Primera parte
Habla la estupidez
I
Sé muy bien lo que opina de mí la gente, ya que no desconozco la mala fama que tengo, aun entre los más tontos. Pero yo soy la única, sí, la única, que, cuando quiero, hago reír a los dioses y a los hombres. Y una muestra evidente de esto es que tan pronto como he empezado a hablar ante esta numerosa audiencia sus rostros se han iluminado con nueva y desacostumbrada alegría. Han relajado el ceño, acompañando su aplauso con una risa franca y amable. Me ha parecido al verlos que, como los dioses homéricos, están borrachos de néctar mezclado con nepenta, mientras que antes parecían tristes y vencidos en sus asientos, como recién salidos de la cueva de Trofonio.
Apenas me han visto aparecer se les ha dibujado un nuevo semblante. Algo así como cuando un nuevo sol muestra su rostro resplandeciente a la tierra; o como cuando la primavera, empujada por blando céfiro, renueva la faz de las cosas, les da un calor distinto y les devuelve su juventud. Mi sola presencia ha logrado ya lo que apenas consiguen los grandes oradores con sus largos y cuidados discursos, esto es, disipar las pesadas molestias del espíritu.
II
Ya van a entender el porqué de mi presencia entre ustedes con estas ropas que ven, si no les molesta escucharme con atención. No me refiero a esa atención con que siguen a los predicadores, sino a la que prestan a los charlatanes de feria, a los juglares y payasos, a esos oídos con que en otro tiempo nuestro Midas escuchaba a Pan.
Si me permiten, quisiera hacer ante ustedes un poco el papel de sofista. Pero entiéndanme bien, no como quienes ahora se entretienen llenando de tonterías la cabeza de los niños y enseñándoles a discutir con más obstinación que las mujeres. Mi estilo será el de los antiguos que, para evitar el apelativo de sabios, prefirieron que se los llamara sofistas. Se dedicaban a alabar las hazañas de los dioses y de los héroes. Entonces, van a escuchar un encomio; no el de Hércules o Solón, sino mi propio encomio, el de la estupidez.
III
No distingo como sabios a aquéllos que valoran como máxima necesidad e inconveniencia el alabarse a sí mismos. Si quieren podrán juzgarlo tonto, pero no negarán que puede ser oportuno. ¿Puede haber algo más adecuado a que la misma estupidez sea vocera de sus mismas alabanzas y cantora de sí misma? ¿Quién mejor capacitada que yo para definirme? A menos que alguien crea que me conoce mejor que yo misma. Sin embargo, pienso que semejante comportamiento de mi parte es más discreto que el de la mayor parte de esa caterva de hombres sabios y distinguidos. Éstos, sin la más mínima vergüenza, acostumbran sobornar a cualquier retórico obsecuente o poeta barato, a quienes compran sus alabanzas, para escuchar embobados lo que no son sino puras mentiras.
Nuestro avergonzado personaje levanta la cabeza y exhibe la cola cual pavo real. Mientras tanto, el medido adulador casi lo compara con los dioses y lo presenta como ejemplo de todas las virtudes, aun sabiendo que está doblemente alejado de todas ellas. No deja de vestir al cuervo con plumas ajenas, de blanquear al etíope y de transformar la mosca en elefante. En fin, yo, para mí, acepto aquel conocido refrán: Bien se alaba quien no encuentra otro que lo haga.
Así, no sé qué extrañar más, si la ingratitud o la indiferencia de los mortales. Todos ellos me alaban y reconocen los provechos que yo traigo; no obstante, después de tantos siglos, nadie que yo sepa me ha celebrado a mí, la estupidez, en un discurso. Por el contrario, no han faltado quienes han pasado la noche en vela a la luz del candil tratando de alumbrar vanos elogios a tiranos como Busiris y Falaris, a las fiebres cuartanas, a las moscas, la calvicie y pestes semejantes.
Por lo tanto, de mi oirán un discurso, no por improvisado y sin maquillaje, menos sincero y veraz.
IV
Podrán creer que mi discurso no ha sido hecho para alardear, como suele hacerlo la caterva de oradores. Se sabe que éstos, cuando llegan a pronunciar un discurso después de treinta años de lenta gestación, y que a veces ni siquiera es suyo, juran haberlo escrito o dictado en tres días y por pura diversión. A mí siempre me ha gustado decir lo primero que se me ocurre. Que nadie espere que empiece presentándome a mí misma, como acostumbran los retóricas. Ni mucho menos que plantee divisiones. Tan mal augurio sería poner límites a quien manifiesta tan amplia elocuencia como disminuir la influencia a quien alaba todo el mundo. ¿Es que tiene algún sentido convertirme por una definición en imagen o sombra, si ustedes me pueden ver tal como soy con sus propios ojos? Como ven, soy aquella generosa distribuidora de bienes llamada stultitia en latín, y moría en griego.
V
Pero ¿qué necesidad tengo de decirles quién soy? ¿Es que no lo revela bastante mi semblante y mi frente, como suele decirse? Si alguien creyese que soy Minerva o la sabiduría, pronto advertiría su error con el simple hecho de mirarme a la cara, aun sin mediar palabra. ¿Hay espejo más fiel del alma que el rostro? No hay truco ni maquillaje en mí, ni escondo en la frente lo que siento en mi corazón. Soy yo misma donde sea que estoy, de modo que no pueden deformarme esos que pretenden para sí la personificación de la Sabiduría, y deambulan como monos vestidos de púrpura, y como burros con piel de león.
Por algún lado dejan sus grandes orejas de Midas, aunque traten de ocultarlo; ¡por Hércules, qué hombres tan ingratos esos! Son clientes míos y, no obstante, se avergüenzan tanto de mi nombre en público que lo lanzan contra los demás como si fuese algo abominable. Están rematadamente locos, aunque les gustaría pasar por sabios y por unos Tales. ¿No sería mejor llamarlos morosofos o sabios tontos?
VI
He querido imitar aquí a los retóricos de hoy que se creen dioses en la tierra, si pueden mostrar, como la sanguijuela, dos lenguas. Consideran una gran hazaña si, en sus discursos en latín, pueden incrustar unas palabrejas griegas sin venir a cuento como piezas de mosaico. Después, si no tienen a mano palabras raras, sacan de oscuros pergaminos cuatro o cinco palabras arcaicas para molestar al lector ingenuo. Supongo que lo que pretenden es que quienes las reconocen se regocijen más en ellas, y quienes no, queden embobados por el hecho de no entenderlas.
Efectivamente, todos mis seguidores parecen experimentar un placer más refinado cuanto más exóticas son las cosas que contemplan. Entonces, ríanse y aplaudan los más ambiciosos de ellos, y que, como el burro, muevan las orejas para dar a entender que las han entendido. Eso es todo. Pero volvamos a nuestro tema.
VII
Señores, ya conocen mi nombre. ¿Cómo puedo llamarlos sino como grandes estupidos ? ¿O es que la diosa Estupidez puede dictar un epíteto más honroso a sus devotos?
Permítanme que, con la ayuda de las musas, les dé a conocer mi genealogía, ya que no son muchos quienes la conocen. No tuve por padre al Caos, al Orco, a Saturno ni a Júpiter, ni a esa caterva anticuada y obsoleta de dioses. Mi padre fue el mismo Plutón en persona, verdadero padre de los dioses y de los hombres, mal que les pese a Hesíodo y Homero, e incluso al mismo Júpiter. Y ahora, como siempre, por un simple movimiento de su cabeza, barajan a su antojo lo profano y lo sagrado. Todo es gobernado de acuerdo con su antojo: la guerra, la paz, los imperios, las artes, lo risible y lo serio. En resumen, es que me falta el aliento, todos los asuntos públicos y privados de los mortales. Sin su apoyo, toda esa caterva de dioses cantados por los poetas e incluso, lo diré sin rodeos, los dioses del Olimpo, o dejarían de existir, o no comerían caliente en sus propios hogares. Ni la misma Palas Atenea podría ayudar a quien Plutón tuviera por enemigo. Por el contrario, quien le agrada podría enviar a la horca al mismísimo Júpiter. Estoy orgullosa de mi padre. Él me engendró, no evidentemente como Júpiter engendrara a la lúgubre y siniestra Palas, sino de Neotete, la más hermosa y alegre de todas las ninfas. Ni fui fruto de un deber conyugal, como aquel herrero cojo, sino de los lazos mucho más dulces de un amor, como dice Homero. No se confundan, no me engendró aquel Plutón que nos presenta Aristófanes con un pie en la tumba y medio ciego, sino un Plutón lleno de fuerza y lleno de juventud, y no tanto de juventud cuanto del néctar que solía beber en las largas y generosas copas de los dioses.
VIII
Quizá quieran saber el lugar de mi nacimiento. Lo digo porque hoy, para considerarlo a uno como noble, importa mucho el lugar donde dio los primeros gemidos. Les diré que no vi la luz en la etérea Delos, ni en las olas del mar, ni en las profundas cavernas, sino en las mismas Islas Afortunadas donde todo crece espontáneamente y sin esfuerzo. En ellas, no hay cansancio, ni envejecimiento, ni enfermedad alguna. Sus campos no están cubiertos de gamones, malvas, cebollas, arbejas, habas, ni ninguna otra planta de la misma clase. Por todas partes, el olfato y la vista se deleitan con el ajo brillante, la panacea, la nepenta, la mejorana, la ambrosía, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto que recuerdan los jardines de Adonis.
Nacida entre tales delicias, no surgí a la vida llorando, sino que, rápidamente, sonreí dulcemente a mi madre. Por lo tanto, no tengo por qué envidiar a la cabra Amaltea que amamantó al altísimo Júpiter. Porque a mí me amamantaron con sus pechos dos encantadoras ninfas, la Borrachera, hija de Baco, y la Ignorancia, hija de Pan (Ninfas inventadas por Erasmo); siempre las encontrarán en mi séquito, junto con el resto de mis seguidores y acompañantes. Si quieren saber de mí sus nombres, lo diré, pero por Hércules, deberá ser en griego.
IX
Ésa que ven con grandes cejas no es otra que Filautía: el Amor Propio. Y ésta de ojos chispeantes y lista para aplaudir se llama Kolakía: Adulación. Ésta que ven media insomne y como si dormitara se llama Lethe: Olvido. A la que apoya sus dos codos y cruza las manos se la conoce por Misoponía: Pereza. La que aparece coronada de rosas y envuelta en perfumes es Hedoné: Voluptuosidad. La de ojos esquivos y mirada huidiza es Anoia: Demencia. Tryfe: Apatía, es conocida por su tersa piel y su torneado cuerpo.
Estos dos dioses que ven entre las ninfas, uno se llama Komom: Festín, y el otro Negreton Hypnon: Sueño profundo. Insisto, con la ayuda fiel de esta servidumbre, someto a mi imperio todo cuanto existe, llegando a mandar sobre los mismos emperadores.
X
Ya conocen mi origen, mi crianza y mi séquito. Ahora escuchen con atención, que nadie crea que usurpo el título de Diosa, y verán los grandes favores que otorgo a dioses y a hombres, y cuántos reconocen mi divinidad. Ya que si ser dios consiste en ayudar a los mortales, como ha escrito acertadamente alguien, fueron pocos entre los dioses quienes proporcionaron a los mortales pan y vino o algún otro alivio, ¿por qué yo no podría ser llamada el alfa de todos los dioses? ¿Por qué no debería ser considerada como tal al ser la única que supero a todos en cualquier clase de bienes?
XI
Y ante todo, ¿puede haber algo más dulce y valioso que la vida misma? ¿Y a quién asignar su origen sino a mí? No es la lanza de Palas, hija de padre poderoso, ni el escudo de Júpiter tonante lo que engendra y propaga la especie humana. El mismo padre de los dioses y rey de los hombres, que con un simple movimiento de cabeza hace temblar al Olimpo, cuando quiere hacer lo que siempre hace, o sea, engendrar hijos, tiene que deponer su triple rayo, cambiar su faz tiránica, terror de todos los dioses y ponerse la máscara de simple bufón.
Por su parte, los estoicos se creen casi dioses. Muéstrenme, por favor, un estoico que lo sea tres, cuatro y hasta seiscientas veces más que los demás. A este hombre que se deja su barba de chivo como señal de sabiduría, le haré deponer su orgullo, suavizar el ceño; dejar a un lado rígidas doctrinas, e incluso hacer tonterías y extravagancias. Es a mí, y a mí sola, a quien deberá acudir ese sabio si quiere ser padre.
¿Y por qué no debo hablarles con la sinceridad que me caracteriza? Díganme, ¿son acaso la cabeza, el rostro, el pecho, las manos, las orejas, partes que se consideran honestas las que engendran a dioses o a hombres? Pienso que no; en cambio, la propagadora de la raza humana es aquel órgano tan ridículo y absurdo que no se puede nombrar sin reírse; tal es la fuente sagrada de donde todos recibimos la vida y no ¡aquel número cuaternario de los pitagóricos!
Y si no, díganme: ¿qué hombre ofrecería su cuello al yugo del matrimonio si, como hacen esos sabios, meditase los inconvenientes de ese género de vida? ¿O qué mujer se entregaría a un varón si conociese o pensase previamente en los dolores de parto o en las molestias de la crianza de los hijos? Por lo tanto, si deben la vida al matrimonio, y éste se lo deben a mi acompañante Anoia, la demencia, entonces comprenderán lo mucho que a mí me deben. ¿Y qué mujer que ya haya experimentado esto una vez, volvería a repetirlo sin la ayuda de Lethe, el Olvido? Ni Venus, diga lo que diga Lucrecio, podría negar que, sin la ayuda de nuestro poder, su influencia quedaría disminuida e inútil.
En resumen: de ese juego nuestro, embriagador y ridículo, proceden los estirados filósofos y su progenie actual, quienes el vulgo llama monjes o frailes, los reyes vestidos de púrpura, los piadosos sacerdotes y los tres veces santos pontífices. Y por último, toda la corte de dioses celebrados por los poetas, tan numerosos que el mismo Olimpo, con ser tan ancho, apenas si puede contenerlos.
XII
De nada serviría haber comprobado que soy el germen y la fuente de la vida, si no les demuestro también que todo lo que hay en ella de agradable se debe a mi generosidad. ¿Les parece que puede haber, y ser considerada como tal, una vida sin el placer? Veo que aplauden. Sabía que ninguno de ustedes era tan sensato -iba a decir tan insensato, pero diré tan sensato- como para no pensar como yo.
Porque ni siquiera los estoicos desprecian el placer, aunque traten de disimularlo y no dejen de dirigir contra él mil diatribas ante la gente. Con esto sólo buscan aterrorizar a los demás para ellos disfrutar mejor a sus anchas. Si no, qué me digan, por Júpiter: ¿hay algún momento de la vida que no sea triste, aburrido, desagradable, estúpido o tedioso, si no le agregan el placer, que es el condimento de la estupidez? De esto puede ser justo testigo el nunca bastante valorado Sófocles, quien hizo de mí este muy hermoso elogio:
Vida tan feliz,
la de quienes no piensan en nada.
La ignorancia proporciona la vida más feliz.
XIII
Todo el mundo sabe que la edad más feliz y, con mucho, la más alegre es la infancia. ¿Qué hay en los niños que nos incita a besarlos, abrazarlos y a acariciarlos, y que incluso los mismos enemigos les otorguen auxilio? ¿No es acaso la sencillez de la estupidez con que la sabia naturaleza ha dotado a los recién nacidos a fin de reparar de forma satisfactoria los sacrificios de sus educadores y de quienes los cuidan? ¡Y qué decir de la juventud que sigue a la infancia! ¡Qué divertida es para todos! ¡Qué generosamente la ayudan todos, cómo se preocupan por abrirle camino, qué afectuosamente se le tienden las manos! Y ahora pregunto: ¿de dónde le viene ese encanto a la juventud? ¿De dónde sino de mí? Veo, efectivamente, que la falta de sensatez en ellos los hace menos aborrecibles.
Mentiría si no dijese que, en cuanto los jóvenes se hacen mayores y alcanzan la discreción de los adultos, a través de la experiencia y el estudio, se marchita su belleza, su entusiasmo se disipa, se apaga su gracia y tiembla su fuerza. Cuanto más se apartan de mí, menos viven, hasta dar con la molesta vejez como para los demás. Ningún mortal podría soportar esto si yo no estuviera una vez más al auxilio de tantas miserias. Como los dioses de los poetas auxilian diligentes a quienes están a punto de morir con alguna metamorfosis, así yo, cuando veo a alguien cerca de la tumba, en cuanto me es posible lo restablezco en la infancia. De ahí que la expresión popular que llama a la vejez segunda infancia sea acertada.
Y si alguien está interesado en saber la fórmula de tal cambio, no seré yo quien se la esconda: los llevo hasta el manantial de nuestro río Letheo (Olvido) que nace en las mismas Islas Afortunadas -aunque por el infierno sólo fluye un riachuelo, afluente del mismo-. Ahí, mientras beben a grandes tragos el agua del olvido, poco a poco se van esfumando las preocupaciones del espíritu y se vuelven como niños.
Sin embargo, dirán: es que los ancianos alucinan y desvarían . Es verdad. Y eso mismo es convertirse en niños. ¿Es que ser niño es algo más que delirar y hacer tonterías? ¿No es justamente la falta de sentido en ellos lo que más nos gusta? ¿Quién no desprecia y rechaza como algo monstruoso a un niño dotado con la discreción de un adulto? Prueba de esto es el conocido refrán popular: Detesto a un niño de precoz sabiduría ; ¿alguien soportaría la relación y trato de un anciano que, a su gran experiencia mundana, juntase también fuerza mental y agudeza de juicio? Sí, el anciano desvaría y es un favor que yo le hago. Pero este viejo loco mientras tanto se encuentra libre de la angustia que oprime al sabio. También goza de tomar una copa. No siente el tedio de la vida, ese tedio que apenas puede soportar la edad más vigorosa. Como aquel viejo personaje de Plauto, a veces tiene nostalgia de las tres letras de Amo , ¡pero si estuviese en sus cabales sería tan desdichado! Y, con todo, es feliz gracias a mi favor, sus amigos lo quieren y es grato compañero de fiestas. Efectivamente, advertimos en Homero cómo fluían palabras más dulces que la miel de la boca de Néstor, mientras que la de Aquiles era amarga. Y el mismo autor nos describe a los ancianos sentados al borde de las murallas desgranando apacibles palabras .
Entonces, podemos sostener que los viejos superan a la misma infancia, ciertamente, una edad feliz, pero ingenua y desprovista de un aderezo tan importante para la vida como la tertulia. A esto agréguese que los ancianos disfrutan mucho con los niños y éstos, a su vez, se divierten un montón con los viejos, Dios junta a cada oveja con su pareja . ¿Hay alguna diferencia entre ellos si no son las arrugas del anciano y su mayor número de cumpleaños? Y por otro lado, todo los asemeja: el pelo blanco, la boca sin dientes, la estatura pequeña, el gusto por la leche, el balbuceo, la cháchara, las estupideces, el olvido, la falta de reflexión; todo en suma. Más se parecen a la infancia cuanto más ingresan en la vejez. Hasta que, como niños, les llega el momento de emigrar de esta vida sin el tedio de vivir y sin percatarse de la muerte.
XIV
Quien quiera que venga y compare mis favores con las metamorfosis obradas por los demás dioses. No recordaré lo que hacen cuando están enojados; sólo diré lo que hacen a aquéllos a quienes son favorables. Suelen convertirlos en árboles, en aves, en cigarra y hasta en serpiente; ¡como si no fuese morir un poco ser transformados!
En cambio, yo restablezco al hombre a la mejor y más feliz edad de su vida, y estoy segura de que, si los mortales cortaran cualquier contacto con la sabiduría y vivieran siempre a mi lado, no habría vejez, y disfrutarían de juventud eterna.
¿No ven a esos hombres lúgubres, enfrascados en problemas filosóficos u otros temas importantes, ya envejecidos antes de alcanzar la juventud? Debo creer que las preocupaciones y la excesiva concentración de su mente les han secado el cerebro y la vitalidad. Por el contrario, observen qué gordos, lucidos y relucientes están mis bufones, como si fuesen puercos de Acarnania, como se dice vulgarmentes. Nunca sentirán los problemas de la vejez, a menos que, como sucede a veces, se contaminen con la compañía de los sabios. Sin embargo, ¡qué frágil es la vida humana, que no permite la plena felicidad!
A esto agréguese la clarividente afirmación del refrán popular: Sólo la estupidez es la única que detiene el fugaz paso de la juventud e impide el molesto avance de la vejez .
Ya se sabe que los nativos del Brabante, al contrario de los demás hombres a quienes el paso de la edad los hace más cuerdos, se van atontando a medida que se acercan a la vejez. Ahora bien, no hay otro pueblo que disfrute más de la diversión y que se vea afectado menos por la tristeza de la vejez. Próximos y vecinos a ellos, tanto por el lugar como por su forma de vida; son mis holandeses. ¿Míos?, sí, míos; y tan apasionados seguidores míos que con justicia han merecido el apodo que les dan comúnmente y del que no sólo no se avergüenzan sino que hasta celebran.
¡Vayan, locos mortales, en busca de Medea, de Circe, de Venus y de Aurora y de esa fuente desconocida que restituye la juventud! ¡Pero sepan que yo sola tengo el secreto y lo abro! Yo tengo aquel filtro famoso con el cual la hija de Menón prolongó la juventud de su abuelo Titón. Yo soy aquella Venus que rejuveneció a Faonte para que Safo se enamorara perdidamente de él. Si existen, mías son las hierbas, míos los conjuros, mía aquella fuente que no sólo restituye la juventud perdida, sino lo que es mejor, conserva la juventud eterna.
Si conmigo aceptan en que no hay nada mejor que la juventud ni más detestable que la vejez, creo que me deben estar agradecidos por prolongar tanto bien y apartar tan gran mal.
XV
Y ¿para qué hablar más de los mortales? Miren al cielo y maldigan mi nombre si encuentran a un dios que no sea despreciable y repugnante, a menos que esté bajo mis cuidados. ¿Por qué ven siempre a Baco como un muchacho de cabellera ondulante? Sencillamente porque es un insensato y borracho; y porque se pasa la vida en banquetes, bailes, cantos y juergas, sin tener ningún contacto con Palas. Está tan lejos de ser considerado como sabio que disfruta de ser difamado y burlado. No se ajusta con él aquel proverbio que lo llama estúpido, y que dice: más tonto que Mórico . Este apodo de Mórico se le puso porque los insolentes campesinos embadurnaban con mosto e higos la estatua sedente de Baco a la puerta de su templo. ¿Pero es que la comedia antigua deja de insultarlo? Le dicen: ¡Dios estúpido, estirpe digna de la ingle de Júpiter!
Sin embargo, ¿no es mejor ser vano y estúpido como éste, y estar siempre de fiesta, siempre joven, siempre listo para la juerga y para provocar la alegría, que ser como aquel Júpiter astuto, para todos temible, o como Pan, que todo lo confunde con sus convulsiones, o el tiznado Vulcano, siempre escuálido por el ajetreo de su fragua, o la misma Palas, siempre terrible, por su lanza, su gorgona y su siniestra mirada?
¿Por qué Cupido es siempre niño? ¿Acaso no es porque es un bromista que hace y piensa todo al revés? ¿Y por qué la dorada Venus conserva intacta su belleza? Sencillamente porque tiene algún parentesco conmigo, ya que no hay más que mirarle la cara para descubrir en ella el calor de mi padre. Por algo Homero la llama la purpúrea Afrodita. Y si debemos creer a los poetas y a sus adversarios, los escultores, siempre está riendo. ¿A qué diosa los romanos adoraron más vehemente que a Flora, madre de toda voluptuosidad?
Por lo tanto, si alguien quiere revisar la vida de los dioses severos en Homero y en los demás poetas, encontrará la estupidez en todas partes. ¿Será necesario que me explaye en las andanzas de los otros dioses, cuando conocen de sobra los amoríos y desatinos de Júpiter tonante? ¿Es que no saben cómo la casta Diana, olvidada de su sexo, se dedicaba a la caza de Endimión, perdida como estaba por él? Prefiero que lo oigan de la boca de Momo, a quien antes, frecuentemente, solían escuchar. Pero también se sabe cómo lo arrojaron a la tierra no hace mucho tiempo junto con Ate, porque sus salidas inoportunas resultaban indudablemente incómodas para la felicidad de los dioses. Desde entonces, ningún mortal quiere asilar a este proscrito. Todavía es mucho más dificil encontrárselo en los palacios de los príncipes, donde por el contrario reina mi amiga Kolakía, la adulación, que se lleva ciertamente tan mal con Momo como el cordero y el lobo. Ya sin él, los dioses pudieron entregarse más lujuriosa y licenciosamente, sin ningún censor, como cuenta Homero, a hacer lo que quisieran.
¿Qué clase de bromas hace este Príapo desde la higuera? ¿Quién no se ha reído con los trucos y juegos de manos de Mercurio? Vulcano mismo acostumbraba a hacer de bufón en los banquetes de los dioses y alegraba la ronda de los bebedores no sólo con su cojera, sino con sus ocurrencias y sus chistes ridículos. ¿Y qué decir de aquel viejo verde, Sileno, que le gustaba bailar el córdax al son de la lira con Polifemo? Mientras tanto, las ninfas bailan la Gimnopaidía , los sátiros semicaprinos representan farsas atelanas y Pan divierte a todos los que prefieren oír su aburrida cancioncita antes que a las mismas musas, sobre todo cuando el néctar comienza a emborrachar a los asistentes. ¿Para qué recordar ahora lo que hacen los dioses, bien bebidos después de los banquetes? Es algo tan estúpido que, ¡por Hércules!, no puedo dejar de reír. Sin embargo, quizá sea mejor recordar a Harpócrates, no sea que nos esté espiando algún dios desde el Parnaso córico cuando contamos cosas que ni el mismo Momo pudo relatar libremente.
XVI
Ya es hora de dejar a los dioses en el cielo para regresar a la tierra, como hace Homero, donde no veremos nada alegre y placentero que no sea ciertamente gracias a mí. Y lo primero que se advierte es cuán sabiamente la Naturaleza, madre y artífice del género humano, ha cuidado de que no falte el condimento de la estupidez o la insensatez.
Si admitimos la definición de los estoicos, sabiduría no es más que dejarse llevar por la razón; y estupidez es ser arrastrado por las pasiones. Entonces, ¿cómo se explica que para que la vida no sea tan triste y lúgubre Júpiter haya colocado en ella más dosis de pasión que de razón? ¿No es igual a comparar una onza con una libra?
A su vez, si se piensa bien, relegó la razón a un pequeño rincón de la cabeza, mientras dejó el cuerpo al dominio de las pasiones. Enfrentó a dos tiranos muy potentes dentro de cada uno de nosotros: la ira, situada en la fortaleza del pecho, para así dominar mejor el corazón, fuente de la vida; y la concupiscencia, que extiende su gran imperio hasta los genitales.
La vida del hombre muestra, claramente, lo que puede hacer la razón contra el ímpetu combinado de estos dos ejércitos enemigos. Lo único que puede hacer es gritar hasta enronquecer, dictando normas de honestidad. Pero ellos se burlan de su reina y soberana y gritan más desaforadamente, hasta que cansada abandona y se entrega.
XVII
Al hombre debía favorecérsele con un poquito más de razón para que pudiese tomar resoluciones dignas de él, -ya que está llamado a manejar los asuntos de la vida-. Para tal propósito, me llamó Júpiter a conversar y, como antes, le di un consejo digno de mí. Le propuse que le diera una mujer, -animal ciertamente estúpido e incapaz, pero lleno de gracia y dulzura-. Su presencia en el hogar condimenta y endulza con su estupidez la rigidez del carácter masculino. La aprensión que parece tener Platón sobre si se debe clasificar a la mujer entre los animales racionales o los irracionales, no busca más que mostrar la suprema estupidez de su sexo. Y si, por casualidad, alguna mujer quiere ser considerada como sabia, no consigue más que ser doblemente estúpida, como si -aunque no le guste a Minerva- alguien tratara de arrastrar a un buey a luchar en la arena. Efectivamente, quien contra la naturaleza fuerza su manera de ser y adopta unas cualidades fingidas, duplica su carencia. Ya el refrán griego lo indica: Una mona es una mona, aunque se vista de púrpura, y una mujer será siempre mujer, o sea, estúpida, cualquiera que sea la máscara que utilice.
Sin embargo, supongo que las mujeres no son tan tontas como para enojarse conmigo por el simple hecho de que yo misma, mujer, la estupidez, les critique su estupidez. Ya que, si lo examinan bien, se darán cuenta de que a partir de la estupidez son en muchos aspectos más favorecidas que los hombres. En primer lugar, tienen el atractivo de su belleza, -que ellas saben valorar por encima de todo-, con cuyo encanto tiranizan a los mismos tiranos. ¿El carácter de cordura no es por cierto el que exige al hombre ese aspecto de descuido, la piel de oso, la barba enmarañada y la apariencia anticipada de anciano? ¿La mujer no conserva acaso las mejillas resplandecientes, la voz fina, el cutis delicado, inmutable recuerdo de la juventud eterna?
¿Y qué otra cosa quieren en esta vida más que gustar a los varones lo más posible? Si no, ¿para qué tanto cuidado, tanto maquillaje, baño y peinado, tantas cremas y perfumes, y ese arreglarse, pintarse y ensombrecer la cara, los ojos y la tez? Y pregunto, ¿esa loca coquetería no es lo que las hace triunfar sobre los hombres? No hay nada que los hombres no dispensen a las mujeres. Y ¿a cambio de qué? Sólo el placer. Sólo su loca vanidad es lo que les encanta en ellas. Piense de esto lo que quiera, nadie negará la cantidad de estupideces que el hombre dice a una mujer y las tonterías que hace cuando intenta seducirla y poseerla.
XVIII
Hay varones, sobre todo viejos, que prefieren el vino a las mujeres, y que se divierten en las mesas de bebedores. Resuelvan otros si puede haber sin mujeres un gran banquete; pero algo es verdad: no hay buena comida si no va rociada de cierta estupidez. Efectivamente, si no hay convidado que haga reír con verdadero o fingido humor, se paga a un bufón o se invita a un pedigüeño grotesco para que con sus estúpidas ocurrencias espante al silencio y a la tristeza del salón. Díganme, ¿tiene algún propósito atiborrar el estómago de dulces, golosinas y exquisitos platos, si al mismo tiempo ojos, oídos y espíritu no se deleitan con risas, bromas y chistes?
Y aceptarán que, metidos en harina, yo soy la única que gobierno el asilo. ¿Quién sino yo organiza la ceremonia del banquete, la elección del rey al azar, los dados, los brindis recíprocos, la ronda interminable de las copas, los cantos, bailes y gestos de los invitados coronados de mirto? No fueron concebidas por los siete sabios de Grecia, sino por mí, para diversión de la humanidad. Por lo tanto, se diría que cuanta más estupidez estos entretenimientos amontonan, tanto más favorecen a la vida humana que, si es triste, ni merece llamarse vida. Y no dejará de ser triste hasta que con esta clase de diversiones espanten al tedio, gemelo de la tristeza.
XIX
No desconozco que hay personas que repudian este tipo de placeres y que buscan diversión en el afecto y compañía de los amigos. Sostienen que la amistad está por arriba de todo, ya que ni el aire, ni el fuego, ni el agua pueden comparárselo. Su alegría es tal que anularla sería como anular el sol; y si viene al caso, tan noble que ni los mismos filósofos dudan en clasificarla entre los bienes más fundamentales. Y ... ¿si compruebo que también yo soy el alfa y el omega de esta gran virtud? Y ciertamente que lo comprobaré, no por el silogismo del cocodrilo, ni del sorites cornudo, o del ceratines, o con cualquier otro artificio dialéctico, sino de manera vulgar y señalando con el dedo. ¿Acaso esa especie de afecto y admiración por alguno de los vicios de los amigos como si fueran virtudes un poco no se parece a la estupidez, la complicidad, la hipocresía, la alucinación y debilidad?
¿No es estupidez acaso ese beso en el lunar de la amiga, o el disfrute de la verruga nasal de su querida? ¿O cómo considerar ese estrabismo del padre que ve a su hijo levemente tuerto? Repítase dos y tres veces que es pura estupidez y, sin embargo, aceptemos que es la única que une y mantiene unidos a los amigos.
Lógicamente hablo del común de los mortales, de aquéllos que ninguno nace sin defectos y el mejor es el que menos se ve mortificado por ellos. Pero entre esos sabios divinizados, la amistad no se crea o transcurre de manera aburrida o triste. Y sólo entre unos pocos. Aunque sería mejor decir ninguno, ya que la amistad sólo se da entre iguales y la mayoría de los hombres tiene sus momentos locos y delira de varias formas. Si aparece entre estos austeros hombres una benevolencia recíproca alguna vez, nunca puede ser duradera y firme, lo que no debe sorprender en gente tan maliciosa y con vista tan penetrante como el águila o la serpiente de Epidauro para resaltar los errores de los amigos. La ceguera no permite ver sus propios errores y no ven la alforja que les cuelga a la espalda. Así es la naturaleza humana, que no deja sin grandes defectos ni a los sabios. Y asimismo hay tanta diferencia de edades y de interés, tantas caídas y errores, tantos cambios en la vida que uno se pregunta: ¿es posible que pueda existir ni durante una hora siquiera la alegría de la amistad entre estos Argos sin eso que los griegos llamaban euezeia que puede traducirse como simpleza , o buenas maneras? ¿Acaso el ciego Cupido no es responsable y animador de toda relación amistosa, él que ve lo feo como hermoso?; ¿y quien hace que cada uno de nosotros encuentre hermoso lo que tiene, que el viejo ame a su vieja y el muchacho a su chica? Todo el mundo sabe y se burla de estas cosas y, no obstante, por absurdas que sean, hacen la vida amable y unen y agrupan a los humanos.
XX
Lo apuntado de la amistad hay que trasladarlo con mucha más razón al matrimonio. ¿No es el matrimonio la unión de dos personas de por vida? ¡Dios santo, qué divorcios habría, o algo peor, si la diaria intimidad doméstica de marido y mujer no se sostuviera y alimentara gracias a la adulación, lisonjas, tolerancias, astucias y fingimientos! ¿ Creen que si el novio investigase cautamente a qué clase de juegos se había entregado esa muchachita, al parecer tan educada y decente, antes de casarse, habría matrimonio? Y ¿piensan que permanecerían unidos muchos de ellos si muchas de las aventuras de las mujeres no quedaran ocultas por el descuido estúpido de sus maridos?
Efectivamente, a la estupidez todo esto se le atribuye. Y además debemos reconocerle que, gracias a ella, la esposa sea atractiva al marido y éste a su mujer, la casa se mantenga tranquila y haya armonía. Es centro de risa y de burla, se lo llama cornudo, ciervo y qué sé yo cuántas cosas más, mientras bebe las lágrimas de la muy puta. Pero ¿no es mejor y más feliz vivir así engañado que sufrir unos permanentes celos que todo lo revuelven y lo exageran?
XXI
En resumen, sin mí no habría ningún tipo de sociedad ni relación humana agradable y firme. Sin mí el pueblo no soportaría por mucho tiempo a su gobernante, ni el amo al sirviente, la criada a la señora, el maestro al discípulo, el amigo al amigo, la mujer al marido, el propietario al inquilino, el camarada al camarada, el anfitrión al invitado. Indudablemente, no podrían tolerarse si recíprocamente no se engañaran, halagándose unas veces, consintiendo otras, y por último -digámoslo así- untándose con la miel de la estupidez. Sé que en esto les parece que voy demasiado lejos, pero oirán mayores cosas todavía.
Segunda parte
Habla la estupidez
XXII
Les pregunto: ¿quien se odia a sí mismo puede amar a alguien? ¿Quien no está de acuerdo consigo mismo puede asentir con cualquiera? ¿Qué alegría puede ofrecer a otro quien se considera molesto y aburrido? Creo que nadie respondería afirmativamente, a menos que sea más estúpido que la misma estupidez.
Pero ¿qué ocurriría si quisieran desprenderse de mí? Que nadie podría tolerar a otro. Y a su vez, cada uno sentiría tal asco de sí mismo que encontraría sus modos despreciables y resultaría insoportable a sí mismo. Fíjense en la naturaleza, en muchos aspectos más madrastra que nadie, y verán cómo ha sembrado en el carácter de los hombres, sobre todo en el de los más atolondrados, el vicio de despreciar lo suyo y de fascinarse por lo ajeno. Esto hace que todos los atributos, todo el atractivo y belleza de la vida se corrompan y se extingan. ¿De qué vale tener buen modo, principal regalo de los dioses inmortales, si está podrido por la envidia? ¿Para qué sirve una juventud consumida por el morbo vetusto de la tristeza? Si no existiera esta Filautía o amor propio, a quien reconozco como mi hermana legítima, y que encuentro en todas partes, ¿qué nobleza podrías obrar en tu vida y en la de los demás? Actuar con modestia es propio no sólo del arte sino de toda acción; ¿habrá algo más estúpido que gustarse y sentir admiración por uno mismo?
Por el contrario, ¿piensas que se puede realizar algo bello, con gracia y simpatía si te avergüenzas de ti mismo? Suprime esa salsa de la vida y rápidamente la palabra del orador será fría, el músico al público dejará indiferente con sus notas, se chiflará a la gesticulación del cómico, se mandará al carajo al poeta con sus Musas, el abucheo volverá sordo al pintor con su arte y el médico se morirá de hambre con sus remedios. En fin, te mostrarás feo como Tersites y viejo como Néstor en vez del elegante Nireo y del joven Faón; un cerdo en vez de Minerva, un mudo y un vulgar en vez de un hombre elocuente y educado: lo que comprueba que cada uno tiene la necesidad de una buena opinión propia, además de procurarse una pequeña estima antes de que pueda dominar la de los demás.
y para finalizar, diré que si lo más importante de la felicidad es ser lo que se quiere ser, entonces, mi querida Filautía ha proporcionado esto en exceso. Efectivamente, ella hace que nadie se arrepienta de su imagen, de su carácter, familia, lugar, posición, ni de la patria. Hasta tal punto que ningún irlandés querría transformarse en un italiano, ni un tracio en un ateniense, ni el escita en los habitantes de las Islas Afortunadas. ¡Tan grande es el cuidado de la naturaleza que todas las cosas están equilibradas en medio de tanta variedad! Y donde ella se ha sido menos generosa con sus regalos ahí mismo mi Filautía suele agregar una chispa más de ingenio. Pero qué tontería estoy diciendo. Si lo pensamos bien, la Filautía es su mayor bien. Para concluir, diré que no encontrarán nada realizado sin mi inspiración, ni se ha acometido ninguna empresa noble sin que yo sea responsable.
XXIII
¿Acaso la guerra no es la semilla y el origen de las más celebradas hazañas? Pero ¿hay algo más insensato que arrojarse, sean cuales sean los motivos, a una pelea de este tipo, si las partes en lucha siempre sacan más perjuicio que provecho? De los que caen, ni una palabra, como ocurrió con las de Megara. Y después cuando se enfrentan los ejércitos armados, y resuena la ronca música de las trompetas, díganme, ¿para qué sirven esos sabios llenos de problemas, cuya sangre fría y sin vida apenas si los mantiene en pie? Jóvenes sanos y fuertes es lo que necesitamos para la cuestión. Hombres llenos de valor y con nada de juicio. Indudablemente, siempre habrá quien prefiera a Demóstenes, que siguiendo el ejemplo de Arquíloco apenas divisó al enemigo tiró el escudo y huyó; ¡tan cobarde soldado como brillante orador!
Se dirá que las guerras las gana la capacidad y el criterio. Es verdad, si hablamos del general, que debe tener un talento militar, no filosófico. Por lo tanto, se sabe que tan famosas hazañas no las realizan las genialidades de los filósofos. Más bien son producto de parásitos, bribones, ladrones, sicarios, tramposos, deshonestos, estafadores y toda esa ralea humana.
XXIV
El mismo Sócrates es un ejemplo de la torpeza de estos filósofos para las cosas de la vida, considerado como el único hombre sabio por el oráculo de Delfos, aunque sin ningún motivo. Cuando en determinada ocasión trató de defender cierto asunto en público, tuvo que ocultarse en medio de la risotada general. No obstante, digamos que este hombre en un punto fue lo bastante sensato como para rechazar el título de sabio , asignándoselo a Dios. Asimismo, sostenía que el hombre sabio no debía participar de la política. Aunque quizá debiera haber ido más lejos y sugerir a quien quiera contarse en el número de los hombres que abandonase a la sabiduría. ¿No fue la sabiduría la que lo llevó a beber la cicuta después de las acusaciones? Cuando filosofaba sobre las nubes y las ideas, cuando medía el salto de una pulga o estudiaba el zumbido de un mosquito, se le escapaba todo lo inherente a la vida.
¿Qué podemos decir de su discípulo Platón, abogado excelente, que acudió a defenderlo cuando su cabeza peligraba? Perdido y pasmado por el tumulto de la chusma, apenas si pudo articular el primer período. Y ¿para qué hablar de Teofrasto? Cuando se presentaba a hablar ante una asamblea, de repente se quedó mudo como si hubiera visto al lobo. En tiempo de guerra, Isócrates habría enardecido a los soldados, pero era tan tímido que nunca se atrevió a abrir la boca. El padre de la elocuencia romana, Cicerón, comenzaba siempre a hablar en un increíble estado de nervios, casi como un niño balbuciente. Fabio Quintiliano interpreta esto como señal de un orador inteligente y consciente del peligro que corría. Pero al hablar así, ¿no está aceptando abiertamente que la sabiduría se opone a la buena gestión de los cuestiones? Si la gente se desfallece de miedo cuando tiene que lidiar con las simples palabras, ¿qué haría si tuviera que empuñar las armas?
Y lo que más llama la atención, Dios santo, es que todavía se siga celebrando aquella frase famosa de Platón:
Felices los Estados en que los filósofos son reyes o los reyes filósofos.
Porque si revisas la historia, advertirás que no ha habido peor calamidad para los Estados que cuando el poder ha caído en manos de gobernantes tocados por la filosofia o apegados a la literatura. Los dos Catones son prueba de esto: uno amenazó la paz de la República con sus denuncias insensatas, y el otro arruinó la libertad del pueblo romano al querer protegerla con sobrada sabiduría. A éstos puedes agregar los Brutos, los Casios, los Gracos y al mismo Cicerón, que fue tan nocivo a la República romana como lo fuera Demóstenes para Atenas. En cuanto a Marco Aurelio, aceptemos que fue un buen emperador, cosa que yo podría refutar diciendo que su misma condición de filósofo lo volvía impopular e insoportable a sus ciudadanos. Aceptemos que fue bueno, pero evidentemente hizo más mal a Roma, dejando el hijo que dejó, que bien con su gobierno.
Efectivamente, este tipo de hombres día y noche entregados a la sabiduría son en todo muy infelices, sobre todo a la hora de engendrar hijos. Supongo que con esto la naturaleza quiere prevenirse de que el mal de la sabiduría no se extienda entre los hombres. Ya que se sabe que el hijo de Cicerón fue un degenerado, y que los hijos de aquel gran sabio que fue Sócrates se parecían más a su madre que a su padre, o sea, que como oportunamente alguien consignó: eran estúpidos.
XXV
En todo caso, resultaría soportable que estos filósofos fuesen como burros tocando la lira en las cuestiones públicas, si en los demás problemas de la vida también no fuesen inútiles.Invita a comer a un sabio y aburrirá a cualquiera con su silencio lúgubre o con preguntitas impertinentes. Llévalo a una fiesta, y te parecerá un camello dando vueltas. Lánzalo a un espectáculo público y su misma cara borrará la alegría del pueblo. Tendrá que abandonar el teatro sin poder desarrugar el entrecejo como el sabio Catón. Su participación en una charla es como la del lobo en la fábula; si se trata de comprar, de hacer un contrato, o en fin, cuando hay que hacer una de esas inevitables cosas de la vida cotidiana, lo que tienes delante no es un hombre, sino un tronco. Es tan inservible para sí mismo, para su familia y para el país, porque desconoce las cosas más básicas, y está alejado de la opinión pública y de las costumbres del pueblo.
No debe llamar la atención que genere resentimiento contra él, especialmente por la incompatibilidad de vida y de ideas. ¿Es que en este mundo ocurre algo que no sea estupidez, hecha por estúpidos y entre estúpidos? Si alguien quiere ir contra corriente, yo le sugeriría que siga el camino de Timón y se retire al desierto, donde pueda disfrutar a solas de su propia sabiduría.
XXVI
Regresaré a mi tema preguntando: ¿qué impulso ha dirigido a hombres salvajes salidos de la roca y de los árboles a crear una sociedad sino la adulación? Eso y no otra cosa es lo que representa la lira de Anfión y de Orfeo. ¿Y qué es lo que condujo a la armonía ciudadana al populacho romano, cuando lo peor parecía ineludible? ¿Quizás un alegato filosófico? De ningún modo. Fue una tonta e infantil fábula sobre el vientre y otras partes del cuerpo. El mismo fin tuvo el cuento de Temístocles sobre la alimaña y el erizo. ¿Es que el discurso de cualquier sabio hubiera tenido tanto efecto como tuvo la ficción de la cierva de Sertorio o la de los dos perros de Licurgo y aquella otra, tan graciosa, sobre la forma de arrancar los pelos de la cola del caballo? No diré nada de Minos ni de Numa, que manipularon a la masa estúpida a base de ficciones fantásticas; estupideces. como éstas son las que exacerban a esa poderosa e inmensa bestia que es el pueblo.
XXVII
Insisto: ¿qué sociedad adoptó las leyes de Platón o Aristóteles o los preceptos de Sócrates? ¿Se puede saber qué es lo que llevó a ofrecerse en sacrificio a los dioses manes, a los Decios? ¿No fue la jactancia la que arrastró a Quinto Curcio hasta el abismo, la más dulce de las sirenas, y también la más reprobada por estos sabios? Dicen ellos que no hay nada tan estúpido como que un candidato complazca al pueblo y trate de comprar su voto con dádivas, persiga el aplauso de una sarta de estúpidos, se sienta complacido de sus exaltaciones y se deje llevar en triunfal desfile, como estandarte al viento, para concluir representado en el foro en estatua de bronce. Incluye la aceptación de nombres y apellidos. Incluye los honores divinos tributados a este hombrecito, y agrega que a los tiranos se eleve al rango de dioses más criminales en ceremonias oficiales. ¿Quién puede negar que todo esto es absolutamente absurdo, y que ni con el mismo Demócrito alcanzaría para ridiculizarlo? Y, no obstante, de aquí surgieron las hazañas de extraordinarios héroes, colocados en los escritos de tantos prestigiosos hombres por las nubes. Esta misma insensatez crea naciones y sostiene imperios, autoridades, la magistratura, la religión, los consejos y los tribunales. En fin, toda la vida humana no es más que una especie de ejercicio de la estupidez.
XXVIII
Hablemos ahora de las artes. ¿La sed de gloria no es la que inspira al ingenio de los mortales a descubrir y a proporcionar a la posteridad tantas disciplinas consideradas magníficas? Para alcanzar un poco de gloria -el más vano de los logros-, ha habido hombres que se han impuesto vigilias, trabajos y sudores, comprobando con esto ser totalmente insensatos. Y, no obstante, a la insensatez o estupidez deben una facilidad notable de la vida, exquisito don, que es el poder disfrutar de la insensatez ajena.
XXIX
Entonces, ¿qué opinan si ahora defiendo la prudencia, después de haberme apropiado de la gloria del valor y del ingenio? Quizás alguien considere que es lícito mezclar el agua y el fuego de esta manera. Pero estoy segura de lograrlo si continúan prestando atención y sus oídos como hasta ahora lo han hecho.
Para empezar, diré que si la prudencia es el resultado de la experiencia, ¿a quién corresponde aplicar tal honor?, ¿al sabio incapaz de comenzar nada, tanto por su sentido de la dignidad, tanto por su miedo natural, o al insensato que no se detiene ante nada, ni por propia dignidad, que no posee, ni por miedo al peligro, que no advierte?
El sabio se ampara en los libros de los antiguos, de los cuales aprende puros juegos de palabras. En cambio, el insensato todo lo experimenta, y afronta cara a cara a los peligros, y así, si no me equivoco, obtiene la verdadera prudencia. Ya esto lo vio Homero, aunque era ciego, al sostener que el tonto aprende por los hechos . Sin embargo, existen dos dificultades principales para lograr la experiencia de las cosas: detenninada reserva que confunde la mente, y el miedo que en cuanto percibe el peligro se rehúsa a actuar. En cambio, la estupidez, generosamente, protege de ambos problemas. Son pocos los mortales que advierten las ventajas que significa el verse libre de escrúpulos y estar listo para cualquier aventura. Pero si alguien prefiere llamar prudencia a la que se basa en un juicio justo de las cosas, por favor, escúchenme, y les diré lo lejos que están de ella quienes presumen tenerla.
Nadie desconoce que todas las cosas humanas, como los silenos de Alcibíades, tienen dos caras, diferentes completamente. Lo que aparentemente es, como si dijéramos, muerte, es vida visto desde dentro, e inversamente: la vida es muerte. La belleza, fealdad; la riqueza, pobreza; la vergüenza, gloria; la sabiduría, ignorancia; la fuerza, debilidad; la nobleza, vulgo; la felicidad, tristeza; la buena fortuna, desgracia; la amistad, enemistad; la salud, enfermedad. En resumen, si abres el sileno, inmediatamente todas las cosas quedarán cambiadas. Quizás alguien piense que he expresado esto demasiado filosóficamente; entonces, para que se me entienda, lo diré abiertamente.
Todos aceptan que un rey es alguien rico y poderoso. Pero si los bienes del espíritu le faltan, y si no satisface su codicia con nada, entonces, es el más pobre. Y si, asimismo, una larga serie de vicios lo domina, entonces es un miserable esclavo. Podríamos razonar así con lo demás, pero creo que con este ejemplo alcanzará.
Alguien dirá: ¿a dónde va todo esto? Escúchenme y verán a dónde quiero ir. Si alguien intentara sacar a los actores la máscara mientras están actuando, y mostrara su verdadero rostro al público, ¿no frustraría la función, y se haría acreedor por esto a que lo echaran a piedrazos de la sala por loco? Súbitamente aparecería una nueva situación, de manera que quien hacía de mujer, sería hombre; el joven, ahora viejo; el rey haría de dama y quien hacía de Dios, repentinamente, se convertiría en un hombrecito. Desenmascarar la ilusión es arruinar el drama. Lo que atrae la atención del público es la ficción y el maquillaje mismos. Ahora bien, ¿no es la vida de los mortales sino como una comedia? Cada actor aparece con su distinta máscara, representa su papel, hasta que el director de escena lo manda retirarse. A veces, incluso al mismo hombre puede mandar a que represente un papel diferente, de manera que quien antes hacía de rey cubierto de púrpura, luego aparece de esclavo andrajoso. La farándula es así; y exactamente así es como se representa esta otra comedia de la vida.
Ahora imaginen que un sabio caído del cielo se me acerca y me dice que ese hombre a quien todos creen dios y señor, ni siquiera es un ser humano, se deja dominar por las pasiones, como un animal, y que es el más despreciable de los esclavos, al ser servidor de tantos y desagradables amos. A su vez, imaginen que este sabio sugiriera a quien lamenta la muerte de su padre que se alegre, porque el difunto acaba de empezar a vivir, ya que nuestra vida no es más que una especie de muerte. Por último, imaginen que a otro que está orgulloso de sus ancestros, lo llama plebeyo y bastardo, sólo por estar alejado de la virtud, única fuente de nobleza. Y si asimismo dijera cosas de este índole sobre todo lo demás: ¿a todos no parecería -les pregunto- un loco desenfrenado?
Nada más irreflexivo que una sabiduría fuera de lugar, ni nada más indiscreto que una prudencia a destiempo. Actúa mal quien no toma las cosas como vienen, quien no desciende a andar por la calle, quien no quiere recordar, aparentemente, aquel sabio principio de los banquetes: o bebes, o te vas ; o quien quiere que la comedia no sea comedia. Por el contrario, es característica del hombre prudente, como mortal que es, no pretender una sabiduría superior a su común condición humana, estar dispuesto a consentir y a reírse de sus errores con todos los demás.
Pero -se me advertirá- esto justamente es de estúpidos. No pretenderé negarlo, con tal que se acepte que la representación de la comedia de la vida consiste en esto.
XXX
¡Dioses eternos! ¿Diré o callaré lo que me falta? Pero ¿por qué debería callar algo que es más verdad que la misma verdad? ¡Aunque, en algo de tanto valor, quizá fuese más conveniente invocar a las musas del Helicón, advirtiendo que los poetas acuden siempre a ellas por simples boberias! Entonces acudan en mi ayuda, hijas de Júpiter, y mostraré que nadie puede lograr la perfecta sabiduría, la llamada fortaleza de la felicidad, si la Estupidez no le señala el camino. En principio, debemos aceptar que toda la vida pasional es hija de la Estupidez. Esto es lo que separa al hombre prudente del insensato: la razón guía al primero, sus pasiones al segundo. Por esto los estoicos apartan indudablemente todas las emociones del hombre sabio, como si fuesen enfermedades. Sin embargo, en realidad, tales emociones no actúan únicamente como guías de aquéllos que corren hacia el puerto de la sabiduría, sino que actúan como espuelas y acicates en el ejercicio y práctica de toda virtud. Ciertamente, esto lo niega categóricamente el dos veces estoico Séneca, privando al sabio de toda clase de emociones.
No obstante, al actuar así, al hombre vacía absolutamente, viéndose forzado a llenarlo con una especie de dios que no ha existido ni existirá nunca. Si debo ser franca, Séneca, más que un hombre, nos legó una estatua de mármol, absolutamente imperturbable y despojada de cualquier sentimiento humano. Que disfruten los estoicos con su sabio, si así prefieren; que lo amen sin ningún tipo de competencia, o que con él se vayan a vivir a la República de Platón. Y si quieren, a la región de las ideas, o a los jardines de Tántalo. ¿Quién no huiría despavorido de un hombre con aspecto de monstruo, indiferente a todo sentimiento natural, y a quien el amor, el cariño o cualquier tipo de afecto deja impasible como si fuese un duro pedernal o un bloque marmóreo de Paros?
Nada se le escapa, nunca se confunde. Ve todo tan claro como Linceo. Calcula todo, nada tolera. Es el único hombre satisfecho y orgulloso de sí mismo, el único rico, y sano, el único rey y libre, en fin, el único en todo, pero de acuerdo con su creencia. No necesita amigos y no es amigo de nadie, no duda en mandar eliminar a los dioses mismos y censura y se burla de todo lo que sucede en la vida como ridículo y repugnante. ¡Así es ese tipo de animal del perfecto sabio!
Les pregunto ahora: si se ofreciera a elección, ¿qué Estado elegiría como magistrado a semejante hombre y qué ejército lo aceptaría por general? ¿Habría mujer que lo tomase o aguantase como marido? ¿Piensan que un anfitrión puede invitar a semejante hombre a su mesa, o que un criado puede reconocer o soportar a un señor con tal carácter? Indudablemente, todo el mundo querría a cualquiera de la infinitud de tontos que hay en el mundo, y que tonto como ellos pueda y sepa mandar y obedecer, y al menos sea agradable a la mayoría. Insisto, un hombre que con su esposa fuese amable y atento con los amigos, solícito con los invitados, y en las fiestas alegre conversador, y en fin, por todo lo humano preocupado. Ya me estoy realmente hastiando de este hombre sabio. Mi discurso se enfocará a exponer los otros favores que concedo.
XXXI
Ahora supónganse que alguien contempla desde un alto mirador la vida humana -como hace Júpiter según los poetas- y observa las desgracias que sufre. ¡Repugnante y doloroso es el nacimiento del hombre, penosa su educación, peligrosa su infancia, problemática su juventud, afligida la vejez, terrible e inexorable la muerte! Ejércitos de enfermedades la asedian, la acechan adversidades, al punto que por todas partes todo parece estar saturado de amargura. Y esto sin acordarse de los males que los hombres se infieren entre sí: pobreza, cárcel, oprobio, vergüenza, tortura, trampas, traición, bajezas, luchas, fraudes. Pero se diría que quiero contar las arenas del mar.
Por ahora no puedo decirles por qué los hombres sufren estas cosas, ni qué iracundo dios ha hecho que nazcan para estas desdichas. Pero quien analice en su interior estas cosas, ¿dejará de reconocer el ejemplo, por triste que sea, de las doncellas de Mileto, quienes se quitaron la vida por el tedio que les causaba? ¿Acaso no estuvieron más cerca de la sabiduría? No diré nada a éste acerca de personas como Diógenes, Jenócrates, Catón, Casio y Bruto. Pero no puedo omitir a aquel famoso Quirón, que pudiendo ser inmortal, eligió la muerte.
Me imagino que ya suponen lo que ocurriría si la sabiduría dominase a los hombres. Necesitaríamos, rápidamente, de más barro y de un nuevo Prometeo para moldearlo. No obstante, aquí me tienen a mí, siempre llegando en auxilio de tales necesidades, en parte por ignorancia, en parte por irreflexión, muchas veces no recordando que las cosas son malas y otras con la esperanza de mejorarlas, destilando algunas veces la miel del placer. Y el resultado es que los hombres no quieren renunciar a la vida, incluso cuando el hilo del destino ya se ha roto, y cuando la misma vida ya los ha abandonado. Cuanta menos razón tienen para seguir viviendo, más se aferran a la vida. ¡Están tan lejos del tedio de la vida!
A mí me deben el poder ver a ancianos de la edad de Néstor por ahí, que apenas si mantienen figura humana, babeantes, decrépitos, desdentados, canosos, o calvos. Mejor los describiré con palabras del mismo Aristófanes:
sucios, encorvados, miserables, marchitos, sin pelo, sin dientes, sin sexo.
O sea, están tan apegados a la vida y con tantas ganas de ser jóvenes que hay quien se tiñe las canas, otro oculta su calvicie con una peluca, éste usa dientes postizos, quizá tomados de un cerdo, aquél se desmaya ante una niña y hasta supera a cualquier jovencito en sus divagaciones amorosas. Hoy día es habitual, y casi se toma como un mérito, que momias ambulantes y con un pie en la tumba tomen por mujer a una tierna jovencita aunque no tenga dote, y que deberá ser disfrutada por otros.
Todavía es mucho más gracioso observar a ciertas ancianas que apenas soportan el peso de sus años y parecen cadáveres, que se diría han retornado del infierno. Siempre van diciendo qué bella es la luz ; siguen estando calientes y, según dicen los griegos, como cabras en celo buscan con gran esfuerzo algún joven Faón conquistar. Para esto, exageradamente maquillan su cara, nunca se separan del espejo, depilan el monte de Venus, ostentan sus pechos caídos y marchitos, con trémula e insinuante voz tratan de revivir una pasión que se extingue, beben, bailan entre las jovencitas, y hasta escriben pequeñas cartas de amor. De estas cosas se burlan todos, como enormes tonterías que son. Pero mientras tanto, estas ancianas viven satisfechas y contentas, nadan en delicias, la vida es pura miel, y su felicidad me la deben a mí.
Les pediría a todos aquéllos que creen esto grotesco que meditaran y se preguntaran si no es mejor este tipo de loca y placentera vida, que por ahí ir buscando, como la gente dice, un tronco donde ahorcarse. El hecho de que la gente se dedique a criticar este tipo de comportamiento para nada inquieta a mis insensatos, que nada malo ven en esto y, si lo sienten, no les importa. El daño sería que una piedra les cayera en la cabeza; pero la vergüenza, la deshonra, la infamia y las ofensas, sólo dañan si se les hace caso. Cuando no se sienten dejan de hacer mal. ¿Los silbidos del público te pueden herir si tú te aplaudes a ti mismo? Ahora bien, sólo la estupidez hace esto posible.
XXXII
Ya me parece estar escuchando las protestas de los filósofos. Dicen que justamente la desgracia es vivir en la estupidez, la ilusión, la mentira y la ignorancia. Sin embargo, yo digo: justamente en esto consiste la existencia humana. No entiendo por qué se llama a esto desgracia , cuando nacieron así, se los crió y formó así, y la condición común de todos es así.
No es ninguna desgracia ser fiel a la propia especie. Si no tendríamos que lamentar que el hombre no pueda volar como los pájaros, ni caminar en cuatro patas como los animales, ni que no tenga cuernos como los toros. Por lo mismo habría que llamar desgraciado al caballo, por hermoso que fuese, por no saber gramática o por no comer tortas. Por el mismo motivo, el toro sería tan desgraciado por su ineficacia para la gimnasia. Por lo tanto, si un caballo no es desgraciado por desconocer la gramática, tampoco lo es el estúpido, ya que su naturaleza comprende todas estas cosas.
Esos inventores de palabras persisten: El hombre está capacitado particularmente para entender las ciencias; lo que la naturaleza le ha negado, puede compensarlo con el ingenio. Pero yo digo: ¿realmente es verosímil que la naturaleza, que cuida de los mosquitos con tanto cariño, incluso de las hierbas y florcitas, justamente se haya descuidado con el hombre, obligándolo a depender de las ciencias? ¿No fue más bien Thot, ese dios enemigo de la humanidad quien las creó, para arruinar al ser humano? Efectivamente, no sirven para lograr la felicidad y son un obstáculo para el mismo propósito para el cual fueron concebidas, como comprueba tan perspicazmente aquel rey sabio de los diálogos de Platón, hablando de la creación de las letras. En resumen, que las ciencias se infiltraron en el mundo junto con las otras fatalidades de la vida humana, traídas de la mano por los mismos espíritus perversos que provocan todas las desdichas del hombre, como los demonios, que en griego se diría Daemonas : los que saben.
¡Qué feliz era aquella gente de la Edad de Oro, desprovista de toda ciencia, y sin más guía en la vida que su natural instinto! ¿Qué necesidad tenían de la gramática hablando el mismo lenguaje, y cuya única finalidad era el poder comprenderse entre sí? ¿La dialéctica podía ser útil si no había conflicto de opiniones? ¿Si nadie trataba de importunar a nadie, qué lugar podía tener la retórica? ¿Para qué la jurisprudencia, si no había malas costumbres, de las que, indudablemente, han salido las buenas leyes? Pensaría que eran demasiado religiosos para investigar con curiosidad irreverente los secretos de la naturaleza, las distancias de los planetas, sus movimientos y efectos, en fin, las causas últimas de las cosas. ¡Estaban tan persuadidos de que al hombre no le estaba permitido ir más allá en el conocimiento de lo que le admite su condición! Ni se les ocurría investigar si hay algo más por encima de los cielos.
Pero a medida que se fue deshaciendo la pureza de la Edad de Oro, los espíritus perversos -como antes dije- inventaron las artes. Al principio eran pocas, y también eran pocos quienes accedían a las mismas. La superstición posterior de los caldeas y la versatilidad ociosa de los griegos agregaron miles de conocimientos, para pura angustia de las almas. ¡Y cómo no, si la sola gramática es suficiente tortura para toda una vida!
XXXIII
De entre todas estas ciencias, lo llamativo es que las más valoradas son las que más cerca están del sentido común, incluso diría de la insensatez. O sea, los teólogos se mueren de hambre, los físicos de frío, los astrólogos son objeto de burla, y los dialécticos de menosprecio. Sólo el médico vale por muchos hombres. Y cuanto más ignorante, más imprudente e irresponsable es el médico, más alta es su reputación, incluso entre los gobernantes. Porque la medicina, en especial tal como muchos la ejercen hoy, no es más que una especie de adulación, lo mismo que la retórica.
Atrás de los médicos, el segundo lugar lo ocupan los abogados. Quizá debería decir el primero, si no fuese porque los filósofos -no diré mi opinión- se burlan unánimemente de ellos llamándolos burros. No obstante, la palabra de estos burros decide los pequeños y grandes negocios. Crecen sus tierras, mientras el teólogo se exprime la cabeza para sacar la divinidad entera de ella, tiene que comer altramuces, y no abandona su lucha contra las pulgas y los piojos.
Podríamos terminar diciendo que, así como las ciencias que están cerca de la estupidez son privilegiadas, los hombres que no tienen relación alguna con las ciencias aún lo son mucho más. Y se dejan guiar por la naturaleza sola, única perfecta, a menos que los mortales queramos trasponer sus límites. La naturaleza odia lo artificioso. Y en ella, todo mejora cuando no ha sido estropeado por el engaño.
XXXIV
¿Acaso no perciben que los otros seres con vida son más dichosos cuanto más lejos están de las ciencias, y sólo tienen por guía a la naturaleza? ¿Hay algo más dichoso y más sorprendente que las abejas? Ni siquiera tienen todos los sentidos del cuerpo. ¿Se podría encontrar una arquitectura parecida a la suya en la construcción de los edificios? ¿Alguna vez un filósofo estableció semejante Estado? Por el contrario, observen al caballo, muy allegado a los sentimientos humanos y en estrecha relación con el hombre, que por eso mismo participa de sus desgracias. La vergüenza de perder en una carrera muchas veces lo lleva hasta reventar. Y cuando busca la victoria en el campo de batalla, es derribado y muerde el polvo con el jinete. Y no quiero hablar del bocado con puntas, de las espuelas agudas, de la cárcel de la cuadra, látigos, palos, bridas, jinete. En resumen, toda la tragedia de la servidumbre voluntaria del caballo cuando quiere imitar a los hombres esforzados, y cuando, con todo empeño, se entrega a vengarse de sus enemigos.
Indudablemente, la vida de las moscas y de las aves es mucho más llevadera, viven a sus anchas, guiadas sólo por el instinto, con tal de que las trampas de los hombres no lo imposibiliten. Hay ejemplos en que los pájaros enjaulados aprenden a imitar la voz humana; sin embargo, no deja de sorprender cómo se apaga su natural esplendor. ¡Hasta tal punto supera la naturaleza cualquier artificio del arte! En este sentido nunca elogiaré lo suficiente a aquel gallo que fue Pitágoras. Fue todo en una misma persona: hombre, filósofo, mujer, rey, ciudadano, pez, caballo, rana y hasta, me parece, esponja y, no obstante, estableció que el hombre era el más desdichado de todos los animales. Pensaba que todos los otros animales viven contentos dentro de los límites impuestos por la naturaleza, mientras que el hombre siempre está intentando rebasarlos.
XXXV
De acuerdo con esto, por muchos motivos prefería a los ignorantes a los sabios y grandes. Creía que el famoso Grilo resultó mucho más sabio que el astuto Ulises , cuando prefirió seguir gruñendo en su pocilga, a embarcarse con él en semejantes desventuras. Me parece que Homero, padre de las fábulas, opinaba lo mismo cuando llama a todos los mortales desdichados, llenos de dolores y describe al mismo Ulises como ejemplar de infortunios , cosa que no hace con París, Áyax ni Aquiles. Es clara la causa de esto: Ulises, astuto hacedor de engaños, nada hacía sin el consejo de Palas, y se pasaba de listo a medida que iba apartándose de la guía de la naturaleza.
Ocurre lo mismo entre los mortales que se esfuerzan por lograr la sabiduría y por esto son los más infelices. Realmente, son doblemente estúpidos, primero porque desconocen su condición de hombres, y segundo porque quieren imitar a los dioses inmortales y, como los gigantes, hacen la guerra a la naturaleza, a partir de las armas de la ciencia. Por el contrario, la desgracia parece alejarse de aquéllos que se acercan al instinto y a la estupidez de los brutos, sin sobrepasarse un pelo de su condición de hombres.
Trataré de explicar lo que digo no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo conocido. ¡Por los dioses inmortales! ¿Acaso hay seres más felices que esos hombres que el vulgo llama payasos, tontos, estúpidos y locos de remate , según creo todos apelativos espléndidos? Quizá lo que digo puede parecer estúpido y ridículo a primera vista, pero efectivamente es una gran verdad. Para empezar, esta clase de personas no siente ningún miedo a la muerte, ciertamente mal no pequeño; se ven libres del aguijón de la conciencia. Las historias de los muertos no los asustan. Tampoco los espíritus ni fantasmas. No los inquieta el miedo a males próximos ni los impacienta la esperanza de los bienes futuros. En resumen, no los perturban los mil y un problemas que la vida proporciona: No tienen vergüenza, temor, ambición, odio o amor. Por último, si creemos a los teólogos, cuanto más se acercan a la irracionalidad de los animales, menos capacidad tienen de pecar.
Ya es tiempo de que me cuentes, sabio estúpido, los días y las noches que pasas abrumándote con tus problemas. Repasa todos tus males y así advertirás los que yo he quitado a mis queridos insensatos. A esto agrega que siempre están contentos, jugando, cantando, riendo y, vayan donde vayan, reparten alegría, bromas, pasatiempo y risas. Tal parece ser la función que les han confiado la bondad de los dioses: alejar la tristeza de la vida humana. Efectivamente, todos los reciben por igual como algo suyo, mientras a los demás los unen sentimientos muy diferentes. Siempre se los acepta, se los busca, se los hospeda, se los abraza y auxilia cuando lo necesitan, y se les permite decir y hacer impunemente lo que quieran. Nadie piensa en maltratarlos, ya que ni siquiera los animales más fieros, como instintivamente intuyendo su inocencia, se atreven a lastimarlos; son algo sagrado para los dioses y sobre todo para mí. ¡Nadie cree injusto el honor que se les otorga!
XXXVI
No me dirán que estos tontos no divierten a los más altos reyes, ya que no quieren comer, pasear o estar una hora sin ellos. Y la estima que les tienen supera ampliamente a la que tienen por esos sabios lúgubres de la corte, a quienes mantienen sólo por prestigio. No creo que el motivo de esta preferencia sea un secreto que sorprenda a nadie. Simplemente, esta clase de sabios no tiene nada que ofrecer al gobernante más que noticias tristes, ya que confiados de su saber, no les importa herir su oído delicado con verdades maliciosas. Por el contrario, los payasos pueden ofrecer lo único que está buscando el rey: bromas, risas, carcajadas, diversión. Permítanme que les diga que estos insensatos tienen un regalo nada despreciable: son los únicos que hablan con franqueza y dicen la verdad. ¿Puede haber algo más digno de alabanza que la verdad? No acepto el dicho de Alcibíades, citado por Platón, de que la verdad está en el vino y en los niños. Mejor, ese elogio se me debe a mí, ya que como dice el verso de Eurípides: el estúpido estupideces dice . Todo lo que el insensato tiene adentro, la cara lo refleja y sale por su boca. Pero los sabios tienen, como recuerda también Eurípides, dos lenguas: con una dicen la verdad; con la otra, lo que en cada momento les conviene. Tienen el arte de volver negro lo blanco, de soplar con el mismo aliento lo trío y lo caliente, de sentir algo, muy hondo en el corazón, y fingir cosa bien distinta en su palabra.
Todavía diré más: no creo que los gobernantes, a pesar de tanta dicha, sean muy felices, ya que no tienen quien les diga la verdad, y están obligados a rodearse de aduladores en vez de amigos. Alguien podría decirme: es que ellos detestan la verdad, y éste es justamente el motivo de que no quieran que alguien se sienta libre para decirles las verdades más que las lisonjas. El hecho es que los reyes no quieren la verdad. Sin embargo, mis insensatos tienen la asombrosa cualidad de poder decir no sólo la verdad, sino notorias insolencias y, no obstante, ser oídas con diversión. Así, algunas palabras podrían costar la vida al sabio, mientras que dichas por un bufón resultan divertidas. La verdad tiene en sí misma el regalo de divertir mientras no ofenda; y los dioses sólo han concedido este regalo a los insensatos.
Por esto, esta clase de hombres entretiene tanto a las mujeres tan proclives a los halagos y a la superficialidad. Por lo mismo, siempre que se encuentran con estos hombres, aunque sean cosas serias, y a veces lo son, siempre las toman a broma y diversión. ¡Qué hábil es este sexo, sobre todo para esconder sus propias aventuras!
XXXVII
Volveré a la felicidad de los estúpidos. Y diré sin rodeos que después de una vida de diversión, sin miedo y sin reparar en la muerte, se van derechos a los Campos Elíseos, donde seguirán siendo la delicia de las almas piadosas y ociosas que descansan ahí.
Sigamos comparando la suerte de cualquier sabio con la de nuestro insensato.
Suponte que ponemos frente a él un modelo de sabiduría: un hombre que ha derrochado su infancia y adolescencia en el estudio de las ciencias y que ha perdido la parte más feliz de su vida en vigilias constantes, cuidados y sudores. Hombre que en todos sus días nunca ha probado un sorbo de placer: moderado, triste, lúgubre; austero y sin concesiones consigo mismo; desagradable y antipático. Un hombre pálido, marchito, con malestares, lagañoso, vencido por una vejez y unas canas prematuras que lo marginan de esta vida antes de tiempo. Aunque, ¿qué importa la muerte de un hombre como éste si nunca ha vivido? ¡Tal es la bella imagen de un sabio!
XXXVIII
Me perturban una vez más las ranas del pórtico con su croar . Me dicen que no hay nada tan digno de lástima como la locura. Ahora bien, la estupidez de remate se parece a la locura, si es que no es la locura misma. ¿Acaso estar loco no es haber perdido la cabeza? Se equivocan completamente. Tratemos de desmontar su razonamiento, si quieren ayudarme las musas. Ellos dicen sutilmente:
Sócrates enseña, se señala en los Diálogos de Platón, que de la división de la única Venus, salieron dos, y del único Cupido, dos. Por lo tanto, estos dialécticos tendrían que distinguir entre las dos formas de locura, si es que quieren ser tenidos por cuerdos.
No hay por qué pensar que toda locura sea una fatalidad. ¿Horacio no dijo ya: no juega conmigo una suave locura ? Y el mismo Platón no hubiera ubicado el arrebato de poetas, adivinos y amantes entre los bienes más preciados de la vida. Ni la pitonisa hubiera calificado de loca la aventura de Eneas. Hay dos tipos de locura: la que envían desde el infierno las furias vengadoras cuando lanzan serpientes venenosas y atacan los corazones de los hombres con la pasión de la guerra, la sed inagotable del oro, el amor prohibido y criminal, el parricidio, el incesto, el sacrilegio o cualquier otro flagelo. O cuando persiguen con las furias y fantasmas del terror a un alma culpable y consciente.
La otra locura, diferente de ésta, proviene de mí y es deseable por encima de todo. Aparece cuando el alma se siente liberada de las preocupaciones y angustias por una especie de delirio, colmándola de deliciosos perfumes al mismo tiempo. Esta clase de delirio es el que desea en su carta Cicerón a Atico, como máximo regalo de los dioses , para poderse liberar de tantos males. Tenía razón aquel ciudadano de Argos, cuya locura lo llevaba a pasar días enteros sentado en el teatro, viendo, aplaudiendo y disftutando. Suponía que se estaban representando magníficas tragedias, cuando realmente no se representaba nada. En definitiva, se conducía correctamente en su vida:
Atento con sus amigos;
amante de su mujer;
comprensivo con los criados,
sin mostrar irritación
porque le descorcharan una botella.
Cierta vez, cuando sus familiares lo curaron gracias a pociones, y ya recuperado, protestó diciendo:
Me han matado, amigos.
No se protege, se mata
a quien han quitado el placer,
arrancándole por
la fuerza el delirio de la mente.
Tenía absoluta razón. Quienes deliraban eran ellos, necesitando más que él el eléboro, al creer que tan placentera y feliz locura podía expulsarse con brebajes. No he querido decir con todo esto que cualquier absurdo o disparate mental tenga que ser denominado locura . No se debe llamar loco a un lagañoso que confunde un mulo con un burro, ni a quien se exalta ante un poema malo que encuentra perfecto. Pero si alguien se equivoca en sus sentidos y en sus juicios de un modo usual o frecuente, habrá que considerarlo muy próximo a la locura. Por ejemplo, ese sería el caso de quien oye el rebuzno de un burro e imagina estar escuchando una magnífica orquesta; o el de ese pobre hombre que, de origen humilde, se cree el rey Creso de Lidia.
Muchas veces ocurre que este tipo de locura tiende al placer y brinda una considerable alegría tanto a quienes la padecen como a quienes son testigos de ella, si bien estos últimos no son locos de la misma manera. Y este tipo de locura es más corriente de lo que se piensa. Un loco se burla de otro loco, y ambos se contentan con eso. Verán con frecuencia que el más loco se burla con más ganas de quien lo es menos.
IXL
Si tenemos que creer a la Estupidez, un hombre cuanto más estúpido es más feliz, con tal que viva ese tipo de estupidez que a mí me define. Me refiero a esa locura tan conocida que sería imposible encontrar a un hombre totalmente cuerdo todo el tiempo, sin estar dominado por alguna de ellas. La diferencia es sólo de grados. Si uno confunde una calabaza con su mujer, lo llaman loco, porque a pocas personas ocurre. Pero cuando un marido alaba a su mujer, que comparte con otros amantes, y la compara a la fiel Penélope, nadie lo llama loco. ¡Advierten que eso es lo que constantemente ocurre con los maridos!
Pertenecen a la misma categoría quienes abandonan todo por la caza mayor, diciendo que encuentran un placer indescriptible cuando oyen el insoportable tronar del cuerno y el ladrido de los perros. Diría que los excrementos mismos de los perros les huelen a cinamomo. Por otro lado, ¿puede haber algún placer en despedazar una pieza? Despedazar toros y antílopes fue siempre de vasallos, pero a una fiera sólo puede despedazarla un noble. La cabeza descubierta, de rodillas, con la espada adecuada -no estaría aceptado un cuchillo vulgar-, con gesto medido, el noble empieza a cortar religiosamente según un orden constituido. La gente lo observa atontada, amontonándose en silencio a su alrededor, como si nunca hubiese visto semejante espectáculo, aunque lo haya visto más de mil veces. Por último, si alguien logra probar un pedazo de la pieza, cree que ha obtenido casi la nobleza. Parece que con tanto derribar y comer estas piezas de caza, no obtienen más que su propia degeneración, hasta convertirse ellos mismos en animales salvajes, ¡aunque presuman que en todo momento están experimentando la gran vida!
Muy parecido a éstos es el tipo de gente que desea intensamente construir casas, substituyendo súbitamente lo redondo en cuadrado, y lo cuadrado en redondo. No encuentran fin ni medida a nada hasta que caen en la máxima indigencia, sin que tengan dónde vivir, ni qué comer. ¿Qué les importa? ¡Que les quiten lo bailado, mientras, han disfrutado unos años maravillosos!
Creo que con éstos hay que juntar a aquéllos que, empujados por el anhelo de cambiar las cosas, practican ciencias nuevas y secretas, revolviendo mar y tierra a la caza de la quintaesencia. Influidos por una esperanza tan dulce como la miel, no perdonan trabajos ni despilfarros, siempre inventando algo nuevo que vuelva a engañar su admirable ingenuidad y les haga agradable su ficción. Hasta que, gastado el último centavo, no les queda nada que cocinar. Sin embargo, siguen soñando dulces fantasías, alentando a los demás con todas sus ganas a probar la misma felicidad. Por último, ya sin esperanza, todavía les queda como gran consuelo aquel dicho: En un gran empeño, alcanza con haberlo intentado . Y entonces se quejan de la fugacidad de la vida y la culpan de que no dé para más.
Estoy pensando si recibir en nuestra cofradía a los jugadores de dados. Es un espectáculo estúpido y ridículo verlos tan adictos, al punto que, en cuanto oyen el cubileteo de los dados, les salta y se les sale el corazón. Hipnotizados por la ambición de ganar, naufragan con todos sus bienes, estrellando su barco contra el escollo del juego, mucho más temible que el cabo Malea. Y cuando han logrado salir a flote sin camisa, se dedican a engañar a quien sea, menos a su ganador, con tal de que no se los crea hombres sin formalidad. ¿No han visto a estos mismos hombres ya viejos y casi ciegos seguir jugando incluso con anteojos? Por último, ¿qué decir cuando una bien ganada gota ha paralizado ya las articulaciones de sus manos, pagan a un agente para que eche los dados por ellos? Este juego sería agradable si no terminara constantemente a puño limpio. Pero esto no tiene que ver conmigo, sino con las Furias.
XL
No dudo un momento en aceptar en nuestra cofradía a ese tipo de personas que les agradan las historias fabulosas y de relatos inverosímiles. Les fascina oírlas o contarlas, y nunca se aburren de recordar cuentos por fantásticos que sean, de fantasmas, duendes, vestigios, seres infernales y otras mil curiosidades de esta índole. Cuanto más lejos de la verdad, con más satisfacción los creen reales, y con más suave cosquilleo incitan sus oídos. Y este ingenio fabulador no sólo sirve para matar el tedio de las horas, sino que lo utilizan para su prop!o provecho, especialmente, los curas y predicadores. Primos de éstos son quienes tienen la estúpida, pero divertida certeza de que si logran ver una estatua o un cuadro de San Cristóbal, gigante como Polifemo, ese día no morirán; o el que tiene la seguridad de que si saluda a una imagen de santa Bárbara con determinadas palabras, saldrá entero de la guerra. O el hombre que se hará rico automáticamente si acude a San Erasmo en días determinados, con unas velas y oraciones determinadas. En San Jorge se han imaginado a otro Hércules, lo mismo que se han concebido un segundo Hipólito. Al caballo de éste, tan religiosamente adornado y engualdrapado, no es que lleguen a reverenciarlo, pero sí intentan ganarse su protección con pequeñas ouendas. ¡Y se cree que es muy propio de reyes jurar sobre su casco de bronce!
¿Y qué puedo agregar de quienes disfrutan mintiéndose a sí mismos con supuestos perdones de sus pecados? Van midiendo como con clepsidra el tiempo de su permanencia en el Purgatorio, y contando los siglos, los años, meses, días y horas con la precisión de una tabla matemática, sin ningún error. Tampoco diré nada de quienes, confiados en ciertas fórmulas y cadenas de oraciones mágicas -inventadas por algún impostor para bien de su alma o para ganar dinero- se prometen toda clase de riquezas, honores, placeres, satisfacciones, eterna salud, larga vida, que concluya en una ancianidad vigorosa. Y para colmo, un lugar de descanso junto a Cristo en el cielo, lo cual, por otro lado, aspiran se concrete lo más tarde posible, o sea, cuando los abandonen los placeres de esta vida, a los cuales se agarran con uñas y dientes, para dar paso a las glorias celestiales.
Como ejemplo, tenemos a algunos negociantes, soldados o jueces que creen purificar para siempre la hidra de Lema, que es su vida, con el único centavo de sus saqueos miserables. Creen que sus incontables sacrilegios, lujurias, borracheras, peleas, matanzas, trampas, engaños y traiciones quedan olvidadas como por contrato, y absueltas de tal manera que pueden empezar una nueva rueda de crímenes. ¿Puede haber algo más insensato -y también más feliz que ésos que se prometen a sí mismos más que la sublime felicidad repitiendo todos los días siete versículos de los salmos? Ahora bien, se cree que fue un demonio el que enseñó tal práctica a San Bernardo; indudablemente, un demonio bromista, pero más frívolo que inteligente, ya que el cepo le agarró los dedos al infeliz. Todas estas cosas tan tontas, de las que casi me avergüenzo yo misma, no obstante tienen una aceptación general, y no sólo entre el vulgo, sino también entre los creyentes.
Sin embargo, ¿no ocurre casi lo mismo cuando las diversas regiones reivindican como propio a algún santo específico? A cada uno de estos santos se le suponen poderes especiales y se les dedica su adoración particular. Y así, uno cura el dolor de muelas, otro asiste a las parturientas, éste restituye los bienes robados, aquél auxilia en los nauftagios, y el de más allá cuida los ganados; y un largo etcétera, que sería imposible detallar. Hay también santos poderosos en varios aspectos, particularmente la Virgen Madre de Dios, a quien el vulgo ignorante atribuye casi más poderes que a su Hijo.
XLI
Pero ¿acaso estos hombres piden a sus santos otras cosas que no sean similares a la estupidez? Entre tantas ofrendas que tapan las paredes y llegan hasta la bóveda, ¿alguna vez han visto una ofrenda de acción de gracias por haber escapado a la estupidez o por ser un poco más sabio? Uno se salvó a nado. Otro sobrevivió a pesar de que una espada enemiga lo había atravesado. Otro escapó, con más suerte que valentía, dejando atrás a sus compañeros. Otro huyó de la horca cuando ya estaba en alto, gracias a un santo amigo de ladrones, pudiendo así aliviar de su peso a personas injustamente cargadas de riquezas. Otro rompió sus grilletes y huyó de la cárcel. Otro venció la fiebre, para indignación del médico. A quienes bebieron veneno, les sirvió de purga y no de muerte, y quedó frustrada su mujer que en el intento perdió trabajo y dinero. Otro volcó con su coche y pudo volver a casa con los caballos intactos. A otro se le cayó la casa encima, y pudo seguir viviendo. Y por último otro fue encontrado in fraganti por un marido, pero pudo huir. Nadie agradece haberse librado de la insensatez.
¡Tan agradable es ser sabio, que los mortales prefieren librarse de todo antes que de la Estupidez! Pero ¿para qué me meto en esta infinidad de supersticiones?
Cien lenguas tuviera yo,
cien bocas y una voz de hierro,
y sería incapaz de explicar
todas las formas de estupidez.
¡Imposible dar los nombres de la estupidez!
¡Qué triste espectáculo ofrece por todos lados la vida de todos los cristianos sometida por esta especie de locuras! Y lo peor es que los mismos sacerdotes son quienes los aceptan y fomentan, porque saben lo que esto afecta a su bolsillo. Así, si en estas circunstancias se levantara uno de esos sabios presuntuosos y lanzara al viento lo que es cierto: Si vives bien no te condenas; redimirás tus pecados si a tu ofrenda le agregas odio a tus malas acciones, lágrimas, vigilias, súplicas, ayunos y cambias totalmente de vida; éste o aquel santo será tu protector, si imitas su vida . Insisto, ¿qué pasaría si tal sabio gritase éstas y semejantes razones? ¿No arrancaría la felicidad de las almas de los mortales, hundiéndolos en confusión?
Del mismo grupo son quienes en vida dejan instrucciones tan precisas sobre sus honras fúnebres, que llegan a detallar el número de antorchas, túnicas negras, cantores y lloronas que quieren que haya. Se diría que no quieren perderse la contemplación de este espectáculo; o que si su cadáver no es enterrado con pompa los muertos se avergüenzan de ellos mismos. Parecen concejales recién nombrados, muy preocupados por los deportes y los banquetes.
XLII
Debo seguir avanzando, pero no sin mencionar antes a aquéllos que, no distinguiéndose en nada de un triste zapatero, se ufanan con un vano título de nobleza. Uno remonta su linaje a Eneas; otro, a Bruto; y un tercero, al rey Arturo. Ostentan estatuas o retratos de sus mayores por todos lados. Repiten los nombres de bisabuelos y tatarabuelos, y recuerdan continuamente apellidos antiguos, aunque alardeen de algo semejante a estatuas mudas como antepasados, o incluso estén en peor estado. Y así van felices por la vida, gracias a esa dulce Filautía o Amor Propio. Incluso hay estúpidos que admiran como a dioses a esta especie de insensatos.
Pero ¿por qué me detengo a hablar de estas formas de estupidez, como si no hubiese en todos lados personas a quienes esta Filautía hace tan dichosos? ¿No es éste más feo que un mono y, sin embargo, porque sabe trazar tres líneas con el compás se cree un Nireo? Y ese burro con flauta , que tiene una voz peor que la gallina cuando el gallo la corteja, está seguro de ser otro Hermógenes.
No obstante, existe otro tipo de insensatez, que es la más agradable de todas, y que consiste en alardear de cualquier dote que se tiene sin más razón que ser dueño de ella. Un ejemplo de esto es aquel rico doblemente feliz a quien se refiere Séneca. Este hombre, cuando quería contar una anécdota, ponía a siervos para que le susurrasen las palabras. Era tan cobarde que no habría dudado en hacerlos bajar a la palestra para que lo defendieran, ya que sólo vivía seguro con los siervos robustos que tenía en casa. ¿Y qué debo decir de quienes cultivan las artes? Cada uno de ellos tiene su forma exclusiva de amor propio, de manera que sería más fácil encontrar quien renunciase a la herencia paterna que ceder un ápice en su fama de ingenioso. Esto pasa sobre todo entre actores, cantores, oradores y poetas: cuanto más ignorantes son, más descarada es su autocomplacencia, más autoelogio y engreimiento exhiben. Y siempre encuentran lamentos de la misma calaña, de modo que el más incapaz es quien más admiradores tiene. Se sabe que cuanto peor es una cosa, más atrae a la muchedumbre, ya que -como dijimos- la mayoría de los mortales es propensa a la estupidez. En resumen: si el artista menos dotado es el más pagado de sí mismo y quien produce mayor fascinación, ¿por qué debería preferir la verdadera sabiduría, que de entrada supone un mayor esfuerzo, que lo vuelve reservado y tímido, y por último le ofrece menos seguidores?
XLIII
Estoy convencida de que la naturaleza también ha proporcionado de cierto Amor Propio comunitario a naciones y ciudades, como lo ha hecho con cada uno de los mortales. Así, los británicos se atribuyen el privilegio de la belleza, la música y la buena mesa. Los escoceses se enorgullecen de su nobleza, de su vínculo con reyes y de su sutileza dialéctica; los franceses presumen de sus buenas modales; y los parisienses, por arriba de todo otro elogio, prefieren la gloria de la ciencia teológica. Los italianos se ufanan del gusto por las artes y la elocuencia. Todos ellos se complacen con este título, creyéndose los únicos mortales que no son bárbaros. Quienes tienen el primer lugar en esta autocomplacencia son los romanos, que siguen soñando dulcemente en la vieja Roma; por otro lado, los vénetos están satisfechos de la fama de su nobleza. Y los griegos, creadores de las artes y ciencias, todavía se suponen dignos de la vieja gloria de sus héroes. Mientras tanto, los turcos, y toda esa basura de bárbaros, se consideran los portaestandartes de la religión, burlándose de los cristianos como de supersticiosos. Los judíos siguen esperando todavía con gran satisfacción a su Mesías, hasta hoy aferrados fanáticamente a su Moisés. Los españoles no aceptan competidor en la gloria militar, y los alemanes se jactan de su compostura y de su conocimiento de la magia.
XLIV
Creo que comprenden, sin que yo exponga mayores detalles, la gran satisfacción que genera el Amor Propio a todos y cada uno de los hombres. Lo mismo ocurre con su prima hermana, la Adulación, ya que el Amor Propio no es más que autoelogio, y si esto se hace con otro se convierte en Adulación.
Hoy día, adular se considera una vergüenza, aunque sólo piensan esto quienes se fijan más en las palabras que en los hechos. Suponen que la adulación se lleva mal con la fidelidad; sin embargo, cambiarían de parecer con sólo observar el ejemplo de ciertos animales. ¿Hay algo más adulador que un perro? ¿Y quién más fiel que él? ¿Qué más obsequioso que una ardilla? ¿Y quién más amigo del hombre? A menos que se crea que los feroces leones, los crueles tigres y los temibles leopardos sean más parecidos a la naturaleza humana.
Sin embargo, hay un tipo de adulación siniestra, la cual ciertos malvados y burlones utilizan para arruinar a ingenuos. Por el contrario, mi adulación nace de un corazón simple y sincero, y está mucho más cerca de la virtud que esa brusquedad crítica a la que se opone y que, según Horacio, resulta molesta y descortés. La mía levanta los ánimos desalentados, alegra a los tristes, alienta a los débiles, despierta a los burlados, reanima a los enfermos, calma a los iracundos, armoniza y mantiene los afectos. Es un estímulo para que los niños aprendan las letras; entusiasma a los ancianos; aconseja y orienta a los gobernantes, que no se sienten ofendidos por el halago. En resumen, logra que cada uno se acepte y tenga una mayor estima de sí mismo, que es la base de la felicidad. ¿Puede haber algo más estimulante que el mutuo rascarse de dos burros? Eso sin hablar del lugar de la adulación en la elocuencia más elogiada, y de su protagonismo en medicina y poesía. Lo diré brevemente: es miel y condimento de toda convivencia humana.
XLV
Las personas piensan que equivocarse es una desgracia, pero mucho mayor es no equivocarse. Por lo tanto, se equivocan completamente quienes piensan que la felicidad del hombre está en las cosas. Más bien está sujeta a la opinión que se tenga de ellas. La oscuridad es tan grande y tanta la variedad de las cosas humanas, que no podemos conocer nada claro de ellas, como bien ya expresaron los de la Academia, ciertamente los filósofos menos presumidos. Y si algo llega a conocerse, choca varias veces con la alegría de la vida. Entonces, el espíritu del hombre está hecho de tal forma que capta mejor la apariencia que la realidad. Si alguien quiere una prueba de esto que digo, que vaya a la iglesia a la hora del sermón: todos cabecean, bostezan y se aburren si se expone algo serio. Pero si quien grita (perdón, quería decir el orador) empieza, como es costumbre, con una anécdota de viejas, se despiertan, atienden y escuchan embobados. Ocurre lo mismo cuando se festeja a un santo fabuloso, inventado por la poesía -como ejemplo, tenemos a San Jorge, San Cristóbal, Santa Bárbara-. Notarán que se los adora con más fervor que a San Pedro o San Pablo, o que al mismo Cristo. Pero no es el momento para hablar de estas cosas.
¡Qué fácil es lograr esta felicidad! Por el contrario, cuán dificil es entender las cosas reales, aunque sean insignificantes, como la gramática. Por otro lado, ¡qué fácilmente se forma una opinión, y con qué facilidad, si no mejor, nos persuade! Imaginen que alguien come conservas podridas que cree deliciosas, y cuyo olor es inaguantable para los demás. ¿Esto último le impide sentirse feliz? Al contrario: ¿de qué le sirve comer esturión si lo hace vomitar? Si un marido tiene una mujer terriblemente fea, pero que para él puede competir con Venus, ¿no es como si fuese verdaderamente hermosa? Si alguien se admira ante una tabla embadurnada de rojo y amarillo, convencido de que ha sido pintada por Apeles o Ceuxis, ¿acaso no es más feliz que aquél que ha pagado una fortuna por una obra de un artista famoso, cuya contemplación no le genera casi placer?
Sé de un tocayo mío que cuando se casó regaló perlas falsas a su prometida. Como buen bromista que era, la convenció de que no sólo eran joyas auténticas, sino que su precio era único e incalculable. Entonces, yo pregunto, si la joven esposa complacía su vista y su espíritu contemplando esas baratijas, considerándolas y guardándolas como un tesoro, ¿le importaría que no fueran auténticos? A su vez, el marido evitaba gastos, se divertía con el engaño a su mujer, a quien creía tan cautivada como si le hubiese regalado joyas magníficas.
De acuerdo con esto, ¿qué diferencia hay entre quienes desde dentro de la cueva de Platón se asombran de las sombras y figuras de diversos objetos proyectados en la pared -sin querer ni presumir nada, y con tal de que estén satisfechos y no sepan lo que les falta- y el filósofo, que fuera ya de la caverna, contempla las cosas como son? Si el Micilo lucianesco hubiese podido soñar y mantener por siempre el sueño dorado de que era rico, no habría tenido razón para desear otra felicidad. No hay opción entre las dos situaciones y si la hay, es en favor de los tontos. En primer lugar, porque no les cuesta casi nada -una simple convicción-, y en segundo, porque es una felicidad compartida con la mayoría de las personas.
XLVI
Deben saber que no hay ningún placer de las cosas si no se comparten con otros. Ahora bien, todos sabemos la falta de sabios, si es que realmente alguno existe. Después de tantos siglos, los griegos sólo pudieron contar siete, y si analizamos con más atención, me animaría a asegurar que no encontraríamos ni medio sabio, e incluso ni un tercio de sabio. Así, indudablemente, la principal de las tantas alabanzas de Baco es su capacidad de anular por poco tiempo las penas del alma. Según la expresión común, una vez dormida la mona, las preocupaciones vuelven rápidamente. ¿Acaso no es mi ayuda mucho más bondadosa y eficaz? Yo llego a colmar el alma de una embriaguez de placeres, delicias y éxtasis, sin ningún interés. Y no permito que ningún mortal se vea privado de mi bondad, mientras que los demás dioses siempre tienen sus favoritos. No en todo lugar se da ese vino generoso y suave que mata las penas y que genera prometedoras esperanzas. Venus favorece a pocos con su hermosura, y a muchos menos Mercurio les otorga su elocuencia. Pocos deben su riqueza a Hércules, ni el Zeus homérico ofrece su poder a cualquiera. Generalmente, Marte permanece neutral en las batallas, y muchas personas vuelven desconsoladas del oráculo de Apolo. Frecuentemente, Saturno extermina con su rayo, y Febo lanza con sus flechas la peste. Neptuno mata más vidas que protege. Sin olvidar a esos Vejoves infernales, Plutones, Atés, Penas y Fiebres malignas, que más que dioses son carniceros. Yo, la Estupidez, soy la única que abrazo a todos sin distinción con mi generosidad siempre lista.
XLVII
No estoy a la espera de promesas, ni me enojo exigiendo expiación por algún detalle olvidado en las ceremonias. Ni revuelvo Roma con Santiago si alguien invita a todos los dioses, dejándome sola en casa, sin dejarme meter la nariz en el olorcito de las víctimas. Los demás dioses son tan susceptibles por detalles, que es mejor y más seguro dejarlos solos que honrarlos. Son como esos hombres tan dificiles de complacer, y que tan fácilmente se ofenden, que es mejor alejarse que ser sus amigos.
Pero se objetará: nadie ofrece sacrificios a la Estupidez, ni le consagra templos. Bien, tal ingratitud me sorprende, como recién dije, pero no la tengo en cuenta, y la considero un bien. ¿Acaso puedo desear ese bien? ¿Podría exigir un gramo de incienso, un pan, un macho cabrío o un cerdo? Todos los hombres de todos los lugares del mundo me profesan ese alto culto que los teólogos califican como el mejor. ¿Por qué debería envidiar a Diana cuando es complacida con sangre humana? Estoy convencida de que soy adorada con la fe más sincera por todas partes, ya que todos los hombres me tienen en sus corazones, me manifiestan en sus costumbres y me imitan en su vida. Este tipo de culto no se brinda ni a los santos, ni siquiera es común entre los cristianos. Por ejemplo, piensa en la cantidad de cristianos que ponen una vela a la Virgen, Madre de Dios, incluso cuando no se necesita, a mediodía. ¿Has encontrado a muchos de ellos que traten de imitar su castidad, su modestia y su amor a las cosas celestiales? Y no obstante, éste sería el culto más verdadero y el más agradable al cielo. ¿Por qué yo debería desear tener consagrado un templo si todo el universo es para mí un templo hermosísimo, si no me equivoco? No me faltarán sacerdotes, si no faltan hombres. Ni soy tan tonta como para pretender que se me levanten imágenes talladas en piedra o pintadas de colores; ya que podrían perjudicarnos -la gente es tan torpe y lerda que adora a las representaciones en lugar de los dioses mismos-. Podría verme reemplazada como aquéllos que son desplazados por sus mismos sustitutos. Pienso que tengo tantas estatuas levantadas en tantos hombres que llevan mi imagen en su cara, aunque no lo quieran. No tengo por qué envidiar a los otros dioses, por ser adorados en algún rincón de la tierra y en determinados días, como, por ejemplo, Febo en Rodas, Venus en Chipre, Juno en Argos, Minerva en Atenas, Júpiter en el Olimpo, Neptuno en Tarento y Príapo en Lampsaco. ¡Todo el mundo continuamente me ofrece víctimas mucho más apreciables!
XLVIII
Si alguien cree que lo que digo es una presunción que no se ajusta a la verdad, le pido que analice la vida misma de los hombres. Así se entenderá todo lo que me deben, y cuánto me estiman grandes y pequeños. No vamos a entrar en los detalles de todo tipo de vidas, ya que no terminaríamos nunca, pero sí elegiremos algunas más notorias que nos permitan opinar sobre el resto. ¿Tiene algún sentido fijarse en la vida del vulgo y de la plebe cuando todo el mundo sabe que son míos? ¡Qué de estupideces hay en ellos, y cuántas inventan todos los días! De manera que ni mil Demócritos serían suficientes para ridiculizarlas todas ellas, siendo necesario otro Demócrito para burlarse de los demás. Es increíble la risa, la diversión y las bromas que estos hombrecitos aportan a los dioses. Éstos pasan las sobrias horas de la mañana en discusiones y peleas así como oyendo las súplicas. Pero cuando el néctar se va apoderando de ellos, y no les permite pensar en ningún asunto serio, se sientan en la parte más alta del cielo, y desde ahí se inclinan para contemplar lo que los humanos hacen. Les encanta este espectáculo. ¡Cielos!, ¿puede haber mayor farsa y más variada caterva de estúpidos? Yo misma me siento entre el coro de dioses de los poetas.
Así, descubro cómo ese nombre se enloquece por una mujercita que más desdén le destina cuanto más es amada. Éste se casa con una dote, no con una mujer. Aquél prostituye a su propia esposa. Otro espía más celoso que Argos. ¿No ven las cosas que éste dice y hace en el duelo? Se pensaría que es un maestro de histriones en un papel de duelo. Uno llora ante la tumba de su madrastra; y traga todo lo que puede juntar, aunque se muera de hambre al día siguiente. Otro sostiene que es mucho más feliz durmiendo y no haciendo nada. Algunos no dejan de ocuparse de los asuntos ajenos y no atienden los suyos para nada. Otros son derrochadores con el dinero prestado y actúan como ricos con créditos ajenos. Éste vive como pobre para enriquecer a un heredero. Aquel otro, con tal de conseguir una miserable y dudosa ganancia, se lanza por todos los mares, confiando a las olas y al viento una vida que ningún dinero podría rescatar. A su vez, éste prefiere probar suerte en la guerra a vivir tranquilo y seguro en casa. Otros se creen que la manera más cómoda y rápida de volverse ricos es atraer la voluntad de los viejos. Y también hay quienes imaginan conseguir lo mismo pasando todo el día cortejando a las viejecitas beatas. Los dioses se divierten extremadamente cuando advierten que unos y otros acaban siendo astutamente burlados por quienes habían intentado engañar.
La clase más estúpida y despreciable la constituyen los comerciantes, no sólo porque manejan los asuntos más infames, sino también por la forma perversa de hacerla: mienten, maldicen, roban, defraudan, abusan. Y todavía creen estar arriba de todos por el simple hecho de juntar anillos de oro en los dedos. Y ni siquiera les faltan frailecitos aduladores que los alaben y los llamen honorables en público, esperando obtener una partecita de sus mal habidos bienes.
En otros lugares verás a determinados pitagóricos, de esos que pretenden que todo es de todos, hasta el extremo de manotear cualquier cosa que no está bien guardada. Se la hacen suya sin problemas de conciencia, como si lo hubieran heredado. Y hay quienes son ricos sólo de deseo, viven de dorados sueños y con ellos están felices. Otros disfrutan porque se los considera ricos fuera de casa mientras que en ella se mueren de hambre. Éste se apresura a fundir todo lo que tiene, entretanto otro barre para casa como sea (por las buenas o por las malas). Este candidato va buscando los aplausos de la gente y a aquél sólo le agrada el fuego del hogar. Muchos se embarcan en eternos litigios, donde ambos contendientes luchan ferozmente para acabar enriqueciendo a un juez experto en dilaciones y a un abogado en complicidad con la parte contraria. Éste está tramando la revolución, aquél es un megalómano. Otro peregrina a Jerusalén, Roma o Santiago, donde no han perdido nada, y dejan en casa a su mujer e hijos abandonados.
En resumen, si desde la Luna pudieras ver cómo hizo Menipo los asuntos de los mortales, creerías estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos que luchan entre sí, se hacen la guerra, se ponen trampas, se roban, bromean, lujurian, nacen, marchitan y mueren. Es difícil creer la confusión y la tragedia que puede causar este animalito de tan corta vida. A veces una simple guerra o una peste pueden llevarse o acabar con miles de criaturas en un instante.
IL
Yo misma sería estúpida, y merecedora de grandes carcajadas por parte de Demócrito, si ahora me demorara en analizar todas las formas de insensatez y de locura del pueblo. Me concentraré en esa clase de mortales que simulan ser sabios y, que aparentemente, persiguen los laureles, el ramo dorado. Empezaré por los gramáticos, que serían la clase de hombres más desdichada, más agobiada y más molesta a los dioses, si yo no atenuase los infortunios de profesión tan miserable con una dulce locura. No sólo son víctimas de las cinco furias, o sea, de las cinco maldiciones referidas en el epigrama griego, sino de seiscientas. Siempre se los ve hambrientos y harapientos en sus escuelas, las cuales no merecen tal nombre, sería mejor decir pensatorios, cárceles y salas de tortura. Metidos entre el rebaño de los muchachos, por el trabajo envejecen tempranamente, por el griterío se quedan sordos, y entre el hedor y la suciedad se consumen. Sin embargo, gracias a mí, son los más distinguidos a los ojos de los hombres. Orgullosos de sí mismos aterran a la caterva de muchachos con voz y cara amenazadora; lastiman a los desafortunados muchachos con varas, palos o látigos, desatando su furia a placer y de mil formas, como si fuesen el burro de Cumas. Entretanto, la mugre que les invade es pura limpieza, los pedos les huelen a flores, consideran su desdichada servidumbre un reino, cuya tiranía no querrían cambiar de ninguna manera por el imperio de Falarides o de Dionisio.
Mucho más felices son aún si están seguros de la novedad de sus procedimientos. Aunque atiborren la cabeza de los muchachos con puras extravagancias, ¡por todos los dioses!, que ni el mismo Palemón, ni Donato son nada en su comparación. Y me sorprende cómo se las arreglan para aparecer a madrecitas estúpidas y padres idiotas tal cual ellos se muestran.
Debemos agregar otra clase de placer a todos estos. Se regocijan cuando uno de ellos consigue encontrar en un empolvado pergamino el nombre de la madre de Anquises. O cuando descubren una palabreja que nadie conoce, como bubsequa, bovinator , o manticulator -boyero, tergiversador, descuidero de bolsos- o si logran exhumar un resto de piedra antigua con alguna inscripción mutilada. ¡Oh, Júpiter! ... ¡qué saltos, qué triunfo, qué elogios!, como si hubiesen descubierto África o conquistado Babilonia. ¿Y qué decir cuando empiezan a mostrar sus versos sin inspiración y sin gracia, para los cuales siempre encuentran admiradores? Están muy convencidos de que el espíritu de Virgilio reside en su pecho. Pero nada tan divertido como verlos elogiarse y admirarse, rascándose mutuamente. Pero si alguno de ellos insinúa una palabreja, y otro más inteligente la caza al vuelo, entonces, no quieras saber las tragedias, las polémicas, los insultos y las palabrotas, qué alborotos que arman. ¡Caiga sobre mí toda la furia de los gramáticos si miento en algo!
Conozco cierto hombre, ya con los sesenta a cuestas, una eminencia en griego, latín, matemáticas, filósofo, médico, sin rival en todas estas cosas, que al margen de todo, hace ya más de veinte años oprime su cerebro y se tortura con el estudio de la gramática. Sería feliz, según me dice, si pudiese vivir hasta asentar con seguridad la diferencia entre las ocho partes de la oración, algo que ni escritores griegos ni latinos lograron hacer de manera concluyente. Confundir una conjunción con un adverbio les parece un caso de guerra. Y por si fuera poco, como hay tantas gramáticas como gramáticas -yo diría que más, ya que sólo mi querido amigo Aldo ha editado más de cinco-, nuestro hombre no deja pasar ninguna sin analizarla completamente, por tosca y oscura que sea.
De todos desconfia -quienquiera que esté preparando algún trabajo en este campo, aunque sea muy incapaz-, ya que teme que alguien se le adelante y le quite la gloria, y entonces sus muchos años de trabajo queden anulados.
¿Cómo prefieren llamarlo, locura o estupidez? Poco me importa, si aceptan que es gracias a mí, y sólo a mí, que el más desdichado de los animales llegue a una satisfacción tal que no desee cambiar su suerte con los reyes de Persia.
L
Los poetas me deben menos todavía, si bien por definición, están dentro de mi grupo. Dicen que son espíritus libres que no viven más que para agradar los oídos de los tontos, con frivolidades y fábulas estúpidas. Es increíble ver cómo, seguros en sus versos, se prometen la inmortalidad a sí mismos, y una vida similar a la de los dioses, y también así lo prometen a otros. El Amor Propio y la Adulación son sus amigos particulares. más que de nadie más. Y ninguna otra clase de hombres me adora con más sinceridad y constancia.
Después están los retóricos. Diré de ellos que aunque algunos incumplen un poco para acercarse a los filósofos, también los considero míos. Un ejemplo, entre muchos, es que entre tantas tonterías como han escrito están las reglas precisas para hacer reír. La estupidez aparece entre las formas de hacer reír, en ese autor, sea cual fuese su nombre, que dedicó su tratado de retórica a Herennio. Y Quintiliano, el más sobresaliente de los retóricos, dedica un capítulo a la risa más largo que la carcajada. Consideran tanto a la estupidez porque habitualmente la risa desbarata lo que una serie de argumentos no pudo lograr. Y nadie negará que no tiene arte despertar una carcajada con chistes, ni se relaciona con la estupidez.
Los que buscan fama imperecedera escribiendo libros son de la misma calaña. Son mis grandes deudores, sobre todo quienes ensucian sus papeles con tonterías. Tengo piedad de esos escritores que utilizan sus conocimientos escribiendo para una minoría ilustrada y que también están pendientes del juicio de Persio o de Lelio, ya que viven atormentados continuamente: agregan, transforman, suprimen, vuelven a poner, rehacen, aclaran, lo enseñan a los amigos, lo liman durante nueve años y nunca están conformes. Y todo para poder recibir como premio un elogio, de muy pocos, y gracias a vigilias, sueño -la más dulce de las cosas-, fatigas, sudores y sinsabores innumerables. A esto agréguese el desgaste de la salud, el quebranto del cuerpo, las lagañas e incluso la ceguera, la pobreza, la envidia, la privación de placeres, la vejez temprana, la muerte prematura y cualquier otra clase de desgracias. Nuestro hombre se da por muy bien compensado de todo esto si consigue la aceptación de algún que otro infortunado erudito.
En cambio, el escritor que es de mi cofradía, cuantos más disparates dice es tanto más feliz. Escribe todo lo que se le ocurre, sin pensarlo dos veces, hasta sus mismos sueños, sin gastar más que un poco de papel. Sabe muy bien que cuantas mayores tonterías diga, mayor será la aprobación por parte de la mayoría, o sea, de ignorantes y estúpidos. ¿Qué importa que tres de esos sabios condenen su obra si es que llegan a leerla? ¿O es más valioso el voto favorable de tres sabios que el clamor del vulgo?
Quienes publican como propios los escritos ajenos lucen buen ánimo, y roban para ellos la fama que con tanto trabajo otro trató de ganar sólo con unos pocos cambios de palabras. Se convencen a sí mismos con la idea de que, aun cuando sean delatados como plagiarios, lucrarán con la usura al menos durante un tiempo. Es un placer ver cómo se contonean cuando alguien de la muchedumbre los elogia o cuando alguien los señala con el dedo, diciendo: Miren, es él, ¡qué gran hombre! . O cuando sus obras aparecen en los escaparates y cuando, en fin, al frente de cada página se leen tres nombres, sobre todo si son extravagantes y próximos a lo fabuloso. Dios inmortal, ¿qué es todo esto sino pura palabrería? Si se tiene en cuenta la extensión del mundo, son muy pocos quienes van a conocerlos, y todavía menos quienes los elogian, lo que comprueba el diverso paladar de los ignorantes. ¿Qué decir cuando tales nombres son inventados o están tomados de libros antiguos? Uno prefiere llamarse Telémaco, otro Esténelo o Alertes; a éste le gusta Polícrates, y aquél, Trasímaco. Así que es lo mismo que su autor se llame Camaleón o Calabaza, o si prefieren, según el estilo de los filósofos, Alfa o Beta.
El intercambio de cartas, versos y elogios mutuos es lo más divertido de todo, en los cuales se felicitan de estúpido a estúpido, de pedante a pedante. A tiene a B arriba de Alceo; B piensa que A es más que Calímaco. B cree que A es superior a Marco Tulio Cicerón, por eso A tiene a B por más sabio que Platón. Y a veces se buscan un adversario, que les permita rivalizar con él, y así acrecentar su fama. De esta manera: el vulgo vacilante se dispersa entre opiniones diversas, hasta bien terminada la hazaña; ambos generales se retiran victoriosos a celebrar su triunfo. Los sabios se burlan de estupideces como ésta. ¿O no es una estupidez? Pero entretanto permito que la gente viva una vida tan feliz que no cambiarían sus triunfos por la gloria de los Escipiones. Los mismos sabios que tanto se burlan y disfrutan con la estupidez ajena, tienen que confesar lo mucho que me deben a mí, si no quieren ser los más ingratos de los hombres.
LI
Los abogados exigen el primer lugar entre la gente culta para sí. Ninguna otra clase está más pagada de sí misma. No dejan de dar vueltas a la roca de Sísifo, ordenando con el mismo espíritu más de seiscientas leyes sin preocuparles si sirven para algo. Y viven acumulando glosa tras glosa. Y una opinión sobre otra, como para hacer creer que su profesión es la más dificil de todas. Todo aquello que presenta alguna dificultad o molestia es distinguido para ellos.
Agreguemos a éstos, el conjunto de sofistas y dialécticos, gente más locuaz y escandalosa que los bronces de Dodona, cada uno de ellos capaces de competir en charlatanería con veinte mujeres elegidas. Mejor les iría si a la palabrería no sumaran un espíritu provocador. Son capaces de pegarse por cosas tan ínfimas como el pelo de cabra, perdiendo el hilo de la verdad en el calor de la contienda. Pero también éstos son felices con su amor propio. Son capaces de pelear enloquecidamente con tres silogismos contra cualquiera y sobre cualquier tema. Estentor que se les opusiera, les haría vencedores su obstinación.
LII
Luego tenemos a los filósofos, hombres respetables por su barba y su capa, que declaran que exclusivamente ellos saben, considerando como sombras voladoras a los demás mortales. La suya es una encantadora forma de locura, que los impulsa a inventar infinitos mundos y a medir el sol, la luna y las estrellas y el universo como con el dedo y con un piolín. Dictaminan sin dudarlo un momento sobre las causas del rayo, del viento, de los eclipses y demás fenómenos inexplicables, como si tuvieran acceso a los secretos de la naturaleza, arquitecto del mundo, o como si acabaran de recibir el consejo de los dioses. Mientras tanto, la naturaleza se ríe a carcajadas de ellos y de sus presunciones. Lo cierto es que no saben nada con exactitud, y esto lo prueba la eterna lucha entre ellos sobre cualquier tema. Aunque proclamen que lo saben todo, no saben nada: se olvidan de sí mismos y ni siquiera ven la fosa abierta a sus pies, ni la roca con la cual puedan tropezar, sea porque están ciegos, sea porque tienen aire en la cabeza. Sin embargo, presumen de poder entender las ideas, los universales, las abstracciones, la materia prima, la esencia ( quiddidad ), la individualidad ( ecceidad ), y cosas tan sutiles que, me parece, ni el mismo Linceo podría captar.
El rechazo al vulgo termina en exageración cuando, tras trazar triángulos, cuadriláteros, círculos y otras figuras matemáticas, apretujados unos sobre otros y amontonados en una especie de laberinto, despliegan en línea todo el ejército de letras del alfabeto, para luego volverlas a colocar en filas más cerradas, como queriendo embaucar a los más ignorantes. También están quienes adivinan el futuro consultando a las estrellas, prometiendo milagros, más que maravillosos. ¡Y tienen la suerte de encontrar gente que todavía les crea!
LIII
Sería mejor prescindir de los teólogos, y no agitar esa charca, ni tocar esa hierba apestosa. Caería sobre mí en manada esta gente tan quisquillosa y colérica con seiscientas conclusiones, obligándome a retractarme, y si me niego, me acusarían de hereje. Suelen aterrorizar con esta difamación a quienes no les son favorables. Indudablemente, no hay nadie que acepte mis favores con menos agrado, aunque ellos también deberían estar agradecidos por varios títulos nada despreciables. Sobre todo y fundamentalmente porque su amor propio los hace vivir felices como en un tercer cielo, permitiéndoles mirar desde arriba al resto de los mortales como ovejas que se arrastran por el piso, despreciándolos y compadeciéndose de ellos. Están tan provistos de definiciones escolásticas, conclusiones, corolarios, proposiciones explícitas e implícitas, conocen tan bien todos los subterfugios, que ni las mismas redes de Vulcano podrían agarrarlos. Gracias a distingos conseguirían burlarlas, cortando los nudos mejor que el hacha de dos filos de Ténedos. ¡Así de pertrechados están de neologismos y de conceptos misteriosos!
Asimismo no se detienen hasta poder descifrar los misterios más ocultos: cómo, por qué y para qué fue creado el mundo; por dónde se filtró el pecado original a la posteridad; por qué medios, en qué medida y durante cuánto tiempo se gestó en el vientre de la Virgen el cuerpo de Cristo; y por último, cómo pueden permanecer los accidentes sin la sustancia en la Eucaristía. Pero esto no es nada. Hay otros temas sólo dignos de grandes teólogos, que ellos llaman iluminados , y que cuando surgen, los trastornan. Éstos son: ¿hay un instante en la generación divina? ¿Hay varias filiaciones en Cristo? ¿Es posible la proposición: Dios Padre odia al Hijo? ¿Dios podría haber tomado la fonna de mujer, de diablo, de calabaza, de guijarro? En ese caso, ¿de qué modo la calabaza podría haber predicado, hacer milagros y ser crucificada? Si Pedro hubiese consagrado mientras el cuerpo de Cristo estaba en la cruz, ¿qué habría consagrado? Durante ese mismo momento, ¿a Cristo se lo podría llamar hombre? ¿Y podríamos comer o beber después de la resurrección? ¡Tan preocupados están ahora de su hambre y sed futuras!
Todavía quedan infinitas sutilezas, mucho más minuciosas, sobre nociones, relaciones, formalidades, quiddidades, ecceidades , que sólo los ojos de Linceo podrían captar, ya que percibían en la oscuridad cosas que nunca existieron. A éstas agréguense sus máximas , tan paradójicas, que las sentencias morales de los estoicos, conocidas vulgarmente como paradojas, nos parecen vulgares juegos de palabras. Como ejemplo tenemos la siguiente: Es un delito menor matar mil hombres que remendar una sola vez el zapato de un pobre en domingo . Y esta otra: Es preferible dejar que se hunda el mundo con todo lo que hay en él -como se dice comúnmente- que decir una nimia mentirita .
Los diferentes escolásticos discurren en estas tan minuciosas sutilezas. Te resultará más fácil salir del laberinto que del enredo mental de realistas, nominalistas, tomistas, albertistas, escotistas. Y sólo he nombrado a los principales. Tal erudición y tal complejidad de dificultades rigen en todas ellas que me imagino que los mismos apóstoles otra vez necesitarían del soplo del Espíritu Santo , si hoy tuvieran que discutir con la nueva generación de teólogos sobre estos asuntos.
Quizá San Pablo es el ejemplo, pero cuando afirma:
La fe es anticipo de lo que se espera, prueba de realidades que no se ven , su razonamiento es poco escolástico. Del mismo modo, si su caridad es notable, aparece como poco dialéctico cuando la define y la divide en la primera a los Corintios, 6.13. También es verdad que los apóstoles consagraban la Eucaristía con piedad, pero preguntados sobre el término a qua y el término ad quem , sobre la transustanciación, cómo el mismo cuerpo puede estar en lugares diferentes -cuál es la diferencia del cuerpo de Cristo en el cielo, en la cruz y en la Eucaristía-, en qué momento se realiza la transustanciación -ya que la oración consagratoria está compuesta por palabras separadas en el tiempo-, no creo que habrían podido responder con la misma inteligencia que los escotistas cuando discurren y definen estos temas.
Los apóstoles conocieron a la madre de Jesús, pero ¿a alguno de ellos se le ocurrió comprobar, tan filosóficamente como nuestros teólogos, cómo se vio liberada de la mancha de Adán? Pedro recibió las llaves de manos de Aquél que no las hubiera entregado a quien no mereciera su confianza. Ahora bien, dudo que alguna vez comprendiera y menos llegara a concebir la sutileza que supone tener la llave de la ciencia sin poseer la ciencia. Los apóstoles bautizaban por todos lados, pero nunca se les ocurrió explicar el motivo formal, material, eficiente y final del bautismo. Tampoco dijeron nada sobre su carácter deleble e indeleble. Es verdad que veneraban pero en espíritu y en verdad, según el dicho evangélico: Dios es espíritu. Y quienes lo veneran deben hacerlo con espíritu y verdad .
Sin embargo, no aparece en ningún lugar que les fuera revelado que se deba venerar con igual devoción que al mismo Cristo a una imagencita mediocre pintada a carbón en la pared, con tal de que tenga dos dedos abiertos, larga cabellera, y una aureola con tres rayos que salen del cogote. ¿Quién, que no haya machacado no menos de treinta y seis años estudiando la fisica y la metafisica de Aristóteles y de Escoto, podría tener en cuenta semejantes detalles?
Los apóstoles insisten en la gracia de manera similar, pero nunca diferencian entre gracia actual y gracia santificante. Alientan las buenas acciones sin separar entre opus operantis y opus operatum . Siempre están infundiendo la caridad, pero no distinguen la infusa de la adquirida, ni tampoco se preocupan si es accidente o sustancia, creada o increada. Aborrecen el pecado, pero estoy segura de que nunca podrían definir eso que llamamos pecado , si los escotistas no nos mentalizasen. No entiendo cómo San Pablo -cuya erudición es ejemplo de la de todos- pudo condenar las controversias, peleas, genealogías y logomaquias, como él mismo las llama, de haber entendido tales minucias. Todas las discusiones y polémicas de su tiempo hoy habría que considerarlas inocentes y ordinarias, comparadas con las sagacidades de nuestros maestros, más sutiles que las de Crisipo.
Nuestros teólogos no condenan, ya que son personas modestas, sino que tratan de interpretar piadosamente algo que los apóstoles pudieron escribir sin elegancia, poco académicamente. Y creo que lo hacen por el respeto debido tanto a la antigüedad como al nombre de los apóstoles. No sería justo pedirles consejos sobre asuntos de los cuales su mismo maestro no les había dicho ni una palabra. Pero si aparecen semejantes expresiones en el Crisóstomo, Basilio o Jerónimo, anotan al margen: inaceptable .
Los apóstoles refutaron a los filósofos paganos y judíos -obstinados por naturaleza- del mismo modo, pero lo hicieron más con el ejemplo de su vida, y con los milagros, que con silogismos. Efectivamente, nadie de aquellos a quienes se dirigían hubiera podido entender ni una de las cuestiones Quodlibetanas de Escoto. Por el contrario, hoy no hay pagano ni hereje que raudamente no se doblegue ante tan finas agudezas. A menos que se trate de gente tan torpe que no pueda entenderlas, o tan descarada que las silbe, o tan hábil en la esgrima que luche con espadas iguales, como de mago a mago. Lo cual sería como tejer y destejer la tela de Penélope.
Creo que los cristianos actuarían sensatamente si en vez de enviar esos grandes ejércitos contra turcos y sarracenos, que desde un tiempo a esta parte operan con diversa fortuna, mandasen allá, junto a la caterva de sofistas, a los gritones escotistas, a los tan testarudos ocamistas y a los esclarecidos albertistas. Les aseguro que presenciarían la lucha más divertida y una victoria nunca vista. Efectivamente, ¿a quién no le acosarían sus aguijones, por insensible que fuese? ¿Quién tan estúpido que no se rebele ante sus ataques? ¿Y quién tan lúcido que no sucumbiese en sus tinieblas tan densas?
Alguien quizá piense que estoy bromeando. No me sorprende, entre los mismos teólogos hay personas más sabias que no soportan lo que ellos llaman frívolos sofismas de teólogos . Otros encuentran como una forma de sacrilegio condenable y la peor clase de herejía hablar de cosas tan santas -más dignas de reverencia que de explicación- con una lengua tan insolente. Tampoco aceptan que se las discuta con argumentos profanos propios de paganos, se las defina con tanta arrogancia y se manche la divina majestad de la teología con términos y principios tan triviales e incluso impropios.
No obstante, ellos siguen contentos consigo mismos, felicitándose mutuamente. Día y noche ocupados con estas encantadoras vaciladas, no tienen ni un momento de ocio para dedicarse a leer, aunque sea una vez, el Evangelio o las cartas de San Pablo. Y mientras desperdician el tiempo en estas pomposas tonterías de escuela, creen que sustentan con sus argumentaciones a la Iglesia -que de otro modo se derrumbaría-, lo mismo que, según los poetas, Atlas sostiene sobre sus hombros el Universo.
Por último, pueden sospechar cuán felices son cuando modelan y remodelan según su antojo los pasajes más complicados de la Escritura, como si fuesen de arcilla. Cuando procuran que sus conclusiones, aceptadas por algunos escolásticos de antemano, valgan más que las leyes de Solón y se antepongan a los decretos escritos. O cuando a sí mismos se constituyen jueces del mundo y pretenden anulación si algo no concuerda con sus conclusiones explícitas o implícitas. Dictaminan como si fueran un oráculo: esta proposición es escandalosa; ésta, poco respetuosa; ésta huele a herejía; ésta suena mal . En resumen: ni el bautismo, ni el Evangelio, ni Pablo o Pedro, ni San Jerónimo, San Agustín, ni el mismo santo Tomás, el aristotélico por excelencia, pueden convertir a un hombre en cristiano sin que los doctos den su aprobación. ¡Sus juicios son tan lúcidos! ¿Quién hubiera imaginado, si esos sabios no lo hubieran establecido, que no era cristiano quien dijera estas dos frases: orinal, apestas, el orinal apesta ; y éstas: hervir en una olla y ¿ hervir la olla ? ¿Quién habría librado a la Iglesia de tan terrible oscuridad de errores -que por otro lado nadie hubiese detectado- si ellos no los hubieran publicado con el sello de las escuelas? Y al hacer esto, ¿no son totalmente, completamente, felices? Describen al infierno con tantos detalles y tan vivamente que se diría han pasado varios años en aquel lugar. Otras veces, dan rienda suelta a su imaginación e inventan nuevas esferas añadiendo al final una más extensa y hermosa, por si los bienaventurados no tienen suficiente espacio para pasear, celebrar un banquete o jugar a la pelota confortablemente.
Sus mentes están tan atiborradas e hinchadas con éstas y otras mil estupideces parecidas, que creo que ni el mismo cerebro de Júpiter estaba tan saturado cuando pidió el hacha de Vulcano para poder dar a luz a Palas Atenea. Entonces, no se extrañen que aparezca en las discusiones públicas su cabeza cubierta cuidadosamente con el birrete, porque de lo contrario, les reventaría. Frecuentemente, yo misma me suelo burlar de ellos, porque se creen más teólogos cuanto más tosco y grosero es su lenguaje. Farfullan de tal modo que solamente un tartamudo puede entenderlos, y a lo que el vulgo no llega a entender llaman sutileza . Proclaman que no es digno de la grandeza de la Escritura someterse a las leyes de la gramática. Privilegio llamativo el de los teólogos, el de poder hablar incorrectamente, aunque este privilegio lo compartan con muchos zapateros remendones. Por último, presumen ser unos semidioses cuando alguien los llama nuestros maestros con devoción casi religiosa, que es para ellos lo que el Tetragrammaton para los judíos.
Por lo tanto, no es lícito escribir Magister Noster sino en letras mayúsculas. Y si alguien cambia el orden y dice Noster Magister, inmediatamente arruina todo el prestigio de los teólogos.
LIV
Parecida a la felicidad de éstos es la felicidad de quienes así mismos comúnmente se designan religiosos y monjes. Los dos nombres son indudablemente falsos, ya que la mayoría de ellos viven alejados de la religión, y en todas partes a nadie se encuentra más. No imagino que hubiera gente más desgraciada que ellos, si yo no los auxiliara de muchas formas. Esta clase de hombres es tan mal vista que el simple encuentro casual con uno de ellos es considerado como señal de mala suerte; no obstante, ellos están muy conformes consigo mismos. En primer lugar, porque piensan que la mejor forma de piedad es estar tan alejados de la educación, al punto que no saben ni leer. Luego, cuando en la iglesia cantan los salmos, rebuznando como burros, repitiéndolos de memoria, sin entenderlos, creen que agradan los oídos de los coros celestiales. A su vez, algunos de ellos explotan su suciedad y mendicidad, pidiendo posadas, carruajes y barcos con gran perjuicio de los otros pobres. Así es como estos hombres tranquilos, mugrientos, ignorantes, ordinarios y desvergonzados pretenden ofrecernos la imagen de los apóstoles.
¿Hay algo más divertido que ver cómo todo lo hacen por obediencia, como si se guiaran por unas leyes matemáticas que sería sacrílego transgredir? Por ejemplo, miden el número de nudos del calzado, el color del cíngulo, la clase de colores del hábito, la largura de la correa, la forma y la capacidad de la cogulla, cuántos dedos de ancha la tonsura, cuántas horas de sueño. ¿Quién no ve la desigualdad en esa supuesta igualdad, con tanta variedad de cuerpos y de aptitudes? Gracias a estas pequeñeces, no sólo se creen superiores a los demás, sino que se desprecian unos a otros. Hombres que hacen profesión de caridad apostólica declaran la guerra a quienes llevan el hábito más o menos ceñido, o de un color un poco más oscuro. Verás a algunos tan austeros en su obediencia religiosa que sólo visten por fuera un cilicio, y por debajo finísima lana milesia; por el contrario, otros por fuera visten de lino, y de lana debajo. También verás a otros a quienes horroriza el simple contacto del dinero, como si se tratara de un veneno, pero no se privan del vino y de las mujeres.
En resumen, todos ellos se esfuerzan por vivir su propia vida, sin preocuparse por parecerse a Cristo, y sí por diferenciarse de los demás. Por lo tanto, ponen gran parte de su felicidad en los nombres que los distinguen. Unos se complacen en llamarse los del cordón (franciscanos) y entre éstos los hay recoletos, menores, mínimos, observantes. Otros se llaman benedictinos, bernardos, brigidenses, agustinos, guillermistas y jacobitas, como si no alcanzase con ser cristianos. La mayoría de ellos creen tanto en sus ceremonias y pequeñas tradiciones que piensan que un cielo es poca recompensa para sus grandes méritos. No se percatan que Cristo, repudiando todo esto, sólo se fijará en si han cumplido su único precepto, el de la caridad. Un fraile le mostrará su pobrecito vientre, hinchado con toda clase de peces; otro derramará a sus pies cien sacos de salmos, y otro le enumerará miles de ayunos, y contará que se muere de hambre por no haber hecho más que una sola comida al día. Asimismo otro le presentará tal cantidad de ceremonias, que no alcanzarán siete barcos para transportarlas. Éste se gloriará de haber vivido sesenta años sin que sus manos tocaran el dinero, pero con dos pares de guantes. Aquél tendrá la cogulla tan sucia y llena de grasa, que ni un marinero la querría usar. Uno recordará que durante más de once lustros ha vivido como una esponja sin moverse de su sitio. Otro mostrará la ronquera de su voz de tanto cantar; otro, el embrutecimiento causado por la soledad, y otro, por último, su lengua atascada por llevar silencio.
Sin embargo, Cristo interrumpirá esta sucesión interminable de merecimientos, para decir: ¿de dónde sale esta nueva raza de judíos? Sólo reconozco un mandamiento como mío, y es el único que no he oído. Ya hace mucho tiempo que prometí el reino de mi Padre, sin ambigüedades y sin acudir al velo de las fábulas, pero no a la cogulla, a los rezos, o abstinencias, sino a las obras de caridad. No reconozco a hombres que están tan complacidos de sus obras, esos que quieren aparecer más santos que yo. ¡Qué se vayan a vivir al cielo de los abraxianos si quieren, o que se hagan construir un nuevo cielo por aquéllos que prefieren sus tradiciones a mis mandamientos! Cuando oigan esto y adviertan que simples marinos y cocheros van por delante de ellos, ¿imaginan con qué cara se mirarán unos a otros? Sin embargo, por ahora son felices, gracias a las esperanzas que yo en ellos suscito .
Nadie se anima a despreciar a este tipo de gente, sobre todo a los mendicantes, por apartados que estén del mundo. De todos conocen todos los secretos a partir de eso que llaman confesiones . Saben que no les está permitido revelarlos a no ser cuando beben y quieren divertirse con anécdotas graciosas, pero siempre sin mencionar nombres, y dejando los hechos a la sospecha. Pero que nadie se atreva a molestar a este enjambre de zánganos, porque la venganza será inmediata y cumplida en sus sermones. Insinúan y aluden tan astutamente al enemigo, que nadie deja de reconocer, sólo quien no sepa de qué va. Y no dejarán de ladrar hasta que les tiren a la boca un pedazo.
¿Se imaginan a un comediante o charlatán de feria que pueda equipararse con ellos en la retórica de sus sermones? Resulta ridículo y totalmente hilarante verlos imitar las reglas de los maestros de la retórica. ¡Cielos! ¡Cómo gesticulan! ¡Qué cambios de voz! ¡Qué tonos! ¡Qué manera de alardear! ¡Qué de contoneos de un lado para otro del público! y todo lleno de gritos. Este estilo de oratoria se transmite de un frailecito a otro, como si se tratara de un arcano. Yo no soy una iniciada en él, pero basándome en suposiciones, diré algo.
Empiezan con una invocación, fórmula tomada de los poetas. Luego, si quieren hablar de la caridad, empiezan su introducción por el Nilo de Egipto. O si quieren recordar el misterio de la cruz con toda naturalidad se remontan a Bel, el dragón babilónico. Cuando quieren discurrir sobre el ayuno, empiezan por los doce signos del zodíaco. Y cuando encaran el asunto de la fe, empiezan a declamar largamente sobre la cuadratura del círculo. Yo misma pude oír cierta vez a un loco egregio -miento, quería decir a un sabio- que quiso explicar el misterio de la Trinidad en un sermón muy memorable. Desplegando las dotes extraordinarias de su saber y queriendo adular los oídos de los teólogos, ensayó un nuevo método: empezó con las letras del alfabeto, las sílabas y la oración, para pasar después a tratar de la relación del nombre con el verbo y del adjetivo con el sustantivo. Sus oyentes estaban extremadamente perdidos, al punto de que algunos iban susurrándose al oído aquel verso de Horacio: ¿A qué viene tanta pretensión? . Por último, finalizó afirmando que el símbolo de la Trinidad está expresado patentemente en nociones de la gramática de tal modo que ningún matemático podría trazar una figura en la arena tan claramente. Ocho meses de esfuerzos costó el sermón a este eminente teólogo , al punto de que hoy mismo está más ciego que un topo, efectivamente, porque la agudeza de la vista la amontonó en la punta del cerebro. No obstante, a nuestro hombre no le afecta mucho la pérdida de la vista; sigue pensando que para tan gran gloria fue poco precio.
También pude oír una vez a un octogenario tan teólogo, que hubieran creído que era la reencarnación del mismísimo Escota. Intentando explicar el nombre de Jesús, comprobó con admirable sagacidad que todo lo que se podía decir de él ya aparecía en las letras de su nombre. Deducía un símbolo evidente de la Trinidad divina del hecho de que en latín el nombre de Jesús tiene tres casos solamente. El primer caso (Jesús) termina en s ; el segundo (Jesum), en m ; y el tercero (Jesu) en u , lo que implica un misterio prodigioso: según estas tres letras, Jesús es lo sumo, lo medio y lo último. Analizando matemáticamente estas letras escondían un enigma todavía más profundo. Dividió la palabra Jesús en dos partes iguales, dejando en el medio la s . Luego comprobó que esta letra era igual a la hebrea que se pronuncia syn . En escocés syn significa, me parece, pecado . Así, era indudable que Jesús era quien quitaba los pecados del mundo. Este tan novedoso exordio dejó a los oyentes tan embobados, principalmente, a los teólogos ahí presentes, que casi quedan como de piedra, como Niobe. Sin embargo, a mí me hizo reír, aconteciéndome un poco como a aquel Príapo de madera de higuera que tuvo la mala suerte de ser testigo de las nocturnas hechicerías de Canidia y Sagana. Y no sin razón, ya que ¿cuándo Demóstenes pensó en griego y Cicerón en latín un exordio como éste? Estos oradores creían deshonesto un exordio extraño al tema -cuestión que los mismos porqueros perciben sin otra maestra que la misma naturaleza-. No obstante, nuestros sabios presuponen que su preámbulo -como lo llaman- será más logradamente retórico cuanto menos relación tenga con el tema por tratar, de manera que el oyente, sorprendido, piense para sí: ¿pero adónde quiere llegar éste?
Como exposición, en tercer lugar, ofrecen entretanto una interpretación veloz de un pasaje evangélico, cuando en realidad su objeto principal debería ser éste. En cuarto lugar, en un apresurado cambio de personaje, plantean una cuestión teológica que a veces no tiene nada que ver ni con el cielo ni con la tierra. Ahora bien, están persuadidos de que esto también es otra prueba de su arte. Justamente, en este momento es cuando, frunciendo su teológico entrecejo, bombardean los oídos de los oyentes con nombres tan sonoros como sabios solemnes, sabios sutiles, sabios sutilísimos, sabios seráficos, sabios santos y sabios irrefutables. Y también es ahora cuando vomitan silogismos mayores y menores sobre la muchedumbre ignorante, conclusiones, corolarios y divagaciones estúpidas, así como mentiras súper escolásticas.
Finalmente, aparece el quinto acto de este drama, en el cual es mejor que un artista se supere así mismo. Aquí es donde relatan cualquier fábula tonta y ridícula supongo tomada del Espejo de la historia o de las Gestas de los Romanos, interpretándolas de un modo alegórico, tropológico y analógico. Y arrojan de esta forma su sermón, monstruo que ni Horacio mismo pudo concebir cuando escribió aquel verso Humano capiti , etcétera. A no sé quién oyeron decir que las palabras iniciales de la oración deben ser circunspectas y muy discretas. Por esto empiezan tan suavemente su discurso que ni ellos oyen su propia voz, como si valiera la pena pronunciar lo que nadie entiende. También oyeron que las emociones se motivan por el uso frecuente de las exclamaciones, por eso, sin que a veces sea necesario, de un modo de hablar pausado, repentinamente pasan a gritar estrepitosa y frenéticamente. Uno juraría que nuestro hombre necesita un poco de eléboro, como si levantar la voz en un momento u otro del discurso no fuese importante. Y además, como han oído decir que el sermón se debe ir calentando a medida que avanza, después de recitar las partes introductorias de una forma pausada, imprevistamente lanzan un chorro de voz incluso en asuntos insignificantes, para terminar exhaustos hasta caer sin aliento. Por último, han aprendido que la risa se encuentra en los tratados de retórica, y por esto, sin duda, se esfuerzan por aparecer chistosos y graciosos. Pero chistes, Afrodita amada, de tanta gracia y tan ocurrentes como el asno tocando la lira ; a veces recurren a la ironía, pero es tan ingenua que cosquillea más que lastima, y nunca son más serviles que cuando están preocupados por dar impresión de que hablan con el corazón en la mano . Al oír su discurso uno juraría que han recibido lecciones de charlatanes de feria, que son muy superiores a ellos. Se parecen realmente tanto que nadie podría distinguir si han aprendido la retórica unos de otros.
Y, no obstante, todavía hay gente que gracias a mí, se deslumbra oyéndolos, como si fuesen nada menos que Demóstenes y Cicerón. Esos son los mercaderes y mujercitas, cuyos oídos seducen con particular interés. Los mercaderes, si se los sabe halagar, suelen repartir algunas migajas de sus mal adquiridos bienes. Y las mujeres son especialmente devotas de los frailes, entre otros muchísimos motivos, porque cuando andan tramando algo contra sus maridos, lo confian al seno de los frailes.
Me imagino que advierten lo mucho que me debe esta clase de personas que, con sus gestos extravagantes, sus gritos y estupideces imponen una especie de tiranía sobre los mortales, y se creen un nuevo San Pablo y San Antonio.
LV
Ya complacidamente abandono a estos bufones que tan mal disimulan mis favores, como pésimos impostores de la piedad. Deseaba meterme un poco con los reyes y cortesanos, quienes lealmente me rinden culto, con esa ingenuidad que uno anhela de personas de noble cuna. ¿Puede haber vida más triste y despreciable que la suya, si tan sólo tiene media onza de sentido común? Nadie que quiera ser un verdadero rey creería que vale la pena conseguir el poder gracias a la mentira o al parricidio, teniendo en cuenta el peso que se echa sobre sus hombros. Quien toma las riendas del gobierno se debe entregar a los asuntos del Estado, no a los suyos propios, y sólo debe pensar en el bienestar de su pueblo. No se puede desviar ni un poco de las leyes que él mismo ha promulgado y de las cuales es ejecutor, y personalmente debe garantizar la integridad de los magistrados y funcionarios. Expuesto a las miradas de todos puede ser o astro benigno que, con su integridad, trae la máxima satisfacción a los problemas humanos, o trompeta de muerte que causa la ruina total. No son tan conocidos ni tan terminantes en sus efectos los vicios de otros hombres. Sin embargo, el lugar del soberano es tal que si se aparta lo más levemente del camino recto, su mal ejemplo se extiende como un flagelo a mucha gente. Infinidad de posibilidades le proporciona el mismo oficio de rey que lo apartan del recto camino, por ejemplo, los placeres, la libertad que tiene, la adulación, el lujo, todo esto obligándolo a esforzarse y a tomar precauciones que le impidan apartarse lo más mínimo de sus obligaciones. En resumen, y para no hablar de complots, odios y otros peligros y temores, debe considerar que sobre su cabeza está aquel verdadero rey que pronto le debe preguntar por sus acciones más mínimas y tanto más severamente cuanto mayor haya sido el poder ejercido.
Entonces, señalo que si el gobernante ponderase éstas y otras muchas cosas -e, indudablemente, las consideraría si tuviese buen juicio- no podría conciliar el sueño ni comer con tranquilidad. Sin embargo, abandonan con mi ayuda todos estos cuidados a los dioses, viven una vida de apatía y no reciben en audiencia a nadie que no les diga cosas agradables, para no preocuparse. A sí mismos se convencen de que cumplen con honestidad su función de príncipes yendo habitualmente de caza, criando hermosos caballos, vendiendo magistraturas y prefecturas en provecho propio, y siempre maquinando nuevos métodos para reducir el dinero de los ciudadanos, y engrosar su propio fisco. Y todo lo hacen con la debida forma, alegando pretextos que encubran el abuso por injusto que sea, bajo la capa de equidad. En el justo momento, saben adular al pueblo, para obtener de alguna manera el favor popular. Represéntense al príncipe, como esos que por ahí vemos hoy: hombre ignorante en leyes, enemigo del progreso del pueblo, dedicado a sus propios placeres, rodeado de satisfacciones, hostil a la cultura, a la libertad y a la verdad, atento a todo menos a los asuntos del país, ya que mide todas las cosas desde sus gustos y caprichos. Corónenlo con un collar de oro, símbolo y conjunto de todas las virtudes; agréguenle una corona, adornada con piedras preciosas, que le indica que está por encima de los demás en todas las virtudes heroicas. Asimismo, procúrenle el cetro, símbolo de la justicia y de un limpio corazón. Y por último, vístanlo de la púrpura como emblema de su esmerada entrega a su pueblo. Si el príncipe ahora cotejara toda esta parafernalia con su vida, estoy segura de que quedaría avergonzado ante sus mismos atributos. Y temería que un perspicaz observador transformara esta trágica fastuosidad en risa y burla.
LVI
¿Qué les puedo agregar que no conozcan ya de los cortesanos? Los hombres más serviles, sumisos, estúpidos y miserables, y no obstante quieren siempre aparecer en primera fila. Sólo no son presumidos en que se contentan con cubrir su cuerpo de oro, joyas, púrpura y demás símbolos de virtud y de sabiduría, y dejan a los demás el trabajo de obtenerlos. Se sienten muy dichosos al poder llamar al Rey mi señor , saber saludarlo en tres palabras, y explicar el tratamiento correcto de su Alteza, su Majestad y su Magnificencia . Siempre sonreír y adular con gracia, tales son las artes que hacen al noble y al cortesano. Pero si contemplamos más de cerca su estilo de vida, nos encontraríamos con vulgares feacios y pretendientes de Penélope ... Bueno, el resto del poema ya lo saben mejor que yo. Duermen hasta el mediodía; oyen la misa casi desde la cama, que les dice deprisa y corriendo un curita a sueldo. Después está el desayuno, que apenas terminado, requiere la comida. Luego siguen los dados, el ajedrez, juegos de azar, parásitos, bufones, cómicos, cortesanos, chistes y pasatiempos. Todo esto entre postre y postre. Finalmente, la cena, y tras ella, rondas de bebidas, no pocas, por Júpiter. Así pasan horas, días, meses y siglos sin ningún tedio de la vida.
Yo misma me marcho asqueada cuando en ocasiones percibo a estos pretenciosos. Cuando cada una de las ninfas se cree tanto más cercana a los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o cuando los nobles se abren paso a codazo limpio para estar más cerca de Júpiter y, en fin, cuando cada uno se siente tanto más ufano cuanto más peso tiene la cadena que lleva al cuello, están haciendo alarde no sólo de riqueza sino también de fuerza.
LVII
Hace ya mucho tiempo que esta vida de príncipe la vienen imitando celosamente pontífices, cardenales y obispos, y creo que casi la superan. Cada uno de ellos tendría que preguntarse por el significado de su vestimenta de lino, más blanca que la nieve, símbolo de una vida del todo intachable. Qué obliga la mitra bicome, cuyas puntas unidas por un mismo lazo simbolizan el perfecto conocimiento del Antiguo y Nuevo Testamento . Qué representan los guantes que cubren las manos, sino una administración de los sacramentos pura y exenta de todo el contagio de los negocios mundanos. Qué indica el báculo, sino el cuidado vigilante de la congregación. Qué el pectoral, sino la victoria sobre los afectos humanos. Insisto, si uno de ellos se cuestionara sobre todo esto y muchas otras cosas, ¿no creen que su vida estaría llena de tristeza y angustia? Hacen bien en apacentarse a sí mismos. Por otro lado, entregan el cuidado de las ovejas a Cristo, o a los llamados frailes, o a sus vicarios. No se acuerdan que el nombre de Obispo que llevan significa trabajo, vigilancia y solicitud. Sí son obispos cuando se trata de recolectar dinero y no vigilan inútilmente.
LVIII
¿Qué pasaría si los cardenales creyeran que son sucesores de los apóstoles, y que se les piden las mismas virtudes que en ellos sobresalieron? ¿Qué si entendieran que no son señores sino administradores de los bienes espirituales, de quienes pronto deberán notificar exactamente? ¿No podrían alguna vez preguntarse durante el culto sobre el significado de la blancura de los ornamentos? Por Ventura, ¿no significa el muy apasionado amor de Dios? Y la purpúrea capa exterior, tan amplia y capaz de tapar la mula entera de su Eminencia Reverendísima , y de cubrir al mismo tiempo a un camello, ¿no significa la caridad sin límites que socorre a todos, esa caridad que enseña, exhorta, consuela, reprende, amonesta, evita la guerra, se enfrenta a los príncipes malvados, y entrega no sólo el dinero sino la misma vida? Pero ¿qué necesidad tienen de dinero unos hombres que semejan de unos apóstoles pobres? Digo yo, si en todo esto meditaran no irían tras ese puesto e incluso gratamente renunciarían a él y, como lo hicieron los primeros apóstoles, llevarían una vida de trabajo y de esfuerzo.
LIX
Si los representantes de Cristo, los Sumos Pontífices, alguna vez se plantearan imitar su vida, pobreza, fatigas, doctrina, cruz y desprecio del mundo; si entendieran qué significa ser Papa, o sea, Padre, o el título de santísimo , ¿habría alguien más afligido? ¿Habría alguien que ambicionara tal cargo por todos los medios posibles, y una vez obtenido, lo defendiera con la espada, el veneno y todo tipo de violencia? A cuántas ventajas tendrían que renunciar si tuviesen por una vez un poco de cordura. ¿Dije cordura? Sí, aquella pizca de sal de que habla Cristo sería suficiente para liberarlos de tantas riquezas, honores, tierras, victorias, cargos, beneficios, tributos, indulgencias, caballos, mulos, vasallos y comodidades. (Habrán notado que en pocas palabras he resumido un gran mercado, una gran cosecha y una gran cantidad de bienes.) Sin embargo, la cordura ocasionaría vigilias, ayunos, lágrimas, oraciones, predicaciones, estudios, lamentos y otras mil cosas similares. Pero no olvidemos lo que esto acarrearía: se moriría de hambre una caterva de escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, banqueros y bribones -y agregaría aún algún otro nombre más elocuente, pero temo ofender sus oídos-. En resumen, toda una caterva onerosa para la Iglesia de Roma, perdón, quise decir honrosa . Sería un crimen terrible y atroz; pero aún más detestable sería que los príncipes de la iglesia, los guías del mundo, tuvieran que recurrir al bastón y a la alforja. No obstante, hoy casi todo lo que implica trabajo se lo encomiendan a San Pedro y San Pablo, que para eso tienen tiempo, guardándose para sí todo lo que significa lujo y bienestar. Por lo tanto -y gracias a mí- no hay clase social que como ellos viva tan cómoda y lujosamente. Piensan que Cristo está complacido con ellos si saben cumplir su papel de obispos, impartiendo bendiciones y excomuniones, desplegando su escénico y misterioso atuendo, sus ceremonias, y sus títulos de beatitud, reverencia y santidad. Consideran anticuado y poco actual hacer milagros; arduo enseñar al pueblo; propio de escolásticos interpretar la Sagrada Escritura ; una pérdida de tiempo rezar; repugnante y vulgar derramar lágrimas; deshonroso ser pobre; una tribulación sufrir la derrota, que no puede aceptar quien apenas consiente que los reyes más soberanos besen sus santos pies; finalmente, inaceptable la muerte; y una infamia la crucifixión.
Como únicas armas sólo les quedan esas dulces bendiciones que alude San Pablo, y que tan soberbiamente prodigan: prohibiciones, suspensiones, excomuniones y condenaciones, infamias y, principalmente, ese rayo fulminador, por cuya virtud las almas de los mortales son lanzadas al más profundo abismo. Estos santísimos padres en Cristo -y ungidos suyos- contra nadie fulminan con tanta furia sus rayos vengadores como contra aquéllos que movidos por el demonio intentan disminuir o menguar el patrimonio de San Pedro. Por este nombre ellos comprenden: tierras, ciudades, señoríos, soberanías; aunque en el Evangelio sus palabras digan: lo dejamos todo y te hemos seguido. Quemados por el celo de Cristo, luchan a sangre y fuego por defender estos bienes, creyendo defender de manera apostólica a la Iglesia, esposa de Cristo, por medio del exterminio de quienes consideran sus enemigos. ¡Como si los impíos pontífices no fuesen los peores enemigos de la Iglesia que, con su silencio, dejan que Cristo quede desfigurado, maniatado con sus leyes de mercenarios, falseado con forzadas interpretaciones y perturbado con su nauseabunda vida!
Se sabe que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, fortalecida con sangre y propagada con sangre. Ahora bien, éstos todo lo solucionan a punta de lanza como si Cristo estuviera irreversiblemente muerto y ya no pudiese socorrer a los suyos, como él quiere y sabe. También se sabe que la guerra es tan terrible que es más propia de fieras que de hombres; tan sin sentido que los mismos poetas la suponen como engendro de las Furias; tan mortal que trae la corrupción de todas las costumbres; tan injusta que es sabiamente administrada por la peor calaña de criminales; tan impía que nada tiene que ver con Cristo. Y, no obstante, los Papas todo lo abandonan para dedicarse a ella. Encontramos a ancianos decrépitos despuntar por su ardor juvenil, no reparar en gastos, ni cansarse por las fatigas ni acobardarse por nada con tal de cambiar de arriba abajo las leyes, la religión, la paz, en fin, todos los asuntos humanos. Ni tampoco faltan eruditos obsequiosos que llaman celo, piedad y valor a esta ostensible soberbia. Según ellos, parecería que se puede conciliar usar un arma mortal para hundirla en las entrañas de su propio hermano, sin perder la caridad que todo cristiano debe a su prójimo, según la enseñanza de Cristo.
LX
Lo cierto es que todavía no tengo muy claro si los Papas fueron quienes sirvieron de ejemplo a algunos obispos alemanes, o más bien éstos lo tomaron de ellos. Porque estos obispos simplemente han abandonado el culto, las bendiciones y demás ceremonias para dedicarse a vivir como sátrapas, al punto de considerar cobarde y poco digno de un obispo entregar su valerosa alma a Dios si no es en el campo de batalla. Así, los curas de a pie consideran pecado criticar la Santidad de sus prelados, y hay que ver cuán agresivamente defienden su derecho a los diezmos con espadas, dardos, piedras y toda clase de armas; cómo agudizan la vista para obtener y obligarle a pagar algo más que el diezmo a la pobre gente. No obstante, nunca se fijan en los muchos textos que hablan del servicio que deben prestar al pueblo. Ni siquiera la tonsura misma les sirve de recordatorio de que el sacerdote debe estar libre de ambiciones mundanas y que debe pensar solamente en las del cielo.
Pero estos afables hombres están completamente persuadidos de que cumplen con su deber, balbuceando de cualquier modo sus oracioncitas, que, por Hércules, no hay dios que las oiga ni entienda, ya que ni ellos mismos las oyen ni las comprenden, a pesar de gritarlas. Sin embargo, tienen algo en común con los laicos y es que todos están pendientes de hacer su negocio, y todos saben muy bien sus derechos. En definitiva, si aparece una carga, hábilmente la rechazan hacia hombros ajenos pasándola como pelota de mano en mano.
Al igual que los príncipes de este mundo delegan la administración del reino a su ministro, y éste a su vez a otro subordinado y otro, así los clérigos delegan todo el cuidado pastoral, indudablemente por modestia, al pueblo. Éste a su vez lo encomienda a los llamados eclesiásticos, como si el pueblo no perteneciera a la Iglesia, y como si las promesas del bautismo nada significasen. A su vez, los sacerdotes, que a sí mismos se llaman seculares -como si estuviesen consagrados al mundo y no a Cristo-, descargan su obligación sobre los regulares , los regulares la pasan a los monjes; los monjes más frívolos a los más austeros. Y a su vez, todos cargan sobre los mendicantes, los mendicantes sobre los cartujos, entre quienes se esconde la piedad, y tanto se esconde que apenas se puede ver.
Del mismo modo, los pontífices, tan activos en la recolección de dinero, delegan en los obispos los trabajos demasiado apostólicos, los obispos en los curas, los curas en sus vicarios y los vicarios en los frailes mendicantes. Y a su vez, éstos los ponen en manos de quienes esquilan la lana de las ovejas. Pero no me propongo arremeter contra la vida de pontífices y sacerdotes. Que nadie piense que estoy urdiendo una sátira en vez de un elogio, ni que nadie piense que al criticar a los buenos príncipes, estoy elogiando a los malos. Al tratar resumidamente todo esto, lo que he querido decir es que no hay mortal que pueda vivir feliz si no está iniciado en mis misterios, y no me desdeña.
LXI
¿Podría ser de otra forma, si la misma Rhamnusia, dispensadora de la suerte en los asuntos humanos, está de acuerdo conmigo, y siempre ha sido la enemiga más tenaz de los sabios, mientras que concede toda clase de favores a los insensatos, incluso cuando duermen? Todos recuerdan el caso del general ateniense Timoteo, el significado de su nombre, y el dicho que corría sobre él: Hasta cuando duerme, su red pesca. O aquel otro: La lechuza es ave de mal agüero y aquellos otros adagios que describen perfectamente a los sabios: nació con mala estrella; tiene el caballo de Seyo , o posee oro de Tolosa. Pero dejémonos de refranes, no piense mi amigo Erasmo que estoy plagiando sus Adagios.
Volviendo a nuestro tema, advertimos que la fortuna ama a los insensatos, a los más osados, a hombres que lo apuestan todo a una carta . Mientras tanto, la sabiduría vuelve a los hombres escrupulosos, y esa es la razón de que los sabios habitualmente vivan asociados a la pobreza y al hambre, arrinconados, sin fama, despreciados. En cambio, el dinero cae en las manos de los tontos; ellos tienen las riendas del Estado y, en definitiva, prosperan en todos los aspectos. Porque si alguien concentra su felicidad en halagar a los príncipes y en codearse con estos semidioses llenos de joyas, ¿no advertirá que no hay nada tan inútil como la sabiduría o tan despreciado por esta clase de personas? Por ejemplo, supónganse que alguien quiere volverse rico. ¿Podrá juntar dinero guiado por la sabiduría? Evidentemente se detendrá ante la traición, se avergonzará si se lo agarra mintiendo y atiende aunque sea mínimamente a los escrúpulos que tanto preocupan a los sabios ante robos y usuras. Quien persiga el placer, percibirá que las muchachitas protagonistas de esta comedia, se enloquecen por los tontos y huyen y se horrorizan del sabio como de un escorpión. En resumen, quien quiera vivir con un poco de alegría y buen humor cierra la puerta al sabio y se la abre a cualquier otro ser viviente.
En resumen, diremos que se mire por donde se mire -pontífices, príncipes, jueces, magistrados, amigos, enemigos, grandes, pequeños- todo se arregla con dinero. Y como el sabio desprecia al dinero, por eso éste se cuida mucho de huir de él.
Así, finalizaré, aunque mis elogios no acaben nunca. Y no quiero terminar sin antes haber comprobado que ha habido respetables autores que me han alabado en sus obras y en su vida. No quiero que se crea que soy tan estúpida que sólo trato de complacerme a mí misma, o que los leguleyos puedan desacreditarme alegando que no presento en mi favor prueba alguna. Siguiendo su ejemplo, aduciré pruebas que nada tienen que ver con el tema.
LXII
Así, recordaré un dicho que todos conocen: Donde no hay hechos, lo mejor es fingirlos . Por eso indudablemente tan pronto se enseña este verso a los niños: Pasar por loco a tiempo es el colmo de la sabiduría. Ustedes mismos se imaginan ya el gran bien de la insensatez, ya que su falsa sombra e imagen promueve tantos elogios de parte de los sabios. Aún nos manda mezclar con más franqueza la insensatez con la cordura, ese cerdo lustroso y ufano salido de la piara de Epicuro, aunque desbarra un poco al decir sólo por un tiempo . En otro lugar escribe: A veces es agradable pasar por loco . Y en otra parte apunta que prefiere pasar por estúpido y torpe, que por sabio y displicente . En Homero, Telémaco, a quien el poeta ensalza muchos títulos, recibe el nombre de tontuelo , calificativo que los mismos trágicos aplican gustosos a los niños y a los adolescentes, como signo de buen augurio. ¿De qué trata ese divino poema de La Ilíada sino de las iras insensatas de pueblos y reyes? ¿Hay un mejor elogio que el de Cicerón cuando dijo: El mundo está lleno de estúpidos? Efectivamente, nadie desconoce que cuanto más difundido está un bien, tanto más atractivo es.
LXIII
Quizá para los cristianos sea de poco peso la autoridad de los pensadores que acabo de citar. Si les parece, entonces, acudiré al testimonio de las letras sagradas, o mejor dicho, como prefieren los sabios, me basaré en ellas para comprobar mis elogios. Quiero pedir permiso antes a los teólogos para obtener su consentimiento. Y luego, dado que emprendemos una tarea dificil, y dado que quizá sea imposible hacer realizar tan largo viaje a las musas desde el Helicón para un asunto que no les interesa, creo que mientras represento mi papel de teólogo, y camino por estos lugares llenos de espinas, sería mejor que el alma de Escoto -espinosa como puercoespín y erizo- emergiese de su Sorbona un poco y se encajara en mi pecho. Podría irse donde quisiese, hasta al demonio. ¡Quién me permitiera cambiar de rostro y tener carácter teológico! Pero me temo que al aparecerme con tanta teología, se me acuse de plagio, como si hubiese estado espiando secretamente el atril de nuestros maestros. Nadie debe extrañarse que tras extendido y estrecho trato con los teólogos se me haya adherido algo de su ciencia. El mismo dios Príapo, tallado en madera de higuera, pudo aprender y recordar algunas palabras griegas mientras su maestro leía. Y el gallo de Luciano no tuvo dificultad para comprender el lenguaje humano, después de haber vivido mucho tiempo con los hombres. Pero empecemos bien nuestro asunto.
Leemos en el capítulo primero del Eclesiastés lo siguiente: Es infinito el número de los insensatos . Al aseverar que el número es infinito, ¿no parece abarcar a todos los hombres, exceptuando a unos pocos, que dudo que alguien haya podido ver? Jeremías es aún mucho más terminante cuando en su capítulo 10 dice: Se embrutece el hombre con su saber. A Dios solamente atribuye la sabiduría, dejando a todos los hombres la insensatez.
Y más atrás: El sabio no se ufane en su saber. Querido Jeremías, ¿por qué no quieres que el hombre se gloríe de su sabiduría? Él responderá que evidentemente porque no tiene la sabiduría. Volvamos al Eclesiastés cuando expresa: Vanidad de vanidades, todo es vanidad . ¿ Qué debemos entender sino -como ya expusimos- que la vida humana no es más que el ejercicio de la estupidez? Con esto no hace más que agregar su voto al elogio que me profesa Cicerón y que acabo de citar: El mundo está lleno de estúpidos .
Cuando aquel sabio del Eclesiástico dice: El insensato cambia como la luna, el sabio permanece como el sol, ¿acaso no sugiere que todos los mortales son insensatos y que sólo a Dios le corresponde el nombre de Sabio? La luna se debe interpretar como la naturaleza humana, el sol, la fuente de toda luz, que es Dios. Esto viene a corroborar aquello que Cristo dice en el Evangelio, que nadie es bueno sino Dios . Si, como pretenden los estoicos, el que es sabio no es estúpido, y el que es bueno es también sabio, entonces debemos concluir que la estupidez abarca a todos los hombres.
A su vez, Salomón en el capítulo 15 de Proverbios dice: Divierte su poco juicio al insensato , con lo cual expresa claramente que no hay nada agradable en la vida sin la estupidez. A esto también alude aquel otro texto: A más sabiduría más aflicción, y aumentando el saber se aumenta el sufrir . ¿No declara tal célebre predicador lo mismo en el capítulo 7: El sabio piensa en la casa en duelo, el estúpido piensa en la casa en fiesta ? Indudablemente, por eso pensó que no le alcanzaba con conocer la sabiduría sin conocerme a mí. Y si no creen en mis palabras, lean lo que escribe en el capítulo 1: Me puse a examinar la sabiduría, la locura y la estupidez. Aquí conviene prevenir que para mí es un honor el que haya citado a la estupidez en último lugar. El Eclesiastés dice y, como saben, éste es el estilo eclesiástico- que ocupe el último lugar quien mayor dignidad tenga, con esto recordando al menos el precepto evangélico. Así también lo señala el Eclesiástico -sea quien sea su autor- en el capítulo 44, cuando asegura que la estupidez va por delante de la sabiduría. Pero por favor, yo no citaré sus palabras antes que ustedes ayuden a mi discurso con su respuesta adecuada, como hacen quienes discrepan con Sócrates en Platón. Entonces, yo les pregunto: ¿qué se debe cuidar más, las cosas especiales y de valor, o las ordinarias y baratas? ¿No saben? Aun cuando se encojan de hombros, hay un proverbio griego que responderá por ustedes: El cántaro a la puerta . Y para que nadie lo contraríe irreverentemente, sepan que Aristóteles lo dijo, el dios de nuestros maestros. ¿Es alguno de ustedes tan estúpido que deja el oro y las joyas en la calle? Me imagino que no. Esconden estos tesoros en el cuarto más secreto, y por las dudas, los depositan en los rincones de cajas de máxima seguridad, mientras abandonan la basura en la calle. Entonces, si lo que tiene valor se guarda, y lo despreciable se deja a la vista, ¿no es evidente que la estupidez que él manda ocultar es menos apreciable? Aquí están sus mismas palabras: Mejor es quien oculta su locura que quien oculta su sabiduría . Las Escrituras reconocen asimismo una bondad de espíritu a los estúpidos, mientras que los sabios no reconocen a nadie por encima de ellos. Así es como yo interpreto lo escrito en el capítulo 10 del Eclesiastés: El insensato va por su camino llamándolos estúpidos a todos . ¿No creen que es rectitud de alma pensar que todos son iguales a ti mismo, y compartir con todos tus propios méritos, en un mundo en que todos se creen superiores a los demás? El mismo rey Salomón no se molestó con este calificativo, ya que en el capítulo 30 dice: Yo soy un estúpido, menos que hombre . También San Pablo, maestro de los paganos, acepta gratamente el nombre de insensato en su carta a los Corintios: Si se trata de hacer el loco, yo más , como si fuese una vergüenza ser superado por alguien en estupidez.
Ya veo a esos helenistas presumidos venir, y con ojos de lechuza intentan confundir a tantos teólogos contemporáneos, esparciendo humo a su alrededor con sus observaciones. En este gremio, mi amigo Erasmo -y lo llamo por su nombre muchas veces para alabarlo-, si no es alfa , sí es omega . Qué cita tan graciosa -dicen-, propia de la estupidez. El pensamiento del Apóstol está muy lejos de aquello que tú sueñas. Con estas palabras no quiso insinuar que era más estúpido que los demás. Lo que dijo fue: ¿Qué sirven a Cristo? Yo más. Como si quisiera alardear al igualarse a los demás, se apura a corregirse a sí mismo diciendo: Yo más , sabiendo que no sólo era igual en su ministerio a los demás apóstoles, sino incluso superior. Quería convencer de esto, pero sin que sus palabras fuesen pedantes y agraviantes. Y para esto se guareció tras el pretexto de la insensatez: Voy a decir una estupidez , conciente de que es un privilegio de los estúpidos decir la verdad sin ofender.
Dejo que estos helenistas debatan lo que pensaba San Pablo al escribir esto. Yo sigo a esos grandes, lustrosos, gordos y célebres teólogos, con quienes la mayoría de los sabios, ¡voto a Júpiter!, prefiere equivocarse a coincidir con tales sabios trilingües. Efectivamente, ninguno de ellos hace más caso a estos helenistas pretenciosos que a simples charlatanes, especialmente cuando un distinguido teólogo, cuyo nombre no digo para que nuestros pequeños charlatanes no clamen contra él aquella ofensa de el burro de la flauta , explica de forma magistral y teológica este pasaje. Empezando con las palabras: Voy a decir una estupidez, yo más , abre un nuevo capítulo, y a partir de un trabajo dialéctico, hace una nueva división que interpreta de esta manera (citaré sus propias palabras textualmente): Voy a decir una estupidez, esto es, si les parece que soy un insensato al equipararme a los falsos apóstoles, les pareceré aún más estúpido al colocarme por encima de ellos . No obstante, poco después parece olvidarse de sí mismo, pasando a otro tema.
LXIV
Pero ¿por qué me obligo a defenderme con solo un ejemplo, cuando a los teólogos se les permite estirar el cielo, esto es, la Sagrada Escritura, como si fuese una piel? Efectivamente, advertimos que en San Pablo las palabras de la Escritura presentan algunas contradicciones, si bien San Jerónimo, aquel maestro de cinco lenguas , no encuentra ninguna contradicción en su contexto. Mientras el Apóstol estaba en Atenas vio una inscripción en un altar y cambió su significado convirtiéndolo en argumento en favor de la fe cristiana. Apartó las palabras que no le servían, conservando las últimas: el Dios desconocido . Incluso cambió un tanto el texto, ya que la inscripción completa decía así: A los Dioses de Asia, de Europa y de África, a los dioses desconocidos y extranjeros . Todo el tiempo este modelo lo siguen los hijos de los teólogos . Agarrando de aquí o de ahí cuatro o cinco palabrejas de distintos contextos, si es preciso, violentan su significado para acomodarlo a su asunto, aunque las que preceden y las que siguen no tengan nada que ver o resulten contradictorias con el tema. Y lo hacen con tal impudencia que en general los mismos teólogos son objeto de envidia de los abogados.
Ignoro hasta dónde ya pueden terminar cuando ese gran maestro -casi se me escapa su nombre, pero una vez más me ataja el dicho griego- ha logrado extraer un significado de determinas palabras de San Lucas tan afin con el espíritu de Cristo como el fuego con el agua. El momento del peor peligro es cuando los vasallos leales cierran filas y luchan codo a codo con su dueño con todos los medios a su alcance. Ahora bien, Cristo intentaba que sus discípulos no confiaran en tales ayudas. Y por eso les preguntó si les había faltado algo al ser enviados sin provisiones para el viaje, sin calzado que protegiera sus pies de las espinas y piedras del camino, y sin alforja contra el hambre. Cuando ellos respondieron que no habían necesitado nada, continuó: Entonces ahora, quien tenga bolsa, que la agarre, y también la alforja; y quien no tenga, que venda el manto y se compre un machete . Si la doctrina de Cristo inspira nada más que la humildad, la tolerancia y el desprecio de la vida, ¿quién no entiende el sentido de este pasaje? Cristo quería desarmar a sus enviados aún más: que no se inquietaran por el calzado y por la alforja, que se quitaran su túnica para entregarse desnudos y liberados a la obra del evangelio. Y sólo con una espada, pero no esa espada que utilizan ladrones y asesinos, sino la espada del espíritu que penetra hasta lo más hondo del pecho y que de un solo tajo separa todas las pasiones, dejando en el corazón nada más que la piedad.
Les pido que ustedes mismos perciban la distorsión que nuestro admirado teólogo hace del texto: traduce la espada como defensa contra la persecución, y con la bolsa o alforjas se cubren todas y cada una de las necesidades de la vida.
Como si Cristo hubiese cambiado de parecer y, convencido de haber enviado a sus discípulos poco regiamente equipados, tratara de retractarse de su anterior mandato. O como si se hubiese olvidado de lo dicho anteriormente: que serían bienaventurados sufriendo ultrajes, insultos y suplicios, no resistiendo a los malos tratos, porque la bienaventuranza es de los mansos, no de los violentos. Como si no recordase que los había invitado a seguir el ejemplo de los pájaros y de los lirios, partir sin espada. Y por eso ahora los mandaba comprarla a cambio de tener que vender la túnica, prefiriendo que fuesen desnudos a sin armas. A su vez, considera que así como la palabra espada designa todo lo que necesita para defenderse de la agresión, así con la bolsa se refiere a todas las necesidades de la vida.
Así, el intérprete del pensamiento divino hace salir a los apóstoles bien equipados con lanzas, ballestas, hondas y cañones a predicar al Crucificado. También los carga con cajas, maletas y paquetes como si tuviesen que salir de la posada sin haber comido. A nuestro hombre ni siquiera detiene el hecho de que Cristo mandara comprar una espada con anterioridad, para poco después mandar envainarla. Efectivamente, nadie ha escuchado nunca que se ordenara a los apóstoles que empuñaran la espada o el escudo contra la fuerza de los paganos, cosa que hubiesen hecho si Cristo hubiese tenido la intención que éste le adjudica.
No voy a nombrar por respeto a su honor a otro teólogo, efectivamente, de los más famosos. Utiliza las tiendas que alude Habacuc - angustiadas veo las tiendas de Cusán - para relacionarlas con la piel de San Bartolomé desollado. Hace poco yo misma asistí a un debate teológico, cosa que hago frecuentemente, en el cual uno preguntó con qué autoridad de la Escritura se ordenaba quemar a los herejes, en vez de convencerlos por la razón. Cierto anciano huraño, cuya arrogancia me hizo advertir que era teólogo, respondió, con alguna indignación, que había sido el apóstol San Pablo cuando dijo: Al que introduzca división, repruébalo hasta dos veces, luego no tengas que ver con él . Una y otra vez con voz tronante repetía estas palabras, tanto que muchos se preguntaron qué le ocurría al hombre. Concluyó explicando que hay que apartar al hereje de la vida. Algunos rieron, pero no faltaron quienes sacaran en su explicación una prueba teológica contundente. Como algunos no estaban de acuerdo, se levantó uno de esos que llaman tenedios , abogado y autor incuestionable, y dijo: Escuchen lo que está escrito: y ese profeta o vidente de sueños será ejecutado . Todo hereje es un criminal: luego, etc. Todos los presentes se asombraron del ingenio de nuestro hombre y se pasaron rápidamente a su bando. No obstante, a ninguno se le ocurrió que tal ley se aplicaba solamente a brujos, tahúres y magos, a quienes los hebreos llaman Mekaschephim (malvados), sino también habría que castigar con la pena de muerte a fornicadores y borrachos.
LXV
¡Qué tonta soy, para qué seguir con tan interminables ejemplos que ni en los volúmenes de Crisipo o de Dídimo podrían tener lugar! Sólo quería recordarles que si a estos santos maestros se les permiten tales permisos, también es justo que a mí, aprendiza de teólogo, no se me corrija si mis citas no son del todo precisas. Vuelvo a San Pablo que de sí mismo dice: Porque ustedes soportan gustosamente a los insensatos . Y en otra parte: Acéptenme, aunque sea como insensato . Y no hablo según Dios, sino desvariando . También dice: Nosotros, locos por Cristo . Noten ¡qué gran elogio a la insensatez por tan gran autor! ¿Y qué decir cuando se pronuncia abiertamente en favor de la estupidez, como lo más necesario y saludable? El que se las da de listo entre ustedes a la manera de este mundo, vuélvase estúpido para ser listo de verdad . Y Jesús, en San Lucas llama insensatos , torpes, a los dos discípulos que se le unieron en el camino. ¿Nos sorprenderemos de esto, si el mismo San Pablo atribuye a Dios su poco de locura? Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres , dice. Aunque Orígenes niega que esta locura se pueda entender como la de los hombres, según el texto: El mensaje de la cruz para quienes se pierden resulta una locura . Pero ¿por qué me preocupo en citar tantos textos si Cristo mismo se dirige a su Padre con estas palabras de los Salmos: Tú conoces mi ignorancia ? No es casual que a Dios tanto le gusten los insensatos. Y supongo que el motivo es que los grandes gobernantes consideran mal y como a enemigos a hombres demasiado inteligentes. Como ocurrió con Julio César respecto a Bruto y Casio -sin que temiera al borracho de Antonio-, con Nerón en relación a Séneca, y con Platón y Dionisio. Por el contrario, disfrutan con ingenios más simples y torpes. Cristo mismo rechaza y condena a esos sabios que siempre confian en su prudencia. También San Pablo los rechaza sin rodeos: Lo estúpido del mundo se lo escogió Dios . Por eso hizo a bien salvar a quienes creen con esa locura que predicamos, ya que no podían ser salvados por la sabiduría. Dios mismo claramente lo asevera a través del profeta: Fracasará la sabiduría de sus sabios y se eclipsará la prudencia de sus prudentes . Cristo agradece por habérseles ocultado el misterio de la salvación a los sabios, y por haber sido descubierto a los niños, esto es, a los necios , ya que en griego la palabra nepíos significa niño y loco , opuesto a los sabios ( sofoi ). Esto nos permite entender las denuncias que en el Evangelio Cristo dirige a escribas, fariseos y sabios de la ley, mientras que defiende celosamente a los ignorantes. ¿Qué significa: ¡Ay, de ustedes escribas y fariseos! , sino: ¡Ay, de ustedes, sabios! ? Será que Cristo disfrutaba estar con los niños, las mujeres y los pescadores. Y de los mismos animales los que más le gustaban eran los más alejados de la astucia de la zorra. Por eso quiso montar sobre un burro, pudiendo, de haberlo querido, ir sin riesgo encima de un león. El Espíritu Santo descendió no como águila o halcón, sino como paloma. A su vez, en la Escritura constantemente se menciona a ciervos, venados y corderos. Y Jesús llama sus ovejas a los destinados a la vida eterna. Ahora bien, no hay animal más simple que la oveja. Así lo atestigua el dicho de Aristóteles que habla del espíritu borreguil , tomado sin duda de la estupidez de este animal, y que, según él, solía aplicarse como insulto contra tontos y estúpidos. Así, Cristo se declara pastor de este rebaño. Y hasta él mismo se complace con el nombre de cordero, como cuando Juan lo presenta: Éste es el Cordero de Dios . Además, en elApocalipsis este calificativo aparece varias veces.
¿Acaso todos estos hechos no nos están mostrando que todos los mortales son insensatos, incluso los piadosos? El mismo Cristo al venir en ayuda de la estupidez humana se hace estúpido a pesar de ser la sabiduría del Padre, al asumir la naturaleza de hombre y aparecer en forma humana. Se hizo pecado para poder curar los pecados. Y sólo quiso curarlos por medio de la insensatez de la cruz, y con apóstoles simples y rústicos. A éstos les predica la estupidez y les enseña que se aparten de la sabiduría, exigiéndoles imitar a los niños, a los lirios, al grano de mostaza y a los pájaros; todos ellos seres simples, sin ambiciones, que se dejan guiar por el instinto, sin artificio y cuidado alguno. También les prohíbe que se preocupen de lo que deberán decir ante los jueces y que no traten de averiguar los tiempos y ocasiones, que es como decir que no deben confiar en su propia inteligencia, sino sólo en Él. Esto también explica por qué Dios prohibió al hombre comer del árbol de la sabiduría, como si el conocimiento fuese veneno para la felicidad. No es extraño entonces que San Pablo desapruebe la ciencia que agranda y lleva a la perdición. También San Bernardo opina lo mismo cuando interpreta el monte de la ciencia como aquél en el cual Lucifer instauró su trono.
Tampoco se debe soslayar el hecho de que la estupidez siempre ha encontrado favorables a los cielos, ya que sólo a ella se concede el perdón de los pecados, mientras que no al sabio. Quienes se arrepienten, aunque hayan pecado con conciencia plena, de algún modo se amparan y pretextan insensatez. Si recuerdo bien, así es como en el Libro de los Números, Aarón pide perdón a su esposa: Perdón, no nos exijas cuentas del pecado que hemos cometido insensatamente . Por otro lado, Saúl utiliza las mismas palabras cuando pide perdón a David por su culpa: He sido un estúpido, me he equivocado totalmente. Y a su vez, David aplaca así al Señor: Señor, perdona la culpa de tu siervo, porque he hecho una locura. Como si sólo pudiese lograr el perdón al declarar su insensatez e ignorancia. El argumento que Cristo emplea en la cruz cuando pide por sus enemigos es más elocuente: Padre, perdónalos , sin dar otra excusa que la de su ignorancia: porque no saben lo que hacen . En el mismo sentido, San Pablo escribe a Timoteo: Como lo hacía con la ignorancia de quien no cree, Dios tuvo misericordia de mí . ¿Qué significa lo hacía con la ignorancia , sino obrar de un modo insensato y no por maldad? ¿Y qué es Dios tuvo misericordia de mí, sino que no la hubiese conseguido de no haberse amparado en la insensatez? El Salmista también está de nuestro lado, a quien se me olvidó citar antes: No te acuerdes de los pecados y delitos de mi juventud. Habrán podido percibir dos justificaciones que le sirven de excusa: la juventud -que es siempre mi compañera- y los delitos o errores -en plural- para que veamos la extraordinaria fuerza de la estupidez.
LVI
En resumen -porque no quiero que el tema se vuelva interminable- pienso que la religión cristiana tiene algún parentesco con la estupidez, sin que nada tenga que ver con la sabiduría. Si quieren pruebas de ello, observen cómo niños, ancianos, mujeres y personas sencillas son quienes más se regocijan con las ceremonias sagradas y religiosas, y cómo siempre están lo más próximos a los altares, indudablemente, elevados por el simple impulso natural. Luego verán que los primeros pilares de la religión, amigos de la humildad, fueron enemigos acérrimos de las ciencias. Por último, no hay locos más rematados que aquéllos que están poseídos por la pasión de la piedad: entregan lo que tienen, olvidan los insultos, se dejan engañar, no diferencian entre amigos y enemigos, desprecian los placeres, abundan en ayunos, vigilias, lágrimas, tormentos y sufrimientos; desprecian la vida y sólo ansían la muerte. En síntesis: parecen haber perdido el sentido común, como si su espíritu viviese en otra parte y no en el cuerpo. ¿Y qué es esto más que locura? Por otro lado, esto no debe sorprender, ya que los mismos apóstoles fueron tenidos por borrachos de mosto, y Festo consideró como loco a Pablo.
Pero ya que estoy en la piel de león , autoríceseme a decir lo siguiente: la felicidad que buscan los cristianos con tanto esfuerzo no es más que una especie de locura e insensatez. No se ofendan por las palabras, mejor busquen su sentido.
En primer lugar, cristianos y platónicos coinciden en que el alma está sumida y ligada por los lazos del cuerpo, que por su misma pesadez no le permite remontarse a la contemplación y al disfrute de la verdad. En segundo lugar, Platón define la filosofia como preparación para la muerte porque aparta al alma de las cosas visibles y corporales, y eso es lo que hace la muerte. Ahora bien, mientras el alma usa correctamente los órganos del cuerpo expresamos que aquélla está en sus cabales, pero cuando comienza a romper sus cadenas y a lograr su libertad, como si tratara de escapar de la cárcel, se la llama demente. Si esto es el resultado de una enfermedad o defecto orgánico, todos convienen en llamarla locura. A pesar de esto, advertimos cómo esos hombres adivinan el futuro, saben lenguas y ciencias nunca antes aprendidas, y llevan la marca de lo divino. Indudablemente, esto ocurre porque el alma está empezando a sentirse libre del cuerpo, mostrando así su fuerza natural. Creo que esto explica por qué quienes lidian con la muerte experimentan habitualmente algo similar, llegando a hablar cosas asombrosas como si estuviesen inspirados. Quizás es el resultado de un celo religioso, aunque no sea el mismo tipo de locura, pero es tan semejante, que la mayoría de la gente la considera como la misma demencia. Ése es el caso especial de unos pocos hombrecitos que hacen su vida al margen del uso común de los mortales.
A éstos les ocurre algo semejante a lo que sucede en el mito de Platón. Los encadenados en la caverna contemplan las sombras de las cosas. Un hombre que consigue huir, vuelve a ésta y anuncia a sus compañeros que ha visto las cosas verdaderas, advirtiéndoles que están muy equivocados si creen que no existen más que las sombras miserables. Este hombre que ha alcanzado la sabiduría se compadece de sus compañeros y censura su locura; ellos a su vez se burlan de él como de un chiflado y lo echan fuera. Del mismo modo, el común de los mortales goza sólo las cosas del cuerpo y casi cree que son las únicas que existen. En cambio, la gente piadosa rechaza todo lo referente al cuerpo, para entregarse más a la contemplación de las cosas invisibles. El hombre común valora primero las riquezas; segundo, los placeres corporales; y finalmente al alma que, como no se ve con los ojos, muchos ni siquiera creen que existe. Al contrario, el piadoso se apoya primeramente en Dios, Ser simplicísimo, y luego en el alma, en estrecha relación con Él. No piensan en el cuidado del cuerpo, desprecian el dinero y lo rechazan como inmundicia. Obligados a tratar estas cuestiones, lo hacen con aversión y repulsión, teniendo como si no tuvieran y poseyendo como quien no posee.
Sin embargo, entre ellos en muchos casos aún hay diferencias muy notables. Para empezar, digamos que si bien todos los sentidos tienen cierta afinidad con el cuerpo, algunos son más ordinarios, por ejemplo, el tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto. Otras facultades están más separadas de la materia, como la memoria, la inteligencia, la voluntad. Por consiguiente, la fuerza del alma las protegerá de sus inclinaciones. Si toda la fuerza del hombre piadoso se dirige hacia aquello que está más apartado de los sentidos más materiales, evidentemente, éstos se debilitan y entumecen. Por el contrario, ocurre que el vulgo se concentra mucho en los sentidos y muy poco en las facultades espirituales. Esto explica lo que hemos oído de algunos santos varones que bebieron aceite por vino. En relación con las tendencias del espíritu, indudablemente, algunas tienen más relación con la bajeza del cuerpo que otras, tales como la libido, el apetito y el sueño, la ira, la soberbia y la envidia. El hombre piadoso traba una guerra sin cuartel contra éstas, mientras que el vulgo cree que no hay vida sin ellas. Luego vienen las que podríamos denominar afecciones intermedias y cuasi naturales, tales como el amor patrio, el afecto a los hijos, familiares y amigos. La gente vulgar tiene en alta estima todos estos sentimientos, mientras que las personas piadosas tratan de apartarlos de su alma o, por lo menos, los subliman en la parte más alta de su espíritu. Quieren amar a su padre no como padre -¿ha engendrado él algo más que el cuerpo, que también se debe a Dios padre?-, sino como a un hombre bueno en quien se refleja la imagen de la mente suprema, a la única que designan Summum Bonum (Bien Supremo), fuera del cual nada merece amarse ni buscarse. Con esta misma regla miden las otras cuestiones de la vida, de modo que todo lo visible, si no se debe despreciar totalmente, sí se debe valorar menos que las cosas invisibles. Además, dicen que en los sacramentos y en los ejercicios de piedad se encuentran cuerpo y espíritu. Dan poca importancia a la abstención de carnes y de cena, hecho considerado por el vulgo como ayuno absoluto. Éste debe ir dirigido al control de las pasiones, de manera que la ira y la soberbia destaquen menos por sus respetos. Y así, el espíritu no siente tanto el peso de la materia del cuerpo y pueda aspirar a paladear y disfrutar los bienes celestiales. Piensan lo mismo en relación con la Eucaristía. Afirman que, si bien no se debe rechazar lo que se realiza en el rito, no beneficia y hasta puede ser nocivo, si no se llega hasta el elemento espiritual que representan los signos visibles. Representa la muerte de Cristo, que los mortales deben expresar a través del dominio y la extinción de sus pasiones carnales, enterrándolas de alguna manera en la tumba, a fin de que puedan resucitar a una nueva vida, donde puedan vivir unidos con Él y con sus hermanos. Así actúa el hombre piadoso y a esto tiende. Al contrario, el vulgo cree que el sacrificio de la misa no significa más que amontonarse en tomo al altar, oír el estrépito de las voces y ser mero espectador de otras ceremonias similares. No sólo en los ejemplos que he citado, sino en todo, el hombre piadoso se separa de las cosas corporales de su vida y se dirige hacia las eternas, invisibles y espirituales. Por supuesto, ya que en todo hay una discrepancia completa entre ambas partes, se tildan mutuamente de locos. Aunque, me parece, este apelativo coincide menos con el vulgo que con el hombre piadoso.
LXVII
Se entenderá mejor esto que acabo de decir si, como he prometido, compruebo brevemente que el Cielo, ese premio supremo, no es más que una especie de locura. En primer lugar, deben recordar que ya Platón imaginó algo parecido cuando escribió que la locura de los amantes es la más feliz de todas . Efectivamente, quien ama apasionadamente ya no vive en sí sino en el objeto de su amor, y cuanto más se aparta de sí mismo para entregarse a su amor, más feliz es. Ahora bien, cuando el alma trata de emigrar fuera de su cuerpo y de no utilizar sus órganos naturales, se piensa, y con razón, que se la puede llamar loca . ¿Qué es lo que quieren decir los dichos populares: está enajenado, vuelve en ti o ha vuelto en sí? Entonces, cuanto más perfecto es el amor, mayor es la locura y mayor la felicidad.
Por lo tanto, ¿cuál puede ser esa vida bienaventurada a la que aspiran con tanto anhelo tantas almas piadosas? El espíritu será más fuerte y dominará y arrastrará al cuerpo. Y lo hará más fácilmente por haber purgado y debilitado en parte el cuerpo en esta vida en busca de su transformación. Luego, el alma será atraída por el Espíritu Supremo, como más fuerte que sus infinitas partes. De esta manera, el hombre llegará a estar fuera de sí, y será feliz solamente porque está tan enajenado que compartirá de forma inefable el supremo bien, que atrae hacía sí todas las cosas. Ciertamente, esta felicidad sólo alcanzará su plena perfección cuando las almas, recuperado su primitivo cuerpo, alcancen la inmortalidad. No obstante, sucede que estas personas piadosas, cuya vida es una contemplación y anticipación de la otra, sienten a veces como una anticipación y un gozo de ese premio. Es una gota de bienaventuranza si se compara con el goce eterno, pero excede ampliamente a todos los placeres del cuerpo. Colocados todos los placeres juntos, los mortales no podrían igualar esa suprema felicidad. ¡Tan superior es lo espiritual a lo material, lo invisible a lo visible!
Así, nada debe extrañar lo que promete el profeta: Jamás oído oyó ni ojo vio un Dios fuera de ti, que hiciera tanto por quien espera en él . Es esa parte de estupidez que no desaparece por el cambio de la vida, sino que se perfecciona. Por lo tanto, quienes han podido percibirla por anticipado, y han sido muy pocos, experimentan algo que se parece mucho a la locura. Hablan de una manera bastante incoherente, no natural, emiten voces sin sentido, cambiando súbitamente la expresión de su rostro. Pasan de la exaltación a la depresión, ya lloran, ya ríen o suspiran; en resumen, están absolutamente enajenados. Y por último, cuando vuelven en sí, afirman no saber dónde han estado, en el cuerpo o fuera de él, si estaban despiertos o dormidos. No recuerdan lo que han oído o visto, qué han dicho o hecho, como si estuviesen en una nebulosa o sueño. Sólo saben que fueron felices durante este éxtasis. Se lamentan de haber vuelto a la razón, ya que nada desean más que vivir eternamente este tipo de locura. ¡Y no es más que una pequeña prueba de la futura felicidad!
LXVIII
Sin embargo, hace tiempo que, olvidándome de quién soy, estoy pasándome de la raya. Si les he dicho algo con exagerada arrogancia o desparpajo, recuerden que ha sido la Estupidez la que les ha hablado, que encima, es mujer. Tampoco olviden aquel dicho griego: Con frecuencia hasta el loco dice la verdad, a menos que consideren que esto no se aplica a las mujeres.
Noto que aguardan un epílogo. No obstante, sería tonto pretender que yo pueda recordar algo, después de la cantidad de palabras que he pronunciado. Un antiguo dicho establece: Desprecio al invitado de buena memoria. Y este otro: Odio al oyente que recuerda. ¡Diviértanse, entonces! ¡Vivan, celebren, beban, gloriosos seguidores de la Estupidez!