal vez ya no lo sea, tal vez no lo sea aún. No obstante tiene una forma de existencia, aunque no una del tipo habitual. La presencia de la obra no es ni la presencia de su valor ni de aquello que contiene de visible. No se revela en su plenitud, se mantiene en un ángulo agudo respecto al mundo, la curiosidad no puede leerla hasta el final y consumirla, la mirada choca con las cubiertas. En algunos casos el pliegue es tan denso que uno ni siquiera puede convencerse de si en realidad hay obras en el interior. Uno vacila involuntariamente entre dos hipótesis: dentro hay algo, dentro no hay nada.
Las descripciones no dejan, sin embargo, duda alguna de que también en aquello que allí está permanece envuelto, en sentido eminente ha de tratarse de obras. Las inversiones de los artistas en los objetos son altas, sus gastos también son cuantitativamente considerables. En los objetos están sedimentados vida, ideas, tensiones. ¿Dónde está la pared blanca en la que pueda ser extendida la totalidad de superficies plegadas? ¿No sería bueno que existiera una pared así? ¿O esas obras han rehusado por su cuenta dicha pared? ¿Se han resignado ante su imposibilidad de ser descubiertas? ¿Están enfadas con la pared blanca? ¿No se sienten aceptadas? ¿No quieren arrojarles más perlas a los coleccionistas? ¿O son material manejable para una nueva estratagema expositiva?
Las obras no dejan percibir nada sobre sus experiencias con paredes y galerías. Su historia previa cuenta poco en el momento. Su estar por ahí tiene algo de repentino y casual. Ahora permanecen plegadas en sí mismas ante nosotros, no alegan nada en su defensa, no muestran enojo, no toman ninguna iniciativa contra sí mismas, se preservan. Reclaman algo de espacio al margen, sin jactarse de su existencia. Están en el margen, humildes como estanterías en una bodega; puestas, no expuestas; colocadas unas junto a otras, no presentadas en primer plano*. Lo que dicen permanecería completamente mudo si la pieza de piel de liebre de Anselm Kiefer en el cuadro del ático no aportara un texto como metapintura, que podría ser leído como reflexión sobre la vieja sala de exposición exposiciones y sobre la irrupción de otras fuerzas en la misma. La escapada de ella se muestra en las “esculturas” dibujadas de gran superficie de Gilbert & Jones.
La mentalización que subyace a esta reunión de objetos está en relación, probablemente por primera vez, no con las obras, sino con su exposición. El punto está en una renuncia a la ejecución, difusión, estrépito del frente, esfuerzo para captar la atención de las masas. La relación de las mismas obras con su exposición muestra una grieta, las obras pueden, según parece, actuar de otra manera. No se producen a sí mismas, aunque son producidas. El arte se echa a un lado –no es cuestión de molestar a quienes pasan–. Tras esta lección de discreción, la mayoría de las exposiciones de arte le parecen a uno concursos de culturismo.
* N. de T.: juego de palabras entre hingestellt, aussgestellt, zusammengestellt y herausgestellt.
8. Más allá de la autonomía: estar en barbecho, quedarse ensimismado.
¿Pueden los artistas abandonar el arte sin exponer su salida como obra de arte? De entrada, ¿por qué tendrían que abandonar el arte? Cuando la felicidad ya no está en el arte sino a su lado, ante él, tras él, es entonces hora de abandonar las formas de la obra, del valor, de la caja blanca.
Con su declaración de abandono del arte Beuys ha devanado el sueño vanguardista de la disolución del arte en la vida. Para su persona y su tiempo con ello ha pretendido que hay algo más universal y al tiempo más intenso que el arte artístico. Quizás haya que poder fracasar como artista para avanzar como ayudante de la felicidad. Quizás deban descansar incluso los mismos poderes creadores de obra como terrenos ya demasiado explotados durante largo tiempo. Los desmontajes de la felicidad creativa muestran al arte la dirección para hacerse a un lado.
¿Están tristes esas obras de que no broten con más fuerza? ¿Tienen nostalgia de las grandes paredes vacías? ¿Se sienten no realizadas en su íntimo ser-para-el-cheque? ¿Simulan ante las grandes exposiciones una capacidad para el exilio de la que se arrepienten secretamente? ¿Se sienten refutadas por el tiempo como ingenuidades de ayer? Probablemente estas preguntas sean demasiado invasoras. Irrumpen en una tranquilidad y en una marginalidad que acaba de ser descubierta por las obras. Poder dejarse reposar, eso es ciertamente algo nuevo para piezas de muestra del poder creador de obras estético. No llamar a quienes pasan para que permanezcan callados ante ellas, ése es un ejercicio inusual para las obras que estaban habituadas a abogar por su propia causa ante el mundo. Estar en barbecho y esperar es una aventura imprevista para objetos artísticos acostumbrados a la valorización. Replegarse en sí mismas y no entrar en la historia de arte en la forma más elevada, es la treta para la que menos preparadas estaban las obras de arte hambrientas de reconocimiento. ¿O es que ya están más preparadas para ello de lo que se podía intuir en el momento de su factura?
El arte está en barbecho. La gente simplemente pasará al lado, una tenue brisa de atenta desatención soplará entre las piezas. De todos modos, la misma gente pasaría al lado, pero el ruego de las obras y la atracción de los valores les llamaría como una oportunidad que nos coloca ante la alternativa de aceptarlas o hacerles caso omiso. ¿Llaman esas obras, atraen? Y si ya han abandonado la galería ¿a quién han ido, a quién le salen al paso? ¿Están próximas a nosotros cuando pasamos a su lado? ¿Se vuelve diferente nuestro pasar a su lado cuando están al margen?
¿Pasar al lado? ¿Cómo deja uno atrás tanta casualidad? ¿Pasa uno por encima sin que surjan los recuerdos de algo innombrado, venidero, maravilloso, para lo que arte devino más tarde un nombre hueco? La mirada ya chocó con la superficie de los objetos, de ahora en adelante hay que considerarlos como vistos.
Éste no es tiempo para prometer mucho. Pronto saldremos también de esta sala. Ninguna distancia habla ebria de una futura gran felicidad. Pero lo visto es lo visto. ¿Qué es visibilidad? Quizás la cotidianeidad de la revelación. ¿Qué es entonces revelación? Que algo te ilumine con su visibilidad. ¿Cómo sucede eso? Cuando estoy al aire libre. ¿Al aire libre? Cuando estoy tan afuera que el mundo se muestra.