La guerra y la reclusión

Fred Uhlman
...

Durante la «drôle de guerre», se habían constituido tribunales en toda Inglaterra para examinar la lealtad de los miles de alemanes y austriacos que habían huido de los nazis. Muchos de mis amigos, mi mujer, que había perdido su nacionalidad, y ahora era una «extranjera enemiga» (!) y yo mismo tuvimos que presentarnos ante uno de estos tribunales. Nos declararon «seguros» y, en consecuencia, «exentos de reclusión».

Poco después de la invasión de Holanda me llamó por teléfono una anciana encantadora, amiga íntima nuestra.

«Mi querido Freddy, ¿has oído el discurso de nuestro embajador en La Haya? Ha dicho: «No se fíen de ningún alemán, ¡aunque sea su mejor amigo!»

Le contesté muy educado que había oído el discurso y que sólo podía pensar que aquel imbécil se había vuelto loco. Añadí que apostaba a que no conocía ni un solo alemán antinazi, ni un judío, y que, sin duda, todos sus supuestos «amigos» debían ser malditos nazis con nombres tales como Herr von und zu Donnerblitz o Prinz Rupertus Schleim-Gleim-Gugelhupf-Gotha. Había muchos diplomáticos ingleses estúpidos y snobs que se dejaban impresionar fácilmente por las adulaciones y los títulos; yo sabía mucho más sobre los nazis que toda esa banda de malditos profesionales y diez veces más que Chamberlain, el mayor imbécil de todos. ¡A mí nadie hubiera podido engañarme, porque tenía una experiencia sobre los nazis de primera mano! No había que ser muy inteligente para ver que sus objetivos no podían lograrse sin la guerra. Cuando Hitler llegó al poder, el pueblo llano de París había gritado: «¡Hitler es la guerra!» Ellos conocían mucho mejor a Hitler que cualquier gobierno. Pero, naturalmente,. ¡yo no tenía amigos nazis, no me trataba con Putzi Hanfstángls, no iba de caza con Goering! ¡Ni a Berchtesgaden, como tantos ingleses! ¿Por qué no los encerraban a ellos los primeros?

«Mi querido Freddy, dijo la encantadora anciana, no te alteres. Sé perfectamente lo que sientes. Sin duda tienes razón en maldecirlos, con la excepción del pobre Chamberlain, que sólo ha querido obrar lo mejor posible, pero debo de¬cirte que todos tenemos miedo de los alemanes refugiados en Inglaterra. Deberíais estar todos encerrados. No digo que tú seas un espía. Pero piensa en el daño que puede hacer un espía, ¡aun¬que sea el único entre veinte mil alemanes! No, creo que no podré dormir hasta que no estéis todos internados. No es nada horrible. Mi cu¬ñado, el general Arcibald, dice que es hasta divertido. Se puede jugar al tenis durante todo el día y no tienes necesidad de preocuparte de la guerra.»

Calmé a la anciana lo mejor que pude. ¿Por qué me iban a internar? ¿Acaso mi vida no era clara como el agua? ¿No había promovido todos los ofrecimientos de ayuda de la Liga alemana libre?

Aquello me parecía tan ridículo que olvidé la conversación en cuanto la anciana hubo colgado el teléfono.

Mi mujer esperaba el niño para principios de julio y decidí quedarme cerca de ella hasta entonces. Estaba viviendo en casa de una tía suya, cerca de Ware. Llegué de Londres e124 de junio, justo diez días antes del nacimiento del niño. Al día siguiente temprano se presentaron dos policías. Uno esperó fuera y el otro entró y se puso a estrujar sus guantes. Se sentó. Luego me dijo que había venido a buscarme para internarme.

-¿Sabe usted que mi mujer espera un hijo para dentro de unos días?

-Lo sé-, dijo.

Fue muy educado. Me dio tiempo para hacer mi maleta y decirle adiós a mi mujer, a la manera inglesa, es decir, sin exteriorizar el menor signo de emoción.

-Adiós, querido-, dijo mi mujer.

-Adiós, querida-, dije yo. «Cuánto había aprendido en unos años!)

Cuando ya me iba en el coche la tía de Diana agitó la mano para decirme adiós. No tenía ni idea de lo que ocurría y creía que mi salida mati¬nal en limusina con una escolta especial significaba que me llamaban para una misión importante. ¡Quizá el primer ministro me necesitaba!

De camino hacia la comisaría de policía re¬cogimos a un señor de sesenta y ocho años, el profesor Pollack de Manchester, con quien dis¬cutí sobre la influencia de Béranger en la poesía política alemana.

En la estación esperamos durante horas a que llegaran unos padres jesuitas alemanes. Cuando supo que aún no había salido mi mujer me llevó un frasco de tinta china, un portaplumas y papel de escribir. Era el mejor regalo, no hubiera po¬dido encontrar nada más eficaz para mantener mi moral.

Desde Ware nos llevaron a Watford, donde nos registraron; si teníamos navajas de bolsillo, cuchillas de afeitar, tijeras de uñas o cerillas teníamos que entregarlas. Luego nos dejaron en una escuela donde ya había algunos cientos de personas entre los dieciséis y los setenta años.

Ahí tuvimos que esperar de nuevo hasta que nos metieron en camiones, en los que nos ten¬dimos por el suelo y todo el convoy escoltado por motoristas se puso en camino hacia un destino desconocido. Mi camión se tuvo que parar una o dos veces porque algunos hombres mayores se habían mareado por el olor a gasolina, pero al fin llegamos a un pequeño bosque. Vi barracones, alambradas con pinchos y torres de observación; ni una sola pista de tenis. Eran los cuarteles de invierno del circo Bertram Mills en Ascot, transformado en campo de prisioneros. Nos mandaron a dormir a las casetas de los elefantes y los leones sobre colchones de paja. Durante días y días las comidas consistieron en porridge quemado y Kippers. El primer día sólo nos dieron pan y té. Todo estaba solo. Todo estaba sucio. No teníamos acceso ni a noticias ni a periódicos, pero cada prisionero recibía diaria¬mente cinco trozos de papel higiénico. Había un enorme desorden, y deseaba que la encantadora anciana que tanto anhelaba mi reclusión me hu¬biera podido ver.

La primera noche me fue imposible dormir, aunque me había tapado los oídos con cera. Los ancianos que tenían entre sesenta y setenta años no podían permanecer tendidos en unos bancos tan duros y erraban en la oscuridad tratando de hallar los servicios, que daban en parte al dormitorio común.

Evidentemente, los oficiales ingleses que esta¬ban a cargo del campo no se figuraban ni por un momento que fuéramos antinazis. Pero cuando organizamos un concierto y terminamos con God save the king algo les debió hacer comprender que éramos diferentes a los marinos alemanes que nos habían precedido.

Uno o dos años después mi amigo el Dr. Walter Zander escribió un artículo que empezaba así: «Lo más interesante del problema de la reclusión no estriba en saber hasta qué punto han sufrido los internos -ya que actualmente el sufrimiento está generalizado en el mundo entero-, sino hasta qué punto han sido capaces de resistir moralmente la. experiencia y de transformar su desgracia en algo productivo.'Para juzgar con justicia sus esfuerzos es preciso tener en cuenta las circunstancias concretas, pues quienes soportaron las vejaciones y las privaciones no eran unos ciudadanos que podían tener la esperanza de volver un día a su hogar, sino unas personas sin patria y sin protección que se hallaban entre dos mundos en lucha y a quienes en parte se llegaba a identificar con aquellos que habían jurado su destrucción. Tenían que librar la batalla contra ese terrible telón de fondo.»

Siguiendo a Zander, no voy a extenderme en mis sufrimientos. No tengo derecho. Mis padres y mi hermana sufrieron muchísimo más, igual que millones de víctimas de los nazis en Bergen¬Belsen y en Auschwitz (y en Siberia, cosa que generalmente se olvida).

Pero había dos aspectos del problema que hacían la reclusión especialmente difícil de soportar. Uno era el sentimiento de su injusticia y del despilfarro de energías que hubieran podido emplearse tanto mejor. (¡Qué excelente uso hubiera hecho Hitler, en cambio, de miles de ingleses refugiados en Alemania!) El otro era una tortura especial conocida por el nombre de «liberación».

Todo juez con experiencia sabe que los hom¬bres acusados de un crimen suelen hallarse en un estado de extrema ansiedad antes de conocer la sentencia, pero se calman milagrosamente en cuanto saben qué será de ellos. En nuestro caso uno podía ser liberado hoy, mañana, dentro de una semana, o seguir prisionero durante años. Dependía de una sola cosa: «Ser o no importante para el esfuerzo requerido por la guerra.» Al¬guien debía decidirlo desde Whitehall y en su opinión, como era de esperar por parte de un inglés, los hombres de negocios, los técnicos, etc., eran esenciales para el esfuerzo requerido por la guerra, a diferencia de los artistas, los músicos, los profesores de universidad, los dirigentes antinazis, etc.

El primero en ser liberado fue un domador de elefantes; los animales habían tenido el sentido común de negarse a ser alimentados por cual¬quier otra persona.

Los siguientes fueron unos importantes hombres de negocios que se habían largado con sus capitales, pero nunca habían movido ni un dedo contra Hitler y le hubieran lamido las botas si éste se lo hubiera permitido. Les siguieron unos técnicos y otros individuos igualmente útiles.

Hicieron falta meses y una fuerte presión de la prensa y del Parlamento para forzar al gobierno a crear nuevas categorías que incluyesen a personas «inútiles» susceptibles, asimismo, de ser liberadas. Todo aquel lento proceso causaba una tensión y una ansiedad constantes que nos impedían resignarnos y tratar de poner al mal tiempo buena cara, como cualquier prisionero de guerra que sabe que debe limitarse a esperar junto a sus compañeros el final dela guerra. Como he dicho, en nuestro 'caso la cosa era muy distinta: todos los días había hombres que abandonaban el campo, para gran envidia de los que se quedaban. Hacia las cinco de la tarde anunciaban los nombres de los liberados y todos los días volvía a mi habitación arrastrándome, derrotado y deshecho... Al principio hubo otra causa de sinsabores que se podía haber evitado fácilmente. Durante todas aquellas semanas en Ascot, que después de todo sólo está a unas millas de Londres, no recibi¬mos ni una sola carta y que yo sepa ninguna de mis cartas llegó a su destino. Sin embargo, todo esto no era nada comparado con los padecimientos de otras personas internadas en otros países.En 1941 recibí una carta de mi viejo amigo, Paul Westheim, actualmente profesor en Méjico, fechada e14 de enero de 1941: «Mis compañeros y yo estamos muy impresionados por vuestra descripción de la fiesta de Navidad en vuestro campo. Mi Navidad ha sido más bíblica. La he pasado en un establo, en el que vivo desde hace tres meses. En cambio, las circunstancias, distan mucho de ser bíblicas: desde hace meses padezco una grave ciática, reumatismo y disentería y duermo sobre la paja. La temperatura es de diez grados bajo cero y como no tenemos calefacción y las ventanas están rotas, estoy prácticamente a la intemperie. Es bastante penoso, sobre todo cuando recibo de mi casero recibos de calefacción que debo pagar. Pero no quiero quejarme. He aprendido que se puede vivir sin calefacción... »

La «defensa espiritual» empezó casi inmediatamente después de traspasar las alambradas. Había por todas partes grupitos de hombres oyendo una charla. Heinz Beran daba una sobre la literatura inglesa. Debajo de un árbol un rabino discutía de religión con un padre jesuita. Heinz Fraenkel, «Assiac», del New Statesman, planteaba problemas de ajedrez. No era más que el comienzo. Más adelante, nuestro campo de la isla de Man debió ser una de las mejores universidades de Europa.

Nos trasladaron a la isla de Man el 12 de julio. Ignorábamos la suerte que habíamos tenido. Centenares de refugiados permanecían en el abominable Wharf Mills Camp, una fábrica de tejidos de algodón abandonada cerca de Manchester. Me describieron ese edificio como el peor de todos, abandonado y sucio, con casi todas las ventanas rotas y los suelos repletos de basura. El comandante era una verdadera urraca: robaba dinero, máquinas de escribir y todo lo que caía en su mano (Luego le descubrieron y le metieron en la cárcel). Unos amigos me dijeron, y no tengo ninguna razón para dudar de su palabra, que en el campo había cincuenta o sesenta hombres enfermos de gravedad, aquejados de tuberculosis, diabetes y cáncer. Algunos estaban cojos o tuertos. Los médicos alemanes no disponían de jeringas hipodérmicas ni de medicamentos. Trescientos ochenta y un internados dormían en una sala donde los excrementos corrían por el suelo. Para orinar había que emplear utensilios de cocina y los trastornos mentales seguidos de accesos vio¬lentos eran el pan de cada día.

Cuando llegamos a Douglas, en la isla de Man, rodeados de soldados con la bayoneta calada, mucha gente vino a ver a los prisioneros de las gloriosas batallas de Hamstead y de Golders Green. Pasamos por delante del monumento a los caídos y cada uno de nosotros se fue quitando el sombrero. Uno de los soldados gritó: «iMás deprisa! ¡Más deprisa!» Le dije que el hombre que iba delante de mí tenía setenta años y se calló inmediatamente.

El campo consistía en un conjunto de casas pequeñas cercado con alambradas. Con el fin de disminuir los gastos del material necesario para el black-out alguien había tenido la «brillante» idea de pintar todos los cristales de azul y todas las bombillas de rojo. El resultado era que de día estaba tan oscuro como un acuario y de noche parecía un burdel. Cuando llegamos empezamos a raspar la pintura azul con cuchillas de afeitar formando figuras, flores y árboles para dejar pasar un poco la luz. La ventana más bonita la hizo un cazador de caza mayor que había observado a los animales durante años con la mirada de un hombre de las cavernas o de un bosquimán. Aunque no había recibido ninguna formación artística su ventana, con sus cebras, sus jirafas y sus monos trepando por los árboles, era mucho mejor que las de los artistas profesionales.

Había cerca de sesenta casas en total, y cada una alojaba a unas treinta o cuarenta personas, que solían tocar a cinco por habitación. En total debíamos ser unos dos mil prisioneros.

Por suerte descubrí un cuartito que sólo tenía dos camas. Mi amigo Frank consiguió la segunda. Era un arquitecto que trabajaba para Tecton, la firma que había construido High Gate, la casa de los pingüinos en el zoológico y luego llevaría a cabo el proyecto Finsbury y muchos otros.

Además de las camas había dos sillas; sobre ellas colocamos nuestras maletas y nos sirvieron de mesas. En mi «mesa» hice unos doscientos dibujos. Jonathan Cape publicó muchos de ellos en 1944 bajo el título «Cautiverio». Aquella habitación, en la que podía estar sólo cuando quería, me parecía más hermosa que el castillo de Blenheim.

Los más interesante era la reacción de los internos ante el aburrimiento, la imposibilidad de aislarse y la tortura cotidiana de la liberación ya mencionada. Quienes mejor lo soportaban no eran los hombres más lúcidos, sino aquellos con un coeficiente de inteligencia más bajo. Para algunos significaba la buena vida.

Tenían de todo: asilo, alimento, compañía, y además estaban fuera del alcance de los bombardeos. Se pasaban el día jugando a las cartas sentados en la hierba, enteramente felices mientras les llegaran de su casa cartas y paquetes, y lo único que temían era la llegada del día en que tendrían que afrontar de nuevo la vida fuera de su jaula protectora. Si los mirones y los niños se quedaban mirándoles no se sentían humillados. Ellos se sentían libres y los prisioneros eran los que estaban afuera.

Aunque en general los intelectuales estaban mucho más afectados, algunos daban muestras de una calma y una dignidad estoicas; en cambio otros, visiblemente hundidos, vivían un suplicio. Había un músico que no cesaba de andar de un lado a otro mascullando entre dientes. Otro prisionero perdió la razón y le tuvieron que encerrar en un manicomio. Rawicz sufría una depresión, pero nos distraía tocando el piano.

Por mi parte, padecía dolores de estómago y vértigos causados por la tensión nerviosa en que me hallaba; detestaba el ambiente y temía verme obligado a permanecer ahí durante años si algo impedía mi liberación en el Home Office. Estoy absolutamente seguro de que si hubiese conocido la «fecha» hubiera sido perfectamente capaz de poner al mal tiempo buena cara.

Nunca en mi vida he visto una mezcla de individuos tan extraordinarios en un lugar tan pequeño. Había gente que sólo hablaba el yiddish; tenían entre sesenta y setenta años y probablemente habían nacido en Galitzia cuando Francisco José era emperador de Austria. Había algunos antiguos capitanes de la marina mercante inglesa llenos de medallas que habían olvidado nacionalizarse ingleses y ya casi no sabían ni una palabra de alemán. Había algunos individuos que no sabían leer ni escribir, firmaban los papeles con una cruz y probablemente no se habían metido en un baño en toda su vida. Había un joven de unos veinticinco años que llevaba un jersey blanco adornado con la palabra «BRITAIN» estampada en grandes letras. Cuando le preguntaban cómo lo había conseguido contestaba en inglés que había corrido para Gran Bretaña en los Juegos Olímpicos de Berlín. Pero lo que constituía nuestro orgullo era una maravillosa colección de más de treinta profesores de universidad, sobre todo de Oxford y Cambridge. Algunos de ellos eran hombres de renombre internacional. Dudo que fuera posible encontrar en otro sitio una mayor variedad de conferenciantes. No dábamos abasto. ¿Qué hacer cuando la charla del profesor William Cohn sobre el teatro chino coincidía con la introducción a la música bizantina de Egon Wellesz? ¿O la charla del profesor Jacobsthal sobre la literatura griega con la del profesor Goldmann sobre la lengua etrusca? ¿Era mejor oír a Zunz hablar de la Odisea o a Friedenthal del teatro de Shakespeare?

Todas las noches se podía ver una procesión de cientos de internos transportando su silla al lugar de la charla elegida. El recuerdo de esos hombres en busca de cultura es uno de los más conmovedores que guardo de aquel extraño microcosmos en el que viví durante tan largos meses.

Estábamos bien surtidos de profesores y pintores, pero escasos de músicos. Sólo Glass y Rawicz, ambos excelentes pianistas, podían ofrecernos música seria. El campo central, situado en Douglas, estaba mucho mejor provisto en este sentido. Tenían una orquesta completa dirigida por Franz Reizenstein, pero pocos profesores.

La gran «celebridad» era Jack Bilbo, que un día dio una conferencia con el siguiente título: «Por qué he guardado silencio durante tanto tiempo, por Jack Bilbo, alias Traven.» Al día siguiente anunció otra conferencia: «Por qué he guardado silencio durante tanto tiempo, por Moisés Rosenblatt, alias Goethe.»

La figura más fabulosa de aquel mundo fantástico: era el pintor Kurt Schwitters, dadaísta y fundador del movimiento Merz.

¿Qué es el dadaísmo? Las respuestas que daban los miembros del movimiento hacían pensar que la pregunta era antidadaísta y pueril. Si se insistía decían: «Dada es un microbio virgen», «un perro o un compás», «afirmativo», «negativo», «estúpido», «muerto», en suma, todo lo que podía escandalizar a la detestable burguesía.

El origen de la palabra Dada es desconocido. «Sólo los imbéciles y los profesores españoles pueden interesarse por semejante cosa», escribía Hans Arp, que luego declaró que «Tristan Tzara había encontrado la palabra Dada e18 de febrero de 1916 a la seis de la mañana. Estaba presente con mis doce hijos cuando Tzara pronunció la palabra por primera vez... Ocurrió en el café de la Terrasse en Zurich y en ese momento tenía una brioche en mi orificio nasal izquierdo...»

Los creadores del movimiento se consideraban pacifistas, pero lo que verdaderamente les causaba placer era la destrucción. La guerra de 1914-1918 fue un triunfo del caos sobre la ley y el orden. ¿Por qué no contribuir al mismo destruyendo todo lo que quedaba de arte, la religión y la literatura e instituir en su lugar el Dada, el culto a la anarquía y a la negación?

Los dadaístas organizaban conferencias, manifiestos, charlas y veladadas dada; con motivo de tales actos se disfrazaban de pan de azúcar o aparecían con la cabeza metida en el tubo de una estufa y exasperaban a la burguesía suiza con su música infernal y sus danzas salvajes, seguidas de proclamaciones anarquistas y «poemas» con acompañamiento de bocinas de bicicleta.

Tzara daba la siguiente receta para hacer poesía: cójase un periódico y unas tijeras, elígase un artículo, recórtese, recórtese a su vez cada palabra, introdúzcase todo en una bolsa y agítese.

Sus acrobacias surtieron efecto: la Iglesia, la prensa, y el público se enfadaron. A finales de 1918 los dadaístas habían salido de Zurich y el movimiento pasó a Francia y Alemania, donde se desarrollaron varios focos, entre los cuales estaba Hannover; allí Schwitters, como he dicho, impulsó una filial especial a la que llamó Merz, a partir de un collage que representaba la parte central de la palabra Kom-Merziell.

Schwitters era alto y corpulento, muy ancho de hombros.

Sus bellas facciones recordaban a las de Gerhardt Hauptmann, el actor alemán. Llevaba los calcetines tan rotos que no se sabía si existían o no. Se calzaba con unos zapatones demasiado grandes incluso para él, y su manera de andar hacía pensar en la de un campesino con un gran cesto a cuestas. Decía haberse fugado de Noruega llevándose consigo una pareja de ratones blancos demasiado preciosos para dejarlos en manos alemanas. Un día se paró delante de un granero a fin de coger unos granos de trigo para él y para sus ratones. De pronto le apuntaron las pistolas de un grupo de noruegos que vigilaban un cable eléctrico que atravesaba el edificio y la presencia de los ratones le salvó de una muerte inminente. Los noruegos consideraron- poco probable que un espía alemán circulase con ratones en el bolsillo, de modo que le dejaron huir a Inglaterra, donde les pusieron a él y a sus ratones en cuarentena.

Cuando le vi por primera vez vivía en un desván de nuestro campo. Sus collages, que estaban colgados de las paredes, estaban realizados con paquetes de cigarrillos, algas, conchas, restos de corcho, cuerda, alambre, cristal y clavos. Había algunas estatuas esparcidas aquí y allá. Estaban hechas de porridge, el más efímero material co¬nocido por la humanidad: despedía un débil pero repugnante olor y tenía un color de queso: azul danés muy curado o roquefort. Por el suelo había platos, pan duro, queso y otros desperdicios, todo ello bien revuelto con unas cuantas piezas de madera, en su mayoría pies de mesa y sillas, robados de nuestras casas y empleados en la construcción de una gruta alrededor de una ventanita. En aquella habitación de cinco metros de largo por dos de ancho también había una cama, una mesa y quizá una silla. En el espacio que quedaba había pinturas de todas clases ejecutadas, a falta de otro material, en linóleum procedente del suelo. Schwitters siempre llevaba encima con este fin un cuchillo bien afilado y más de una vez le vi recortar cuidadosamente un buen pedazo de linóleum en la casa de alguna infeliz señora.

Una noche fui a verle -entonces lo hacía a menudo porque me estaba haciendo un retrato cuando oí unos ladridos feroces que provenían del interior; el ruido me sorprendió, ya que los perros y las mujeres estaban prohibidos en el campo. Cuando entré vi una escena extraordina¬ria. En la planta baja un hombre de negocios vie¬nés de cierta edad ladraba con la cabeza vuelta hacia la parte alta de las escaleras, donde estaba encaramado Schwitters, ladrando a su vez con todas sus fuerzas. El hombre de negocios tenía un ladrido ronco, como el de un dogo inglés, mien¬tras Schwitters prefería el de un pachón alemán.

-¡Guau-guau! -ladraba el dogo.

-¡Guau-guau! -contestaba el pachón.

-¡Guau-guau-guau-guau! -ladraba el hombre de negocios.

- ¡Guau-guau-guau-guau-guau! -contestaba Schwitters con furia.

Aquello prosiguió cierto tiempo en un crescendo terrible hasta que ambos hombres se can¬saron. El hombre de negocios se fue a la cama como es normal en un hombre de negocios, pero Schwitters, que parecía no saber con exactitud dónde terminaba el reino humano y dónde empezaba el mundo animal, se retiró a una perrera que había dispuesto para él y para el pachón que llevaba dentro. Había puesto encima de la mesa varias mantas, con su colchón debajo y trepando a cuatro patas se metió a dormir, cosa que representaba un considerable esfuerzo, ya que estaba gordo y pesaba mucho. Le vi muchas veces en su perrera y nunca se dormía sin murmurar suavemente un último guau-guau-guau.

Era un maravilloso narrador de cuentos. Ade¬rezaba sus historias con todo lujo de detalles. Su voz era suave y la lengua alemana, para muchos áspera y gutural, en sus labios se hacía rica y melodiosa. Cuando celebró su primera velada dada no estaba muy seguro de cómo sería recibida. Temía que se produjeran los abucheos de los primeros años veinte, pero, para su sorpresa, todos los números fueron acogidos con aplausos frenéticos. El pobre Schwitters había olvidado hasta qué punto había cambiado el mundo desde 1917, ahora todo el mundo llevaba una vida surrealista. Después de todo, ¿qué podía haber más dadá que dos mil «extranjeros enemigos» rogando por la victoria de «nuestro gracioso rey Jorge VI y nuestra graciosa reina Isabel»?

Recuerdo algunas de sus historias, por ejem¬plo, la de la enorme piedra negra que una vez se encontró en Hannover tras un día de lluvia. La piedra brillaba y relucía al sol como un magnífico diamante negro. La llevó a la academia de Bellas Artes, la puso encima de la estufa, y luego se le olvidó completamente. Salió un momento y cuando volvía a la academia vio pasar coches de bomberos a gran velocidad. Por las ventanas salían bocanadas de humo negro, y el director iba de un lado para otro con el puño amenazante, gritando: "Das Schwein! ¡Das Schwein! ¡Si cogiera al cerdo que ha puesto alquitrán en la estufa!»

También contaba la historia de cómo había " envenenado a su familia con setas (estaban clasificadas como venenosas en el libro de las setas, «pero intenté vencer a la naturaleza»), la historia de las chinches que entraron en la academia, la historia del americano y el Kaiser, pero sobre todo, la historia del clavo de cobre.
«Un día, contaba Schwitters, me paró un tartamudo por la calle.»

«P... p... podría, por f... f... f... avor, decirme dónde p... p... p... podría comprar un clavo de c... c... cobre?»

«Le indiqué el camino para ir a la ferretería y se fue. Pero yo conocía un atajo y llegué mucho
- antes que él.»

«Q... q... q... quiero comprar un clavo de cobre», le dije tartamudeando al ferretero. Me mostró unos clavos de cobre.

«¿Son bastante largos?», preguntó.

«N... n... no, dije, los quiero m... m... más largos. »

«El hombre trajo otros clavos, pero ninguno era bastante largo. Por fin encontró uno enorme, de veinticinco centímetros.»

«S... S... sí, dije, es... es... éste es maravilloso. Por f... f... favor, cla... cla... cláveselo en el trasero.»

«Y me fui. Un minuto después entró en la tienda el verdadero tartamudo... y salió a toda prisa.»

De sus poemas recuerdo uno que titulaba «Un poema sinfónico». Parecía hermoso cuando lo recitaba, pero me temo que perdía algo de encanto una vez impreso:

 

Langetúrgl... Oká, Oká

Tsiuriuliutree... Tsiuka, Tsiuka,

Langetúrgle... Okaká... ka

Tsiuka... Tsiuka

Langetúrgl...

Y así proseguía. Había otro poema que empezaba así:

Anna Blume

Eres precoz y tardía A-n-n-a

A-n-n-a

Te quiero.

 

Había otro poema que recitaba sin cesar. Se llamaba Leise (en voz baja). Empezaba susurrando «leise, leise».

Aumentaba poco a poco el volumen del sonido, «leise» se hacía cada vez más fuerte para alcanzar por último una extraordinaria intensidad y estallar en un grito salvaje. Justo en ese momento cogía una taza o un plato y lo rompía en mil pedazos tirándolo al suelo. Este «poema» siempre tenía un gran éxito. Varios años atrás lo había recitado una y otra vez en la terraza de Deux Magots ante Tzara y Breton... hasta que intervino el dueño del café.

Durante su reclusión Schwitters siguió haciendo sus collages tal como los venía haciendo desde hacía veinte años. Quizá vivía en el pasado, o quizá le resultaba difícil hacer otra cosa. Tengo motivos para suponer que así era. En todo caso no encontraba quien los comprase. Nadie tomaba sus collages en serio. Así que se puso a pintar retratos y paisajes de Noruega. Los retratos eran excelentes, pero los paisajes eran rudimentarios. Me hacían pensar en unos huevos escalfados con espinacas. A pesar de su comportamiento, creo que no tenía nada de loco. Muy al contrario, era un hombre muy sagaz; siempre tuve la impresión de que representaba un papel, cultivaba con mimo su personalidad dada como las más apropiada para el personaje que representaba desde hacía tanto tiempo y que ya no podía abandonar el Till Eulenspiegel de los pintores.

Murió en 1947 en la miseria. Al final intentaba vender sus collages a una libra la pieza. Inmediatamente después los marchantes empezaron a comprar todo lo que encontraban suyo y de vez en cuando una voz me pregunta por teléfono. ¿Ningún Schwitters en venta? Me han dicho que sus collages ahora valen entre tres y cuatrocientas libras cada uno y siguen subiendo: con el paso del tiempo se hacen cada vez más dada. Me pre¬gunto que hubiera dicho el pobre Schwitters.

 

Guau-guau-guau, supongo.

 

A diferencia de lo que había pasado en Ascot, las cartas y los paquetes llegaban regularmente a la isla de Man. Pero las noticias eran malas y los bombardeos de Londres llenaban de angustia a los refugiados que tenían allí a la mujer o a los hijos. Afortunadamente yo no tuve esa preocupación. Diana y nuestra hija -Carolina había nacido e13 de julio de 1940-, pocos días después de que me internasen vivían en nuestra casa de campo en Essex, y John Heartfiel estaba en nuestra casa de Hampstead. Recibía con regularidad cartas explicándome lo que ocurría en Londres, pero no podía imaginarme cómo era la vida en realidad. ¿Había taxis? ¿Funcionaba el teléfono? ¿Había cambiado mucho la ciudad desde que me fui?

Oímos varias veces la sirena de las alertas aéreas cuando los alemanes sobrevolaban la isla de Man después de bombardear Liverpool. Una noche sonaron las sirenas después de haber comenzado el oficio religioso del sábado. El campo quedó inmediatamente sumido en la oscuridad, excepto una casa ocupada por judíos ortodoxos. El comandante intentó llamarles por teléfono, pero no obtuvo respuesta, ya que un judío ortodoxo no coge el teléfono durante el sábado. Entonces el comandante mandó a un mensajero con la orden de apagar aquella maldita luz. El mensajero volvió: había intentado bajar los plomos, pero se lo habían impedido ya que él también era judío y no le. habían permitido cometer una trasgresión. Ya fuera de sus casillas, el comandante intentó encontrar a alguien que no fuese judío en un campo donde cerca del noventa por ciento de los internos eran judíos, pero antes de que lo consiguiese la alerta dejó de sonar.

A menudo me han preguntado si había nazis en mi campo. Sólo conocí a uno (quizá había más): nuestro cocinero. Tenía la clásica mentalidad nazi: era arrogante y rígido y carecía por com¬pleto de sentido del humor.

Una noche, a principios de septiembre, lo encontré más excitado que de costumbre. Miraba el mar desde la ventana. Yo estaba detrás de él y le oí cantar en voz baja, pero con nitidez, el Heut' fahren wir gegen Bngelland. Se volvió, me miró, se le dibujó una sonrisa y regresó a su cuarto. Era, o al menos así lo creía él, la noche de desembarco alemán, llegaban los felices días en que podría decirle al oficial nazi que tuviese el mando de las fuerzas de invasión quienes debían ser exterminados.

No sé qué fue de él. Creo que no era un espía, sino sencillamente un nazi bruto y vulgar.

Creo que no había muchos más. Sólo en una casa había un grupo que mantenía una actitud distante con nosotros y les llamábamos los «nazis», pero quizá no eran más que simples antisemitas. Años más tarde me presentaron en el País de Gales a un hombre bastante joven y con buena facha, era un pintor. «Le conozco» musitó. Le dije que debía estar equivocado. «¡Oh, no!, dijo. He coincidido con usted», y añadió en voz baja: «Hutchinson Camp.»

Cuando le pregunté por qué él, siendo artista, se había mantenido al margen de sus colegas y no había participado en nuestras exposiciones, contestó vagamente que no había tenido ninguna razón especial para hacerlo. No creo que fuera un nazi; sospecho que detestaba a las masas y, en concreto, a las masas de judíos.

En todo caso, los oficiales del Intelligence Service que nos vigilaban sabían todo lo que pasaba en nuestro campo. Los confidentes les tenían perfectamente al corriente. Un soplón vino a verme. Por la naturaleza de sus preguntas entendí inmediatamente que su misión era descubrir en qué términos estaba con mi suegro. Entendía demasiado bien las razones de la curiosidad de nuestro comandante.

Muchas veces me han preguntado cómo nos trataban. La respuesta es la siguiente: al principio con indiferencia e incluso con dureza, después mucho mejor. [Guardo un buen recuerdo del capitán Jorgensen (del Intelligence Service) y del muy popular sargento de caballería Petterson].

De vez en cuando nos infligían severos castigos por faltas insignificantes. ¿Era necesario meterle a B. tres días de calabozo por haberle arrojado flores al otro lado de la alambrada a su novia? Pero en general nuestros oficiales se esforzaban por hacernos la vida lo más agradable posible en unas circunstancias extremadamente difíciles.

Hacia finales de noviembre todos los profeso¬res y muchos de mis amigos habían sido libera¬dos. Charoux, Ehrlich y Rawicz habían abandonado el campo. Frank, que había compartido mi habitación y me había ayudado mucho, también se había ido, y mi nuevo compañero me exasperaba. No porque discutiésemos de política -era un comunista convencido-, sino por su manera de lavarse los dientes; era de lo más irritante, una especie de operación militar, con ofensiva para capturar los microbios: izquierda-derecha, arriba-abajo, izquierda-derecha, arriba-abajo. Cuando por fin acababa con los preliminares, aspiraba una gran cantidad de agua y le daba vueltas y más vueltas en la boca para terminar escupiéndola con violencia y precisión, como si se la tirara a la cara a un fascista.

Apenas hablábamos. Hacía tiempo que había decidido no hablar de política con un comunista: era tan insensato como discutir sobre Alá con un árabe fanático. Siempre era educado y estaba pendiente de no hacer ruido en la habitación, que mantenía en un estado de limpieza poco común. Yo sabía que su vocabulario carecía de ciertas palabras como piedad, tolerancia o libertad. El único objetivo de su existencia era preparar al mundo para el advenimiento del comunismo y si para realizar ese ideal debían morir unos cuantos millones de seres peor para ellos. Después de la guerra volvería a Alemania, o donde le mandasen y obedecería sin rechistar las órdenes que recibiese.

Sabía que acudía en secreto a unas reuniones del partido, porque un día me dijo que en el campo habían células comunistas y que conocían a todos los nazis. También me dijo que antes de mudarse a mi cuarto había hecho una investigación en regla sobre mi persona y que había superado el examen satisfactoriamente en todos los sentidos.

Acepte el cumplido con gran modestia.

Hasta Navidad y durante los días que siguieron todo fue tristeza y depresión. Todos los días esperaba con temor y esperanza que llegaran las cinco de la tarde, hora en la que eran anunciados los nombres de los liberados, luego me arrastraba hasta mi habitación, demasiado abatido para po¬der comer. Dormía muy mal y en cuanto me metía en la cama me parecía que la habitación daba vueltas.

En Navidad todo el mundo hizo esfuerzos desesperados para hacer las cosas lo más alegres posibles y fingir no haber disfrutado nunca de mejor compañía ni haber probado nunca manjares y vinos tan exquisitos. Después perdí toda esperanza. Por su parte, mi compañero de célula parecía perfectamente resignado. Escribía y leía. Se armaba para la lucha suprema. ¿Por qué iba a preocuparse por un montón de tonterías religiosas o iba a faltar a su deber por una solicitud burguesa hacia su mujer y sus hijos?

El 30 de diciembre el capitán Jorgensen me llamó a su despacho y me preguntó si me gustaría volver a casa. Le miré. Le miré... y sonrió.

A la mañana siguiente abandonaba el campo. En el tren me senté solo, ¿Y si los otros viajeros había visto que era un ex-prisionero? Llegué a Londres unos minutos antes del año nuevo. Cogí un taxi para ir a casa. Si hubiera estado fuera cien años en lugar de seis meses Londres no me habría parecido más extraño.

Al día siguiente a primera hora llamaba a mi mujer por teléfono para decirle que estaba libre y le preguntaba dónde podíamos vernos.

-Ven aquí enseguida, me dijo.

-Pero es imposible, objeté. Sabes que es una zona prohibida.

-Ya no, contestó. No lo es desde hoy, 1 de enero de 1941.

Tomé el primer tren para Essex.

 


 

Fred Uhlman (1901-1985), pintor alemán de origen judío exiliado en Inglaterra desde 1936, compartió con Schwitters su estancia en el Campo de Hutchinson en la Isla de Man . y allí organizó el "Café de Artistas"

Era socialdemócrata y trabajaba de abogado en Stutgard se marchó de Alemania en 1932 y vino a vivir a Tossa de Mar en la Costa Brava catalana hasta 1936, como hicieron otros en estos mismos años, Raul Hausmann en Ibiza desde 1932 al 36 y Jack Bilbo ya mencionado en el número 9 de 598 en Sitges. En Tossa conoció a Diana, hija de un político conservador británico y se casó con ella en Londres. Su suegro odiaba a los alemanes, judíos, socialistas y los artistas, Uhlman reunía las cuatro condiciones a la vez.

Desde 1936 establecido en Inglaterra  colaboraba con organizaciones que desde Londres apoyaban al gobierno de la República Española en la guerra contra el fascismo.

Organizó en Londres el Artist Refuge Comitte para salvar a los artistas alemanes refugiados en Praga, uno de los primeros en acoger en su casa fué Oskar Kokoschka, posteriormente acogió a Jonny Hertfield. Fundó la Liga alemana Libre para la Cultura junto a Kokoschka y otros artistas y científicos.

Se alistó en la A.R.P. ,nada que ver con Hans Arp ni con la Allgemeines Relativitäts Prinzip - principio de la relatividad general, sino la Air Raid Precautions, torres de control aéreo desde 1936 hasta que fue destituido en  1940 por la aplicación de la ley relativa a los extranjeros, que le llevaría al campo de internamiento.

Lo que reproducimos a continuación el capítulo 16 de su autobiografía escrita poco antes de morir en 1985 que se publicó con el título "The Making of an Englishman" editado en este país por Ediciones  del Bronce el año 2000 con el titulo "Brilla el sol en Paris"