Irlanda, isla de santos y sabios

James Joyce
Versión parcial de conferencia de James Joyce "Irlanda, isla de santos y sabios", en James Joyce. Escritos críticos, Madrid, Alianza, 1983, pp. 202-26 

Irlanda, la Insula sacra, y su viaja sabiduría

Las naciones, lo mismo que los individuos, tienen su propio ego. El caso de un pueblo que gusta de atribuirse cualidades y glorias de las que otros pueblos carecen no es totalmente desconocido en la historia, desde los tiempos de nuestros antepasados, que se atribuyeron a sí mismos el nombre de arios y nobles, o de los griegos, que daban a cuantos vivían fuera de los límites de la sacrosanta tierra de la Hélade el nombre de bárbaros. Los irlandeses, con un orgullo que quizá es menos fácil explicar, gustan de llamar a su patria isla de santos y sabios.

Este alto título no fue inventado ayer ni anteayer. Se remonta a los más remotos tiempos, a los tiempos en que la isla era verdaderamente un foco de santidad e inteligencia, y proyectada sobre el continente su cultura y su enérgica vitalidad. Sería fácil formar una lista de los irlandeses que llevaron la antorcha del saber de un país a otro, como peregrinos y ermitaños, profesores y sabios. Su huella se advierte todavía en abandonados altares, en tradiciones y leyendas en las que incluso el nombre del héroe es de difícil indentificación, o en alusiones poéticas, tales como el pasaje del Inferno de Dante, donde su guía le indica un mago celta, atormentado por infernales dolores, y dice:

Quel'altro che ne' gianchi' é cosé poco,
Michle Scotto fu, che veramente
Delle magiche frode seppe il gioco?

En realidad, harían falta los conocimientos, la paciencia y el tiempo libre de un bolandista para relatar hechos de estos santos y sabios. Recordemos por lo menos al notorio oponente de Santo Tomás, Juan Duns Escoto (llamado el Doctor Sutil, para distinguirlo de Santo Tomás, el Doctor Angélico, y de San Buenaventura, el Doctor Seráfico), que fue militante campeón de la doctrina de la Inmaculada Concepción, y que, como nos dicen las crónicas de su tiempo, fue también invencible polemista. Difícilmente cabe negar que Irlanda, en aquellos tiempos, era un inmenso seminario, al que acudían los estudiosos de los más distintos países de Europa, tan grande era el prestigio de su magisterio en cuestiones espirituales. Y, aun cuando las afirmaciones de esta clase han de contemplarse con grandes reservas, es más que probable (teniendo en cuenta el religioso fervor que aún impera en Irlanda, del que vosotros, alimentados con el manjar del escepticismo de los últimos años, difícilmente podéis formaros cabal idea) que este glorioso pasado no sea una fantasía nacida del espíritu de autoglorificación.

...El idilio irlandés es de origen oriental, y muchos filósofos lo han identificado con el antiguo lenguaje de los fenicios, los iniciadores de la navegación y el comercio, según los historiadores. Este pueblo aventurero, que tenía el monopolio del mar, estableció en Irlanda una civilización que decayó y casi había desaparecido antes de que el primer historiador griego tomará la pluma. Esta civilización guardó celosamente el secreto de su existencia, y la primera mención que de la isla de Irlanda se hace, en una literatura extranjera, se halla en un poema griego del siglo V antes de Jesucristo, en que el historiador repite la tradición fenicia. El lenguaje que el autor latino Plauto pone en boca de los fenicios en su comedia Poenulus es casi el mismo lenguaje que hablan los campesinos irlandeses de nuestros días, según el crítico Vallancey. La religión y la civilización de este antiguo pueblo, conocidas más tarde con el nombre de druidismo, eran egipcias. Los sacerdotes druidas tenían sus templos al aire libre, y adoraban al sol y a la luna en los robledales. Según los primarios criterios de conocimientos de aquellos tiempos, los sacerdotes irlandeses eran considerados como hombres muy sabios, y cuando Plutarco menciona Irlanda, dice que es patria de hombres santos. En el siglo IV, Festo Avieno fue el primero en dar a Irlanda el título de Insula Sacra; y más tarde, tras haber sufrido las invasiones de las tribus españolas y celtas, fue convertida al cristianismo por San Patricio y sus discípulos, mereciendo una vez más el título de "Isla Santa".

No me propongo relatar la historia de la iglesia irlandesa de los primeros siglos de la era cristiana. Hacerlo superaría los límites propios de esta conferencia, y, además, tampoco sería excesivamente interesante. Pero es imprescindible explicar hasta cierto punto mi título "Isla de santos y sabios", e indicar su base histórica. Prescindiré de los nombres de innumerables hombres de la Iglesia cuya labor fue exclusivamente nacional, pero os ruego que me prestéis atención durante unos minutos, en los que me referiré a los rastros que los numerosos apóstoles celtas han dejado tras de sí en casi todos los países. Es necesario recordar brevemente unos hechos que en nuestros días parecen triviales para las mentes profanas, ya que en los siglos en que ocurrieron y a lo largo de la Edad Media, no sólo la historia, sino también las ciencias y las diversas artes, eran de naturaleza totalmente religiosa, y estaba bajo la más maternal tutela de la iglesia. Y, en realidad, ¿qué eran los científicos y artistas italianos anteriores al Renacimiento, sino obedientes instrumentos de Dios, eruditos comentaristas de las Sagradas Escrituras, o ilustradores con verso o pincel, de la fábula cristiana?

Parece raro que una isla como Irlanda, tan alejada de los centros de cultura, pudiera alcanzar altas cimas en cuanto a escuela de apóstoles. Pero incluso una superficial consideración nos mostrará que la insistencia de la nación irlandesa en desarrollar su propia cultura por sus propios medios no es tanto la exigencia de una joven nación que desea ocupar un buen lugar en el concierto europeo, cuanto la exigencia de una nación muy antigua para renovar bajo nuevas formas la gloria de una civilización pasada. Incluso en el primer siglo de las era cristiana, bajo el apostolado de San Pedro, encontramos al islandés Mansueto, posteriormente canonizado, desarrollando actividades de misionero en Lorena, donde fundó una iglesia y predicó por más de medio siglo. Cataldo tuvo una catedral y doscientos teólogos en Ginebra, y más tarde fue consagrado obispo de Tarento. El gran heresiarsa Pelagio, viajero e incansable propagandista, si no era un irlandés, como muchos aseguran, no cabe la menor duda de que su origen era irlandés o escocés, al igual que Celestio, su mano derecha. Sedulio viajó por casi todo el mundo, y al fin fijó su residencia en Roma, donde compuso casi quinientos bellísimos discursos teológicos, y muchos himnos sacros que incluso en nuestros días se utilizan en la liturgia católica. Fridolino Viator, es decir, el Viajero, de real familia irlandesa, fue misionero entre los germanos, y murió en Seckingen, en Alemania, donde fue enterrado. El valeroso Columbano reformó la iglesia francesa, y después de haber provocado, con sus prédicas, una guerra civil en Borgoña, se trasladó a Italia, donde fue el apóstol de los lombardos y fundó el monasterio de Bobbio. Frigidio, hijo del rey de Irlanda del Norte, ocupó el obispado de Lucca. San Galo, que en sus primeros tiempos fue compañero y discípulo de Columbano, vivió entre los grisones en Suiza como ermitaño, cazando y pescando, y cultivando los campos con sus propias brazos. Rechazó el obispado de la ciudad de Constanza, que le fue insistentemente ofrecido, y murió a la edad de noventa y cinco años. En el lugar en que tuvo su ermita se alzó una abadía, cuyo abad pasó a ser príncipe del cantón por la gracia de dios, y enriqueció grandemente la biblioteca benedictina, cuyas ruinas todavía se muestran a los visitantes de la antigua ciudad de San Galo.

(...) En resumen, el período que terminó con la invasión de Irlanda por las tribus escandinavas, en el siglo VIII, no es más que una ininterrumpida crónica de apostolado, misiones y martirios. El rey Alfredo, que visitó el país y nos dejó sus impresiones del mismo en los versos llamados "The Royan Journey" (El viaje Real), nos dice en la primera estrofa:

I found when I was in exile
In Ireland the beautiful
Many ladies, a serious people,
Laymen and priests en abundance.

(Mientras estaba exiliado descubrí
en Irlanda la hermosa
a muchas damas, a un pueblo serio,
abundancia de legos y clérigos).

Debemos reconocer que en el curso de doce siglos el cuadro no ha cambiado demasiado, aun cuando si el buen Alfredo, que encontró abundancia de legos y clérigos en aquel entonces, volviera ahora al país, encontraría mayor abundancia de los segundos que los primeros.

Para leer la historia de los tres siglos que precedieron a la llegada de los ingleses a la isla, hay que tener mucho estómago, ya que las luchas intestinas, y los conflictos en los daneses y los noruegos, los extranjeros negros blancos, como les llamaban, fueron tan constantes y feroces que convirtieron esta época en un auténtico matadero. Los daneses ocuparon los principales puertos de la costa este de la isla, y establecieron un reino en Dublín, actual capital de Irlanda. Después, los reyes nativos se dedicaron a mantenerse entre sí, tomándose de vez en cuando merecidos descansos en los que jugaban al ajedrez. Por fin, la sangrienta victoria del usurpador Brian Boru sobre las hordas nórdicas, en las dunas de arena junto a la muralla de Dublín puso término a las incursiones escandinavas. Sin embargo, los escandinavos, no abandonaron el país, sino que se integraron gradualmente en la comunidad, hecho que no debemos olvidar si queremos comprender el curioso carácter de los irlandeses modernos.

Durante este período de la cultura no pudo desarrollarse demasiado, pero a Irlanda le cupo el honor de dar al mundo tres grandes heresiarcas: Juan Duns Scoto, Macario y Vergilio Solivago. Este último fue destinado por el rey francés a la abadía de esta diócesis, donde construyó la catedral. Fue Vergilio Solivago filósofo, matemático y traductor de los escritos de Ptolomeo. En su tratado de geografía sostenía la tesis, a la sazón subversiva, de que la tierra era esférica, y por tal audacia los papas Bonifacio y Zacarías le declararon sembrador de herejías. Macario vivió en Francia, y en el monasterio de San Eligio aún se conserva su tratado De anima, en el que enseñaba la doctrina posteriormente conocida como averroísmo, de la que Ernest Renan, celta-bretón, nos ha dado un magistral análisis. Escoto Erígena, rector de la Universidad de París, fue un místico panteísta, que tradujo del griego la teología mística de Dioniso el PseudoAeropagita, santo patrón de la nación francesa. En esta traducción se ofrecía a Europa, por primera vez, la trascendental filosofía de Oriente, que tuvo gran influencia en el pensamiento religioso europeo, como después las traducciones de Platón, efectuadas en tiempos de Pico della Mirandola, influyeron en el desarrollo de la civilización laica italiana. No es preciso decir que tal innovación (que fue como un aliento vital que resucitó los huesos muertos de la teología ortodoxa, amontonados en un inviolable cementerio, en un campo de Ardat), no mereció la aprobación del Papa, quién pidió a Carlos el Calvo que mandara a Roma el libro y su autor, debidamente escoltado éste, probablemente con la intención de que saborease las delicias de la cortesía papal. Sin embargo, parece que Escoto, que aún conservaba una pizca de sentido común en su exaltada cabeza, fingió no enterarse de tan cortés invitación y partió apresuradamente hacia su patria.

Desde la invasión inglesa hasta nuestros días, median casi ocho siglos, y si me he referido con cierta extensión al período anterior a fin de que comprendierais las raíces de la idiosincracia irlandesa, no tengo intención de relatar las vicisitudes de Irlanda bajó la ocupación extranjera. Y entre otras razones porque Irlanda había dejado de ser, en dicha épocas, una potencia intelectual en Europa. Las artes decorativas, en las que los antiguos irlandeses destacaron, fueron abandonadas, y la cultura, tanto la profana como la sagrada, dejó de cultivarse.

Dos o tres nombres ilustres brillan cual las últimas escasas estrellas de una noche radiante que muere al acercarse el alba. Según la leyenda, Juan Duns Escoto, a quien me he referido hace poco, fundador de la escuela de los escotistas, escuchó las argumentaciones de todos los doctores de la Universidad de París durante tres días enteros, después se levantó y, de memoria, las refutó todas, una tras otra; también debemos referirnos a Joannes de Sacrobosco, que fue el último gran defensor de las teorías geografías y astronómicas de Ptolomeo, y a Pedro Hiberno, el teólogo a quien le cupo la suprema tarea de educar la mente del autor de la apología escolástica Summa contra Gentiles, San Tomás de Aquino, quizá el intelecto más agudo y lúcido de la historia de la humanidad.

Pero, mientras estas últimas estrellas aún recordaban la pasada gloria de Irlanda a las naciones europeas, se estaba formando una nueva raza céltica, compuesta por el viejo linaje celta y las razas escandinava, anglosajona y normanda. Sobre los cimientos de la anterior idiosincracia nacional se levantó otra, en la que dichos elementos diversos se mezclaron y renovaron el antiguo cuerpo de la nación. Los viejos enemigos hicieron causa común para defenderse de la invasión inglesa, los ciudadanos protestantes (que se habían convertido en Hibernis Hiberniores, más irlandeses que los propios irlandeses) se unieron a los católicos irlandeses para oponerse a los fanáticos calvinistas y luteranos del otro lado del mar, y los descendientes de los colonizadores daneses, normandos y anglosajones luchaban por la causa de la nueva nación irlandesa contra la tiranía británica.


Irlanda e Inglaterra

(...) Entre ambos países existe una separación de orden moral. No recuerdo haber oído jamás el himno nacional inglés God Save the king cantado en público sin que desatara una tormenta de gritos, silbidos y aullidos que impidiera oír las mayestática composición. Pero para quedar convencido de esta separación es preciso haber estado en las calles cuando la reina Victoria visitó, un año antes de su muerte, la capital de Irlanda. Ante todo, es preciso advertir que, cuando un monarca inglés quiere ir a Irlanda en viaje político, se produce una intensa oleada de precisiones encaminadas a convencer al alcalde de que debe recibirle en las puertas de la ciudad. Pero la verdad es que el último monarca que efectuó tal visita tuvo que contentarse con una recepción formal, a cargo del jefe de policía, ya que el alcalde declinó el honor.

La reina Victoria había visitado Irlanda solamente una vez, cincuenta años antes, desde su matrimonio. En aquel entonces, los irlandeses (que no habían olvidado totalmente su fidelidad a los infortunados Estuardo ni el nombre de María Estuardo, reina de los escoceses, ni al legendario fugitivo "Bonnie Prince Charlie") tuvieron la perversa idea de burlarse del consorte de la reina, considerándole como a un renegado príncipe alemán, burlándose de él por el medio de imitar su mal acento inglés, y arrojándole alegremente, a modo de bienvenida, un troncho de col en el preciso instante en que pisaba la tierra irlandesa.

La actitud y el carácter de los irlandeses desagradaban a la reina, que comulgaba con los aristocráticas e imperialistas teorías de Benjamín Disraeli, su ministro favorito, mostrando muy escaso o nulo interés en el destino del pueblo irlandés, salvo a través de observaciones despectivas que, como es natural, siempre provocaron vigorosas reacciones adversas. Es verdad que en cierta ocasión, cuando se produjo un horrible desastre en el condado de Kerry, que quedó prácticamente sin viviendas y comida, la reina, que administraba sus millones con gran tacañería, envío a la comisión de socorro, que había recaudado miles de libras esterlinas de benefactores de todas las clases sociales, un donativo real por el importe de diez libras. Cuando la comisión se enteró de la llegada del regalito, lo metió en un sobre y lo devolvió al donante a vuelta de correo, con una tarjeta de gracias. Estos pequeños incidentes demuestran que no había grande vínculos de amor entre la reina Victoria y sus súbditos irlandeses, y si decidió visitarlos en el ocaso de su vida, esta visita fue motivada por razones puramente políticas.

La verdad es que la reina no vino a Irlanda; fue enviada por sus consejeros. En aquel entonces, la gran derrota sufrida por los ingleses en Sudáfrica en la guerra de los Bóers hizo al ejercito inglés objeto del escarnio de la prensa europea, y fue preciso el talento de dos generales en jefe, Lord Roberts y Lord Kitchener (ambos irlandeses, nacido en Irlanda), paras evitar el desprestigio que amenazaba al ejército inglés (igual que en 1815, fue el genio de otro soldado irlandés el que derrotó el renovado poderío de Napoleón, en Waterloo), y fueron reclutas y voluntarios irlandeses quienes demostraron su renovado valor en el campo de batalla. En reconocimiento por estos hechos, el gobierno inglés, al terminó de la guerra, autorizó a los regimientos irlandeses a llevar el "shamrock" (trébol) o emblema de Irlanda con el propósito de recuperar las evanescentes simpatías del pueblo, y facilitar la tarea a los sargentos encargados de reclutar tropas.

Ya he dicho que, para comprender el abismo que media entre países, es necesario haber estado presente entre ambos países, en necesario hacer estado presente en su entrada en Dublín. A lo largo de las calles se alineaban los soldaditos ingleses (porque desde la revuelta feniana de James Stephnes, el gobierno dejó de destinar a Irlanda regimientos irlandeses), y en los balcones adornados se hallaban los funcionarios y sus esposas, los empleados unionistas y sus esposas, los turistas y sus épocas. Cuando apareció el cortejó, la gente situaba en los balcones comenzó a gritar vítores y a agitar pañuelos. Pasó el coche de la reina, cuidadosamente protegido por un impresionante cuerpo de guardia con los sables desenvainados, y dentro de él los espectadores vieron a una mujer menuda, casi enana, constantemente sacudida por el traqueteo del coche, vestida de luto, con gafas de concha y un rostro pálido y carente de expresión. De vez en cuando, inclinaba secamente la cabeza para agradecer algún que otro víctor, como alguien que ha aprendido mal su lección. Inclinaba la cabeza a derecha e izquierda, con un movimiento vago y mecánico. Los soldados ingleses se ponían respetuosamente firmes al paso de su arma, y, tras ellos, la multitud de ciudadanos contemplaba con curiosidad y casi con lástima el ostentoso cortejo y la patética figura central; y cuando pasaba el coche, lo seguían con mirada ambigua. En este caso no hubo bombas ni tronchos de col, pero la reina de Inglaterra entró en la capital irlandesa rodeada de un pueblo silencioso.

Las razones de este diferente temperamento, que ahora, se ha convertido en un lugar común de los gacetilleros de Fleet Street, son de naturaleza racial e histórica. Nuestra civilización forma un vasto tejido en el que se mezclan los más diversos elementos, en el que se mezclan los más diversos elementos, en el que se encuentran la agresividad nórdica y el derecho romano, las nuevas convenciones burguesas y los restos de un religión de origen sirio. En este tejido resulta imposible encontrar un hilo en estado de pureza y virginidad, un hilo que no haya sufrido la influencia de otro hilo vecino. ¿De qué raza o de que idioma (salvo los pocos que una voluntad juguetona ha conservado en hielo, cual ocurre con el pieblo islandés) se puede decir, actualmente, que es puro? Y ninguna raza tiene menos derecho a alardear de lo dicho que la actualmente aposentada en Irlanda. La nacionalidad (si no se trata de una cómoda ficción igual a tantas otras a las que el bisturí de la ciencia actual ha dado el golpe de gracia) debe hallar las razones de su arraigo en algo que supere y trascienda e informe realidades tan cambiantes como la sangre y las palabras humanas. El místico teólogo que adoptó el seudónimo de Dionisio, el Pseudoaeropagita, afirma que "Dios ha dispuesto los límites de las naciones de acuerdo con sus ángeles", y seguramente esto no es una idea puramente mística. ¿Acaso no es cierto que en Irlanda los daneses, los firbolgs, los milesios de España, los invasores normandos y los colonizadores anglosajones se han unido para formar una nueva entidad, bajo la influencia, cabría decir, de una deidad local? Y, aunque la actual raza irlandesa sea inferior y rezagada, vale la pena hacer constar que es la única, entre todas las de la familia celta, que se ha negado a vender su primogenitura por un plato de lentejas.


3. La fidelidad irlandesa al catolicismo y el aporte de Irlanda a la cultura británica.

(...) El pueblo irlandés, el noventa por ciento del cual es católico, ha dejado de contribuir al mantenimiento de la Iglesia protestante, que solamente existe para las necesidades espirituales de unos millares de colonizadores. En resumen, la hacienda inglesa ha perdido dinero, y la Iglesia Católica tiene una hija más. En cuanto hace referencia al sistema de educación, podemos decir que permiten que las aguas del pensamiento moderno si filtren hasta cierto punto, y muy despacio, en la árida tierra. A su tiempo, quizá se produzca el gradual renacimiento de la conciencia irlandesa, y quizá cuatro o cinco siglos después de la Dieta de Worms, veamos como un monje irlandés arroja el hábito lejos de sí, se fuga con una monja, y proclama a voz en grito el fin de aquel coherente absurdo llamado catolicismo y el inicio de este incoherente absurdo que se llama protestantismo.

Pero una irlanda protestante es inimaginable. Sin duda alguna, Irlanda ha sido hasta el presente la más fiel hija de la Iglesia Católica. Quizá sea el único país que recibió con cortesía a los prisioneros misioneros, y que se convirtió a la nueva doctrina sin verter ni una gota de sangre. En realidad, la historia eclesiástica de Irlanda carece en absoluto de martirología, como afirmó el obispo de Cashel con orgullo al contestar las burlas de Giraldus Cambrensis. Durante seis u ocho siglos, fue el foco espiritual de la cristiandad. Sus hijos iban a todos los países del mundo para predicar el Evangelio, y sus doctores interpretaban y renovaban las Sagradas Escrituras.

Su fe jamás vaciló gravemente, con excepción de cierta tendencia doctrinal de Nestorio, en el siglo V, referente a la unión hipostática de las dos naturalezas de Jesucristo, ciertas diferencias litúrgicas, carentes de importancia, aparecidas en la misma época, tales como la forma de la tonsura eclesiástica y el tiempo de celebración de la Pascua, y, por último, la defección de ciertos de clérigos ante las presiones de los reformados emisarios de Eduardo VII. Pero, ante las primeras noticias de que la Iglesia corría peligro, un verdadero enjambre de clérigos irlandeses partió hacia la costa de Europa, donde se esforzaron en suscitar un fuerte movimiento general entre los católicos, a fin de enfrentarse con los herejes.

(...) Ahora bien , ¿qué ha ganado Irlanda con su fidelidad al papado y con su infidelidad a la corona inglesa? Ha ganado mucho, pero no para sí misma. Entre los escritores irlandeses que adoraron el idioma inglés en los siglo XVII y XVIII, y casi olvidaron su tierra natal, encontramos el nombre de Berkeley, el filósofo idealista; de Oliver Goldsmith, autor de The Vicar of Wakefield; dos famosos comediógrafos, Richard Brinsley Sheridan y William Congreve, cuyas magistrales obras cómicas se admiran todavía hoy en los estériles escenarios de la moderna Inglaterra; Jonathan Swift, autor de Gulliver's Travels, que comparte con Rabelais el más alto puesto satírico en la literatura mundial, y Edmund Burke, a quien incluso los ingleses calificaron de moderno Demóstenes y consideraron como el más profundo orador que jamás haya hablado en la Cámara de los Comunes.

Incluso hoy, pese a los grandes obstáculos, Irlanda contribuye al pensamiento y al arte ingleses. En realidad, los irlandeses no son esos desequilibrados e irremediables del Standard y del Morning Post, como lo demuestran los nombres de los tres más grandes traductores de la literatura nglesa: FitzGerald, traductor del Rubaiyat, del poeta persa Omar Khayyam; Burton, traductor de las obras maestras árabes, y Cary, el traductor de la Divina Comedia. También podría alegar los nombres de otros irlandeses, cual Arthur Sullivan, el decano de la música inglesa moderna; Edward O'Conor, fundador del cartismo; el novelista George Moore, un oasis intelectual en el Sahara de los falsos escritores espiritualistas, mesiánicos y detectivescos que infestan Inglaterra; y los nombres de los dos dublineses, el paradójico e iconoclasta comediógrafo George Bernad Shaw, y el sobradamente conocido como Oscar Wilde, hijo de una poetisa revolucionaria.

Por último, y en cuanto concierne a los asuntos prácticos, esta concepción peyorativa de Irlanda queda desmentida por el hecho de que los irlandeses, cuando se encuentran fuera de su país, en otro ambiente, se convierten muy a menudo en hombres respetables. Las circunstancias económicas e intelectuales dominantes en Irlanda no permiten el desarrollo de la propia individualidad. El espíritu del país está debilitado por siglos de luchas estériles y tratados incumplidos, y la iniciativa individual está paralizada por la influencia y exhortaciones de la Iglesia, mientras que su cuerpo está esposado por la policía, los impuestos y el cuartel. Ningún irlandés que se respete a sí mismo permanece en Irlanda, sino que huye de un país que ha recibido la visita de un airado Júpiter.


4. El incierto renacimiento celta

(...) ¿Está este país destinado a recuperar algún día su antiguo rango de Grecia del Norte? ¿Esta la mentalidad celta, lo mismo que la eslava, a la que en tantos aspectos se parece, destinada a enriquecer lo conciencia civil con nuevos descubrimientos y hallazgos? ¿O acaso el mundo celta, las cinco naciones celtas a las que naciones más fuertes han confirmado a las orillas occidentales del continente, a las islas más alejadas de Europa, será al fin arrojadas al océano, tras largos siglos de lucha? Somos sólo sociólogos aficionados, y, por lo tanto augures de tercera clase. Miramos fijamente las entrañas del animal humano, y, después, confesamos que nada vemos de ellos. Únicamente nuestros superhombres pueden escribir la historia del futuro.

Sería interesante, aun cuando rebasa los límites que me he fijado esta noche, averiguar qué efectos produciría en nuestra civilización el renacimiento de esta raza. Los efectos económicos de la aparición de una isla rival cercana a Inglaterra, una isla bilingüe, republicana, centrada en sí misma y emprendedora, con su propia flota mercante, y sus propios cónsules en todos los puertos del mundo. Y los efectos morales de la aparición de los artistas y pensadores irlandeses en la vieja Europa, la aparición de estos espíritus extraños, frígidos entusiastas, artística y sexualmente inadecuadas, pletóricos de idealismo e incapaces de dejarse arrastrar por él, espíritus infantiles, satíricos e ingenuos, los "irlandeses sin amor", como se les ha llamado. Pero, mientras esperamos este resurgimiento, confieso que no veo la utilidad de despotricar contra la tiranía inglesa, mientras la tiranía romana ocupa el palacio del alma.

De nada sirven, a mi parecer, las amargas invectivas contra el expoliador inglés, el desdén hacia la vasta civilización anglosajona, pese a que es casi totalmente una civilización materialista, ni las orgullosas y vacías afirmaciones de que el arte de la miniatura en los antiguos libros irlandeses, tales como el Book of Kells, el Yellow Book of Lecan, el Book of the Dun Cow, que se remontan a los tiempos en que Inglaterra era un país aún por civilizar, es casi tan antiguo como el arte chino, que Irlanda fabricó y exportó a Europa sus tejidos durante varias generaciones, antes de que a Londres llegara el primer flamenco que enseñaría a los ingleses a cocer pan. Si estos recursos al pasado tuvieran validez, el fellahin de El Cairo tendría pleno derecho a negarse desdeñosamente a cargar con los equipajes de los turistas ingleses. La antigua Irlanda está tan muerta como el antiguo Egipto. Ya se ha entonado su responso, y ya se ha se colocado la lápida en su tumba. La vieja alma nacional que durante siglos habló por boca de fabulosos visionarios, de vagabundos trovadores, de poetas jacobeos, desapareció del mundo con la muerte de James Clarence Mangan. Con él terminó la larga tradición del triple orden de los viejos bardos celtas; y hoy otros bardos, animados por otros ideales, tienen la palabra.

Sólo veo con claridad una cosa. Hace tiempo que llegó el momento de que Irlanda terminé de una vez con tanta frustración. Si realmente puede resurgir, que despierte, o cubramos su cabeza y dejemos que descanse en paz en su tumba. En cierta ocasión, Oscar Wilde dijo a un amigo mío: "Nosotros, los irlandeses, no hemos hecho nada, pero somos lo más grandes habladores habidos desde el tiempo de los griegos". Pero, aunque los irlandeses son elocuentes, una revolución no se hace con el aliento y la negociación. Irlanda ha cometido ya demasiadas equivocaciones y ha caído en demasiados malentendidos. Si realmente desea dar el espectáculo que durante tiempo hemos esperado, que esta vez sea íntegro, completo y definitivo. Nuestro consejo a los productores irlandeses es el mismo que nuestros padres les daban no hace mucho tiempo: ¡Daos prisa! Pero tengo la seguridad de que al menos yo no veré alzarse el telón, porque cuando ocurra habré emprendido ya mi último viaje.