En el Menón se desarrolla el famoso diálogo con el esclavo en el que éste es conducido por hábiles preguntas a razonar sobre problemas geométricos. Ante el asombro de sus interlocutores, Sócrates deduce que todo lo que el esclavo ha dicho tiene que ser recuerdo, tiene que haberlo aprendido en otra parte, ya que en su existencia actual nadie le ha enseñado. «Si no las ha adquirido --las nociones geométricas-- en la vida presente, es del todo necesario que las haya tenido en otro tiempo y que él estuviera provisto de ellas con antelación» (86a).
Cuesta trabajo pensar que Platón creyese realmente la interpretación que hace de la reminiscencia del esclavo. Por muy hondo que hubiesen calado en su espíritu las doctrinas órfico_pitagóricas, ¿podía justificarse toda la epistemología por tan sorprendente recurso como el de la preexistencia? ¿No es precisamente el existir, algo que por su compacta presencia invalida cualquier pre? ¿No es pre_existir una contradicción en sus propios términos, y la preexistencia, un recurso retórico ante la imposibilidad y el absurdo que implica «existir en el pasado»? Es difícil solucionar ahora estos interrogantes, o sostener decididamente la falsedad de la credulidad platónica y justificarla. Pero si olvidamos la letra del mito y, una vez más, lo entendemos como la larga metáfora que recorre las páginas de Platón, hay que confesar que, en el ejemplo del esclavo y la geometría recordada, se había planteado el problema en el horizonte exacto ante el que se destaca su solución.
Tal vez la clave sea esa frase inicial de la conversación con el esclavo: «¿Es griego y habla griego?» (82b). Cuando se formula esta pregunta no se está preguntando, en el fondo, por la posibilidad material de poder realizar la entrevista, sino por la comunidad ideal que va a ceñir el diálogo y que va a ofrecer la base teórica para que tenga sentido. La lengua sí que es un dominio preexistente a ese hablar del esclavo de Menón. Esta lengua vive ya antes de que el esclavo la utilice. Al recrearla en cada instante, está trayendo al presente inmediato, a la temporalidad iluminada en la palabra, los largos siglos que fueron de silencio para el que ahora la habla, pero en los que se llenaron de significación, en otras mentes, en otras momentáneas iluminaciones.
Es el lenguaje la gran masa epistemológica que manipula el esclavo. En ella están todas las significaciones que Sócrates le hace describir. Es en el lenguaje donde se ha preexistido, en el lenguaje que habla ahora a través del interlocutor socrático. Conocer es haber conocido. Hablar es haber ido dejando reposar toda la preexistente sabiduría de la palabra, haberse ido enriqueciendo con la única puerta consciente que nos ha dejado abierta el pasado y, de pronto, utilizar de nuevo ese legado para sintetizar, en un «acto de habla», la preexistencia que hace posible, y la existencia que realiza. «Ahora bien: reencontrar en sí mismo, por sí mismo, su sabiduría, ¿acaso no es precisamente recordar?» (85d). Es recordar, porque sin memoria no hay lenguaje donde fundamentalmente se recuerda. No hay un recuerdo puro, un agarrarse al pasado en una inarticulada fonética de la memoria silenciosa y sin sentido. La memoria es la cámara del lenguaje, y el recuerdo es siempre el acto de enfrentamiento entre la historia y la actualidad, entre el tiempo perdido y el tiempo reencontrado.
Platón mismo nos dice que recordar es encontrar por sí mismo, desde la propia actividad del habla, provocada por el estímulo de una interrogación exterior o interior. Pero en este habla se utiliza también un en sí mismo, un ámbito preexistente a la temporalidad iluminado por el impulso del recuerdo, por la presión de la actividad reminiscente, que se prolonga, paso a paso, en el tiempo perdido de la memoria.
Sin embargo, en el ejemplo geométrico del Menón, aparecía un elemento que no era, básicamente, lenguaje. La geometría es una ciencia, se comunica en diversos lenguajes, pero parece que, aunque su vehículo sea siempre un cierto tipo de construcción y de comunicación, no se agota sólo en el hecho de construirse o comunicarse. Si recordar es recordar en el lenguaje, hablar, en este caso, es hablar, p. ej., sobre la diagonal de un cuadrado. No es, de hecho, una simple convención lingüística el que la suma de los ángulos de un triángulo equivalgan a dos rectos. Hay también como una preexistencia de triángulos perdidos, que buscamos y construimos en el acto de la demostración, en su reminiscencia. Si podemos formular proposiciones sobre ciertas reglas del comportamiento de los triángulos, es porque, al parecer, los triángulos se comportan de manera suficientemente coherente como para que podamos regularlos. Aquí sí que se abre una importante interpretación del tema platónico. La preexistencia sigue siendo un mito que se cuenta en el Menón para explicar las perfectas deducciones del ignorante esclavo; pero la geometría no puede sustentarse sólo en su existencia, en el hecho de que aparezca dicha en un lenguaje. Platón descubre esa poderosa cualidad de ciertos objetos ideales, dotados de una entidad peculiar que les permite existir fuera de la existencia y no desgastarse ni difuminarse ni identificarse con las líneas que, momentáneamente, nos los presentan.
Hay también otros objetos parecidos que Platón perseguirá, con una cierta inocencia, a lo largo de sus diálogos de juventud. Son esas otras entidades como el valor, la belleza, la amistad, la justicia; pero su estructura es más vagorosa e independiente, aunque su existencia parezca poblar también el mismo cielo que los triángulos. Su independencia les hace no sentirse nunca reclamadas por la férrea ley que arrastra a los puntos tras las líneas, a los cuadrados de las hipotenusas tras la suma de los cuadrados de los catetos. De todas formas, también la geometría tiene su peculiar independencia, aunque precisamente para existir requiera la firme cohesión de todas sus partes. Su independencia consiste en que no está supeditada a los lenguajes que hablan de ella, a los trazos imperfectos de la tangente, de la que nunca podía decirse con precisión que, en la realidad, sólo toca en un punto a la circunferencia, aunque de verdad sólo puede tocarla en un punto. ¿Qué son estas extrañas entidades que parece como si existieran detrás de las palabras que las expresan? Platón las encerró en un término que iba a tener un eco muy sostenido por toda la historia de la filosofía; las llamó Ideas. Pensando, además, que ni su coherencia, ni su independencia podían ajustarse a una realidad como la que perciben nuestros sentidos, siempre en movimiento, siempre imprecisa, las situó fuera del mundo, al menos fuera de este mundo, donde, por ejemplo, no hay tangente que haga honor a su ley, ni ha visto nunca nadie a la justicia, a la verdad o, incluso, a la circunferencia.