La mirada del sordo, Arte, Ciencia y Libertad

Louis Aragon
Artículo publicado el 2 de junio de 1971 en el semanario "Les lettres françaises" 
UNA CARTA DE LOUIS ARAGON sobre ROBERT WILSON

En 1971 el poeta Louis Aragon fue al Théâtre de la Musique de París, anteriormente conocido como Gaité-Lyrique, y quedó conmocionado por lo que vió: una función de "La mirada del sordo", la obra con la que Robert Wilson se consagró como uno de los creadores teatrales más revolucionarios del momento.
Aragon sintió que el espectáculo era la culminación del sueño surrealista que un grupo de amigos y artistas como André Breton, Paul Éluard, Luís Buñuel y él mismo habían perseguido cuarenta años atrás. Un documento singular sobre el nacimiento de una nueva vanguardia
 

CARTA ABIERTA ANDRÉ BRETON SOBRE 
"LA MIRADA DEL SORDO", ARTE, CIENCIA Y LIBERTAD

Estimado André,

había pocas posibilidades de que te volviese a escribir una carta. Hace casi cuarenta años que no se me ocurría. No lo hice mientras vivías, y luego. Recuerdo mi indignación en un país lejano, y también socialista, cuando un desconocido me dio una carta para el difunto Eluard, suplicándome que la depositara en su tumba. No es lo que hago ahora contigo.

Te escribo porque no lo hice antes, aunque todos los indicios hicieran pensar que en el otoño de 1965 nos podíamos haber encontrado, una vez por lo menos, en alguna parte, en uno de esos lugares de otro tiempo marcados por el milagro, en un café que, por azar, aún fuese el mismo (el Tout va bien ya no existía y La Régence, donde Nadia te esperó en vano, había cambiado tanto que el espectro de Diderot se había ido), o en el Palais des Miracles, que todavía existe en el Museo Grévin, o en la plaza Maubert de donde partió volando Etienne Dolet, o en el Puente de los Suicidas, en las Buttes-Chaumont. No ocurrió nada de eso, pero el milagro se ha producido, lo que esperábamos, de lo que hablábamos (¿te acuerdas de aquel paseo a lo largo de las Tullerías, cuando me dijiste: Si algún día dejásemos de creer en el milagro.?), el milagro se ha producido cuando ya hacía tiempo que había dejado de creer en él.

Estos últimos días. En un teatro que fue la antigua Gaité-Lyrique, ¿recuerdas aquella larga estancia en la plaza, ante la Gaité, un día de mayo de 1918 antes de que nos separasen? Debía ser un domingo, el silencio era absoluto. Ni un coche de caballos, ningún taxi tosiendo. Tú me dijiste: "Escucha el silencio", y nos reímos por todos los caballos que no relinchaban ante la idea de escuchar el silencio. de pronto, con una seriedad absoluta, me dijiste también: "¡Qué sordos nos hemos vuelto para pensar que París sea muda.!" Pues bien, precisamente allí se ha producido el milagro.

El silencio. La obra que allí representaban -¿pero era una obra? ¿y la representaban? ¿quién?- se llamaba La mirada del sordo, amigo mío. Venías desde el infierno de París, a través del alboroto del bulevard Sebastopol, y de repente ya no tenías, o casi no, necesidad de los oídos. El mundo de un niño sordo se abría ante nosotros como una boca muda. Durante más de cuatro horas viviríamos en este universo donde, en ausencia de palabras, de sonidos, sesenta personajes no tenían ninguna palabra a articular.

Quiero decírtelo rápido, André, porque incluso los que han inventado este espectáculo no saben que lo interpretan para tí, para tí, que te habría gustado como a mí, hasta la locura.

Porque estoy loco. Escucho lo que digo a los que tienen oídos, al parecer, para no escuchar:

Nunca vi nada más bello en este mundo desde que nací, jamás de los jamases ningún espectáculo le ha llegado a la suela del zapato a éste, porque es a la vez la vida despierta y la vida con los ojos cerrados, la confusión que se produce entre el mundo de cada día y el mundo de cada noche, la realidad fusionada con el sueño, todo lo que es inexplicable en la mirada del sordo.

Hay quien denomina a este gran Juego del Silencio, a este milagro de los hombres y no de los dioses, surrealismo de pacotilla, surrealismo de escaparate, ¡qué sé yo! Porque, a estas alturas, el surrealismo está en boca de todos: dicen de una barraca un poco barroca que es una casa surrealista, todos quieren ser, los viejos de nuestra época y otros que han surgido después, del humus que dejamos, todos quieren ser, llamarse surrealistas, y, ¡gracias a Dios!, que los sordos no los oyen.

El espectáculo de Bob Wilson (que me perdone si prefiero el diminutivo a su nombre de pila), el espectáculo de Bob Wilson que nos llega de Iowa no es en absoluto surrealismo, como le resulta cómodo decir a la gente, sino que es lo que nosotros, de quien nació el surrealismo, soñamos que surgiera después de nosotros, más allá de nosotros, y me imagino la exaltación que habrías mostrado casi a cada instante de esta obra maestra de la sorpresa, en la cual el arte del hombre sobrepasa, a cada respiración del silencio, el supuesto arte del Creador. Tal vez habrías dicho de este producto del futuro lo que dijiste de los magos del pasado, de las Noches de Young, de Swift, de Sade, de Chateaubriand, de Constant, de Hugo, de Desbordes-Valmore, de Aloysius Bertrand, de Alphonse Rabbe, etc., que no eran surrealistas en absoluto, sino surrealistas en alguna cosa, igual que Edgar Allan Poe, que Baudelaire o Rimbaud, Mallarmé, Jarry. y ¡vaya!, que lo más bello, lo más cercano, al fin o al cabo, a este espectáculo, es lo que tú encontraste en Germain Nouveau, diciendo que era surrealista en el beso, y todos los pintores destacados, desde Seurat a André Masson. pero aún quiero decir más, hasta el extremo que juraría a Dios que habrías escrito que Bob Wilson es, sería, será -sería necesario el futuro- surrealista por el silencio, aunque eso se podría decir de todos los pintores, pero que Wilson es la unión del gesto y del silencio, del movimiento y de lo inaudito.

Es imposible que no lo veas, André, es imposible que no sientas esta prodigiosa ausencia de ruido que, muy avanzado el espectáculo, viene aún a subrayar una música a menudo lejana, suave y sin relación con este lenguaje del cuerpo, que no tiene ninguna necesidad del oído. ¡Ah!, pienso en ese momento, estamos en un país de minas, con un vertedero de mineral en el horizonte, mil cosas que se suceden, precisamente aquí se abre, como si fuéramos William Blake, una especie de boca del infierno, pero allá, en un rincón, sin preocuparse nada de la multitud que se agita a su alrededor, concentrado en sí mismo, un muchacho medio desnudo baila a contratiempo de los demás, no a contratiempo, porque él no les hace nada de caso y no se preocupa ni del lugar donde está en escena ni de los que pasan, en una danza para su propio placer, una improvisación continua allá, a la derecha, una especie de satisfacción que proviene de él mismo, como una risa que no se oyera.

Imagina que existe también el problema del tiempo, con el ser humano como reloj: aquellos muchachos y aquellas muchachas que atraviesan el fondo del escenario en el límite con lo que es desconocido, es una playa, una pista de carreras. como simples pasillos de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, y un retorno perpetuo, y que son el reloj del tiempo humano; o bien, aquellos hombres-peces arrastrándose por la escena en primer plano, con los codos haciendo de aletas nadadoras, de una parte a otra del escenario, y volvemos a empezar; o también el tiempo-objeto marcado por una silla que tarda más de cuatro horas en bajar del telar colgada del extremo de una cuerda.

Pues bien, no, señores, eso no es surrealismo, es decir, para vosotros una cosa clasificada, un objeto de tesis, de enseñanza, de Sorbona, ¡no, no y no! Pero es el sueño de los que fuimos, es el porvenir que predecimos.

Si lo pretendiese, cómo realizarlo, es imposible, incluso acudiendo a Raymond Roussel y a Lewis Carroll, para dar una idea de ello: si quisiera encontrar de todas todas un precedente de este espectáculo, tendría que transcribir un texto, André, que utilizaste una vez. Se trata de un fragmento de Mi vida, de Jerôme Cardan, donde este gran matemático explica los sueños de su niñez, cuando su padre le obligaba a quedarse en la cama hasta la tercera hora del día y él veía cómo se movían pequeños anillos de bronce subiendo en semicírculo desde el ángulo derecho de la cama y desaparecían por el izquierdo. Pero, decía Cardan, tenía tiempo de distinguir ciudadelas, casas, animales, caballos con sus caballeros, hierbas, árboles, instrumentos musicales, teatros, individuos de diferentes aspectos vestidos con ropa extraña, pero sobre todo veía trompetistas; parecía que las trompetas resonasen y sin embargo yo no oía nada.

También distinguía soldados, multitudes, formas que nunca había visto, bosques y otras muchas cosas que ahora ya no recuerdo.

Incluso si se coloca por encima de muchos otros objetos La mirada del sordo, nada se parece más que este catálogo de sueños que son los cuadrados negativos de las realidades. Me perdonarás que vuelva a tomar la referencia de Cardan, hablando de tí, hablando de. ¡qué bobo soy!, tú ya nos habías dejado, no conociste este texto escrito en 1968. Utilizaba tu imagen del Pez soluble como ejemplo del cuadrado negativo en poesía. Pues bien, en el espectáculo del Teatro de la Música todo es pez soluble, incluso en esos medidores de tiempo a los que un personaje pescador de caña lanza el anzuelo sin cogerlos nunca. Sólo que ellos son hombres de carne y hueso, y aquí radica la diferencia, de manera que los términos de la metáfora son personajes más vivos incluso que la escenografía o el vestuario.

Además, sólo recurro de nuevo a Cardan como autoridad por una razón muy diferente a la de hace cinco años, igual que la ocasión es diferente. Decía entonces, hablando de la novela desde mi punto de vista y defendiendo a la vez el realismo y el surrealismo, dándoles por futuro lo inimaginable, pero más vale que te cite lo que tus ojos no pudieron leer:

Tal vez, decía, hemos llegado al punto en que la novela ha de saltar por encima del río infernal y ha de penetrar en el dominio de lo inimaginable, volverse conjetura para contribuir al progreso del espíritu humano, apresurar la transformación de la persona y de la naturaleza. Tal vez estemos en el momento de un gran reto, en que la novela se atreverá a realizar eso que sólo puede ser percibido por la ciencia más evolucionada, la más avanzada. Quizás sea la novela la que en el futuro haga sonar las trompetas que logran derribar las murallas, los límites y, a través de ella, penetremos en el hombre, este Jericó inexpugnable, vayamos más lejos de lo que el hombre nunca irá a través de los astros.

Predicaba para el santo de mi devoción entre los muros aún en pie del santuario.

Y he aquí que ahora se nos ha dado acceso a la ciudadela sin ni una palabra, en el mundo sordo de Bob Wilson y un chiquillo. El espectáculo, porque, ¿qué otro nombre le podemos dar?, no es ni ballet, ni mimodrama, ni ópera (aunque quizás sea esta extraña cosa, una ópera sorda, como si fuéramos, en algún momento, del mundo análogo al siglo XVI italiano que había visto Cardan y que veía nacer, de Caccini a Monteverdi, la ópera seria, el barroco del oído, pasando del contrapunto vocal de los cánticos religiosos a este nuevo arte, profano en su esencia). el espectáculo apela a los nuevos medios de la luz y la sombra, a las máquinas reinventadas antes del jansenismo de los ojos, de manera que la silla-reloj que mide verticalmente la duración del espectáculo es como un mecanismo para reemplazar el péndulo, convertido en humano, de los pasillos que atraviesan el fondo del escenario. Todo parece ser crítico con todo a lo que estamos acostumbrados.Todo es experimento. Incluso la interpretación, dejada muy libre, a los que no denominaré ni bailarines ni actores, ya que son eso y algo más: experimentadores de una ciencia que aún no tiene nombre. La del cuerpo y su libertad.

El espectáculo explica la historia de un niño deficiente y, por ello, sobrepasa la ciencia médica en el mismo terreno donde ésta se encalla, escribe sobre el espacio con caracteres móviles, hombres y mujeres, y el color tiene allí su función, los negros entre los blancos y los monstruos, todos con una función preponderante. El espectáculo es el de una curación, la nuestra, del arte coagulado, del arte sabido, del arte dictado. Surge de una ciencia especial, la de las probabilidades (me entran ganas de decir, y de las improbabilidades). Nos cura de los palcos, en la platea, de ser como todo el mundo, de no tener el don divino del sordo; nos vuelve sordos a través del silencio y, magnánimo, de vez en cuando nos devuelve el oído para la música, o para una voz murmurada entre cajas que ritma un extraño y maravilloso vals (como si fuera) de Strauss, contando el compás:

one - two - three - one - two - three - one - two - three - one - two - three. tal vez un cuarto de hora al final del primer acto.

Y tengo ganas de escribir, ¡oh, tentación azul de papel blanco!, que la extraña vecindad (un barroco del futuro) de la ciencia y del arte es la clave de esta libertad que Robert Wilson reclama para su arte. Hay (lo escuchaba hace unos días a raíz de la emisión de Nicolas Schöffer por televisión, Nicolas Schöffer es una especie de Bob Wilson en su medio del futuro maravilloso) mucha gente, y no necesariamente estúpidos o monstruos, que temen la sustitución del arte por la ciencia, la robotización de la humanidad en lo que es su sublime particularidad, y de alguna manera entiendo que teman que cambie lo que amamos. Como todos los que lloran porque la luna ha perdido su misterio en estos últimos tiempos. Los comprendo pero no los apruebo. Toda conquista de la ciencia es un triunfo del ser humano, del hombre.

Su libertad se ejerce más allá del terreno que hasta entonces era suyo: de la misma manera que las canalizaciones lo relevan de la necesidad de ir al pozo y no echamos en falta la belleza del gesto de las mujeres que subían el cubo de la profundidad de la tierra. El hombre de cada día empieza más allá de él mismo, más allá de su pasado, de sus errores y de sus descubrimientos. Digo esto por la cibernética y por los ordenadores, y por el dominio del átomo, y por esta cosa todavía sin nombre, la belleza nueva, de la que sin ninguna duda el espectáculo del cual hablo es la primera alba. El hombre se inicia de lo que inventa. Y no es la perversión que se pueda hacer del uso de las máquinas lo que nos ha de apartar de ellas o, como en el tiempo de la primera revolución científica, empujar a los hombres más infelices a romper las máquinas, que no son sus enemigas, sino el punto de partida de su libertad. Un espectáculo como La mirada del sordo es una extraordinaria máquina de la libertad. Por ello ruego que vayan a ella todos aquellos a los que les palpita el corazón al solo nombre de la libertad.

Nunca como aquí, desde el oscuro agujero de un teatro, se había sentido, como ante el espectáculo de Robert Wilson que, si alguna vez el mundo cambia y deja de ser este infierno que ves al final de casi cuatro horas sobre el escenario, y es el infierno donde está la mina y el vertedero de mineral de los entreactos, si alguna vez el mundo cambia y los hombres se convierten en el bailarín de quien hablaba, libres, libres, libres. habrá cambiado por la libertad. La libertad, la libertad deslumbradora del alma y del cuerpo.

P.S. Todo esto, André, te lo dedico a tí, quizás sólo a tí, y tal vez sea una utopía, por mi parte, hacer de ello una carta abierta, y sin embargo, he aquí que: la abro.