Cuán a menudo desde aquel sábado sombrío y empapado –aquel helado día de abril, hace ya quince años– mi corazón ha albergado el sueño, el deseo de dar a la muerte de Abraham Lincoln una reflexión y un recuerdo. Mas, ahora que la esperada oportunidad se presenta, encuentro mis notas deficientes (¿por qué, cuando se trata de temas en verdad profundos, las declaraciones son tan vacuas?, ¿por qué nunca llega la frase justa?) y el digno tributo con el que soñé aguarda inconcluso, como siempre. La razón de mis palabras no está en lo que ellas sean por sí mismas o en lo que puedan contener, está casi solamente en el anhelo que siento por señalar el día, el martirio, más allá de toda palabra. Es con este propósito, amigos míos, que los he convocado. Aunque los años a su paso nos devuelvan a esta hora, demorémonos en ella de nuevo, no importa cuán brevemente. Por mi parte, guardo el deseo y la esperanza de que, hasta el día de mi muerte, cada 14 ó 15 de abril reuniré a unos cuantos amigos y guardaré el trágico recuerdo de esa fecha. No un recuerdo estrecho o sesgado. El recuerdo pertenece a todos estos estados en su totalidad, no sólo al norte, sino al sur –quizás pertenezca al sur más tierna y devotamente que a todos los demás; pues ahí está, en realidad, el linaje de este hombre. De ahí viene su estampa, desde ahí. ¿Por qué no habría de decir que de ahí vienen sus más nobles cualidades –su universalidad–, sus gestos y palabras a todas luces amables y sencillos, su determinación inflexible y la bravura de su corazón? ¿Nunca se han percatado, amigos míos, de que Lincoln, aunque traspuesto al oeste, es en esencia, en su porte y en su carácter, una contribución sureña?
Y aunque de ninguna manera pretenda reanudar esta noche la Guerra de Secesión, les recordaré sucintamente las condiciones públicas que precedieron a dicha contienda. Durante veinte años, y en especial durante los cuatro o cinco años previos al comienzo de la guerra, el panorama de los asuntos públicos en Estados Unidos, aun sin el brillo de la agitación militar, deja ver más que los contornos de una batalla, una larga campaña, o incluso una serie de convulsiones naturales. Las acaloradas pasiones del sur –en el norte la extraña mezcla de inercia, incredulidad y conciencia del poder–, lo incendiario de los abolicionistas, la bellaquería y la garra de los políticos, sin parangón en ninguna tierra, en ninguna era. Y a todo esto no puedo dejar de agregar la honestidad que mostraba por doquier el grueso esencial de la población –empero, con toda la furia y las contradicciones desbordantes de sus naturalezas más crispadas que las olas del Atlántico en el más feroz equinoccio. En materia de política, ¿qué podría ser más ominoso (pese a que en general pasó inadvertido entonces), qué podría ser más significativo que las presidencias de Fillmore y Buchanan, que demostraron rotundamente que la flaqueza e iniquidad de los gobernantes electos nos pueden afligir aquí igual que en los países del Viejo Mundo, con sus monarquías, emperadores y aristocracias? En ese Viejo Mundo se escuchaban por todas partes fragores subterráneos, que se apaciguaban sola y seguramente para volver. Mientras que en América, el volcán, aunque aún cívico, se estremecía cada vez más –se volvía cada vez más tormentoso y amenazante.
En el culmen de toda esta efervescencia y todo este caos, rondando al margen en un principio, y sumergida después en su mismo vórtice, destinada a jugar un papel protagónico, aparece una extraña y abstrusa figura. No olvidaré fácilmente la primera vez que vi a Abraham Lincoln. Debió ser alrededor del 18 o 19 de febrero de 1861. Transcurría una tarde bastante agradable en la ciudad de Nueva York cuando él llegó desde el oeste para permanecer unas cuantas horas y después seguir hacia Washington, a fin de prepararse para su investidura. Lo vi en Broadway, cerca del lugar donde ahora se encuentra la oficina de correos. Bajó por Canal Street, me parece, para detenerse frente a Astor House. Los amplios espacios, aceras y calles del vecindario, ahí y a la distancia, estaban poblados por masas compactas de gente, muchos miles de personas. Los ómnibus y otros vehículos habían sido detenidos, generando un sosiego inusual en aquella parte de la ciudad. Enseguida, dos destartalados coches tirados por caballos se abrieron paso con cierta dificultad por entre la multitud, e hicieron alto frente a la entrada de Astor House. Una figura espigada salió por en medio de estos coches, se detuvo pausadamente en la acera, entornó la vista hacia las paredes de granito y la arquitectura inverosímil del gran y viejo hotel –luego, tras un reconfortante estiramiento de brazos y piernas, se volvió por cerca de un minuto para escudriñar lenta y gozosamente la apariencia de las multitudes vastas y silenciosas. No hubo discursos, ni cumplidos, ni bienvenida –hasta donde pude escuchar, no se dijo una sola palabra. Pero un gran desasosiego se escondía bajo la calma. Algunas personas precavidas temían algún insulto o indignidad conspicua dirigida hacia el presidente electo –y es que no tenía popularidad personal alguna y muy poca popularidad política en la ciudad de Nueva York. Sin embargo, era obvio que se había llegado a un acuerdo tácito, que si los contados seguidores políticos del señor Lincoln habrían de abstenerse por completo de cualquier manifestación de su parte, la inmensa mayoría, que eran todo menos sus seguidores, se abstendrían también. El resultado fue un silencio sólido, mohíno, tal que sin duda nunca antes había caracterizado a una multitud neoyorquina tan grande.
Recuerdo claramente haber visto a Lafayette casi en el mismo vecindario, en su visita a América en 1825. Algunos años más tarde también vi y escuché personalmente cómo fueron recibidos Andrew Jackson, Clay, Webster, Kossuth el húngaro, Walker el filibustero, el Príncipe de Gales y otros hombres célebres, nativos y extranjeros –todo ese estruendo y magnetismo humano indescriptibles, ese sonido único en el universo –¡los animados gritos atronadores de un sinnúmero de gargantas humanas desatadas! Pero en esta ocasión, ni una voz –ni un sonido. Desde la parte superior de un ómnibus (estacionado a un lado, cerca, flanqueado por la acera y la multitud), tenía, diría yo, una vista capital de todo, y en especial del señor Lincoln, de su mirada y su andar –su perfecta compostura y sobriedad–, su altura inusual e insólita, su vestimenta completamente negra, su sombrero de copa echado hacia atrás, su complexión morena, su rostro surcado de arrugas pero afable, su cabello negro y tupido, su cuello desproporcionadamente largo, y sus manos, cruzadas por detrás mientras permanecía de pie, observando a la gente. Miraba con curiosidad ese inmenso mar de rostros, y el mar de rostros le devolvía la mirada con igual curiosidad. En ambos había una pizca de comedia, casi de farsa, como la que Shakespeare pone en sus más oscuras tragedias. La multitud que le rodeaba consistía, pienso, en unos treinta o cuarenta mil hombres, de los que ni uno solo era su amigo personal –y no me cabe la menor duda (así de enloquecidos eran los fermentos de la época) de que muchos cuchillos y pistolas homicidas acechaban en los bolsillos, junto a los muslos o el pecho, ahí, listos para actuar tan pronto sobrevinieran el enfrentamiento y el motín.
Pero no sobrevino ni el enfrentamiento ni el motín. La alta figura volvió a estirar con alivio sus brazos y piernas; luego, a un paso moderado y en compañía de unas cuantas personas de apariencia desconocida, ascendió los escalones del pórtico de Astor House, desapareció por la espaciosa entrada –y la pantomima terminó.
Vi a Abraham Lincoln con frecuencia durante los cuatro años siguientes. Cambió mucho y con rapidez en los años de su presidencia –pero esta escena, y su presencia en ella, están grabadas indeleblemente en mi recuerdo. El pensamiento que aquel día, mientras estaba sentado sobre el ómnibus y tenía una buena vista de él, era vago e incipiente, se ha vuelto desde entonces bien claro: que cuatro clases de genio, cuatro manos magníficas y primordiales, serían necesarias para completar el futuro retrato de este hombre –los ojos y el cerebro y el tacto de Plutarco y Esquilo y Miguel Ángel, asistidos por Rabelais.
Y luego (el señor Lincoln pasando de esta escena a Washington, donde fuera investido, rodeado en todo momento por la caballería armada y los tiradores –el primer caso como éste en nuestra historia, y el último, espero–), luego, la rápida sucesión de acontecimientos bien conocidos (demasiado bien –en estos días casi nos parece odiosa su mención, según creo–): el tiroteo contra la bandera nacional en Sumter; el levantamiento del norte, en medio de paroxismos de estupor y furia; el caos de los concejos divididos; el llamado a las tropas; la primera batalla de Bull Run; el sorprendente abatimiento, pasmo y consternación del norte; el torrente, en fin, de la Guerra de Secesión. Cuatro años de guerra espeluznante, sangrienta, lóbrega, homicida. ¿Quién pintó esos años, con todas sus escenas? Los rudos combates, las derrotas, los planes, los fracasos, las horas, los días de desaliento, cuando nuestra nacionalidad parecía pender de un manto de duda, un manto mortuorio, quizás; las burlas mefistofélicas de los países y los embajadores extranjeros, la temida Escila de la interferencia europea, y la Caribdis de los estratos latentes, tremendamente peligrosos, de simpatizantes de la secesión a lo largo y ancho de los estados libres (mucho más nutridos de lo que se cree); las largas marchas en el verano, el sudor ardiente, las numerosas insolaciones, como en el combate de Gettysburg en el 63; las batallas nocturnas en los bosques, como la de Hooker en Chancellorsville; los campos en el invierno, las prisiones militares, los hospitales (ay, ay, los hospitales).
¿La Guerra de Secesión? No, permítaseme llamarla la Guerra de Unión. Pero sea cual fuere su nombre, aún está demasiado próxima a nosotros, es demasiado grande y nos ensombrece muy de cerca, sus ramas sin formar (pero ciertas) apuntan muy lejos hacia el futuro –y las más grandes y reveladoras todavía son tiernas. De la era de esos cuatro años, de esas escenas, aún está por emerger una gran literatura, una era que abarca siglos de pasión nativa, de imágenes excelsas, de tempestades de vida y muerte, una mina inagotable para las historias, el drama, el romance, incluso la filosofía de los pueblos por venir –en verdad, la médula de la poesía y del arte (y del carácter personal, también) para todos los futuros americanos, mucho más grandiosa en mi opinión, para las manos que sean capaces, que el sitio de Troya según Homero, o las guerras francesas según Shakespeare.
Pero he de terminar con estas especulaciones y regresar al tema que me he impuesto y al que me he limitado. Del asesinato del Presidente Lincoln, aun cuando tanto se ha escrito, quizás los hechos permanecen todavía muy indefinidos en la mente de la mayoría. Leo de mis apuntes, escritos en el momento, y revisados asidua y definitivamente desde entonces.
El día, el 14 de abril de 1865, parece haber sido un día agradable en todo el territorio –siendo la atmósfera moral también agradable: la larga tormenta, tan oscura, tan fratricida, tan llena de sangre, duda y pesar, había terminado al fin con el amanecer de una victoria absolutamente nacional, y la caída total del secesionismo. ¡Casi dudábamos de nuestros sentidos! Lee había capitulado bajo el manzano de Appomattox. Los otros ejércitos, los flancos de la revuelta, le siguieron aprisa. ¿Acaso era cierto, entonces? ¿Más allá de todos los asuntos de este mundo de infortunio y fracaso y desorden, había en verdad llegado el signo certero, infalible, como un rayo de luz pura, del plan –del gobierno justo– de Dios? Así que el día, como decía, era propicio. Los primeros pastos, las primeras flores, habían nacido. (Recuerdo que donde vivía en aquellos días, con la estación ya avanzada, había muchas lilas en flor. Por uno de esos caprichos que penetran y ponen un cierto dejo en los acontecimientos, sin formar en absoluto parte de ellos, siempre me asalta el recuerdo de la gran tragedia de aquel día ante la vista y el perfume de estas flores. Nunca falla.)
Pero no debo demorarme en lo accesorio. La acción apremia. El popular diario vespertino de Washington, el pequeño Evening Star, había esparcido en cien lugares distintos de toda su tercera página, dividido de manera sensacionalista entre los anuncios: “El Presidente y su esposa asistirán al Teatro esta noche...” (A Lincoln le gustaba el teatro. Yo mismo lo vi ahí en varias ocasiones. Recuerdo haber pensado lo curioso que resultaba que él, en cierto sentido el actor principal del drama más tormentoso que el escenario de la historia real conociera en siglos, se sentara allí y permaneciera tan completamente interesado y absorto en esos muñecos de paja humanos, que se movían por ahí con sus pequeños gestos bobos, su espíritu remoto y su pomposo texto.)
En esta ocasión el teatro estaba atestado, muchas damas en trajes alegres y atildados, oficiales portando sus uniformes, muchos ciudadanos reconocidos, gente joven, los racimos acostumbrados de lámparas a gas, el magnetismo usual de tanta gente alegre, perfumada, música de violines y flautas (y por encima de todo, saturándolo todo, la vasta, vaga maravilla, la Victoria, la victoria de la nación, el triunfo de la Unión colmando el aire, el pensamiento, los sentidos, con un regocijo mayor a toda la música y los perfumes).
El presidente llegó a buena hora y, junto con su esposa, presenció la obra desde los grandes palcos del segundo piso, dos convertidos en uno y profusamente engalanados con la bandera nacional.
Los cuadros y escenas de la pieza –una de esas composiciones escritas de manera singular que tienen al menos el mérito de dar sosiego total a un público ocupado durante el día en la acción mental o en las emociones y preocupaciones de los negocios, ya que no apela ni remotamente a la naturaleza moral, emocional, estética o espiritual–, una pieza (Nuestro primo americano) en la que, entre otros personajes, un supuesto yankee, sin duda uno como nunca se lo ha visto, o lo menos parecido a lo que se ha visto en Norteamérica, llega a Inglaterra, un sin-sen-ti-do variado de charla, argumento, escenografía y demás parafernalia para componer una obra popular moderna. Habían avanzado tal vez un par de actos cuando, en medio de la comedia, o no comedia, o como quiera llamársele, y para compensar, o para completarla, como burla de la Naturaleza y de la gran Musa frente esta pobre pantomima, vino a interpolarse una tal escena, no para ser descrita a cabalidad o con exactitud (pues hasta hoy parece que en los muchos cientos que estaban ahí no dejó más que una niebla pasajera, un sueño, una mancha) –y pese a todo, para ser descrita parcialmente como procedo a hacerlo ahora. Hay un cuadro en la obra que representa un salón moderno donde el imposible yankee informa a un par de damas inglesas sin precedentes que no es él un hombre de fortuna y, por ende, no resulta deseable con fines maritales; tras lo cual, y una vez terminados los comentarios, el trío dramático hace mutis, dejando el escenario diáfano por un momento. En este intervalo sobrevino el asesinato de Abraham Lincoln. Descomunal en la diversidad de secuelas que lo rodearon y que se extienden hacia el futuro por muchos siglos, en la política, en la historia, en el arte, en fin, del Nuevo Mundo, en los hechos el punto principal, el asesinato en sí transcurrió con la discreción y simpleza de cualquier ocurrencia ordinarísima –la apertura de un capullo o una vaina en medio de la vegetación, por ejemplo. A través del murmullo generalizado que siguió a la pausa en escena, con el cambio de posiciones, llegó el sonido amortiguado de un disparo que en ese momento no escuchó ni una centésima parte del público –y aún así, llegó también un instante de sosiego, de alguna manera, sin duda, un tenue y pavoroso estremecimiento– y luego, por el ornamentado, engalanado palco del presidente, por sus estrellas y barras, una figura súbita, un hombre, se yergue con manos y pies, se detiene un momento en la barandilla, salta hacia abajo al escenario (una distancia de unos catorce o quince pies), cae descompuesto, pues el tacón de su bota se ha atorado en el espeso cortinaje (la bandera americana), se desploma sobre una rodilla, se recupera prestamente, se levanta como si nada hubiese pasado (en verdad se lastima el tobillo, pero no lo siente entonces) y así, la figura, Booth, el asesino, vestido con paño liso y negro, descubierta la cabeza, la cabellera espesa, brillante, azabache, y sus ojos como los de un animal desquiciado, centellantes de luz y osadía, pero con una cierta calma extraña, sostiene elevado en una mano un gran cuchillo, sigue caminando, no mucho más allá de las luces del proscenio, se da la vuelta por completo hacia el público, su rostro de una belleza estatuaria, iluminado por esos ojos de basilisco, radiantes de desesperación, quizás locura, lanza con una voz firme y templada las palabras Sic semper tyrannis y luego, a un paso que no es rápido ni lento, cruza el escenario en diagonal, y desaparece. (¿Toda esta terrible escena –que hiciera del artificio previo una insensatez–, toda ella, no habría sido ensayada previamente, sin ornamentos, por Booth?)
Un momento de quietud, un clamor, el grito de asesinato, la señora Lincoln inclinándose hacia fuera del palco, sus labios y mejillas de un tono cenizo, con un sollozo involuntario, señalando hacia la figura en retirada: Ha matado al presidente. Y aún, por un momento, el suspenso incrédulo, extraño... ¡y entonces el diluvio!, entonces esa mezcla de horror, retumbos, incertidumbre (el sonido, en alguna parte del fondo, de herraduras de caballo traqueteando con velocidad), la gente se desborda sobre sillas y barandales, y los destruye, la confusión y el terror son inextricables, las mujeres se desmayan, las personas algo débiles caen, son pisoteadas, se escuchan muchos gritos de agonía. De pronto el amplio escenario se llena hasta la asfixia con una multitud densa y variopinta, como si de algún horrendo carnaval se tratase, el público se abalanza sobre él, al menos los hombres fuertes, los actores y las actrices están todos ahí, con sus disfraces y sus caras maquilladas, con un miedo mortal asomando a través del rubor: los gritos y los clamores, las palabras confusas redoblan, se triplican, dos o tres logran atravesar el escenario contra las aguas hasta el palco del presidente –otros intentan encaramarse–, etcétera, etcétera.
En medio de todo esto, los soldados de la guardia presidencial, junto con otros, se ven atraídos repentinamente al escenario, irrumpen en él (unos doscientos en total), toman el teatro por asalto, todos los pisos, en especial los superiores, henchidos de rabia, literalmente acometiendo al público con bayonetas caladas, mosquetes y pistolas, gritando ¡Abran paso!, ¡abran paso! hijos de... Tal era el cruento paisaje, o más bien un indicio de él, dentro del teatro esa noche.
Afuera también, en la atmósfera de pasmo y delirio, las multitudes llenas de frenesí, y listas para desfogarlo a la primera oportunidad, se juntan y asesinan a varios individuos inocentes. Uno de estos casos resultó especialmente apasionante. La masa enfurecida la tomó con un hombre por alguna razón, ya por las palabras que profiriera, ya sin causa alguna quizás, y estaban a punto de colgarlo de una farola cercana, cuando el hombre fue rescatado por unos cuantos policías heroicos que lo rodearon y en medio de un gran peligro se abrieron camino hasta la estación. Fue un episodio a la medida de toda la cuestión. La masa embistiendo y arremolinándose de un lado a otro –la noche, los gritos, los rostros pálidos, tanta gente asustada intentando en vano salir de ahí–, el hombre violentado, aún presa de las mandíbulas de la muerte y con la apariencia de un cadáver, la media docena de policías silenciosos, resueltos, sin ningún arma más que unos pequeños palos, pero severos y firmes entre todos esos enjambres apiñados –todo constituía una escena adyacente adecuada a la gran tragedia del asesinato. Los policías lograron llegar a la estación protegiendo al hombre, y lo dejaron bajo vigilancia durante la noche, y lo liberaron por la mañana.
Y en medio de tal pandemónium, de los soldados enfurecidos, del público y las multitudes, del escenario y todos sus actores y actrices, sus colores, sus lentejuelas y sus lámparas a gas –la sangre viva de esas venas, la mejor y la más dulce de esta tierra, gotea lentamente, y la exudación de la muerte ya da paso a sus minúsculas burbujas sobre los labios.
He aquí los incidentes y los contornos visibles del asesinato de Abraham Lincoln, tal como ocurrieron. Así tocó a su fin el intento de secesión de estos estados; así terminaron cuatro años de guerra. Pero las cosas fundamentales llegan más tarde, sutiles e invisibles, quizás mucho más tarde –y no son las militares, las políticas, ni (por grandiosas que éstas sean) las históricas. Pues ciertos resultados secundarios e indirectos, producto de la tragedia de esta muerte, son en mi opinión aún más grandes. No se trata del acontecimiento mismo del asesinato. No es que el señor Lincoln hilara los hitos y los personajes principales del período, como cuentas, sobre la hebra única de su carrera. No es que su idiosincrasia, en su aparición y desaparición súbitas, haya marcado a esta República con un sello más profundo y duradero que el que cualquier hombre nos haya dado hasta hoy (más incluso que el de Washington), sino que, aunado a todo esto, el valor y el significado inconmensurables de toda esta tragedia yacen, para mí, en los sentidos que en última instancia son más caros a una nación (y aquí y ahora, los más preciados para nosotros): el sentido de la imaginación y el del arte –el sentido literario y dramático. No según un significado común o bajo de dichos términos, antes bien, según un significado glorioso para la raza y para todas las épocas. Al fin, una larga y diversa serie de acontecimientos contradictorios llega a su más fino desenlace poético, singular, nodal, pictórico. Todo el intrincado, desconcertante, multiforme revuelo del período de secesión se define y conviene en un breve destello de luz relampagueante –un acto simple, brutal. Esta culminación tajante, esta solución diríase, a tantos problemas sangrientos y rabiosos, ilustra esos momentos de clímax en el escenario del Tiempo universal, en los que la Musa histórica en una entrada y la Musa trágica en otra, bajando repentinamente el telón, cierran un inmenso acto en el largo drama del pensamiento creativo, y lo dejan refulgir, un cuadro viviente más extraño que la ficción. ¡Un digno fulgor, un digno final! ¡Cómo adora estas cosas la imaginación, cómo las adora el estudioso! América también las puede tener. Pues de entre todas las muertes notorias, ni las lejanas ni las cercanas –ni César en el Senado romano, o Napoleón agonizando en la feroz tormenta nocturna de Santa Elena; ni Paleólogo en su caída, luchando desesperadamente, arrojado sobre un mar de cadáveres griegos; ni el viejo y sereno Sócrates, bebiendo la cicuta– ninguna conquista ese confín de la Guerra de Secesión, en la vida de un solo hombre, aquí entre nosotros, en nuestro propio tiempo –ese sello de la emancipación de tres millones de esclavos, ese parto y alumbramiento de nuestra República al fin libre en verdad, nacida de nuevo, para emprender desde aquí su camino de genuina, homogénea Unión, compacta, coherente consigo misma.
Y nunca encontrarán los futuros patriotas y unionistas americanos, no importa en qué lugar de esta tierra, si en el norte o en el sur, una mejor enseñanza de su lección. Después de todo, la contribución final de los hombres más grandes de una Nación no se remite a sus actos en sí mismos, ni a su relación directa con su época o su país. La finalidad de una vida heroica, eminente –y en especial la de una muerte eminentemente heroica– es su filtración indirecta hacia la nación y la raza, y también, a menudo después de numerosas mudanzas, pero con certeza, época tras época, dotar de carácter y temperamento al personalismo de los albores y la madurez de cada era, y de la humanidad. Existe entonces un lazo común a toda la gente, un lazo sutil, más fundamental que cualquier cosa en la constitución escrita, en las cortes o en los ejércitos –a saber, el lazo de una muerte identificada a cabalidad con toda esa gente, por en encima de todo, en nombre de todos. Resulta extraño (¿o no?) que las batallas, los mártires, las agonías, la sangre, e incluso el asesinato condensen de tal forma –quizás sólo así verdadera y permanentemente– una nacionalidad.
Lo reitero: las muertes grandiosas de la raza, las muertes dramáticas de cada nacionalidad, son el legado más importante, en cierto sentido superan a la literatura y el arte (así en el héroe que excede su más prolijo retrato, así en la batalla que supera el cantar y la épica más exquisitos). ¿No es ésta en realidad la cuestión que subyace a toda tragedia?, ¿a las famosas piezas de los maestros griegos y de todos los maestros? Ay, si los antiguos griegos hubiesen tenido a este hombre, ¡qué trilogías –qué épicas– habrían surgido a partir de él! ¡Cómo lo habrían recitado los rapsodas! ¡Con qué premura habría entrado esa figura alta y peculiar a la región donde los hombres vivifican a los dioses y los dioses divinizan a los hombres! Pero Lincoln, sus tiempos, su muerte –grandiosos como cualquier, cualquier época– pertenecen a nuestra era, y son autóctonos. (En ocasiones pienso que sí, nuestros tiempos americanos, nuestro propio escenario, los actores que conocemos y con los que hemos intercambiado saludos y palabras –más fatídicos que todo Esquilo, más heroicos que los guerreros que rodeaban Troya–, han dado a nuestra Democracia reyes más orgullosos que Agamenón, modelos de carácter encantadores y bravos como Ulises, muertes más piadosas que la de Príamo.)
Cuando, dentro de siglos (pues han de pasar siglos, según creo, antes de que la vida de estos Estados, o de la Democracia, pueda ser realmente escrita e ilustrada), los principales historiadores y dramaturgos busquen un personaje, un acontecimiento señalado, lo suficientemente incisivo como para marcar con un corte profundo y fijar en la memoria éste nuestro turbulento siglo XIX (no sólo en los Estados, sino en todo el universo político y social), algo que clausure acaso esa espléndida procesión del feudalismo europeo, con toda su pompa y sus prejuicios de castas (de cuyas largas secuelas aún somos en América herederos sin remedio); algo que identifique con una identificación terrible lo que hasta ahora ha sido el paso revolucionario más grande en los Estados Unidos (tal vez el más grande del mundo, en nuestro siglo), la extirpación y borradura absolutas de la esclavitud en los Estados, esos historiadores buscarán en vano cualquier cosa que sirva más justamente a su propósito que la muerte de Abraham Lincoln.
Caro a la Musa, caro en grado sumo a la Nacionalidad –a toda la raza humana–, preciado para la Democracia, preciado por siempre y sin palabras, fue su primer gran Adalid y Mártir. ~
Traducción de Marianela Santoveña