1871
Error tradicional, hoy todavía no arrancado de cuajo, aun en círculos de elevada cultura, es el de atribuir cualidad y carácter de ciencia a toda consideración enlazada sobre cualquier problema de los que incitan perdurablemente al pensamiento. Tan luego como éste se recoge de la común negligencia y versatilidad, para concentrarse en la contemplación, ora ideal, ora sensible, de su objeto; no bien produce exteriormente, de palabra o por escrito, el fruto de esa contemplación, suelen otorgarse al producto y a su actividad generadora dictados ambiciosos, sin parar mientes en el valor que su propio contenido alcance.
Por fortuna, comienza a abrirse paso un nuevo y superior concepto de la Ciencia, según el cual, ésta no difiere del conocer vulgar de la vida diaria por la extensión de su objeto, ni por la intensión del pensamiento que a él consagra, ni por lo profundo o lo ingenioso de la doctrina, ni por la riqueza de pormenores que acumula; mas sólo por mostrar la verdad como tal verdad: probarla, que decimos. Cuanto de aquí se aparta, sea cualquiera su mérito en otras relaciones, cae fuera de la Ciencia.
No es esto negar el valor que la hipótesis, la conjetura, la inducción, el presentimiento, la necesidad racional, la fe y demás modos imperfectos de conocer las cosas representan en la formación de la Ciencia, por el hombre, ínterin no ha llegado en un determinado objeto a la plena y absoluta certeza de sus afirmaciones, y muy singularmente en aquellas esferas, donde, como en la Historia y la observación experimental de la Naturaleza, es forzoso suplir nuestra limitación confiando en la autoridad del testimonio ajeno. Mas sin dilucidar aquí este problema que halla en la Lógica y en la Matesiología fácil solución, nada se opone a que dejemos consignado que, mientras no nos consta la verdad de nuestras aserciones, ni por tanto, podemos manifestarla como tal ante los demás, no es nuestro conocimiento científico en aquel punto, aunque lo sea en otros. Sin esa condición, la experiencia más delicada, la más grandiosa teoría, pretenderán siempre en vano, un carácter que no se alcanza porque un vivo y sincero interés nos anime, ni por una aplicación laboriosa; sino merced, a lo severo del método y a la concienzuda escrupulosidad en las indagaciones.
Tiene, de cierto, gravísimas consecuencias el olvido, todavía frecuente, de esta distinción, por cuanto (prescindiendo de otros) la duda y suspensión de juicio, que asalta a los unos ante hechos y teorías no debidamente comprobados, se extiende sin razón hasta la Ciencia misma, en que arbitrariamente se les iucluye, y de la cual no creen aquéllos poder esperar mayor firmeza; mientras que otros espíritus, no más libres, circunspectos y razonables, pero sí más dóciles y sumisos, aceptan sin discusión como verdad todo linaje de aseveraciones dogmáticas, doblando al yugo de la servidumbre el pensamiento.
Por corta que sea la exigencia con que el lector haya de recorrer las páginas siguientes, advertirá desde luego que no pueden pretender valor científico alguno. Antes, por el contrario, muestran un carácter puramente teórico, y su contenido, o no ha podido ser aún rigurosamente investigado, o aparece tan sólo en sus últimas conclusiones. No profanan por esto el sagrado de la verdad y el deber de indagarla: como quiera que, lejos de representar puntos de vista meramente subjetivos, elegidos y desarrollados con caprichosa veleidad y sin razón alguna interna, ofrecen el bien intencionado fruto que el pensamiento del autor, en su estado actual y utilizando concienzudamente sus medios, en punto a problemas, cuya absoluta posición y solución no alcanza todavía, puede, ofrecer con todo por honrado tributo al progreso, no de la Ciencia, mas si de la cultura intelectual de su patria.
Madrid 24 de Junio de 1876.
Condiciones del espíritu científico
Examinar concienzudamente el propósito que guía a toda empresa y obra humana, interior o exterior, máxima o mínima, y que no es sino la idea del fin mismo, abrazada en la voluntad, alcanza tan capital interés, como que de este examen depende en primer término el carácter de nuestra actividad y el valor de sus resultados. De un propósito vago, oscuro, o torcido e inadecuado al fin, ora por la imperfección con que éste nos es conocido, ora por la flojedad o la perversión con que lo formamos, mal puede proceder una obra firme, clara, ordenada, conforme a su idea y género, rectamente, acabada: buena, en suma. Por esto, ninguna esfera hay en nuestra actividad, donde la génesis y depuración del propósito no constituya un capital problema para todo hombre sensato, que, penetrado de la dignidad de su objeto y de la de sí propio, aspira a: caminar con plan reflexivo, sin abandonarse un punto a la incertidumbre y a las fluctuaciones del acaso.
Es, de común consentimiento, la obra de la Ciencia, primera en la vida; no porque exceda en mérito y valor a las restantes que solicitan la consagración de nuestras fuerzas; sino porque el conocimiento establece el antecedente lógico de cuanto nosotros mismos, con propia conciencia, como seres racionales, hacemos. Sin idea de Dios, no hay religión posible; como no hay arte sin previo concepto del fin, ni orden jurídico sin el de la justicia. De aquí, que el cultivo y purificación del conocimiento sea cada vez más estimado como base indispensable de la vida toda, imposible sin él, y miserable y torpe cuando apenas alumbra con inciertos reflejos al sujeto inculto. Ahora bien, todo el progreso del conocimiento, a que con creciente y generoso afán vienen cooperando desde siempre los individuos y las sociedades, se verifica a partir de aquel fundamental centro, donde, considerado en la integridad de su naturaleza y fin, va formándose gradual, sustantiva y ordenadamente, con severa atención concentrada en su principio, para irradiar luego de esfera en esfera hasta las más amplias y distantes, embeberse en el espíritu social, purificar su sentido común y con él la vida toda en su intimidad, antes; después, en sus hechos exteriores y en sus instituciones. Y toda vez que el conocimiento en su absoluta plenitud constituye la Ciencia, y su obra reflexiva y sistemática la indagación científica es ésta, como inextinguible foco de donde proviene la luz central de la vida, el primer bien a que nos debemos y el primer factor en la historia de la humanidad. Todo hombre lleva, sin duda, en su espíritu el germen de la Ciencia; mas los frutos que de este germen nacen cuando se promueve su normal y sano desarrollo, muéstralos el progreso que a su influjo bienhechor se cumple en todos los ámbitos sociales.
Cuánto importa una acertada disciplina, así en la investigación (heurística), como en la exposición y enseñanza (didáctica) de la Ciencia, no necesita mayor razonamiento. Pero si nos ceñimos a la primera y, en razón, precedente, de estas dos funciones cardinales, considérese la trascendencia que para toda aquella obra por precisión alcanza el sentido con que el indagador la concibe y realiza, y cuán capital interés tiene en prevenir a toda costa en su espíritu la raíz, al principio secreta e imperceptible, de errores y preocupaciones sin cuento, que pueden desnaturalizarla, amenguar sus frutos y con ellos su confianza para en adelante, debilitar su ánimo y concluir por desesperarlo quizá de la verdad y apartarlo desalentado de su primera y calorosa vocación.
- I -
Para esto, es necesario ante todo comenzar por formarnos claro concepto de la Ciencia en sí misma y como fin de nuestra actividad, sin lo que mal pudiéramos reconocer y cumplir las exigencias que de su naturaleza se derivan. Respecto de cuya cuestión, nunca se insistirá demasiado en la idea de que el conocimiento científico no difiere del usual y común en su objeto, sino en la pura cualidad con que éste es por nosotros conocido. La idea que el hombre inculto, por ejemplo, tiene de la sucesión de los días y las noches, no se distingue de la del astrónomo en el asunto, sino en el fundamento de sus afirmaciones: éste puede determinar con todo rigor el principio y la ley de un fenómeno, que aquel halla ante el sentido sin acertar a mostrarlo realmente siquiera, cuanto menos a explicarlo ni a señalar su causa.
Síguese de aquí que tampoco se halla la superioridad del científico en la cantidad de lo que sabe «El saber de lo poco -ha dicho un filósofo- es tan saber corno el de lo mucho, si tiene carácter y valor de tal:» y la Ciencia no deja de serlo, porque verse en ocasiones sobre un pormenor secundario y a los ojos del vulgo quizá insignificante. Sólo es geómetra quien puede demostrar los teoremas relativos al espacio, aunque no sean sino los primeros y más elementales; no quien, habituado a la observación, sensible de muchos y muy variados objetos, conoce mayor número de líneas y figuras, que no puede reducir a conceptos precisos, ni referir entre sí en proceso ordenado bajo principios superiores. El más eminente botánico cede por extremo al último labrador en el conocimiento de las castas y variedades de plantas que éste usualmente cultiva; y tienen una idea harto errónea de la Ciencia natural, sea dicho de paso, los que confunden con ella (hecho todavía por desgracia harto frecuente) la capacidad práctica, que dicen, para distinguir al punto gran número de objetos, capacidad que sin Ciencia alguna se adquiere por sólo la familiaridad empírica con éstos, y que sin el poder de razonar gradual y ordenadamente el lugar de cada una en el sistema entero de sus tipos y determinar su valor, sus afinidades y demás relaciones orgánicas, vale tanto para el verdadero naturalista, como la del segador para el agrónomo, o a del curandero para el médico.
Aún en otra esfera superior, el hombre de más varia y prodigiosa lectura, cuya memoria retiene inmenso cúmulo de pormenores relativos a infinitas ramas del saber, y cuyo entendimiento, flexiblemente aguzado por este constante ejercicio y ayudado por una fantasía viva y pintoresca, maneja con delicado tacto el abundante material de sus recuerdos, será un hombre instruido, erudito, ilustrado; no ni nunca científico, a menos de poder mostrar sistemáticamente la verdad de algunos de sus conocimientos, en los cuales, y no más que hasta donde la muestre, merecerá tal nombre. Por último, en los más elevados confines del pensamiento, en el mundo de las ideas, el desarrollo de algunas de éstas y su composición en relaciones determinadas pueden bien formar una teoría; pero jamás Ciencia, mientras esa teoría no dé razón de sí, evidenciando su base y solidez internas.
Es, pues, lo característico de la Ciencia la cualidad que en ella alcanza el conocimiento. Esencia es, sin duda, para dicha cualidad la verdad de éste, ya que sin verdad no hay Ciencia; pero no basta. Tanta verdad puede tener el conocimiento común como el científico, según de ello da ejemplo a cada instante la vida ordinaria; y no deja por esto de ser tal conocimiento común. La diferencia estriba, repetimos, en que la verdad de éste no se patentiza como tal, no se prueba. Su afirmación es siempre gratuita: pues aun en los casos en que parece mejor sabida, hallamos definitivamente apoyada su certidumbre en supuestos más o menos distantes, pero imposibles ya de probar a su vez (los pretendidos axiomas del sentido común ), a menos de apelar a otra esfera más alta. Así, por ejemplo, la verdad de un hecho exterior que hemos observado, se prueba inmediatamente por nuestra propia observación, en cuyo testimonio confiamos usualmente. Pero qué valor tenga esa misma observación, ya en general, como fuente de conocimiento, ya en particular, aplicada al caso de que se trata y a nuestro estado y condición de observadores, sólo el científico se halla en aptitud de responderlo. Y, sin embargo, cuán graves cuestiones aquí se encierran; sobre qué abismos apenas mal cubiertos camina la ciega irreflexión, díganlo la historia del idealismo y las repetidas ilusiones de la experiencia diaria.
Contiene la Ciencia, por tanto, verdad; pero verdad probada, segura, cierta, que como tal auténticamente nos consta, pudiendo dar de ella testimonio continuo y sistemático, es decir, que va confirmándose de grado en grado sin interrupción hasta el principio de toda prueba, en el cual queda por siempre firme y valedero. Ahora, si esto es posible, aquí toca sólo exigirlo; a otras partes de la Ciencia, indagarlo.
¡Cómo, a la tenue luz de esta somera ojeada, sentimos ya despertar en nosotros un más vivo, recto y animador sentido para el cultivo de la razón científica! Al vano empeño por apurar el último pormenor de toda cosa, tras el cual siempre hallamos nuevos e inagotables horizontes, sucede el espíritu de sobriedad, que quiere sólo caminar en firme, desdeñando la soñada ilusión de salvar a cualquier precio incomensurables distancias; al desaliento y aun desesperación -que hasta aquí llega- por la infinita riqueza de la realidad, la serena confianza del que sabe bien que toda ella la tiene puesta en Dios y por Dios ante sus ojos, que toda es cognoscible; al prurito teórico de llegar a conclusiones doctrinales, que por esta senda tan sólo son fórmulas cerradas e hipótesis gratuitas, la paciente espera del que ha podido penetrar el hilo divino que enlaza indefectiblemente el resultado y el esfuerzo; a la soberbia que reniega de su finitud, la humildad de quien reconoce a la par los límites y la dignidad de su naturaleza.
Nace de aquí el único anhelo del científico: hallar verdad probada que abrazar en pensamiento y vida, y que comunicar a otros, para que a su vez también la conozcan y abracen. Compañera inseparable es de este anhelo la discreción prudente y circunspecta, que discierne en la obra intelectual lo realmente sabido con propia vista de su verdad en la conciencia (conocimiento científico) y lo meramente ideado, o inducido, o aprendido de otros, que quizá no pueden responder de sus afirmaciones (conocimiento común, precientífico); con la reserva para guardar siempre este límite entre ambas esferas del conocimiento, sin mezclarla ni tomar una por otra; así como para no temer, ora por presunción dogmática, ora por falta de convicción racional, la revisión continua, no ya de cuantos pensamos, sino aun de cuanto realmente sabemos, bien para rectificar puntos subordinados que no invalidan la verdad fundamental de lo sabido, bien para determinar y profundizar sus infinitos pormenores, bien para saberlo mejor, hallando en nuevos aspectos motivos también nuevos para confirmarnos en ello más y más cada vez.
Quien está atento sólo a recibir del indagador los teoremas que sus investigaciones dan por fruto, sin curarse de pedir y discutir los fundamentos de su verdad, hasta formar de ello por sí propio concienzudo juicio, podrá opinar, presentir, suponer, podrá a lo sumo, si sus afirmaciones descansan siquiera en pruebas generales más o menos remotas, adquirir fe racional en ellas, nunca propia y auténtica convicción. Será un órgano esencial para la comunicación de la Ciencia en sus últimos y más concretos resultados a la cultura y vida de todas las clases sociales; un propagador, nunca un científico; un bienhechor del sentido común, a cuya educación progresiva sirve; no de la inquisición y construcción de la verdad sistemática.
Pero si erramos al tomar con fácil precipitación por Ciencia cualquiera serie enlazada de pensamiento, ora ideal, ora empírica, confundiendo ligeramente las dos funciones que acabamos de distinguir, no sería más disculpable el prejuicio de desestimar el papel que en la difusión y como absorción de aquella en el sentido y vida social ejercen tales órganos. La infinitud de la Ciencia hace imposible al ser finito reconocerla toda; de aquí que el científico más experimentado lo es en sólo una esfera particular de aquella, más o menos amplia y varia, según su genio, su esfuerzo y su cultura, viviendo en las restantes al amparo del conocimiento vulgar. Y si cabe presentir que en su día ningún hombre se verá, cual hoy tantos, desheredado de toda propia racional convicción, y que el germen del pensamiento libre, desenvuelto con mayor facilidad en grados superiores de la vida, merced al progreso de la doctrina, de los métodos, y aun de la misma civilización general, habrá de florecer en todo espíritu, poniéndolo en estado de orientarse por sí en aquellos primeros principios siquiera, que presiden a todas las esferas teóricas y prácticas, jamás dejará por eso de ser la obra de la Ciencia objeto de peculiar vocación, al par de las restantes a que se consagra nuestra actividad, ni de hallar siempre el sujeto límites a su alrededor por todas partes, si bien no afectan a la cualidad y valor, sino a la cantidad de lo por él sabido; límites que ha de suplir entregándose cada vez con más discreción, y con más confianza juntamente, al sano sentido común, como expresión irreflexiva, pero espontánea, al cabo, de la conciencia, y aún al sentido histórico de su tiempo, en cuanto no prevarica, reflejo del grado de cultura que la humanidad a la sazón alcanza.
- II -
Pero la Ciencia, como el todo de la verdad probada, es orden, organismo, sistema: donde cada parte, sólo en su debido lugar en el todo y en sus graduales relaciones con las demás, tiene su propia luz y puede ser convenientemente estudiada y conocida. Aun aquellas esferas al parecer más distantes, como que pertenecen a objetos fundamentales diversos, la Psicología y la Historia natural, la Política y la Mecánica, por ejemplo, mantienen entre sí tales relaciones que, al contemplarlas, deja de causar maravilla la fácil confusión de unas con otras, en que, ora a sabiendas, ora sin darse cuenta de ello, suele todavía incurrir la frecuente parcialidad y precipitación de los especialistas científicos. Merced a este parentesco real de las ciencias todas entre sí, parentesco de cuya raíz originaria pretende renegar a las veces el mismo que en sus hechos lo afirma, se necesitan y ayudan mútuamente, hasta el punto de servir, v. g., a menudo el estudio de un objeto para proyectar por analogía los lineamentos y cuestiones capitales del plan de otro por demás heterogéneo.
Sólo quien cierra los ojos de todo propósito a la luz, puede abrigar la torpe ilusión de construir una rama cualquiera de la Ciencia sin cuidarse de indagar su lugar de razón y sus relaciones esenciales en el todo. Y, sin embargo, y a pesar, no digo de la estrechez de miras, sino de la radical esterilidad e impotencia que en sus frutos se advierte, ¡cuán favorecido y encomiado y seguido se ve todavía el prurito especialista! ¡Cuán frecuente es hallar indagadores meritísimos, que sueñan con formar la ciencia a que tan generosa devoción consagran, con sólo amontonar datos aislados pertenecientes a su peculiar contenido, clasificándolos a lo sumo sin base alguna racional y por analogías superficiales, sobre las que más tarde levantan hipótesis lucidas o ingeniosas, que brindan ciencia barata al primer advenedizo! Dejan éstos sueltos o cortados los hilos que en la trama de la realidad enlazan tales datos con otros inmediatamente afines e indispensables para su cabal inteligencia, y desdeñan al par la cuestión de su valor absoluto, que únicamente con principios superiores a todo lo particular cabe decidir; igualando de aquí lo máximo y lo mínimo, y atribuyendo desmedida importancia a lo que sólo en relación con otros términos pudiera quizás ofrecerla. ¿Qué más? La naturaleza de la Ciencia, y de toda ciencia por tanto, sus cualidades y elementos, su plan, las condiciones que su formación exige en cuanto a su punto de partida, a su método, a los factores de su construcción... ¿son por ventura para todo jurista, literato, filólogo, naturalista, economista, historiador, teólogo, matemático, otras tantas cuestiones imprescindibles, en las cuales ha de orientarse préviamente con rigorosa exactitud, así en general como en aplicación a la especial esfera que cultiva?
Sea el que fuere el sentido que sobre la solución de estas cuestiones se profese, mal merece nombre de científico quien no se ha preparado severa y concienzudamente en su estudio, y ha descansado antes de darles satisfacción cumplida. El extraño fenómeno que suele alegarse de hombres eminentes en tal o cual ciencia e incultos o ignorantes en las demás, se desvanece al punto, si de cerca lo miramos, mostrándonos que tales prodigios existen sólo para la fantasía de quien toma por científico al hombre infatigable que ha aprendido el contenido de muchos libros sin haber llegado a deletrear en el de su propio pensamiento, o que ha amontonado en su agobiada memoria hechos, imágenes, nombres, pormenores, cuyo catálogo mal hilado llenaría quizá toda una biblioteca. Diga la historia intelectual del mundo si es a espíritus de esta clase a quienes debe sus mejores y más fundamentales progresos.
Quien, poseído de una vocación leal y sincera hacia tan noble fin y respetando las severas exigencias que su adecuada realización trae consigo, aspira a llenarlo hasta donde sus fuerzas alcancen, comienza sin duda por reconocer su limitación ante el horizonte infinito de lo cognoscible, y condensar su actividad en aquellas regiones a cuya exploración le solicitan sus íntimas tendencias: sabiendo que, aun de esta suerte, jamás agotará el contenido de la verdad más subordinada. Pero esa misma consideración de su finitud, no menos que el impulso irresistible del espíritu racional, lo llevan de consuno a discutir en primer término el problema entero del conocimiento (Lógica y Doctrina general de la Ciencia), cuyo eterno ideal ha de presidir constantemente sus ulteriores investigaciones; oblíganlo después a indagar el supremo principio de la realidad, donde toda ella se funda y explica (Metafísica), y por tanto, el que ha de ser peculiar asunto de su estudio; a recorrer, por último, el organismo en que esa misma realidad despliega ordenada y gradualmente su ilimitada variedad interior (Enciclopedia), y sin el cual le es imposible determinar el concepto, la filiación, el lugar, el valor y las más imprescindibles relaciones de su objeto. Y sólo acompañado siempre de este sentido universal, que impide el apocamiento y creciente estrechez del espíritu, se estima capacitado para consagrarse a la esfera que en particular le interesa, y de la cual, ante todo, como de su carácter, plan, método y demás condiciones preliminares procura formar claro y rigoroso concepto.
Así entendida la especialidad, es sana y es fecunda, como que nace de tres elementos fundamentales: la infinitud de lo cognoscible; la finitud de nuestro ser y obrar, y la diversa vocación individual de los científicos. Sin esto, el especialismo será siempre, como es hoy, una enfermedad intelectual primero, total después, que corrompe el sentido de la Ciencia y con él la raíz de toda recta y firme convicción en la vida. Que un obrero, falto de principios, desheredado de toda cultura racional en su arte, y sin otra guía que su natural ingenio y ese tacto empírico que a fuerza de tanteos, errores y fracasos sin número da en todas las cosas el hábito, aspire, no ya a imitar por sí rutinariamente alguno de los artefactos a cuya construcción ha servido, sino a igualar en sus obras al más inteligente y ejercitado ingeniero, y aún a sobrepujarlo, con dificultad lo justificará ningún científico de nuestros días. ¡Y cuántos de ellos, no obstante, se aplican durante largos años a investigaciones experimentales, por ejemplo, fiados en ese mismo instinto rutinario, sin curarse de averiguar qué valor tenga la experiencia, ni cuáles sean siquiera sus reglas principales! ¿Es acaso la Ciencia a sus ojos cosa tan baladí, que en ella pueda autorizarse lo que en las restantes obras humanas parece reprobado atrevimiento? El abogado que, al cabo de manejar muchos autos, nunca ha podido llegar a formarse idea del derecho; el curioso, que aprende muchos nombres, sucesos y fechas, sin preocuparse lo más mínimo de su trascendencia y utilidad, ni de las severas exigencias de la Historia; el empírico, que desprecia en su práctica, toda investigación en la Patología y en la Terapéutica; el colector de animales, o piedras, o plantas, cuyos nombres y caracteres retiene en la memoria e hilvana en un catálogo; el hombre pensador, que anota cuidadosamente sus reflexiones aisladas sobre cuanto observa en torno suyo, podrán en buen hora pasar plaza de jurisconsulto, de historiador, de médico, de naturalista, de filósofo: diga su propia conciencia si son o no dignos de tales nombres. Todos ellos no traen sino datos, materiales para la Ciencia; y aun estos, recogidos las más veces sin discernimiento, por falta de criterio para estimarlos y elegirlos.
- III -
No habrá de seguro espíritu sincero a quien satisfaga en su interior, por más que de hecho lo practique, este olvido de las exigencias generales del conocimiento científico, cuando se trata de formar una parte cualquiera de él; ni menos el de las relativas al objeto, carácter, fuentes y demás elementos de esta misma parte; ni, en fin, el de la necesidad de acompañarse en toda especial indagación de la clara y ordenada presencia de cuantas esferas cardinales se dan en la realidad, y, por tanto, de la de su unidad esencial en el principio y fundamento. Tocante a cuyo último punto, permítasenos advertir -siquiera sea incidentalmente- cómo, los fáciles prejuicios en que a veces incurren los científicos particulares en cuanto al valor e importancia de la Metafísica, como ciencia primera, por muchos de ellos relegada a la condición de estéril ensueño, reconocen por causa la punible incuria con que descuidan inquirir su objeto y posibilidad, y, de consiguiente, su relación con los demás objetos de conocimiento y con la vida. A dónde lleva este descuido, si no le ataja el paso el miedo a lo desconocido, o a caer en contradicción con tales o cuales creencias religiosas, principalmente, o políticas, ante las que el sujeto hace enmudecer a la lógica, lo dicen, por ejemplo, el ateísmo y el materialismo contemporáneos, que a nadie aterran, sino a tales espíritus acobardados y medrosos; mientras que el sano de razón sabe que de ésta, y no del terror ni de la inconsecuencia, ha de esperar los únicos principios capaces de rectificarlos.
Si en vez de traer soluciones preconcebidas, cuya solidez jamás se ocupan de discutir concienzudamente (v. g., la proscripción de cuanto no es fenomenal y sensible, ni puede, por consiguiente, ser reconocido por el sublimado método experimental), tuvieran los adversarios de la Metafísica mayor respeto por lo menos al dictamen del sentido común, ¡cuán otras serían sus conclusiones! Pues ¿qué hombre sensato es capaz de contradecir que todo particular objeto, de cualquier género y grado que sea, es primeramente objeto, cosa, algo, con toda generalidad, en cuyo respecto no se distingue lo más mínimo de otro alguno, antes al contrario, tiene de común con todos ciertas cualidades, sin las que nada hay ni puede ser pensado? Así, por ejemplo, lo mismo de un ser natural que de un número, o de un fenómeno psíquico, o de un hecho social, cabe decir que son algo real, de una cierta esencia o naturaleza, que tienen unidad modo, relaciones, principios, etc., sin que exista término al cual podamos negar una sola de estas notas primordiales, que en cada esfera y clase de objetos se aplican de una manera peculiar, sin duda; pero siempre con un mismo sentido fundamental sobre esa diferente aplicación. El modo de ser de las plantas, como tales plantas, es otro que el del pensamiento, y sólo en su ciencia respectiva puede ser conocido; mas el puro modo de ser en sí mismo, absolutamente considerado, ¿qué dice? Las causas físicas obran de muy otra manera que las psicológicas, y son muy diversas la vida, la enfermedad, los remedios, el bien y el mal, las fuerzas, los productos en ambos órdenes; mas prescindiendo de esta diversidad, ¿qué conceptos totales debemos formarnos de dichos términos generalísimos?
Ahora bien; difícilmente podrá nadie desconocer cómo a ninguna ciencia de objeto particular es dado responder a estas cuestiones, que sólo en determinación y aplicación a dicho objeto estudia; y sin embargo, ¿quién pretenderá en sana lógica que sin formar esos conceptos, sin saber qué significa, por ejemplo, el de causa en toda su plenitud, cabe entenderlo en sus aplicaciones a la Física, a la Economía, a la Patología, a la Historia de la humanidad? Ni se oscurecerá a hombre alguno que tales problemas preceden a todos en razón, como los primeros y fundamentales, no hallando en los demás, sean cuales fueren, sino puras combinaciones de aquéllos, de cuyo sentido penden siempre en definitiva instancia. Ni dudará, por último, que entre estos problemas existe un cierto orden y prioridad intrínseca, conforme a lo cual los más elementales son supuestos y exigidos para otros más complejos, y así sucesivamente.
Y si, según el uso recibido, llamamos a esos elementos categorías, ¿habrá ya alguien tan desatentado que ponga en duda la importancia de la Metafísica como ciencia de las categorías? No es esta en verdad toda su cuestión; pero si una de las más capitales que a ella pertenecen, y por cuyo medio puede fácilmente llegarse a cabal reconocimiento de su esfera. En lo cual, sólo al escéptico que niega la posibilidad de indagar con éxito el objeto y sentido de las categorías, y por tanto, el de toda ciencia particular, imposible sin dicha indagación, de cuyo valor depende (ya que su contenido se resuelve por entero en un sistema de aplicaciones categóricas a su peculiar asunto), será lícita obstinación semejante.
De la idea misma de la Ciencia, como el todo del conocimiento cierto, nacen, pues, las exigencias esenciales que someramente acabamos de indicar, y a las que debe sujetarse el propósito sano del investigador. Por prescindir tan a menudo de ellas, poniendo en la cantidad, y no en la cualidad del conocimiento la mira; descuidando hacerse cargo con toda precisión del ideal científico y sus leyes, como del concepto, lugar, relaciones, límites de la propia ciencia particular que cultivan, y ni aún siquiera del plan de sus cuestiones de los medios para resolverlas; cerrando, en suma, los ojos para no ver sino un objeto y esfera determinados, sin darse cuenta de la imposibilidad de entender parte alguna, así arrancada y divorciada del todo a que pertenece, son harto inferiores, a lo que de su celo y genio debiera esperarse, los frutos de los especialistas, y tan poco halagüeño aún el estado de sus ciencias, que con no ser satisfactorio el de la Metafísica, se halla harto más en camino de acierto y sobre más sólidas bases cimentado.
- IV -
Pero la obra y función del conocimiento en la vida, con ser primera, no es única. De aquí no basta que nos hallemos bien preparados y orientados en la idea de la Ciencia y de las condiciones que su cultivo implica; necesitamos determinar nuestro ánimo y voluntad en toda conformidad con esta idea, dirigiéndonos a aquel fin con propio decidido impulso. Si esta voluntad pura de la Ciencia nos falta, si nuestra intención práctica como indagadores no corresponde a lo que de ella pensamos y sabemos, nuestra obra, torcida desde un principio, traducirá el vicio que padece, al cual sin duda, no a su tipo ideal, igualarán sus frutos. Quien pone en la Ciencia sus ojos por hacerse amiga la prosperidad, o por ganar lisonjero renombre, o por entretener descreído sus ocios, o por sobrepujar a sus contrarios, o por servir a instituciones, escuelas y partidos, o por satisfacer una infantil curiosidad, o por consolarse de la adversa fortuna, o por recrear la fantasía en planes y construcciones arbitrarias, obtendrá, si a ello con decisión y arte se aplica, eso mismo que anhela; nunca verdad segura y firme, que no estaba en su intento, ni ha buscado. Todo el ansia febril del político, que se afana día y noche por improvisar principios y teorías con que se justifiquen soluciones preconcebidas o hechos consumados, poniendo en juego la rica intuición de su genio, que se complace ante la fantasmagoría disolvente de mil y mil mundos ideales, trazados sin el compás de la razón, será impotente para lograr el sazonado fruto que a cualquier espíritu sencillo, ajeno de dotes pero paciente, severo, circunspecto, libre y dueño de sí promete la verdad.
Es ésta objeto del pensamiento y condición primera de la vida; y en ambos respectos, absoluto y relativo, de valor esencial para el cumplimiento del destino humano. Quien así la considera y cultiva, por ella misma como un deber a que lo llaman estrechamente, ora en general su propia naturaleza, ora a la par y de una manera más especial y señalada su individual vocación, ése obedece en esta esfera la ley moral de toda actividad y fin: la pureza, la abnegación, el desinterés; ése es capaz de aquel espíritu de sacrificio, sin el cual, ni la Ciencia, ni cosa alguna grande cabe que fructifique en el mundo. Pues si el bien, en sí mismo y con relación a nuestro ser, sólo bienes puede dar, no, ni bajo ningún aspecto mal ni desgracia, la recia condición de los tiempos o el hábito del sujeto pervertido son parte muchas veces a poner su puntual cumplimiento en medio del dolor que la contrariedad engendra, y a costa, no ya de la vida, sino de cuanto puede hacérnosla grata y aun tolerable. Luchar con tantos elementos como la ceguera o la maldad oponen a toda noble empresa, soportar la enemiga, el insulto, la calumnia, la ingratitud, la persecución en todas sus formas, estrellarse contra la terquedad que cierra los ojos a la nueva luz, y se ofende de ella, aun discretamente templada, es harto menos grave todavía que sentir desesperados cómo resbalan uno a uno en la indiferencia de las petrificadas muchedumbres nuestros más vigorosos y bien calculados esfuerzos: muchedumbres, por cierto, en que se apiñan a la par con las clases menos educadas, y quizá con mayor inercia que ellas, las que de cultas blasonan y llevan en mal hora el gobierno de la sociedad. Pero cuando al eco que esta contienda entre nuestro deber y nuestras ventajas exteriores levanta en la fantasía, responde el de otra que en lo más íntimo de nuestro ser libramos con nosotros mismos, con nuestra pereza, nuestros sentimientos, nuestros hábitos tradicionales, nuestras preocupaciones y hasta nuestras creencias, cuyo angustioso holocausto puede bien, y con firme derecho, pedirnos la verdad, el ánimo enflaquecido se inclina a doblarse y rendirse y desoír la vocación que lo lleva a lo alto, blasfemando de Dios y de su conciencia y clamando que le libren de sí mismo y que su destino se le cumpla de balde, sin límites, libertad ni trabajo.
Para vencerlo todo, cuenta el sano de espíritu con fuerzas suficientes en lo arraigado de su convicción, en la serenidad y conformidad de sus sentimientos, en la pureza de los móviles, y sobre todo, en la asistencia divina, que con religiosa confianza espera, y de la que procura hacerse digno por la creciente edificación de sus obras. Cediendo a una exigencia de todo su ser, no intelectual tan sólo; interior y constante, no ocasional y externa; hija de su naturaleza esencial, no de las circunstancias; libre en la razón, no ligada al flujo y reflujo de los hechos; tomada, en suma, de por vida, no para, pocos ni aun para muchos años, sabe oponer doquiera el bien al mal y guardar entero el valor que necesita para su santa y oscura empresa, -quizá más santa cuanto más oscura.
Ver de hallar paz en medio de esta lucha, cierto que es cosa grave para el científico; pero que sólo pide firmeza en el ánimo y bondad en el propósito y en las obras. Harto más difícil es hallarla desertando de su puesto y ahogando en un refinado epicureísmo el secreto afán de la conciencia, que no puede ser indiferente a las aflicciones de la humanidad. Dos hombres lleva cada cual en sí mismo: el ideal y eterno, que con toda individual determinación en él se ofrece, y al cual debe servir sin descanso; y el efectivo, mudable, histórico, doble producto de nuestra propia acción y de la del medio externo en que nos desarrollamos. Entre ambos necesita poner concordia quien al servicio de la Ciencia severamente se consagra.
Y esta concordia, para ser real y duradera, sólo modelando al segundo de esos dos hombres por el primero, sacrificando cuanto en aquel desdice de las absolutas exigencias que éste formula, sofocando todos los impulsos egoístas, rompiendo todos los vínculos impuros con que nos retienen los intereses subalternos de la vida, o los intereses primarios convertidos en subalternos por su perversión, puede constituirse y dominar la sorda lucha que en otro caso turba y divide la unidad de la conciencia. Éste es el profundo sentido original del misticismo y el ascetismo religiosos, sentido viciado y extragado hasta hoy siempre en la historia por la incultura de las sociedades, pero esencial para todas las grandes empresas humanas: que todas, en efecto, la religión como el arte estético, los fines económicos como los del Estado, han menester ese espíritu austero y de obligada devoción al bien, en que acabamos de poner la primera condición para la Ciencia.
Merced al carácter orgánico de la vida y a la consiguiente acción y reacción entre todos sus elementos, halla en ésta la recta indagación de la verdad su auxiliar más firme o su mayor enemigo. El hombre frívolo y disipado a quien seducen como al salvaje los irisados tornasoles con que pugna en vano por embellecer su existencia, carcomida por el remordimiento y el hastío, ¿cómo podrá entregarse a la verdad, que ha de pedirle estrecha cuenta de todas sus magníficas vanidades? El culto a los ídolos que aún reverencia nuestro tiempo, ¿cómo ha de compadecerse con el suyo? El libertinaje del pensamiento, que desprecia el rigor y severidad de la indagación para no seguir otra norma que su veleidosa fantasía, ¿es, si no el hijo en un respecto, el padre en otro, del que reina en la vida exterior y en sus más delicadas relaciones?
Nunca más que hoy, en medio de la turbulenta fiebre que aqueja a nuestra sociedad, necesita el científico de este espíritu sano, sin el que ni le será dado hallar el reposo que el cultivo de su fin imperiosamente exige, ni podrá autorizar con su ejemplo la doctrina que aspira a infundir a su alrededor para que todo se mejore y prospere. La libertad racional de su pensamiento, la serenidad e igualdad de su ánimo, la pureza y austeridad de sus costumbres, la recta medida de su conducta en todas relaciones, arranquen de cuajo ese supuesto axioma del divorcio entre la teoría y la práctica, con que pretenden legitimar su corrupción los hombres y los tiempos descreídos.
1871.