Señores Académicos:
Cuantos recibieron aquí honores semejantes a los que os dignáis tributarme en esta solemnidad, habrán de fijo sentido menos turbación que yo, ante el deber de disertar sobre un tema literario digno de vosotros y de esta ilustre casa. Ordenan la cortesía y la costumbre que al ingresar en ésta, que bien puedo llamar orden suprema de las Letras, se hagan pruebas de aptitudes críticas y de sólidos conocimientos en las varias materias del Arte, que cultiváis con tanta gloria. Pero el que en la ocasión presente habéis traído a vuestro seno, con sufragio en que se ha de ver siempre más benevolencia que justicia, ha consagrado su vida entera a cultivar lo anecdótico y narrativo, y por efecto de las deformaciones que produce en nuestro ser el uso exclusivo de una facultad y su forzado desarrollo a expensas de otras, hállase privado casi en absoluto de aptitudes críticas, y no le obedecen las ideas ni la palabra cuando trata de aplicarlas al arduo examen de los peregrinos ingenios que ilustraron en nuestra nación y en las extrañas la Poesía, el Drama o la Novela.
La inmensa labor de los siglos que fueron, ya sentenciada por el tiempo y la opinión humana; la labor de nuestros contemporáneos, más difícil de sentenciar en el viciado ambiente de esta atmósfera de disputas que autores y críticos respiramos, sobrecogen igualmente el ánimo del que os habla, balanceándolo entre el respeto y el pavor. Intento pedir auxilio a la erudición, a esa fácil y somera sabiduría que en los modernos centros de cultura puede encontrar quien se tome el trabajo de buscarla. Pero las bibliotecas, aun llegándome a ellas con el honrado intento de beneficiar tan sólo los yacimientos a flor de tierra, me imponen un respeto supersticioso, y sus ingentes masas de letra impresa, desde lo superficial y corriente para uso del estudiante precoz, hasta las capas hondísimas de griego y latín, en que sólo penetra el minero de profesión, conturban terriblemente mi espíritu, dándome una impresión tan clara como triste de la magnitud de lo que ignoro: ante aquellos depósitos de ciencia, mi flaca memoria desmaya, mi razón se desvanece, y tengo que alejarme, convencido de que allí donde otros encuentran manantial de luz, de vida, de verdad, yo he de encontrar tan sólo confusión y desaliento, quizás el error y la duda.
A otra obligación, también impuesta por la costumbre y la cortesía, puedo dar más fácil cumplimiento en este acto, pues aunque los estudios y trabajos a que consagró toda su vida mi digno antecesor D. León Galindo de Vera pertenecen al orden legislativo, que casi en absoluto desconozco, tienen, por feliz consorcio de facultades, un valor literario bibliográfico que los profanos en materia jurídica podemos apreciar claramente. Gratísimo es para mí ensalzar la memoria del sabio jurisconsulto que supo dar a las áridas cuestiones de Derecho una forma de intachable hermosura. De su profundo estudio de la legislación hipotecaria, a cuyo planteamiento contribuyó activamente, resultaron los Comentarios que todos conocéis y apreciáis como un modelo de literatura jurídica. En su Historia de la lengua castellana en los Códigos, premiada por la Academia, admiramos la investigación crítica y la dicción castiza y elegante. Fue asimismo historiador de las Posesiones españolas en África, y prodigó su entendimiento en multitud de escritos de controversia o de apología religiosa, en que resplandecen su culto de la tradición y la forma severa y castiza. Aparte de sus méritos literarios, fue generalmente apreciado y enaltecido por la integridad de su carácter, por la firmeza de sus convicciones, más bien religiosas que políticas, realzadas siempre por el más puro desinterés.
Cumplido el deber que me imponía la memoria del ilustre Académico a quien sucedo, afronto de nuevo las dificultades de esta solemnidad; y no pudiendo esperar cosa de provecho de la erudición ni del estudio crítico, me atengo a vuestra probada indulgencia, suplicándoos que me permitáis por excepción, que mi inexperiencia justificará, cumplir este trámite sin ningún alarde ni esfuerzo de ciencia literaria, encerrándome dentro de límites modestísimos, sin más objeto que dar a este acto la extensión conveniente, atendiendo a que la excesiva brevedad pudiera ser tomada por descortesía. A mi buena estrella debo que haya sido designado para contestar a estas indoctas páginas un insigne ingenio, crítico y filósofo literario, a quien dotó Naturaleza de prodigiosas facultades para definir y desentrañar toda la ciencia estética del mundo, y además de un arte soberano para expresar sus opiniones. Pues bien: la mayor prueba de respeto que puedo dar al ilustre Académico que se digna contestarme en vuestro nombre, es no poner mis manos profanas en el sagrado tesoro de la erudición y del saber crítico y bibliográfico.
Si por una parte mi incapacidad crítica y mi instintivo despego de toda erudición me imposibilitan para explanar ante vosotros un asunto de puras letras, por otra una ineludible ley de tradición y de costumbre ordena que estas páginas versen sobre la forma literaria que ha sido mi ocupación preferente, o más bien exclusiva, desde que caí en la tentación de escribir para el público. ¿Qué he de deciros de la Novela, sin apuntar alguna observación crítica sobre los ejemplos de este soberano arte en los tiempos pasados y presentes, de los grandes ingenios que lo cultivaron en España y fuera de ella, de su desarrollo en nuestros días, del inmenso favor alcanzado por este encantador género en Francia e Inglaterra, nacionalidades maestras en ésta como en otras cosas del humano saber? Imagen de la vida es la Novela, y el arte de componerla estriba en reproducir los caracteres humanos, las pasiones, las debilidades, lo grande y lo pequeño, las almas y las fisonomías, todo lo espiritual y lo físico que nos constituye y nos rodea, y el lenguaje, que es la marca de raza, y las viviendas, que son el signo de familia, y la vestidura, que diseña los últimos trazos externos de la personalidad: todo esto sin olvidar que debe existir perfecto fiel de balanza entre la exactitud y la belleza de la reproducción. Se puede tratar de la Novela de dos maneras: o estudiando la imagen representada por el artista, que es lo mismo que examinar cuantas novelas enriquecen la literatura de uno y otro país, o estudiar la vida misma, de donde el artista saca las ficciones que nos instruyen y embelesan. La sociedad presente como materia novelable, es el punto sobre el cual me propongo aventurar ante vosotros algunas opiniones. En vez de mirar a los libros y a sus autores inmediatos, miro al autor supremo que los inspira, por no decir que los engendra, y que después de la transmutación que la materia creada sufre en nuestras manos, vuelve a recogerla en las suyas para juzgarla; al autor inicial de la obra artística, el público, la grey humana, a quien no vacilo en llamar vulgo, dando a esta palabra la acepción de muchedumbre alineada en un nivel medio de ideas y sentimientos; al vulgo, sí, materia primera y última de toda labor artística, porque él, como humanidad, nos da las pasiones, los caracteres, el lenguaje, y después, como público, nos pide cuentas de aquellos elementos que nos ofreció para componer con materiales artísticos su propia imagen: de modo que empezando por ser nuestro modelo, acaba por ser nuestro juez.
Quiero, pues, examinar brevemente ese natural, hablando en términos pictóricos, que extendido en derredor nuestro, nos dice y aun nos manda que le pintemos, pidiéndonos con ardorosa sugestión su retrato para recrearse en él, o abominar del artista con crítica severa. Con él me encaro valerosamente, y de todas veras os digo que el mal ceño de este modelo y su rostro de pocos amigos, me imponen también vivísima turbación, aunque ésta no llega a las proporciones del espanto que siento ante las bibliotecas. La erudición social es más fácil que la bibliográfica, y se halla al alcance de las inteligencias imperfectamente cultivadas. Examinando las condiciones del medio social en que vivimos como generador de la obra literaria, lo primero que se advierte en la muchedumbre a que pertenecemos, es la relajación de todo principio de unidad. Las grandes y potentes energías de cohesión social no son ya lo que fueron; ni es fácil prever qué fuerzas sustituirán a las perdidas en la dirección y gobierno de la familia humana. Tenemos tan sólo un firme presentimiento de que esas fuerzas han de reaparecer; pero las previsiones de la Ciencia y las adivinaciones de la Poesía no pueden o no saben aún alzar el velo tras el cual se oculta la clave de nuestros futuros destinos.
La falta de unidades es tal, que hasta en la vida política, constituida por naturaleza en agrupaciones disciplinadas, se determina claramente la disolución de aquellas grandes familias formadas por el entusiasmo de la acción constituyente, por afinidades tradicionales, por principios más o menos deslumbradores. Para que todo falte, desaparece también el fanatismo, que ligaba en estrecho haz enormes masas de personas, uniformando los sentimientos, la conducta y hasta las fisonomías, de lo cual resultaban caracteres genéricos de fácil recurso para el Arte, que supo utilizarlos durante largo tiempo. Las disgregaciones de la vida política son el eco más próximo de ese terrible rompan filas que suena de un extremo a otro del ejército social, como voz de pánico que clama a la desbandada. Podría decirse que la sociedad llega a un punto de su camino en que se ve rodeada de ingentes rocas que le cierran el paso. Diversas grietas se abren en la dura y pavorosa peña, indicándonos senderos o salidas que tal vez nos conduzcan a regiones despejadas. Contábamos, sin duda, los incansables viajeros con que una voz sobrenatural nos dijera desde lo alto: por aquí se va, y nada más que por aquí. Pero la voz sobrenatural no hiere aún nuestros oídos, y los más sabios de entre nosotros se enredan en interminables controversias sobre cuál pueda o deba ser la hendidura o pasadizo por el cual podremos salir de este hoyo pantanoso en que nos revolvemos y asfixiamos.
Algunos, que intrépidos se lanzan por tal o cual angostura, vuelven con las manos en la cabeza, diciendo que no han visto más que tinieblas y enmarañadas zarzas que estorban el paso; otros quieren abrirlo a pico, con paciente labor, o quebrantar la piedra con la acción física de substancias destructoras; y todos, en fin, nos lamentamos, con discorde vocerío, de haber venido a parar a este recodo, del cual no vemos manera de salir, aunque la habrá seguramente, porque aquí no hemos de quedarnos hasta el fin de los siglos.
En esta muchedumbre consternada, que inventa mil artificios para ocultarse su propia tristeza, se advierte la descomposición de las antiguas clases sociales forjadas por la historia, y que habían llegado hasta muy cerca de nosotros con organización potente. Pueblo y aristocracia pierden sus caracteres tradicionales, de una parte por la desmembración de la riqueza, de otra por los progresos de la enseñanza; y el camino que aún hemos de recorrer para que las clases fundamentales pierdan su fisonomía, se andará rápidamente. La llamada clase media, que no tiene aún existencia positiva, es tan sólo informe aglomeración de individuos procedentes de las categorías superior e inferior, el producto, digámoslo así, de la descomposición de ambas familias: de la plebeya, que sube; de la aristocrática, que baja, estableciéndose los desertores de ambas en esa zona media de la ilustración, de las carreras oficiales, de los negocios, que vienen a ser la codicia ilustrada, de la vida política y municipal. Esta enorme masa sin carácter propio, que absorbe y monopoliza la vida entera, sujetándola a un sin fin de reglamentos, legislando desaforadamente sobre todas las cosas, sin excluir las espirituales, del dominio exclusivo del alma, acabará por absorber los desmedrados restos de las clases extremas, depositarias de los sentimientos elementales. Cuando esto llegue, se ha de verificar en el seno de esa muchedumbre caótica una fermentación de la que saldrán formas sociales que no podemos adivinar, unidades vigorosas que no acertamos a definir en la confusión y aturdimiento en que vivimos.
De lo que vagamente y con mi natural torpeza de expresión indico, resulta, en la esfera del Arte, que se desvanecen, perdiendo vida y color, los caracteres genéricos que simbolizaban grupos capitales de la familia humana. Hasta los rostros humanos no son ya lo que eran, aunque parezca absurdo decirlo. Ya no encontraréis las fisonomías que, al modo de máscaras moldeadas por el convencionalismo de las costumbres, representaban las pasiones, las ridiculeces, los vicios y virtudes. Lo poco que el pueblo conserva de típico y pintoresco se destiñe, se borra, y en el lenguaje advertimos la misma dirección contraria a lo característico, propendíendo a la uniformidad de la dicción, y a que hable todo el mundo del mismo modo. Al propio tiempo, la urbanización destruye lentamente la fisonomía peculiar de cada ciudad; y si en los campos se conserva aún, en personas y cosas, el perfil distintivo del cuño popular, éste se desgasta con el continuo pasar del rodillo nivelador que arrasa toda eminencia, y seguirá arrasando hasta que produzca la anhelada igualdad de formas en todo lo espiritual y material.
Mientras la nivelación se realiza, el Arte nos ofrece un fenómeno extraño que demuestra la inconsistencia de las ideas en el mundo presente. En otras épocas, los cambios de opinión literaria se verificaban en lapsos de tiempo de larga duración, con la lentitud majestuosa de todo crecimiento histórico. Aun en la generación que ha precedido a la nuestra, vimos la evolución romántica durar el tiempo necesario para producir multitud de obras vigorosas; y al marcarse el cambio de las ideas estéticas, las formas literarias que sucedieron al romanticismo tardaron en presentarse con vida, y vivieron luego años y más años, que hoy nos parecerían siglos, dada la rapidez con que se transforman ahora nuestros gustos. Hemos llegado a unos tiempos en que la opinión estética, ese ritmo social, harto parecido al flujo y reflujo de los mares, determina sus mudanzas con tan caprichosa prontitud, que si un autor deja transcurrir dos o tres años entre el imaginar y el imprimir su obra, podría resultarle envejecida el día en que viera la luz. Porque si en el orden científico la rapidez con que se suceden los inventos, o las aplicaciones de los agentes físicos, hace que los asombros de hoy sean vulgaridades mañana, y que todo prodigioso descubrimiento sea pronto oscurecido por nuevas maravillas de la mecánica y de la industria, del mismo modo, en el orden literario, parece que es ley la volubilidad de la opinión estética, y de continuo la vemos pasar ante nuestros ojos, fugaz y antojadiza, como las modas de vestir. Y así, en brevísimo tiempo, saltamos del idealismo nebuloso a los extremos de la naturalidad: hoy amamos el detalle menudo, mañana las líneas amplias y vigorosas; tan pronto vemos fuente de belleza en la sequedad filosófica mal aprendida, como en las ardientes creencias heredadas.
En resumen: la misma confusión evolutiva que advertimos en la sociedad, primera materia del arte novelesco, se nos traduce en éste por la indecisión de sus ideales, por lo variable de sus formas, por la timidez con que acomete los asuntos profundamente humanos; y cuando la sociedad se nos convierte en público, es decir, cuando después de haber sido inspiradora del Arte lo contempla con ojos de juez, nos manifiesta la misma inseguridad en sus opiniones, de donde resulta que no andan menos desconcertados los críticos que los autores.
Pero no creáis que de lo expuesto intentaré sacar una deducción pesimista, afirmando que esta descomposición social ha de traer días de anemia y de muerte para el arte narrativo. Cierto que la falta de unidades de organización nos va sustrayendo los caracteres genéricos, tipos que la sociedad misma nos daba bosquejados, cual si trajeran ya la primera mano de la labor artística. Pero a medida que se borra la caracterización general de cosas y personas, quedan más descarnados los modelos humanos, y en ellos debe el novelista estudiar la vida, para obtener frutos de un Arte supremo y durable. La crítica sagaz no puede menos de reconocer que cuando las ideas y sentimientos de una sociedad se manifiestan en categorías muy determinadas, parece que los caracteres vienen ya a la región del Arte tocados de cierto amaneramiento o convencionalismo. Es que, al descomponerse las categorías, caen de golpe los antifaces, apareciendo las caras en su castiza verdad. Perdemos los tipos, pero el hombre se nos revela mejor, y el Arte se avalora sólo con dar a los seres imaginarios vida más humana que social. Y nadie desconoce que, trabajando con materiales puramente humanos, el esfuerzo del ingenio para expresar la vida ha de ser más grande, y su labor más honda y difícil, como es de mayor empeño la representación plástica del desnudo que la de una figura cargada de ropajes, por ceñidos que sean. Y al compás de la dificultad crece, sin duda, el valor de los engendros del Arte, que si en las épocas de potentes principios de unidad resplandece con vivísimo destello de sentido social, en los días azarosos de transición y de evolución puede y debe ser profundamente humano.
Encuéntrome al llegar a este punto con que las ideas que voy expresando, sin ninguna arrogancia dogmática me llevan a una afirmación que algunos podrían creer falsa y paradógica, a saber: que la falta de principios de unidad favorece el florecimiento literario; afirmación que en buena lógica destruiría la leyenda de los llamados Siglos de Oro en ésta y la otra literatura. Ello es que la historia literaria general no nos permite sostener de una manera absoluta que la divina Poesía y artes congéneres prosperen más lozanamente en las épocas de unidad que en las épocas de confusión. Quizá podría comprobarse lo contrario después de investigar con criterio penetrante la vida de los pueblos, haciendo más caso de la documentación privada que de los relatos de la vieja Historia, comúnmente artificiosa y recompuesta. Esta narradora enfática y algo tocada del delirio de grandezas, nos habla con tenaz preferencia de los altos poderes del Estado, de guerras, intrigas y privanzas, de los casamientos y querellas entre familias de reyes y Príncipes, dejando en la penumbra las profundísimas emociones que agitan el alma social. Teniendo esto en cuenta, no creo dislate asegurar que en los llamados Siglos de Oro hay no poco de aparato oficial o ficción palatina; hechura de cronistas asalariados, o de historiadores de oficio, más atentos a la composición de su arte, que a reproducir la interna verdad política. No dan valor sino a las que son o aparecen ser acciones culminantes, y descuidan, como asunto prosaico y baladí, el verdadero sentir y pensar de los pueblos.
Bien sé que ésta es materia para un examen lento, y si yo intentara desentrañarla, incurriría en mi propia censura, por lanzarme a trabajos para cuyo empeño he declarado mi ineptitud en las primeras cláusulas de este discurso. Con paciencia y libros a mano todo se prueba, y yo intentaría demostrar lo que antes indiqué, si más fuerza que mis deseos no tuviera mi incapacidad para compulsar textos antiguos y modernos. Dejo, pues, a otros que diluciden este punto, y concluyo diciendo que el presente estado social, con toda su confusión y nerviosas inquietudes, no ha sido estéril para la novela en España, y que tal vez la misma confusión y desconcierto han favorecido el desarrollo de tan hermoso arte. No podemos prever hasta dónde llegará la presente descomposición. Pero sí puede afirmarse que la literatura narrativa no ha de perderse porque mueran o se transformen los antiguos organismos sociales. Quizás aparezcan formas nuevas, quizás obras de extraordinario poder y belleza, que sirvan de anuncio a los ideales futuros o de despedida a los pasados, como el Quijote es el adiós del mundo caballeresco. Sea lo que quiera, el ingenio humano vive en todos los ambientes, y lo mismo da sus flores en los pórticos alegres de flamante arquitectura, que en las tristes y desoladas ruinas.