Escritos sobre la universidad española

Francisco Giner de los Ríos
 [Nota preliminar: recopilación de textos a partir de la edición preparada por Teresa Rodríguez de Lecea para Francisco Giner de los Ríos, Escritos sobre la universidad española, Madrid, Espasa-Calpe, 1990, cuya consulta recomendamos.] 

Sobre reformas en nuestras universidades

- I -
Antecedentes

I
Las universidades españolas no difirieron sustancialmente, en la época de su fundación, de las restantes. Sea que, según piensa el señor Rivera y Davidson -cada uno a su modo-, unas y otras traigan su origen (al menos inmediato) de las musulmanas, como éstas quizá, a su vez, de las cristianas que agonizan hacia el siglo IX; sea que, siguiendo la opinión más común, constituyan una aplicación natural del espíritu gremial y corporativo de la Edad Media, unas y otras ofrecen el mismo proceso, variando sólo en ciertos caracteres. Por ejemplo:
a) En cuanto a la clase de la autoridad de que reciben su carácter público. Don Vicente de la Fuente sostiene, contra Gil de Zárate, lo mismo que Rashdall, a saber: que aquí no fueron pontificias, sino seculares, ya como creación del Estado, ya de los municipios, a diferencia de otras, como las pontificias de Pisa o Tolosa, por ejemplo, o la catedralicia de París (beneficiada largo tiempo por la Santa Sede con el monopolio de la Teología), si bien intervenía en ellas la Iglesia en una u otra forma, verbigracia mediante el cancelario, que, generalmente, era el maestrescuela; y recibieron favores y privilegios de los papas, como el permiso para aplicar las rentas eclesiásticas concedidas por los reyes; además, el papa y el emperador eran los únicos poderes entonces capaces de otorgar el jus ubique docendi y de dar a su enseñanza el valor internacional de un verdadero Studium generale. Rashdall piensa que quizá son nuestras universidades las únicas donde han conferido los grados ambas potestades: civil y eclesiástica.
b) En cuanto a su organización interior, entre los dos tipos fundamentales, París, que era una corporación de maestros, y Bolonia, que lo era de estudiantes, nuestra universidad, por causas aún oscuras, adopta desde luego más bien el tipo boloñés, pero con ciertas modificaciones; siendo a la vez, como la llama el Rey Sabio, «Ayuntamiento de maestros e de escolares».
c) Otros pormenores se suelen señalar igualmente; verbigracia, admitir a las mujeres a estudios y grados (como Salerno y Bolonia), el incluir en sus programas la música antes que ninguna otra, el limitar su autoridad muchas veces a la de los Estudios generales respectu regni, etc.
De todas nuestras universidades sobresalieron dos: Salamanca, durante la Edad Media, y Alcalá, en el Renacimiento. Aquélla, aunque se quiera acentuar la importancia del efímero ensayo de los Estudios de Palencia, fundados por Alfonso VIII en 1212 (?), y que duraron unos cuarenta años, fue la que primero llegó a constituirse aquí en Estudio general e internacional (hacia 1215) poco después de París y de Oxford, condensándose, por tanto, en ella casi toda la ciencia y la enseñanza en este grado superior, sin perjuicio de los estudios que en diversa forma se desenvolvían en otras ciudades, por ejemplo, las Academias de Toledo y Murcia.
Así, por estas circunstancias, Salamanca fue, desde el principio, considerada con Bolonia, París y Oxford, como uno de los cuatro Estudios generales de la cristiandad. Según algunos escritores, su representación nunca fue tan elevada como la de sus hermanas, especialmente las dos primeras; ¡Davidson ni siquiera la nombra! De todos modos, entre nosotros fue la más importante. Las demás vinieron después; varias de ellas a un tiempo, sin que tal vez hubiera en España energías intelectuales suficientes para alimentar tantos focos. Cosa semejante, pero en menor escala, aconteció en Francia y en Italia, donde ninguna universidad rivalizó con las de París y Bolonia, con reunir entre ambas naciones más institutos de este género que todo el resto de Europa. No así, quizá, en Alemania, donde probablemente, por haberse fundado más tarde («una importación» las llama Blondel), pudieron recoger mayor caudal de fuerzas espirituales y materiales, capaz ya de repartirse entre muchos centros, al modo como en nuestro tiempo sucede, casi exclusivamente, en Inglaterra y Estados Unidos.
Precisamente, puede decirse lo contrario de la Universidad de Alcalá. Vino al mundo por el tenaz y benemérito esfuerzo de Cisneros, cuando todas las propiamente medievales e internacionales habían comenzado a decaer entre nosotros (Salamanca, inclusive), y aprovechando el movimiento intelectual del Renacimiento que impulsaba la creación de otras universidades, ya más bien nacionales, como lo fueron, en general, las posteriores, creadas al amparo de las nacientes monarquías y, aquí, de la rudimentaria unidad española. Con todo, ni su fama llegó nunca a la que Salamanca todavía guardaba a fin del siglo XVI, ni, como era natural, pudo salvarse mucho tiempo de la común debilidad que fue amortiguando la vida de nuestro pueblo más hondamente que en otras partes, con especialidad en las cosas de ciencia y enseñanza, no pudiendo seguir el movimiento europeo en la mayor parte de los estudios, y señaladamente en el de la naturaleza, y quedándonos sólo un resto de la velocidad adquirida en los teológicos y jurídicos.
Las causas de esta decadencia general, aunque no simultánea, que con tal rapidez nos postra a partir de entonces, no son todavía tan unánimemente reconocidas como el hecho; pues, en cuanto a éste, ni aún el más terco seudo patriotismo lo discute, aunque todavía haya quien dude en buscar sus orígenes, más o menos complejos, precisamente en los momentos de nuestro más visible esplendor y material grandeza: en el mismo brillante reinado de los Reyes Católicos.
Las universidades no pudieron contener, en lo que les correspondía, la ruina del espíritu nacional. Sería injusto culparlas por ello. Como todos los institutos sociales, su función no es crear fuerzas, como no las crea el maquinista, sino aunarlas, darles forma concreta, afinarlas, dirigirlas, en acción y reacción, con el cuerpo social. Son impotentes para otra cosa. Así, verbigracia, cuando en el espíritu nacional nacen ciertas corrientes políticas difusas que se acentúan poco a poco, hasta dar definición a un determinado movimiento teleológico, los partidos van organizando esas corrientes y excitando con sus luchas a las instituciones de gobierno, que acaban por dar realidad concreta, en la medida de la resultante, a los fines más o menos oscuramente deseados.
Pues de análogo modo, en otros órdenes (donde no estamos aún familiarizados con la idea de una cooperación necesaria entre el impulso difuso del todo social y el arte de su disciplina por las minorías directoras), la función, verbigracia, del filósofo no es crear los movimientos ideales que en cada sociedad se desenvuelven, según condiciones históricas, sino traerlos a reflexión y elaborarlos en un sistema de conceptos y fórmulas, más o menos complejas, de lo que él descubre en las profundidades del espíritu del tiempo, donde no todos aciertan a ver claro, lo cual sólo cabe alcanzar mediante una preparación, que podría decirse, profesional y laboriosa. Ahora, si donde no se haya producido uno de esos movimientos ideales con cierta energía, y en él una corriente central preponderante, es inútil esperar que surjan un Platón, un Santo Tomás, un Galileo, un Darwin, así, tampoco pueden surgir, abstracta e indistintamente, en el seno de cualquier sistema histórico, una universidad como la de Córdoba, del X; la de Bolonia, del XII; la de París, del XIII; la de Salamanca, del XV; la de Alcalá, del XVI; la de Harvard, del XVII; la de Moscú, del XVIII; la de Berlín, del XIX; la novísima de Londres, del XX. No es una metáfora retórica decir que los organismos sociales, como los de la naturaleza, no viven fuera de su medio. Y este medio -¡perdone Carlyle!- el genio mismo es incapaz de crearlo por sí solo.

II
Con el advenimiento de los Borbones, el influjo de Francia se acentúa, y a su amparo comienza a revivir -en bien modestos límites- el espíritu nacional, que ahora seguirá su rumbo, casi exclusivamente, cerca de dos siglos. Esta dinastía representa entre nosotros, especialmente en Fernando VI y Carlos III, a los reyes «filósofos» y «filántropos» que en Italia, en Portugal, en Austria, en Prusia, en Francia (el propio Luis XVI no es otra cosa), siguen la inspiración de las ideas y sentimientos que simbolizan la Aufklärung en Alemania, y, sobre todo, por un lado Rousseau, y por otro Voltaire y la Enciclopedia. Su tema es el del gobierno paternal; el rey es un padre que todo lo debe a sus súbditos, salvo darles cuenta de su conducta ni parte en el gobierno. «Tout pour le peuple, rien par le peuple», es la fórmula de Turgot. Concluía de esta suerte su evolución la monarquía del Renacimiento, que sólo Inglaterra supo a tiempo limitar. En el Continente no logró igual elasticidad y flexibilidad para adaptarse al selfgovernment, y tal vez no fue ésta una de las menores causas del defectuoso desempeño de su misma obra: la creación de la unidad nacional del Derecho y el Estado, sustituida al régimen medieval de la variedad y el privilegio, que había dado ya de sí todo lo que al parecer podía de él esperarse.
En los proyectos de todo el grupo de hombres eminentes que rodean a Carlos III, y constituyen una de las tentativas más generosas de toda nuestra historia (Campomanes, Jovellanos, Cabarrús, etc.), la educación popular tiene una parte interesante, pero bastante más reducida de lo que habría sido menester para remediar la barbarie en que habíamos caído, con tal rapidez, que admira a todos los viajeros de entonces por España. De aquellas preocupaciones patrióticas, son todavía una supervivencia el frívolo pestalozzismo de Godoy y hasta el plan de don Tadeo Calomarde.
La universidad no comienza en realidad a removerse, o más bien a ser removida, hasta los tiempos constitucionales. Baste el nombre eminente de Quintana. Los ensayos y proyectos se suceden, hasta que, a impulso del doctrinarismo francés, imperante en la monarquía de Julio, que hizo tanto por la reforma de la enseñanza superior, a la cual pertenecían sus hombres más importantes, Guizot, Royer Collard, Cousin, Villemain, nuestro partido moderado (a la sazón, por circunstancias accidentales, el más intelectual, el partido de los Martínez de la Rosa, los Toreno, los Donoso-Cortés, los Pidal, los Ríos-Rosas, los Pacheco, «los hombres de la suprema inteligencia», les llamaban irónicamente los progresistas), emprendió en múltiples tanteos y vertiginoso tejer y destejer, la reforma de nuestra enseñanza, sobre moldes análogos a los franceses. Tocó la parte más importante a la universidad, y más aún a la segunda enseñanza, en que fueron creados nuestros institutos, a imagen desteñida de los liceos franceses. La escuela primaria no obtuvo igual atención; en apariencia, continuó el movimiento de Montesinos; en el fondo, se apagó en seguida.
Si quisiéramos resumir los caracteres principales de las reformas de esta época, hallaríamos que son probablemente:
1.º Como reacción contra la antigua intolerancia, secularización de la enseñanza en todos sus órdenes; pues, aun allí donde el Concordato de 1851 mantenía la inspección de los obispos, esta inspección, reducidísima en su alcance, equivalía a una vana fórmula, muy especialmente en las universidades; máxime si se tiene en cuenta, por una parte, la dificultad en que la mayoría del episcopado español se hallaba entonces -y aun mucho después- para enterarse de las ideas corrientes en aquéllas; y, por otra, la atmósfera más bien de tibieza e indiferentismo religioso que de verdadera tolerancia consciente y segura de sí misma, que a la sazón reinaba en nuestras clases directoras y de que fue expresión política el antiguo partido moderado. Tanto era así, que, cuando en las postrimerías del reinado de doña Isabel II, el gobierno trató de llevar con formalidad a la práctica la teoría de la intolerancia religiosa y política, investigando la enseñanza de algunos profesores, molestándolos y acabando por separarlos de sus cátedras, los prelados permanecieron, en general, a cierta distancia de la empresa, y si alguno quizá entró en ella, fue a remolque; siendo toda iniciada, proseguida y llevada a término, por periodistas, diputados, hombres civiles casi todos, pertenecientes a un partido político -el llamado a la sazón «neocatólico», por sus adversarios- que comenzaba a adquirir importancia.
2.º Una confianza que hoy nos parece ingenua y rayana en superstición, en la fuerza punto menos que omnipotente del precepto, de la reglamentación y de la ley. Esta confianza -ya Tocqueville lo mostró plenamente- no es hija de la revolución, como se murmura en ocasiones, sino del antiguo régimen, de las monarquías absolutas. Para hablar con más rigor, es una disposición de ánimo, propia de ciertos tiempos y que se había ido desenvolviendo a una, como la sombra sigue al cuerpo, con la soberanía del Estado y sus instituciones gubernamentales, y, por tanto, del poder real, su expresión más fiel entonces. No es maravilla. Desde la época de los legistas de Bolonia, pasando por príncipes como nuestro Alfonso X, nuestros Reyes Católicos, los intolerantes Austrias, los humanitarios Borbones, por la revolución; los gobiernos parlamentarios, las repúblicas, la historia, no han hecho más que modificar la organización de las instituciones políticas, sin alterar el concepto absolutista del Estado y su poder.
Sin duda, el bill de derechos de 1689, la declaración de Virginia de 1775, la del 89 de los derechos del hombre, las de las Constituciones modernas, comenzaron a restringir ese «jacobinismo», esa dictadura del Estado, haciendo cada día más complejo el proceso de su evolución en los tiempos modernos, mediante esta antinomia: aumentando la energía o potencia de su acción, y disminuyendo su radio. Merced, sin embargo, a las condiciones históricas, que exigían del poder político reformas rápidas a la sazón, la concepción social de los tiempos venía siendo favorable a la acción intencional, concentrada y reflexiva, de arriba abajo, mirando, por el contrario, con desconfianza a la instintiva, popular y difusa, y tenía que dar, por tanto, una importancia suprema a los gobiernos, cuyos órganos, ahora más complejos, parecían menos distantes de la nación que cuando se condensaban en los reyes; un valor desmedido a la ley; un lugar cada vez más secundario a la costumbre y escaso al elemento personal, interno y subjetivo, al que, por muy otro camino, sin duda, que el historicismo (a saber, fiándolo todo del precepto escrito, mientras el historicismo lo fiaba al instinto social), aspiraba a reducir al último extremo, ya que por desgracia no era posible eliminarlo. El mecanismo exterior de instituciones, códigos y reglamentos, no su espíritu, lo es todo: y así su vegetación asombrosa crece más y más con vertiginoso prurito. Recuérdese el «fantasma», como lo llama Röder, del arbitrio judicial que aterraba a los clásicos del siglo XVIII, muy al contrario de lo que hoy acontece con las nuevas teorías de la interpretación.
Schelling, conservador y casi místico, y Proudhon, el estruendoso revolucionario, conciben ambos la constitución política como un sistema de fuerzas, cuyo funcionamiento se asemeja en todo lo posible a la acción objetiva impersonal, automática, de las fuerzas de la naturaleza.
Consecuencia de este movimiento en la enseñanza fue la famosa ley de 1857, ley que lo cristalizó hasta donde pudo, impidiendo así, por lo mismo, su evolución y mejoramiento. Esta ley, destituida de toda orientación espiritual e ideal, y a cuyo autor la natural cortedad del horizonte histórico en que todos aquí vivimos ha levantado una estatua, representa, con sus inevitables reglamentos, esa concepción burocrática, sólo que llevada a tan exagerada dictadura y a pormenores tales, que, a veces, fuera ya de la presión de aquellas ideas que no acertó a mantener con cierta flexibilidad, que acaso tenían aun al principio, nos parecen verdaderamente ridículos. Mientras no la hubo, era más difícil de lograr la ambición (que hoy todavía acosa a tantos) de reducir a una fórmula «definitiva», como «fruto -decían- de la razón», siempre única, y obrando siempre sub specie aeterni, a una síntesis «sin contradicciones», la intrincada multitud de disposiciones particulares, abigarradas, efímeras, incoherentes, cuya misma heterogeneidad e inestabilidad permitían a veces a los agentes del poder, cuando éstos eran hombres formales y de recto sentido y patriotas, dar a la condición de las personas el verdadero valor que le pertenece.
Así es como en 1838 circunstancias de este género consintieron que llegase don Pablo Montesino a crear la Escuela normal y la Escuela de párvulos, y con ellas una obra de intención profunda, que, por desgracia, cayó en seguida en manos totalmente incapaces de seguirla. Así también, en 1843, por ministerio de otra casualidad semejante, fue Sanz del Río a estudiar a Alemania, creando un movimiento cuyo influjo, sin igual hasta hoy en nuestra vida filosófica secular, ha trascendido a la educación, a partir de la escuela primaria, removiendo el espíritu de nuestras clases intelectuales y directoras, tanto, al menos, como la consentía nuestro atraso. Todavía, algo después, Gil de Zárate y don Pedro Pidal buscaban gente capaz para su obra; aunque no se preocuparon bastante de ello, resignándose a que las cosas se hiciesen solas y esperando milagros de sus creaciones prolíficas. Pero en Moyano y sus sucesores llegó al summum la supersticiosa fe en la virtud de la Gaceta. Sin duda la arquitectura maciza de la ley del 57 no alcanzó, como era la ilusión de sus autores y suele ser aún la del legislador, a suprimir la fecundidad eruptiva de interpretaciones, comentarios y decretos (y menos en el estado psicológico de una sociedad en plena agitación revolucionaria); pero contribuyó a acentuar aquella superstición en favor de la omnipotencia del mandato, de la letra, para crear por sí solo obras cuyo valor radica todo en el espíritu, y a relegar el elemento interno, el verdaderamente real, el personal, a un lugar cada vez más y más secundario.
La mayor obligación de un gobierno, no en los asuntos de enseñanza, sino en todos, parece que debiera ser la de gobernar, esto es, adaptar teleológicamente principios y reglas de conducta a la individualidad eternamente varia de los hechos, no para infringir esos principios, tomando pie de esta variedad, sino para acertar a realizarlos irremisiblemente por el método más seguro; función sin la cual la regla, por justa que se la suponga, es un desideratum, y para la acción, cosa vana y muerta. Y, sin embargo, como esta función del gobernar es las más veces una acción íntima, que se desenvuelve en las entrañas de la sociedad, sin salir a la superficie, sin ser, por tanto, muy visible y lucida, de lo que menos los gobiernos suelen cuidarse, es justamente de ella, de gobernar; y lo que la gente, los partidos, los periódicos, la masa amorfa, donde se funde en firme resultante, aunque en ocasiones oscura, la opinión general, víctima de esa obsesión, les pide, sin embargo, no es eso, que gobiernen, sino que legislen. Cuanto más proyectos de ley, reglamentos, decretos, órdenes de todas clases, publican (las más veces, a tontas y a locas), tanta mayor actividad parece que despliegan. Si no hay condiciones, ni (ante todo), personas, para que los servicios, quizá malamente improvisados, se desempeñen de una manera efectiva: esto es, para que existan, ¡qué importa! Ya se irán creando esas condiciones, sin considerar que si en biología se dice que «la función crea el órgano», aquí, en estos otros casos, lo que se quiere crear, la función, es precisamente lo que no existe, sino diseñada en la Gaceta.
Con ser la ley del 57 lo que era, la experiencia mostró que aún podía empeorarse. Una evolución lenta en nuestro espíritu social, que perezosamente arrastrado -como era natural- por la reacción europea político religiosa de mediados del siglo XIX, y reforzado por las derivaciones del carlismo hacia la rama reinante, así como por los sucesos de Italia, dio nacimiento al llamado movimiento «ultramontano», «neo católico», etc., vino a dislocarla y quebrantarla en los once años que mediaron entre ella y la revolución de septiembre, hasta llegar, en las postrimerías del reinado de doña Isabel II, a reformarla por decretos, a los cuales, en 1868, nuestras Cortes, con su habitual condescendencia, dieron sanción legislativa.
Este movimiento tenía ya un carácter más interno, más espiritual; sólo que el espíritu era deplorable. Al cándido optimismo, que creía cumplir con dictar leyes y reglamentos, sucedió el deseo por realizar prácticamente un cierto ideal. La escéptica tolerancia y sentido civil anticlerical de los moderados había rehusado siempre tomar en serio la prohibición de las «doctrinas perniciosas», fórmula vaga consignada en la ley, y para aplicar la cual los gobiernos, forzados tal cual vez a ello, habían venido apelando a tales subterfugios, como conferir una comisión al profesor García Blanco, tenido por sospechoso de liberalismo exaltado. Ahora ya a estas hipocresías sustituyó la violencia, aumentados a la par el disgusto contra la ley del 57 y la aspiración, no menos plausible, a infundir algo que pareciese un alma en sus inertes mecanismos burocráticos. Creyeron hallar el camino para este fin, a la vez que para pacificar la inquieta sociedad española, mediante la reanimación de un ideal que llamaban cristiano, y consistía en la sumisión reverente, no ya de las universidades y de la enseñanza, sino de la sociedad toda y el Estado, en su vida más íntima, a la dirección suprema de la Iglesia. Nuestros ultramontanos llegaban ya un poco tarde.
En Francia, la ley Falloux era letra muerta; el imperio, que porfiaba a última hora para acentuar una tendencia análoga, se bamboleaba a ojos vistas; de los demás pueblos católicos no sería la Italia de Cavour y Garibaldi la que volvería ya fácilmente a esos caminos; ni Bélgica, gobernada por el partido liberal; ni Austria, que daba sus leyes interconfesionales; y, volviendo los ojos a los protestantes, Inglaterra, la piadosa Inglaterra, que en 1852 había abolido el test, se hallaba en la plena efervescencia que había de producir, dos años después, la secularista ley Forster, con su «cláusula de conciencia» para la primera enseñanza. No pecaron de avisados nuestros políticos de entonces, en cuanto al estado general del mundo; y por lo que hace a la situación interior, o no veían en el horizonte más que pronunciamientos impotentes, y no la revolución, que estalló precisamente aquel mismo año de 1868, o se representaban con ingenua arrogancia -que es lo más probable- el apoyo que podían hallar contra ella en la opinión, o el valor de sus medios de compresión moral y material, más que de gobierno.
Dos caracteres presenta aquella situación por respecto a las universidades, y, en general, a la enseñanza: 1.º Un resuelto desdén por su obra, que tendía a disminuir en todo lo posible, y por el magisterio, al cual escatimaba hasta los respetos más triviales al uso, dando a entender que era preciso reducirlo a más modesta esfera. 2.º La pretensión de arrastrarlo a la servidumbre de intereses religiosos y políticos, o, para hablar con propiedad, de sectas y partidos. Por esto, pareciendo poco la proscripción teórica de las «doctrinas perniciosas», pronto se pidió, y obtuvo, la persecución de los profesores, exigiéndoles que declarasen su adhesión, ya a la religión del Estado, ya a la dinastía, ya, puestos en este camino, al lamentable certificado que en favor de la moralidad personal de la reina se imploraba de todas las clases sociales para publicarlo en la Gaceta. Hoy ya -hasta para nosotros camina la Historia- parece increíble empresa tal audacia, profanación y ceguera; a juzgar por la extraordinaria confianza que revela en sus autores, la catástrofe debió parecerles más increíble todavía.
Como consecuencia de aquel movimiento, que suprimió las Normales, confió a la restauración del antiguo dómine el renacimiento ideal de la cultura clásica en la segunda enseñanza y restringió el concepto de la universidad, fueron separados de sus cátedras algunos profesores que se negaron a suscribir las declaraciones aludidas. La separación tuvo en Europa mayor resonancia de la que se podía pensar que tendrían cosas nuestras.

III
En esta situación halla a la universidad la revolución de septiembre. Nadie esperará, de seguro, encontrar en este sitio un juicio favorable ni adverso de aquel suceso, en cuanto a lo político; pero sí el obligado de sus consecuencias en el sistema de nuestra educación.
Toda nueva ley puede considerarse como una tentativa para atender a cierta necesidad, desconocida o mal satisfecha por el antiguo régimen jurídico, y, en lo tanto, como una reacción contra éste, la energía de la cual es proporcional a la vehemencia con que la necesidad es sentida. Así, los últimos hechos del reinado de doña Isabel II en la enseñanza, dan, naturalmente, su programa pedagógico a la revolución. Y como, entre esos acontecimientos, eran de los más recientes, y no de los que resaltaban menos, las agresiones a la enseñanza, había que comenzar reobrando contra ellos. De este proceso nacieron los decretos del 68, de los cuales el que más directamente toca a nuestro asunto, el de 21 de octubre, constituye la base de todo el régimen de la enseñanza universitaria durante el período de la revolución (1868-1874).
He aquí los principales elementos de este régimen:
1.º Neutralidad política y religiosa de la universidad y libertad académica del profesorado, sustituida a la antigua intolerancia: a) en cuanto a la doctrina; b) en cuanto a método y programa, en vez del programa impuesto (amenaza que no llegó a cumplirse), o, al menos, aprobado por el gobierno; c) en cuanto al libro de texto, en reacción contra los textos obligatorios, señalados por el Consejo de Instrucción pública.
El espíritu de intolerancia estaba (y está aún) tan arraigado en nuestra historia moderna, tan trabajada por africanas luchas, que este principio, aunque teóricamente proclamado desde el primer momento, no se afirmó sin vaivenes y dificultades. Por ejemplo, los profesores que a causa de sus convicciones políticas y religiosas, todas por igual respetables ante la nueva ley, se negaron a prestar a la Constitución el atentatorio juramento, malamente requerido por las Cortes, fueron, a su vez, también ahora separados, con mayor legalidad y formas (cosa que dista harto de ser indiferente), pero no con menos injusticia; a algunos de los que se suponían hostiles al naciente orden de cosas («reaccionarios») se les alejó ahora también de sus cátedras, suprimiéndolas con frívolos pretextos. Pero las ideas tienen su lógica; y, apenas declarada la república, volvió por los nuevos principios, restableciendo en su enseñanza a los injuramentados y excedentes.
2.º La libertad de asistencia de los alumnos a las cátedras oficiales, pudiendo estudiar donde y con quien quisiesen, debiendo sólo presentarse, para la aprobación de sus estudios, ante los tribunales de los centros docentes del Estado.
Este principio -la creación del llamado «alumno libre»- ha sido frecuentemente impugnado, sin razón bastante. A primera vista parece extraño que los «alumnos» de un centro de enseñanza no asistan a recibirla en él. Pero téngase en cuenta:
a) Que el alumno libre no es tal alumno de dichos centros, a que sólo deben concurrir sus propios matriculados para estudiar en ellos, sino un aspirante a los grados que aquéllos confieren hoy mediante examen, ni debiera tener con ellos otra relación, al contrario de lo que ahora prácticamente acontece, pues gran número de estos mal llamados alumnos asisten voluntariamente a las cátedras del Estado, con bastante perturbación muchas veces, y casi con los mismos derechos y obligaciones que los oficiales.
b) Que muchas circunstancias de nuestra enseñanza oficial, entre ellas la frecuente aglomeración de estudiantes en las cátedras de ciertas facultades, donde es imposible que el profesor conozca el estado de sus discípulos mucho mejor que el de sus simples oyentes; los recelos creados en mal hora por las persecuciones político-religiosas, a cuyo influjo comenzaba a germinar aquí el lamentable principio belga, que divide a las generaciones poco menos que desde la cuna, y las arroja a la lucha enconada de sectas y partidos; la necesidad, inherente a toda revolución liberal, de extender la cultura y abrir todas las profesiones reglamentadas a clases imposibilitadas de estudiarlas precisamente en los centros oficiales, necesidad que en 1836 había fundado la Universidad de Londres, no para enseñar, sino exclusivamente para sancionar los estudios privados, impedían ya que se siguiera exigiendo para esa sanción la asistencia a las aulas del Estado.
c) Que el examen, en el cual se pone irracionalmente la garantía de esa sanción, quedaba en manos del profesorado oficial, el cual, con desaprobar al estudiante mal preparado, libre o no libre, tendrá siempre a mano un remedio más eficaz (a los ojos, al menos, de sus partidarios) que la murmuración. Precisamente ese remedio es un arma tal, que, en muchísimas ocasiones, llega casi a anular toda libertad intelectual, y pone en grave peligro su moralidad en el alumno por la servil complacencia a que todo examen incita de suyo, y más en las condiciones en que aquí se celebra.
En tales condiciones (hoy probablemente imposibles, fáciles entonces), ¿qué daño puede hacer el llamado alumno libre?
3.º Consecuencia de la libertad para estudiar privadamente con «efectos académicos», fue la de fundar establecimientos libres de enseñanza en todos los grados; reacción, al par, contra el monopolio de la superior por el Estado y contra la autorización y otros impedimentos del antiguo régimen para crear centros de instrucción secundaria (incorporados), cuyos alumnos se hallasen exentos de la asistencia obligatoria a las aulas oficiales. Cuando estos establecimientos eran creados por las corporaciones municipales y provinciales, gozaban de ciertos privilegios.
Esta libertad no era, quizá, tan necesaria aquí como en la Francia del 48, desde el punto de vista religioso o político (y no digamos del científico), para salvar, en realidad, la conciencia de familias y alumnos obligados a recibir y a repetir, acaso, doctrinas que pugnasen con sus convicciones. Salvo contadas excepciones de violencia (en opuestos sentidos), nuestra enseñanza de Estado, en la inmensa mayoría de las veces, era, y es, o respetuosa, grave y circunspecta, o anodina e insignificante; y las familias, aun haciendo frecuente alarde de otra cosa, en el fondo, y por desgracia, son indiferentes. Pero los atentados a la libertad del profesor habían creado, al menos en la superficie, recelos y desconfianzas que, sin arraigar demasiado adentro, se explotaban por las pasiones políticas, surgiendo, poco a poco, la idea de introducir aquí el lamentable principio belga ya indicado; y ante ese temor, la libre creación de institutos docentes era una salida que, además, respondía a las restantes causas de la abolición de la asistencia obligatoria a la enseñanza del Estado. De las prerrogativas otorgadas a los centros semioficiales patrocinados por ayuntamientos y diputaciones, ya como institutos independientes, ya como secciones injertas en los del Estado, se ha hecho un uso, a veces, recto; a veces, escandaloso; y así se observa hoy mismo.
4.º El mal estaba y está todavía: a) en los egoísmos locales, sean individuales, sean corporativos, que, al crear un centro de esta clase, es raro aspiren a ennoblecer la cultura y vida de su ciudad, sino a otros motivos, como crear plazas para los libertos de diputados y caciques, o retener a los estudiantes en sus casas, ahorrando a los padres gastos y molestias, sin gran ventaja, usualmente, para su educación intelectual, y aun con frecuencia (tal suele ser la vida vulgar y desespiritualizada de nuestros pobres pueblos) tampoco para su moralidad; y así organizaron, en muchas ocasiones, esas enseñanzas de cualquier modo, con un personal inferior al del Estado, y todavía peor retribuido que éste; b) en no haber señalado con amplitud, y a la vez con rigor, las condiciones exteriores necesarias para dar a esas enseñanzas validez según su honorabilidad y formalidad, dejando a su libre iniciativa todo lo demás, y especialmente su vida íntima y su organización, en vez de lo contrario, a saber: abandonar todo criterio tocante a su respetabilidad, y someterlas, en cambio, al patrón único de los centros del Estado, como si la desquiciada situación de éstos fuera el supremo ideal, y su organización, el summum de la sabiduría.
5.º Tendencia a cierta autonomía universitaria: el rector ha de ser ahora un catedrático, no un empleado administrativo; los claustros obtienen muchas de las facultades que el gobierno antes ejercía por sí solo o con auxilio del Consejo de Instrucción pública; propuesta o nombramiento de auxiliares, ayudantes, empleados administrativos y dependientes, tribunales de oposición, los cuales actúan también, durante algún tiempo, en las universidades de provincias, que, asimismo, comienzan todas a organizar y conferir el grado de doctor.
6.º Reformas de carácter que se podría decir científico y pedagógico, verbigracia, en el sistema de los estudios o en los ejercicios de oposición a cátedras. En los estudios fue lo más importante -aunque sólo indirectamente toca a los intereses de la universidad- la publicación, por vez primera, de un plan de segunda enseñanza sin latín, y en el cual, además, entre otras novedades (especialmente en las matemáticas y las ciencias de la naturaleza, y en la transformación de la vieja retórica y poética, hoy todavía momificada en los moldes de las «preceptiva» neoclásica), se introdujo, tal vez antes que en ningún otro pueblo, la enseñanza del Derecho y la del Arte. Entre este plan, del tipo de los llamados modernos, realistas, etc., y el tradicional, clásico, o, más bien, seudoclásico, podía elegir el estudiante. En cuanto a las oposiciones a cátedras, se pidió a los candidatos -que no parecía demasiado pedir, y lo fue, sin embargo- mostrasen en sus trabajos alguna idea de la ciencia que aspiraban a profesar, de sus principales cuestiones, de las fuentes para su estudio y del método para su enseñanza.
7.º Cierta tendencia, asimismo, a unir más íntimamente la sociedad a la universidad, verbigracia, introduciendo en los tribunales de examen un juez extraño al profesorado (ensayo que pedía otros complementos si había de tener la significación que parecía pretender); abriendo sus aulas a conferencias públicas, instituciones de cultura, como la Asociación para la enseñanza de la mujer, las de estudiantes, las clases para obreros (primer bosquejo de extensión universitaria), sociedades científicas, etc.
Fácil es comprender que el pecado de todo este movimiento fue cierto carácter abstracto y desatención a la historia en la adaptación de los principios ideales, cuya eficacia se creía asegurada con sólo decretarlos independientemente de toda condición de lugar, persona y tiempo. De aquí el interés puesto en los planes de estudio, que, en el sistema de la educación nacional, es de las cosas menos importantes, y, desde luego, bastante menos que los estudios mismos. Con denominaciones rancias y erróneas, lagunas y otros muchos defectos, un magisterio de vocación, bien orientado en su oficio y en el estado del mundo, y penetrado de espíritu científico, puede dar -y da de hecho con frecuencia- una enseñanza completamente actual y viva; en el caso contrario, ¿qué importa, verbigracia, el mero nombre, sin la cosa imposible de crear por reales órdenes? Profesor hay de latín o de griego en otras partes que, bajo estos epígrafes, enseña, juntamente, historia, literatura y arqueología clásicas (que no figuran, sin embargo, en el plan de estudios), porque está preparado para hacerlo como es debido; mientras que cada día vemos ejemplos de cuán inútil es establecer una nueva enseñanza sin contar previamente con un personal ad hoc.
Y en cuanto a la reforma en el sistema de las oposiciones a cátedras, puede decirse otro tanto. El estímulo de las exigencias legales es tan ineficaz cuando no hay en el personal condiciones para una adecuada reacción, que hoy mismo, después de treinta años de venir pidiendo, casi constantemente, a los candidatos ese bosquejo sobre sus respectivas enseñanzas, establecido por el Reglamento de 1870, la notoria superficialidad de los trabajos que a menudo presentan, no impide lleguen a sentarse, a veces, en la cátedra -y de por vida- hombres que se verían apurados para obtener, de un jurado recto y competente, la aprobación como alumnos en aquellos mismos estudios, pero a quienes favorece la natural indulgencia de jueces que, en muchas ocasiones, saben todavía menos que ellos. Y en cuanto al problema pedagógico, bastante más que decretos y leyes, han servido para despertar y extender en nuestro profesorado, y, en general, entre nosotros, el interés por los problemas de la enseñanza y la educación, interés cada día en aumento y que va acabando ya por contagiar hasta a la prensa política, por lo común tan reacia e indiferente en estas cosas, la acción de unos cuantos maestros y escritores, las discusiones del Parlamento, las publicaciones especiales, los congresos de enseñanza, la agitación creada por núcleos como los que se han formado en las Universidades de Oviedo, Zaragoza y otras, la Institución libre de Madrid o el Museo Pedagógico Nacional, etc., que el precepto reglamentario de que los opositores digan «algo» sobre el modo cómo entienden y cómo desempeñarían sus cátedras, en lo cual tantas veces salen del paso con cuatro vulgaridades y lugares comunes.
Desgraciadamente, la revolución, a su advenimiento, halló en nuestra sociedad -y no sólo en España, ni en los círculos universitarios- una tendencia vehemente en favor del principio de la oposición, ideal del entendimiento abstracto de la China; pero que, visto por fuera, parece aún a tantos el summum de democracia y de impersonalidad en la provisión de los cargos públicos; predilección, ésta, que aquí se explicaba, además, por un lado, como influjo de la tradición escolástica de la Iglesia, y, por otro, como reacción, más o menos ingenua, contra el favoritismo, que pudría, y pudre aún, las entrañas de nuestra vida pública. Y así, lejos de acabar, o quebrantar al menos, ese sistema retórico y malsano, incapaz de revelar las cualidades verdaderamente primordiales de un maestro y un científico, y el más adecuado, en cambio, a la garrulería, el ergotismo, el servilismo y adulación para con los jueces, la soberbia con los iguales, la vanidad, la hipocresía, la intriga y toda clase de pasiones inferiores, no pudo sustraerse al ambiente general y lo remachó aún con mayor fuerza.
La efímera República de 1873 acentuó estos principios, pero atenuando, a veces, algunos de sus inconvenientes y aun iniciando algún nuevo camino. Aumentó la neutralidad y libertad espiritual de la universidad, devolviendo, como ya se dijo, sus cátedras a los profesores injuramentados y su libertad exterior, haciendo un primer ensayo de rectorado electivo; permitió la acumulación de cátedras; decretó, aunque sin lograr verla planteada, la más importante reforma que nuestra enseñanza secundaria ha visto hasta hoy, y reorganizó las Facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias, suprimiendo en ellas el examen anual, otorgándoles cierta intervención en el nombramiento de sus profesores, contra el principio de la oposición, y dándoles un programa que ha tardado nada menos que treinta años en ponerse en vigor, como lo está hoy, casi al pie de la letra. La suspensión de estas reformas a poco de dictadas, y bajo la natural presión de un medio hostil, por no decir furioso, mostró bien claro que ni en el gobierno, ni en la opinión, había entonces -¿las habría hoy, acaso?- fuerzas bastantes para apoyar reforma alguna de carácter un tanto general, aun limitada a los institutos y a esas dos facultades. Además, de haberse planteado la reforma, en su mayor parte, por falta de condiciones, habría fracasado por sí misma.
Otros proyectos elaboró la república que no lograron siquiera, como éstos, el dudoso favor de la Gaceta; entre ellos, la restauración de la antigua Escuela Normal de Filosofía, de 1850-53 (imitación de la de París); pero aplicándola, no sólo a la formación científica del profesorado universitario y secundario, sino, asimismo, a su formación pedagógica, y extendiéndola a todos los grados del magisterio a partir del primario, cuyo enlace con la universidad -que con problemática perspicacia ridiculizaba en 1868 don Severo Catalina- es hoy uno de los problemas más vivos en todas partes.
Donde menos trascendencia tuvo, sin embargo, la obra pedagógica de la revolución, fue en la primera enseñanza. Algo hizo: Escuelas modelo, Artes y oficios, etc.
Pero es achaque antiguo entre nosotros, donde, perseverando el sentido de la Edad Media, se ha comprendido mejor la necesidad de la cultura científica, incluso para la educación popular, que la necesidad de ésta en sí misma, y para el cultivo y formación de la ciencia, que no es igualmente fácil en Berlín y en el centro de África. Ahora, además, esta postergación se explica especialmente, ya por ser universitarios casi todos los hombres que intervinieron en dicha obra, ya por haber tenido mayor resonancia en los otros órdenes la acción y las persecuciones de los últimos gobiernos de doña Isabel II. Por otra parte, la escasa relación -y no digamos solidaridad- que existía aún entre la escuela primaria, por un lado, y la universidad y el instituto, por otro, se apoya en la organización de este último, que, entre nosotros (acaso en los pueblos latinos), en vez de enlazarse a la escuela primaria, como grado superior que corona el proceso de la educación y cultura general humana, que arranca de la escuela maternal y la de párvulos -a lo que, principalmente, se inclina la high school, en Estados Unidos- sigue la tradición escolástica y napoleónica, que lo arranca de esta conexión y lo vuelve hacia la universidad, como heredero de la antigua Facultad de Artes.
La ley del 57 no había acertado (ni quizá pretendido, a sabiendas) a unir los tres grados, si lo son, de la enseñanza, sino de un modo meramente exterior en la autoridad centralizada de los rectores sobre todos los centros docentes de sus distritos, creación puramente administrativa, sin valor espiritual alguno, imitada de las «Academias» francesas.
En su aspecto general, de 1868 a 1874, presenta nuestra vida universitaria un comienzo de desarrollo interno que maravilla por lo rápido, y al cual no ha vuelto, ni con mucho, todavía. Las turbulencias estudiantiles son frecuentes, estimuladas, además, como es lógico, por el ambiente general de rebeldía, propio de las épocas revolucionarias, y que acaso es uno de sus menos problemáticos beneficios. Pero los claustros se reúnen a cada momento, discuten sus asuntos de todas clases, no sólo sus intereses materiales, y los deciden por sí casi siempre; proyectan, acuerdan, viven; a veces, surgen de ellos grupos y aun verdaderas academias, para estudiar problemas científicos; los profesores oficiales abren, a veces, clases libres en las universidades; y, por primera vez, se intentan algunos ensayos de privat-docentes; la sociedad empieza a penetrar e interesarse en la Universidad, que le abre sus puertas de par en par, para todas sus empresas de cultura; maestros y discípulos, juntos, por vez primera, fuera de las aulas, para otra cosa que para la insignificante ceremonia de la apertura del curso, y la investidura de los doctores, inician, en común, la enseñanza de adultos y obreros y se preocupan por su suerte; se emprende la investigación de los antiguos bienes perdidos, de instrucción pública, con resultados tan sorprendentes como los de los colegios de Salamanca y Valencia; se convoca un Congreso pedagógico que tardará doce años en reunirse (cerrado el episodio de la revolución); se fundan revistas universitarias, cuyo carácter e importancia todavía esperan sucesor entre nosotros.
La universidad comienza a hacer una vida interior mas espiritual, científica y más enlazada en la comunión de sus miembros, y, al par, una vida exterior más interesante para la sociedad, y a ser y a significar ya algo en ésta. No otra fue la representación, en Madrid, del rectorado de don Fernando de Castro, y del de don Eduardo Pérez Pujol, en Valencia.
Toda esta nueva vida se apaga en la Restauración de 1875. Era aún tan tenue, que no pudo resistir al primer viento contrario. Evidentemente sería a todas luces absurdo achacar a la estructura de un régimen político dado, en abstracto y prescindiendo de toda condición histórica del lugar, el tiempo y los hombres, responsabilidad alguna en este hecho. Pero el hecho mismo no es menos evidente. Se le ha explicado, disculpado, hasta aprobado; nadie ha osado negarlo. Cierto que ya no volverán aquellos rectores burocráticos, fácilmente convertidos en agentes políticos; ya no se cerrarán los centros privados docentes, ni se obligará, de nuevo, a asistir a las clases oficiales a todo estudiante que aspire a grados académicos. Pero esto es apenas todo lo que queda.
Para «continuar la historia de España» (sólo que tomándola en agosto del 68, no en septiembre) una última llamarada jacobina del viejo partido moderado reduce la independencia de la cátedra a límites tan mezquinos como en 1867, acompañando la agresión con insolencias y denuestos; los profesores que invocan, contra estos procederes, la Constitución, las leyes de enseñanza y el derecho público de Europa, son expulsados de la universidad y hasta encarcelados; el gobierno recobra el nombramiento de profesores auxiliares, ayudantes, empleados y dependientes de los centros docentes; suprime las atribuciones de los claustros; vuelve a decretar su intervención fantástica en los programas; hasta los inofensivos planes de estudio sufren capitis diminutio, tornando la segunda enseñanza a comprimirse en cinco años y suprimiéndose en ella el Derecho, el Arte, etc., por sediciosos y vitandos, sin duda; en los nombramientos por oposición, se generaliza con desenvoltura el escándalo -rarísima vez cometido en tiempos de Isabel II- de conceder las cátedras a los segundos y aun terceros lugares de las ternas, a veces pretextando ilegalmente las ideas radicales de los propuestos en primer lugar; otras, aun sin guardar esta miserable apariencia objetiva, con que cohonestar el nepotismo; se acaban las reuniones de los claustros, las academias de profesores, las asociaciones de alumnos, las clases de adultos y obreros, las conferencias públicas, la revista universitaria, y con ello, aquella iniciativa y aquellos brotes de una vida interior espiritual, que apenas comenzaba a despertarse, y cuyo sueño ha durado... treinta años. Donosa manera de «continuar la historia de España».
Sin embargo, la semilla estaba en el surco y germinará lentamente, pero germinará. ¡Quién había de decir, por ejemplo, que, todavía en ese primer periodo de la restauración, que tan hostil paréntesis abrió al desenvolvimiento de nuestra enseñanza, el gobierno había de organizar, en un sentido la representación parlamentaria de las universidades, y en otro, el Kindergarten, de Madrid -único hasta hoy oficial en España; ¡qué vergüenza!- y un curso ad hoc de pedagogía fröbeliana (1876), en la Escuela Normal de Maestras, de Madrid, la cual elevaba a cátedra del Estado (sin darse cuenta alguna de ello) la que, nada menos que don Fernando de Castro, había fundado años antes en la Asociación para la enseñanza de la mujer!...
Pero donde el movimiento pedagógico se acentúa, sobre todo, es en la sociedad, por el concurso de varias tendencias que, con la palabra y con el ejemplo, van poco a poco ganando su espíritu. Nada más instructivo, en este respecto, que el paralelo entre los tres congresos principales, que, por su importancia, se destacan entre los varios que comienzan a verificarse en este tiempo: los de Madrid de 1882, de 1892 y de 1901. En el primero, aun la pedagogía era, para casi todo el mundo, cosa de la escuela primaria. En el segundo, que, pecando quizá por ambicioso, dados nuestros medios, se extiende a todos los grados y órdenes de la educación, muchas de las ideas que en aquél fueron piedra de escándalo, parecían ya usuales y corrientes. En el tercero, un número respetable de profesores proclaman con honrada lealtad, que no sabemos; y desde antes de Descartes y Sócrates, y aun del Eclesiastés, es notorio que por aquí comienza la verdadera sabiduría.
El movimiento de ahora es, por un lado, más realista que el de la era revolucionaria; por otro, más general, lejos de cerrarse en el orden universitario, que posteriormente tendrá sus asambleas especiales en Valencia (1902) y Barcelona (1905), todavía con resultados de dudosa eficacia. Otra señal de los tiempos es el que el Parlamento va consagrando mayor atención a los problemas de instrucción pública, especialmente con motivo de la discusión del presupuesto.
¡Si se quisiera condensar, en sus líneas generales, este movimiento social progresivo (no gubernamental todavía), probablemente se podría decir que todo él arranca del relieve extraordinario que alcanza, dondequiera, la primera enseñanza, y que llega aun hasta nosotros! En todas las naciones modernas presienten ya su carácter universal. «Educad a vuestros amos», es el grito que se oye en todas partes. Y así sus problemas no son, como antes, asunto peculiar de los maestros primarios, sino de todas las clases sociales, aun las menos cultas, que comienzan a darse cuenta de su situación y piden se les auxilie para mejorarla; y el profesorado universitario, antes más o menos alejado de este orden, principia ahora a comprender que, para rehacer la universidad, no tiene más remedio que volver los ojos a la escuela, de que depende -inmediatamente- el nivel intelectual, moral, material, la vida entera de un pueblo, y de donde ha partido siempre, en todas partes, la renovación del espíritu, los métodos y la técnica de la educación, en todos los demás grados, cuya función, a su vez, es elaborar el contenido mental de su proceso.
La acción y reacción que de aquí se produce entre la universidad y la escuela primaria -en el pleno sentido de esta voz- es de suma importancia en los demás países, y, entre nosotros, decisiva, para explicarse la historia de nuestros actuales ensayos de reforma interior universitaria. Pues si, por una parte, la psicología, la fisiología, la moral, la higiene, las ciencias naturales, sociales, filosóficas, se ponen al servicio de la escuela, estudiándole sus problemas y dando base intelectual a su acción, la escuela, así comenzada a emancipar del empirismo y de la genialidad (a que todavía un Wundt y un Münsterberg quieren que se atenga, sin embargo), es aquí, a su vez, el principal fermento que remueve la crisis en que la universidad española, demasiado tranquila todavía en su superficie, parece que hoy empieza a removerse y a querer orientarse. Todavía, en 1881, mucha gente, más o menos «intelectual» y universitaria, se burlaba de la pedagogía y sus cuestiones, pareciendo todo ello cosa de cuatro pedantes, y ahora ya, en 1904, ha entrado poco menos que triunfalmente en la universidad, sin protesta de nadie -al menos de nadie capaz de protestar-. Desde el intenso culto del trabajo personal del alumno, al espíritu educativo que despunta al afán por los métodos realistas, las prácticas, las excursiones, las colonias, la renovación de los medios de enseñanza, el estudio de la estructura, higiene y mobiliario de clases y edificios, la preocupación por la vida moral y material del estudiante, los juegos y diversiones, etc., todo lo que comienza a ser y a vivir, por poco que sea, en los adentros de nuestra universidad, todo eso viene de la pedagogía, y, la pedagogía, a su vez, de la escuela.
Este movimiento, todavía tan tenue, llega, sin embargo, al gobierno, al advenimiento del partido liberal (1881). El ministro Albareda, ayudado por hombres como Riaño y Robledo, en esta segunda etapa de la restauración, reanuda en la enseñanza las tradiciones del período liberal de 1868-74, violentamente interrumpidas en 1875, y con tal acierto y sentido de los tiempos (en lo general), que fuerza a los gobiernos siguientes, por ultraconservadores que pretendan ser, a declarar constantemente que sólo intentan aplicar los mismos principios, hasta en los momentos en que más se olvidan de ellos.
Entre los ensayos de mejora de aquel tiempo, descuellan la reforma de la Escuela Central de Maestras y de las escuelas de párvulos (bajo el influjo de la Asociación para la enseñanza de la mujer), reformas perturbadas y desorganizadas poco después, sin esperar los frutos de la experiencia. Otra es la creación del Museo Pedagógico Nacional, que, por fortuna, ha resistido a la pasión y a la ignorancia que se ensañaron con las anteriores, y que, a pesar de concretarse entonces sólo a la primera enseñanza (como Museo de Instrucción primaria), ha tenido el influjo moral más importante en todo este movimiento, así en los hechos como en las ideas. Precisamente, este instituto es en España el órgano más representativo de aquella reacción mutua entre la enseñanza primaria y la universitaria, a que hace poco se ha aludido. Su autoridad oficial es casi nula; pero, por el modo de cumplir su misión de dar a conocer el estado de la educación en los principales pueblos cultos, teorías, prácticas, escuelas, métodos, ensayos, desde sus bases científicas a los pormenores técnicos; por su biblioteca especial para estos fines (fija y circulante), por sus colonias escolares, las primeras introducidas en España, sus colecciones de estadísticas, de planos, de muebles, de procedimientos, de material de enseñanza; por sus publicaciones, sus cursos y laboratorios complementarios para los alumnos de las normales y los maestros..., y, lo que acaso más importa, por su información perenne, ya para auxiliar la obra del Estado, ya, y sobre todo, para responder a la consulta de los particulares, su autoridad moral y su acción íntima han ido aumentando rápidamente hasta convertirlo en un centro adonde acude todo maestro, educador, político, constructor, etc., seriamente interesado en los problemas pedagógicos desde cualquier punto de vista. Y como la raíz primordial de estos problemas está siempre en el niño y su escuela, campo el más elemental para estudiarlos y de donde trascienden al punto a los demás, este museo, destinado primitivamente a la primera enseñanza, y donde se resumen -en reducidos límites- los caracteres, a un tiempo, del Museo de París y del Bureau de educación de Washington, viene siendo, inevitablemente, desde el principio, un museo de educación general, mucho antes, pues, de que se extendiese oficialmente su obra en este sentido.
Toca directamente a nuestro asunto la memorable Circular de 3 de marzo de 1881, que restablece la neutralidad política y religiosa de la universidad y la independencia de la cátedra. Esta circular, de tal manera expresaba la convicción general de las fuerzas intelectuales y políticas, ya, a la sazón, preponderantes en nuestra sociedad, y, sobre todo, en el derecho público europeo, que jamás ha sido derogada; y con no tener en su forma otro valor que el de una disposición puramente ministerial, constituye la base indiscutible de nuestro derecho universitario.
Desde 1881, a impulsos de esta bien orientada iniciativa, renuevan su acción los gobiernos, sin distinción ya de partidos: atinada unas veces, desacertada las más, por falta de preparación suficiente y perturbada y complicada a la vez por preocupaciones meramente políticas, y los sentimientos inferiores que suelen acompañar a la posesión del poder en circunstancias como las de nuestra vida pública. Sin duda, en esto, como en todo, son inevitables los tanteos, las oscilaciones, la pérdida de tiempo y de fuerzas, los fracasos. No ya toda ley; toda acción social es un experimento, por más ilusiones que se forme el ingenuo deseo; no hay otro laboratorio donde ensayar las reformas sociales que la sociedad misma.
Ahora, naturalmente, esos gastos con que compramos irremisiblemente la experiencia y el éxito, son tanto mayores, cuanto menor es en los gobernantes la conciencia de su responsabilidad en manosear con desaprensión cosas tan graves, más ligera su preparación para ello y mayor la impaciencia infantil que arranca de cuajo el árbol recién puesto porque no da fruto al primer día, o no acertamos a ver el que da positivo. En esa inestabilidad febril, azuzada por la inquietud de una opinión y una prensa disgustadas de lo presente, incapaces de dar con el remedio e imbuidas de esa fe en la omnipotencia del ministro en que hemos sido mal criados y desmoralizados, pidiéndole siempre que haga algo, sea lo que sea, siquiera cambiarnos de postura, parecen consolidarse ciertas reformas que sobresalen de la común insignificancia, y debidas, indistintamente, a uno u otro partido; entre ellas la creación del Ministerio de Instrucción pública, la de la cátedra de Pedagogía universitaria, las disposiciones que tienden a suprimir los exámenes, las pensiones para estudiar en el extranjero, el fomento de las clases de adultos, colonias y excursiones, la mejora de la condición del maestro (bien miserable todavía) (v. gr.: la concesión de derechos pasivos) y la incorporación de toda la enseñanza oficial al Estado, para acabar con el doble deshonor de nuestra deuda escolar y de la servidumbre de la educación pública al cacicato de los analfabetos. No todas esas cosas tocan directamente a la universidad, ni son, sin duda, de igual importancia, en particular aquellas en que todo depende del modo de realizarlas.
Una tendencia a volver (en parte) al régimen de 1868 (después de casi medio siglo, en que harían falta ya muy otras cosas, de haber sido aquél respetado en su natural evolución), representa el proyecto de ley llamado generosamente de «autonomía universitaria», y que la general indiferencia tiene pendiente años ha ante el Parlamento. Este proyecto emancipaba un tanto a las universidades -en su administración- y tal cual salió del estudio de estas corporaciones, indicaba una concepción más moderna que la que infiltraron en él luego las Cámaras, y, en general, menos recelosa que éstas de los abusos que pudiesen cometer en sus nuevas y modestas atribuciones, confiando más bien en la acción libre, fluida, consuetudinaria, de la universidad misma, en sus ensayos, tanteos y correcciones que en la superarcaica tutela casuista de los reglamentos omniscientes y de los gobiernos. ¿Hasta qué punto este proyecto habría favorecido la germinación de una nueva vida, que es hoy todo el problema?

- II -
Estado actual

La situación actual de nuestras universidades es de una crisis que apenas si se halla en sus comienzos. Subsiste, casi sin alteración, la estructura administrativa que les dio la reforma de mediados del siglo XIX, y, especialmente, la ley del 57; y su espíritu general, en sus dos fuerzas elementales, maestros y discípulos, conserva la disposición adecuada a esa estructura. En cuanto a la acción del Estado para con ellas, tampoco ha perdido su carácter burocrático; sólo se ha atenuado su intensidad, aunque en esto considerablemente más bien respecto de la independencia del profesor en su cátedra, independencia hoy grande, que respecto de la universidad misma, como corporación, ni de su vida espiritual y su función educativa, pobre y seca, en parte por esa misma acción, que ha aspirado, no a excitar esa vida sustantiva, sino a sustituirla por reglamentos y disposiciones de secretaría.
Pero, en su seno, como fuera de ella, y por virtud del movimiento de estos últimos treinta años, movimiento todavía muy escaso, materialmente hablando, en la mayor parte de las universidades, se advierten corrientes en muy otro sentido, que van preponderando lentamente, por el peso moral que les da su concordancia con la dirección que llevan en todas partes las cosas: condición de tal valor, que, en muchas ocasiones, basta ella sola para poner en manos de la minoría el gobierno. Entonces, la mayoría deja hacer, acobardada por la vaga conciencia de que la vida se retira de ella, y va por otros nuevos caminos, y la consiguiente frialdad y apatía propias de su estado agónico. Esto no obsta para que, de cuando en cuando, en una reacción convulsiva, parezca que vuelve en sí, y que se rehace, y que toma las riendas por más o menos tiempo. Así es como siempre se construye la historia.
Con tener poco relieve todavía esta evolución ascendente en el profesorado, lo tiene menor aún entre los estudiantes: como es natural, a causa del escaso desarrollo e iniciativa personal que la edad, casi infantil, de gran parte de ellos en España, permite a su espíritu, apartado, además, del ideal por la presión del medio social en que usualmente los más viven; rutinario, vulgar y de baja cultura.
La inquietud y el ansía de vivir, que, de vez en cuando, se advierten hasta en las capas inferiores de la juventud, se apagan fácilmente en la impotencia, incluso cuando estalla en el motín superficial y epiléptico. Y, sin embargo, de ellos quizá es de quienes en primer término depende un movimiento que sólo una acción social puede crear, no tal ni cual individuo, ni menos las leyes: elementos todos que lo estimulan, lo traen a la conciencia de sí mismo y lo encauzan en su obra.
Mientras tanto, en su estado actual, la universidad debe, sobre todo, definirse según los caracteres todavía en ella dominantes, en medio de esa crisis, por apresurar la evolución espiritual que la trabaja ya en sus adentros y que acabará un día por triunfar y darse su forma exterior adecuada, para a su vez ceder a un momento ulterior de la evolución.
a) Hoy por hoy, la universidad española no es corporación social de profesores y alumnos, como en sus buenos tiempos, para el cultivo de los estudios tenidos entonces por liberales y la enseñanza y educación de la juventud en ellos, sino un centro administrativo del Estado, compuesto exclusivamente de profesores oficiales; esto es, nombrados por el gobierno casi siempre, mediante oposición, a fin de preparar para los exámenes y grados de las profesiones correspondientes a aquellos estudios, explicando ciertas «asignaturas» cuyas líneas generales establece y aprueba el Estado mismo -o lo pretende, al menos-. En su actual concepción, siendo lo que son nuestras universidades, si se suprimiese el examen, aun sin conceder la libertad profesional (que es otra cosa, pues cabe bien lo uno sin lo otro), casi no se comprendería que las siguiese habiendo; y más de una vez se ha sostenido dentro de ellas esta razón para mantener aquellas pruebas. «Sin exámenes, se dice, ¿quién estudiaría? Habría que cerrar las universidades». Mientras que lo contrario acontece, verbigracia, con la universidad alemana, o la inglesa, o aun la nueva francesa. Pues, aun cuando se aboliese en ellas todo examen -de lo cual parece que están cada día menos distantes-, nadie duda que seguirían existiendo, porque su fin no se reduce a examinar y preparar para ello. Están para otras cosas. Lo mismo, exactamente, que puede decirse de la escuela primaria. Entre nosotros mismos, como en todas partes, ¿quién va a pensar que, sin exámenes, habría que suprimirla por inútil?
b) Consta sólo de las facultades históricas usuales, salvo una menos, la de Teología, cuya enseñanza, suprimida en ella desde 1868, se da hoy exclusivamente en los seminarios eclesiásticos, y una más, la de Farmacia, que acaso es una especialidad nuestra. Por ahora, tiene, sin embargo, incorporadas algunas otras escuelas, en condiciones algo anómalas, pues no forman parte de la universidad más que sus jefes.
c) Es una institución secular, legalmente neutral en cuanto a la religión, política y demás asuntos llamados de controversia. El profesor -como ya se ha indicado- es libre en su enseñanza; la universidad misma no lo es para casi ninguna cosa; y esto debilita en ella toda iniciativa, aun para las pocas que se le dejan hacer.
d) Con efecto, en su vida interior, esta institución apenas es una institución corporativa, como tampoco lo son hoy las oficinas del Estado. Su vida y sus hechos no nacen de su propio espíritu, de una voluntad común respetada en su obra y producto de la mutua acción y reacción entre sus miembros. Casi todo se lo dan hecho; resuelto al menos, para que lo haga; y así no tiene que reunirse, ni discutir y resolver, sino muy contadas cosas; éstas, las más veces de escaso interés; y aun entonces, casi siempre, de carácter consultivo. Sus individuos viven, por tanto, separados con respecto a su fin profesional, con escasa relación de unos con otros -y menos cooperación- para dicho fin, que sólo de un modo abstracto, como una tercera entidad, existe para cada uno. Nadie contribuye a él, sino por su camino unilateral, individual e independiente; la universidad es una suma de átomos, de funciones aisladas, no un organismo de actividades convergentes; tanto, que, aun cuando la ley, como es natural, manda otra cosa (bien es verdad que sin cuidarse de proveer de medios para que se cumpla), en la realidad, prácticamente, cada profesor, no sólo es libre, como necesita serio, para cumplir en conciencia sus deberes internos -a veces, pro jure contra legem-, sino hasta para pasar un poco por cima de ellos. Puede a su arbitrio trabajar o no; seguir el progreso de los estudios o atenerse a recitar el manual que le sirvió de texto allá en sus mocedades, y aun quizá limitarse a preguntar por él la lección, y, no faltan ejemplos de que, sin grave riesgo, hasta puede excusarse, de vez en cuando, de ir a clase. Fuera de esto, para nada tampoco tiene que reunirse oficialmente con sus discípulos, como no sea para la ceremonia de la apertura del curso, idea tan arraigada, que todavía se aferraba deplorablemente a ella el citado proyecto de ley de autonomía.
e) El estudiante, por su parte, goza, en general, de una «libertad» casi tan elástica. Orientada su vida toda en vista del examen, más que «estudiante» es en el hecho un examinando, al cual, lo que le importa no es saber, sino ser aprobado, y cuanto antes, de cualquier modo, a toda costa. Y como las exigencias del examen, en muchas clases, en facultades enteras, tienen que ser bastante reducidas, no ya por la misma frecuencia de estas «pruebas», que sólo prueban la ingenuidad con que nos figuramos engañarnos unos a otros, sino, sobre todo, a causa del crecido número de alumnos por completo desconocidos, que hay que juzgar en un tiempo ridículamente insuficiente (tarea, sin embargo, la más abrumadora del profesor), las puede bien satisfacer, en ocasiones, hasta sin trabajar durante el curso, con tal o cual manual «remedia-vagos», que aprende de memoria a última hora, quizá en unos días. Si alguna vez encuentra que la enseñanza que recibe es inferior a su afán, disuena del estado general del mundo, que en su viva intuición entrevé, y quiere emanciparse de ella, en busca de más sustancioso alimento, los exámenes le hacen volver a la realidad, esto es, a la servidumbre, atándolo tanto más indisolublemente al profesor, y al texto, y a la doctrina, que repugna cuanto mayor es la insignificancia de todo ello. La libertad de enseñanza es hoy ya, por fortuna, derecho del maestro; la de estudiar y aprender, esa, casi no existe.
La mayoría de nuestros estudiantes pertenece a las clases medias; hace mucha vida de teatro, de café, de casino; de ateneo, a veces; casi ninguna de campo; va a los toros; nada de juegos ni ejercicios corporales; otro tanto de viajes y excursiones; aparte los periódicos, lee poco, y esto, principalmente, novelas; y suele tener, en una proporción media, los vicios y virtudes propios de la masa masculina de nuestro pueblo. Sufre alegre, casi sin enterarse, parte por la austera sobriedad de la raza, parte por su atraso, el sucio hospedaje y mala bazofia a que los más tienen que atenerse; es político y patriota, en todos los sentidos, desde el más puro y noble, al pésimo.
Obedeciendo a la presión organizadora de nuestro tiempo, comienza ahora a formar asociaciones, de fines más o menos elevados, pero de las cuales puede decirse, como quizá de la familia, que, por mala que sea, vale más casi siempre que la soledad del expósito. En medio de esa masa, una minoría, importante por la calidad, y perteneciente, no pocas veces, a aquellas capas inferiores medias que lindan con el jornalero, de quien apenas las distingue la hechura, más que el precio, del traje, trabaja, lucha, padece, en una miseria mal disimulada; sacrifica su reposo, su salud, sus diversiones, su alegría y frescura juvenil; pero pone su alma en su labor: no quiere vegetar; vive y se entera. Sobre esa minoría, agotada y febril, descansa, sin embargo, la España intelectual -¡qué digo intelectual!, ¡espiritual, y aun material!- de mañana. El estudiante que estudia y el obrero, cada cual a su modo, preparan una nueva nación en el viejo solar de esta tierra. Pero ¡a qué precio!...
f) Las carreras son largas, las más largas quizá de Europa y América -resto natural de la Edad Media, cuando costaba, a veces, once años ser licenciado en Leyes, y catorce, doctor en Teología-. El curso, en cambio, es de los más cortos, apenas de seis meses; el plan de estudios, impuesto por el Estado, forzoso y uniforme para todos los estudiantes de la nación; rara vez hay algún estudio electivo (verbigracia, en el doctorado), ni enseñanzas libres; y todavía esta uniformidad parece a muchos tan insuficiente, que piden se establezca de real orden el concepto, objeto, sentido, límites, etc., de cada enseñanza, a fin de evitar que el respectivo profesor «la desnaturalice», enseñando otra cosa de la que el Estado se ha propuesto que enseñe. Sin considerar que, en esto, es fácil el abuso; el remedio, imposible: extraña libertad la de un profesor, verbigracia, de Sociología, a quien se le obligara a adoptar la idea que de esta ciencia tiene Spencer o Sales, y no la de Tarde, o la de Baldwin, Ward, Simmel, Posada... dejándole libre en cuanto a la doctrina: como si esa idea fuese cosa exterior, y no parte esencial de esa «doctrina».
Los exámenes (que hace poco e indirectamente han dejado, por fortuna, de ser obligatorios para los alumnos oficiales, pero que aún tardarán quizá en desaparecer por completo, sobre todo en las clases numerosas), son anuales y por asignaturas; blandos en su promedio, en unas facultades y localidades más que en otras; y cuando son severos, no siempre por esto razonables, sino, en ocasiones, hasta peores, por estar muchas veces la severidad en extremar la pedantería y el carácter memorista, por un lado, o la exigencia, por otro, de servil docilidad a las opiniones y creencias de los jueces.
g) En cuanto a su personal docente, bajo ningún respecto desmerece del de las restantes profesiones públicas; claro está que, intelectualmente, a todas ellas aventaja; cosa natural y hasta inevitable, en razón de su oficio. No se dice con esto que el nivel medio de su enseñanza sea tan elevado como en otras naciones. Ya se verá, quizá, por qué y se aprenderá a respetar el valor y el sacrificio que el más pequeño esfuerzo para levantar ese nivel representa.
Su obra, casi única, aparte los exámenes y grados, las Juntas de facultad y la participación en tribunales de oposiciones a cátedras y a otros diversos empleos del Estado, se limita a la enseñanza en la clase y a dirigir, a veces, más o menos inmediatamente, las prácticas, si existen. Los métodos varían, según estos tipos principales: 1, la lección tomada de memoria con el libro de texto delante; 2, la explicación de ese mismo texto, combinada con preguntas a los discípulos; 3, la lección, sin texto, debidamente preparada, sobre libros; 4, la exposición, en forma de una verdadera investigación personal sobre las cosas y acompañada o no de diálogo con los alumnos; 5, el trabajo en común con ellos, como puede hacerse, verbigracia, en un laboratorio; 6, la mera dirección del que éstos preparan y realizan por sí, individual o colectivamente, condensándose, a veces, sus resultados en notas y aun memorias propiamente tales.
En el último tipo, la variedad, naturalmente, es grande, y aparte el laboratorio, en su estricto sentido, recuerda en ocasiones, ya la conférence o el cours fermé de las universidades francesas, ya el seminario alemán, al menos por la intención. En general, dominan los números 2 y 3; el 1, 4, 5 y 6 son, según este mismo orden, menos frecuentes. Por falta de medios, o por otros motivos, no siempre hay prácticas, incluso en las Ciencias de la naturaleza y sus «aplicaciones» (los ejemplos parecerían, fuera de España, increíbles). En Medicina y en Química es donde más abundan; deficientes en todas casi siempre. La aglomeración de alumnos en ciertas clases suele reducir la acción del profesor a discursos más o menos útiles para difundir la cultura en grandes masas, y aun para mover y elevar su espíritu (como acontece en lecciones de ateneo o en ciertos cursos de extensión universitaria); pero no tan útiles en la labor interna y peculiar de la universidad con sus propios discípulos. Esos discursos son incapaces de adaptarse a las necesidades individuales de un verdadero estudiante, y hasta de comprobar su aprovechamiento; demostrándose aquí mejor, sin duda, que en la lógica clásica, que la intensidad y la extensión se hallan en razón inversa. En las clases poco numerosas, claro está, la obra, desde este punto de vista, es más fácil.
El libro de texto suele tener una función preponderante; tal, a veces, que excusa al alumno de asistir a la cátedra. Cuando le sustituyen los apuntes autografiados, que en estos últimos tiempos han venido a ser tan frecuentes, no suelen tener sobre aquél más ventaja que ser más caros y estar llenos de los más graciosos y estupendos disparates -si bien éstos no faltan tampoco en muchos textos impresos.
h) La acción directa de la universidad fuera de sus aulas es casi nula; la indirecta, considerable. Con las escasas excepciones de que luego se hablará, no abre hoy sus aulas, ni llama a otro grupo social que a los estudiantes, ni va a buscarlo; pero ella es quien educa a nuestra clase gobernante, especialmente por medio de la Facultad de Derecho (fenómeno tan común en los pueblos latinos), el tipo de cuya enseñanza se refleja, con sus bienes y sus inconvenientes, en nuestro Parlamento y en todos los órdenes civiles del Estado. No olvidemos que también forma a los médicos; y el médico -como en otro sentido el ingeniero- es hoy un personaje muy influyente, así en el orden intelectual como en los problemas y luchas contemporáneas. Las otras facultades no ejercen grande acción entre nosotros, aparte de la que corresponde a su valor científico, ni mayor ni menor que el de sus hermanas.
Los bienes que en esta situación cabe reconocer, en relación con lo que en otras partes se ha producido, y especialmente en Francia, nuestro antiguo modelo, son, naturalmente, contados. Desde luego, merced a la áspera lucha de una minoría siempre alerta, y que de vez en cuando tiene todavía que dar señal de vida, la ley y la jurisprudencia han hecho del profesor español -¡quién lo diría!- rival del inglés y superior al francés, aun al alemán y a otros muchos, en esto solo: su libertad doctrinal respecto del Estado. Y las escasas restricciones que, en punto a método y forma de enseñanza, vegetan todavía en el tenor literal de tal cual reglamento (sujeción a programas, textos, etc.), han sido arrolladas en la práctica, sin miramiento alguno a la periódica recomendación de su observancia.
Ahora, ¿qué sucedería si aquella minoría turbulenta desaparece o se resigna? ¿Lograría hoy ya la presión del ejemplo europeo sobre nuestra política, más de lo que logró en 1875? Seguramente cada día hacemos una mayor vida internacional, aunque llevados a ella a empujones, hoscos y recelosos de perder... -no ha mucho lo declaraba en pleno Parlamento nada menos que un ministro de Instrucción-, de perder «nuestro carácter nacional y castizo». Pero esa presión, ¿bastaría por sí sola? La nueva vida tiene aún en las entrañas de esta sociedad pobres raíces. Y los ejemplos de intolerancia y fanatismo africanos, en los más opuestos sentidos, no escasean dentro de los claustros.
Por otra condición, ya bastante más exterior, aventajábamos también hasta hace poco a Francia. El influjo del imperio no llegó aquí ya a tiempo de disolver, como allí, las universidades en facultades aisladas y hasta dispersas en localidades distintas, formando circunscripciones puramente administrativas (academias), bajo la autoridad burocrática del rector, ligadas sólo del modo más exterior y aparente posible en la unidad abstracta nacional de la llamada «Universidad de Francia», creación napoleónica, mecánica y sin vida; pero que, así y todo, ha tardado en desaparecer casi un siglo, merced a un proceso de casi treinta años para reconstituir las antiguas universidades autónomas. Ya hoy, comparadas éstas con las españolas, nuestra ventaja se ha convertido en inferioridad.
Hay un punto de divergencia, en que tal vez cabe dudar quién haya llevado mejor parte. En Francia, al advenimiento del nuevo régimen, las Facultades de Letras y Ciencias, especialmente la primera (como gran parte del Colegio de Francia), casi se puede decir que carecían de alumnos propiamente dichos; habiendo venido a ser sus aulas, las más veces, como cátedras de difusión de cultura, casi de extensión universitaria para las clases medias, y cuyo auditorio, de uno y otro sexo, inestable, heterogéneo y anónimo, más favorecía el florecimiento de cierto diletantismo y gusto intelectual poco profundo, merced a una oratoria amena, elegante y un tanto mundana, que el de la severa investigación científica; aunque bueno será no olvidar que la mayoría de aquellos oradores eran a la vez pensadores y hombres de ciencia; y menos es para olvidado en España, donde apenas hemos tenido durante medio siglo otro alimento intelectual que el que de ellos recibíamos para atenuar nuestra anemia y enterarnos siquiera de lo que pasaba en el mundo. Nada de esto -en el promedio, y apartando casos como el de las brillantes lecciones de Castelar- ocurría entre nosotros.
Aquí esas facultades han carecido de aquella función de cultura general, abierta y libre a los cuatro vientos, que las hace intimar con la sociedad, entrarse en la vida pública y ayudar a preparar un ambiente intelectual y simpático a más graves empresas. Presentan más bien un tipo algo escolástico, cuya frecuente sequedad es compensada a veces (a veces no) por el valor real de una enseñanza sólida. Por esto tienen alumnos propios, verdaderos estudiantes profesionales, aunque en número tan reducido de día en día, que acaso amenaza su desaparición; además, por desgracia, esos estudiantes no son hombres hechos, como en otras partes, sino casi niños, por lo común incapacitados todavía para un trabajo rigurosamente universitario. En estas condiciones, poco puede hacerse en punto a investigación científica, primera obligación intelectual de la universidad contemporánea; mientras que de su falta de constante comunicación con la sociedad no cabe esperar de ésta gran interés por su obra, ni ese amor que en Francia ha comenzado a revelarse en tantos sacrificios de todos géneros en su obsequio tan pronto como la ley les dio facilidades al efecto.
No desesperemos. Todavía media harto de nuestras pobres universidades de hoy día a lo que eran Alcalá y Salamanca en el siglo XVIII y a principios del XIX. Nuestro apartamiento de Europa y de su cultura nos hizo estancarnos, y, por estancarnos, decaer, viniendo a una situación a la cual era imposible pedir hombres de aquellos horizontes y aquellas energías intelectuales y morales que, en medio del desastre, fundaron la Universidad de Berlín, símbolo prefigurado de la unidad espiritual de la patria alemana y aun del imperio. El interés público crece ya entre nosotros cada día con relación a la escuela primaria, aunque ¡tan despacio!... Esperemos que, intensificándose, llegará a su vez a la universidad. Los gobiernos, cuya acción es en esto aquí indispensable, pero tan limitada, acabarán también por participar de ese interés, con otra formalidad y otra consistencia que la descosida atención intermitente que hoy a estos asuntos -a tontas y a locas, por lo común- consagran.
El mal más grave que padece nuestra universidad es la atonía, a la que tan grandemente contribuye -aun sin llevarse con el rigor que pretende, a veces, la inocencia de la Administración- la compresión reglamentaria, cuyo casuismo tiende a hacer de la universidad una oficina atomísticamente desparramada en negociados, mecánica, desespiritualizada, sin alma. A Dios gracias se pueden infringir los reglamentos; ¡dónde estaríamos si se hubiesen cumplido! Asusta pensarlo. Pero esa derogación consuetudinaria, hija de la fuerza de la realidad, que va lentamente poniendo las recetas abstractas y muertas a un lado, e introduciendo por la práctica otros principios vivos, jamás alcanza a cortar todas las ramas secas y que estorban. Y, en ocasiones, no basta el manso desuso y requiere agria lucha, que gasta en rozamientos parte considerable de la energía que necesita para su obra. Y Ihering piensa que así debe ser siempre...
Esta atonía nunca es más visible en los cuerpos sociales que cuando se comienza a desatar sus ligaduras legales. Así, en la universidad, cuántas veces se oye a catedráticos y doctores lamentarse de las molestias que traen consigo las elecciones senatoriales, donde, sin embargo, siendo casi nula la acción de los gobiernos y de otras causas desmoralizadoras, ¡podría desplegar una iniciativa elevada! Al discutir los claustros el proyecto de autonomía universitaria de 1900 hubo más de una y de dos voces -y alguna bien autorizada- que protestaban contra las nuevas atribuciones de los claustros, verbigracia, para elegir sus jefes, como cosa dada a promover compromisos y disgustos, y dividir al cuerpo universitario. Recordemos la sarcástica muestra del posadero de Kant. Indudablemente, entre los muertos no hay discordia. Treinta y cinco años hace que dio un ejemplo análogo, y mucho más insistente -como que no paró hasta lograr su objeto- la más alta corporación de la justicia española. Los tiempos son ya otros; las ideas y los sentimientos se van modificando, aunque con parsimonia.
Hay que insistir más y más en que esta situación tan desafortunada depende, en grandísima parte, del problema de los exámenes.
La crítica, no del estupendo examen anual y por asignaturas, sino en general, es decir, de todo examen, como de toda oposición y ejercicio análogo, ha sido hecha de mano maestra por los hombres más competentes en todo el mundo civilizado: pedagogos, moralistas, sociólogos, políticos, filósofos, psicólogos, higienistas. Su causa, perdida irrevocablemente, se sostiene aún, como es natural, por el peso de una tradición secular, que, como en todo proceso histórico acontece, desempeña aquí una función moderadora, y aun saludable en su límite, para consolidar el movimiento. Los graves inconvenientes del examen a nadie hoy se oscurecen, y asustan, con razón, aun a aquellos que, no resolviéndose a romper con él en absoluto, y aplicando una fórmula socorrida para estas ocasiones, ponen el problema, no en su supresión, sino en su reforma.
El examen ha tenido su explicación. Así como el sistema mutuo de Bell y Lancaster podía servir para dar con cierta rapidez el conocimiento de las «primeras letras» a grandes masas de niños, cuando se despertaba por todas partes el ansia de ese saber instrumental; pero ha tenido que ceder ante la idea de que la escuela está para otra cosa que para tomar lecciones de memoria; a saber: para educar, para despertar las almas y ayudarlas a orientarse y formarse, y para esto no sirven ya los monitores; así, el examen ha podido significar un medio de abrir el ejercicio de ciertas profesiones a una masa también ansiosa de habilitarse para ello, pero desconocida, y que no se sabe dónde ni cómo ha hecho su aprendizaje y estudios: masa que con frecuencia, por su falsa preparación profesional y social, ha creado la negra inundación de ese proletariado, más o menos intelectual, que con gran energía grabó para siempre Jules Vallès.
Pero cada vez se va reconociendo más y más profundamente que la única sólida garantía para la sociedad es el testimonio, no de un examinador que desconoce el candidato (¡donde precisamente ven tantos la perfección del sistema!), sino del maestro y demás personas capaces de formular seriamente un diagnóstico sacado de la observación continua del discípulo y su estado. De donde puede quizá sospecharse si no estará lejos el día en que, a semejanza de lo que en tantos otros órdenes acontece, abierto universalmente el acceso a la educación superior, a la cultura sólida del espíritu, a la obra de la ciencia, y de aquí a todos aquellos oficios humanos, cuyo cultivo ha alcanzado ya un alto nivel en la historia; los diplomas y títulos, mientras existan, sólo representarán el testimonio honorable de un aprendizaje real que dio su fruto práctico, y no de una vana apariencia, apoyada en unas cuantas contestaciones a un programa, después de las cuales es tan incierto, o más que antes, el valor de la formación del candidato.
Así también aconteció quizá al principio: diploma sin examen; y no faltan síntomas -todo lo contrario- de que se quiere volver a ese camino. Pero aun allí donde el examen, acorralado en su última trinchera del grado final, no acosa ya, como aquí entre nosotros, de año en año, al descaecido estudiante, sin darle punto de reposo para interesarse libre y objetivamente por las cosas, para estudiar propiamente, esto es, por sí y para sí, no para mostrar que puede responder, perorar, y hasta dogmatizar a gusto de terceras personas, aun sobre aquello que más profundamente desconoce, los residuos del antiguo sistema mantienen todavía un espíritu viciado. ¡Qué será entre nosotros!
Y de ese mismo espíritu participan también las familias. Los padres más reflexivos desearían, sin duda, cuando menos, que sus hijos aprovecharan, de un modo más fructuoso que el usual, sus estudios universitarios; que aprendiesen, con alguna firmeza, un mínimum, siquiera, de aquello que dicen que aprenden; lo que más les importe, y dejase en su inteligencia raíces para mañana; que formasen un carácter serio; que se habituasen a un trabajo intensivo; que se creasen siquiera cierta disciplina mental; cosas todas que, con razón, suponen habrían de servirles para su porvenir, en vez de desmoralizarse en la inercia, perdiendo de día en día el sentido -y el goce- del esfuerzo personal, sano, varonil, intenso, reposado, continuo, que es del que depende la solución de los problemas de su vida, capaces, a lo sumo, de ese arranque calenturiento de última hora, en que agotan de una vez la energía, bien escasa por falta de aquel vigilante cultivo. Quisieran no verlos pasar indiferentes, y hasta con despego -dejándolas, si acaso, «para mañana»-, al lado de las grandes cosas intelectuales y morales que no han aprendido a amar, y de las que apenas han desflorado nombres y epígrafes vacíos, para, al cabo, entrar en sus profesiones a la ventura -alguna se ha de tener- resignados, el alma ausente, y con tan somera formación y mísero bagaje.
Pero, durante el período universitario, el joven hoy aquí huye, aburrido, de las mejores armas para defenderse en la vida; no lucha por la más sólida, profunda y útil educación, sino por la más rápida -si merece este nombre-; y así, el padre, a su vez, concluye también por ceder al general contagio y rendirse, diciendo: «Acabe él cuanto antes, que luego estudiará en serio». Luego. ¿Cuándo?... Y así, la universidad y la sociedad, distantes, divorciadas, no se ayudan entre sí; y aquélla, falta de esa atmósfera de simpatía, de respeto, de atención diligente, de esa cooperación que estimula, que discute, que aprueba, que censura, que exige, que la obligaría a hacer cada vez mejor su obra, siente de día en día aumentar su soledad, disminuir su cohesión, enturbiarse la conciencia común en sus miembros, y se limita a vegetar en su labor mecánica, entristecida por la densa niebla del ideal, en medio de la indiferencia y del vacío, sin poder salvarse por sí sola, como ninguna institución social lo puede. ¿No habrá remedio?
En este desamparo, en esta falta de concurso de todos géneros, material y moral, donde el valor de la educación es tan secundario, y el amor a las cosas científicas uno de los últimos; donde la escasa cultura de nuestras clases acomodadas no les permite interesarse por saber cómo son esas cosas, ni siquiera porque otros lo averigüen, y donde hasta el hombre opulento y piadoso, cuando se resuelve a servir a la religión con su fortuna, la da al convento antes que al seminario, no es maravilla que el nivel medio de nuestra enseñanza -entiéndase bien, el nivel medio- no pueda ser, como antes se advirtió, muy elevado. No lo es. Con frecuencia, y a pesar de los mejores deseos, no excede del de la segunda enseñanza en pueblos más adelantados; a veces, ni aun llega a esto. Un hecho expresivo de esta situación, hecho que, por su misma generalidad, no es imputable sino a causas de carácter general también, y preferible a otros por referirse, no a una ciencia particular, sino a un instrumento común de cultura para todo género de estudios, es el dominio de las lenguas modernas.
No parece se hayan hecho estadísticas en este punto, ni casi en ninguno de los que más podrían suministrar elementos para conocer la condición real de nuestra enseñanza. Pero una observación de muchos años, aunque empírica y a bulto, permite, quizá, decir que la posibilidad, no ya de hablarlas, sino de leer corrientemente libros extranjeros, es, entre los alumnos universitarios, respecto del francés, poco frecuente, en particular en ciertas facultades, y bastante menor respecto de los otros idiomas. El italiano ha comenzado a acercarse al francés, que no es sino quedar bien bajo; el inglés es raro, y el alemán lo mismo, o más aún, incluso en Medicina, donde, sin embargo, está más extendido, aunque no por virtud del examen de ingreso sobre dicha lengua, que con notoria candidez se estableció en esta facultad (como se estableció en las normales), sino por un movimiento mucho más antiguo y debido a causas más poderosas e internas. Naturalmente, entre los profesores se hallan bastante generalizados el francés, y tal vez el italiano; los demás idiomas son menos frecuentes, tanto, casi, como entre los alumnos. Bien se ve cuán rápidamente se disipa la supuesta eficacia del examen.
Ahora, ¿cuáles son las principales causas a que puede atribuirse este nivel? En asunto de tal complejidad, toda reserva es poca. Y así, sólo con gran desconfianza, tal vez sea lícito señalar -entre otras muchas- las siguientes:
1) La defectuosa organización y brevedad de la primera y la segunda enseñanza, donde el alumno puede desflorar apenas la mayor parte de sus estudios, llegando a la universidad sin una base medianamente sólida de cultura general, y no, ciertamente, por culpa del personal, que es, con respecto a su función, de igual valor que el de facultad para la suya. Más aún: en cuanto a los institutos, que además tienen hombres de tan relevante mérito como aquél, su profesorado se forma -como en Francia- lo mismo que el de las dos Facultades de Filosofía y Ciencias; el año del doctorado (que, además, hacen muchos), ¿tanto importa? En este sentido, tan pueril y vulgar, es echar la culpa al instituto, como que éste, a su vez, se descargue sobre la escuela; ni vale cosa mayor aumentar uno ni dos años a la segunda enseñanza, mientras su ideal, el espíritu de su organización, de su programa, de sus métodos, tengan que ser el que es hoy.
2) La organización, no menos viciosa, y la duración excesiva, en cambio, de nuestros estudios universitarios, a semejanza de lo que acontecía en la Edad Media, donde la licenciatura en Derecho duraba años, y a la inversa del principio, hoy generalmente seguido, de educación general de hombre, larga y carreras profesionales breves; la emulación vanidosa, pueril y corruptora; la obsesión de los cursos completos y sistemáticos, la uniformidad de los planes, la falta (que puede decirse absoluta) de estudios electivos, todo lo cual dificulta, hasta rayar en imposible, la germinación de la personalidad, sacrificada a la vulgaridad y la rutina del promedio; desespiritualiza el motivo de la enseñanza y la enseñanza misma, y extiende, como una lepra, el desprecio del ideal, de la verdad sincera, de la devoción a la ciencia y a la vida moral; sin todo lo cual, ¿qué es una universidad más que una caricatura o, en el mejor supuesto, una sombra?
3) Falta de medios, verbigracia, de bibliotecas en las universidades (y aun fuera de ellas, incluso en la fastuosa, y archimonumental Nacional), en cuyos libros y revistas se pueda seguir el movimiento actual en los diversos estudios científicos, además de la deficiente organización de su servicio. Otro tanto debe decirse de las colecciones científicas, aparatos, observatorios y laboratorios (que, a veces, ni siquiera existen) para el naturalista, geógrafo, historiador, economista, sociólogo, psicólogo... y hasta hace poco -y no sé si en todas partes aún- de clínicas debidamente organizadas y suficientes para los médicos. A veces, la estructura de estos servicios los hace de dudosa utilidad, y aun completamente inútiles.
4) Hasta hace poco, la falta, asimismo, de becas y pensiones para estudiar en el extranjero; defecto que, por fortuna, y con excelente sentido, se comenzó, no ha mucho, a corregir con energía para los estudiantes, más bien que para los profesores, aunque últimamente se ha vuelto atrás en este asunto por desconfianza y natural atraso, sin considerar que aun antes, comparadas con el desarrollo de este servicio en otras naciones -y ante todo en las que tienen prisa-, es todavía enorme su insuficiencia.
5) La organización del profesorado... Pero este es asunto que merece capítulo aparte. Este problema del personal, en los distintos servicios y funciones sociales, cada vez va tomando en nuestro tiempo más intenso relieve. Así como en el poder judicial y el régimen penitenciario, el juez es hoy más que la ley, así el espíritu contemporáneo que, para corregir rápidamente abusos del antiguo régimen, en su confianza en la acción deliberada del hombre sobre el hombre, y del poder creador del precepto de la reflexión general abstracta, había venido a parar, del imperio del arbitrio subjetivo al mecanismo exterior de la ley, viene ahora, a su vez, de día en día, bajo el influjo de nuevos factores, entre los cuales no entra por poco una dura experiencia del gobierno, de la organización exterior, consolidada, escrita, rígida, inflexible, al régimen de los resortes espirituales y elásticos, capaces de adaptarse a todas las circunstancias y de asegurar la realidad de hecho, que la ley, con sus imperativos, no es capaz de garantizar; venimos, para decirlo de una vez, del gobierno del hombre por la ley, que Kant daba como fórmula del liberalismo, al gobierno de la República de Platón, al gobierno del hombre por el hombre. De aquí el enorme interés que el problema del personal y de su formación va tomando, hoy más y más, cada vez en los diversos servicios y funciones sociales de nuestro tiempo.
Ahora bien: ¿quién cuida de la formación del profesorado universitario? Nadie. El profesor de Medicina se forma como todos los médicos; el de Derecho, como todos los abogados, etc.; lo cual, si acontece todavía en otros países, está allí compensado por el auxilio que a su educación presta una atmósfera de superior cultura, el desarrollo de los estudios pedagógicos, los sistemas de aprendizaje que preparan para el ejercicio de la enseñanza y otros elementos análogos. Entre nosotros se le exige el grado de doctor, grado que a ningún otro fin del Estado sirve; parecería natural que la organización de los estudios que conducen a él obedeciese a aquella exigencia.
Veamos lo que acontece, verbigracia, con el doctorado en Derecho. Nuestra concepción legal de este grado en la ley del 57, concepción tomada de Francia, le atribuye como un cierto carácter más propiamente científico que el de la licenciatura. Por ejemplo: en este período, a veces se repiten ciertos estudios ya incluidos en los años anteriores, y que aquí se supone habrán de ampliarse; cuando se obliga, más o menos teóricamente, a todos los profesores a sujetar sus cursos a un programa (propio o del gobierno, según los tiempos), se exceptúa de esta obligación a los del doctorado; cuando se exige la asistencia rigurosa a todos los alumnos bajo ciertas penas, los del doctorado, con ciertas condiciones, son libres de concurrir, o no, a las aulas; las cátedras de este grupo pueden ser conferidas, en ocasiones, sin oposición a hombres de notoria autoridad científica, etc. Pero aquella idea no siempre se ha realizado en la práctica. En los estudios de la licenciatura se ha visto, y se ve a cada momento, profesores cuya enseñanza, que la ley supone más elemental y punto menos que inferior, presenta un valor muy superior a la de otros del doctorado; y en éste ha habido siempre, a su vez, cursos, no ya elementales, sino superficiales, que es muy otra cosa. Además, el tiempo en que se pretende elevar, por decirlo así, el «profesional» a «hombre de ciencia» (un año), es, a todas luces, insuficiente.
Pero, al fin y al cabo, la idea de que el futuro maestro de universidad tenga que ser científico, a diferencia del mero abogado o el juez -como en su lugar respectivo el médico o el farmacéutico-, y vaya al doctorado para ello, bien o mal desenvuelta, fundada o infundada -que es lo seguro- está en la ley. Lo que es inútil buscar en ella es lo referente a la formación de ese profesor, no como hombre de ciencia, sino como maestro, a saber: su educación pedagógica. De cosas análogas se quejan hoy las universidades en Francia; pero, allí, la Escuela Normal de la rue d'Ulm, no sólo tuvo siempre por fin declarado y expreso formar al profesor de enseñanza secundario y superior, sino que, poco a poco, y bajo el influjo bienhechor de Alemania, ha ido estableciendo prácticas y ejercicios más o menos adecuados a este fin; y aunque todavía se discutió, sobre todo por los ultranacionalistas, si se debía, al fin, establecer, o no, en dicha escuela la enseñanza científica de la pedagogía, Francia, mientras tanto, se anticipó a resolver prácticamente la cuestión años ha, creándola en varias de sus Facultades de Letras después del admirable ensayo del malogrado Marion en la Sorbona; y a ellas acude, sobre todo en París, gran número de aspirantes al profesorado universitario, secundario y primario, reunidos en unos mismos bancos para el trabajo en común. De Alemania, no hay que decir; sus seminarios pedagógicos han abierto el camino en que Italia, Bélgica, Suiza, etc., después han entrado, tiempo ha, con ciertas variantes.
Pero nuestras dos Facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias, en que, a ejemplo de Francia, casi todos los pueblos latinos han dividido la antigua de Artes (hoy conservada en Alemania con el nombre de Filosofía), aparte de su labor propiamente técnica, de investigación y educación científicas, no tiene otro fin profesional que preparar a los futuros catedráticos de los institutos y de esas mismas facultades, con la única diferencia de un año más o menos de estudio; y así su licenciatura nadie se atreverá, seguramente, a equipararla con las de las restantes facultades, en el concepto y misión que por la ley corresponde a unas y otras. Por esto se ha podido decir que, en aquéllas, todo es doctorado, y suprimir el grado de licenciado en ambas. Así lo hizo nuestra república en 1873. Y, sin embargo, hasta 1904 en esas facultades nada teníamos que se refiriese a la preparación pedagógica del magisterio ni secundario ni universitario.
El ingreso en el profesorado de universidad, en nada se relaciona tampoco con el grado de doctor. Históricamente, es sabido que quiere decir maestro; y así, entre nosotros, en Arte y en Teología, equivalía un nombre a otro. Hoy, en Alemania y en los pueblos que siguen su ejemplo, al doctor no le basta, como antiguamente, su título para enseñar en la universidad; pero es el requisito, en general, exigido para pedir la venia legendi, vel docendi; es decir, el permiso de abrir una clase en ella, con efectos académicos, que diríamos nosotros. Según el sistema alemán, en el desempeño de esta función se tantean y experimentan las vocaciones, se educa la aptitud, y al mismo tiempo se va el aspirante dando a conocer, del modo mejor posible, a aquellos de quienes un día, en una forma u otra, más o menos directamente, dependerá que sea llamado o no a una cátedra.
Entre nosotros, el profesor, ni se forma como tal en el doctorado, ni demuestra después sus cualidades en aprendizaje alguno. Ejercicios momentáneos, precipitados, ad hoc, anormales, superficiales, casi todos distintos y algunos hasta opuestos a la función del profesor y a la formalidad del científico, verificados ante jueces, a quienes, frecuentemente, son desconocidos (¡y se alaba esto!), empeorados todavía por el ergotismo escolástico y retórico que tenemos como un vicio en la sangre y medula desde antes que hubiera escolástica en el mundo, y que retuerce, churrigueresco, nuestro arte, nuestra poesía, nuestra oratoria, nuestra ciencia, aun en sus mejores momentos. Todo está dicho ya, hasta la saciedad, sobre lo contraproducente de este funesto método de reclutar el profesorado mediante una especie de pleito, que, en la mejor hipótesis, sólo prueba inteligencia y conocimiento, pero jamás espíritu científico, dotes de enseñanza, vocación, hábito de trabajo y de cumplimiento del deber. Antes, sus ejercicios, que excitan la vanidad, la presunción, la envidia y otras pasiones no menos subalternas, lo fían todo al arte de la expresión y de la discusión, dando ¡en cuántas ocasiones! el triunfo al más superficial, con tal que hable mejor, o sea el más audaz, cuando no al más servil, quizá, para con los individuos del jurado.
Al sistema de oposiciones no se le puede oponer más que uno de estos dos, ambos malos aquí, aunque, sin duda, en grado diferente: el nombramiento libre por el gobierno y el de nombramiento a propuesta, sea de los claustros, sea de una combinación análoga a la que rige para el doctorado, o la que la nueva ley de Autonomía quiere ensayar. No hay para qué discutir si la experiencia ha mostrado que el mecanismo de la oposición evite más el nepotismo, el favoritismo, la pasión sectaria y otras inmoralidades -aun de las más vulgares y groseras hay tácitos ejemplos- que los otros; desde luego, la teoría de las garantías exteriores pierde terreno cada día. Pero el error principal, como se ha dicho muchas veces, está en poner la intención en el procedimiento para nombrar a los profesores, en vez de ponerla en el de formarlos. Después de todo, el Estado, entre nosotros, hace otra cosa con respecto al personal para algunas de sus funciones civiles y militares, sus ingenieros, sus artilleros, etc. Si esa formación se halla o no siempre debidamente organizada, es ya otro problema.
Para formar nuestro profesorado universitario (y secundario), se ha intentado, sin embargo, en varias ocasiones, antes y después de la ley de 1857, apelar al aprendizaje. Algunos aspirantes, al menos bajo distintos nombres (desde 1857 bajo el de auxiliares), tenían, y tienen aún en ciertas escuelas, que comenzar por practicar la enseñanza antes de obtener cátedra de número.
A primera vista, la idea de que un hombre joven se ejercite en su oficio gradualmente, bajo la dirección de sus maestros y ante la facultad, sea, primero, sustituyendo a éstos en sus cátedras; sea, más tarde, encargándose de secciones permanentes o de las vacantes, y preparándose de este modo, si el claustro lo halla digno de ello, a la plenitud de las funciones docentes, parece que nada tiene de extraño, y hasta recuerda un poco la jerarquía alemana.
En la realidad, el procedimiento ha solido ser deplorable. Ante todo, porque en la disgregación atomística de nuestra vida universitaria jamás ha existido, probablemente, semejante dirección pedagógica de los auxiliares por los claustros, ni estudios para ello, ni nada que se le parezca, sino que quedan abandonados a sus propias fuerzas. El régimen de la sustitución de los catedráticos en sus faltas por ausencia, enfermedad, etc., durante pocos días (a veces hasta por un ¡uno solo!); suplencia desconocida en casi todos los principales países es, además, incompatible con toda enseñanza, no digamos científica, sino personal. De seguro, y, por desgracia, el primer advenedizo, con cierta preparación superficial, es capaz de coger el programa del catedrático y el texto y explicar mecánicamente la lección «que toca», si es que no la toma a los alumnos. Pero ¿qué clase de enseñanza «superior» ni inferior puede ser ésta?
Por otra parte, a lo mejor un mismo auxiliar tan pronto tiene que ir uno o dos días a «explicar» griego, como árabe, en una facultad; ya Botánica, ya Geología, en otra; y esta rotación, que le impide especializar, le obliga a mantener un nivel elemental, propio casi del bachillerato, en todo el grupo de estudios, a veces bien heterogéneos, que le está confiado. La frecuente inferioridad de las lecciones del auxiliar respecto de las del numerario, ocasiona fácilmente, con el desprestigio de su enseñanza efímera, una enervación de la disciplina, que la inexperiencia aumenta y que trasciende a menudo al orden material. Los claustros, cuyo beneplácito ha solido ser requisito esencial para la promoción del auxiliar a numerario, bien pocas veces se lo negaban, sin comprender su inmoralidad, por sentimientos puramente de interés personal y nepotismo privado ilegítimos, explicables entre compañeros allí donde lo amortiguado de la conciencia corporativa en nuestro individualismo africano se asocia a lo amortiguado con el interés público, pero contrarios a este mismo interés público. No implica, en verdad, esto, que en ocasiones, profesores que por este camino, tan inadecuado y tortuoso, y de mera apariencia han llegado a sus cátedras titulares, en nada desmerezcan respecto de sus colegas procedentes de la oposición, y aun aventajen a muchos de éstos. Es asunto de casualidad.
El salario de los profesores -se ha dicho- es por extremo insuficiente. Sin discutir si, no ya para una familia, mas ni para un individuo solo, de las clases sociales en que el profesorado, generalmente, se recluta, alcanza a satisfacer las necesidades del nivel medio de esa vida; y no se diga de las peculiares de esta profesión (libros y demás instrumentos de trabajo, viajes de estudio, excursiones, gastos de ciertas investigaciones, etc.), basta la experiencia para resolver la cuestión. Pues, con efecto, el profesor que carezca de fortuna personal es sumamente raro (y más aún si tiene familia) que no tenga que buscar un suplemento fuera de la cátedra, y las más veces, del trabajo científico, entre nosotros casi nunca bien remunerado, con menoscabo del servicio de su fin, ya en el ejercicio privado de la medicina, la abogacía u otras profesiones análogas; ya en negocios de industria y comercio; ya en empleos particulares; ya alternando en su vida periódicamente el desempeño de la cátedra y el de otros cargos públicos mejor remunerados, donde, como decía uno de ellos, «poder comer caliente alguna temporada».
Claro está que, cuando el profesor es un joven recién salido de las aulas que, indistintamente, lo mismo que ha hecho oposiciones a cátedras de medicina o derecho, las hubiera hecho a una plaza de médico de baños o a una notaría, y cayó sobre la cátedra, por tenerla entonces más a mano, contar con mejores recomendaciones o figurársela quizá buena base para otros provechos; o cuando por presión sobre sus alumnos, más o menos directa -como si desgraciadamente no bastase con la inevitable que trae el examen- obtiene aquel suplemento de presupuesto del monopolio de un texto, quizá, además, voluminoso y caro, y, por lo mismo, doblemente funesto; o cuando con frecuencia falta a clase, o aunque asista, no hace en ella sino «llenar» (a lo sumo) su hora u hora y cuarto de cualquier modo... en esos y otros casos semejantes, esa retribución, lejos de ser exigua, es escandalosa.
Piensa hoy la opinión -no se revela ahora aquí ningún misterio; a qué hacer remilgos ni aspavientos- que tales deplorables casos no son rarísimos; y a esta idea, justa o temeraria, se debe quizá su repugnancia a aumentar la retribución de un servicio, que, hecho de cualquier modo, mecánicamente, cuando se hace, deja libre, aun siendo diario, casi todas las horas del día. Ante la masa de estos profesores audaces y haraganes, no ve esa opinión el tiempo gastado en el estudio, en el laboratorio, en el archivo, en la excursión de geología, en el campo, en la clínica, donde consume quizá el profesor, no sólo todo su tiempo útil, sino que hasta suma en ocasiones el de su descanso; no llegan a ella fácilmente el resultado de la investigación ni el descubrimiento, salvo en casos individuales muy eminentes y de relieve internacional, como el de Cajal, verbigracia.
De todos modos, no experimenta análoga repugnancia (teóricamente, al menos) por mejorar las dotaciones del magisterio primario, el cual (oficialmente) invierte en su escuela casi todas las horas útiles, o más. Bien claro se advierte que un cambio rápido de la opinión general respecto del profesorado universitario, no ha de esperarse sólo, ni siquiera en primer término, de que se eleve el valor interno medio de sus servicios, pues éste es difícil que lo aprecie la masa de nuestra sociedad en largo tiempo, sino de que aumente la cantidad de ellos. Quizá se concedería con menos desconfianza una mayor retribución a profesores que trabajasen dentro de la universidad, a la vista de muchos, muchas horas (según por otra parte acontece en otros países, verbigracia, en los Estados Unidos); como el pintor en su taller, el escritor sobre sus cuartillas, o el industrial en su fábrica; en vez de repartir su tiempo de labor, si es hombre de vocación y conciencia, entre la clase y sus estudios, hechos en el retiro de su casa; o por otro lado, si es un hombre desaprensivo, entre su clase y el bufete, la clínica particular, una administración de fincas, la bolsa, o una tienda de comestibles.
Téngase en cuenta que, por muy alta que pongamos la función del magisterio -y si queremos volver a ser nación, no haremos otra cosa- no la arrancaremos de la tierra y de las condiciones que hoy regulan en el sistema económico actual, la demanda de los servicios personales, desde el profesor, el sacerdote, el médico, el artista, al más humilde jornalero. Gran cosa es la vocación. Ella puede triunfar de la adversidad, de la persecución, de la adulación, de la miseria; pero si el Estado cuenta con que de cada pastor le va a salir un Sixto V, y de cada artesano un Espinosa, fácil es que se exponga a no recoger para dirigir la educación nacional, aparte unas cuantas personalidades excéntricas, más que el desecho de las restantes profesionales sociales. No sería imposible que ya ahora estuviésemos tocando en España a ese límite. Francia y Alemania dicen que le anda cerca, en cuanto al magisterio primario, cuyo sueldo mínimo, no obstante, ya lo quisieran aquí para máximo cuatro quintos de sus compañeros. Para evitarlo en las facultades, se apresuró Inglaterra hace años, a aumentar considerablemente el sueldo de sus profesores, que, aun así, halla aquel país mezquino. Por ahora, tranquilícese el contribuyente: no es de temer entre nosotros semejante despilfarro.
Uno de los problemas de nuestra vida universitaria, hoy más en crisis, y cuya solución se pide a todas horas, es el de la disciplina. Cuando se observa la frecuencia de las asonadas y motines que perturban la normalidad de los estudios; o cuando se ve desconocida la autoridad de un profesor respetado y aun en ocasiones eminente, por sus propios alumnos, en su clase, todo el mundo con razón se preocupa y se suscitan diversas ideas y sentimientos, dentro como fuera de la universidad. Para unos, esas perturbaciones son en cierto modo fenómeno natural de todos los tiempos y países, fruto de la combinación de estos dos elementos: la vehemencia de la edad juvenil y la barbarie de toda muchedumbre; por lo cual ha ocurrido en todo tiempo y ocurre en las universidades más nombradas. Y así es sin duda.
Aun en los pueblos más adelantados, donde, por tanto, ha adquirido mayor libertad y dominio de sí mismo el hombre, lleva éste poco tiempo todavía de educación moral y refinamiento, y está muy cerca dé la vida impulsiva prehistórica. No es esto, pues, propio de estudiantes, ni un fenómeno peculiar de nuestra vida universitaria; ni habría para qué mencionarlo en esta ocasión. Si se menciona, es porque esos motines presentan entre nosotros con frecuencia una característica diferencial propia, a saber: que la mayor parte van expresamente dirigidos contra el trabajo. Es decir: un tumulto estudiantil, verbigracia, de carácter político, puede traer consigo, y trae casi siempre, una suspensión más o menos pasajera de las clases. Pero es que en los nuestros, en sus nueve décimas partes, lo que constituye principalmente su fin, es esa suspensión, por sí misma, o bien que no haya que hacer tales o cuales estudios o tales o cuales exámenes: menos mal cuando piden esto último, con tal de que pidiesen a la vez mayores medios para aprovechar la enseñanza y acreditar ese aprovechamiento.
Varias causas cabe señalar de este hecho. Sin duda es una de ellas la falta de intimidad entre el profesor y el alumno, separados aún por la concepción dominante de sus funciones respectivas, donde el segundo no es un colaborador activo de la obra común, sino un sujeto pasivo, al cual toca recibir las enseñanzas que se le dan de lo alto de la cátedra, retenerlas y repetirlas allá en su día, cuando se le pregunte por ellas. Los gobiernos que, por toda clase de sucesos, y, a veces, los más frívolos, cierran la universidad, favorecen este mismo espíritu de frivolidad y de holganza, sin perjuicio de poner el grito en el cielo cuando la iniciativa de la holganza parte de los estudiantes.
La atmósfera general de indiferencia por las cosas que tocan a la educación nacional con el escepticismo desgraciadamente justificado en más de una ocasión, en cuanto al provecho que pueda sacarse de ella, reducen considerablemente la presión social, que obra siempre sobre la juventud con fuerza incomparable. Los profesores, a veces por falta de vocación, o de la «satisfacción interior» consabida, o por la idea que nuestra organización les sugiere de que sus deberes terminan con explicar a sus discípulos lo necesario para el examen, en que allá se las verán unos y otros, sin «entrometerse» a educarlos, esto es, a formar en ellos hábitos de trabajo, interés y amor por las cosas intelectuales, como un fin racional que son para el espíritu, o al menos como una gimnástica formal de éste, o como un factor de su cultura, o como una fuerza para su porvenir en la lucha de la vida, o siquiera como un placer, un goce, un recreo, auxilian sin quererlo ese tedio, que la mayoría de la juventud siente por la mayoría de sus clases obligatorias. Ese tedio difícilmente nace en aquellas otras que elige libremente y donde, por el contrario, trabaja con más o menos intensidad, al lado, a veces, de un profesor menos capaz y de menos saber que los que en las otras, sin embargo, te aburren.
El punto doloroso, de donde todo arranca, se comprende bien cuál es: el examen. Ya se ha hablado de sus inconvenientes; aquí sólo toca indicar su pésimo influjo sobre la disciplina; tanto más, cuanto que frecuentemente se piensa y oye decir lo contrario: que, sin exámenes, ni aún este resto de disciplina podría mantenerse. Nada más erróneo. Sin duda, la expectativa del examen sostiene en el alumno el temor al juez, de quien puede depender la prolongación de su carrera. Pero este temor:
1.º Es funesto, de un lado, porque perturba las relaciones personales de maestro y discípulo, que versan sobre el trabajo y el estudio, y son, por tanto, de solidaridad y de cooperación, mezclándoles un elemento de reserva y aun de hostilidad; de otro, porque pervierte, a la par, el espíritu del estudio, que ya no se dirige aquí a enterarse de aquello que, por sí mismo, nos interesa saber del mejor modo, sino aprender lo que para el fin del examen importa, sin preocuparnos de si en realidad ello es de suyo tal como lo aprendemos, ni de si es o no interesante, ahogando toda tendencia a formarnos ideas objetivas y personales de las cosas que, fácilmente, propendemos a posponer a las opiniones del juez por desacertadas que a veces nos parezcan; tanto más, cuanto que una experiencia triste enseña que el juez es muchas veces... No hay que decir, además, hasta qué punto desmoraliza al alumno esta situación.
Cierto que, suprimido el examen, no por esto el juicio del maestro deja de tener influjo en la carrera del discípulo, y aun en su porvenir. Pero de juicios de esta clase, formados lentamente, merced a una constante comunicación durante cierto tiempo, por lo menos, verbigracia, un curso, dependemos todos en la vida, y no por esto ejercen sobre nosotros todos esa acción depresiva y esa tentación a servilismo, en que es más fácil caer en un momento de apremio, como en el del examen, que durante una serie de meses pasados en una serena familiaridad de maestro y discípulo.
2.º Mientras ha imperado el antiguo concepto, que se podría llamar autoritario, del profesor, y, en general, de toda función directiva social, estos sentimientos de temor y esperanza al premio y al castigo, juntos con la incomunicación y la distancia majestuosa entre el discípulo y el maestro, visto allá en una especie de Sinaí, reforzado por determinadas condiciones ceremoniales, han podido contribuir, quizá, a mantener, al menos, cierta subordinación material y exterior. Hoy día, y menos en los pueblos que, como el nuestro, aun se hallan en medio de la crisis revolucionaria, esos recursos van perdiendo, más y más, su eficacia bajo el imperio de ideas y sentimientos que tienden, no ciertamente (como parece y se dice), a destruir toda autoridad, sino a darle un valor real, no legal; interno, no aparente; flexible, no uniforme y rígido; en suma, a transformarla y espiritualizarla.
Nada revela mejor esta situación que la presente crisis de la disciplina académica. Aun suponiendo (contra las ideas jurídicas reinantes) que una corporación, como la universidad, poseyese hoy verdadera potestad penal, como la que tiene el Estado, o como la que ella misma ejerció en otro tiempo, no ya de mera corrección disciplinaria (sobre la cual, por cierto, hoy también se cuestiona), no se ve bien congruencia alguna entre la naturaleza de las faltas de disciplina y las actuales penas que se les impone. El alumno, cuya conducta llega a ser una perturbación en la vida de la universidad; o aquel, quizá, cuya conducta inmoral fuera de ella alcanza gravedad para esto, se comprende que sea excluido de la corporación; pero no que deje de ser examinado y aprobado si sabe lo necesario, pues el examen no ha sido establecido sino para cerciorarse de esto, y no para «premiar» ni «castigar» la buena o mala conducta. En cuanto al famoso recurso de «dar por explicadas» tales o cuales lecciones, supone mucha inocencia creer que un alumno de la universidad es enteramente incapaz de hallar otro medio alguno para averiguar las misteriosas respuestas a los arcanos del programa allá en su día. Y esto lo piensan hasta muchos profesores que explican su propio texto impreso y al alcance de todos.
La cuestión es todavía más profunda. Si aplicamos a ella los principios jurídicos que han ido privando de su antiguo poder penal a todas las instituciones consagradas a fines especiales, quizá vendríamos, sin violencia, a la conclusión de que, si la universidad puede expulsar de su seno a sus alumnos, como cualquiera corporación o asociación para fines intelectuales, industriales, etc., no puede imponerles, propiamente, penas. Ahora, si, enteramente en otro sentido, nos obstinásemos en dar este nombre a toda acción correccional, no cabe negar a la universidad, como organismo ético que enlaza a sus miembros, para llevar al más alto grado posible su educación general y profesional, juntamente, los medios para dirigir y corregir, por tanto, la formación de la juventud que le está por la nación confiada. Sólo que estos medios no son penas. Ni un consejo, por más o menos sugestivo, y aun imperativo, que sea, es una pena (nadie lo comparará, verbigracia, con una multa de derechos dobles o con la pérdida de curso); ni cabe acción educativa, y menos de educación correccional, sin transformar la situación en que hoy se hallan el profesorado y los estudiantes, de relaciones puramente exteriores, sin otra comunicación que el contacto efímero de la clase, insuficiente para llegar, en el discípulo, a la raíz viva, de donde sólo cabe esperar toda mejora. La educación para la disciplina pide otra intimidad. Sólo en ella puede el espíritu joven abrirse a la afectuosa guía del maestro, que pone a su servicio su mayor experiencia para ayudarle a resolver, con sus dificultades en el trabajo, sus problemas personales de estudios, de carrera profesional, de conducta, de vida.
Todo lo anterior viene a parar a una conclusión, desconsoladora, probablemente, para muchos: que para la disciplina no sirven reglamentos ni hay recetas. Ni siquiera puede decirse que depende, tanto de un sentimiento del deber, a que el hombre de honor sujeta su vida (y cuya conciencia nos aviva, en caso necesario, el Código), como de aquella disposición del espíritu que halla en su obra un atractivo, un interés, que le mueve a ponerse por entero en ella sin sentir el esfuerzo, o, si acaso, sintiéndolo como un nuevo placer. Asonadas y motines para pedir vacaciones son posibles donde el estudio y la clase constituyen una tarea enojosa; a veces tan enojosa para el maestro como para el discípulo, con el natural influjo de esta disposición de ánimo; no cuando son un goce, donde la vocación se complace, aun sin pensar en el honrado servicio público que uno y otro prestan en ello. Se suele oír, con demasiada frecuencia, que la juventud no es amiga del estudio. La experiencia nos la muestra a cada instante (en su estado normal, mientras no está desmoralizada por el vicio) trabajando, leyendo, estudiando con afán, horas y horas.... pero sólo las cosas que le llegan adentro.

- III -
Qué debe ser la universidad española en el porvenir

I. La universidad contemporánea
El concepto «Universidad» no es una idea absoluta que pueda, especulativamente, construirse; un factor eterno, indispensable, de la vida social; sino un concepto histórico. Sólo apelando a la historia, cabe, pues, definirlo. Y, al igual de toda cosa histórica, no es sino una forma peculiar de cumplirse en ciertas sociedades tal o cual función permanente, que, como todas, admite soluciones muy distintas, según la condición de los tiempos. ¿Cuál es aquí esa función? Desde un principio hallamos, más o menos vagamente, condensadas en las universidades, y en proporciones diferentes, la investigación científica; la elaboración de la verdad así adquirida; su incorporación en el sistema de su cultura general; la transmisión y difusión de esta cultura, de sus puntos de vista, sus sentimientos, sus ideales, mediante la enseñanza; la educación moral de la juventud; su preparación para ciertas profesiones, con otras funciones que de aquí se siguen.
La historia, merced al análisis de los caracteres constantes de la vida humana, como por su parte la idea nos muestran al par, que estas funciones sociales constantes aunque en grados de evolución muy diversos, las hallamos en todas las sociedades, por salvajes y primitivas que sean. Todas aspiran a darse cuenta de las cosas que las rodean -y aun más allá- de un modo más espontáneo, o más reflexivo, pero siempre tan intensamente como se lo permiten sus condiciones: todas se asimilan los resultados de la producción anterior; todas se elaboran una cultura; en todas las generaciones antiguas, los padres, los mayores, educan a las nuevas generaciones.
Pero no en todas hay universidades. Como instituciones sociales que son, siguen la misma ley que las demás a saber: nacen cuando el desarrollo de la vida en cada orden llega a reclamar, no sólo una división del trabajo para aquel determinado fin, sino la agrupación en un núcleo más o menos complejo de las fuerzas así diferenciadas. Así, la forma de la actividad, del órgano para ella, del producto, es diferente, y muy otra, por ejemplo, en el antiguo Egipto, que en Atenas, en Alejandría, en Roma, en Constantinopla, en Cairwin, en Córdoba, en París, en Alcalá. Y cuando la Edad Media cristiana llegó a sentir con viveza el afán por intensificar, promover una cultura que ya no cabía en los claustros y pedía el concurso de agentes ad hoc, más especiales y complejos, fueron germinando y condensándose aquí y allá para atender a aquellos fines, en cada nación a su modo y al compás de los tiempos. El espíritu gremial de las clases civiles, tan enérgico ya en el siglo XII, presta sus formas a estos grupos, según van siendo más ricas su vida y sus funciones, y mayor, por tanto, su necesidad de una estructura cada vez también más complicada Y así nació la universidad en todas partes: en Italia, en Francia, en España, en Inglaterra, en Alemania; al par con sus raíces locales y su tipo internacional (Studium generale): como una de tantas corporaciones civiles (universitas), ya de maestros (París), ya de estudiantes (Bolonia), ya tal vez conjuntamente de unos y otros (Salamanca), para aquel fin de cultivar los estudios y su enseñanza, coronando la educación nacional.
El nombre universidad no siempre tiene luego este sentido de corporación particular. Ya se ha dicho cómo la Universidad de Francia, creación napoleónica, que en parte subsiste todavía en el fondo de las universidades recientemente restauradas allí en aquel país, era la corporación nacional y única de todos los institutos de enseñanza, cualquiera que fuese su grado, organizada como una rama de la administración pública, bajo la suprema autoridad del ministro (gran maestre), y la inmediata de sus delegados, los rectores, que lo son a la vez de las universidades y de las respectivas circunscripciones territoriales (academias). En muy otro sentido, la concepción de Krause, que en nuestro país han hecho popular el Derecho Natural, de Ahrens, y el Ideal de la Humanidad, de Sanz del Río -con ciertas interesantes diferencias entre ambos, que ahora no es ocasión de indicar-, atribuye también el nombre de universidad al organismo nacional, no sólo de las funciones docentes, sino de toda la actividad científica que, a más de la enseñanza, abraza la investigación y la conservación a que corresponden, quizá, el laboratorio, en el amplio sentido, y sin quizá, la biblioteca. Y aun más, que por esta diversidad de contenido se distingue de aquélla en la sustantividad que reconoce a su fin y su consiguiente autarquía e independencia respecto del Estado. Pero, en los tiempos actuales, la universidad se concibe en el sistema de la educación como el último grado de una jerarquía adaptada a la evolución del individuo, desde sus primeros momentos a su estado adulto.
De esta nota se ha querido, a veces, derivar dos ideas, bastante en curso aún. Es la primera, que el alumno universitario es el único que en su enseñanza despliega carácter activo, investigativo, heurístico; mientras que los demás «reciben», se suele decir, el conocimiento «hecho»; idea que no es completamente exacta, ni convendría que lo fuese: 1.º, porque los métodos de enseñanza tienden, cada vez más, a expulsar de la educación todo dogmatismo y aprendizaje pasivo, aun antes de la escuela de párvulos (donde precisamente esa tendencia es una de las que representa Fröbel), a provocar la personalidad del educando, guiándola y dirigiéndola, sin duda, pero sólo a fin de que descubra por sí, hasta donde quepa y en el límite propio de su edad, cómo son las cosas que aspiramos a darle a conocer, con las naturales consecuencias de este principio en el resto de su educación. ¿Qué significa, si no, la intuición pestalozziana? ¿Se la ha creído nunca peculiar de la universidad? 2.º Porque a su vez, en todas partes, falta aún no poco para que de la enseñanza universitaria se destierre todo dogmatismo. Y entre nosotros, no digamos. Precisamente nuestros gobiernos (volviendo la espalda a la historia) han proclamado más de una vez, y hasta con formas imponentes, que a la universidad no va el estudiante más que a enterarse de las verdades consagradas y aceptarlas, a obtener esa «ciencia hecha», huyendo de novedades peligrosas.
No es, pues, exacto, que sólo el alumno de la universidad es el que deba estudiar por sí mismo las cosas, en vez de aprender su descripción verbal o la idea que de ellas le dan el libro o el maestro. Lo que tal vez ha podido extraviar es que en la universidad la enseñanza aspira, no sólo a ser intuitiva y personal, sino a dar un paso más, a ser científica, merced a procedimientos que le aseguren, no la certeza usual mediata, que basta a todo hombre (incluso al científico mismo fuera de su especialidad como tal) y que descansa en bases presupuestas (verbigracia: el valor del testimonio de los sentidos), sino aquella certeza que camina siempre con su objeto sistemáticamente, sin dejarse atrás nada en suspenso ni apoyarse en hipótesis.
Con esta preocupación se enlaza otra de muy hondos alcances. Como, en el orden del conocimiento, es la ciencia -en su idea- el saber perfecto en que se dan todas las condiciones de aquél y más allá del cual no se concibe otro grado aun, siendo, por relación al pensar y saber usual, relativo y común, el superior; y como, por otra parte, vivimos aún bajo el predominio de la inteligencia («el espíritu es idea y pensamiento»), esta superioridad real y efectiva de la ciencia, en su esfera, suele llevársela a rastras, deformándola, a todas, y estimarla como lo primero y fundamental en el hombre, con postergación de todo lo demás y su cultivo, confiando en que eso de más y la vida misma entera se nos dará por añadidura. Y así la función del profesor de ciencia, del universitario, es de suyo, por ministerio de las cosas, por derecho divino, superior a todas las demás funciones. «Para maestro primario, ¿quién no sirve?», se dice. Sin reparar en que, mientras no se ha llegado a poner en la escuela otra misión que la enseñanza mecánica de masas numerosas en las «primeras letras», por el ansia moderna de ese mínimo de cultura despertada en gran parte por la imprenta, las exigencias cualitativas de la obra y del obrero -¡y no digamos el presupuesto!- han tenido que estrecharse hasta rayar en la miseria.
Pero a compás que esa concepción se ha ido ensanchando, ahondando, transformando en esta otra, que la escuela, esa escuela primaria, la del pobre, la del pueblo, la de todos, tiene que tomar sobre sí la dirección de la evolución individual, de la formación íntegra del hombre, no reducirse a los informes y noticias más indispensables para no quedarse fuera de su tiempo, ni a adaptarlo a éste, y menos a hostigar su memoria, sino despertar y orientar e intensificar las potencias todas de su ser, ya las cosas toman otro aire. Por alta que la obra del científico sea, como en otro sentido la del sacerdote, o el artista, o el gobernante político, no lo es menos la cura de almas -o más bien, de almas y cuerpos- que al maestro encomendamos y de que pende, en realidad, y no por obra de charlatanes y retóricos, que se ven obligados ya, al menos, a injertar el tópico en sus arias tonantes o melosas, la cultura del espíritu nacional, la purificación de su moralidad, la nobleza de sus gustos, el refinamiento de sus costumbres, la elevación del ideal y hasta la salud material de la raza. El mundo contemporáneo ha comenzado a entrever la aurora de esta fuerza, que amenaza con ser la mayor energía social de nuestro tiempo, como que las pone a todas a contribución y a todas las recoge y funde en el tremendo impulso silencioso con que desde el fondo del planeta levanta poco a poco las montañas -Hegel, allá en su alta cátedra; Pasteur, en su laboratorio, hacen su obra; Pestalozzi, la suya-. Tal para cual, y gracias. Cada uno va por su lado; son caminos, cosas diferentes; no grados -fines distintos.
Ante este nuevo orden de cosas no hay, pues, jerarquía: es decir, hay la jerarquía fundada en la superioridad accidental de las personas -jerarquía, por otra parte, no de prepotencia, sino de mayor responsabilidad y servicio-. Precisamente este es uno de los conflictos. La crisis que perturbó las antiguas escalas, fue la creación de la Escuela Normal, por Montesinos, poco después ya decaída en su actual mísero estado. Entonces comenzó a dejar de ser el maestro primario un artesano más: si los medios para su formación, la organización de sus funciones y su retribución hubieran respondido al movimiento aquí, como en otras partes.
En el organismo de la educación hay dos órdenes: el de la educación general y el de la profesional. Ambas constituyen una serie de grados: en aquélla, desde el niño al adulto; en la segunda, verbigracia: desde el oficio manual más sencillo al del ingeniero. Ahora bien, en la universidad contemporánea parece como que se reúnen ambas series. No hay elemento de la cultura general ni profesión alguna que en ella no aspire -más y más cada día- a estar representado; su función, con respecto a los restantes órdenes, es investigar sus principios científicos, y construirlos, no sólo en una enciclopedia intelectual donde se penetren en mutua relación, sino en un instituto social de conocimiento y vida, donde toda actividad humana, diferenciada en una profesión específica, halle el grado superior de su aprendizaje. Por esto, la idea de excluir de la universidad los nuevos oficios que la civilización va creando para atender a las nuevas necesidades, por científicos que sus estudios sean, ateniéndose a la tradición de nuestras facultades clásicas antiguas (idea que es lamentable haya triunfado en el proyecto de ley de autonomía), no está acorde con la elasticidad que estos institutos siempre han sabido tener, como todos los que resisten a las oleadas de la vida, para acomodarse a los tiempos. Recuérdese que, al principio, ninguna universidad tenía todas las facultades. Bolonia, sólo Derecho; París, Teología y Artes. Según Davidson (¿y Denifle?), Oxford y Nápoles fueron las primeras que tuvieron cuatro facultades. Y la de Farmacia es bien reciente y sólo nuestra. Con razón, pues, las universidades contemporáneas han sabido seguir este mismo camino; las más, incorporándose las escuelas de ingenieros; otras, creando para estas ramas verdaderas facultades; otras, incluyendo en las facultades de la presuntuosamente llamada «ciencia pura», estudios tan de aplicación como la física industrial, la agronomía o la fabricación de la cerveza.
Estas instituciones, como todas, cuando están sanas, responden a las necesidades de la vida en el medio social donde se desenvuelven, y siempre, sanas o enfermas, al estado general del espíritu, contra el cual no pueden luchar en ese medio, hasta que en él se inicia una corriente favorable al buen camino; por débil que sea, ya con su ayuda podrán hacer algo. Así, cada nación ha tenido y tiene hoy sus universidades, concebidas y organizadas a su modo y cuya historia participa de las vicisitudes generales de su civilización. En nada, quizá, aparecen tanto estas vicisitudes, como en lo que toca a la base de su existencia y personalidad.
Las universidades francesas, alemanas, dos de las belgas, la de Portugal, las de la América latina, algunas de las anglo americanas, son instituciones de Estado; pero ¡con qué divergencias! En Alemania, la universidad es casi autónoma en lo que toca a sus fines científicos e internos; Italia y Francia comienzan a entrar por este camino; en los Estados Unidos lo es enteramente; en Portugal y en España casi para nada. Las universidades inglesas, la mayoría de las angloamericanas, dos -sin contar la nueva- de las belgas, son independientes del Estado; unas veces son antiguas fundaciones; otras, obra de compañías de accionistas; otras reciben alguna subvención y alguna intervención consiguiente, sea del Estado, sea de corporaciones locales. En cuanto a la religión, son las más neutrales: la de Lovaina, la católica de Washington, los ensayos más o menos imperfectos de Francia y aun de España, confesionales y puramente católicos. Las más, comprenden las facultades clásicas; otras, sólo algunas de ellas; otras se extienden a las escuelas de ingeniería, comercio, artes, etc., y las hay que sólo a estos grupos llaman facultades, dando el nombre de escuelas a la medicina y al derecho, y aun a la teología, considerada como instituto de preparación profesional para la carrera eclesiástica. Con otras muchas variantes en múltiples aspectos.
Pero si en la Edad Media pudieron todas ellas presentar ciertos caracteres comunes que las convirtió en institutos internacionales de la cristiandad -dejando aparte las musulmanas- en nuestro tiempo, donde las acciones y reacciones entre los pueblos son infinitamente más rápidas, más íntimas y enérgicas, ofrecen análoga homogeneidad, muy especialmente en cuanto a la misión que les corresponde; homogeneidad que se advierte, más que en la unidad de principios definidos, en la convergencia de las corrientes que, partiendo de distintos orígenes, parece que vienen a confluir a la elaboración de un nuevo concepto, vago todavía, pero que representará uno de los momentos quizá más influyentes en la historia de estos institutos.
Oscilan éstos todavía hoy, quizá, alrededor de tres principales tipos, que hace algún tiempo parece que empiezan a originar otros, que van ya aspirando a fundirlos mediante una crisis, cuya resolución sólo cabe prever en líneas generales: el tipo alemán, el tipo inglés y el latino.
1. El tipo alemán es propio del imperio germánico, de Austria-Hungría, la Suiza alemana y los pueblos escandinavos; su forma más pura, Heidelberg, Jena, Berlín. Rusia aspira a separarse, en parte, de este tipo, al cual pertenecían sus universidades del Báltico (Dorpat y Rostock), hoy rusificadas.
2. El tipo británico se presenta puro, como en Oxford y Cambridge, o modificado ya más a la latina, y a la alemana, en Escocia, en Irlanda y en las nuevas universidades; verbigracia, de Manchester, de Gales o Londres, en las colonias y en Estados Unidos.
3. El tipo latino domina en Francia, Bélgica, la Suiza y la América latinas, Italia, Portugal y España.
La universidad alemana tiene por fin capital la investigación de la ciencia y la educación de los científicos, fin al que se subordina todo fin profesional de otra índole, del cual procuran desembarazarse por el examen de Estado. La universidad inglesa (la más evolutiva quizá) se propone la educación general superior de sus alumnos en los varios órdenes de la vida, y sólo como el primero de éstos (teóricamente), su cultura y aun educación en el conocimiento; pero, quizá más bien meramente intelectual, que propiamente científica. La universidad latina, que tal vez ha roto más bruscamente con la historia, parece, sin embargo, la más estrictamente profesional, esto es, destinada a la preparación para aquellas carreras que, desde la creación de las universidades, se vienen estudiando en éstas; por más que en muchas de este grupo ha desaparecido la teología confesional o positiva, sea católica, sea protestante, reservada en los pueblos latinos, por lo común, a los seminarios.
Si los nombres y las ideas a ellos unidas no fuesen excesivos, y, por tanto, inexactos, se podría decir que la universidad alemana es, ante todo, una institución científica; la inglesa, educativa; la latina, profesional. Pero formar científicos equivale a educarlos, aunque sea tan sólo para su especialidad, como tales; Oxford y Cambridge, además -los tipos puros británicos-, toman a agravio cuando se les discute su vocación científica; y no digamos cuando se moteja a su enseñanza, no sin razón quizá, de diletantismo; y los pueblos latinos difícilmente se resignan -como no sea el nuestro- a limitar la función de sus universidades a una preparación para los diplomas, cerrándose a toda investigación desinteresada o desentendida de dicho objeto. En cuanto a nosotros, ya hemos visto que a esta tendencia, en rigor, obedece (al menos teóricamente) el doctorado. Lo que sí puede decirse, es que en cada grupo predomina una de estas direcciones sobre las demás. En las universidades de los otros pueblos la mezcla es más visible. Ésta era la situación hasta hace algunos años -quizá hasta el último tercio del siglo.
Ahora, ya se ha indicado que estos rasgos diferenciales parece que comienzan a atenuarse, merced a un proceso complejo de asimilación y fusión, estimulado, ya por la evolución de las ideas pedagógicas, que desde la escuela ascienden a la universidad; ya por otras ideas, necesidades y movimientos del espíritu contemporáneo, atento a las nuevas exigencias sociales de la vida; ya hasta por el influjo de causas exteriores, entre las cuales tal vez deban ser incluidas las constitución y prestigios del imperio alemán, el enorme desarrollo de Inglaterra y la reacción de Estados Unidos sobre la vida europea y su creciente influjo en la comunión universal científica.
Así, conserva todavía el predominio en cada grupo la antigua concepción nacional que en él se moldeaba; pero cada uno, como que tiende a apropiarse los elementos de los demás, compensando su limitación y aproximándose cada vez más a ellos. La universidad alemana, y más aún la francesa, tienden a desenvolver la función general educativa, física, estética, moral, de acción social, integral; en suma, característica de Inglaterra; y ésta, a fortalecer su elemento intelectual, multiplicando de día en día los medios de trabajo propiamente científicos con el afán que se muestra en la creación de las nuevas Universidades de Londres, Manchester, Liverpool, etc.
Lo que en todas partes parece, en cambio, disminuir, es el valor de la preparación puramente profesional, acercándose en esto a la concepción alemana, que pretende, sobre todo, formar científicos, a los cuales les será dado todo lo demás por añadidura. En Francia, desde los primeros momentos de su profunda, discreta y bien entendida reforma de la enseñanza superior, la preocupación por el examen de aptitud para el ejercicio de las profesiones reglamentadas ha ido retrocediendo y amortiguándose; y la consigna de sus publicistas, pedagogos, científicos, legisladores, gobiernos, ha sido restringirla hasta el último extremo y atribuir a las universidades, como su primera función, la científica. La Universidad de Worcester es, más que nada, un sistema de seminarios y laboratorios. La última universidad latina (la Nueva de Bruselas), el Instituto Católico de París, tienden a ser casi exclusivamente centros de estudios superiores, acompañados a veces de cursos de propaganda intelectual y social casi en el tipo de una extensión Universitaria. En Italia, la tendencia alemana domina casi en absoluto, aunque ahora comienzan algunos de sus hombres a recomendar se combine con ella el elemento inglés y el norteamericano.
En este movimiento de asimilación, he aquí lo que parece que tiende a presentar cada día más relieve:
1. Relegar la preparación para los títulos cada vez a más secundario lugar, sea desenvolviendo en todas sus consecuencias el sistema alemán de los exámenes de Estado, y dejando confiada la preparación para éstos al trabajo personal y privado de los candidatos sobre una base sólida, aunque elemental (en la cantidad), de estudios científicos; sea organizando escuelas para el aprendizaje, no meramente empírico (como el clásico inglés casi lo es todavía), sino teórico y práctico, científico y manual, en combinación con las de las respectivas profesiones, tribunales, hospitales, notarías, oficinas, talleres, escritorios, campos, fábricas, etc.
2. Reservar el primer lugar a la función propiamente científica; esto es: 1.º, a la investigación original del profesor, puesto ante todo para ello, sea por sí solo, sea con sus compañeros, sea, principalmente, y sobre todo, auxiliado y secundado por sus discípulos, cada uno de los cuales toma la parte de trabajo personal que corresponde a su grado de preparación para este fin, y a la publicación de su fruto en bien y servicio de la obra universal de la ciencia, en monografías, anales, revistas, libros; 2.º, a la formación del personal científico, esto es, de investigadores, en su aprendizaje de los métodos de indagación, auxiliando los trabajos personales elegidos por los estudiantes, adiestrados ya para esta iniciativa, pero necesitados todavía de cierta dirección; 3.º, a la educación de aquella parte del personal científico que se destina al profesorado, pues no es preciso ser profesor para ser investigador y hombre de ciencia, lo cual quizá en ninguna otra nación se observa mejor que en Inglaterra (Hobbes, Bacon, Newton, Locke, Bentham, los dos Mill, Darwin, Spencer), tal vez, precisamente, por el mismo tipo tradicional de sus universidades.
3. Todavía en la esfera científica, poner en relación, cada vez más íntima, en vez de la mera mecánica de coexistencia y mera yuxtaposición, los diferentes grupos de estudios, facultades, etc. A) Favoreciendo y estimulando que los alumnos de una de éstas tomen estudios de otras, aun las más opuestas, y aun obligándolos, a fin de compensar y mantener en su espíritu el equilibrio material (de la cultura) y el formal (de las facultades y tendencias); B) Estableciendo estudios comunes que reúnan en unas mismas aulas a estudiantes de varias facultades, que así se habitúan a comunicarse, aprovechando sus diversos puntos de vista sobre el objeto común de estudio (como entre nosotros también acontece; verbigracia con la química biológica, la psicología experimental, la sociología, la antropología, etc.). Este movimiento es debido: 1.º Al renacimiento del espíritu filosófico, que vuelve a buscar y construir las relaciones internas de las ciencias particulares todas, en una enciclopedia, como reacción contra el especialismo puro y simple; aunque no para acabar con él y sustituirlo con un diletantismo vago, sino para concretarlo, darle una base más profunda y traer a él alimento de todas partes; 2.º A la reacción contra la educación unilateral y el profesionalismo, despertando en el estudiante un sentido e interés universal por todo orden de conocimiento y de vida, aun el más distinto de los suyos.
Por una aplicación de este mismo principio, vemos, por un lado, subdividirse hasta lo infinito las facultades en secciones y hasta en grados particulares y por otro, llegarse a poner en cuestión la existencia de las facultades mismas, que es llevar a lo último la subdivisión.
4. Interesarse, a más de esto, por la educación y vida general de sus estudiantes, juntando así a los caracteres de la universidad científica alemana, los de la universidad humanista inglesa, por las siguientes tendencias que hoy se advierten, y van siempre en aumento, en sentido de una educación integral y armónica de sus discípulos. a) La de todo instituto de enseñanza, sin distinción, por especial que sea, a preocuparse por la vida entera de aquellos discípulos desde su desarrollo físico, su vida material, su salud, su hospedaje, su conducta moral, sus juegos y diversiones, su participación en la acción social, su porvenir, su auxilio en los malos tiempos, etc.; b) La tendencia voluntarista, tan prominente en la psicología y pedagogía contemporánea que, por reacción al intelectualismo anterior, pone a éste en segundo término, considera como lo primero en el espíritu, la voluntad, y en la obra de la educación, su cultivo, en su objeto y fines, en su energía, en su fuerza exterior productiva y acción práctica (aparte de la importancia que, según esto, tiene para la obra misma del conocimiento); c) El movimiento de continuo avance a poner a la universidad en una estrecha intimidad cada día con las escuelas de carácter general (primarias y secundarias), que, al recibir de ellas inspiración y alimento, aprovechando el fruto de sus indagaciones, reobran en su enseñanza, extendiéndola e intensificándola por su carácter integral.
5. Como uno de los medios de esta educación total de sus alumnos, por un lado, y por otro, como una consecuencia de su concepto de institución corporativa de maestros y discípulos, llamar a éstos a participar en su gobierno, no sólo en lo que toca a la administración, sino en lo técnico y científico, donde siempre intervinieron antiguamente en España para el nombramiento de rector, decano y profesores (pues en la vida común y extrauniversitaria, continuamente hallamos verbigracia lo que dentro de la Universidad nos parecía aquí absurdo, a saber: que el discípulo, a cierta edad, pide al maestro la enseñanza que necesita, la busca y elige), ya promoviendo a la vez el espíritu de asociación entre ellos para el estudio, recreo, el mutuo auxilio, la ayuda y protección a la universidad misma, etcétera.
6. Desenvolver esta misma acción e influjo, que acaba de indicarse, con respecto a todos los institutos consagrados a la educación nacional, generales, como especiales, a) Discutiendo, elaborando y suministrándoles las bases primordiales de sus respectivos estudios. b) Recibiendo en su seno y construyéndolo como uno de sus organismos e institutos, el grado superior de cada profesión (al ingeniero, al comerciante, al artista, etc.), como tiene al abogado, al médico, al farmacéutico. c) Interviniendo en la formación del profesorado de todas clases, con lo cual no hace más que recobrar una función que tuvo la universidad en la Edad Media; los maestros mismos van hoy a las Universidades, en Inglaterra, en Suiza, en Francia, al menos para perfeccionar y completar sus estudios. Ya en Alemania se ha venido practicando de antiguo, y muy especialmente, desde Herbart; y en Estados Unidos se desarrolla este movimiento, que defienden muchos educadores, entre ellos J. Dewey.
7. Ejercer esta misma acción, no sólo dentro del sistema específicamente organizado para dicha obra, y con respecto a sus instituciones particulares, sino fuera de ellas, amplia y libremente en la sociedad general toda, dirigiendo la evolución del espíritu nacional, en concurso con las restantes fuerzas que en ella actúan, y pedagógicamente, como la más intensiva (extensión universitaria).
Para este fin, hoy cada vez más complejo: 1.º Procura llevar los resultados de la investigación que elabora, sea por escrito, sea personal y oralmente, a incorporarlos en la cultura aun de las clases más alejadas de la universidad y de elementos de instrucción; unas veces son las clases medias que, en gran parte quizá, pasaron un día por la universidad, pero apartadas a poco de ella y mecanizadas en la lucha profesional por la vida; otras, las populares y obreras, rendidas por un trabajo que absorbe más de las horas útiles del día; otras, las ricas, degradadas y secas por la ociosidad, la frivolidad y la insignificancia. 2.º Llevar hasta ellas el amor, el sentido y la técnica de la investigación científica propiamente dicha, despertando tantas energías como en beneficio y goce propio pueden venir, desde los más remotos ámbitos, a cooperar a la obra de la ciencia, que así viene a ser, más y más cada día, una obra universal, aprovechando lo grande y lo pequeño, todo cuanto puede servir a su fin. 3.º Levantar, a la vez, el alma del pueblo entero así en su parte sana como en la enferma, inmoral y pervertida, no sólo por esa propaganda y difusión intelectual, sino despertando en ella el sentido del ideal que nos emancipa de la vulgaridad y da gusto y sabor humano a la vida. Ese goce, sea de la poesía, en el arte, y en la naturaleza, del campo, los viajes y excursiones, -las colonias, los juegos y demás ejercicios (nobles) corporales -nobles, digo; no los toros y el tiro de pichón- lo lleva al alcance de todos, no con la condescendencia gratuita del superior gubernamental y benévolo para con el súbdito, inferior y distante de él en conocimiento, o en moralidad, o en fortuna, sino con la conciencia del hermano para con el hermano, que, sin acepción de personas, reparte como el sol luz y calor a unos y otros, que obra en caridad, que a la vez es rigor de justicia y pone en ello su alma entera. Y con todo, recibe harto más que lo que pone en edificación moral, paz interior, régimen de sí propio, intensificación de la persona, florecimiento ideal del espíritu.
Ni para aquí. El conocimiento de las cosas y el goce honrado de ellas, no son el hombre todo. Cultivan sólo en él la actividad contemplativa, receptiva, pasiva, si puede así decirse; la que construye el ideal, no la atlética moral, la disciplina de la acción, la rapidez en las decisiones y en el golpe de vista, la tenacidad heroica en el propósito, la prudencia en la elección de los medios, el tacto para combinarlos, el valor sereno en la contrariedad, la humanidad en la lucha, la dignidad y la humildad en la victoria.
En tal obra de educación social libre, la universidad contemporánea no se cierra en sólo iluminar y recrear las almas, sino que aprovecha esto mismo y todo, para mover a la fecundidad de una vida cada vez más eficaz, más llena de energía y buenas obras, más honda, más útil, más noble, más armoniosa. Y para que este su nuevo ministerio exterior, abierto y expansivo, sirva al par a su obra más íntima en la formación de sus propios hijos, como aprendices de esa vida, lo va tomando sobre sí en todas partes, no mediante una sola de sus fuerzas, el cuerpo docente, sino toda ella, vuelta por la realidad a la concepción orgánica española. Maestros y discípulos, a despecho de los reglamentos, se juntan al menos en medio de la sociedad, al aire libre, en un solo cuerpo y un alma, donde cada cual da su parte para el fin común; obra, por una parte, de la serenidad, de la reflexión y la experiencia, y, por otra, del brío y el empuje inicial de la idea y la honrada alegría de la vida.
Esto parece, por todas las señales, que quiere ser hoy la universidad; no sé si a tanto aspiró nunca, no lo fue en sus mejores y más espléndidos tiempos. Así, tiende a ser, no sólo una corporación de estudiantes y sabios, sino una potencia ética de la vida. Decía el ilustre Moreno Nieto que «la iglesia ha perdido en nuestra sociedad la cura de las almas y la han recogido la ciencia y la filosofía». No es exacto, ni hace falta tampoco que lo sea. Le basta a la universidad llevar su propia obra de frente, acompañada de las demás fuerzas morales. El mundo moderno es ya demasiado complejo para ser dirigido por una sola de ellas.

II. La reforma
Tal es el camino que, si las observaciones que preceden aciertan, parece que van tomando hoy las universidades. Cada una lo toma a su modo, y más o menos lentamente, según su sentido de la vida y sus medios; pero todas marchan juntas por el mismo. Y aunque el hecho histórico puede bien ser morboso, por más que tenga sus causas (la enfermedad siempre las tiene); y aunque no faltan, dentro del mismo cuerpo universitario, hombres de autoridad que piensan que nuestro más apremiante deber no es entrar más y más en Europa, sino justamente deseuropeizarnos o, por otro estilo, que debemos huir de las corrientes internacionales que hoy dominan, y de toda imitación extranjera, buscando el fondo castizo de nuestro ser y nuestra historia y cultivándolo con ahínco, no es aventurado asegurar que el rumbo que lleva la universidad en las principales naciones, concuerda no sólo con las tendencias, sino con las verdaderas necesidades de la vida actual. Pues cabe distinguir en ésta (ciertamente, no sin esfuerzo, como siempre acontece), lo sano y lo enfermo, a saber: según que representa el modo de realizarse ahora en las condiciones presentes, la evolución ascendente hacia el ideal previamente hallado como el racional para todo nuestro horizonte visible, y que, por tanto, sirve de criterio; o, por el contrario, la acción de fuerzas deprimentes que nos apartan de él y arrastran hacia abajo.
La observación de ese rumbo y la crítica de que nuestro estado, aunque someramente se ha hecho antes, parece indicar el sentido general, según el cual parece que debería orientarse la universidad española. En todo ello van implícitas sus razones. Ese sentido general, como todos, puede concretarse de modos muy diversos. Los tiempos, los recursos, el medio, el estado de la opinión y otras infinitas circunstancias, determinan los varios tipos históricos de una misma tendencia. Sin que tengamos que preocuparnos por ello, la variedad surge inevitable de suyo; así lo acreditan el origen y la evolución de las universidades mismas, con ser tan esencialmente cosmopolitas como otras creaciones coetáneas, y no menos grandiosas; verbigracia, la arquitectura ojival. Como si fuera menester otra lección más de que sólo ahondando en lo universal es como se es más individual -lo más universal es lo más individual.
La reforma, ante todo, tratándose de un instituto social, descansa sobre ciertos supuestos, sin los cuales fuera vano pedir ni esperar cosa alguna. Es el primero una disposición general favorable en el espíritu público, y aun en el de las instituciones que han de ser reformadas. Luego vienen los problemas referentes a los medios para la obra: personal adecuado, recursos materiales y otras condiciones que ya no son quizá tan importantes. ¿Existen hoy en España las principales siquiera?
Según ya se ha indicado, en cuanto a lo primero, el estado general de los ánimos, respecto de la universidad, es contrario a su actual situación. Cada día la desaprobación se acentúa, el desvío crece; con él el número de familias que envían a estudiar a sus hijos al extranjero en aquellas profesiones en que esto no compromete seriamente su porvenir, como en las llamadas «técnicas», con lo cual no pierde ciertamente la nación, ni las necesidades de su vida, aunque sí el crédito de los institutos públicos y de los que así se desentienden de ellos, y, sobre todo, lo que viene con él; y esto es lo grave: su razón de ser suficiente. Ya algún diario importante dejaba entrever que, con enviar los jóvenes fuera, podríamos cerrarlos. Pero ninguna nación que ha tomado el verdadero camino para salir de su atraso y enviar a centenares y a miles a sus jóvenes fuera, ha cerrado sus instituciones, sino que las ha fortalecido y mejorado.
¿Qué haríamos sin ellas? ¿Podrían sustituirlas los estudios universitarios organizados por las corporaciones religiosas? La experiencia ha mostrado que, juzgándolos benévolamente, lo menos que puede decirse es que no son superiores a los del Estado (ni era fácil, saliendo todos de la misma cepa), salvo en el principio de la tutela del alumno en el internado, para sus estudios y para su vida moral: principio en sí mismo sano y que, por serlo, hasta en los casos en que apenas subsiste de él una vana apariencia teórica, tranquiliza a las familias, tanto más, cuanto menos capaces son de pensar en ello. En esto, al Estado le sería difícil, pero no imposible, lograr igual confianza.
El vulgo, en general, cree que nuestra enseñanza superior es demasiado abstracta y teórica; las personas que la estudian por dentro, que es demasiado elemental, más bien superficial y libresca, asediada por la preocupación cuantitativa (casi nunca lograda, por fortuna), de recorrer todo el famoso programa de cada asignatura en el curso. Unos y otros echan de menos las prácticas en todo, desde las lenguas a la física o la geología; diciendo que, o no existen, o son casi siempre deficientes. Hasta en la medicina hay alumnos que no han disecado un cerebro ni visto un parto.
Ya se comprende, además, que la aglomeración en las clases hace imposible la dirección personal del alumno, y, a veces, hasta la simple comprobación de su asistencia; el examen, que todo lo pervierte y lo pudre, es insuficiente además como garantía del aprovechamiento de los estudios, lo mismo cuando se reduce a una vana fórmula que cuando pretende ser severo y apura sólo la memoria de una especie de duelo a muerte (académica)entre el juez y el reo, ambos a la antigua, que nunca se parecen menos a un maestro y un discípulo. La desmesurada duración de nuestras carreras, en comparación con lo corto de su aprovechamiento (en parangón con las de fuera), la indisciplina, las vacaciones frecuentes, con otras faltas que se ha procurado hacer notar, son causa de universal disgusto.
Espíritus pesimistas, impulsivos y de estructura revolucionaria, piensan si sería bueno reducir las universidades, y hasta suprimirlas todas, enviando a un gran número de estudiantes al extranjero; a los demás a sus casas a tomar oficios manuales y aguardar mejores tiempos y mayores medios para reorganizarlas, haciendo tabla rasa de sus elementos presentes, en gran parte averiados. Ningún pueblo moderno parece haber tomado en serio este camino. Los más necesitados de urgente reforma, sea en la primera enseñanza, sea en toda ella, Inglaterra, Francia y Japón, en el último tercio del siglo XIX; la Italia de ahora mismo; más en pequeño, Cuba, Puerto Rico, Filipinas, que manteníamos en tal atraso real (no obstante leyes escritas en el papel), han procurado siempre unir dos cosas: a) Crear nuevos organismos, libres de una viciosa tradición y destinados a ser, ante todo, campos experimentales de ensayos y tanteos, cuyos éxitos aplicar luego a los demás institutos. b) Aprovechar las fuerzas existentes en estos mismos, protegiendo las sanas, mejorando las enfermas y rodeándolas todas de condiciones capaces de estimularlas a una vida más robusta por más anchos caminos.
No hay ejemplo para nosotros más adecuado que el éxito de la obra de la República francesa en la primera enseñanza. A la vez que organizaba esas escuelas normales de Fontenay y Saint-Cloud, tal vez sin rival en Europa, y cuya acción ha transformado del modo más profundo (y más rápido a un tiempo) su escuela primaria, atendía a la mejora del personal existente, de su cultura, de su preparación, de sus dotaciones, de los locales escolares, del mobiliarios, de los libros, del material de enseñanza. Entre nosotros ha habido relámpagos de este mismo buen sentido; pero sólo relámpagos. No fue otra cosa el experimento de Montesinos al crear también la Escuela Normal. Más reciente y bastante análogo en todo, incluso en la hostilidad necia y natural que suscitó al principio, está el experimento del Museo Pedagógico. Esperemos que todavía no caerá como las normales.
Que dentro de la universidad actual hallan eco estas tentativas, no es dudoso. En sus publicaciones, en los congresos, en la obra viva de la cátedra, en la iniciativa para la acción social libre, fuera de las tareas académicas y aun del recinto de la universidad, se muestra de algún tiempo a esta parte que el espíritu del profesorado va poco a poco transformándose y, lo que importa más, consolidándose en núcleos de actividad enérgica que llegan ya a caracterizar algunas de nuestras universidades. Quizá en todas ellas hay señales de esta nueva vida; algunas las dan evidentes, y condiciones peculiares de localidad, combinaciones felices, acaso accidentales, han permitido ya lograr, a veces, resultados de notoria importancia.
En esta obra social no basta la acción de una de las fuerzas que en ella intervienen, ni de varias; son menester todas: el profesorado, los estudiantes, la sociedad, el Estado.
Al primero, en especial a la parte de él que se halla más dispuesto a auxiliarla eficazmente, sea por su edad, sea por las circunstancias de su formación o las de su vida, no le pide ella poco; y, sin embargo, nada menos hace falta: que condense su alma en la vocación de su fin. Esta intimidad objetiva se desbordará luego, al punto, en intimidad personal de cada uno: a) con sus compañeros, que entonces serán verdaderos colaboradores, cuya acción se compenetra y cruza, multiplicando en todos sentidos su eficacia, hoy reducida al corto resultado de una mera suma, y en que aprovechará cada cual, sin esfuerzo, el fruto logrado por los demás, ensanchando y compensando su espíritu y la propia especialidad que cultiva; b) con sus discípulos, que ya no serán para él una turba de gente extraña y semianónima, con la cual no tiene otro contacto que el de sus deberes oficiales y puramente académicos, sino una familia espiritual, cuya cura de almas le está confiada en conciencia, y cada uno de cuyos individuos tiene derecho a hallar en él dirección y auxilio, no sólo en sus estudios, sino en todos sus problemas personales, su cultura, su formación intelectual y moral, su orientación profesional y hasta de conducta en la vida. La del joven ya no cabe en la casa y tiende a esparcirse en la sociedad; por donde, al atenuarse frecuentemente, por lo mismo, la autoridad de la familia, es bien que encuentre en medio de la complejidad que le aturde, y de las solicitaciones que le arrastran, y de la contrariedad que le quita los ánimos, el consejo afectuoso de una experiencia que apoya la evolución de su personalidad; que representa para él un impulso ascendente; que despierta el ideal en aquella parte que le corresponde en la división social del trabajo, y que le ayuda a desenvolver el individuo original que tantas veces, sin esto, casi muere en nosotros.
En su clase, el profesor, después de un siglo de revoluciones, no es ya (por fortuna) para sus discípulos, ni para nadie -¡seamos cautos!, para casi nadie- un oráculo, el ser campanudo, maravilloso y omnisciente, cuyo honor está comprometido, si no ha agotado la ciencia que cultiva y que le ha rendido, humilde, hasta el último de sus misterios más recónditos. Ya nadie le pide que tenga preparada respuesta -o la improvise neciamente- para cuantos problemas le suscita el espíritu vivo, inquieto y fecundo del joven, ansioso de saber, aunque no siempre tan ansioso, felizmente, de aprenderse de memoria los libros de texto, y tanto menos, cuanto más profunda es en él la alegría con que gusta la novedad de los mundos que en conocimiento descubre. Es ya un lugar común, al menos en los labios, que hay que renovar los métodos, haciéndolos activos, personales, tendiendo a favorecer la evolución formal del espíritu y hacer que éste (aficionándolo al laboratorio, a las lecturas libres, al verdadero estudio -a la investigación-, sea del dato histórico, arqueológico, estadístico, geográfico... sea a la propia elaboración de todo ello) busque y halle, por sí mismo, los materiales que ha de construir su pensamiento, y que sólo de esta suerte hace suyos: si no, quedan tan extraños a él y tan estériles para su educación y aun para su mera cultura, si es tal cultura, como los libros en los estantes de una biblioteca cerrada, ¡cómo suelen estarlo las nuestras!
Mucha falta hace estudiar para saber que se ignora, y adquirir aquella humildad y sobriedad que recomienda el apóstol, y que no es una mera forma de vana presunción y afectación, especie de coquetería frívola, indecorosa y profana, sino la conciencia de nuestra limitación y la reverencia a la verdad, que podemos y debemos, sin duda, conocer, pero que rebosa inagotable del borde estrecho de nuestras reducidas fórmulas. En un país atrasado, cualquier vulgar trabajador -y este es uno de nuestros más graves y frecuentes peligros y pecados- propende a creerse un personaje homérico, frente a las enormes masas de colegas indiferentes, abandonados e ignorantes; si se mide con los obreros de otros pueblos, fácilmente se reducirá a sus justas dimensiones; pero si se compara con lo que su fin le demanda, pronto se disipará toda complacencia de sí mismo, y se despertará, a la vez, en él la conciencia de la dignidad y de la pequeñez de la reducida obra que le es dada.
Para este fin, el profesor no necesita sólo labrar el campo a que su vocación especial le lleva, y cuyo cultivo da centro y significación a su vida, sino también en los principios del arte de la educación y la enseñanza, principios que hoy son ya una ciencia (como quiere serio el estudio de todo arte), por más que todavía piensen muchos con Wundt, Münsterberg, Fouillée, y tantos otros, que es cosa gratis data, de dote personal, de inspiración y genio. Sin duda, el genio nada estorba en cosas de educación, ni probablemente en ninguna; sin duda, también, la pedagogía no da recetas para educar, como no las da la estética para pintar buenos cuadros; ni la moral, ni la mecánica, ni la jurisprudencia, ni la higiene, ni la política, ni siquiera la medicina, suplen con ellas la aptitud personal característica de toda profesión, ni el tacto imprescindible, propio de toda acción, para adaptarse a cada caso individual, eternamente nuevo. Las recetas no sirven más que para hacer pedantes. Pero el poeta que canta con la divina inconsciencia del pájaro no es fácil aventaje a los que cantan como Goethe, Leopardi o Carducci, a cuyo genio es dudoso haya causado su profunda cultura graves daños. Para las ideas que hace dos siglos tratan de abrirse camino en el mundo, no cabe ya distinguir las profesiones, como en tiempo de Aristóteles, en liberales y serviles; pero sí a los hombres que las desempeñan: libres, si para ellos su obra constituye, en sí misma, la preocupación ideal de su vida; esclavos, cuando no trabajan sino por la paga, sea ésta el dinero, sea la infantil gloriola, el poder, el recreo u otros móviles, pero todos ajenos a su verdadero motivo libre, ya más, ya menos subalternos. Y, a su vez, aquellos oficios humanos han llegado, pues, a ganar, la condición de superiores y libres, nobles cuyo aprendizaje y cuyo cultivo han conquistado ya trabajosamente en la historia una elevada complejidad intelectual, capaz de despertar un ideal, a que acompañan sentimientos y motivos superiores morales, con que, a veces, por cierto, se ufanan los hombres, olvidando sus humildes orígenes. A ellos va correspondiendo, en nuestro tiempo, más y más el magisterio primario. El de la universidad viene perteneciendo a este grupo «aristocrático» hace siglos. Esperemos que, entre nosotros, sepa no descender cuando aquél sube.
El estudiante, no el maestro, es el primer elemento de la universidad. Se concibe una corporación de autodidactas, sin maestros, que cultivan por sí los estudios. Una academia no viene a ser otra cosa. Y se concibe que en Bolonia los estudiantes fuesen lo primero, y que Clark, al fundar su universidad, considere que allí todos son estudiantes, más o menos adelantados y experimentados, sin la división, en dos grupos radical y absolutamente distintos: los que dan la enseñanza y los que la reciben. Más de un profesor debe no poco a sus alumnos; no ya en el estímulo para el trabajo y en tantas otras cosas como da siempre el espíritu joven, sino en colaboración real y efectiva. Lo que no se concibe es una corporación de maestros sin discípulos. En París, los estudiantes podrían estar fuera de la universidad, como corporación, pero dentro de las clases.
Toda enseñanza es, sin duda, una educación, aun aquella que más rehúsa serlo, como acontece con la pasiva y memorista al uso. Quiéralo o no, es una dirección, una sugestión, una tutela; ahora, que lo es tanto más, cuanto más respeta la personalidad del menor. Pues el fin de toda tutela -y aun de todo gobierno- no es afirmar la inferioridad y subordinación de aquél y mantenerla indefinidamente, sino ayudar a su evolución hasta crear en él un hombre dueño de sí mismo, capaz de trabajar y valerse por sí; un núcleo de fuerzas espirituales con iniciativa individual, una persona libre. La enseñanza organizada para la mera asimilación y transmisión del patrimonio actual, en cada tiempo, haría de cada nación una China. Como dice Spencer: «Harto nos gobiernan los muertos».
Ya se ha dicho lo que son nuestros estudiantes. Pueden ser otra cosa; sobre todo si hallan en la universidad el calor y la intimidad de un hogar, y no la sequedad de la oficina. La evolución de un hombre depende de la acción de varios factores: la herencia, el medio, su propia acción, que se vale de ambos. Una parte del medio es la universidad; parte que puede hacer mucho, pero a la que no podría pedirse todo. El tipo actual de nuestra vida nacional es muy bajo: en su cultura, en sus condiciones materiales, en su ideal, en su trabajo, en sus diversiones, en sus gustos. Ya es un lugar común y tema socorrido para juegos florales, el de la «importancia de la educación», a cuyos prodigios y magnificencias cantan sonoros himnos los periódicos que consagran una plana a la lotería, otra a los toros y a los crímenes de sangre -que es la misma cosa- y los gobiernos y Parlamentos, que «derrochan» la fortuna pública en que nos rehagan el alma nacional maestros de a veinte céntimos diarios.
La juventud es la que ha de cambiar estas vergüenzas, si ha de venir de dentro el cambio. Y, aun sin quererlo, en ella, la parte principal, la dirección, toca a los estudiantes. Si el ejemplo y la presión del medio los mantienen, como ahora, en la vulgaridad, la charlatanería, la audacia y la insignificancia; si no saben hacer de la universidad una fuerza de intensa energía que, para las pequeñas cosas, les ayude a luchar y a vencer; si no aciertan a dar una fórmula real a las vagas aspiraciones que en esa edad agitan siempre el espíritu, y que, sin ella, tan fácilmente lo corrompen; si no aprovechan los años mejores y más plásticos para trabajar con varonil esfuerzo por la transfiguración ideal, moral, intelectual, material de su vida y persona, y todo esto sin perder la alegría, el encanto, la frescura de esa vida que germina en el joven y que han de reservar pura, serena, honrada y sana, para darla, no sólo material, sino espiritualmente, a sus hijos...; la historia hará su obra en esta tierra como en las demás. Pero ¿cuándo? ¿Por medio de quiénes? ¿A qué precio? Si estas preguntas los dejan mañana tan fríos como hoy, no vale la pena de que haya universidades en España.
Del estado de la sociedad con respecto a las universidades, ya queda hecho mérito. De los dos grados por que parece pasa siempre la evolución del espíritu público en toda reforma, a saber: el descontento de la situación actual y la consolidación en un sentido concreto de las tendencias a modificarla; la opinión común no ha llegado aún más que al primero, y comienza a revolverse inquieta, de cuando en cuando, preguntándose hacia qué lado del horizonte debiera mirar y encaminar su impulso. El instinto no basta para obra tan compleja. Tienen que intervenir las fuerzas morales definidas, que a la vez recogen y dirigen esas corrientes difusas, y, en acción y reacción con ellas, contribuyen a acentuar, primero, su sentido, a unificarlas, y a darles, por último, expresión en una fórmula completa, que luego propagan en el espíritu social, hasta echar en él raíces. Los escritores, las asociaciones, los congresos, procuran remover ese espíritu y ofrecerle los datos necesarios para que la unificación tenga condiciones de estabilidad que eviten en ella las sacudidas y el arranque convulsivo de que difícilmente puede esperarse otra cosa que la recaída en el marasmo. Desde el libro, la revista, el periódico profesional y el político, las sociedades, las reuniones, a la intervención en ese comercio de la conversación común cuyo influjo es enorme, y que constituye el fondo elemental donde todo germen ha de desarrollarse, todo es poco; y cada cual que sienta condensarse en su pensamiento otra cosa que una ocurrencia liviana, inconsistente, tráigala al acervo común después de repensarla, donde siempre, por poco importante que ella sea, obrará como una fuerza, cuya acción, inevitablemente, entrará en la resultante.
Los partidos políticos son una de estas fuerzas, y en nuestra sociedad de las más influyentes, al menos en las apariencias; no tanto porque contribuyen a elaborar fórmulas de legislación y de gobierno, que la experiencia nos enseña a reducir a su valor módico, cuanto, principalmente, por lo que sus órganos en la Prensa, en el Parlamento y en todas partes, labran la opinión, en cuyos extravíos (que tienen buen cuidado de repudiar después, cuando fracasan) les incumbe casi siempre una de las más graves responsabilidades. Si haciendo penitencia, en esta cosa al menos, llegan a entender que el problema de la educación nacional no es un problema de un partido, sino que pide el esfuerzo de todos (y aun así será bien poca cosa para lo que hemos menester) sobre la base de la más serena y honrada neutralidad doctrinal, política, religiosa, de todas clases, que va, poco a poco, procurando realizar las soluciones comunes, apremiantes y universalmente aceptadas, y trabajar por venir sobre el resto a análoga concordia; si propaga el afán por las cosas de sustancia, sólidas y prudentes, y el desvío por las ruidosas, cursis y brillantes, de que hoy, tanto unos y otros, por desdicha se prendan; si mueven a cada cual para que aporten a la empresa común su contingente de ideas, de acción, de adhesión, de dinero; si se resuelven en conciencia a renunciar al vértigo de las soluciones improvisadas y efímeras, que apenas logran sino aumentar la inquietud; si enseñan que, para todo esto, hay que aprovechar la experiencia de otros pueblos, y no sólo de los que van al frente, sino de aquellos que, apartados como nosotros, unos más, otros menos, de la corriente central de la historia, han sentido con mayor indomable energía el ansia por ganar rápidamente lo perdido, y lo han ganado; si no se dejan contagiar por el sofisma de nuestra pobreza, hija primogénita de nuestro decaimiento, y con la que se quiere encubrir la falta de virilidad y de brío para salir de estas desdichas, recogerán al cabo algún bien entre tanto esfuerzo vano, consumido en sus luchas, que nuestra miseria hace a un tiempo inevitables y estériles.
¿Qué pedir al Estado o, para hablar con propiedad, al gobierno? Sin duda, y ante todo, lo que Diógenes a Alejandro: que no nos quite el sol. Es menester que la universidad se acostumbre a la idea de que, de día en día, los tiempos le recomiendan que busque su centro de gravedad en sí misma, su auxilio en la sociedad, y pida al Estado menos cada vez, conforme vayamos siendo más capaces de tornar sobre nosotros la responsabilidad de la vida adulta a que necesita volver entre nosotros. Y así irá restringiendo, por su parte, el Estado la tutela que puso en sus manos nuestra historia y de la que tanto se ha servido; pero cuya escasa utilidad presente para el régimen interno de la educación, enseña que la vida tiene que venir ya de otra parte. Quizá en otras naciones sea otra la necesidad y otro el proceso. En todas, sin embargo, parece que la acción del Estado tiende hoy a limitarse en lo que toca a la dirección sustancial de la universidad, y aun de todas las funciones técnicas, aun allí donde la tutela llegó, como en Francia con el primer Imperio, a una dictadura, o, más bien, a una tiranía, que pretendió arrastrarla al servicio de intereses prepósteros.
La acción exterior, imperativa y coercitiva del Estado en los diversos órdenes de la vida espiritual, es, directamente, casi nula; pero, indirectamente tiene su eficacia. Por una parte, da condiciones materiales, protección, recursos, etc., que, por sí mismos, no producen la obra; pero la hacen posible y, hasta acaso, fácil. De otra parte, sus declaraciones excitan en nosotros representaciones análogas, cuya sugestión permite se despierten sentimientos y disposiciones que responden a aquéllas, incluso cuando le son contrarias. Además, sus preceptos, las formas que propone, las líneas de conducta que indica, ejercen también cierta coacción moral, más que por la sanción y pena materiales, que hoy ya las menos veces las acompañan, por el prestigio tradicional de esa antigua fuerza, que cada día se va evaporando y espiritualizando. Quizá a poco más que a esto se pueda reducir, en el fondo, todo lo que, a pesar de su aparato solemne, toca hacer al Estado, principalmente por las obras espirituales. La causa, el impulso para ellas, viene de otra fuente.
He aquí por qué su acción para con la universidad se limita: 1.º, a darle aquellos medios necesarios para su obra que dependen de él; 2.º, a fortalecer en aquella institución y en la sociedad la conciencia del valor de esa obra. Cuánto puede lograr en este sentido, se comprende; como también que no es esto lo que se le suele pedir, sino que obligue a hacer la obra misma que responde de ella; que, por el imperativo, la vigilancia, la intervención, la amenaza, la pena, construya desde fuera un mecanismo que haga las veces del espíritu ausente. Después de todo, ¿qué se ha pedido, sino esto, a las Constituciones modernas?

III. Conclusión
Si en la dirección general que debe adoptar la universidad española no parece que hoy quepa perplejidad, en el pormenor y en la aplicación, ¡cabe tanta! En los principios expuestos puede hallarse, tal vez, una guía; pero sólo de las condiciones, los medios, la ocasión, el lugar y demás factores individuales, depende la solución en cada caso; solución que, por lo mismo, no debería ser única, sino adaptarse a las circunstancias particulares de cada universidad, dentro de ciertas líneas comunes.
Por esto, dejando abierto el camino para esas diversas soluciones, siempre relativas e históricas, a la acción de estos elementos y al tacto necesario para combinarlos adecuadamente, se limita el siguiente resumen a condensar en forma de programa algunos resultados de las consideraciones que preceden, sólo por vía de ejemplo, en aquellos puntos donde ha llegado a alcanzar mayor claridad el pensamiento, o que parecen hoy de mayor importancia. Bien habría querido el autor desenvolverlos, o darles, al menos, una forma menos lacónica y más clara; pero la angustia del tiempo no se lo ha consentido, como no le ha consentido corregir en su trabajo tantas lagunas, tantas repeticiones de unas mismas cosas, tantas incoherencias, tantas afirmaciones vagas (por no poder comprobar con exactitud, en el lugar en que ha sido escrito, los datos a que se refieren) y hasta ciertas contradicciones, por ejemplo, entre el pesimismo de ciertos juicios y el optimismo de otros, cuyo contraste, natural en las oscilaciones del ánimo durante la composición de la memoria, no ha sido posible atenuar y fundir en una nota común.
I. La universidad oficial.- Es una corporación social autónoma, no depende de la Iglesia (neocatólicos), ni del Estado (protestantes), aunque en relación exterior y variable con una o con otro. Hoy, entre nosotros, la relación actual es con el Estado. Sus funciones: a) el cultivo de la ciencia, mediante su investigación y enseñanza; b) la educación general de sus alumnos y la protección de su vida intelectual, material y moral, dentro y fuera de la universidad, como auxilio para el desenvolvimiento de su persona; c) la difusión de la cultura en todas las clases sociales, bajo las distintas formas de la extensión; d) la dirección superior (no autoritaria, sino de influjo moral y libre) de la educación nacional y sus particulares institutos; e) la formación pedagógica, directa o indirecta, mediante las normales, del magisterio para todos sus grados. La universidad, con sus bibliotecas, laboratorios, salas de lectura, de conversación, lugares de descanso y recreo, etc., es, a la vez, un aula, un laboratorio, un ateneo, un club, una fuerza moral, un hogar espiritual para sus profesores y para sus estudiantes.
Consta de las facultades y escuelas de todo género a que, por sus condiciones y el nivel a que su cultivo ha llegado, cada universidad conceda la incorporación.
Su personal comprende: a) a sus profesores de todas clases; b) a sus ayudantes, colaboradores y empleados; c) a sus alumnos (y alumnas) actuales; d) a sus doctores y antiguos discípulos, graduados o no; e) a los representantes de las familias; f) a los de las corporaciones públicas o privadas; g) y a los individuos que le hayan prestado servicios a juicio de la universidad.
Sobre estas bases, cada universidad se organizará a su modo, según sus condiciones particulares y las de la localidad.
Para la reforma, varios métodos, según la situación de cada universidad. Donde es pequeña, y a la vez se halla formado un núcleo de trabajo en este sentido, con intensidad apreciable en sus efectos y simpatía general dentro y fuera de la institución, aumentar la energía y la libertad de acción de este núcleo. Donde existan elementos individuales, pero sin haberse condensado aún en una acción común, que pueda representar en cierto modo, por su intensidad cualitativa, más que por su número, a la universidad entera, favorecer por todos los medios la organización más homogénea posible de esas fuerzas. Donde eso sea muy difícil, constituir un órgano aparte, sea con los doctorados (aunque son demasiado numerosos), sea formando una especie de comité de reforma independiente. Siempre, en todos los casos, procurando reunir elementos homogéneos, lo cual no quiere decir de unas mismas doctrinas políticas, religiosas, filosóficas, etc., sino de un mismo sentido y orientación en cuanto a las necesidades y modo de la reforma exclusivamente.
II. Los estudios.- El plan, obra libre de cada universidad, sobre un mínimo obligatorio en cada facultad para todas. Adopción de métodos de enseñanza realistas que exciten la actividad personal del alumno. Sustitución del libro de texto por lecturas y estudio sobre los problemas de clase. Creación de bibliotecas de libros modernos y revistas científicas, y de laboratorios para las prácticas de todos los alumnos. Subdivisión de las clases numerosas para el trabajo científico y la comunicación constante con el profesor. Subdivisión de los estudios de todas las facultades en un mínimo obligatorio y un grupo electivo. Reducción de uno o dos años en los estudios de la licenciatura. Aumento de otro a los doctorados. Organización en ellos (y en la licenciatura, siempre que sea posible) de escuelas de trabajo científico, análogas a los cours fermés o a las conférences francesas, o a los seminarios alemanes. Desarrollo de las prácticas profesionales en toda la carrera (no sólo al final de ella). Aumento de la duración del curso. Ensayos libres de enseñanza voluntaria durante las vacaciones (Grenoble, Edimburgo, Chicago).
Supresión de los exámenes y grados anuales de fin de curso y sus asignaturas, sustituidos por el trabajo del alumno durante el curso entero. Necesidad de oponerse a la tendencia a obligar a todo alumno a estudiar las mismas cuestiones, como cosa incompatible con la libertad de la ciencia (programa único). Supresión de todo ejercicio memorista en los grados, y sustitución por ejercicios de carácter científico y monográfico, quitando toda importancia a lo que hoy se llama «saber la asignatura» (cantidad de pormenores de memoria, según un programa y un texto); y dándosela a la solidez y profundidad en el estudio personal de uno o varios problemas.
III. Profesorado.- Formación profesional del catedrático y consiguiente supresión de las oposiciones. Organización de una sección normal en las universidades donde haya medios para ello, o de una escuela Normal Central, o restaurando en otras condiciones la antigua Normal de Filosofía, o de una sección común para todos los doctorados (seminario pedagógico alemán), etc. Pensiones de estudios en el extranjero a los alumnos de estas instituciones que se destinen al profesorado (más cuestan hoy las oposiciones a cátedras). Estos alumnos, a su regreso, serán los únicos auxiliares, los cuales percibirán una dotación y tendrán a su cargo las vacantes, las secciones y sustituciones permanentes, la dirección de trabajos de laboratorio u otras prácticas o enseñanzas libres, como privat docenten. Después de cierto tiempo serán propuestos para cátedras de número. Supresión de la sustitución actual por enfermedades o ausencias cortas. Mejora de la retribución actual del profesorado por medio de la acumulación voluntaria de cátedras con el sueldo íntegro, tendiendo a disminuir la plantilla actual de los catedráticos de número (mayor que en casi todas partes). Favorecer la creación de los privat docenten, incluso señalándoles alguna dotación. Pensiones de estudios en el extranjero (modestas, como en Francia) a un número dado de profesores cada año. Elección de los medios conducentes a que los actuales profesores, que sientan necesidad de ello, puedan perfeccionar sus estudios y sus métodos.
La universidad podrá proponer para sus cátedras, también libremente, a científicos de fuera de ella.
IV. Los estudiantes.- Retrasar la edad de ingreso en la universidad, prolongando la segunda enseñanza o estableciendo un límite mínimo, etc. Escaso resultado del examen de ingreso. Favorecer los medios de estudio, salas y laboratorios para el trabajo de los estudiantes. Desarrollo de las pensiones de viaje al extranjero con dirección y aun cierta organización. Promover las asociaciones de alumnos y las de «antiguos» para estudio, recreo, auxilio mutuo, cooperación a la universidad misma, etc. Estimular el desarrollo de las excursiones, colonias, viajes, juegos corporales y demás medios de cultura y diversión, y, a la vez, de fortalecimiento de la raza (hoy anémica, neurasténica y empobrecida), incluso subvencionando estas obras, procurando facilidades para los viajes, como en otras naciones, etc. Organización de un patronato que proporcione a los estudiantes hospedajes honorables y baratos (preocupación que en todas partes es hoy una de las más vivas, llegando hasta pensar algunos en restablecer los antiguos colegios). Organización, asimismo, de patronatos universitarios de colocación y auxilio para los estudiantes, mientras lo son, y luego en sus profesiones. El problema del proletariado intelectual. Participación gradual del estudiante en el régimen de la universidad.
El estudiante libre no es alumno de la universidad, ni, por tanto, pertenece a ella, ni se le debe asimilar a aquél en sus obligaciones ni en sus derechos, sino un aspirante a los grados, que le deben ser conferidos en la forma y mediante las pruebas necesarias. Exámenes y grados deben quedar sólo para el alumno libre. Y el derecho de conferirlos podría concederse a los centros que llevasen, por ejemplo, cincuenta años de vida acreditada.