Investigaciones filosóficas sobre el origen y naturaleza de lo bello

Denis Diderot
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INTRODUCCIÓN

Antes de penetrar en la difícil investigación sobre el origen de lo bello, resaltaré en primer lugar, como todos los demás autores que han escrito al respecto, que, por una especie de fatalidad, aquellas cosas de las que hablan más los hombres son, por lo general, las que menos conocen y que tal es el caso, entre otros muchos, de la naturaleza de lo bello. Todo el mundo razona en torno a lo bello: se admira en las obras de la naturaleza, se exige en las producciones artísticas y, en todo momento, se acepta o se rechaza una de sus cualidades. Sin embargo, si se pregunta a los hombres de gusto más firme y refinado cuál es su origen, su naturaleza, su noción precisa, su verdadera idea, su exacta definición; si se trata de algo absoluto o relativo; si hay un bello esencial, eterno, inmutable, regla y modelo de lo bello subalterno, o si la existencia de la belleza es como la de las modas, vemos enseguida los ánimos divididos: unos confiesan su ignorancia, y otros caen en el escepticismo. ¿Cómo es posible que casi todos los hombres estén de acuerdo en que existe lo bello, que haya tantos entre ellos que sientan vivamente dónde pueda estar y que sepan tan poco acerca de qué es?

En el intento de solucionar, si es posible, estas dificultades, comenzaremos por exponer las diferentes opiniones de aquellos autores que mejor escribieron sobre lo bello, a continuación expondremos nuestras ideas al respecto y acabaremos este artículo con observaciones generales sobre el entendimiento humano y sus operaciones relativas al tema que aquí se trata.

Platón (1) escribió dos diálogos en torno a lo bello, el Fedro y el Hipias mayor; en éste enseña más lo que no es lo bello que lo que pueda ser, y en aquel otro habla menos de lo bello que del amor natural que se tiene por él. También es verdad que, en el Hipias mayor , sólo se trataba de confundir la vanidad de un sofista, y en el Fedro , pasar unos momentos agradables con un amigo en un lugar delicioso.

San Agustín (2) compuso un tratado sobre lo bello, pero esta obra se ha perdido y no nos queda de San Agustín, en relación con este importante tema, sino algunas ideas dispersas en sus escritos, a través de las cuales vemos que aquella relación, que constituye en Uno las partes de un todo entre sí, era, según él, el carácter distintivo de la belleza. Si pregunto a un arquitecto, dice aquel ilustre varón, por qué, habiendo erigido una arcada en una de las alas del edificio, hace lo mismo en la otra, indudablemente me responderá que es a fin de que las partes de su construcción tengan simetría en su conjunto. Pero ¿por qué os parece necesaria esa simetría? Por la razón de que agrada. Mas ¿quién sois para erigiros en árbitro de lo que debe agradar o no a los hombres y cómo sabéis que la simetría nos place? Estoy convencido de ello porque las cosas, realizadas de este modo, tienen decencia, justicia, gracia; en una palabra, porque es algo bello. De acuerdo; pero decidme ¿es bello porque gusta o gusta porque es bello? Sin duda gusta porque es bello. Yo opino lo mismo; pero aun me gustaría preguntaros ¿por qué es bello?, y si mi pregunta os confunde, puesto que los maestros en vuestro arte apenas llegan hasta aquí, estaréis fácilmente de acuerdo conmigo al menos en que la similitud, la igualdad, la conveniencia de las partes de vuestra construcción, reduce todo a una especie de unidad que satisface a la razón. Esto era lo que os quería decir. Sí; pero tened cuidado: no existe una verdadera unidad en los cuerpos, ya que están compuestos de un innumerable número de partes, cada una de las cuales está además compuesta a su vez por una infinidad de otras. ¿Dónde situáis, por consiguiente, esa unidad que os dirige en la elaboración de vuestro dibujo, esa unidad que contempláis en vuestro arte como una ley inviolable, esa unidad que vuestro edificio debe imitar para ser bello, pero que nada en la tierra consigue imitar perfectamente, porque nada en la tierra puede ser perfectamente Uno? Ahora bien: ¿qué se deduce de esto? ¿No hay que reconocer, acaso, que existe, por encima de nuestros espíritus, una cierta unidad original, soberana, eterna, perfecta, que es la regla esencial de lo bello y que es lo que buscáis en la práctica de vuestro arte? De lo que San Agustín concluye en otra obra, que es la unidad lo que constituye, por así decirlo, la forma y la esencia de lo bello de toda índole. Omnis porro pulchritudinis forma, unitasest.

Wolff (3) afirma, en su Psicología , que existen cosas que nos gustan y otras que nos disgustan, y que es esta diferencia la que constituye lo bello y lo feo; que lo que nos gusta se llama bello, mientras que lo que nos disgusta es feo. Añade que la belleza consiste en la perfección, de manera que, gracias al poder de esta perfección, aquello que aparece revestido de ella es susceptible de producirnos placer. A continuación distingue dos clases de bellezas, la verdadera y la aparente: la verdadera es aquella que surge de una perfección real y la aparente de una perfección aparente.

Es evidente que San Agustin fue mucho más lejos que el filósofo leibniziano en la investigación de lo bello: éste parece pretender primero que una cosa es bella porque nos place, en lugar de que nos place porque es bella, tal y como Platón y San Agustín lo subrayaron claramente. También es cierto que inmediatamente introduce la perfección en la idea de la belleza, pero ¿qué es la perfección? Lo perfecto, ¿es más claro e inteligible que lo bello?

Todos aquellos que, preciándose de no hablar simplemente por hablar e irreflexivamente, dice Crousaz (4), quieran concentrarse en sí mismos y prestar atención a lo que ocurre en su intimidad, de qué manera piensan y qué sienten cuando exclaman eso es bello, observarán que por aquel término expresan una cierta relación de un objeto con sentimientos agradables o con ideas de aprobación, y caerán en la cuenta que afirmar eso es bello es lo mismo que decir percibo algo que apruebo o que me agrada. Fácilmente se puede comprender que esta definición de Crousaz no está formulada en función de la naturaleza de lo bello, sino únicamente desde el efecto que se experimenta ante su presencia, por lo que adolece del mismo defecto que la de Wolff. Esto es lo que Crousaz ha comprendido adecuadamente. A continuación se dedica a determinar los caracteres de lo bello y llega a contar hasta cinco: la variedad, la unidad, la regularidad, el orden y la proporción.

De lo cual se concluye que o la definición de San Agustín es incompleta o la de Crousaz redundante. Si la idea de unidad no encierra las de variedad, regularidad, orden y proporción, y si estas cualidades son esenciales a lo bello, San Agustín no debió omitirlas, y si la idea de unidad las comprende, no debió entonces Crousaz añadirlas. Crousaz no ha definido lo que entiende por variedad; por unidad parece querer indicar la relación de todas las partes con un mismo fin; hace consistir la regularidad en la similar posición de las partes entre sí; designa por orden una cierta jerarquía de partes que queda resaltada en el paso de unas a otras y define la proporción de cada parte como la unidad sazonada de variedad, regularidad y orden. No criticaré esta definición de lo bello por las vaguedades que contiene; me limitaré solamente a hacer notar aquí su parcialidad, cómo es únicamente aplicable a la arquitectura o, en el mejor de los casos, a los grandes conjuntos de los demás géneros, a una pieza de oratoria, a un drama, etc., pero no a una palabra, a un pensamiento o a un fragmento.

Hutcheson (5), célebre profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, se ha construido un sistema peculiar: se limita a pensar que ya no es necesario preguntarse más ¿qué es lo bello?, sino ¿qué es lo visible? Se conoce por visible lo que puede ser percibido por los ojos; y Hutcheson entiende por bello lo que está realizado para ser aprehendido por el sentido interno de lo bello. Su sentido interno de lo bello es una facultad mediante la cual distinguimos las cosas bellas, como el sentido de la vista es una facultad por la cual captamos la noción de colores y de figuras. Este autor y sus seguidores se afanan por demostrar la realidad y la necesidad de este sexto sentido. y he aquí cómo lo conciben:

1. Nuestra alma, nos dicen, está pasiva en el placer y en el desagrado. Los objetos no nos afectan precisamente en el sentido que desearíamos: unos producen en nuestra alma una impresión necesaria de placer, otros nos desagradan necesariamente. Todo el poder de nuestra voluntad se limita a la búsqueda del primer tipo de objetos y a la huida del otro. La propia constitución de nuestra naturaleza, a veces individual, es la que nos hace unos agradables y otros desagradables.

2. Quizá no haya ningún objeto que pueda afectar nuestra alma sin ser, más o menos, respecto a ella, una ocasión necesaria de placer o desagrado. Una figura, una obra de arquitectura o de pintura, un carácter, una expresión, un discurso, todas estas cosas nos agradan o desagradan de alguna manera. Sentimos que el placer o el desagrado se provocan necesariamente por la contemplación de la idea que se presenta entonces a nuestro espíritu con todas sus circunstancias. Esta impresión se constituye, aunque no haya nada en alguna de estas ideas, ni tampoco nada en las que proceden de los sentidos, de eso que generalmente se llama percepciones sensibles y del placer o desagrado que las suelen acompañar, surge del orden o del desorden, del logro o falta de simetría, de la imitación o extravagancia que se destaca en los objetos, y no de las ideas simples del color, del sonido y de la extensión, consideradas aisladamente.

3. Una vez dichas estas cosas, llamo -dice Hutcheson- con el nombre de sentidos internos a aquellas tendencias del alma a sentir agrado o desagrado ante ciertas formas o ciertas ideas, cuando son consideradas por ella; y con el objeto de distinguir los sentidos internos de las facultades corporales conocidas con igual nombre, llamo sentido interno de lo bello a la facultad que distingue lo bello en la regularidad, el orden y la armonía, y sentido interno de lo bueno aquella otra que aprueba los afectos, las acciones y los caracteres de los elementos razonables y virtuosos.

4. Como las inclinaciones del alma a sentir agrado o desagrado ante determinadas formas o ideas, cuando son consideradas por ella, se pueden observar en todos los hombres, a menos que no sean estúpidos, sin buscar aún qué pueda ser lo bello, es evidente que hay en todos los hombres un sentido natural y propio con este objeto, que están tan generalmente de acuerdo en localizar la belleza en las figuras, como en experimentar dolor al aproximarse en demasía a un gran fuego o placer al comer cuando están acosados por el apetito, por mucho que la diversidad de gusto sea infinita entre ellos.

5. Tan pronto como nacemos, nuestros sentidos externos comienzan a funcionar y a transmitirnos las percepciones de los objetos sensibles y es esto indudablemente lo que nos inclina a pensar que son naturales. Pero los objetos de lo que llamo los sentidos internos, o sentidos de lo bello y de lo bueno, no se nos presentan en tan temprana edad a nuestro espíritu. Tiene que pasar algún tiempo antes que los niños reflexionen, o al menos que den indicios de reflexión, en torno a las proporciones, semejanzas y simetrías, en tomo a los efectos y los caracteres. Sólo llegan a conocer un poco más tarde las cosas que provocan el gusto o la repugnancia interna. Y por ello hay que suponer que aquellas facultades que llamo los sentidos internos de lo bello y de lo bueno, proceden únicamente de la instrucción y de la educación. Pero sea cual sea la noción que se tenga de la virtud o de la belleza, un objeto virtuoso o bueno es una ocasión de aprobación y de placer de igual modo que los manjares son objeto de nuestro apetito. Y ¿qué importancia tiene que los primeros objetos se manifiesten más tarde o más temprano? Si los sentidos únicamente se desarrollasen en nosotros de manera paulatina y unos después que otros, ¿dejarían por ello de ser menos sentidos y facultades? ¿Y podríamos acaso concluir que no hay verdaderamente en los objetos visibles ni color, ni forma, dado que nos fue necesario tiempo y enseñanza para poder apreciarlos y dado que no haya entre nosotros ni siquiera dos personas que los aprecien de igual modo?

6. Se llama sensaciones a las percepciones que se producen en nuestra alma ante la presencia de objetos exteriores y por la impresión que éstos mismos dejan en nuestros órganos. Y cuando dos percepciones difieren completamente una de otra y sólo tienen de común el nombre genérico de sensación, las facultades por las que recibimos esas percepciones diferentes se llaman sentidos diferentes. La vista y el oido, por ejemplo, designan facultades diferentes, una de las cuales nos proporciona las ideas de color, la otra las ideas de sonido; pero, a pesar de la diferencia que haya en los sonidos y los colores entre si, se relaciona en un mismo sentido todos los colores y en otro todos los sonidos; por lo demás, parece evidente que nuestros sentidos tienen cada uno un órgano especifico. Ahora bien, si aplicáis la observación precedente a lo bueno y a lo bello, podréis comprobar que se encuentran exactamente en este mismo caso.

7. Los partidarios del sentido interno entienden por bello la idea que ciertos objetos provocan en nuestra alma, y por sentido interno de lo bello, la facultad que poseemos para captar esta idea. Observan que los animales tienen facultades parecidas a nuestros sentidos externos y que, incluso a veces, las poseen en un grado superior al nuestro, pero que no hay ninguno entre ellos que dé el minimo indicio de lo que se entiende aqui por sentido interno. Un ser, continúan diciendo, puede, por consiguiente, tener completamente la misma sensación externa que nosotros experimentamos, sin apreciar, sin embargo, entre los objetos las semejanzas y las relaciones. Puede incluso discernir esas semejanzas y relaciones sin obtener de ello mucho placer; además, las solas ideas de figura, formas, etc., son, en cierto modo, diferentes del placer. El placer puede encontrarse donde las proporciones no son consideradas, ni conocidas, puede incluso faltar a pesar de que se ponga toda la atención en el orden y en las proporciones. ¿Cómo podríamos entonces denominar a esta facultad que actúa en nosotros sin que sepamos bien por qué? Sentido interno.

8. Esta denominación está basada en la relación de la facultad por ella designada con las demás facultades. Esta relación consiste principalmente en aquello por lo que el placer, que experimentamos gracias al sentido interno, es diferente del conocimiento de los principios. El conocimiento de los principios puede acrecentarlo o disminuirlo, pero no puede confundirse con él ni es su causa. Este sentido tiene placeres necesarios, porque la belleza y la fealdad de un objeto es siempre la misma para nosotros, sea cual sea la idea que nos podamos formar, al juzgarlo de manera diversa. Un objeto desagradable, por el hecho de ser útil, no nos parece por eso más bello, y un objeto bello, por ser nocivo, no nos parece más feo. Ofrecednos el mundo entero como recompensa para obligarnos a encontrar bella la fealdad y fea la belleza y añadid a este precio las más terribles amenazas: no obtendréis ningún cambio en nuestras percepciones y en el juicio del sentido interno; nuestra boca adulará o impretará como gustéis, pero el sentido interno permanecerá incorruptible.

9. Parece, por consiguiente, continúan diciendo los mismos exégetas, que ciertos objetos son inmediatamente, y por sí mismos, las ocasiones del placer que proporciona la belleza; que poseemos un sentido apropiado para gozarlos; que este placer es individual y que no tiene nada en común con el interés. ¿No ocurre, en efecto, que en numerosas ocasiones se abandona lo útil por lo bello? Esta generosa preferencia ¿no se produce algunas veces en las condiciones más adversas? Un artesano honesto se abandonará a la satisfacción de realizar una obra maestra que le arruina mucho antes que hacer otra deficiente que le enriquezca.

10. Si no se añadiese a la consideración de lo útil algún sentimiento particular, algún efecto sutil de cierta facultad distinta del entendimiento y de la voluntad, sólo se podría estimar una cosa por su utilidad, un jardín por su fertilidad, y un vestido por su comodidad. Ahora bien; esa limitada consideración de las cosas no existe ni siquiera en los niños, ni en los salvajes. Abandonad la naturaleza a sí misma y el sentido interno ejercerá su dominio: puede que se equivoque en su objeto, pero por ello no será menos real la sensación de placer. Una filosofía austera, enemiga del lujo, romperá las estatuas, derrumbará los obeliscos, transformará nuestros palacios en cabañas y nuestros jardines en bosques, pero no podrá sentir menos la belleza real de sus objetos. El sentido interno se rebelará contra ella y quedará reducida a erigir en mérito su valor.

Por ello es por lo que afirmo que Hutcheson y sus seguidores se esfuerzan en establecer la necesidad del sentido interno de lo bello, pero sólo consiguen demostrar que hay algo oscuro e impenetrable en el placer que nos causa lo bello, que este placer parece independiente del conocimiento de las relaciones y de las percepciones, que la preocupación por lo útil nada tiene que ver con ello y que provoca entusiasmos que ni las recompensas ni las amenazas pueden atenuar.

Por lo demás, estos filósofos distinguen en los seres corporales un bello absoluto y un bello relativo. No entienden de ningún modo por bello absoluto una cualidad de tal manera inherente al objeto que lo haga bello por sí mismo, sin ninguna relación con el alma que le ve y le juzga. El término bello, semejante a otros nombres de las ideas sensibles, designa propiamente, según ellos, la percepción de un espíritu, tal y como el frío y el calor, lo dulce y lo amargo, son sensaciones de nuestra alma, aunque indudablemente no exista nada que se parezca a estas sensaciones en los objetos que las provocan, a pesar del prejuicio popular que opina de forma diferente. No se ve, dicen ellos, cómo los objetos podrían ser llamados bellos si no hubiese un espíritu dotado del sentido de la belleza para reconocerlos como tales. De esta manera, no entienden por bello absoluto sino aquel que se aprecia en algunos objetos sin haberlos comparado con ninguna otra cosa exterior de la que estos objetos sean su imitación y su pintura. Tal es, dicen, la belleza que percibimos en las obras de la naturaleza, en ciertas formas artificiales y en las figuras, los sólidos y las superficies; y entienden por bello relativo aquel que se aprecia en los objetos considerados comúnmente como imitaciones e imágenes de otros. Así el fundamento de su división radica más en las diferentes fuentes de placer que lo bello nos produce, que en los objetos, porque siempre lo bello absoluto tiene, por así decirlo, un bello relativo, y lo bello relativo, un bello absoluto.


 

Notas

(1) En el Hipias mayor hay un intento de definir lo bello, aunque la conclusión de este diálogo no va más allá de la incertidumbre expresada por Sócrates. Antes se ha ido demostrando sistemáticamente la falsedad de cada una de las definiciones que propone Hipias: la bello no es lo útil, ni lo agradable, ni lo idéntico, aquí al menos, al bien. Todas estas posiciones carecen de valor precisamente por no salir de la esfera de lo particular. Se deja entrever la posibilidad de que la belleza aparezca en las cosas como consecuencia de una esencia que, común a todas, las exceda.

En el Fedro, la referencia a lo bello es menos explícita, pero quizá más profunda. Al intentar una definición verdadera del amor se precisa Inspiración -iluminación divina-, cuya efabilidad está directamente relacionada ron el mito.

(2) Parece cierta efectivamente la existencia de una obra de San Agustín dedicada al tema de la belleza: Et istaconsideratioscaturavit in animo meo ex intimo corde meo, et seripsi libros de pulchro et apto, puto duosaut tres. (Confess., líb. IV, cap. XIII).

(3) Christian Wolff, nacido en 1679, en Breslau. Filósofo continuador del pensamiento de Leibniz. Diderot debió conocer, en una mala traducción, su Psychologiaempirica.

(4) ]ean-Pierre de Crousaz, nacido en Lausanne en 1663. Las alusiones de Diderot se refieren a la obra de éste Traité du beau, publicada en 1714.

(5) Francis Hutcheson, nacido en Irlanda en 1694. Ejerció la enseñanza en la Universidad de Glasgow, desde 1719 hasta su muerte en el 1747. Se hizo famoso por sus obras Aninquiryintothe original otour ideas of Beauty and Virtue (1725) y Anessayotthenature and conductotthepassions (1728). Seguidor de las ideas estéticas de Shaftesbury, confunde, sin embargo, las distinciones realizadas por éste entre sensibilidad e intuición. Trata paradójicamente de conciliar la existencia de un sentido interno -especie de sexto sentido, apriórico y universal- con una concepción de sensibilidad empirista. La influencia de Hutcheson, y sobre todo la de Shaftesbury, son esenciales en el pensamiento de Diderot.