El artista como sufridor ejemplar

Susan Sontag
1962
El más rico de los estilos es la voz sintética
del personaje principal
.
PAVESE.

Cesare Pavese comenzó a escribir alrededor de 1930 y las novelas que han sido traducidas y publicadas en los Estados Unidos, (La casa sobre la colina, La luna y las fogatas, Entre mujeres solas y El diablo en las colinas) fueron escritas entre los años 1947 y 1949; por tal motivo, el lector reducido a traducciones inglesas no puede generalizar sobre la totalidad de su obra. Sin embargo, bastan esas cuatro novelas para percibir que sus principales virtudes de novelista son la delicadeza, la economía y el control. Su estilo es llano, seco, falto de emoción. Pese a que el tema suele ser violento, se percibe frialdad en la ficción de Cesare Pavese. Eso obedece a que el verdadero tema no es nunca el acontecimiento violento (el suicidio en Entre mujeres solas, la guerra en El diablo en las colinas), sino, más bien, la cauta subjetividad del narrador. El esfuerzo típico del héroe de Pavese es la lucidez; el problema típico es el de la comunicación frustrada. Sus novelas tratan de crisis de conciencia y de la resistencia a tales crisis. Una cierta atrofia de las emociones, el enervamiento del sentimiento y de la vitalidad corporales, se presupone. La angustia de individuos prematuramente desilusionados, extraordinariamente civilizados, que oscilan entre la ironía y los experimentos melancólicos con sus emociones personales, nos es ya familiar. Pero a diferencia de otras exploraciones de esta tendencia de la sensibilidad moderna —por ejemplo, gran parte de la ficción y la poesía francesas de los últimos ochenta años—, las novelas de Pavese son sosegadas y castas. La acción principal siempre transcurre entre bastidores, o en el pasado; y los pasajes eróticos son evitados cuidadosamente.
Pavese, como si quisiera compensarnos por las desenfadadas relaciones de sus personajes, típicamente les atribuye una profunda ligazón con un lugar, de ordinario la ciudad de Turín, donde Pavese siguió estudios universitarios y residió durante la mayor parte de su vida adulta, o la campiña piamontesa circundante, donde nació y pasó su infancia. Este sentido del lugar, y el deseo de hallar y recuperar su significado, no da sin embargo a la obra de Pavese ninguna de las características propias de la ficción regional, y eso explicaría en parte el que sus novelas no hayan despertado mucho entusiasmo en el público anglófono, como ocurrió con las publicaciones de Silone o Moravia, autores estos menos dotados y originales que Pavese. El sentido del lugar y de la gente de Pavese no es el que cabría esperar de un escritor italiano.
Pero no olvidemos que Pavese era un italiano del Norte; la Italia del Norte no es la Italia de los slogans turísticos y Turín es una gran ciudad industrial, a la que falta esa resonancia histórica y esa sensualidad características que atraen a los extranjeros a Italia. En el Turín y el Piamonte pavesianos no encontramos monumentos, ni color local, ni encanto étnico. El lugar está allí, pero es inalcanzable, anónimo, inhumano.
La concepción pavesiana de la relación de la gente con el lugar (la manera en que la gente es penetrada por la fuerza impersonal de un lugar) resultará familiar a cualquiera que haya visto las películas de Alain Resnais y, especialmente, de Michelangelo Antonioni: Las amigas (que fue una adaptación de la mejor novela de Pavese, Entre mujeres solas), L’avventura y La notte. Pero las virtudes de la ficción de Pavese no son virtudes populares, como tampoco lo son las virtudes, por ejemplo, de las películas de Antonioni.
(Los que están en contra de Antonioni califican sus películas de «literarias» y de «demasiado subjetivas».) Las novelas de Pavese, al igual que los films de Antonioni, son refinadas, elípticas (aunque nunca oscuras), sosegadas, antidramáticas, recogidas. Pavese no es un gran escritor, en el sentido en que Antonioni es un gran cineasta. Sin embargo, es merecedor de una atención, en Inglaterra y en los Estados Unidos, mucho mayor de la que, hasta el momento, le ha sido dispensada.*
Recientemente se ha publicado en Inglaterra el diario de Pavese, El oficio de vivir, correspondiente a los años 1935 a 1950, cuando, a los cuarenta y dos de su edad, se suicidó. Puede leerse sin un conocimiento previo de las novelas de Pavese, como ejemplo de un género literario moderno por excelencia: el «diario», las «notas» o los «carnets» del escritor.
¿Por qué leemos un diario de escritor? ¿Porque ilumina sus libros?
Con frecuencia, no. Más probablemente, porque el diario es material bruto, aun cuando haya sido escrito con miras a una futura publicación. En él, leemos al escritor en primera persona; nos encontramos con un ego desprovisto de las máscaras del ego de las obras del autor. Ningún grado de intimidad en una novela podrá suplirlo, aunque el autor escriba en primera persona o utilice una tercera persona que, transparentemente, le señale. La mayor parte de las novelas de Pavese, incluidas las cuatro traducidas al inglés, están narradas en primera persona. Sin embargo, sabemos que el «yo» de las novelas de Pavese no se identifica con Pavese mismo, como tampoco el «Marcel» que cuenta En busca del tiempo perdido se identifica con Proust, ni el «K» de El proceso y El castillo con el mismo Kafka. No quedamos satisfechos. El público moderno exige la desnudez del autor, como las épocas de fe religiosa exigían el sacrificio humano.
El diario nos presenta el taller del alma del escritor. ¿Y por qué nos interesa el alma del escritor? No porque nos interese el escritor en sí. Sino por la insaciable preocupación moderna por la psicología, el último y más poderoso legado de la tradición cristiana de introspección, abierta por San Pablo y San Agustín, que al descubrimiento del yo asimila el descubrimiento del yo que sufre.
Para la conciencia moderna, el artista (que reemplaza al santo) es el sufridor ejemplar. Y entre los artistas, el escritor, el hombre de palabras, es la persona a quien consideramos más capaz de expresar su sufrimiento.
El escritor es el sufridor ejemplar, no sólo porque haya alcanzado el nivel de sufrimiento más profundo, sino porque ha encontrado una manera profesional de sublimar (en el sentido literal de sublimar, no en el freudiano) su sufrimiento. Como hombre, sufre; como escritor, transforma su sufrimiento en arte. El escritor es el hombre que descubre el uso del sufrimiento en la economía del arte, como los santos descubrieron la utilidad y la necesidad de sufrir en la economía de la salvación.
La unidad del diario de Pavese habría que buscarla en sus reflexiones sobre corno usar el sufrimiento, cómo actuar respecto de él. La literatura es uno de sus usos. Otro, el aislamiento; ambos como técnicas para inspirar y perfeccionar su arte, y como valor en sí mismo. Y el tercero es el suicidio, uso definitivo del sufrimiento concebido no como fin del sufrimiento, sino como última manera de actuar sobre el sufrimiento.
Así, en un apunte del diario, correspondiente al año 1938, tenemos la siguiente, destacable, sucesión de pensamientos. Pavese escribe: «La literatura es una defensa contra las ofensas de la vida.
Le dice a la vida: “Tú no me engañas: sé cómo te comportas, te sigo y preveo tus movimientos, gozo viendo cómo procedes, y robo tu secreto complicándote en ingeniosas construcciones que detienen tu fluir”. Aparte de este juego, la otra defensa contra las cosas es el silencio, en el cual se incuba nuestro relámpago. Pero es necesario que nos lo impongamos nosotros, no permitir que se nos imponga. Ni siquiera por la muerte. El elegir nosotros mal es la única defensa que tenemos contra ese mal. Esto significa la aceptación de sufrimiento. No resignación, impulso. Digerir el mal golpe. Tienen ventaja los que, por índole propia, suelen sufrir de modo violento y total: así desarmamos al sufrimiento, lo convertimos en nuestra creación, elección, resignación. Justificación del suicidio».
La forma moderna del diario del escritor muestra una curiosa evolución cuando examinamos algunos de sus principales ejemplos: Stendhal, Baudelaire, Gide, Kafka, y ahora Pavese. La desinhibida exhibición de egotismo corresponde a la búsqueda heroica de la anulación del yo. Pavese no tiene nada del sentido protestante de la propia vida como obra de arte que posee Gide, ni su respeto por la ambición personal, ni su confianza en sus sentimientos, ni su amor por sí mismo. Tampoco tiene el compromiso sin simulaciones de Kafka con su propia angustia. Pavese, que con tanta libertad usó el «yo» en sus novelas, suele hablar de sí mismo, en su diario, en segunda persona. No se describe a sí mismo, sino que se dirige a sí mismo. Es el espectador irónico, exhortador y reprochador de sí mismo. La consecuencia final de una concepción del yo así apuntalada no podía, al parecer, ser otra que el suicidio.
Su diario, en efecto, constituye siempre una larga serie de autovaloraciones y autointerrogaciones. No registran nada de la vida cotidiana ni de incidentes observados; no hay descripción alguna de familia, amigos, amantes, compañeros, ni reacción ante acontecimientos públicos (como en el Journal de Gide). Lo único que se ajusta al contenido que convencionalmente esperaríamos de un diario de escritor (como los Notebooks de Coleridge y el ya citado Journal de Gide) son las numerosas reflexiones sobre los problemas generales del estilo y las composiciones literarias, y las copiosas notas sobre las lecturas del autor. Pavese era, en mucho, un «buen europeo», aunque nunca viajó fuera de Italia; su diario revela que conocía al dedillo la literatura y el pensamiento europeos, así como a los escritores norteamericanos, que le merecieron un especial interés. Pavese no era simplemente un novelista, sino un uomo di cultura.: poeta, novelista, autor de relatos cortos, crítico literario, traductor y redactor de una de las editoriales más importantes de Italia (Einaudi). Este escritor–como–literato ocupa una parte considerable de su diario. Hay comentarios delicados y sutiles sobre una vida de lecturas inmensamente variadas: desde el RigVeda, Eurípides y Defoe, hasta Corneille, Vico, Kierkegaard y Hemingway. Pero no es éste el aspecto del diario que ahora consideramos, ya que ello no está en la base del interés específico que los diarios de escritores despiertan en el público moderno.
Sin embargo, conviene advertir que cuando Pavese discute sus propios escritos, no lo hace en cuanto autor, sino, por el contrario, como lector o crítico. No hay una discusión del trabajo en gestación, ni planes o esbozos de relatos, novelas o poemas que haya que escribir. El único trabajo discutido es el ya terminado. El diario acusa asimismo otra ausencia: la de toda reflexión sobre el compromiso político de Pavese —ni sus actividades antifascistas, que le valieron en 1935 diez meses de prisión, ni su larga, ambivalente y, al fin, desengañada afiliación al Partido Comunista—.
Puede afirmarse que en el diario hay dos personae. Pavese hombre y Pavese crítico y lector. O Pavese prensando prospectivamente, y Pavese pensando retrospectivamente. Hay un análisis autoacusatorio y autoexhortatorio de sus sentimientos y proyectos: el centro de la reflexión lo ocupan sus virtudes de escritor, de amante, y de futuro suicida. Además, está todo el comentario retrospectivo: análisis de algunos de sus libros ya acabados y del lugar de éstos en su obra; notas sobre sus lecturas. Si el «presente» de la vida de Pavese entra en su diario de algún modo, lo hace fundamentalmente bajo la forma de una consideración de sus capacidades y perspectivas.
Aparte de la escritura, hay dos posibilidades a las que Pavese recurre continuamente. Una es la posibilidad del suicidio, que tentó a Pavese al menos desde sus años de universitario (cuando dos de sus amigos íntimos se dieron muerte) y es tema que se encuentra en casi cada página del diario. La otra es la posibilidad del amor romántico y del fracaso erótico. Pavese se muestra atormentado por un profundo sentimiento de inadecuación sexual, escudado en todo tipo de teorías sobre la técnica sexual, la desesperanza del amor y la guerra de los sexos. Sus observaciones sobre la rapacidad y la avidez explotadora de la mujer están entremezcladas con confesiones de su propia incapacidad para amar o para proporcionar satisfacción sexual. Pavese, que nunca se casó, recoge en el diario las reacciones a una serie de prolongadas relaciones y experiencias sexuales casuales, por lo común vividas en el instante en que se avecinaban complicaciones o cuando ya había fracasado. Las mujeres, por su parte, nunca aparecen descritas; los hechos de la relación ni siquiera son aludidos.
Ambos temas están íntimamente conectados, según la propia experiencia de Pavese. En los últimos meses de su vida, en mitad de unas desafortunadas relaciones con una actriz de cine norteamericana, escribe: «No nos matamos por amor a una mujer. Nos matamos porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra desnudez, miseria, nada... En el fondo, en el fondo, ¿acaso no he apresado al vuelo esta extraordinaria aventura, esta cosa inesperada y fascinante, para volver a lanzarme sobre mi viejo pensamiento, sobre mi antigua tentación: para tener un pretexto para pensar de nuevo en eso? Amor y muerte: esto es un arquetipo ancestral».
En otra parte, en tono irónico, Pavese observa: «Es posible no pensar en las mujeres, exactamente igual que es posible no pensar en la muerte». Ni las mujeres ni la muerte dejaron nunca de fascinar a Pavese, y con idéntico grado de angustia y morbosidad, puesto que su principal problema, en ambos casos, consistía en estar a la altura de las circunstancias.
Lo que Pavese tiene que decir sobre el amor constituye la otra cara familiar de la idealización romántica. Pavese redescubre, con Stendhal, que el amor es una ficción esencial; no es que el amor, en ocasiones, cometa errores, sino que es, esencialmente, un error. Lo que se considera afecto por otra persona queda desenmascarado como una danza más del ego solitario. Resulta sencillo comprender hasta qué punto esta visión del amor es peculiarmente congruente con la vocación moderna del escritor. En la tradición aristotélica del arte como imitación, el escritor era el medio o vehículo para describir la verdad de algo que estaba fuera de él.
Con la tradición moderna (en líneas generales desde Rousseau) del arte en cuanto expresión, el artista dice la verdad sobre sí mismo.
Por ello, se hacía inevitable que se insinuara una teoría del amor en cuanto experiencia o revelación del yo, y que fuera presentada con decepción como experiencia o revelación del valor de la persona o el objeto amados. El amor, como el arte, se convierte en medio de autoexpresión. Pero como entenderse con una mujer no es un acto tan solitario como entenderse con una novela o un poema, está condenado al fracaso. Un tema predominante en la literatura y el cine serios de hoy es el fracaso del amor. (Cuando encontramos la afirmación opuesta, como por ejemplo en El amante de Lady Chatterley o en la película de Louis Malle Les amants, nos inclinamos a describirlo como un «cuento de hadas».) El amor muere porque su nacimiento fue ya un error. Sin embargo, el error no deja de ser necesario, en la medida en que el mundo se ve, en palabras de Pavese, como una «selva de egoísmo». El ego aislado no cesa de sufrir. «La vida es dolor, y el goce del amor es un anestésico.»
Una consecuencia más de esta moderna fe en la naturaleza ficticia de la unión erótica es la nueva aquiescencia consciente con el inevitable atractivo del amor no correspondido. Y, como el amor es una emoción sentida por el ego solitario y erróneamente proyectada al exterior, la inexpugnabilidad del ego del amado ejerce una hipnótica atracción para la imaginación romántica. La fascinación que ejerce el amor no correspondido radica en la identidad de lo que Pavese llama «un estilo perfecto» y en un ego fuerte, absolutamente aislado, indiferente. «El estilo perfecto..., nace de la total indiferencia», escribe Pavese en su diario en 1940. «Por eso amamos siempre locamente a quien nos trata con indiferencia: la indiferencia es estilo, fascinación de clase y amabilidad.»
Muchas de las observaciones de Pavese sobre el amor parecen casos clínicos que apoyan las tesis de Denis de Rougemont y otros historiadores de la imaginación occidental que han tratado la evolución de la imagen occidental del amor sexual desde Tristán e Isolda como una «agonía romántica», un deseo de muerte. Pero la sorprendente mescolanza retórica de los términos «escribir», «sexo» y «suicidio» en el diario de Pavese indica que esta sensibilidad en su forma moderna es más compleja. Las tesis de Rougemont podrán proyectar luz sobre la sobrevaloración occidental del amor, pero no sobre el moderno pesimismo que la rodea: la idea de que el amor y la plenitud sexual son proyectos sin esperanza.
Rougemont hubiera podido perfectamente servirse de las palabras del propio Pavese: «El amor es la más barata de las religiones».
Personalmente, pienso que el moderno culto al amor no forma parte de la historia de una herejía cristiana (gnóstica, maniquea, catara), como sugiere Rougemont, sino que expresa la preocupación central y peculiarmente moderna por la pérdida del sentimiento.
El deseo de cultivar «el arte de mirar en nosotros mismos como en personajes de nuestras novelas..., para así situarnos en una posición que nos permita pensar constructivamente, y apoderarnos de los beneficios», muestra a Pavese hablando con optimismo de una situación de alienación de sí que, en otros espacios del diario, es tema de continua lamentación. Porque «la vida empieza en el cuerpo», como Pavese observa en otro apunte; y constantemente da voz al reproche que el cuerpo hace a la mente.
Si definiéramos la civilización como aquella fase de la vida humana en la que, objetivamente, el cuerpo pasa a ser un problema, nuestro momento de la civilización podría ser descripto como la etapa en que hemos cobrado conciencia subjetiva, y nos sentimos atrapados por ello, del problema. En la actualidad, aspiramos a la vida del cuerpo y rechazamos las tradiciones ascéticas del judaismo y el cristianismo, pero continuamos confinados en la sensibilidad generalizada que nos ha legado esa tradición religiosa. Por eso nos quejamos; estamos resignados y desligados de todo; nos quejamos. El constante ruego de Pavese para que le sea concedida la fortaleza necesaria para llevar una vida en rigurosa reclusión y soledad («Única regla heroica: estar solos, solos, solos»), encaja por entero con sus reiteradas quejas respecto de su incapacidad para sentir. (Valgan por ejemplo sus observaciones sobre su ausencia de sentimientos cuando su mejor amigo, Leone Ginzburg, eminente profesor y líder de la Resistencia, fue torturado hasta la muerte, en el año 1940, por los fascistas.) Es allí donde aparece el culto moderno del amor: es la manera de demostrarnos la solidez de nuestros sentimientos y descubrirnos deficientes.
Es de todos sabido que nuestra concepción del amor entre los sexos es diferente, mucho más enfática, de la de los antiguos griegos y orientales, y que la concepción moderna del amor es una prolongación del espíritu del cristianismo, todo lo atenuada y secularizada que se quiera. Pero el culto al amor no es, como Rougemont pretende, una herejía cristiana. El cristianismo, desde sus inicios (san Pablo), es la religión romántica. El culto al amor en Occidente es un aspecto del culto al sufrimiento, sufrimiento considerado como supremo símbolo de la seriedad (el paradigma de la Cruz). El que en los antiguos hebreos, griegos y orientales no encontremos la misma valoración del amor, es debido a que tampoco encontramos la misma valoración positiva del sufrimiento.
El sufrimiento no era el sello de la seriedad; por el contrario, la seriedad se medía por la capacidad personal para evadir o transcender el castigo del sufrimiento, por la habilidad personal para conseguir tranquilidad y equilibrio. En cambio, la sensibilidad que hemos heredado identifica la espiritualidad y la seriedad con la turbulencia, el sufrimiento y la pasión. Durante dos mil años, ha estado espiritualmente de moda entre los cristianos y los judíos el padecer dolor. Por tanto, no sobrevaloramos el amor, sino el sufrimiento: más precisamente, los méritos y beneficios espirituales del sufrimiento.
La contribución moderna a esta sensibilidad cristiana ha consistido en descubrir que la elaboración de obras de arte y la aventura del amor sexual eran las dos fuentes de sufrimiento más exquisitas.
Eso, y no otra cosa, buscamos en el diario de un escritor, y es lo que Pavese nos proporciona en una abundancia inquietante.

* Lo mismo ocurre con otro italiano, Tommaso Landolfi, nacido el mismo año que Pavese (1908) pero vivo aún y en actividad, que tiene publicada una importante cantidad de cuentos y novelas. Landolfi, del que hasta el momento sólo se ha traducido al inglés una selección de nueve de sus cuentos cortos, con el título de Gogol’s wife and other stories, es un escritor muy distinto y, en sus mejores momentos, más fuerte que Pavese. Su mórbida inventiva, su intelectualismo austero y cierto sentido catastrofista más bien surrealista lo acercan a escritores como Borges e Isak Dinesen.
Pero él y Pavese tienen en común algo que hace a la obra de ambos distinta de la ficción que se suele escribir actualmente en Inglaterra y en los Estados Unidos, y en apariencia sin interés para el público de esta ficción. Su denominador común es el proyecto de una forma de escribir reservada, básicamente neutral. En esta escritura, el acto de relatar la historia es concebido primordialmente como un acto de inteligencia.
Narrar es palpablemente emplear la propia inteligencia; la unidad de narración característica de la ficción de Europa y Latinoamérica es la unidad de la inteligencia del narrador. Pero el escritor de ficción típico de los Estados Unidos de hoy está poco acostumbrado a este uso de la inteligencia, paciente, meticuloso, recatado.
Los escritores norteamericanos prefieren en su mayoría que los hechos se declaren, se interpreten a sí mismos. De haber una voz narradora, será seguramente inmaculadamente estúpida; o extrañamente hábil y ruidosa. Así pues, la mayor parte de la producción literaria norteamericana es burdamente retórica (es decir, hay una inflación de medios sin relación con los fines), en contraste con el modo
clásico de escribir europeo, que consigue sus efectos mediante un estilo antirretórico —un estilo que se disimula, que apunta en último término a la transparencia neutral.
Tanto Pavese como Landolfi pertenecen por entero a esta tradición antirretórica.