James Joyce

Italo Svevo
Fragmento de James Joyce, de Italo Svevo, publicado Editorial Argonauta.
Traducción de Ricardo Silva Santisteban

Estando lejos de Joyce es imposible tener noticias suyas. El defiende su soledad, es decir, su trabajo, con una inercia absolutamente eficaz. Seguro estoy de haberlo molestado sólo cuando tuve que pedirle ayuda y cuando toqué el timbre de su puerta. Como buen inglés que no querría ser, hasta es capaz de enviar una tarjeta de fin de año, esfuerzo que sirve para perdonarle las enormes negligencias acumuladas en los 365 días pasados y las que se acumularán en los 365 sucesivos. Creí despertarlo enviándole una conferencia que preparé sobre él y anunciándole que luego comenzaría a estudiar Ulises. No resultó. No conseguí elogios ni críticas a la conferencia, ni tampoco me alentó en el estudio que pensaba emprender. No me sentó muy bien que digamos, hasta que recibí un consejo, ni esperado ni solicitado, que podía servir para la difusión de mi obra en Alemania.

Sin embargo, al llegar a París, me dirigí resueltamente al timbre del Square Robiac, decidido pero un poco tímido. Aunque mucho más joven que yo, obligado por las circunstancias, siempre me acerco a él con el respeto del más joven. Pero esta vez me sentía seguro, segurísimo, pues había mantenido mi promesa y me había ocupado de su gran poema, todos cuyos meandros y fisuras yo conocía. Sabía verlo por dentro. Conocía ya cada personaje y a todos los quería: Stephen, Bloom y Simon, el inglés de los sueños cinegéticos, y también al ciudadano furibundo, y, sobre todo, a la mujer de Bloom. Vivía su forma variada y compleja. Ya no me asombraba de que cada una de aquellas dieciocho horas encerrase un mundo en sí. Además, tenía que hacer preguntas. Quería sorprender al autor con un poco de malicia. Por ejemplo, en el famoso coloquio entre Bloom y Stephen, el elemento agua es estudiado en todas sus manifestaciones: mar, río, lago o estanque. Y los analiza como químico, como físico, como geógrafo. Ahora quería saber por qué el autor no lo había contemplado en la forma modesta, aunque importante, de lágrima humana. Todo lector un poco literato hace de una novela la suya propia. Y en ese momento Joyce tenía tantos lectores en todo el mundo y tantas comunicaciones sorprendentes, que era difícil --aunque no imposible- sorprenderlo.

Pero la sorpresa me la llevé yo. Para Joyce, Ulises ha dejado de existir. Es consciente de haber hecho todo cuanto era posible por él y ahora éste debe arreglárselas solo en el mundo que se le ha abierto en toda su inmensidad. El autor podía recordarlo, pero sólo para eliminarlo en forma inmediata de su mente, dirigida ya hacia cosas muy diferentes.

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Recuerdo que Joyce se puso a hablar enseguida de su nueva preocupación. Como hacía mucho tiempo que no hablaba con un véneto, me preguntó: "¿Ha sido traducida al italiano esa magnífica expresión vuestra bater le broche (padecer mucho frío)? Está en mi libro". Y me dijo la palabra inglesa. Pero yo, como véneto, al escucharla en inglés no sentía nada, y esos jerks ingleses hubieran podido chocar hasta deshacerse y yo no habría sentido frío.

Para sentirlo, sin embargo, me bastaba con agregar alguna consonante: Battere le brocche. Acaso nuestro destino sea no saber jugar lo suficiente con nuestras palabras como para convertirlas en nuestro patrón antes que en nuestras criadas.

Yo ya había tenido la experiencia de comprobar que era bastante reacio a vivir su arte, por razones que desconozco, pese a que tuve la suerte de hablar a menudo y largamente con Joyce. Puedo decir que sólo en 1921, después de una hora de conversación que Joyce me regaló, llegué a sentir la evidente fuerza de representación de aquel capítulo de Ulises donde se describe el nacimiento de un niño a través de una lengua surgida del sajón antiguo, que atraviesa los siglos hasta llegar a nuestros días. Claro está que las dificultades de la lengua extranjera me habían complicado su comprensión. ¿Cuál era mi tarea? Escuchar y tratar de entender. Mientras tanto, si no debía hablarse de Ulises, éste me podía servir por dos razones: ante todo, ablandarme ante el recuerdo de la experiencia pasada (vale decir, mi resistencia, de la que me avergüenzo) y, además y sobre todo, darme la llave de aquel corazón de artista. Porque no era necesario hablar de Ulises para comprender a Proteo, como tampoco era preciso mencionar el Retrato del artista adolescente para facilitar la comprensión de Ulises, que sabe vivir por su cuenta. Sin embargo, así como el conocimiento del Retrato... facilita la comprensión de Ulises, de la misma manera Ulises puede hacernos entender el orden de ideas que rige a Proteo. Y cada vez que Joyce me hablaba de Proteo, yo volvía a caer en mi único punto de referencia: Ulises.

En efecto, ¿cuál es la cualidad que más distingue a Ulises de todas las obras que lo precedieron? Una objetividad aplicada con una rigidez que casi tacharía de fanática. ¿Dónde queda la objetividad soñada por Flaubert y predicada por Zola? Todo comentario, toda explicación quedan suprimidos, y cada palabra sirve sólo para copiar o adornar el objeto que se presenta y que se vuelve macizo, arroja sombra y acumula luz como un objeto real para quien lo sabe contemplar. Pero, ¡cuánta ciencia, cuánta perspicacia hay que tener para saberlo contemplar! Como si se tratara de una fatigosa conquista acaba amando el objeto conquistado para representarlo. Pero quien llega a la conquista acaba amando el objeto conquistado como a un hijo propio.

Ahora bien, Proteo tiende a una mayor objetividad. La palabra se altera para adherirse mejor al objeto y evitar todo comentario. Aquella no se aja ya de tanto uso. Cuando Joyce me explicaba que el pan que un niño sueña con comer no puede ser el mismo que come en la vigilia, ya que no puede transportar al sueño todas las cualidades del pan, y porque, en consecuencia, el pan del sueño no podía estar hecho con harina corriente (flour) sino con harina designada con un sonido similar (flower), una flor que le quitaba algunas cualidades y le imponía otras más adecuadas al estado de ensueño, recordé entonces de pronto la objetividad de Ulises. Ni antes ni ahora Joyce comenta más que un pintor: sigue su pincelada y trata de introducirnos en la línea precisa y en su color. Hubiera podido explicar que en el pan del sueño los dientes no pueden penetrar como en el de la realidad, y que se puede comer tanto como se quiere del primero sin temor a una indigestión. No obstante, ¿habría tenido esta explicación la misma eficacia de aquella palabra única llovida de su pluma casi por negligencia?

Yo pensé en Ulises también por otra razón. Cuando comencé a comprender la novela, creí que Joyce era un artista condenado a la soledad. ¿No podría ocurrir acaso que también ahora me engañara y que Proteo pueda conquistar el vasto público que posee Ulises? Otro problema me preocupó: suponiendo que Proteo condene a su autor a la soledad, ¿probaría esto el menor valor de la obra? Victor Hugo decía que para tener un gran poeta, era necesario un gran público. En este caso, hace tiempo que en Italia no hay grandes poetas. Sin embargo, en el caso de Joyce, es justamente el poeta el que se aleja del público. Como si el ambiente que se formó en torno de Ulises, antes tan cómodo, le pareciese ahora lleno de gente. Y se esforzara para salir y alejarse.

Entretanto, lo cierto es que su soledad es bastante grande. Junto a él hay muchos intelectuales que lo siguen también por sus nuevos caminos. Más que del contenido, todos hablan del lenguaje, donde se encuentra la mayor posibilidad de incomprensión. Sin embargo, aun así, algunas de sus palabras alteradas llegan ya al gran público. Por ejemplo, battlefield (campo de batalla) se convirtió en bluddelfilth, palabra que en boca de un inglés conserva casi la misma pronunciación, pero que manifiesta todo el horror del pacifista a aquel campo heroico, puesto que le ha incorporado el concepto de sangre y suciedad. Un niño reza en la noche, pero invoca a un fantasma (ghost) en vez de a Dios (God), mediante una sencilla alteración de sonido. No son palabras en libertad. Todo lo contrario.

 

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Yo no soy un crítico, y al releer estos apuntes dudo de que haya logrado dar una idea clara de esta novela. Haré otro intento por esclarecerla. Tal vez sea importante establecer que no tiene ninguna analogía con la obra de Proust. Me gustaría separarlos de una vez y para siempre, lo cual no es una tarea difícil. En vida se encontraron una sola vez. Una noche Proust, que ya estaba muy enfermo, se decidió a salir de su casa, esa casa de ventanas revestidas en yeso que daban a los Campos Elíseos, obligado quizá por la necesidad de realizar una pesquisa para poder terminar una frase o una acotación que concernía a algún hecho real. En tales circunstancias conoció a Joyce y, distraído por su propia obsesión, le preguntó: "¿Conoce usted a la princesa X?" "No", respondió Joyce. A lo cual Proust replicó: "¿Conoce usted a la princesa Y?" "No -contestó Joyce-, ni me interesa." Dicho lo cual se separaron y nunca más volvieron a verse.

Pienso que si los dos escritores se enfrentaran, cada uno en su terreno, en el de su arte, y uno de los dos gritase para ser escuchado, puesto que debería hacerlo por estar tan distantes uno del otro: "Hermano, ¿conoces esto?", el otro contestaría: "No, ni me interesa".

Proust es el artista de la gran prosa narrativa. Su frase se crea a fuerza de completarse; se desarrolla, enorme en sus acotaciones, cada una de las cuales es una sorpresa, un hallazgo. Nada le es suficiente, y narra, narra, empujado por la necesidad nostálgica de buscar el tiempo que ya no existe. Sobre su tela se añade trazo a trazo, color tras color, para adherirse a la realidad. La perfecta entonación del cuadro surge de la perfecta visión de la realidad. Diríase que a su narración le falta un plan. ¿Qué necesidad tendría, puesto que a los hechos que ocurrieron no les puede faltar un orden? Y cuando esa realidad suya se convierte en sátira, esto se produce casi sin su intervención. A veces, la mera precisión puede convertir la realidad en sátira.

Joyce, en cambio, es totalmente lo opuesto. Es el artista que ha planeado toda la aventura que eligió para sus personajes. Extrajo lo que prefería de la realidad y lo transformó en algo tan entero que pudiese reemplazar la realidad. No creo que sepa trabajar sobre un lienzo. Con seguridad, plasma sus figuras antes de pintarlas y llena su laboratorio de seres tridimensionales, tan vivos que parecen moverse y hablar sin ayuda de nadie. El autor, rígido, hace olvidar que él podría socorrerlos. Se lo ve inmóvil porque esconde su propia fatiga.

En Proust, la realidad se convierte en una ciencia. Cada uno de sus personajes es estudiado en sus orígenes y en sus órganos.

No existe huella de tales estudios en Joyce. Otros lectores pueden intentarlos, puesto que tienen en sus manos toda la criatura. Aquí fui yo quien intentó seccionarla, y sabe Dios lo que hice. No obstante, el placer que brinda la obra de Joyce no surge de tales análisis, ni siquiera de los míos. Esa niebla difundida en su libro, debida a tantos propósitos tácitos, a su insólito destino intelectual, se esfuma lentamente y el lector descubre que ha colaborado, con la ayuda de un guía incomparable, en la creación de todo un mundo, aunque tan misterioso como el original del que fue copiado. De allí el grito de admiración y sorpresa de tantos críticos ilustres.

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Cuando lo veo caminando por la calle, siempre me parece que está gozando de un descanso, de un descanso total. Nadie lo espera, y él no desea llegar a ningún sitio ni encontrarse con nadie. No. Pasea para estar consigo mismo. Tampoco lo hace por razones de salud. Camina. Camina porque nada lo detiene. Me imagino que si en su camino encontrase un muro alto y extendido no se alteraría en lo más mínimo. Tomaría otra dirección, y si ésta tampoco fuese practicable, la volvería a cambiar y seguiría caminando, las manos apenas sacudidas por el movimiento natural de todo su cuerpo y las piernas trabajando sin esfuerzo alguno para alargar o apresurar el paso. No. Su paso es verdaderamente suyo y de nadie más, y no puede ser ni alargado ni acelerado. En resposo, todo su cuerpo es el de un deportista: cuando se mueve, el de un niño disminuido por el gran amor de sus padres. Yo sé que la vida no ha sido una madre cariñosa con él. De haber sido peor, igualmente el señor James Joyce hubiera conservado el aspecto de una persona que considera a las cosas como puntos que rompen la luz para divertirlo. Lleva gafas, y por cierto que las usa desde la mañana temprano cuando se levanta, hasta bien entrada la noche. Tal vez vea menos de lo que se pueda suponer por su aspecto, pero da la sensación de una persona que se mueve para ver. Seguramente no es capaz de combatir y tampoco lo desea. Va por la vida esperando no toparse con mala gente. De todo corazón le deseo que esto nunca le suceda.