PRÓLOGO
Cuando Marx emprendió el análisis de la producción capitalista estaba ésta en sus comienzos. Marx orientaba su empeño de modo que cobrase valor de pronóstico. Se remontó hasta las relaciones fundamentales de dicha producción y las expuso de tal guisa que resultara de ellas lo que en el futuro pudiera esperarse del capitalismo. Y resultó que no sólo cabía esperar de él una explotación crecientemente agudizada de los proletarios, sino además el establecimiento de condiciones que posibilitan su propia abolición.
La transformación de la superestructura, que ocurre mucho más lentamente que la de la infraestructura, ha necesitado más de medio siglo para hacer vigente en todos los campos de la cultura el cambio de las condiciones de producción. En qué forma sucedió, es algo que sólo hoy puede indicarse. Pero de esas indicaciones debemos requerir determinados pronósticos. Poco corresponderán a tales requisitos las tesis sobre el arte del proletariado después de su toma del poder; mucho menos todavía algunas sobre el de la sociedad sin clases; más en cambio unas tesis acerca de las tendencias evolutivas del arte bajo las actuales condiciones de producción. Su dialéctica no es menos perceptible en la superestructura que en la economía. Por eso sería un error menospreciar su valor combativo. Dichas tesis dejan de lado una serie de conceptos heredados (como creación y genialidad, perennidad y misterio), cuya aplicación incontrolada, y por el momento difícilmente controlable, lleva a la elaboración del material fáctico en el sentido fascista. Los conceptos que seguidamente introducimos por vez primera en la teoría del arte se distinguen de los usuales en que resultan por completo inútiles para los fines del fascismo. Por el contrario, son utilizables para la formación de exigencias revolucionarias en la política artística.
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La obra de arte ha sido siempre fundamentalmente susceptible de reproducción. Lo que los hombres habían hecho, podía ser imitado por los hombres. Los alumnos han hecho copias como ejercicio artístico, los maestros las hacen para difundir las obras, y finalmente copian también terceros ansiosos de ganancias. Frente a todo ello, la reproducción técnica de la obra de arte es algo nuevo que se impone en la historia intermitentemente, a empellones muy distantes unos de otros, pero con intensidad creciente. Los griegos sólo conocían dos procedimientos de reproducción técnica: fundir y acuñar. Bronces, terracotas y monedas eran las únicas obras artísticas que pudieron reproducir en masa. Todas las restantes eran irrepetibles y no se prestaban a reproducción técnica alguna. La xilografía hizo que por primera vez se reprodujese técnicamente el dibujo, mucho tiempo antes de que por medio de la imprenta se hiciese lo mismo con la escritura. Son conocidas las modificaciones enormes que en la literatura provocó la imprenta, esto es, la reproductibilidad técnica de la escritura. Pero a pesar de su importancia, no representan más que un caso especial del fenómeno que aquí consideramos a escala de historia universal. En el curso de la Edad Media se añaden a la xilografía el grabado en cobre y el aguafuerte, así como la litografía a comienzos del siglo diecinueve.
Con la litografía, la técnica de la reproducción alcanza un grado fundamentalmente nuevo. El procedimiento, mucho más preciso, que distingue la transposición del dibujo sobre una piedra de su incisión en taco de madera o de su grabado al aguafuerte en una plancha de cobre, dio por primera vez al arte gráfico no sólo la posibilidad de poner masivamente (como antes) sus productos en el mercado, sino además la de ponerlos en figuraciones cada día nuevas. La litografía capacitó al dibujo para acompañar, ilustrándola, la vida diaria. Comenzó entonces a ir al paso con la imprenta. Pero en estos comienzos fue aventajado por la fotografía pocos decenios después de que se inventara la impresión litográfica. En el proceso de la reproducción plástica, la mano se descarga por primera vez de las incumbencias artísticas más importantes que en adelante van a concernir únicamente al ojo que mira por el objetivo. El ojo es más rápido captando que la mano dibujando; por eso se ha apresurado tantísimo el proceso de la reproducción plástica que ya puede ir a paso con la palabra hablada. Al rodar en el estudio, el operador de cine fija las imágenes con la misma velocidad con la que el actor habla. En la litografía se escondía virtualmente el periódico ilustrado y en la fotografía el cine sonoro. La reproducción técnica del sonido fue empresa acometida a finales del siglo pasado. Todos estos esfuerzos convergentes hicieron previsible una situación que Paul Valéry caracteriza con la frase siguiente: «Igual que el agua, el gas y la corriente eléctrica vienen a nuestras casas, para servimos, desde lejos y por medio de una manipulación casi imperceptible, así estamos también provistos de imágenes y de series de sonidos que acuden a un pequeño toque, casi a un signo, y que del mismo modo nos abandonan». Hacia 1900 la reproducción técnica había alcanzado un standard en el que no sólo comenzaba a convertir en tema propio la totalidad de las obras de arte heredadas (sometiendo además su función a modificaciones hondísimas), sino que también conquistaba un puesto específico entre los procedimientos artísticos. Nada resulta más instructivo para el estudio de ese standard que referir dos manifestaciones distintas, la reproducción de la obra artística y el cine, al arte en su figura tradicional.
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Incluso en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales cambios de propietario. No podemos seguir el rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de origen de la obra.
El aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad. Los análisis químicos de la pátina de un bronce favorecerán que se fije si es auténtico; correspondientemente, la comprobación de que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del siglo XV favorecerá la fijación de su autenticidad. El ámbito entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica —y desde luego que no sólo a la técnica—. Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica. La razón es doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como más independiente que la manual respecto del original. En la fotografía, por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio para el ojo humano. 0 con ayuda de ciertos procedimientos, como la ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan sin más a la óptica humana. Además, puede poner la copia del original en situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de fotografía o en la de disco gramofónico. La catedral deja su emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un aficionado al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire libre, puede escucharse en una habitación.
Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno valga esto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale también, por ejemplo, para un paisaje que en el cine transcurre ante el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de arte una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado tan vulnerable. Se trata de su autenticidad. La autenticidad de una cosa es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en ella desde su duración material hasta su testificación histórica. Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa al hom4re en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo que se tambalea de tal suerte es su propia autoridad.
Resumiendo todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en la época de la reproducción técnica de la obra de arte lo que se atrofia es el aura de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con los movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso es el cine. La importancia social de éste no es imaginable incluso en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado suyo destructivo, catártico: la liquidación del valor de la tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un terreno en el que constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare, Rembrandt, Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la mitología y todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas» nos estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general.
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Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y manera de su percepción sensorial. Dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en el que acontecen, están condicionados no sólo natural, sino también históricamente. El tiempo de la Invasión de los Bárbaros, en el cual surgieron la industria artística del Bajo Imperio y el Génesis de Viena, trajo consigo además de un arte distinto del antiguo una percepción también distinta. Los eruditos de la escuela vienesa, Riegel y Wickhoff, hostiles al peso de la tradición clásica que sepultó aquel arte, son los primeros en dar con la ocurrencia de sacar de él conclusiones acerca de la organización de la percepción en el tiempo en que tuvo vigencia. Por sobresalientes que fueran sus conocimientos, su limitación estuvo en que nuestros investigadores se contentaron con indicar la signatura formal propia de la percepción en la época del Bajo Imperio. No intentaron (quizás ni siquiera podían esperarlo) poner de manifiesto las transformaciones sociales que hallaron expresión en esos cambios de la sensibilidad. En la actualidad son más favorables las condiciones para un atisbo correspondiente. Y si las modificaciones en el medio de la percepción son susceptibles de que nosotros, sus coetáneos, las entendamos como desmoronamiento del aura, sí que podremos poner de bulto sus condicionamientos sociales.
Conviene ilustrar el concepto de aura, que más arriba hemos propuesto para temas históricos, en el concepto de un aura de objetos naturales. Definiremos esta última como la manifestación irrepetible de una lejanía (por cercana que pueda estar). Descansar en un atardecer de verano y seguir con la mirada una cordillera en el horizonte o una rama que arroja su sombra sobre el que reposa, eso es aspirar el aura de esas montañas, de esa rama. De la mano de esta descripción es fácil hacer una cala en los condicionamientos sociales del actual desmoronamiento del aura. Estriba éste en dos circunstancias que a su vez dependen de la importancia creciente de las masas en la vida de hoy. A saber: acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración de las masas actuales tan apasionada como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción. Cada día cobra una vigencia más irrecusable la necesidad de adueñarse de los objetos en la más próxima de las cercanías, en la imagen, más bien en la copia, en la reproducción. Y la reproducción, tal y como la aprestan los periódicos ilustrados y los noticiarios, se distingue inequívocamente de la imagen. En ésta, la singularidad y la perduración están imbricadas una en otra de manera tan estrecha como lo están en aquélla la fugacidad y la posible repetición. Quitarle su envoltura a cada objeto, triturar su aura, es la signatura de una percepción cuyo sentido para lo igual en el mundo ha crecido tanto que incluso, por medio de la reproducción, le gana terreno a lo irrepetible. Se denota así en el ámbito plástico lo que en el ámbito de la teoría advertimos como un aumento de la importancia de la estadística. La orientación de la realidad a las masas y de éstas a la realidad es un proceso de alcance ilimitado tanto para el pensamiento como para la contemplación.
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La unicidad de la obra de arte se identifica con su ensamblamiento en el contexto de la tradición. Esa tradición es desde luego algo muy vivo, algo extraordinariamente cambiante. Una estatua antigua de Venus, por ejemplo, estaba en un contexto tradicional entre los griegos, que hacían de ella objeto de culto, y en otro entre los clérigos medievales que la miraban como un ídolo maléfico. Pero a unos y a otros se les enfrentaba de igual modo su unicidad, o dicho con otro término: su aura. La índole original del ensamblamiento de la obra de arte en el contexto de la tradición encontró su expresión en el culto. Las obras artísticas más antiguas sabemos que surgieron al servicio de un ritual primero mágico, luego religioso. Es de decisiva importancia que el modo aurático de existencia de la obra de arte jamás se desligue de la función ritual. Con otras palabras: el valor único de la auténtica obra artística se funda en el ritual en el que tuvo su primer y original valor útil. Dicha fundamentación estará todo lo mediada que se quiera, pero incluso en las formas más profanas del servicio a la belleza resulta perceptible en cuanto ritual secularizado. Este servicio profano, que se formó en el Renacimiento para seguir vigente por tres siglos, ha permitido, al transcurrir ese plazo y a la primera conmoción grave que le alcanzara, reconocer con toda claridad tales fundamentos. Al irrumpir el primer medio de reproducción de veras revolucionario, a saber la fotografía (a un tiempo con el despunte del socialismo), el arte sintió la proximidad de la crisis (que después de otros cien años resulta innegable), y reaccionó con la teoría de «l'art pour l'art», esto es, con una teología del arte. De ella procedió ulteriormente ni más ni menos que una teología negativa en figura de la idea de un arte «puro» que rechaza no sólo cualquier función social, sino además toda determinación por medio de un contenido objetual. (En la poesía, Mallarmé ha sido el primero en alcanzar esa posición.)
Hacer justicia a esta serie de hechos resulta indispensable para una cavilación que tiene que habérselas con la obra de arte en la época de su reproducción técnica. Esos hechos preparan un atisbo decisivo en nuestro tema: por primera vez en la historia universal, la reproductibilidad técnica emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual. La obra de arte reproducida se convierte, en medida siempre creciente, en reproducción de una obra artística dispuesta para ser reproducida. De la placa fotográfica, por ejemplo, son posibles muchas copias; preguntarse por la copia auténtica no tendría sentido alguno. Pero en el mismo instante en que la norma de la autenticidad fracasa en la producción artística, se trastorna la función íntegra del arte. En lugar de su fundamentación en un ritual aparece su fundamentación en una praxis distinta, a saber en la política.
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La recepción de las obras de arte sucede bajo diversos acentos entre los cuales hay dos que destacan por su polaridad. Uno de esos acentos reside en el valor cultual, el otro en el valor exhibitivo de la obra artística. La producción artística comienza con hechuras que están al servicio del culto. Presumimos que es más importante que dichas hechuras estén presentes y menos que sean vistas. El alce que el hombre de la Edad de Piedra dibuja en las paredes de su cueva es un instrumento mágico. Claro que lo exhibe ante sus congéneres; pero está sobre todo destinado a los espíritus. Hoy nos parece que el valor cultual empuja a la obra de arte a mantenerse oculta: ciertas estatuas de dioses sólo son accesibles a los sacerdotes en la «cella». Ciertas imágenes de Vírgenes permanecen casi todo el año encubiertas, y determinadas esculturas de catedrales medievales no son visibles para el espectador que pisa el santo suelo. A medida que las ejercitaciones artísticas se emancipan del regazo ritual, aumentan las ocasiones de exhibición de sus productos. La capacidad exhibitiva de un retrato de medio cuerpo, que puede enviarse de aquí para allá, es mayor que la de la estatua de un dios, cuyo puesto fijo es el interior del templo. Y si quizás la capacidad exhibitiva de una misa no es de por sí menor que la de una sinfonía, la sinfonía ha surgido en un tiempo en el que su exhibición prometía ser mayor que la de una misa.
Con los diversos métodos de su reproducción técnica han crecido en grado tan fuerte las posibilidades de exhibición de la obra de arte, que el corrimiento cuantitativo entre sus dos polos se toma, como en los tiempos primitivos, en una modificación cualitativa de su naturaleza. A saber, en los tiempos primitivos, y a causa de la preponderancia absoluta de su valor cultual, fue en primera línea un instrumento de magia que sólo más tarde se reconoció en cierto modo como obra artística; y hoy la preponderancia absoluta de su valor exhibitivo hace de ella una hechura con funciones por entero nuevas entre las cuales la artística —la que nos es consciente— se destaca como la que más tarde tal vez se reconozca en cuanto accesoria. Por lo menos es seguro que actualmente la fotografía y además el cine proporcionan las aplicaciones más útiles de ese conocimiento.
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En la fotografía, el valor exhibitivo comienza a reprimir en toda la línea al valor cultual. Pero éste no cede sin resistencia. Ocupa una última trinchera que es el rostro humano. En modo alguno es casual que en los albores de la fotografía el retrato ocupe un puesto central. El valor cultual de la imagen tiene su último refugio en el culto al recuerdo de los seres queridos, lejanos o desaparecidos. En las primeras fotografías vibra por vez postrera el aura en la expresión de una cara humana. Y esto es lo que constituye su belleza melancólica e incomparable. Pero cuando el hombre se retira de la fotografía, se opone entonces, superándolo, el valor exhibitivo al cultual. Atget es sumamente importante por haber localizado este proceso al retener hacia 1900 las calles de París en aspectos vacíos de gente. Con mucha razón se ha dicho de él que las fotografió como si fuesen el lugar del crimen. Porque también éste está vacío y se le fotografía a causa de los indicios. Con Atget comienzan las placas fotográficas a convertirse en pruebas en el proceso histórico. Y así es como se forma su secreta significación histórica. Exigen una recepción en un sentido determinado. La contemplación de vuelos propios no resulta muy adecuada. Puesto que inquietan hasta tal punto a quien las mira, que para ir hacia ellas siente tener que buscar un determinado camino. Simultáneamente los periódicos ilustrados empiezan a presentarle señales indicadoras. Acertadas o erróneas, da lo mismo. Por primera vez son en esos periódicos obligados los pies de las fotografías. Y claro está que éstos tienen un carácter muy distinto al del título de un cuadro. El que mira una revista ilustrada recibe de los pies de sus imágenes unas directivas que en el cine se harán más precisas e imperiosas, ya que la comprensión de cada imagen aparece prescrita por la serie de todas las imágenes precedentes.
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Aberrante y enmarañada se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que al correr el siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la pintura en cuanto al valor artístico de sus productos. Pero no pondremos en cuestión su importancia, sino que más bien podríamos subrayarla. De hecho esa disputa era expresión de un trastorno en la historia universal del que ninguno de los dos contendientes era consciente. La época de su reproductibilidad técnica desligó al arte de su fundamento cultual: y el halo de su autonomía se extinguió para siempre. Se produjo entonces una modificación en la función artística que cayó fuera del campo de visión del siglo. E incluso se le ha escapado durante tiempo al siglo veinte, que es el que ha vivido el desarrollo del cine.
En vano se aplicó por de pronto mucha agudeza para decidir si la fotografía es un arte (sin plantearse la cuestión previa sobre si la invención de la primera no modificaba por entero el carácter del segundo). Enseguida se encargaron los teóricos del cine de hacer el correspondiente y precipitado planteamiento. Pero las dificultades que la fotografía deparó a la estética tradicional fueron juego de niños comparadas con las que aguardaban a esta última en el cine. De ahí esa ciega vehemencia que caracteriza los comienzos de la teoría cinematográfica. Abel Gance, por ejemplo, compara el cine con los jeroglíficos: «Henos aquí, en consecuencia de un prodigioso retroceso, otra vez en el nivel de expresión de los egipcios... El lenguaje de las imágenes no está todavía a punto, porque nosotros no estamos aún hechos para ellas. No hay por ahora suficiente respeto, suficiente culto por lo que expresan». También Séverin-Mars escribe: «¿Qué otro arte tuvo un sueño más altivo... a la vez más poético y más real? Considerado desde este punto de vista representaría el cine un medio incomparable de expresión, y en su atmósfera debieran moverse únicamente personas del más noble pensamiento y en los momentos más perfectos y misteriosos de su carrera». Por su parte, Alexandre Arnoux concluye una fantasía sobre el cine mudo con tamaña pregunta: «Todos los términos audaces que acabamos de emplear, ¿no definen al fin y al cabo la oración?». Resulta muy instructivo ver cómo, obligados por su empeño en ensamblar el cine en el arte, esos teóricos ponen en su interpretación, y por cierto sin reparo de ningún tipo, elementos cultuales. Y sin embargo, cuando se publicaron estas especulaciones ya existían obras como La opinión pública y La quimera del oro. Lo cual no impide a Abel Gance aducir la comparación con los jeroglíficos y a Séverin-Mars hablar del cine como podría hablarse de las pinturas de Fra Angelico. Es significativo que autores especialmente reaccionarios busquen hoy la importancia del cine en la misma dirección, si no en lo sacral, sí desde luego en lo sobrenatural. Con motivo de la realización de Reinhardt del Sueño de una noche de verano afirma Werfel que no cabe duda de que la copia estéril del mundo exterior con sus calles, sus interiores, sus estaciones, sus restaurantes, sus autos y sus playas es lo que hasta ahora ha obstruido el camino para que el cine ascienda al reino del arte. «El cine no ha captado todavía su verdadero sentido, sus posibilidades reales... Estas consisten en su capacidad singularísima para expresar, con medios naturales y con una fuerza de convicción incomparable, lo quimérico, lo maravilloso, lo sobrenatural».
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En definitiva, el actor de teatro presenta él mismo en persona al público su ejecución artística; por el contrario, la del actor de cine es presentada por medio de todo un mecanismo. Esto último tiene dos consecuencias. El mecanismo que pone ante el público la ejecución del actor cinematográfico no está atenido a respetarla en su totalidad. Bajo la guía del cámara va tomando posiciones a su respecto. Esta serie de posiciones, que el montador compone con el material que se le entrega, constituye la película montada por completo. La cual abarca un cierto número de momentos dinámicos que en cuanto tales tienen que serle conocidos a la cámara (para no hablar de enfoques especiales o de grandes planos). La actuación del actor está sometida por tanto a una serie de tests ópticos. Y ésta es la primera consecuencia de que su trabajo se exhiba por medio de un mecanismo. La segunda consecuencia estriba en que este actor, puesto que no es él mismo quien presenta a los espectadores su ejecución, se ve mermado en la posibilidad, reservada al actor de teatro, de acomodar su actuación al público durante la función. El espectador se encuentra pues en la actitud del experto que emite un dictamen sin que para ello le estorbe ningún tipo de contacto personal con el artista. Se compenetra con el actor sólo en tanto que se compenetra con el aparato. Adopta su actitud: hace test. Y no es ésta una actitud a la que puedan someterse valores cultuales.
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Al cine le importa menos que el actor represente ante el público. un personaje; lo que le importa es que se represente a si mismo ante el mecanismo. Pirandello ha sido uno de los primeros en dar con este cambio que los tests imponen al actor. Las advertencias que hace a este respecto en su novela Se rueda quedan perjudicadas, pero sólo un poco, al limitarse a destacar el lado negativo del asunto. Menos aún les daña que se refieran únicamente al cine mudo. Puesto que el cine sonoro no ha introducido en este orden ninguna alteración fundamental. Sigue siendo decisivo representar para un aparato —o en el caso del cine sonoro para dos. «El actor de cine», escribe Pirandello, «se siente como en el exilio. Exiliado no sólo de la escena, sino de su propia persona. Con un oscuro malestar percibe el vacío inexplicable debido a que su cuerpo se convierte en un síntoma de deficiencia que se volatiliza y al que se expolia de su realidad, de su vida, de su voz y de los ruidos que produce al moverse, transformándose entonces en una imagen muda que tiembla en la pantalla un instante y que desaparece enseguida quedamente... La pequeña máquina representa ante el público su sombra, pero él tiene que contentarse con representar ante la máquina». He aquí un estado de cosas que podríamos caracterizar así: por primera vez —y esto es obra del cine— llega el hombre a la situación de tener que actuar con toda su persona viva, pero renunciando a su aura. Porque el aura está ligada a su aquí y ahora. Del aura no hay copia. La que rodea a Macbeth en escena es inseparable de la que, para un público vivo, ronda al actor que le representa. Lo peculiar del rodaje en el estudio cinematográfico consiste en que los aparatos ocupan el lugar del público. Y así tiene que desaparecer el aura del actor y con ella la del personaje que representa.
No es sorprendente que en su análisis del cine un dramaturgo como Pirandello toque instintivamente el fondo de la crisis que vemos sobrecoge al teatro. La escena teatral es de hecho la contrapartida más resuelta respecto de una obra de arte captada íntegramente por la reproducción técnica y que incluso, como el cine, procede de ella. Así lo confirma toda consideración mínimamente intrínseca. Espectadores peritos, como Arnheim en 1932, se han percatado hace tiempo de que en el cine «casi siempre se logren los mayores efectos si se actúa lo menos posible... El último progreso consiste en que se trata al actor como a un accesorio escogido característicamente... al cual se coloca en un lugar adecuado». Pero hay otra cosa que tiene con esto estrecha conexión. El artista que actúa en escena se transpone en un papel. Lo cual se le niega frecuentemente al actor de cine. Su ejecución no es unitaria, sino que se compone de muchas ejecuciones. Junto a miramientos ocasionales por el precio del alquiler de los estudios, por la disponibilidad de los colegas, por el decorado, etc., son necesidades elementales de la maquinaria las que desmenuzan la actuación del artista en una serie de episodios montables. Se trata sobre todo de la iluminación, cuya instalación obliga a realizar en muchas tomas, distribuidas a veces en el estudio en horas diversas, la exposición de un proceso que en la pantalla aparece como un veloz decurso unitario. Para no hablar de montajes mucho más palpables. El salto desde una ventana puede rodarse en forma de salto desde el andamiaje en los estudios y, si se da el caso, la fuga subsiguiente se tomará semanas más tarde en exteriores. Por lo demás es fácil construir casos muchísimo más paradójicos. Tras una llamada a la puerta se exige del actor que se estremezca. Quizás ese sobresalto no ha salido tal y como se desea. El director puede entonces recurrir a la estratagema siguiente: cuando el actor se encuentre ocasionalmente otra vez en el estudio le disparan, sin que él lo sepa, un tiro por la espalda' Se filma su susto en ese instante y se monta luego en la película. Nada pone más drásticamente de bulto que el arte se ha escapado del reino del halo de lo bello, único en el que se pensó por largo tiempo que podía alcanzar florecimiento.
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El extrañamiento del actor frente al mecanismo cinematográfico es de todas todas, tal y como lo describe Pirandello, de la misma índole que el que siente el hombre ante su aparición en el espejo. Pero es que ahora esa imagen del espejo puede despegarse de él, se ha hecho transportable. ¿Y adónde se la transporta? Ante el público. Ni un solo instante abandona al actor de cine la consciencia de ello. Mientras está frente a la cámara sabe que en última instancia es con el público con quien tiene que habérselas: con el público de consumidores que forman el mercado. Este mercado, al que va no sólo con su fuerza de trabajo, sino con su piel, con sus entrañas todas, le resulta, en el mismo instante en que determina su actuación para él, tan poco asible como lo es para cualquier artículo que se hace en una fábrica. ¿No tendrá parte esta circunstancia en la congoja, en esa angustia que, según Pirandello, sobrecoge al actor ante el aparato? A la atrofia del aura el cine responde con una construcción artificial de la personality fuera de los estudios; el culto a las «estrellas», fomentado por el capital cinematográfico, conserva aquella magia de la personalidad, pero reducida, desde hace ya tiempo, a la magia averiada de su carácter de mercancía. Mientras sea el capital quien de en él el tono, no podrá adjudicársele al cine actual otro mérito revolucionario que el de apoyar una crítica revolucionaria de las concepciones que hemos heredado sobre el arte. Claro que no discutimos que en ciertos casos pueda hoy el cine apoyar además una crítica revolucionaria de las condiciones sociales, incluso del orden de la propiedad. Pero no es éste el centro de gravedad de la presente investigación (ni lo es tampoco de la producción cinematográfica de Europa occidental).
Es propio de la técnica del cine, igual que de la del deporte, que cada quisque asista a sus exhibiciones como un medio especialista. Bastaría con haber escuchado discutir los resultados de una carrera ciclista a un grupo de repartidores de periódicos, recostados sobre sus bicicletas, para entender semejante estado de la cuestión. Los editores de periódicos no han organizado en balde concursos de carreras entre sus jóvenes repartidores. Y por cierto que despiertan gran interés en los participantes. El vencedor tiene la posibilidad de ascender de repartidor de diarios a corredor de carreras. Los noticiarios, por ejemplo, abren para todos la perspectiva de ascender de 'transeúntes a comparsas en la pantalla. De este modo puede en ciertos casos hasta verse incluido en una obra de arte —recordemos Tres canciones sobre Lenin de Wertoff o Borinage de Ivens. Cualquier hombre aspirará hoy a participar en un rodaje. Nada ilustrará mejor esta aspiración que una cala en la situación histórica de la literatura actual.
Durante siglos las cosas estaban así en la literatura: a un escaso número de escritores se enfrentaba un número de lectores mil veces mayor. Pero a fines del siglo pasado se introdujo un cambio. Con la creciente expansión de la prensa, que proporcionaba al público lector nuevos órganos políticos, religiosos, científicos, profesionales y locales, una parte cada vez mayor de esos lectores pasó, por de pronto ocasionalmente, del lado de los que escriben. La cosa empezó al abrirles su buzón la prensa diaria; hoy ocurre que apenas hay un europeo en curso de trabajo que no haya encontrado alguna vez ocasión de publicar una experiencia laboral, una queja, un reportaje o algo parecido. La distinción entre autor y público está por tanto a punto de perder su carácter sistemático. Se convierte en funcional y discurre de distinta manera en distintas circunstancias. El lector está siempre dispuesto a pasar a ser un escritor. En cuanto perito (que para bien o para mal en perito tiene que acabar en un proceso laboral sumamente especializado, si bien su peritaje lo será sólo de una función mínima), alcanza acceso al estado de autor. En la Unión Soviética es el trabajo mismo el que toma la palabra. Y su exposición verbal constituye una parte de la capacidad que es requisito para su ejercicio. La competencia literaria ya no se funda en una educación especializada, sino politécnica. Se hace así patrimonio común.
Todo ello puede transponerse sin más al cine, donde ciertas remociones, que en la literatura han reclamado siglos, se realizan en el curso de un decenio. En la praxis cinematográfica —sobre todo en la rusa— se ha consumado ya esa remoción esporádicamente. Una parte de los actores que encontramos en el cine ruso no son actores en nuestro sentido, sino gentes que desempeñan su propio papel, sobre todo en su actividad laboral. En Europa occidental la explotación capitalista del cine prohibe atender la legítima aspiración del hombre actual a ser reproducido. En tales circunstancias la industria cinematográfica tiene gran interés en aguijonear esa participación de las masas por medio de representaciones ilusorias y especulaciones ambivalentes.
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El rodaje de una película, y especialmente de una película sonora, ofrece aspectos que eran antes completamente inconcebibles. Representa un proceso en el que es imposible ordenar una sola perspectiva sin que todo un mecanismo (aparatos de iluminación, cuadro de ayudantes, etc.), que de suyo no pertenece a la escena filmada, interfiera en el campo visual del espectador (a no ser que la disposición de su pupila coincida con la de la cámara). Esta circunstancia hace, más que cualquier otra, que las semejanzas, que en cierto modo se dan entre una escena en el estudio cinematográfico y en las tablas, resulten superficiales y de poca monta. El teatro conoce por principio el emplazamiento desde el que no se descubre sin más ni más que lo que sucede es ilusión. En el rodaje de una escena cinematográfica no existe ese emplazamiento. La naturaleza de su ilusión es de segundo grado; es un resultado del montaje. Lo cual significa: en el estudio de cine el mecanismo ha penetrado tan hondamente en la realidad que el aspecto puro de ésta, libre de todo cuerpo extraño, es decir técnico, no es más que el resultado de un procedimiento especial, a saber el de la toma por medio de un aparato fotográfico dispuesto a este propósito y su montaje con otras tomas de igual índole. Despojada de todo aparato, la realidad es en este caso sobremanera artificial, y en el país de la técnica la visión de la realidad inmediata se ha convertido en una flor imposible.
Este estado de la cuestión, tan diferente del propio del teatro, es susceptible de una confrontación muy instructiva con el que se da en la pintura. Es preciso que nos preguntemos ahora por la relación que hay entre el operador y el pintor. Nos permitiremos una construcción auxiliar apoyada en el concepto de operador usual en cirugía. El cirujano representa el polo de un orden cuyo polo opuesto ocupa el mago. La actitud del mago, que cura al enfermo imponiéndole las manos, es distinta de la del cirujano que realiza una intervención. El mago mantiene la distancia natural entre él mismo y su paciente. Dicho más exactamente: la aminora sólo un poco por virtud de la imposición de sus manos, pero la acrecienta mucho por virtud de su autoridad. El cirujano procede al revés: aminora mucho la distancia para con el paciente al penetrar dentro de él, pero la aumenta sólo un poco por la cautela con que sus manos se mueven entre sus órganos. En una palabra: a diferencia del mago (y siempre hay uno en el médico de cabecera) el cirujano renuncia en el instante decisivo a colocarse frente a su enfermo como hombre frente a hombre; más bien se adentra en él operativamente. Mago y cirujano se comportan uno respecto del otro como el pintor y el cámara. El primero observa en su trabajo una distancia natural para con su dato el cámara por el contrario se adentra hondo en la textura de los datos. Las imágenes que consiguen ambos son enormemente diversas. La del pintor es total y la del cámara múltiple, troceada en partes que se juntan según una ley nueva. La representación cinematográfica de la realidad es para el hombre actual incomparablemente más importante, puesto que garantiza, por razón de su intensa compenetración con el aparato, un aspecto de la realidad despojado de todo aparato que ese hombre está en derecho de exigir de la obra de arte.
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La reproductibilidad técnica de la obra artística modifica la relación de la masa para con el arte. De retrógrada, frente a un Picasso por ejemplo, se transforma en progresiva, por ejemplo cara a un Chaplin. Este comportamiento progresivo se caracteriza porque el gusto por mirar y por vivir se vincula en él íntima e inmediatamente con la actitud del que opina como perito. Esta vinculación es un indicio social importante. A saber, cuanto más disminuye la importancia social de un arte, tanto más se disocian en el público la actitud crítica y la fruitiva. De lo convencional se disfruta sin criticarlo, y se critica con aversión lo verdaderamente nuevo. En el público del cine coinciden la actitud crítica y la fruitiva. Y desde luego que la circunstancia decisiva, es ésta: las reacciones de cada uno, cuya suma constituye la reacción masiva del público, jamás han estado como en el cine tan condicionadas de antemano por su inmediata, inminente masificación. Y en cuanto se manifiestan, se controlan. La comparación con la pintura sigue siendo provechosa. Un cuadro ha tenido siempre la aspiración eminente a ser contemplado por uno o por pocos. La contemplación simultánea de cuadros por parte de un gran público, tal y como se generaliza en el siglo XIX, es un síntoma temprano de la crisis de la pintura, que en modo alguno desató solamente la fotografía, sino que con relativa independencia de ésta fue provocada por la pretensión por parte de la obra de arte de llegar a las masas.
Ocurre que la pintura no está en situación de ofrecer objeto a una recepción simultánea y colectiva. Desde siempre lo estuvo en cambio la arquitectura, como la estuvo antaño el epos y lo está hoy el cine. De suyo no hay por qué sacar de este hecho conclusiones sobre el papel social de la pintura, aunque sí pese sobre ella como perjuicio grave cuando, por circunstancias especiales y en contra de su naturaleza, ha de confrontarse con las masas de una manera inmediata. En las iglesias y monasterios de la Edad Media, y en las cortes principescas hasta casi finales del siglo dieciocho, la recepción colectiva de pinturas no tuvo lugar simultáneamente, sino por mediación de múltiples grados jerárquicos. Al suceder de otro modo, cobra expresión el especial conflicto en que la pintura se ha enredado a causa de la reproductibilidad técnica de la imagen. Por mucho que se ha intentado presentarla a las masas en museos y en exposiciones, no se ha dado con el camino para que esas masas puedan organizar y controlar su recepción. Y así el mismo público que es retrógrado frente al surrealismo, reaccionará progresivamente ante una película cómica.
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El cine no sólo se caracteriza por la manera como el hombre se presenta ante el aparato, sino además por como con ayuda de éste se representa el mundo en torno. Una ojeada a la psicología del rendimiento nos ilustrará sobre la capacidad del aparato para hacer tests. Otra ojeada al psicoanálisis nos ilustrará sobre lo mismo bajo otro aspecto. El cine ha enriquecido nuestro mundo perceptivo con métodos que de hecho se explicarían por los de la teoría freudiana. Un lapsus en la conversación pasaba hace cincuenta años más o menos desapercibido. Resultaba excepcional que de repente abriese perspectivas profundas en esa conversación que parecía antes discurrir superficialmente. Pero todo ha cambiado desde la Psicopatología de la vida cotidiana. Esta ha aislado cosas (y las ha hecho analizables), que antes nadaban inadvertidas en la ancha corriente de lo percibido. Tanto en el mundo óptico, como en el acústico, el cine ha traído consigo una profundización similar de nuestra apercepción. Pero esta situación tiene un reverso: las ejecuciones que expone el cine son pasibles de análisis mucho más exacto y más rico en puntos de vista que el que se llevaría a cabo sobre las que se representan en la pintura o en la escena. El cine indica la situación de manera incomparablemente más precisa, y esto es lo que constituye su mayor susceptibilidad de análisis frente a la pintura; respecto de la escena, dicha capacidad está condicionada porque en el cine hay también más elementos susceptibles de ser aislados. Tal circunstancia tiende a favorecer —y de ahí su capital importancia— la interpenetración recíproca de ciencia y arte. En realidad, apenas puede señalarse si un comportamiento limpiamente dispuesto dentro de una situación determinada (como un músculo en un cuerpo) atrae más por su valor artístico o por la utilidad científica que rendiría. Una de las funciones revolucionarias del cine consistirá en hacer que se reconozca que la utilización científica de la fotografía y su utilización artística son idénticas. Antes iban generalmente cada una por su lado.
Haciendo primeros planos de nuestro inventario, subrayando detalles escondidos de nuestros enseres más corrientes, explorando entornos triviales bajo la guía genial del objetivo, el cine aumenta por un lado los atisbos en el curso irresistible por el que se rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de acción insospechado, enorme. Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. En una ampliación no sólo se trata de aclarar lo que de otra manera no se vería claro, sino que más bien aparecen en ella formaciones estructurales del todo nuevas. Y tampoco el retardador se limita a aportar temas conocidos del movimiento, sino que en éstos descubre otros enteramente desconocidos que «en absoluto operan como lentificaciones de movimientos más rápidos, sino propiamente en cuanto movimientos deslizantes, flotantes, supraterrenales». Así es como resulta perceptible que la naturaleza que habla a la cámara no es la misma que la que habla al ojo. Es sobre todo distinta porque en lugar de un espacio que trama el hombre con su consciencia presenta otro tramado inconscientemente. Es corriente que pueda alguien darse cuenta, aunque no sea más que a grandes rasgos, de la manera de andar de las gentes, pero desde luego que nada sabe de su actitud en esa fracción de segundo en que comienzan a alargar el paso. Nos resulta más o menos familiar el gesto que hacemos al coger el encendedor o la cuchara, pero apenas si sabemos algo de lo que ocurre entre la mano y el metal, cuanto menos de sus oscilaciones según los diversos estados de ánimo en que nos encontremos Y aquí es donde interviene la cámara con sus medios auxiliares, sus subidas y sus bajadas, sus cortes y su capacidad aislativa, sus dilataciones y arrezagamientos de un decurso, sus ampliaciones y disminuciones. Por su virtud experimentamos el inconsciente óptico igual que por medio del psicoanálisis nos enteramos del inconsciente pulsional.
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Desde siempre ha venido siendo uno de los cometidos más importantes del arte provocar una demanda cuando todavía no ha sonado la hora de su satisfacción plena. La historia de toda forma artística pasa por tiempos críticos en los que tiende a urgir efectos que se darían sin esfuerzo alguno en un tenor técnico modificado, esto es, en una forma artística nueva. Y así las extravagancias y crudezas del arte, que se producen sobre todo en los llamados tiempos decadentes, provienen en realidad de su centro virtual histórico más rico. Ultimamente el dadaísmo ha rebosado de semejantes barbaridades. Sólo ahora entendemos su impulso: el dadaísmo intentaba, con los medios de la pintura (o de la literatura respectivamente), producir los efectos que el público busca hoy en el cine.
Toda provocación de demandas fundamentalmente nuevas, de esas que abren caminos, se dispara por encima de su propia meta. Así lo hace el dadaísmo en la medida en que sacrifica valores del mercado, tan propios del cine, en favor de intenciones más importantes de las que, tal y como aquí las describimos, no es desde luego consciente. Los dadaístas dieron menos importancia a la utilidad mercantil de sus obras de arte que a su inutilidad como objetos de inmersión contemplativa. Y en buena parte procuraron alcanzar esa inutilidad por medio de una degradación sistemática de su material. Sus poemas son «ensaladas de palabras» que contienen giros obscenos y todo detritus verbal imaginable. E igual pasa con sus cuadros, sobre los que montaban botones o billetes de tren o de metro o de tranvía. Lo que consiguen de esta manera es una destrucción sin miramientos del aura de sus creaciones. Con los medios de producción imprimen en ellas el estigma de las reproducciones. Ante un cuadro de Arp o un poema de August Stramm. es imposible emplear un tiempo en recogerse y formar un juicio, tal y como lo haríamos ante un cuadro de Derain o un poema de Rilke. Para una burguesía degenerada el recogimiento se convirtió en una escuela de conducta asocial, y a él se le enfrenta ahora la distracción como una variedad de comportamiento social. Al hacer de la obra de arte un centro de escándalo, las manifestaciones dadaístas garantizaban en realidad una distracción muy vehemente. Había sobre todo que dar satisfacción a una exigencia, provocar escándalo público.
De ser una apariencia atractiva o una hechura sonora convincente, la obra de arte pasó a ser un proyectil. Chocaba con todo destinatario. Había adquirido una calidad táctil. Con lo cual favoreció la demanda del cine, cuyo elemento de distracción es táctil en primera línea, es decir que consiste en un cambio de escenarios y de enfoques que se adentran en el espectador como un choque. Comparemos el lienzo (pantalla) sobre el que se desarrolla la película con el lienzo en el que se encuentra una pintura. Este último invita a la contemplación; ante él podemos abandonamos al fluir de nuestras asociaciones de ideas. Y en cambio no podremos hacerlo ante un plano cinematográfico. Apenas lo hemos registrado con los ojos y ya ha cambiado. No es posible fijarlo. Duhamel, que odia el cine y no ha entendido nada de su importancia, pero sí lo bastante de su estructura, anota esta circunstancia del modo siguiente: «Ya no puedo pensar lo que quiero. Las imágenes movedizas sustituyen a mis pensamientos». De hecho, el curso de las asociaciones en la mente de quien contempla las imágenes queda enseguida interrumpido por el cambio de éstas. Y en ello consiste el efecto de choque del cine que, como cualquier otro, pretende ser captado gracias a una presencia de espíritu más intensa. Por virtud de su estructura técnica el cine ha liberado al efecto físico de choque del embalaje por así decirlo moral en que lo retuvo el dadaísmo.
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La masa es una matriz de la que actualmente surte, como vuelto a nacer, todo comportamiento consabido frente á las obras artísticas. La cantidad se ha convertido en calidad: el crecimiento masivo del número de participantes ha modificado la índole de su participación. Que el observador no se llame a engaño porque dicha participación aparezca por de pronto bajo una forma desacreditada. No han faltado los que, guiados por su pasión, se han atenido precisamente a este lado superficial del asunto. Duhamel es entre ellos el que se ha expresado de modo más radical. Lo que agradece al cine es esa participación peculiar que despierta en las masas. Le llama «pasatiempo para parias, disipación para ¡letrados, para criaturas miserables aturdidas por sus trajines y sus preocupaciones..., un espectáculo que no reclama esfuerzo alguno, que no supone continuidad en las ideas, que no plantea ninguna pregunta que no aborda con seriedad ningún problema, que no enciende ninguna pasión, que no alumbra ninguna luz en el fondo de los corazones, que no excita ninguna otra esperanza a no ser la esperanza ridícula de convertirse un día en «star» en Los Angeles». Ya vemos que en el fondo se trata de la antigua queja: las masas buscan disipación, pero el arte reclama recogimiento. Es un lugar común. Pero debemos preguntarnos si da lugar o no para hacer una investigación acerca del cine.
Se trata de mirar más de cerca. Disipación y recogimiento se contraponen hasta tal punto que permiten la fórmula siguiente: quien se recoge ante una obra de arte, se sumerge en ella; se adentra en esa obra, tal y como narra la leyenda que le ocurrió a un pintor chino al contemplar acabado su cuadro. Por el contrario, la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística. Y de manera especialmente patente a los edificios. La arquitectura viene desde siempre ofreciendo el prototipo de una obra de arte, cuya recepción sucede en la disipación y por parte de una colectividad. Las leyes de dicha recepción son sobremanera instructivas.
Las edificaciones han acompañado a la humanidad desde su historia primera. Muchas formas artísticas han surgido y han desaparecido. La tragedia nace con los griegos para apagarse con ellos y revivir después sólo en cuanto a sus reglas. El epos, cuyo origen está en la juventud de los pueblos, caduca en Europa al terminar el Renacimiento. La pintura sobre tabla es una creación de la Edad Media y no hay nada que garantice su duración ininterrumpida. Pero la necesidad que tiene el hombre de alojamiento si que es estable. El arte de la edificación no se ha interrumpido jamás. Su historia es más larga que la de cualquier otro arte, y su eficacia al presentizarse es importante para todo intento de dar cuenta de la relación de las masas para con la obra artística. Las edificaciones pueden ser recibidas de dos maneras, por el uso y por la contemplación. 0 mejor dicho: táctil Y ópticamente. De tal recepción no habrá concepto posible si nos la representamos según la actitud recogida que, por ejemplo, es corriente en turistas ante edificios famosos. A saber: del lado táctil no existe correspondencia alguna con lo que del lado óptico es la contemplación. La recepción táctil no sucede tanto por la vía de la atención como por la de la costumbre. En cuanto a la arquitectura, esta última determina en gran medida incluso la recepción óptica. La cual tiene lugar, de suyo, mucho menos en una atención tensa que en una advertencia ocasional. Pero en determinadas circunstancias esta recepción formada en la arquitectura tiene valor canónico. Porque las tareas que en tiempos de cambio se le imponen al aparato perceptivo del hombre no pueden resolverse por la vía meramente óptica, esto es por la de la contemplaci6n. Poco a poco quedan vencidas por la costumbre (bajo la guía de la recepción táctil).
También el disperso puede acostumbrarse. Más aún: sólo cuando resolverlas se le ha vuelto una costumbre, probará poder hacerse en la dispersión con ciertas tareas. Por medio de la dispersión, tal y como el arte la depara, se controlará bajo cuerda hasta qué punto tienen solución las tareas nuevas de la apercepción. Y como, por lo demás, el individuo está sometido a la tentación de hurtarse a dichas tareas, el arte abordará la más difícil e importante movilizando a las masas. Así lo hace actualmente en el cine. La recepción en la dispersión, que se hace notar con insistencia creciente en todos los terrenos del arte y que es el síntoma de modificaciones de hondo alcance en la apercepción, tiene en el cine su instrumento de entrenamiento. El cine corresponde a esa forma receptiva por su efecto de choque. No sólo reprime el valor cultual porque pone al público en situación de experto, sino además porque dicha actitud no incluye en las salas) de proyección atención alguna. El público es un examinador, pero un examinador que se dispersa.
Epílogo
La proletarización creciente del hombre actual y el alineamiento también creciente de las masas son dos caras de uno y el mismo suceso. El fascismo intenta organizar las masas recientemente proletarizadas sin tocar las condiciones de la propiedad que dichas masas urgen por suprimir. El fascismo ve su salvación en que las masas lleguen a expresarse (pero que ni por asomo hagan valer sus derechos). Las masas tienen derecho a exigir que se modifiquen las condiciones de la propiedad; el fascismo procura que se expresen precisamente en la conservación de dichas condiciones. En consecuencia, desemboca en un esteticismo de la vida política. A la violación de las masas, que el fascismo impone por la fuerza en el culto a un caudillo, corresponde la violación de todo un mecanismo puesto al servicio de la fabricación de valores cultuales.
Todos los esfuerzos por un esteticismo político culminan en un solo punto. Dicho punto es la guerra. La guerra, y sólo ella, hace posible dar una meta a movimientos de masas de gran escala, conservando a la vez las condiciones heredadas de la propiedad. Así es como se formula el estado de la cuestión desde la política. Desde la técnica se formula del modo siguiente: sólo la guerra hace posible movilizar todos los medios técnicos del tiempo presente, conservando a la vez las condiciones de la propiedad. Claro que la apoteosis de la guerra en el fascismo no se sirve de estos argumentos. A pesar de lo cual es instructivo echarles una ojeada. En el manifiesto de Marinetti sobre la guerra colonial de Etiopía se llega a decir: «Desde hace veintisiete años nos estamos alzando los futuristas en contra de que se considere a la guerra antiestética... Por ello mismo afirmamos: la guerra es bella, porque, gracias a las máscaras de gas, al terrorífico megáfono, a los lanzallamas y a las tanquetas, funda la soberanía del hombre sobre la máquina subyugada. La guerra es bella, porque inaugura el sueño de la metalización del cuerpo humano. La guerra es bella, ya que enriquece las praderas florecidas con las orquídeas de fuego de las ametralladoras. La guerra es bella, ya que reúne en una sinfonía los tiroteos, los cañonazos, los altos el fuego, los perfumes y olores de la descomposición. La guerra es bella, ya que crea arquitecturas nuevas como la de los tanques, la de las escuadrillas formadas geométricamente, la de las espirales de humo en las aldeas incendiadas y muchas otras... ¡Poetas y artistas futuristas... acordaos de estos principios fundamentales de una estética de la guerra para que iluminen vuestro combate por una nueva poesía,, por unas artes plásticas nuevas!».
Este manifiesto tiene la ventaja de ser claro. Merece que el dialéctico adopte su planteamiento de la cuestión. La estética de la guerra actual se le presenta de la manera siguiente: mientras que el orden de la propiedad impide el aprovechamiento natural de las fuerzas productivas, el crecimiento de los medios técnicos, de los ritmos, de la fuentes de energía, urge un aprovechamiento antinatural. Y lo encuentra en la guerra que, con sus destrucciones, proporciona la prueba de que la sociedad no estaba todavía lo bastante madura para hacer de la técnica su órgano, y de que la técnica tampoco estaba suficientemente elaborada para dominar las fuerzas elementales de la sociedad. La guerra imperialista está determinada en sus rasgos atroces por la discrepancia entre los poderosos medios de producción y su aprovechamiento insuficiente en el proceso productivo (con otras palabras: por el paro laboral y la falta de mercados de consumo). La guerra imperialista es un levantamiento de la técnica, que se cobra en el material humano las exigencias a las que la sociedad ha sustraído su material natural. En lugar de canalizar ríos, dirige la corriente humana al lecho de sus trincheras; en lugar de esparcir grano desde sus aeroplanos, esparce bombas incendiarias sobre las ciudades; y la guerra de gases ha encontrado un medio nuevo para acabar con el aura.
«Fíat ars, pereat mundus», dice el fascismo, y espera de la guerra, tal y como lo confiesa Marinetti, la satisfacción artística de la percepción sensorial modificada por la técnica. Resulta patente que esto es la realización acabada del «arte pour l'art». La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalienación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden. Este es el esteticismo de la política que el fascismo propugna. El comunismo le contesta con la politización del arte. (*)
(*) Fuente: Walter Benjamin, La obra del arte en la época de la reproductibilidad técnica, Madrid, Taurus, 1991.