AL SEÑOR DON FRANCISCO GINER DE LOS RÍOS
Me preguntaba Vd. si no debía mayores servicios a algún otro profesor, para dedicarle este trabajo. Mucho debo a muchos; pero a sus escrúpulos contesto aprovechándome de la licencia que me otorga de honrar con su nombre estas páginas.
Su sincero amigo y reconocido discípulo,
EL AUTOR.
Capítulo I
Introducción
Si quisiéramos imaginarnos el pensamiento filosófico de la Europa moderna, desarrollándose en su cerebro, podría aplicársele aquella teoría de Augusto Comte, según la que, unas facultades descansan, en tanto que las otras mantienen la actividad anímica para reposar a su vez, mientras las antes rendidas y sin uso se mueven y funcionan, alternando de esta manera todas ellas en la vida del espíritu. Vivió la filosofía europea a fines del pasado siglo, y en el primer tercio del presente, bajo un predominante idealismo, acaso excesivo, porque era la reacción natural contra la anterior filosofía sensualista que había llegado al más radical materialismo ya sin nota alguna de científico. Pero, como reacción, fue el idealismo más lejos de lo que debiera, y al prurito de observación empírica sucedió el prurito de abstracción ideal, siendo fruto de esta exageración el presente estado de la filosofía, estado de decadencia para el que atienda sin ilusiones a la opinión común, momento de descrédito, de innegable debilidad, y bien pudiera decirse, de anarquía.
El espíritu general de la ciencia europea desenvuelve en estos días sus facultades de relación con el mundo de los sentidos, y con estas las que le sirven para ordenar y clasificar los datos recogidos en la experiencia de los hechos concretos; pero, en tanto, deja dormidas las facultades superiores que miran a lo absoluto y eterno, y dan a la conciencia criterio para las verdades primeras y más altas. Y el pensamiento, que así parece prestar verosimilitud a la hipótesis de Comte con esas alternativas de su actividad, por no reconocer esta limitación de su energía, cuando aplica su esfuerzo a una de estas distintas esferas de acción, ya a las facultades por las que conoce el mundo finito y relativo, ya a las que le ponen en relación de pensar con lo absoluto y eterno, niega, según la ocasión, la eficacia del término opuesto. Así vemos a los idealistas llegar a la negación del mundo natural, porque desconocen el valor de los datos del sentido, y a los sensualistas más radicales caer en el materialismo, negando, no ya la posibilidad de la comunicación con lo suprasensible, sino su propia realidad. Las escuelas que pudieran llamarse modernísimas, quizá obedeciendo a un impulso desconocido que las lleva a preparar una nueva fase del pensamiento por una transición lenta, no niegan la realidad de lo suprasensible, nada le dicen sobre el objeto en sí de la desacreditada metafísica, y se limitan a negar, para el entendimiento humano, la posibilidad del conocimiento científico de lo metafísico.
De aquí la peregrina distinción que establecen entre la ciencia y la filosofía. Autor hay que, extremando las doctrinas, asigna a la filosofía en el porvenir el lugar de la poesía.
Se reconoce en el hombre la necesidad constante de pensar algo sobre lo eterno, de buscar base fundamental para sus conocimientos relativos, únicos que en la ciencia puede obtener, y de aquí el derecho absoluto de fantasear, dentro de ciertas condiciones de lógica formal, el mundo de lo metafísico. Si en esta concesión, que parece irrisoria, hecha a la metafísica (pues a ella se refieren), se puede entrever o no una fase nueva del pensamiento, en la cual se encuentra una transición al equilibrio armónico de la tendencia preponderante y del antiguo sentido idealista, no toca examinarlo aquí; y lo que debemos es concretarnos ya a nuestro objeto, viendo cómo estas distintas corrientes de la filosofía afectan al derecho, y cuál es, en consecuencia, el estado actual de su concepto, a lo cual atenderemos, no como estudiando su historia, materia que comprenderá nuestro trabajo, pero no aquí todavía, sino con el fin de colocarnos en el curso de los debates, dar al estudio el valor aproximado de oportunidad y poner de relieve la necesidad de tratar el asunto por el método y con el plan que, en nuestro sentir, nos llevarán a la verdad del concepto del derecho y a la determinación clara y precisa de sus relaciones con el de la moralidad.
Pudo Hegel decir con razón en su tiempo, que no había motivo para airarse contra los hombres rectos, cuando se las ve impacientarse apenas oyen hablar de la ciencia filosófica de los Estados: pululaban entonces las abstracciones metafísicas en punto al derecho, y los conceptos subjetivos de las distintas escuelas idealistas, inclusive la de Hegel, llegando a las más inesperadas y bien inauditas afirmaciones, justificaban la prudente reserva y hasta la enemiga con que los hombres de la práctica legal, y con ellos la opinión vulgar, miraban los resultados de tantas especulaciones y de aquellas abstracciones sin cuento.
Mas hoy el peligro mayor para la ciencia del derecho en su unidad, no está en las abstracciones de los filósofos que idealmente pretenden determinar su naturaleza, ni está en el empirismo vulgar; sino en su espíritu general de la filosofía modernísima de que antes hablábamos; filosofía que, con toda otra metafísica, niega la del derecho. Mas como quiera que el derecho se le impone en la realidad en cuanto hecho de conciencia y hecho social, como su ciencia es de las que tienen predominante e inmediato valor práctico, para regular el arte del derecho en que toda la vida se mueve y del cual no es posible prescindir un solo día, se ha arbitrado el recurso de admitir la vida jurídica en la serie de los fenómenos, como hecho, negando su unidad y renegando de la conciencia del derecho en lo que tiene de eterno y constante en su esencia y para cada momento de su vida efectiva; se ha negado el derecho natural.
La moralidad y el derecho que tienen un valor práctico inmediato, siempre han servido de obstáculo a los pensadores que han negado la posibilidad del conocimiento en la esfera de lo absoluto y fundamental; si el criticismo de Kant salvó con inconsecuencia o sin ella, que esto no es del caso, las dificultades que ofrecía la conciencia moral para sus ideas, y la salvó suponiendo el imperativo categórico de carácter práctico, la ciencia de lo relativo, en nuestros días, tampoco transige con la admisión de lo absoluto, reconocido en esta esfera de la moralidad y el derecho, y rompe el nudo atribuyendo un carácter meramente físico-psicológico a la moralidad como al derecho, que confunde en lo inmanente y le da en la vida de relación social por fundamento la convención y costumbre. Todos los elementos fundamentales y característicos del derecho, son negados o falseados por la filosofía imperante, y con ellos el derecho mismo tiene que ser desconocido.
Una de las mayores influencias en las corrientes filosóficas contemporáneas es la de la escuela psicológica inglesa: veamos rápidamente qué sentido es el suyo en este capital asunto que nos ocupa.
Ya en James Mill encontramos el hedonismo como fundamento de toda la moralidad, y el placer como motivo de todas las acciones, las de derecho entre ellas, aunque a él no se haga directa referencia. James Mill ataca el derecho en su base destruyendo la voluntad; pues, apoyándose en la pretendida demostración de Tomás Brown, de que la causa y la potencia son la misma cosa, considera, sí, la voluntad como causa de la acción, pero sólo como un estado anterior a la acción misma, no como una fuerza independiente. -El ilustre hijo de James Mill, el célebre John Stuart Mill también niega, a vuelta de distinciones, la libertad de albedrío, y llega a la repugnante e irracional afirmación, de que, aún en el caso de un fatalismo absoluto, existiría la responsabilidad y el castigo. Responsability means punition. Con semejantes confusiones ¿qué será del derecho? Y debe notarse la gran influencia ejercida por este pensador, dentro y fuera de su patria, en las ciencias llamadas políticas y morales.
Claro es que, como criterio de moralidad, Stuart Mill, que confunde el bien moral con todo otro bien, ha de adoptar el utilitarismo.
No vale más, en el fondo, la doctrina con que Herbert Spencer pretende corregir y perfeccionar el utilitarismo de Stuart Mill: en una carta que a este dirige, dice el autor de los Primeros principios: «La felicidad es el fin último de la moral, no su fin próximo; estudia cuáles son las acciones que causan la felicidad; estas deducciones de la moral deben ser la ley de conducta, y a ellas debe esta conformarse, sin estimación directa del bien consiguiente».
No sería preciso detenerse más tiempo con los recuerdos de esta decantada filosofía inglesa contemporánea, para conocer cuál es el destino que en tal filosofía tiene el derecho, minado en sus fundamentos de libertad y finalidad racional; pero debemos consignar que Bain -digno de atención por haber tratado detenidamente estas materias- llevó al último extremo la negación de los elementos esenciales en el derecho, del cual dice francamente que, como la moralidad, el deber y la obligación se refiere a aquella clase de acciones que tienen su fuerza y apoyo en la sanción de un castigo; y añade que no se reconoce como obligatorio un orden de conducta hasta que llega a practicarse. Bain rechaza la existencia de una ley moral independiente que sirva de regulador a nuestras acciones. Son sus palabras: «No hay conciencia universal, como no hay razón universal; una y otra son siempre individuales... Suponer una verdad o un bien independientes de los juicios individuales, es parecerse al hombre que, oyendo las voces de un coro supusiera una voz abstracta independiente de las voces particulares». En estas palabras de Bain pueden cifrarse las consecuencias últimas de la filosofía inglesa contemporánea en lo que se refiere a la ley de toda vida moral; y por lo que respecta al criterio de la moralidad, el célebre profesor de Aberdeen no es menos explícito: «Se puede decir que el oficio peculiar de nuestras facultades activas es el de desterrar el dolor, y conservar y reproducir el placer». Por último, la cuestión de la voluntad libre recibe de Bain la solución que era de esperar: si la libertad es reconocida en la conciencia, y sólo en ella puede ser sabida, ¿cómo ha de existir tal libertad para el filósofo que dice que «nada puedo ver en mí mismo que no sea la acción de los motivos sensibles unida a la espontaneidad central del sistema nervioso?».
Menos aún que de la filosofía inglesa recordaremos del naturalismo alemán que con las obras de Waitz, Gerland, Fechner, Lotze, Wundt y otros muchos, ha adquirido fama universal. Baste ver que a lo que aspira esta escuela es al monismo, que Gerland declara que sus trabajos antropológicos, «completamente establecidos en el campo de la teoría de la evolución, están penetrados de un naturalismo atómico-mecánico», y por último, que Wundt, al presentar el programa de su teoría monista, declara que quiere formar de la realidad todo un conocimiento. Supone siempre en los fenómenos y en las leyes o principios del mundo una ordenación sistemática, siempre sujeta a unas mismas reglas; en suma, la diferencia del mundo espiritual y del mundo natural sólo está en el cristal por que se mira, toda la diferencia consiste en el medio de conocimiento que se emplea. De tales teorías tampoco podríamos deducir nada favorable para la idea del derecho uno, absoluto, eterno, el mismo en todas sus determinaciones.
Y estas son las corrientes más poderosas del actual pensamiento europeo; queda, es verdad, lo que podríamos llamar el positivismo vulgar y otras escuelas esporádicas o de componenda, pero todas las que tienen alguna vida y porvenir procuran afiliarse al gran movimiento evolucionista.
Si de los que se ocupan desde el terreno de los principios en la materia filosófica, aunque sea para negar la posibilidad de la ciencia metafísica, pasamos a los tratadistas de las ciencias particulares análogas o próximas a nuestro objeto, veremos que están influidas a sabiendas o no, por ese general espíritu que pone toda su atención en lo relativo y en la observación, pero con negación de cenidad sintética y sin aguardar a la unión de ambas en la construcción sistemática. En los tratadistas de ciencias particulares se nota más acentuada esta sentencia, porque no sólo su convicción los lleva a ese procedimiento, sino que encerrados en la especialidad que cultivan, hasta por carácter y sobrestema de la materia, abandonan la especulación de lo fundamentad: a no ser cuando pretenciosamente, y con más lamentable resultado, sientan, a manera de dogma, algunos antecedentes o preliminares filosóficos en que todo es autoritario, precientífico; sin que esto les arredre ni impida deducir de aquellas primeras afirmaciones todo el contenido de su ciencia.
Algunos, más respetuosos, pero no con mejor éxito, suponen en otra ciencia anteriormente estudiada el fundamento de la suya, y con esta base falsa construyen toda su obra. No es esta ocasión de exponer los perniciosos efectos de tales faltas de método y olvido del sistema necesario en toda obra científica, pero sí nos toca consignar los hechos para que nos extrañe menos la anarquía que en la determinación del objeto de la mayor parte de las ciencias particulares existe, pudiendo decirse otro tanto del objeto mismo en su propio concepto.
Esto, además, nos enseña la necesidad de guiarnos por un criterio fijo y seguro, hallado de manera legítima para las exigencias, de la conciencia, y no marchando al azar, de autor en autor, sin norma para escoger uno y desechar otro. Los que piensan que es ponerse en la corriente del pensamiento contemporáneo estudiar por orden cronológico, según aparición las obras de los últimos escritores, y que de este modo se dará eficacia y valor histórico y de progreso a lo que el propio raciocinio produzca, se equivocan en mucho.
Porque lo más indispensable es hacer en la fuente universal y primitiva de la conciencia racional luz para caminar, y lo que en realidad se aprende ante ese espectáculo de cien teorías que combaten, muchas veces sin entenderse, es la necesidad de precavernos contra tantos peligros, preparándonos con rigoroso estudio metódico de la cuestión en sí, tal como aparece en la conciencia. De otro modo, nos exponemos a ceder a la acción del particularismo, ajeno muchas veces a la ciencia. Pongamos algún ejemplo, que enseña bastante en este caso. Existe en la actualidad profunda lucha, que trasciende a esferas bien ajenas a la ciencia, entre; los autores que ventilan las cuestiones que se formulan en conjunto con estas palabras: «El problema social». Los que juzgan que es preciso, para bien de los que padecen por las actuales leyes, reformar radicalmente la organización de la sociedad, niegan la realidad de los fundamentos que le atribuimos y extienden la negación del orden natural económico al derecho; no hay leyes naturales económicas, dicen, como no hay derechos naturales, todo es relativo; según la raza, según el clima, según la historia, según las costumbres económicas y sociales, así debe determinarse la acción del Estado y este debe proveer a todo, sin pararse en derechos absolutos ni leyes naturales de economía. Aquí se observa cómo los últimos reformistas han abandonado los antiguos procedimientos de sus predecesores; antes se trataba de reformar la sociedad en nombre de lo absoluto, de teorías deducidas de algún sistema; hoy se obedece a la influencia, quizá latente, pero no por eso menos poderosa, de la filosofía de lo relativo; esta, como tronco central, esparce la savia de sus doctrinas por las opuestas ramas; así vemos a los partidarios de la organización natural del mundo económico defenderse con las mismas armas, no protestar en nombre de lo absoluto y eterno, sino buscar argumentos en la misma esfera de los hechos y de la análisis parcial y anti-sistemática de la observación. Mr. Courcelle Seneuil, por ejemplo, defiende la verdad de la ciencia económica, sacrificando el derecho al que niega su valor absoluto; desconoce el derecho natural, y en un sistema que fantasea para las ciencias sociales, no es el derecho más que una rama, la del arte de la justicia, en que todo depende del hecho, de la determinación del hecho mismo, en vista de la cual, y sólo entonces, conviene la aplicación de la regla jurídica.
Por todas partes contemplaremos el mismo espectáculo, si atendemos, no, a las antiguas escuelas que vegetan, sino a lo que más agita el pensamiento y va como a las avanzadas del progreso científico.
Pero si de ese movimiento y de esas tendencias debemos recelar y no seguirlos ciegamente, porque nos exponemos a servir a tal cual idea, interesada, también debemos precavernos contra las que pudiéramos llamar teorías clásicas del derecho, cuya rápida historia haremos en lugar oportuno. La filosofía del derecho reconocida y profesada con este o análogos nombres posee una tradición gloriosa, una rica literatura en la época moderna; deducidas la mayor parte de sus teorías de algún sistema general fundado en base metafísica -reconocida o no como tal- ofrecen cierto orden interior y un desarrollo más o menos extenso y orgánico de la ciencia jurídica. Tales escuelas, si aventajan a las corrientes actuales del positivismo, por cuanto reconocen la esencia una del derecho, y la ciencia propia, el derecho natural, en cuanto es la ciencia del derecho en lo que tiene de absoluto y constante, también presentan inconveniente; muy grave y no deben ser profesadas, esta o la otra, sin mirar a más que al valor de verdad que sus doctrinas puedan tener a nuestros ojos; pues bien puede suceder que una teoría contenga en sí verdad, y, sin embargo, por no ser esta reconocida de la única manera que a la ciencia puede satisfacer, por la propia reflexión sistemática, quede por el pronto como inútil esa verdad para el sujeto que indaga; y aun puede ser perjudicial si se insiste en la pretensión de saberla con todo el valor de ciencia, siendo este todavía ilusorio: porque la verdad, en sí, no será nunca nociva, pero nuestro estado respecto de ella es falso en tal caso.
Este es el gran peligro de tantas y tantas teorías plausibles pero no científicas que acogen sin reserva los que acuden a la ciencia, más que a buscar la verdad, a sonsacar una regla de conducta que, después de todo, la conciencia no necesita, aún en el estado precientífico, con tal urgencia, pues jamás falta al hombre recto criterio para el bien obrar.
El punto por donde se ha abierto brecha en las antiguas escuelas y sus derivadas es este; comenzó el kantismo la análisis demoledora del intelectualismo, por cierto sin salir de su criterio aunque alterase sus moldes; y hoy la tendencia más poderosa, porque vive auxiliada por la opinión general, es el criticismo que pudiéramos llamar vulgar de las escuelas positivistas, que niegan el valor real a las concepciones filosóficas que ofrecen los sistemas que tienen, o creen tener una metafísica científica.
Como presunción probable, cabe atribuir las ventajas que hoy obtiene en la opinión el positivismo, más que a excelencias intrínsecas de tal filosofía, a defectos comunes entre otras escuelas que acaso, separadas unas de otras en resjectos capitales de la ciencia, se juntan y prestan auxilio mutuo para combatir al que toman por enemigo común, porque descubre el mal de que todas las coaligadas, adolecen. Por ejemplo, las escuelas que apoyan sus respectivos sistemas en un algún principio, en una metafísica a cuya determinación y pretendida seguridad han llegado o de un salto, o por caminos sobrenaturales, o por abstracciones subjetivas, todos ven su muerte o por lo menos su descrédito en el triunfo del que llaman materialismo, naturalismo, ateísmo, y con los apelativos que mayor desprecio significan. Y en este punto son justas las reclamaciones de la modernísima filosofía que dice colocarse, y de intención se coloca, fuera de esas cuestiones ya referentes a una metafísica real y que suponen prejuzgado el problema primero de la ciencia, su posibilidad.
Quizá el autor que con superior talento y más clara forma ha expuesto esas reclamaciones ha sido Spencer, a quien nos referiremos por esto y por ser generalmente conocido y estimado. Spencer, al limitar la esfera de lo cognoscible a lo relativo, dejando para siempre fuera de la investigación propiamente científica todo el mundo de la metafísica; que abandone a las inspiraciones de la fe, del sentimiento, de la opinión individual, necesita apoyar en algo su pretensión atrevida, y hábilmente ataca los dogmas metafísicos comunes a diferentes escuelas, y aceptados por todas ellas, no con la misma significación, pero sí por idéntico motivo, con igual fundamento falso y precipitado, que es lo que sabe el discreto Spencer hacer evidente, sin necesitar más que esto para negar, no la realidad posible del objeto a que esa metafísica atiende, sino la metafísica misma como pretendida ciencia. La opinión general que no pertenece a escuela determinada, y que se apoya en el sentido común (como sentido infalible), ha encontrado legítima la prueba del positivismo. Esos sistemas, que nos imponen una metafísica a partir de un principio que no reconocemos todos inmediatamente en la conciencia como cierto, son gratuitas cavilaciones: lo que pide nuestra razón es la evidencia, y la evidencia sólo puede encontrarse en un objeto, de cuya presencia real ante nosotros no quepa dudar.
Hasta aquí llega la razón del positivismo, hasta negar legítimamente el valor de científica a la metafísica fundada en principios no hallados, sino impuestos a pretexto de ser principios; pero al negar con esto la posibilidad del principio evidente, sabido con carácter de científico, se da también un salto, se incurre en el mismo error que se censura, el positivismo se convierte en un escepticismo dogmático, en una negación tan pretenciosa y desautorizada como la afirmación contraria.
Toda negación es una afirmación más un elemento; ya lo decía Fichte con gran verdad, el elemento de la negación. -A supone antes A; si el positivismo niega la posibilidad del conocimiento científico de lo absoluto, es que conoce, o piensa conocer, qué es lo absoluto, y qué hay en su esencia que hace imposible su conocimiento para la ciencia, conoce además, sin miedo de equivocarse, que a la ciencia, que es, en este sentido el conocimiento humano, no puede venirle de eso mismo incognoscible algo que cambie las relaciones de lo absoluto con la inteligencia humana; sabe también que esta es esencialmente inepta para ese superior conocimiento; puesto que el positivismo no se limita a negar la posibilidad de esa ciencia hoy, negación puramente histórica que quedaría toda su significación al sentido positivista y hasta el carácter de filosófico; de una voz: la negación del positivismo supone una afirmación que depende, para su verdad, de una serie de afirmaciones no menos gratuitas, desautorizadas e impuestas, que las mismas que combate. Bien puede decírse que esta filosofía, hoy tan decantada por sus procedimientos, al parecer, prudentes y fundados en realidad, no es más que una de tantas hipótesis que ha traído, sin duda, grandes riquezas al acerbo común del pensamiento filosófico, pero que no puede ser admitida como expresión de la ciencia; es una teoría la de su negación tan desautorizada como cualquiera otra que afirme un principio no visto realmente en la conciencia como cierto.
Refiriendo ahora lo que precede a nuestro especial asunto, el derecho, podemos considerar, lo que el positivismo piensa respecto de él como conjunto de opiniones sin valor científico, aunque dignas de atención. Si nos dicen que la idea del derecho, como la de la moralidad, no son absolutas ni trascendentales, sino reflejo interior de la ley externa impuesta por el legislador, no veremos superior carácter científico, en tal afirmación, y no lo concederemos mayor crédito que a la de cualquier filósofo que funde el derecho en un principio metafísico no mostrado e impuesto a la ciencia como punto de partida. Contra todo particularismo escolástico es necesario prevenirse, y sin dar más importancia que a los otros al que pasajeras circunstancias hoy favorecen, aprovechar sus elementos útiles para la ciencia, como también se aprovechan los prestados por otras escuelas.
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Lo que se impone como necesidad lógica, después de considerar la situación del pensamiento filosófico, es acudir al conocimiento inmediato, si existe, y desechar, en la investigación de cualquier asunto de filosofía principios no hallados por la propia conciencia, y en ella misma sabidos con verdad científica que es la única que puede satisfacernos.
Nuestra materia es el derecho en su concepto, y en las relaciones que mantiene con la moralidad: notamos, desde luego, dos puntos distintos en el enunciado de nuestro asunto: la determinación del concepto del derecho será lo primero que nos propongamos; y como materia que es distinta, la investigación de sus relaciones con la moralidad deberá hacerse en capítulo aparte.
Muchos autores, como veremos, ya en esto comienzan a acumular confusiones, unos por apresurarse a dar a cada una de estas esferas el derecho y la moralidad, vida independiente, sustantiva; otros, por buscar ante todo base ética para el derecho, aun a riesgo de lastimar su integridad, prescinden de preparar debidamente la distinción entre ambos por la clara determinación de su respectiva naturaleza. Prescindiendo de la enseñanza que en este punto nos da la experiencia de los tratadistas, en la mayor parte de los cuales advertimos desorden y oscuridad, porque, sin más que referirse a insuficientes conocimientos del estado precientífico ya suponemos tener un fundamento sólido en que apoyar sus consideraciones; prescindiendo, decimos, de estas advertencias que nos hace la misma historia del pensamiento filosófico, más inmediatamente hallamos la razón de proceder de distinta manera con sólo atender al objeto mismo que nos proponemos estudiar.
Para determinar el concepto del derecho será, ante todo, necesario atender al derecho mismo, que, o es imposible conocer, o ha de ser conocido en sí, por lo que muestra su naturaleza, si es algo, al pensamiento, no por otro medio; pues cualquiera que sea la dependencia en que respecto de algo distinto pueda estar el derecho, no podremos determinar la relación en que están sino sabiendo previamente lo que cada término es de por sí; único modo de apreciar racionalmente la relación misma. La aclaración del concepto del derecho no puede ser resultado de una investigación desordenada y sin fundamento de reflexión sobre la naturaleza de la moralidad donde fuera hallado el derecho mismo, o como interior esfera en la más amplia de la moralidad, o como coordinada de esta: en todo caso, al hallar en la investigación por vez primera el término derecho, sería necesario suponer un conocimiento de este anterior, para reconocer su naturaleza, su identidad en el resultado de la misma investigación hecha para encontrarle como término interior o colateral de la moralidad. Cualesquiera que puedan ser las relaciones en que el derecho se dé con la moralidad, sean de dependencia o no, es necesario que el derecho sea directa o inmediatamente conocido, para que luego se le pueda reconocer en sus relaciones. En todo otro camino que tomáramos, dejaríamos atrás algo en falso, en el aire, y forzosamente en el curso de nuestras indagaciones encontraríamos la necesidad de servirnos de un concepto del derecho, cualquiera que fuese, para aplicarle las propiedades que fuéramos reconociendo como pertinentes al derecho mismo; pero la indeterminación de ese concepto no reflexionado sino supuesto como verdadero sin examen, haría inútiles nuestros esfuerzos, porque quedaría el pensar: lo hallado, como propio del derecho, conviene, en efecto, al concepto que supongo verdadero; pero de la legitimidad de este, ¿quién responde? Y sería exigida una investigación del todo nueva acerca del derecho, quedando, entre tanto, y hasta hallar la legitimidad del concepto supuesto, como trabajo inútil todo lo anteriormente indagado.
Es, pues, sin duda, lo primero necesariamente determinar el concepto del derecho con atención directa al objeto. Se presentan como cuestiones preliminares, no excusables, sino necesarias, para que el estudio tenga valor racional, las que en toda obra humana aparecen. ¿Qué significa determinar el concepto del derecho? ¿Qué fin nos proponemos con tal determinación? ¿Cómo es posible?
Se nota, desde luego, que al pedir el concepto del derecho, no se busca uno cualquiera, sino el concepto que entre todos los demás estimamos, en suposición de que es uno solo el que tiene valor para nosotros, y de que, entre todos los que pudieran saberse, sólo reconoceremos como el legítimo y el buscado aquel que se presente con determinado carácter.
Antes de saber si ese concepto, y con tal carácter, se presentará o será imposible convenirnos todos, sin que en esto quepa desacuerdo en que él sólo sería capaz de satisfacernos, y que exista o no, es el único que buscamos.- Tampoco pretende nadie que ese concepto hable sólo a su conciencia, sino que universalmente sea reconocido como cierto; es decir, que investigamos en suposición de común criterio, de una conciencia igual en todo, pues de no ser así, no sería la de la ciencia obra humana en sociedad, y como Protágoras haríamos al hombre, a cada individuo la medida de todas las cosas: no es, por tanto, el concepto que se busca algo subjetivo; aunque en la propia conciencia, como veremos, cada cual necesita indagarlo, sino verdad que no depende del sujeto, y que por sí misma se da a conocer, con idénticas propiedades para todos, como realidad que nuestro pensar no crea, sino que pensando vamos reconociéndola todos en la conciencia. El concepto, aunque en la determinación temporal, en la conciencia de cada cual pende de la actividad del sujeto, es en sí algo objetivo y real que el sujeto no crea sino que, pensando lo encuentra; pues en el pensar, lo pensado es lo encuentra; pues en el pensar, lo pensado es real como objeto presente, y del sujeto sólo es la actividad, ni aun siquiera las leyes que esta sigue, que desde la realidad se le imponen; porque el sujeto, en todo, hasta la última determinación, es como la palabra lo indica dependiente de leyes objetivas. No debemos pensar lo subjetivo como algo opuesto y contrario a lo real, sino como de la realidad, interiormente opuesto en ella como un término en relación a la realidad misma considerada como objeto. Sólo viendo esto así (con reflexión detenida o vagamente) es lícito pedir el concepto del derecho como uno solo, igual para todos una vez determinado.
No basta ver que se pide en el concepto este carácter de objetividad que le hace ser el mismo para todos, sino que, penetrando más en su idea de lo que pretendemos hallar (porque de esto no hemos pasado), hallamos que lo que todos pedimos en el concepto es esto: pensar el objeto constantemente tal como realmente el objeto es en sí, y saber nosotros con igual carácter de conformidad la verdad de lo pensado; esto es evidencia de la verdad de lo pensado. Ahora bien, a este concepto uno, universal, verdadero y evidente lo llamamos científico.
De estas castro notas, las tres primeras pueden concurrir en un concepto que no sea todavía científico; la evidencia es la verdadera característica del conocimiento científico. El conocimiento de nuestra realidad sólo es científico en el que se lo ha propuesto como objeto de reflexión para saber en propia conciencia su realidad conforme a lo pensado. La diferencia entre el conocimiento en la ciencia y el vulgar no es esencial, pues sólo concebimos para ambos un sujeto de conocimiento, nosotros mismos, el objeto también, es el mismo y la relación se pide en todos casos que sea de conformidad con la cosa, de presencia real, pero con la diferencia de ser sabida en un caso la verdad de esa conformidad, y en el otro supuesta.
Por eso no esperamos el movernos desde el estado precientífico en busca de concepto científico que de un salto o por influencia misteriosa vamos a ser colocados en la ciencia, siendo todo lo que podemos pretender, y en este punto el ideal, saber lo que pensamos necesariamente del objeto, sabiéndonos reflexivamente de la verdad de ser así pensado por nosotros, en lo cual no cabrá mayor ni mejor saber.
Si yo llego, reflexionando, a conocer que mi concepto del derecho es tal ahora y siempre, no cabe mejor verdad sobre este punto.
Y ¿para qué nos servirá esta determinación del concepto del derecho, si existe en las condiciones señaladas como de exigencia racional? Lo primero que hay que ver en esto es la naturaleza del concepto (no en la distinción de científico a vulgar ahora, distinción que, como hemos visto, a lo esencial no toca); y ante todo, notamos que el concepto de un objeto no dice nada del objeto en sí, sino de nuestro pensamiento con relación al objeto; lo que del objeto pensamos en su unidad, eso es el concepto.
Mas ya vimos que no por esto es meramente subjetivo, sino que buscamos en él algo real, el concepto mismo como realidad en nosotros, siempre la misma; así, por ejemplo, si se trata del derecho su concepto no será un pensar arbitrario y sobre cualquier cosa, sino que se nos impondría su idea como una misma siempre, sin que podamos engañarnos en esto, en cuál es nuestra idea del derecho. Aquí conviene advertir que por ser la palabra con que se significa el concepto a las veces tomadas de fuentes lexicológicas extrañas, el poco ilustrado puede desconocer la presencia del concepto en su conciencia, pero inmediatamente que se le explique la palabra, el concepto del objeto se le mostrará, sin que pueda confundirlo con otro alguno. Así el campesino inculto a quien se pregunte qué cosa sea astronomía, nos dirá que nada sabe de ella, pero en cuanto se le traduzca el significado de la palabra hallará el concepto de la ciencia correspondiente en la conciencia sin que jamás le confunda con otro. Ni de distinto modo podría existir ciencia humana, pues en todo conocimiento partimos de otro anterior y nunca comenzamos a conocer ni a pensar, sino que siempre nos hallamos conociendo y pensando y de todo objeto de que se nos hable, algo sabemos anteriormente, pues de no ser así, ¿cómo reconocer el propio objeto a que se hace referencia?
Así, pues, la primera cuestión para la ciencia de todo objeto es la de su concepto, y cabe ir a buscarlo en algo ajeno a él mismo; por eso han ido descaminados cuantos se han empeñado en buscar las primeras verdades para el derecho fuera del derecho mismo, queriendo traer desde otra ciencia la metafísica, las bases para comenzar la ciencia del derecho. Esto que ha causado gravísimos perjuicios a la filosofía del derecho y retardado sus progresos, se debe a considerar la metafísica como ciencia abstracta y la ciencia particular del derecho como separada del derecho y con abstracción también.
Importa notar aquí, para comprender el valor de la cuestión del concepto del objeto en sí, no como reducido de algo exterior, el siguiente punto: que lo fundamental del derecho no se dé fuera del derecho mismo, y que para llegar a la metafísica del derecho es necesario partir del derecho mismo determinado en la conciencia, como primera cuestión indispensable para todo lo ulterior en la ciencia de este objeto.
El primer paso para esto, consiste en librarse del prejuicio común de considerar por un lado el ser como aislado de los seres particulares; y la ciencia del ser, por consiguiente, separada, ante todo, de las demás ciencias.
Lo esencial que hallamos en todo objeto común, a todos se da en unidad de ser, no en el individuo concreto último sólo, ni como unidad formal a que esta realidad nada corresponde, ¿quién piensa como real la forma sin el fondo? No es posible pensar la unidad del ser como formal, sin que al par la pensemos como real.
Pero en la unidad del ser se distinguen esencialmente, el ser como principio, lo esencial que él sólo tiene, y en particular aplicación y determinación se da lo esencial en cada ser particular; de donde es el ser con todo lo esencial, como propia esfera de cosa y conocimiento, no disolviéndose lo esencial del ser en la esencia de los seres particulares, sino sosteniéndose para darse como en el último fondo de todas las cosas. Trayendo esto a nuestro objeto, tenemos que sobre la distinción, y con ella otra vez, y dando, principio para la distinción, es lo primero para la relación del derecho y lo finito en el derecho el derecho mismo, como el principio para todo lo que hay de común en toda la esfera del derecho. Es cuestión capital no sólo conocer el derecho como propio del hombre, ni aun del espíritu racional en sociedad, ni aun como de unos seres para con otros; si ha de ser la filosofía del derecho fiel a su objeto, ha de conocer el derecho como tal en todo lo que da a pensar su conocimiento.
Limitarse a considerar una de sus esferas sería contradictorio, pues no sería posible conocer lo particular, sino dentro del todo, por donde es, decíamos, la cuestión primera forman concepto del derecho; y esto reconociendo que es lo que a la sana razón común se anuncia como del derecho, para reconocer si es todo esto objetivo real.
Sí todo objeto de conocimiento particular se muestra como un sistema de elementos, ninguno de los cuales principia ni acaba en la esfera que indagamos; si es imposible penetrar la naturaleza del objeto particular sin ver la de los elementos que le constituyen, cuya resultante es este objeto; si esto no es exigencia exterior, como para que estén bien las cosas, sino que se halla así por verdad y certeza; aparece exigido que para el conocimiento del derecho, como ser particular, se penetre en todos los términos que constituyen su esencia, los cuales a su vez se descomponen, y así hasta llegar a lo irreducible. Penetrar y conocer el derecho a través de todos estos horizontes que gradualmente se van extendiendo ante la investigación, penetrar hasta la total idea, ¿qué es esto sino ahondar en el derecho mismo a través del objeto de la metafísica? Lo contrario es un perjuicio.
Es afirmación común entre los científicos que han escrito ensayos de filosofía del Derecho, que esta no puede comenzar como ciencia particular, sino deductivamente, esto es, desde el principio de la realidad. Dicen que no puede formarse el concepto del derecho sino en vista del principio real: empezar por fundar el derecho sin ver en lo que estriba, es fútil, y fútil cuanto de este se derive; pero lo visto en el pensamiento, como se deduzca del principio tendrá todo el valor que este tenga. Pero la realidad del principio, ¿quién la demuestra? Si todo objeto particular no puede ser reconocido como real sino en tanto que es mostrado y fundado en otro objeto particular, que ya nos es conocido, y por tanto, la verdad de todo ello pende de la demostración del último principio, es claro que toda la filosofía del Derecho formada deductivamente, queda en el aire hasta la demostración del principio mismo. Este es el sentido que viene reinando en esta ciencia con Hegel, Schelling, Fichte, Taparelli, etc., etcétera. Pero han errado al afirmar expresamente, como Hegel, o de un modo implícito como Taparelli, que la formación de toda filosofía no es posible sino por deducción, que no se puede formar sino desde la metafísica.
En esta dirección del pensamiento filosófico se olvida que no se da objeto alguno que no se halle en el yo, si se da el pensamiento; si fuera posible que hubiese términos de conocimiento que fuesen transitivos de mí, la investigación de tales objetos sería sólo posible desde la metafísica; lo cual equivaldría a negar la posibilidad del conocimiento tocante a ellos, pues ¿cómo reconocer un objeto del cual yo no tengo conciencia? No dice el principio acerca del objeto que es, sino que es necesario. No es posible llegar a la plenitud del conocimiento, sino sabiendo de qué se trata; si es desconocido para nosotros el objeto mismo demostrado, si de él, antes de la demostración, nada podemos decir, ¿cómo podremos afirmar que es? Si no supiéramos todos, por ejemplo, ya en la vida ordinaria, que hay derecho, como propiedad nuestra y que es orden que toca a la vida, ¿cómo fuera posible al llegar en la determinación del principio a la del derecho, reconocer que es como se piensa?
Yo podría llegar a reconocer que hay un organismo de esencias interiores que se condicionan y se necesitan; de aquí reconocería la condicionalidad universal que penetra la vida de la libertad y que tiene esfera propia y peculiar; pero todo esto, ¿cómo podríamos saber qué era lo que constituía la esencia del derecho, sin ser antes lo que este es en la conciencia, si no confrontáramos ese resultado con lo hallado en nosotros mismos?
De todo lo anterior se sigue la necesidad de comenzar la ciencia del derecho por una filosofía analítica del mismo, a partir del propio concepto del objeto, y este es no menos necesario para la formación posterior de la filosofía sintética.
Pero aquí ocurre la cuestión. ¿Cómo es posible formar el conocimiento del derecho antes de reconocerlo en el principio absoluto? ¿Cómo se puede conseguir este previo conocimiento, ya que sea de todo punto exigido, sin caer en un círculo vicioso?
El valor de esta dificultad es aparente, no tiene en la cosa realidad, y sólo para el sujeto que llega a ella por preocupaciones filosóficas se muestra como insoluble. Cuando se considera la metafísica en el concepto de la filosofía modernísima, a saber, como la ciencia que determina los primeros elementos, ya de la realidad, ya del conocimiento, a partir del principio absoluto, el cual es puesto sin preparación (Hegel, Schelling) ya por preparación crítica insuficiente (Kant); en tal concepto, la dificultad está en su lugar: si la metafísica fuera sólo sintética, en la cual el sujeto no tiene más que colocarse, en vista del principio, de un modo precipitado o con insuficiente preparación, en tal caso, decimos, no cabía solución para la dificultad que nos sale al encuentro, pero no es así; la metafísica no trata meramente de deducir, sino que antes trata de buscar el principio de todo. No hay ciencia verdadera, como sistema, sin que este principio sea hallado rigurosamente con caracteres de certeza convencible, no vale figurarnos que estamos ya en el principio como de un disparo, de un pistoletazo, según decía Hegel de Schelling, y es necesario ver que la metafísica, no es sólo la ciencia de la deducción del principio, sino de este mismo, y por tanto, importaba hallar su legitimidad, y esto no es posible, ni por un acto de voluntad, admitiendo una imposición, ni por sentimiento.
Según esto, la metafísica tiene dos distintos aspectos: dos capitales cuestiones, dos procesos; el primero consiste en elevarse al principio que reconocemos necesario, pero que no se nos da como sabido; mas si lo que buscamos es que ese principio, cuando sea visto sea con seguridad de ser verdadero, fuerza será también moverse desde un punto de partida también seguro, y este necesita ser de verdad y certeza inmediata. ¿Qué es lo que inmediatamente sabemos con seguridad de ser tal como aparece en la conciencia? Nuestra propia realidad, sin duda el yo que se ha dicho, en el cual el que piensa y lo pensado son lo mismo, con inmediata identidad absolutamente.
Pero hemos visto antes que en todo objeto particular como el derecho lo metafísico, lo esencial no es algo pegadizo, sino el fondo del objeto mismo, es decir, que en todo objeto particular cabe renovar la cuestión metafísica; así cabe decir del derecho, ¿es algo en sí algo real? Y conforme a lo que acabamos de ver, no es preciso ni valdría recurrir a un principio que ahora sería hipotético, sino considerar el derecho en la esfera analítica ante nosotros en la conciencia, como parte de nuestra propia realidad.
El resultado de nuestra investigación no tendrá mayor valor, pero tampoco menor que este; que es lo que en nosotros mismos hallamos como de derecho, no por pensarlo, sino por serlo nosotros, y el concepto que consigamos no será arbitraria idealidad, y ni aun sólo la idea que necesariamente se forma del derecho, sino el concepto de lo que el derecho es por haberlo visto tal como en su realidad es en nosotros. No se agota con esto la ciencia filosófica del derecho, ni es más que su cuestión primera; pero nuestro tema no nos exige, ni nos permite pasar de aquí; por lo cual nos abstenemos de exponer los límites necesarios de la parte analítica de nuestra ciencia y el complemento que es exigido hallar en la parte sintética y constructiva. A nuestro propósito basta el haber fijado que la determinación del concepto del derecho es la primera cuestión de la analítica de la filosofía del derecho, sin cuya determinación la ciencia real no podría dar otro paso en firme.
Respecto de la segunda cuestión, que comprende el enunciado del tema, sólo diremos que es ya de las ulteriores, pues se refiere a las relaciones de dos conceptos, y su materia común a la ciencia del derecho y a la ciencia de la moralidad, necesita ser tratada en capítulo aparte.
No hemos querido embarazar el desarrollo de nuestra análisis del concepto del derecho con referencia a escuelas distintas de filosofía del derecho; en rigor, esta consideración histórico-crítica estaba fuera de nuestro tema, pero le hemos consagrado un capítulo complementario, tanto por seguir la tendencia hoy generalizada de dilucidar las cuestiones filosóficas en el terreno de su historia, cuanto porque el breve examen de ajenas ideas nos prestará ocasión de abordar objeciones y puntos de vista contrarios al nuestro, ocasión que no se presenta necesariamente en la determinación analítica directa del concepto en la conciencia.
Capítulo II
Determinación del concepto del derecho
Llegamos al análisis del objeto propuesto para la reflexión en las condiciones racionales que pide la investigación, si ha de ser provechosa.
No es demostrable, porque es de vista directa, la realidad de nuestro ser como sabida, no en pensamiento, por pura idealidad, sino por ser en ella juntamente pensándola y siéndola; cierto es que también al pensamiento, por medio del discurso puede traérsele a la necesidad lógica de reconocer que el pensar antes que otra cosa es ser, y que la oposición de ser a pensar es interior en el ser mismo; mas esta necesidad lógica, como tal, se funda en principios que quedarían como supuestos e indemostrables según pretendió Kant, si a su vez no se apoyaran como punto de partida en la experiencia directa inmediata del testimonio de nuestra conciencia, que no sabe de la unidad de ser y pensar en absoluto, con convicción invencible, por deducciones lógicas de un principio, sino por vista inmediata, en sí propia.
Para llegar a la conciencia de algo determinado en el ser que inmediatamente se nos presenta como sabido, por ser nosotros mismos, interiormente en el ser opuestos a él desde este punto en que aparecemos como sujetos, no es preciso que temporalmente preceda la conciencia del ser antes de toda determinación, pues esta conciencia del ser se da necesariamente total en cada determinación de la conciencia; como que es en todo caso el último fondo y lo que da su esencia a la determinación misma; que nada real es que no sea, ante todo, del ser; el ser concebido de otro modo nos llevaría al substractum que llega a confundirse con la nada y en Hegel se formula afirmando la identidad de ambos.
Fundado en esto, que es evidente por ser de inmediata conciencia en la realidad propia, desde el derecho podemos afirmar su realidad esencial, sin necesidad de recurrir a otra determinación, que no tendría superior ni más inmediata realidad, ni menos a lo indeterminado que, como tal, es abstracto, y significando el ser por completo y sin que reste nada de él, se presenta en la conciencia del derecho como algo determinado del ser mismo.- Así, pues, cada cual puede, sin temor de tener que dar un paso atrás, decir «yo me sé como ser de derecho, y no por pensarlo, sino por serlo».
Pero el derecho en mí, ¿es algo de lo que yo soy en mi unidad, esencia sin la cual nada de lo que es en mí sería?, o ¿es más bien propiedad que en lo esencial se funda suponiéndolo para ser predicado suyo? En este punto cada cual halla que es ser de derecho, pero no que su ser es el derecho; de otro modo, el derecho es en mí una propiedad. Pero aquí se advierte (no a la conciencia, que harto lo sabe, sino a la preocupación subjetiva) que propiedad no significa algo postizo y que de fuera se exige para aplicarlo a la esencia. De ser así, despojada la esencia de todas sus propiedades, mediante la supuesta abstracción, ¿qué le quedaría? Nada, pues lo que le pudiera quedar sería también una propiedad. Pero si la esencia sin propiedades no existe es una abstracción; será por eso un mero agregado de propiedades? Nótese que esto es lo primero que acabamos de ver como imposible; no es posible esencia sin propiedades; de donde sacamos para nuestro objeto que el derecho, sin ser la esencia, es de la esencia, y como tal lo hallamos en nosotros mismos: debiendo notar que directamente, y no por estos rodeos a que nos lleva el discurso, el que se afirma en su conciencia como ser de derecho, sabe, sin más, que este es esencial, aunque ignore el cómo.
Pero, ¿qué propiedad es la del derecho? No es propiedad particular de tal o cual esfera de mi ser, o facultad, que dice la psicología vulgar; yo no digo que soy ser de derecho porque pienso, y en la esfera de la inteligencia exclusivamente, ni hallo que mi derecho se concrete a mi voluntad, ni a nada particular en mí, sino que en todo lo que soy afirmo que soy de derecho; no hallo el derecho sólo por su idea, ni por sentirlo, ni por quererlo, sino que por todo mi ser y en todas sus determinaciones encuentro el derecho como algo de la realidad que soy.
Pero, si de todo lo que soy puedo decir que lo soy de derecho, en nada de mi ser hallo que el derecho en ello se agote, sino que necesito, para ser, ser al par en algo otro; es decir, que hallo el derecho siempre como propiedad de relación; la cual no consiste en un como puente que va de un término al otro para que se comuniquen; la relación entre dos términos jamás supone una tercera esencia que para comunicarse con las puestas a la relación necesitaría a su vez otro puente, otra esencia, y esta otra, y así hasta lo infinito; la relación si es algo, es de la esencia común de los términos; sólo entre términos que en algo son comunes puede haber relación. Así, al decir que el derecho es propiedad de relación, no negamos lo ya visto, a saber: su esencialidad en la propia conciencia, sino que determinando más su naturaleza vemos que consiste en algo común a términos distintos, esencial en uno y en otro.
Mas la conciencia que no va por estos pasos contados, ni procede por abstracciones como hasta cierto limite es necesario, sirviéndose del lenguaje para la comunicación con otras inteligencias; la conciencia no se para un punto a considerar como propiedad de relación el derecho, sino que necesita determinar qué relación es esta, es decir, en qué consiste la comunidad de esencia de los términos y cómo afecta a cada uno, y se ve que la relación jurídica es de condicionalidad.
Hallamos en nuestra conciencia que todo lo que en ella determinadamente nos es presente, y su propia unidad (el yo que se ha dicho) no es aisladamente, ni halla en sí su propio fundamento, ni agota la realidad; de otro modo, juntamente con la conciencia de nuestro ser tenemos la del límite, y tan esencial en la conciencia misma como cualquiera otra de sus determinaciones.
No se confunda esto, como el sujeto preocupado hace con frecuencia, con la consideración abstracta del yo finito y como finito anterior en la conciencia a toda otra determinación, y en consecuencia punto de partida para la ciencia. A primera vista podrá parecer que el considerar la conciencia del límite como directa, visto en la realidad misma de nuestro ser, implica el concepto abstracto del yo finito como primer acto de la conciencia: este es el escollo en que temen estrellarse muchos pensadores que, de traspasar ese concepto de finitud ya creen que van a caer en el panteísmo. Y, sin embargo, basta con prestar atención a la propia conciencia para distinguir aquí lo que en sí es distinto y se ofrece en la esencia sin esa dificultad creada como su sombra, por el sujeto, pero que de la realidad no es, ni podría ser. El que piensa hallar la finitud del yo como primer acto de la conciencia, no la consulta rectamente, sino que trae a ella desde la inteligencia discursiva, un concepto que aquí todavía no es abstracto. La finitud es algo negativa, y la conciencia de la realidad en nosotros mismos no puede comenzar por la negación. ¿Negación de qué?, será de algo de realidad, luego la realidad se supone, y la conciencia de la realidad implícitamente se afirma al afirmar el yo finito. Lo primero que afirma el yo en su conciencia es su realidad: para afirmarse como yo finito necesita afirmarse como yo, reconocerse como tal en la realidad en que es, y para decir yo este necesita trazar un límite en la realidad en que se reconoce; es más, el sujeto no hablaría de yo finito, si no fuera en referencia a algo que conoce como fuera de sí; si no lo reconociera (el modo no importa ahora) no hablaría de un yo finito, como supuesto de un más allá, su yo sería toda la realidad pensable y toda la realidad para él, por donde se ve que esa conciencia negativa del yo (en cuanto se queda en lo finito) sólo es posible después de la conciencia directa de la realidad.
Mas, por todo lo dicho, la conciencia de la propia finitud del límite, ¿es pura abstracción? No; es abstracción el darle un valor que no tiene, el considerarla como lo primero y necesario para toda otra conciencia; pero en su propio lugar sin darle sobrestema, la conciencia del límite es directa, real, se halla en nuestra esencia y prueba de ello sería, (si la conciencia necesitase de otro testimonio que el propio) el error mismo que acabamos de combatir, la consideración del yo finito como punto de partida.
Veamos ahora qué es lo que del límite nos dice la conciencia, porque es término integrante en la condicionalidad a cuya determinación llegábamos.
Aunque el yo como finito no es lo primero en la conciencia, ni en cuanto fundamento ni como punto de partida, sin embargo, sin tal pretensión, sino sólo como realidad vista en la conciencia es tan inmediato en ella como todo lo demás el verse en el límite; claro es que la conciencia nada puede ver fuera de sí; y si habla de lo otro es en cuanto al fundamento sólo en supuesto, pero en cuanto opuesto a la propia conciencia, que es en ella el límite sabiéndolo con carácter de realidad. Ahora bien, yo soy condicionado y a la vez condicionante, pues hallo la realidad en mi conciencia, no como empezando ni concluyendo en ella, sino fundada en lo otro que yo, como este que me sé limitado. Al no hallar en mí la realidad, al no tener la conciencia de mi ser como el absoluto, reconozco en mí la condicionalidad. Sea lo que quiera la realidad fuera de mí, yo me hallo con conciencia de realidad, no por pensarlo, condicionado en mi ser como limitado, y en mi actividad como limitada también, pendiente de lo otro que yo de lo cual yo me sé, en lo que es posible en mí mismo, en cuanto me afecta poniéndome la condición. Mas yo hallo también mi actividad como condicionante, esto es, obrando con atención a algo que excede de mí, y de lo cual yo también tengo conciencia en el límite, esto es, en lo que es posible, en la relación de lo otro a mí, que por mi parte, como un término se determina en la condición que presto, o son para algo que de mí excede.
Mas esta dependencia y esta condicionalidad que, tratándose de lo otro que yo, sólo parcialmente, en un término de los puestos en relación conozco (por trascender el otro de mi propia conciencia, como tal término contrario, aunque de él sé por la relación) dentro de mi misma conciencia, atendiendo a mi propia esencia y sus distinciones, en lo que unas de otras dependen, la hallo con verdad absoluta en los términos y en la relación. De todo lo que yo hallo como variedad de mi propia unidad, inmediatamente sabido en conciencia, como la unidad misma, digo que lo soy de derecho, según hemos visto, y esta variedad que hallo en relación de condicionalidad con lo que de mí trasciende, también lo está respecto de mi propia unidad al todo que yo soy y aun de parte a parte. De esta condicionalidad interna se origina la esfera total del derecho inmanente, hoy casi desconocida, y cuya consideración arroja tanta luz sobre las relaciones de la moral y el derecho, según se tratará en lugar oportuno.
Siguiendo nuestra análisis de la condicionalidad inmanente, la vemos bien clara ante todo en una relación que participa de lo trascendente y lo inmanente, en la relación de lo que llamamos espíritu, en nosotros mismos, a lo que llamamos cuerpo. El espíritu, la conciencia íntima inmediata, sabe del cuerpo que es con él uno, y aunque no íntimo de la totalidad de su esencia natural, lo es de su ser, por ser uno con él, y hallarlo en la propia conciencia como lo no visto íntimamente; el cuerpo se ve en la conciencia, pero en ella no es el que ve. Pues el espíritu sabe que condiciona en parte al cuerpo, y que en parte el propio es condicionado por el cuerpo. A más de esto, dentro de la íntima conciencia, de facultad a facultad halla el espíritu que las unas condicionan a las otras, que cada una condiciona al todo y que este las condiciona a ellas a todas y a cada una.
Inmediatamente se nota que de toda condicionalidad no decimos que sea derecho, sino que se refiere este a la condicionalidad de actividad. Mientras se hable sólo de ser condicionado, como es todo ser, sin referir esta condicionalidad a la actividad, nadie piensa que pueda tratarse de derecho. Si yo, para ser, necesito ser dentro de algo otro que es absoluto y en cuyo ser y sólo por él, el ser que yo soy se mantiene, no hablaré de derecho, mientras sólo en esto me detenga, pues que nada digo de la actividad del ser que me condiciona y nadie puede pensar, aunque haga esfuerzos para conseguirlo, una relación jurídica en que no exista actividad por parte del ser que condiciona respecto al fin del ser condicionado. Todo ser se desenvuelve en serie sucesiva de momentos que, sin negar su eternidad, antes haciéndola posible, son la forma en que se realiza la esencia del ser mismo; esta es su existencia, y a la determinación concreta de la esencia en la existencia, al modo propio de su naturaleza, de cada ser puesto en el último límite, se la denomina actividad; esto pensamos necesariamente no por imposición, siendo aquí precisas estas aclaraciones, no para traer a la conciencia al conocimiento de todo lo dicho, sino para ajustar las palabras que usamos a su propio significado.
Nadie pensará de otro modo la actividad ni podrá figurarse la determinación de la existencia de otro modo que en serie de estados que no pueden coexistir, por estar puesta toda la esencia en cada uno de ellos, según su propio tiempo. De esto, que es la actividad, predicamos el derecho, no sin ella, y no es preciso insistir, pues no es esta categoría de la actividad de las que niegan el derecho algunas escuelas.
Y el derecho, ¿se dice de toda clase de actividad? Aquí sí que encontraremos a las escuelas en controversia inacabable; pero a su tiempo veremos lo que dicen: por ahora, nuestro plan nos limita al horizonte en esto sentido, haciéndonos volver los ojos a la propia conciencia, libre de preocupación escolástica. La actividad es el desarrollo de las propias fuerzas de la esencia en serie de estados, dijimos; pero este desenvolvimiento puede ser conforme a la ley misma del desarrollo o contrario a la ley; no será nunca en absoluto la actividad contraria a la esencia de los seres, pues contra la naturaleza propia, claro es que ningún ser puede desenvolverse, fuera de las cualidades inherentes a esa naturaleza; pero eso que pensamos (y sólo esto queremos decir en toda la presente investigación) como ley de la actividad tiene por fundamento el ser el desenvolvimiento de la actividad para un fin, que no está puesto a lo último, como la meta de una carrera, aunque así lo piensen algunos, influidos por el significado vulgar de la palabra fin, sino que es, en suma, lo mejor y más oportuno de lo que puede ser en cada momento el objeto de cuya actividad se trata. La potencialidad de cada objeto al hacerse efectiva en cada punto, conforme a lo exigido para aquel caso, como lo más adecuado y pertinente, decimos que se realiza, y siendo en tales condiciones, que es su bien lo que realiza. ¿Diremos que es de derecho toda actividad? De ningún modo, y sólo pensamos como tal la adecuada a este concepto del bien; es decir, a la realización de la virtualidad natural del objeto, según racionalmente es exigida en cada caso.
No es de este lugar estudiar cuál es el bien de los seres, y qué elementos es necesario considerar para determinar su naturaleza; pero sí conviene notar que el bien de cada objeto no es un bien abstracto, como el egoísmo en los seres racionales, y en los otros como un reflejo de ese egoísmo, sino que se considera antes el ser como uno, y luego en la variedad armónicamente relacionados, con relaciones omnilaterales, todos los seres finitos; es necesario pensar el bien de cada ser en sus relaciones con los otros, y será el bien en cada punto para cada objeto la realización de su esencia de modo que se manifieste siendo todo lo que debe ser para los fines de todos los seres como para el suyo propio.
En la condicionalidad de que antes tratábamos se halla esta ley del bien, exigida y comprendida en parte. En cuanto se acierta a mirar el bien como realización de la propia naturaleza, no con preocupación egoísta, se ve que ha de consistir en realizar todo el contenido de la esencia exigido en el caso, tanto para. cumplir con el propio destino del objeto en sí, cuanto para poner en la relación con los demás seres todo lo que de él se espera como condicionante de los otros. Todo esto lo pensamos; y de nosotros mismos, en todo lo que somos en la conciencia, lo afirmamos como cierto por ser inmediatamente sabido; que dicho está el valor y el alcance que se da a la investigación presente, con la diferencia de pensar así todos necesariamente respecto de lo que trasciende de cada cual, y saberlo con íntima certeza en lo que es de la propia conciencia.
Tenemos hasta aquí averiguado qué es el derecho en nosotros, y con necesidad pensado así para todo, una relación de condicionalidad que mira a la actividad y a la actividad para el bien.
El día en que la esfera del derecho inmanente sea por todos reconocida, será, aun en las contiendas de escuela, imposible negar la cualidad del bien al derecho. Mas, de todos modos, para la conciencia esta nota es indispensable; y ya el sentido común nos dice lo mismo, en sentimiento y en pensamiento; que del mal nadie puede hacer título de justicia, porque, ante todo, el mal es para daño de alguno, es mal para el que lo hace, y la noción de armonía, de condicionalidad, y todas, en fin, las que implica el derecho desaparecen en arrancándole la nota del bien, que es indispensable.
Otra idea que necesitamos tener en cuenta para la determinación del concepto del derecho, y que ocurre considerar aquí en la relación de bien, finalidad y condicionalidad, es la de utilidad.
Hemos visto que, no toda condicionalidad es de derecho, sino que ha de ser de actividad, y en esta actividad para un fin, y un fin bueno; pero, aclarando más la relación del derecho, nos encontramos con que la condicionalidad jurídica es la de medio a fin, que implica la actividad, que pertenece a la finalidad, y que ha de ser para el bien: el bien, considerado en la relación de medio a fin, es lo que llamamos utilidad.
Nunca pensamos el derecho sino como la prestación de algo que sirve para el cumplimiento de un fin, y así decimos derecho solamente de lo útil, sin que se nos ocurra pensar relación jurídica que no sea de utilidad.
Tienen en esto razón las escuelas que han proclamado y proclaman que el derecho cae dentro de la esfera de la utilidad, y de aquí la gran enseñanza que existe en las obras de Bentham, pero se equivocan en su exclusivismo; y así como no todo lo que se dice del bien se dice del derecho, no toda la esfera de la utilidad se reduce al derecho, ni este consta de esta sola propiedad más las anteriores, pues el derecho es lo útil en combinación única con otros elementos que seguiremos determinado.
Acabamos de hablar de prestación, y esta es, en efecto, otra nota necesaria para que el derecho aparezca. Toda relación de medio a fin es utilitaria, pero no es jurídica si el medio no está puesto o prestado por una actividad que lo aplica en vista del fin. Útil puede ser una cosa en sí misma, sin que en esto pueda vislumbrarse el derecho; así, la salud es útil para la vida del cuerpo, pero nadie atribuye al derecho la salud; útiles son también hechos que van de un ser a otro, sirviendo el primero de medio para fin de segundo; así la lluvia es útil para el crecimiento de los frutos, pero este tampoco es fenómeno que pueda llamarse jurídico, a lo menos considerado meramente como fenómeno natural en que a ninguna fuerza consciente y responsable se atiende.
Sólo cuando aparece la prestación, cuando el medio es aplicado al fin por una actividad capaz de comprender lo que pide la naturaleza del objeto y como es posible aplicarle el medio adecuado, se dice que la relación de utilidad es jurídica. Tenemos aquí ya, por una parte, un ser de fines, necesario para que el derecho exista, y un ser que pone el medio racionalmente, con conocimiento del fin y de la relación del medio al fin: en cuanto al medio puede ser objeto o acto que en el mismo ser de la prestación se encierra, o que estando fuera de él se halla bajo su acción, ya en la naturaleza, ya en otra persona, ya en el mismo ser de los fines, como cuando hablamos del derecho a la educación del hijo que el padre le debe y cuyo medio en lo principal radica en el hijo mismo, que es el ser del fin. Para la relación jurídica en este primer momento de su consideración, el medio puede ser colocado como de parte del ser que pone la prestación, del condicionante, pues aunque la materia puede estar fuera de él y aun el acto directo, habrá siempre otro acto suyo que determine la adaptación del medio al fin.
Aquí aparece la más radical diferencia que nos separa en este análisis del derecho en la conciencia, auxiliado y acrisolado por el sentido común si se le consulta [directamente] del sentido predominante en las escuelas. Colocados ya frente a frente el ser de las prestaciones, el condicionante y el ser de los fines, el condicionado, casi todas las escuelas; todas las clásicas, sin duda, admiten que el ser que llamamos aquí de las prestaciones el obligado y condicionante, tiene que ser racional, pues para comprender la existencia del fin, la existencia del medio pendiente [de la] propia actividad, la relación del medio al fin y al deber de la prestación, racional se necesita ser, y en esto no es posible discusión, pues repugna a la sana razón común la teoría de la imputabilidad que sostienen Stuart Mill y Tyndall.
Pero a más de racional nos dice la conciencia a todos que el ser de las prestaciones ha de ser libre, y no se piensa en exigir actos jurídicos, ni a los animales ni a los que, esencialmente racionales, no pueden usar libremente de sus facultades; y así al loco, al niño, al forzado, no se les exige responsabilidad.
La libertad, en cuyo concepto van implícitas la razón y la personalidad, pues sólo es libre el ser que por sí piensa y obra, es otro elemento necesario del derecho, pero -y aquí entra la radical división a que aludíamos-, esta libertad, ¿necesita existir en el ser de los fines lo mismo que en el de las prestaciones? Preciso es confesar que la mayor parte de las escuelas así lo comprenden, y es que se encierran por el predominio que en el estudio del derecho tiene la rama que más nos interesa, la del derecho en la sociedad humana en una esfera determinada, sin abarcar todo lo que el mundo jurídico abarca, que es, como la conciencia y el sentido común religioso y jurídico de consuno aprueban, el Universo entero; y aun más, pues en el derecho entra lo absoluto en la relación a lo finito, en el derecho divino. La misma ley, obligada por el gran poder del sentido general, no maleado por influencias escolásticas, reconoce derechos en que la personalidad sólo se halla en el ser de las prestaciones; así el loco, ni goza de razón, ni goza de libertad, ni es personalidad que por sí propia se determina; y sin embargo, y a pesar de la decantada reciprocidad del derecho, la ley no le niega el suyo, y antes le hace delicadamente objeto de preferente y escrupulosa atención; y lo mismo sucede con el derecho de los infantes, y aun con el de los póstumos que ni viven siquiera, y por lo que informe y misteriosamente son en el claustro materno, la ley los atiende y hace sagrado su derecho.
Y no hay que hablar de personalidad supuesta, porque en muchos casos es definitiva la pérdida de tal personalidad o no hay esperanza de que llegue a existir, y la reciprocidad que abstractamente se quiere suponer queda por lo tanto anulada.
Todo esto lo decimos como en digresión que creemos oportuna, por ser esta una de las preocupaciones más arraigadas respecto del derecho; por lo demás, en el examen directo que venimos haciendo del concepto, objeto de nuestro estudio, semejantes objeciones no nos salen al paso. El derecho hemos visto que consiste en la relación y no radica, como también piensa el subjetivismo escolástico, en uno de los términos, el de los fines; por eso el elemento racional que necesita ha de existir en toda relación de derecho, hasta que se halle en aquel término que lo pone en la relación, en el término activo, el ser de las prestaciones; pues al término, para el cual es el derecho, le basta con ser, que no hay ser que no tenga un fin; y con tenerlo nada más puede exigirse para que en él exista el derecho. Cualquier derecho que en nosotros queramos suponer, ¿lo tendremos porque lo queramos, porque lo sepamos, o aunque no lo queramos ni lo sepamos? A la conciencia no se le ocurre dudar esto, el derecho en absoluto no se puede renunciar, y cuando se trata de derechos renunciables se habla de modos de la relación jurídica que en el comercio humano pueden trasformarse con la vida misma, para la cual se da el derecho, como la fuerza física que jamás se agota, a pesar de sus transformaciones infinitas; en tales casos no se renuncia al derecho, sino que se tiene derecho a cambiar el modo de la relación, y esto, como todo derecho, para fines racionales; ¿quién dirá, por ejemplo, que puede renunciar el derecho de su dignidad, de su vida, de su propio derecho, pues también hay derecho para el derecho? ¿En qué derecho podrá fundarse el que pretendiera renunciar al derecho mismo? Y si la voluntad contraria al derecho -dado que exista- no puede anularlo, ¿podrá hacerlo desaparecer su desconocimiento? En los ejemplos puestos se halla que la ley no lo ve así, pues que al incapaz de conocer y querer su derecho se le reconoce y se le garantiza, y además de esto, en las continuas contiendas de carácter civil en que las partes van a buscar la aclaración y declaración del derecho, al que lo tiene se le reconoce, por más que él lo ignore al presentarse ante el juez; y en la historia de los pueblos las instituciones, las razas o los individuos que han vivido supeditados, víctimas de la injusticia, aunque quizá ignorasen el valor de su desgracia, o quizá se conformaran con ella, el filósofo les reconoce su derecho a la emancipación; y así los esclavos de hoy que no quieren la esclavitud y protestan en nombre de su derecho, no son más hombres ni más dignos de la libertad que sus padres, que sufrieron ignorantes y en silencio las cadenas.
Pero lo más fuerte de la preocupación está en no reconocer en los seres no humanos el derecho, y es siempre por considerar este de parte sólo de un término, del ser de los fines.
Si reconocemos que en todo lo creado existe la dignidad de la creación, el valor real y realmente sagrado de ser obra divina, para los creyentes en un Dios Creador, o de ser realidad sustantiva para todas; si no hay nada que no tenga un fin propio, si todo puede ser bueno; lo que es más, consideramos al hombre obligado a extender el bien a todas las esferas de la actividad, y a obrar en justicia en toda acción, y a no maltratar inútilmente a los animales, ni estropear destruyéndola o afeándola, por pura malicia, la obra de la naturaleza, ¿por qué no reconocer el derecho en todo ser que tenga un fin, que son todos los seres? Si sólo se exige esta finalidad en el ser para ser de derecho, como ya hemos [visto, en] la conciencia, ¿qué inconveniente habrá en admitir que la obligación jurídica en los seres racionales se refiere al fin de todas las cosas, no sólo al fin de aquellos seres capaces de reciprocidad y de volver el mismo servicio?
¿A qué la reciprocidad? Parece que se exige como pago, posible por lo menos, de un servicio, parece que se exige en ley de la justicia el interés, el egoísmo. ¿Quedo yo libre de cumplir mis deberes para con otro porque este deje de cumplir los suyos para conmigo? Si se dice que sí, se cae en la teoría del pacto, se afirma implícitamente que depende la obligación jurídica de la contratación y que todo derecho, como el pactado, queda nulo desde que deja de cumplirse por una de las partes lo estipulado.
Tampoco es necesaria toda esta larga argumentación para la análisis del concepto del derecho, aunque sí para vencer la más honda y radical preocupación, que tiene a muchas escuelas alejadas del concepto real del derecho.
Para nosotros, que, atendiendo directamente al dictado de la conciencia, habíamos llegado en la determinación del concepto del derecho a distinguir de un lado el ser de los fines, y de otro el de las prestaciones, es claro el lugar que ocupa la libertad en el derecho; es elemento esencial, pero como necesario para la actividad racional del ser que ha de poner la prestación para el cumplimiento del fin.
Lo que en necesidad de pensamiento hallamos para todo derecho, es decir, para toda esfera de derecho, en nosotros mismos lo hallamos sabido en la realidad de serlo. Y así, en el ejemplo que arriba poníamos de nuestra relación de espíritu a cuerpo, por lo que al derecho toca, yo me sé, como ser de conciencia, obligado a poner todos los medios dependientes de mi libertad para la educación, conservación y desarrollo de mi cuerpo, de cuyo derecho no dudo, por más que sepa yo que mi cuerpo no tiene conciencia de sí; pero yo mismo abogo por su derecho, como la razón aboga por el derecho de todas las cosas, de todos los cuerpos.
Hemos llegado al punto de nuestro análisis, en que la idea del derecho, y en la conciencia su realidad, se muestran sin que ninguna otra nota nueva pueda servirnos: de los elementos hallados consta el derecho, en su concepto, y toda otra cualidad podrá ser peculiar de algún derecho especial, no del derecho en sí, sino del derecho determinado para tal o cual esfera de la vida; a la idea general nada puede añadírsele.
Todo lo que reúna las notas halladas y al modo de que las hemos determinado, será, sin más de derecho, sin que pueda denominarse tal, si una sola de ellas le falta.
Ahora, sin pretender definir con palabras insustituibles el derecho, su concepto racional, ni juzgar que el camino por nosotros seguido en la investigación, sea de todo punto, hasta en la forma el necesario, podemos, reuniendo las propiedades aducidas, decir que el derecho es, para nuestro concepto, el que en conciencia formamos, no por idealidad, sino por realidad inmediata en la conciencia misma, propiedad de relación que consiste en la condicionalidad de los fines naturales de todo ser, en cuanto dependen de la actividad racional y libre.
Terminada aquí la indagación analítica del concepto del derecho, debemos insistir en reconocer a todo lo indagado un valor real, pero de realidad en la conciencia como resultado de la reflexión analítica, sin propasarnos a afirmar que el derecho sea lo que pensamos, también fuera de nosotros. El límite de nuestro estudio en esta parte está señalado por el enunciado mismo del tema; se trata de determinar el concepto del derecho, no de afirmar cuál sea, bajo el fundamento seguro evidente de toda la realidad, inmanente, trascendente, la naturaleza del derecho en sí. Pero aunque a esto no llegamos, sí tenemos camino para ello; pues en lo que se refiere a pensarlo, es evidente que así lo pensamos; y en nosotros mismos nos sabemos siendo seres de derecho por esta manera, y necesitando que algo en la realidad exterior responda a esta relación en que nosotros nos hallamos como términos.
Según lo visto en otra parte, para llegar al fundamento del derecho no hay otro camino que comenzar por la análisis de su concepto, y como esto se haga en firme, sin dejar atrás nada en cuanto a su valor real y científico es todo lo que se puede pedir; pues el no cerrarse y concluir en este punto la ciencia, sólo puede parecer deficiencia de la investigación a quien ponga en olvido o desestime el natural sistema en que la ciencia misma se construye. La definición del derecho en el fundamento de toda realidad es el objeto de la ciencia toda de la filosofía del derecho, y formar el concepto del derecho es el punto de partida; la definición es la última verdad de la filosofía analítica del derecho que da principio a la sintética. No es esto de nuestra incumbencia: se nos pide el concepto del derecho en todo el valor real que, como tal concepto puede tener, sin que sea uno entre muchos, sin más valor que el ser pensado, sino que es pensado porque se impone a la conciencia, porque esta le halla en sí, no por pensarlo, sino porque sabe de sí que en ella es el derecho tal como lo piensa.
Pero, el concepto del derecho que hemos hallado, ¿es admitido por todos? Cierto que no, si atendemos a las construcciones escolásticas de la filosofía del derecho. Pero, si prescindiendo de las teorías formadas, subjetivamente, nos fijamos en lo que el sentido común juzga como de derecho, veremos que concuerda con lo que resulta de la investigación anterior. Así, mientras han existido y existen pensadores que sostienen que la característica del derecho está en la coacción, que no hay derecho que no sea coercible, el sano sentido común reconoce injusticias en las intenciones, y no dirá que cumple con el derecho, que es justo el hombre que por ser cohibido da lo que debe, ni el que por medio de engaño logra burlar la ley, el cual, a pesar de que la coacción se hace imposible para él, sigue siendo injusto, faltando al derecho a los ojos de todos. Es más, según ya vimos, existe una esfera de derecho en que nada trasciende al exterior (directamente) que es la esfera del derecho inmanente, en que cada cual es juez de sí mismo, con su conciencia; así existe la frase vulgar hazle justicia, así los personajes más vulgares de Shakespeare dicen con frecuencia «bribón, manda que te ahorquen», y así existe un sagrado respeto a las intenciones en que es naturalmente imposible la coacción, y aun imposible el conocimiento de las determinaciones para todos menos para la propia conciencia.
En la parte inmediata de nuestro trabajo examinaremos, al tratar de las relaciones del derecho y la moralidad, el punto del derecho coercitivo más detenidamente. Y respecto de otras muchas objeciones que las distintas escuelas pueden presentar al concepto expuesto, creemos que será lugar oportuno de abordarlas la parte histórica, con que a manera de apéndice damos fin al estudio presente.
El capítulo que aquí terminamos no debe, conforme a nuestro plan, extenderse más allá de los límites de la indagación analítica, en que hemos hallado el concepto del derecho.
Capítulo III
Relaciones del concepto del derecho con el de la moralidad
Con las ciencias propias de cada elemento de los que entran a componer el concepto del derecho se ha ido confundiendo la ciencia de este por diferentes pensadores que se fijaron en tal o cual término, poniendo en olvido los demás, todos integrantes. Así, la escuela utilitaria, principalmente representada por Bentham, reconociendo, muy legítimamente, que el derecho es útil, dijo que era su ciencia propia la de la utilidad y esta su cualidad característica. Pero el utilitarismo olvidaba, según dejamos advertido, que el derecho no es utilidad sólo, sino que es esta propiedad en combinación con otras, y así es una especie de utilidad dentro del género que la utilidad misma.
Otra doctrina, que también pudiera confundirse con la del derecho, según el concepto expuesto, es la de la habilidad o del arte, adaptación del medio al fin, pues hemos visto que en el derecho también se trata de esta relación, pero es, asimismo, con un carácter especial que lo hace relacionarse con la ciencia del arte sin duda, pero no ser ella misma, como con un sentido parcial, pretende el conocido economista francés que citábamos en la introducción.
En la historia de la filosofía del derecho no ha sido ninguna de estas ciencias (que en su aspecto general están por formar) las que más veces se han confundido con el derecho, sino otra, la de la moralidad, que otros en cambio, abstractamente, han separado de la esfera jurídica.
La distinción entre la moralidad y el derecho ha venido siendo, y aun es hoy, la cuestión más debatida entre todas las de estas ciencias.
Según el más corriente sentido, hay en todo lo que mira a la utilidad algo que se considera opuesto a la moralidad, en la que todo es desinterés, mientras que a la utilidad se le supone interesada; y se ha creído ver en el derecho una esfera intermedia, ser útil, sin degradarse, y al mismo tiempo moral. De considerar así el derecho, como un punto medio, han venido en la historia de su filosofía interminables discusiones, no estériles, por cierto; pues, a partir de la indiferencia de la filosofía griega en este punto concreto, se ha llegado a los términos que hoy presenta la cuestión, que suponen un gran adelanto en el sentido del derecho y en el de sus relaciones con la moralidad. En una brevísima mirada dirigida a la historia veremos esto; reseña que nos servirá (como la hecha en la introducción) para ponernos en la corriente del debate filosófico y aplicar oportunamente la que a nosotros nos parece solución verdadera.
En el mundo antiguo la cuestión, que ya existía, era tratada por el pueblo griego superficialmente, porque se consideraba el derecho desde un punto de vista que Sthall llama objetivo, para nosotros impropiamente, pero significando lo que para los más es la palabra. El concepto del derecho del pueblo griego se impone a sus más grandes pensadores, y a pesar de la diversidad de escuelas, es igual en el Fedón de Platón, que en Aristóteles, que en Epicuro, es la connivencia de intereses en que, al realizarse el fin de todos en conjunto, se realiza el de cada uno. Desde el momento en que el hombre fue considerado como miembro de ese todo, que era entonces el ideal del derecho, ya nada le quedaba fuera de la sociedad, ningún fin que cultivar por sí mismo Este criterio fue conservado y desenvuelto por el pueblo romano, que lo llevó en sus leyes a un mecanismo tan material, que con razón se ha dicho que era aquel un derecho de piedra.
Mas entonces aparece el cristianismo, y, en parte, por su naturaleza esencial, en parte por las circunstancias históricas, por la época que con él se abre, se ve obligado a rechazar ese concepto del derecho, según el cual la sociedad lo es todo y el individuo nada. El cristianismo representaba el principio contrario; contra un derecho formal, material, puramente exterior, trajo el elemento individual, interno del derecho, el derecho de la conciencia, sagrado en el hombre sobre todas las convenciones humanas. El hombre, por sus destinos ultramundanos, no era un ciudadano únicamente, era algo más, era un hijo de Dios y su verdadera patria el cielo.
En las relaciones religiosas y familiares fue donde este espíritu de la justicia cristiana se manifestó más claro y poderoso: el cristiano se encontró en lucha con el ciudadano, y confundiendo el estado histórico, aquel que le negaba su derecho, con el Estado en sí, la sociedad pagana con la sociedad, se condenó esta, su vida natural; y llegó en algunos la exageración hasta recomendar y guiar a la vida ascética, al abandono de las relaciones sociales. Claro es que esto no se deducía necesariamente de la doctrina cristiana que en tiempos posteriores se vio que era compatible con una sociedad fundada en el derecho verdadero; pero aquí no se trata del cristianismo en su esencia, sino del de los cristianos de aquel tiempo que, en lucha con el Estado pagano, creyeron que debían ponerse en frente de aquella instrucción para salvar los intereses espirituales, que tenían por mucho más importantes que los sensibles y materiales a que atendía la sociedad pagana.
Sobre esta creencia de aquellos siglos hay un ideal armónico a que ellos no pudieron llegar; pero en el que la antinomia se resuelve, merced a un más alto concepto de la misión del Estado, institución de un derecho concebido con más altas miras, con mayor valor ético.
La antítesis no pudo resolverse científicamente por la reflexión, porque los hechos, quizá demasiado pronto, vinieron a aplazar la contienda, entregando la sociedad toda al Cristianismo; y por de pronto, ya no fue necesario colocarse en frente del Estado, sino declararse súbdito fiel para ser buen cristiano, pues el Estado amparaba la religión de Cristo. A pesar de las luchas del Papado y del Imperio, que consistían, no en el principio mismo, sino en cuestiones secundarias, en aquella paz se vivió hasta el Renacimiento; y la Reforma vuelve a plantear el problema. El movimiento de la Reforma es, en este punto, análogo al que había traído el Cristianismo; se buscaba un sagrado para la conciencia, que ya no era en algunos pueblos católica, que podía, sin dejar de ser religiosa, llegar muy lejos de la dogmática cristiana por el derrotero del libre examen. Así como el Cristianismo había procurado hacer independiente del Estado la conciencia individual, la Reforma quería librar de la acción católica la conciencia moral y religiosa. Todos conocen las célebres palabras de Grocio respecto a la justicia y el bien que existirían «aunque no hubiese Dios», si esto podía suponerse, fórmula que ha escandalizado a muchos escritores. Pero no era Grocio el llamado a fijar la cuestión claramente y darle camino para su solución. Tomasio trabaja más y mejor en este particular.
Leibnitz había hecho una revolución en la filosofía práctica; hasta él la Moral era consecuencia de la Teología, careciendo así de un principio propio, y sufría todas las vacilaciones y oscilaciones originadas por las contiendas religiosas. Leibnitz, que llega a ser el árbitro entre católicos y protestas, estaba en situación, por sus principios y su carácter de estimar con benevolencia todas las sectas, y la paz religiosa le debe no poco. Puso sus conatos en buscar un principio de razón para la Moral, y sin salir de las bases de la cristiana, dentro de esta doctrina erigía una moral racional, destinada a demostrar que, aunque pereciese toda revelación, la moral se salvaría.
Esta fundación de Leibnitz, proseguida por la escuela de Wolff, debía influir en la distinción que Tomasio empezara a establecer entre la moral y el derecho. Para Tomasio hay dos esferas en el hombre, la que mira al bien público, al común del Estado, a la paz externa, y la que pertenece al individuo en sí, a su interioridad; y así se señala la diferencia: la primer esfera es la del derecho, la segunda la de la moralidad.
Aceptaba Tomasio todo el sentido que desde el Renacimiento, y sobre todo desde Grocio, parecía tomar como característica del derecho la autoridad del legislador. Se decía: allí hay derecho donde llega la acción de la ley; se consideraba que la esfera del derecho sólo alcanza a lo externo, y su único medio se veía en la coacción, escapando por completo a su acción el mundo interior de la conciencia. Pero Tomasio acepta la división de tal manera, porque así la halla consentida; nada dice para explicar por qué la coacción ha de ser el límite de la acción jurídica. Este vacío tenía que llenarse, este silencio tenía que ser suplido, y en Kant llega el principio de la coacción a su plena madurez reflexiva.
Kant divide su filosofía en teorética, la del concepto, y práctica, cuyo principio es la libertad; sólo es práctico lo que el hombre puede con su libertad. El reino de esta se divide en dos esferas: la libertad exterior es el derecho, la libertad interior es la ética. Desde el momento en que considera el derecho como la libertad exterior, la coacción, que en Tomasio no tenía fundamento, sirve a Kant para conservar la armonía de las libertades exteriores de los diferentes individuos; pues no será, en suma, esa coacción sino el límite que a la libertad de cada cual se impone para que no perjudique la armonía general de la libertad exterior, del derecho de todos. Es un gran mérito en Kant fundar el principio de la coacción, y aunque por lo dicho en el capítulo anterior se comprende que para nosotros es vicioso el concepto del ilustre filósofo, no debemos incurrir en la precipitada censura muy generalizada, que hice del concepto Kantiano del derecho el principio de la arbitrariedad, creyendo que en tal doctrina no hay fundamento para el derecho, no hay ley superior, dependiendo todo del límite relativo de la esfera individual, nada de lo superior y fundamental. No es ese, en rigor, el concepto de Kant, pues la libertad de que él habla no es la arbitrariedad, sino la libertad racional, que sirve de nexo y fundamento a la libertad jurídica o exterior y a la libertad interna o ética.
Mas con todo esto, el concepto de Kant es deficiente, pues la libertad sea la que sea, es en la vida práctica el elemento formal, no es contenido, que siempre es el bien.
Este concepto del derecho debido a Kant, había de degenerar en formalismo subjetivo con Fichte y otros; pues desde que Kant había pretendido hallar la imposibilidad de llegar al principio de la realidad al noúmeno, en su lenguaje, había minado por su base el fundamento de la libertad racional, que no es subjetiva, y con esto flaqueaba toda su construcción de filosofía práctica, el derecho lo mismo que la moral.
Fichte, efectivamente, cae en un exagerado subjetivo. Decía que la moral enseña deberes sólo y que el derecho es la extensión de la libertad. Ya ha desaparecido la libertad racional que en Kant era contradictoria; aquí la moral es restricción de la libertad, y el derecho el sistema de las extensiones de la libertad limitada. Fichte dice que el derecho tiene este principio: ámate a ti mismo sobre todo y por ti; mientras que la moral se funda en este otro: ama a los demás contra ti.
Scheing extrema la doctrina materialista del derecho hasta el punto de considerar que debiera ser como de metal, gobernado por reglas externas, fijas, mecánicas, como la máquina de un reloj; el derecho en su concepto, debe aproximarse todo lo posible a ser copia de la naturaleza, que es dependiente de la influencia moral del hombre, las leyes deben serlo también en la sociedad, y el más perfecto Estado será aquel en que todo esté previsto, regularizado con carácter mecánico, para que la libre acción del hombre nada pueda transformar ni alterar. Estas extremadas doctrinas son una verdadera decadencia en el concepto del derecho; por ellas se autoriza y explica ese pernicioso sistema político de los poderes equilibrados en que nada depende del fondo humano de las instituciones, sino del juego mecánico, fatal de los poderes públicos formalmente comprendidos y organizados.
Los autores que siguieron esta corriente, que cada vez apartaba más la esfera jurídica de la moral, hasta tal punto llevaron la exageración, que hubo quien dijo, que nada importaba la inmoralidad de los agentes del derecho en un Estado artísticamente constituido; es más, que allí donde el derecho estuviera organizado como una perfecta mecánica, se notaría que coincidía esta ventaja con la inmoralidad de sus individuos; en fin, se llegó a decir que allí está el derecho ejerciendo su verdadero influjo, toda la misión que le está encomendada, donde ningún otro principio existe que sirva de freno a las pasiones.
Después de todo esto, era lógica una reacción contra el sentido formal del derecho, y viene, efectivamente, dentro de la misma filosofía de Schelling; esta reacción se realiza en Hegel por una parte y en la escuela teológica por otra.
Schelling, en su última evolución había abandonado el principio del yo absoluto para la ciencia, y sólo creía en la fe y en el sentimiento como única regla. De esta segunda dirección de Schelling se originó la escuela teológica que se proponía hacer resaltar la prioridad de la fe sobre la razón y traer a la esfera del derecho como un sentido más alto que no fuera algo de artificial, sino más digno y más importante, aunque sólo exterior todavía. El concepto de la escuela teológica carece de unidad de principio; ya en De Maistre, Bonald, etc., etc., se nota que le falta una concepción unitaria, pues a pesar de la procedencia no está libre del sentido Kantiano del derecho, y ni aun se libran de él Sthall, Muller ni el mismo Taparelli, para quien todavía el orden del derecho mira a lo exterior, por lo cual poco importa que, contradictoriamente, traigan un elemento ético a la esfera jurídica. Este elemento hubiera sido firme base para el verdadero concepto del derecho a no haberse preocupado tal escuela con lo mismo que pretendía combatir, el carácter formal, exterior, del derecho.
Pero, si de todos modos, es preciso reconocerle el mérito de haber traído el principio metafísico al derecho, no estaba sola al combatir el sentido Kantiano formalista y en ciertos pueblos extremadamente reformista.
La escuela histórica, aunque radicalmente anti-científica, hizo no poco por el derecho combatiendo el prurito de cambiar arbitrariamente y por abstracción las leyes, que no siendo puros formularios, sino algo real y positivo en la vida moral de las naciones, necesitan lenta marcha y un proceso biológico que obedece a leyes a su vez, y no puede ser ad libitum, alterado por el legislador. La escuela histórica tenía, sin embargo, el inconveniente de no fundar en nada científico estas pretensiones en sí legítimas; fundábalas en un empirismo provisional, atropellado, que no podía satisfacer.
Y así como Kant vino a fundar en la esfera científica el sentido que Tomasio dejara formulado, pero sin razón científica; así Hegel apareció, para dar en este punto a la escuela histórica un fundamento: fundamento con que tal escuela no había soñado, pero que, en fin, sería para razonar sus pretensiones.
También Hegel procedía de Schelling; para los dos es lo absoluto lo que se manifiesta en todos los órdenes de la vida finita y lo que manifiestan los seres en su proceso; pero hay dentro de esto antagonismo, porque, para Schelling, esta manifestación de lo absoluto en lo finito es coordenada y paralela, mientras para Hegel es sucesiva y progresiva. Para Hegel es lo primero la idea que luego se exterioriza en la naturaleza resolviéndose sus oposiciones unas en otras; la naturaleza llega a agotarse en este proceso de sus formas y se produce el cuerpo humano, que es reflejo y resumen de todas las formas anteriores; pero con ser tan perfecto este cuerpo humano, sólo es base para el espíritu; superior fruto para el cual sirve la naturaleza -contra la idea de Schelling- por fin, se produce el espíritu en el estado común, en el organismo externo de los espíritus individuales, utilizados para esta superior manifestación, la superior que se puede pensar en lo finito, y con esta aparece el derecho. De parte de los súbditos es la libertad la característica del derecho, pero de otro lado, un interés que no reparó Kant, el del Estado, que está sobre todos. Este principio de Hegel de un Estado tan real, o más, que el individuo contiene el sentido restaurado del pueblo griego, que miraba, según dijimos, el fin del Estado como el Supremo.
Realízase, para Hegel, el derecho siempre por el espíritu exteriorizado, siendo subjetivamente (dentro del individuo quiere decir), es la moral, y cuando trasciende prácticamente a las esferas de la familia, la corporación, etc., etc., es el derecho propiamente dicho.
De este sentido de Hegel participan otros pensadores, por diversos caminos; los más por haber dejado sin reflexionar esta cuestión de la diferencia entre la moralidad y el derecho. Por ejemplo, Jauffroi no ofrece verdadera distinción de una a otra esfera en su curso de derecho natural o filosofía del derecho, que lo mismo es un examen de la moral que del derecho.
Como contrarias a esta confusión se mostraban las derivaciones de las doctrinas ya citadas que hacían insolubles las diferencias entre el derecho y el término moralidad. Pero al fin, el sentido hoy reinante no es ninguno de estos extremos; hoy se procura distinguir y unir, si bien por la mayor parte de los autores con poco feliz resultado.
Muchos han fijado la distinción, no en la esencia, sino en la relación de cantidad; y así, se han ideado esquemas para representar el derecho como un círculo interior en la moral, dándose a entender que es un mundo el del derecho que entra todo él en la moral, pero que de esta no puede decirse que sea toda de derecho, habiendo esferas de moralidad en donde el derecho no tiene acción propia. Con este sentido se encuentra ligado el de los escritores que dicen que es sólo temporal, histórica la diferencia de moral al derecho, estimando algunos que el progreso de la vida moral va concluyendo con el derecho hasta llegar un día al bello ideal en que todo sea cumplido por la moralidad, sin intervención del derecho: en este sentido se inspira Molinari, la mayor parte de los economistas con él, y el mismo Bastiat, aunque de una manera implícita, y quizá sin darse cuenta de ello. Otros, por el contrario, estiman que la esfera jurídica se irá extendiendo a todo, y que la intervención del Estado no encontrará límite en esfera alguna. Tal es el ideal de los verdaderos socialistas.
Otros que creen permanente la diferencia la fundan en la consideración de que la moral toca al individuo y el derecho al Estado; pero contra esto protesta el sentido común, pues la moral abarca también los deberes sociales. Hay también quien intenta referir la moralidad a la vida interior, de relaciones íntimas, y el derecho a la exterior, pecando de igual inconveniente para el sentido común de injusticia. Tampoco es más fundada la teoría que considera de derecho lo relativo al cuerpo y de moral lo relativo al espíritu.
De todas estas teorías, la que más fortuna ha hecho es la que antes indicábamos, que consiste en representar esquemáticamente el derecho y la moral como dos círculos concéntricos, el uno interior, el del derecho; y el otro, el de la moral, el exterior, teniendo una propia zona a que el derecho no llega.
En todas estas doctrinas se observa el defecto común de considerar el derecho como un orden de relaciones exteriores a que siempre llega la acción del Estado. Según el concepto del derecho que hemos determinado, no podemos admitir esta limitación, pues hemos visto toda una esfera jurídica, la de nuestros fines en lo que de nosotros dependen, en que nada es trascendente (inmediatamente) quedando dentro de nosotros sujeto y objeto del derecho.
A más de esto, el derecho no se da sólo para relaciones sociales, sino de nosotros directamente para con otro ser, el Supremo Dios, sin que esta relación sea externa ni aparezca necesariamente en el mundo, pues el primer y principal elemento de la religión es la conciencia, y de esta a Dios hay relaciones jurídicas en que para nada entiende el Estado. En considerar esta esfera del derecho (el divino) como real y efectiva, conviene también la escuela teológica que no pretende encerrar el derecho en el mundo de las relaciones sociales.
Otros autores, por último, han llegado a decir que estos círculos con que se representa la moral [83] y el derecho no son concéntricos, sino que tienen una sección común, y así, hay moral que no es de derecho y derecho que no es moral.
Para rectificar de una vez y todas juntas las diversas doctrinas, demos por terminada esta reseña preliminar, que nos pone en el estado actual de la cuestión, y veamos por propia análisis, teniendo en cuenta lo hallado en el capítulo anterior, lo que la reflexión nos dice sobre el particular.
El procedimiento ha de ser procurar notar la esencia propia de cada uno de estos órdenes, para ver qué es lo que tienen de común y en qué se diferencian.
No es posible partir de aquella unidad primera en que suponemos que se junta, porque eso sería aquí desautorizado; pues no sabemos si responde a la realidad lo que el concepto nos dice en el sentido común, de las relaciones de moralidad y derecho. Fácil es determinar el concepto de la moralidad, y no porque esté ya claramente determinado en la moral como ciencia, sino porque en el estado común se dan sus términos con tal claridad, en la presente civilización, que no hay más que atender y analizar el común criterio.
No entramos en la indagación del sentido y formación etimológicas de la palabra moral; pero aun en ese estudio hallaríamos que en todas las lenguas más análogas a la nuestra, la palabra con que se significa el concepto de la moral se refiere a lo que es de hábito, a algo permanente que no cambia, sino que constantemente es lo mismo. Pero esto es poco: el carácter de permanencia determina ya en el concepto que es una propiedad, y desde luego añadimos que propiedad del ser en que es, por el que subsiste, y también inmediatamente la predicamos nosotros. Si ahora se pregunta, ¿en qué sentido nos llamamos seres morales?, sin vacilar se contesta que en cuanto obramos, en cuanto somos seres de vida, sin que nadie pueda figurarse moralidad que no sea de la vida. Y en la vida, ¿cómo se presenta la moralidad? ¿Es toda la vida, o algo de ella? Claro es que vida y moral no son lo mismo; hay seres de vida de los que no se dice la moral, y en nosotros mismos hallamos esferas en que vivimos, y, sin embargo, nada tienen que ver con la moralidad; así el desarrollo del cuerpo, su conservación, pertenecen a la vida; pero como tal vida, en nada atañen a la moralidad. Pero otra cosa es que, sin ser toda la vida la moralidad, estemos obligados a ser morales en toda la vida que de nosotros depende y con relación a todo; es decir, que la moralidad es forma total. Pero, ¿en qué se da dentro de la vida? En nuestra obra en los estados sucesivos en que vamos desenvolviendo lo que se llama nuestra actividad; así; pues, si no fuéramos activos, no hablaríamos para nada de moralidad.
Pero tampoco a todas las relaciones de actividad aplicamos la moralidad; ha de ser obra de nuestro propio impulso, y ha de ser obra de bien; el mal nunca es moral, y sólo existe moralidad para el bien. Pero así como nada moral deja de ser bueno, no todo lo bueno es moral; el bien es, por decirlo así, el género de bien, moral una especie del bien, y fuera de la moralidad queda la actividad, por ejemplo, y queda la habilidad: si atendemos a la relación del medio al fin, a la adaptación de un término de estos al otro, sin mirar a más, podremos hablar de utilidad; de habilidad cuando se considera la explicación del medio al fin con relación de la aptitud del agente; pero en nada de esto entra todavía la determinación de la moral: así, un escultor, por ser torpe en el manejo de sus materiales no es inmoral, ni de un objeto o de una acción que no son útiles al fin propuesto aseguramos tampoco que son inmorales. No toca, pues, la moralidad a una esfera especial de la vida; no consiste en hacer esto o lo otro, sino en hacerlo todo de determinada manera mirando al bien; es, pues, concepto formal total el de la moralidad.
No estamos obligados a hacer moralmente tal cosa y tal otra no; en todo debemos proponernos hacer el bien; en todo, y siempre, y esto es lo que pide la moralidad; consecuencia de esto, que no puede ser la moralidad profesión especial de algunos hombres, sino que a ser morales en toda su actividad están obligados igualmente todos.
El bien es un concepto formal, no expresa sino que es algo determinable conforme a la naturaleza de las cosas, como debe realmente ser producida. No abraza el bien un orden especial de relaciones, sino que todo lo que se produce en la vida debe ser así, conforme al bien; y nótese, además, que no decimos el bien sólo de nosotros, sino de todo en cuanto se cumple con arreglo a su realidad, ya en el orden físico, espiritual, finito o infinito.
Abrazando la moralidad toda la vida formalmente, dice aún más: cuando hallamos en la naturaleza un ser, que muestra en sí todo lo que debe ser decimos que es bueno; pero la moralidad no se aplica a todo objeto; es necesario que medie la propia actividad de quien produce aquel hecho; si tiene el ser una dependencia del todo de que no puede librarse no puede tampoco ser moral. Los actos de los seres naturales no son suyos, porque en ellos se dan; pero la casualidad de cada individuo natural está dependiente y abierta de todos lados en relación al todo natural del que es y bajo el cual vive. Falta al individuo natural ser él la última razón de lo que hace, como lo es el espíritu. En el orden natural, a veces todo se explica sin el ser mismo natural en que se da el hecho; en el espíritu la última causalidad siempre está en él.
Ahora bien, es necesario, para que exista moralidad, no sólo que el bien se produzca, sino que sea mediante el ser mismo por su propia y sustantiva causalidad; en una palabra, mediante su libertad. Pero no basta la libertad, en el sentido de libre arbitrio, para dar idea de la moralidad, si el poder determinarnos en uno o en otro sentido indiferentemente fuese libertad, si así se considera, algo más se necesita. No basta obrar por motivos para ser moral; no basta esta libertad de elección, aunque lo elegido sea el bien, pues aun en este caso, podemos ser inmorales. Así, muchas obras benéficas llevadas a cabo sin coacción no son, sin embargo, morales, porque, aunque es el bien lo que en ellas se elige, se elige, no por él mismo, sino como medio para un fin ajeno al bien, como el interés, la esperanza de recompensa, la vanidad, etcétera, etc. Falta, pues, algo para completar el concepto de la moralidad; este complemento característico es la intención. Sólo son actos morales los que penden de la propia actividad libre encaminada al cumplimiento del bien por el bien mismo; sin la intención del bien no existe moralidad. No se trata de preguntar por el acto exterior, por el resultado, sino por lo que el sujeto, de suyo ha puesto, en tanto que esto ha sido lo que se le exigía o no. Atiéndese para obrar al bien, sin más que porque el bien aparece a la conciencia como necesidad imperiosa y a que debe sujetarse; desde que el sujeto obra sólo por este motivo, cumple con la moralidad; por eso, cómo era posible obrar el bien y ser inmoral así también, por ser imposible para el hombre conocer el bien en todas sus relaciones, siendo precisa larga educación, es posible que obremos moralmente y el acto tenga resultados malos en la realidad; pero habiendo sido puro el motivo, intencionado al bien es moral con todo.
Pero si en vez de ser la libertad el poder subjetivo de obrar con independencia de toda ley, eligiendo arbitrariamente el bien o el mal, se entiende que es la libertad el poder de determinarse el sujeto con arreglo a la propia esencialidad, basta decir que la obra de la moralidad es la obra de la libertad, pues este sentido de la libertad reúne todas las condiciones.
De entender por libertad la arbitraria, la indiferente entre el bien y el mal, se han originado tantas confusiones en el derecho. La arbitrariedad no es característica esencial de la libertad verdadera: cuando se piensa la libertad de Dios, no se piensa que Dios puede obrar arbitrariamente, con indiferencia entre el bien y el mal. Pues los medios para los fines no son indiferencia entre el bien y el mal. Pues los medios para los fines no son indiferentes, sino que en el tiempo se dan orgánicamente, siendo estos y no otros algunos los propios para cada caso; y como a Dios le pensamos conociendo todo el organismo de la vida, y los medios y sus relaciones con los finos, por consecuencia, no cabe pensar que Dios elige entre medios, sino que aplica siempre los buenos, los oportunos. Por esto, en Dios no se supone libre albedrío, sino la libertad racional. El sujeto finito ve el medio y el fin, pero no conoce todo el organismo de los medios y los fines, y de aquí el límite en que se da su libertad. Téngase en cuenta, que no hay que separar abstractamente en la vida los medios y los fines, creyendo que todo lo que es medio está de un lado, y de otro lo que es fin; sino que estos y aquellos, medios y fines, se dan en una contextura orgánica, en la que el medio es fin de otro medio, y el fin medio para otro fin. El todo de los medios y de los fines es el mismo, es la vida real; no hay distinción en la esencia, sino en la relación que para cada caso se establece. Con la preocupación de que el medio puede ser cualquiera; se va a esa indiferencia de la arbitrariedad, pero no es así; pues, habida cuenta de las relaciones omnilaterales, de la solidaridad de todo, cada cosa debe ser en cada punto de un determinado modo, para que todo quede mejor y ella cumpla con su naturaleza y con lo que debe ser para sí y en todas las relaciones. Por eso, el que conoce todas las relaciones posibles en la realidad, que es Dios, es el que no tiene libre arbitrio para poner este o el otro medio, sino que pone el único propio; el bueno. El sujeto finito no puede tener este conocimiento absoluto de todo, y de ahí el triste límite de su libertad, que es la arbitrariedad.
Por donde se ve, que lejos de considerar como un don y privilegio el libre albedrío, debe tenerse como la sombra de la libertad, pues no acusa más que la ignorancia en que nos hallamos, el necesario límite de nuestro conocimiento. Pero el mismo sujeto finito puede llegar a matar toda arbitrariedad en sus obras, a lo menos, en la intención; si ve que su vida se halla determinada a un sistema ya no piensa que cosa alguna deba hacerse con arbitraria indiferencia. ¿Quién creerá que puede elegir cuando sabe que está determinado lo que debe hacer? Por esto, lejos de aparecer la vida moral como la esfera de la libertad subjetiva, es un orden de absoluta necesidad y la libertad arbitraria lo que dijimos, triste límite. El orden de la moralidad es coercible y coactivo para el sujeto, pues a este sólo le toca mantenerse en la razón; entonces es cuando hay la menor libertad del sujeto y la mayor libertad racional. Pero entiéndase que esta como anulación del sujeto es aparente: ¿qué es lo que aquí sacrifica el sujeto a la razón? No es el sujeto siquiera, no son sus elementos reales, sino el error en que se había viciado y torcido; y en este sentido, no existe verdad en el dicho de Hegel de que la libertad racional es contraria al sujeto, como por otra parte, pretenden cierto misticismo y el pesimismo de Schopenhauer. No, no debe anularse el sujeto, sino recuperar su dignidad y cumplir su destino. Con esta significación han dicho los místicos españoles que Dios necesita de todos los hombres para cumplir el plan divino; pues cada individuo no es una evolución del ser, sino una determinación eterna, que si él mismo no llena su cometido nadie por él, ni el mismo Dios, puede llenarlo ni cumplirlo.
Mas la libertad racional, de que ahora tratamos, no se agota aquí ni se circunscribe a la moralidad, que es sólo uno de sus órganos.
La libertad racional abraza toda la actividad en los seres racionales; pero con no ser la moralidad más que una de sus esferas, en tanto que la actividad de la libertad racional ha de ser guiada al bien, por puro motivo del bien mismo, es la moralidad también forma total de la actividad; y se nota su íntima conexión con el derecho que es también forma total de la vida.
El derecho y su ley consisten sólo en producirlo todo como condición viva y eficaz para el logro del destino de todos los seres, en cuanto puede depender del ser racional. Son ambos, pues, fines totales de la vida humana; no como otros, por ejemplo, la ciencia que sólo abarca la producción del pensar; moralidad y derecho lo abarcan todo; desde el acto a la acción, considerada en sí, la moralidad; desde el acto al fin de la vida, el derecho.
Es el bien la primera materia en ambos, y muestran esta misma conexión uno y otro término, en tanto que la libertad se da también como forma racional así en el derecho como en la moralidad.
La libertad jurídica, que se ha creído que era de otro modo que la moral, es la misma. Cuando se ve que se ha pensado que el derecho es relación social y exterior, se comprende cómo en tal opinión se determinaría la distinción de la libertad moral y la jurídica.
El mismo nombre de libertad exterior, aunque tradicional, es contradictorio. La libertad, poder y forma de nuestra actividad, no puede ser exterior. La actividad es siempre la propiedad, según la que todo lo que hacemos se nos atribuye; según lo cual, para que existiera esa libertad exterior, sería preciso que nosotros fuésemos, en cierto modo, exteriores a nosotros, mismos.- Lo que en el mundo exterior puede notarse es el resultado de nuestra actividad, de nuestra libertad manifestada en serie de resoluciones; así, el artista, esculpe la estatua; en la piedra todo es exterior al artista, y, sin embargo, esa piedra llega a ser la expresión de la idea concebida por el escultor de su interioridad. ¿Cómo es esto? ¿Será que en realidad la idea salga de la mente del artista, y se haga externa? De ningún modo; es que en cada punto y momento de su trabajo, a cada movimiento del artista dirigido a un fin, precede un acto de la voluntad; y por rápida que sea la ejecución, como en la obra del orador o del músico, nada sale a la superficie, nada se exterioriza que no dependa del impulso voluntario. El pensamiento concibe, la voluntad resuelve, todas estas son operaciones espirituales, puramente internas; el sistema nervioso actúa mediante la excitación espiritual, y el sistema muscular entra, a su vez, en movimiento y en relación con el mundo exterior, merced a la eficacia de los nervios; la fuerza muscular es la que ya actúa en el mundo exterior y modifica la materia de la obra conforme al pensamiento y a la voluntad del espíritu, que de este modo imprime su sello, por decirlo así, a la obra externa, pero sin que la actividad deje, ni pueda dejar de ser interior, y la libertad, por consiguiente, lo mismo.
En el estado de salud observamos que todo obedece al impulso espiritual; pero en el estado anormal puede suceder que cualquier término de la serie no siga el impulso anterior, y así el resultado externo no corresponda a la acción querida y pensada por el espíritu. Las influencias extrañas a este comienzan desde el punto misterioso en que lo psíquico se relaciona e influye en lo físico dentro de nosotros mismos; y no es necesario encarecer cuántas y cuán complejas pueden ser las causas que contribuyan a favorecer o desviar de su primera dirección el primitivo impulso de la libertad. Por eso, cuando por un accidente del cuerpo no se cumple lo que el espíritu manda, nadie acusa a este ni se le imputa el hecho exterior o su deficiencia.
No es, por lo dicho, la distinción real de la libertad jurídica y la moral la de ser aquella exterior, porque la libertad exterior en rigor no existe.
Por otra parte, se ve que la moralidad también atiende a lo exterior, en el mismo sentido que puede hacerlo el derecho en lo exteriorizado del espíritu. Al hombre que realiza un hecho malo se le considera peor, aún moralmente, que al que sólo lo medita y no se resuelve a ejecutarlo; pero no es porque se considere que hay algo propio de la acción moral que es puramente externo, sino porque el que fragua un mal y lo realiza indica tener más pervertida la voluntad que el que lo piensa y se abstiene de ejecutarlo: la voluntad de este no ha llegado al grado de perversión necesario para resolver el mal; y aquí se ve que en esto se atiende a lo interior todavía, y siempre, sin que sea lo exterior más que la señal.
Y en el derecho pensamos lo mismo.
Es un absurdo que el derecho penal para castigar se fije en el resultado exterior de la acción, como tal resultado, sin atender, como debiera, meramente a lo que significa en la intención del delincuente, cuando del hecho externo pueda concluirse la peor o mejor intención del autor, sirva en buen hora de signo el resultado externo; pero cuando esté probado que todo lo que el espíritu pudo disponer, pensar, querer y resolver para el mal lo ha pensado, querido y resuelto, no se distinga entre la culpabilidad de aquel a quien sus planes se le frustran, por causas del todo ajenas a su voluntad, y el que los ve cumplidos como deseaba: en tal caso, la culpabilidad es la misma.
El derecho es todo el orden de prestaciones que ha de poner el ser racional para cumplir el fin de la vida, cualquiera que fuera siendo natural: cuando un hombre presta un servicio hay que atender a la manera de que lo presta; en buen hora el tribunal que ha de exigir la prestación exterior se contente con que esta prestación aparezca, el derecho por lo que toca al tribunal se cumple; puesto que, si por ejemplo, se trata de un préstamo, el acreedor tiene derecho para que el tribunal exija la devolución de lo prestado, y con esto satisface el agente social del derecho su obligación; pero no así el deudor; el derecho, por lo que toca a este, no se cumple, si no ha sido la satisfacción de lo debido voluntaria; y nadie llamará justo a este hombre que entrega lo que debe cohibido, porque la fuerza se lo impone; como no se dirá que cumple con la justicia el ladrón que, en manos de la justicia, restituye los objetos robados, porque no tiene medio de sustraerlos a la acción de la policía.
Y, aún prescindiendo de que hay muchas esferas de derecho en que la prestación no consiste en nada natural externo, sino en puros actos de la intención, que se exige como garantía, así la buena fe y otros muchos términos de derecho; aún fijándonos en esta esfera en que el medio para el cumplimiento del fin es un acto exterior o un objeto (bien que el objeto en sí jamás es de derecho, sino el acto que un ser condicionante realiza mediante el objeto mismo) vemos que se acude a cada paso a lo interior, como para un contrato, para una donación, para un testamento, etc., etc., en que acaso todo depende de la voluntad del sujeto.
Y si esto sucede con esos dominios del derecho donde la prestación es sobre objetos impersonales, naturalmente aparece más clara la necesidad de la intención en otras esferas en que el derecho no pasa de ser interno porque es de espíritu a espíritu. Así, cuando se trata de una ley nadie atiende para comprenderla y respetarla al elemento material de las palabras, sino a la voluntad del legislador; y esto no sólo cuando el texto ofrece oscuridad, sino en todo caso, teniéndose por la verdadera fuente jurídica, no la materialidad léxica y gramatical de la ley misma en tantas porciones casual, sino la intención del legislador. Pues ahora, si no está la distinción entre la moralidad y el derecho en el carácter de exterioridad o interioridad de la libertad y de sus actos, debemos buscar esa distinción en algo interior de esta esfera de la libertad racional que a uno y a otro concepto corresponde.
Y volviendo con mayor desarrollo y mejores luces sobre lo ya visto, notemos que la moralidad sólo mira el acto en relación al sujeto, en su intención; según que es posible, dentro de un propio límite, lo accidental de la vida (no en lo esencial y siempre lo mismo) que el sujeto obre el mal, y sin embargo, sea moral su conducta. De aquí, que lo que interesa a la moralidad su punto de vista no es lo objetivo; para ella el contenido es indiferente. Claro está que, pues la moralidad supone la intención del bien, supone asimismo que el hecho está realizado en razón de bien.
No queremos decir, al expresar que el contenido del hecho es extraño a la moralidad, que ella autoriza el mal, sino que tiene su punto de vista en la intención; pero, como el sujeto, ha de obrar en razón del bien y debe atender a él, te sigue que el hecho ha de ser bueno, salvo el límite de la finitud del sujeto mismo; y es para la moralidad, en este sentido, el bien secundario, no como tal bien, sino como necesidad para la recta intención que es aquí lo primero.
Enteramente otro es el punto de vista del derecho; como es la propiedad de relación que se da en el ser racional mediante la distinción de todo objeto a él como sujeto (y aun la distinción de él mismo como objeto) relación que es de medio a fin de esos objetos, en un organismo de fines, se sigue que en el derecho considera los actos en cuanto pueden ser beneficiosos al fin racional de la vida; el hecho humano (del ser racional conocido) en cuanto interior condición conforme, o contrario, a los fines racionales.
Más no se extreme la distinción por este respecto hasta considerar que el derecho, para ser exige la relación exterior de algo que sea del fin del objeto aunque no en todo dependa del sujeto del derecho (porque en este caso ya no se trata siquiera de derecho).
De otro modo, que el derecho, a pesar de ser relación del acto al fin del objeto, es, con todo, puramente interno, en rigor, sin que el ser para el fin del objeto, como sí es, le dé ese carácter interno-externo que han creído necesario, autores tan perspicuos como Ahreus.
Hemos visto que en todo acto el elemento personal, la acción libre y racional, se encuentra desde el primer momento en dependencia y condicionado por infinitas influencias exteriores, que no es posible apreciar, y esto quita a todo acto el carácter de jurídico en sí considerado en sus resultados, no quedando para el derecho en él sino un aspecto, el de la finalidad del acto, en cuanto depende de la libertad del agente. Por lo que se ve que el derecho, sin dejar de atender principalmente a los fines objetivos, no sale ni un momento de su esfera eterna, única que, en este sentido, le es propia, pues nada podrá ser de derecho a no partir de la libertad racional de un sujeto.
¿Cómo entonces, afirmamos que el derecho es el orden de la condicionalidad? ¿Qué poder es el del derecho que, sin dejar de ser interno, se da, sin embargo, para los fines racionales de la vida? El derecho es la condicionalidad, ciertamente, pero sólo la condicionalidad libre, y la vida depende del derecho sólo en las condiciones en que los fines esperan el medio por la prestación de los seres capaces de ella, mas sólo hasta donde alcance la facultad de poner el medio en estos seres mismos.
Así como no hay exigencia de derecho respecto de los seres incapaces de razón y libertad, tampoco respecto de los seres racionales va más allá la exigencia de donde van la racionalidad y la libertad. En todo lo que es ajeno a estas, en las infinitas influencias exteriores que condicionan los actos ya no entra el derecho. Pero en el organismo de la vida aún queda ancho campo para la condicionalidad libre, la jurídica.
Ante todo, el ser libre y racional por esencia, en todo lo que de esta pone, en el desarrollo de su vida, en el tiempo, de todos sus actos recibe inmediatamente en sí mismo la influencia, y se halla condicionado primordialmente por ellos: ya lo dice la piadosa máxima según la cual «cada uno tiene en sus manos su salvación»; sin que este primer impulso, el más íntimo, el coesencial con nosotros mismos, porque es nuestra propia esencia determinándose, pueda ser prestado por ser alguno que no sea el propio yo.
Cada determinación de nuestra libertad condiciona de ahora para siempre, en toda la vida, en todo el tiempo inacabable, en mayor o menor grado, nuestra propia esencia; es esta como una reacción del efecto a la causa; siendo aquí, y para lo que sigue, preciso advertir la distinción que existe entre causa y condición; el acto, que es efecto, no puede ser causa de la causa, esta siempre vendrá de lo fundamental de la esencia; pero si puede condicionar la causa en su determinación; y de hecho la condiciona, pues que todo lo que en adelante yo, como causa inmediata de mis actos produzca, estará en tal o cual grado y sentido modificado, condicionado por aquel tal determinado acto, no pudiendo pensar uno solo tan insignificante que no altere o influya de todo en todo el resto de las determinaciones. Así como vimos que toda resolución nuestra, al punto de tocar a la vida externa, se halla modificada y condicionada por innumerables, y en realidad, infinitas influencias, del mismo modo todo acto efectivo de nuestra interna actividad nos modifica de todo en todo a nosotros mismos, por de pronto, puesto que nosotros somos lo que vivimos y como lo vivimos, y en cada punto lo hecho es insustituible, y en las infinitas relaciones en que se da con toda nuestra vida su influencia singularísima insustituible también. Pero no es esto sólo, sino que por la misma reciprocidad de influencias, todo acto nuestro, por íntimo que lo supongamos, condiciona lo exterior. Y esto es claro; acabamos de ver que, por respecto a nosotros mismos, de todo en todo nos condiciona y nada queda de nuestra vida que no reciba la influencia de ese acto; pues por íntimo que sea llegará su influencia a la esfera en que nos relacionamos con lo exterior, y la influencia seguirá de nosotros, como él un término, al otro término de la relación.
De cualquier ejemplo que quisiéramos escoger resultaría clara esta necesaria orgánica condicionalidad de todo para todo; mas el ejemplo no hace falta, pues en este punto es tan fácil percibir el todo de las relaciones, aun en la misma imaginación -a su manera- como un ejemplo solo. Hallado esto: que nosotros, como seres racionales, en todos los actos libres determinamos condiciones, ante todo para nosotros mismos, y después para todo lo externo, pensándonos con ello dentro del total organismo de la condicionalidad; ya no cabe confusión en el concepto del derecho, como esfera de actos puramente internos, ya que en estos todos trascienden y condicionan a su modo toda realidad inmanente y trascendente; ni tampoco cabe confusión con la moralidad ni excisión abstracta respecto de la misma.
No está la distinción de la moralidad y del derecho, diremos resumiendo, ni en la extensión de sus esferas, ni en la materia sobre que obran; moralidad y derecho son igualmente propiedades de relación entre la actividad libre y el bien de toda vida, propiedades totales y formales ambas, pues ningún contenido especial tienen una ni otra, a cualquier objeto tocan, ninguno hay fuera de su acción, debemos ser morales en todo y para todo, debemos ser justos en todo y para todo; nada hay justo que no sea moral, ni nada moral que no sea justo.
Es justo que yo dé a mis semejantes lo que es suyo, porque cumplo el derecho para con ellos, que están condicionados por esta prestación mía, y es justo para mí que tengo entre mis fines el de la justicia, y no cumplo con ella si falto a mis semejantes: al mismo tiempo, es moral que yo dé a mis semejantes lo que es suyo, porque es justo, y cumplir la justicia es cumplir con el bien con la intención de cumplir, único modo de que, en realidad sea justa la prestación, cierto el cumplimiento del derecho. Y con todo esto, siendo el mismo el acto (dar al prójimo lo que es suyo), necesitándose para que el acto sea justo que sea moral, que sea hecho con la justa intención del bien, y para que sea moral que sea justo, que sea hecho para prestar la condición que debo, aun no se puede confundir la moralidad con el derecho después de lo visto, por más que la distinción no sea separación, como muchas escuelas han creído.
Pero la distinción siempre quedará; la moralidad atenderá a la pura intencionalidad de que han de ir acompañados los actos, buscando siempre el bien: el derecho mirará en cada acto la condición en que el fin racional del objeto depende del sujeto racional y libre obligado.