Quisiera partir con un pequeño recuerdo personal.
En septiembre de 1988, cuando mi "Danubio" fue traducido al holandés, viajé a Holanda. Un día me encontraba en La Haya. Creo que era domingo. En la gran plaza había una especie de fiesta o de feria universal de la tolerancia. Innumerables pabellones, "stands", bancos, kioscos, puestos, adosados uno al lado del otro, exhibían, ofrecían, predicaban y difundían cada uno su propio Verbo, los Evangelios más dispares. Partidos políticos, iglesias, asociaciones, clubes, movimientos y grupos exhibían diversas y, en ocasiones, opuestas recetas de salvación espiritual, física, social, metafísica, sexual, cultural y gastronómica; cada uno decía lo suyo y anunciaba su verdad, los antimilitaristas, los veteranos, los fanáticos de la salud, los autores de excéntricas dietas culinarias o técnicas eróticas, de cultos esotéricos y ejercicios gimnásticos, de prácticas ascéticas u orgiásticas, de colectivizaciones y de salvajes anarco-liberalismos; se exponían las ventajas de la asistencia social y de su eliminación, de la rigurosa segregación racial y del mestizaje. No se hablaba aún, en el mundo, de la bioingeniería ni de la clonación, que habrían ciertamente encontrado en aquel bazar entusiastas partidarios de las más inquietantes manipulaciones genéticas y la creación de nuevas especies semihumanas y nuevos híbridos entre "homo sapiens" y otros animales, profetas convencidos de la inevitable marcha triunfal del Progreso y apocalípticos partidarios de la abolición de todo experimento científico y de la ciencia misma, fruto perverso del pecado original y de la expulsión del Paraíso Terrenal.
La primera impresión era una sensación exaltadora de tolerancia y de libertad. La antigua y tradicional imagen de Holanda, país de libertad, de derechos civiles, de diálogo asumía un rostro concreto, parecía encarnarse en aquella plaza y en aquel fervor. Se sentía que a cada uno, individuo o movimiento, se le había concedido la facultad de la palabra; que no existían dioses dominantes ni celosos, dispuestos a hacer callar a cualquier otra voz, sino que cada dios custodiado en el corazón del hombre - dios pequeño o grande, sublime o extraño, suntuoso o harapiento, majestuoso como un rey o andrajoso como un mendigo - encontraba allí su altar y sus fieles que le tributaban homenajes festivos e imperturbables.
Se advertía, casi físicamente, que la verdad no puede ser nunca el dominio y la imposición de una sola doctrina que no se pone en discusión y no admite un diálogo común con opiniones diversas, sino que sólo puede ser, como enseña Lessing, una incesante confrontación y una incesante búsqueda. Lessing decía que si Dios le hubiese mostrado en su mano derecha la verdad y en la izquierda tan sólo la exigencia de buscarla, aún a costa de continuos errores, él habría pedido el don encerrado en la mano izquierda, convencido de que la verdad pura sólo le pertenece a la divinidad.
El espectáculo de aquella tolerancia expuesta en la plaza sugería además otros sentimientos, menos solemnes y elevados, pero igualmente liberadores y amables. Desde aquellos quioscos no sólo se proclamaban grandes Credos religiosos y políticos, mensajes de salvación, las cosas últimas de la vida y del hombre, sino que también se abanderaban manías exóticas, ungüentos milagrosos, mitos delirantes, ficciones cómicas y pasiones excéntricas. Un poco como en Hyde Park en Londres, allí cada uno podía debatir no sólo problemas de relevancia universal - el cristianismo y el socialismo, la proliferación o la prohibición de las armas nucleares - sino también sus obsesiones privadas, sus tics, sus fobias, extravagancias, modas.
Tolerancia significa también esa libertad de expresión en las cosas aparentemente pequeñas o mínimas, ese sentido del mundo como un teatro de marionetas en el cual todos gesticulan como pueden, cómicos y torpes como lo es cada uno de nosotros en su difícil existencia mortal de albatros prisionero. La vida es también un circo en el cual todos somos clowns y tolerancia significa también recitar improvisadamente, respetar las improvisaciones propias y de los demás. Era también ese sentimiento del pequeño teatro del mundo que daba, aquella mañana en La Haya, una agradable sensación de libertad gitana mientras daba vueltas sin rumbo, sin meta ni intereses particulares, entre aquellos pabellones, un poco como los perros callejeros de la película "Mon oncle" de Tati.
Después de dar unas vueltas tuve una tercera impresión, casi inquietante. Era como si la bella sensación de que todos y todo tenían justamente el derecho a la palabra se hubiese convertido de pronto en una sensación de asfixia y evocase un pantano indistinto y cenagoso; como si, junto al "stand" de los antirracistas pudiera aparecer el de los "naziskin" o directamente aquel en el cual un clon del doctor Mengele hubiera podido propugnar la benemérita utilidad de sus experimentos en Auschwitz. Aquella bella e inocente mañana me hizo sentir con particular evidencia e intensidad la necesidad, la dificultad, incluso la imposibilidad, el inextricable problema de la tolerancia del diálogo, de sus límites y fronteras. A la gran frase de Voltaire, quien sostenía estar dispuesto a batirse a duelo con tal de garantizar la libertad de manifestar aún las opiniones contra las que él se batía a muerte, le hacía eco - un eco irónicamente contrastante - aquella frase que habla de alguien tan apasionadamente tolerante que está dispuesto a poner contra el paredón a todos los intolerantes. Sin embargo, al menos en italiano, es fácil la ambigüedad: tolerancia es un término positivo que indica la condición común de todos los credos y opiniones, tolerante indica una actitud de una indulgencia condescendiente desde lo alto, tolerar indica soportar de un modo casi ofensivo y altanero comportamientos y opiniones distintos a los propios.
La tolerancia, el diálogo y sus contradicciones constituyen un problema universal, que se somete hoy a la conciencia - y también a la legislación - con una urgencia jamás conocida en la historia. Bajo este perfil, nuestra cultura parece tal vez poco preparada para las perturbadoras transformaciones del mundo que inciden en nuestra vida, nuestra sociedad, nuestros valores. En estos enormes cambios ya no hay, afortunadamente, como en el pasado, culturas compactas, encerradas en sí mismas y dentro del edificio de sus propios valores, casi ignorantes de la existencia de otros sistemas distintos de valores de otras culturas. Hoy en día las civilizaciones se mueven y se mezclan, pueblos y estirpes lejanas se encuentran y sus visiones del mundo - religiosas, políticas, sociales - viven lado a lado, en un politeísmo de valores, significados, tradiciones, costumbres e instituciones que nadie puede ignorar. Es un proceso que enriquece nuestras culturas y también despierta temores y obsesiones de defensa. En la globalización, todas las identidades se sienten amenazadas, temen disolverse y desaparecer, y por eso mismo, exageran sus propias particularidades, las convierten en diferencias absolutas y salvajes, en un ídolo - que, como todos los ídolos, incita fácilmente a la violencia y al sacrificio sangriento. Algo similar, observó en una ocasión Beniamino Andreatta, sucedió en Grecia en el siglo V antes de Cristo, con la disolución de las antiguas comunidades familiares-tribales en el Estado, en la Polis; proceso del cual nació en parte la tragedia griega.
Las respuestas intolerantes a las actuales transformaciones del mundo son peligrosísimas y bárbaras y presentan un grave obstáculo - con clausuras de todo tipo - a este proceso de formación de una universalidad nueva y más auténtica; un proceso exaltador, porque por primera vez en la historia está naciendo o podría nacer, a través de un diálogo sin fronteras, si bien entre mil peligros y horribles distorsiones, una universalidad verdaderamente universal, expresión de las civilizaciones de toda la tierra y no sólo de Occidente u Oriente.
Es fácil condenar intelectualmente a la intolerancia - si bien es difícil contrastarla en el plano práctico - pero, ¿cuál puede ser la respuesta real, no sólo abstracta y noblemente retórica, de la tolerancia?
A la civilización occidental le compete, culturalmente, la tarea de renovar la conciencia y defensa del principio de valor, esa exigencia de principios universales que constituye, desde hace ya más de dos milenios, la esencia de su civilización. Son las "leyes no escritas de los dioses", como las llama Antígona, o sea los mandamientos morales que - a diferencia de aquellos histórica y socialmente condicionados - se presentan como absolutos y que no pueden ser violados a ningún precio. Esta universalidad - amenazada por la nivelación de las diversidades o por su terrible atomización - es el fundamento de la civilización europea que, en este sentido, no es sólo europea y también llama a enjuiciar las maldades de Europa y de Occidente.
Desde sus orígenes, la cultura occidental, a diferencia de las demás, ha puesto el acento en el individuo, en lugar de hacerlo en su totalidad; desde el concepto estoico y cristiano de persona al derecho romano, de las garantías del liberalismo y de la democracia a la libertad de necesidades propuesta por el socialismo, el individuo - con su singularidad insustituible - es el protagonista, aquel a quien el Evangelio enseña a amar, que Kant considera un fin y jamás un medio, cuyas libertades inalienables son protegidas por el código y cuyas pasiones son puestas por la literatura en el centro del mundo.
Esta primacía del individuo presupone el principio de una igual dignidad e iguales derechos para todos los hombres y presupone, por lo tanto, la recíproca tolerancia de la diversidad y el diálogo entre culturas, es decir, entre sistemas de valores aún contrastantes.
Los crecientes contactos entre pueblos y culturas distintas, destinados a aumentar, constituyen un enriquecimiento vital, pero pueden crear situaciones difíciles, en las cuales se podría plantear de un modo dramático la opción entre un relativismo cultural correcto y la afirmación de valores irrenunciables. La gente proveniente de otras culturas a un nuevo contexto deberá integrarse conservando su peculiaridad, sin ser brutalmente homologada a un modelo dominante, que se pretenda único depositario de lo universal. Uno no se debe hacer la ilusión de que va a ser fácil y que los obstáculos a este proceso provendrán exclusivamente de las mentalidades cerradas y regresivas o de obtusos racismos. Sólo es posible pensar en superar las dificultades objetivas si no las subvaloramos.
Casi todas las diversidades - de usos, costumbres, tradiciones, valores - pueden y deben ser superadas, contra toda cerrazón estólida y lívida, en un diálogo fraterno. Pero pueden producirse situaciones en las cuales culturas, grupos e individuos sientan como valores irrenunciables aquello que a otros les parece inaceptable e inhumano. Se debe siempre apuntar al diálogo, pero sabiendo que uno podrá encontrarse frente a elecciones dramáticas conflictivas. Si el partidario de una secta que prohíbe la transfusión de sangre se opone a que ésta le sea practicada a su hijo menor de edad, que la necesita para no morir, hay que decidir entre respetar su fe y su voluntad, como parecería ser siempre necesario, dejando así morir al niño, o bien imponer aquella transfusión por la fuerza. Un amigo mío médico se encontró en una ocasión frente a esta decisión y me habló de ello, expresándome todas las dudas que había tenido antes de decidirse a efectuar dicha transfusión, salvando de este modo al niño, pero pisoteando los valores de su cultura. De un modo obtuso, me asombraron estas dudas, porque me parecía y me parece lógico y correcto actuar como él había actuado, pero él me hizo notar con toda justicia que, aunque si en aquel caso extremo parecía obvio y justo asumir la autoridad y la decisión que implicaban la convicción de la superioridad de los propios principios morales o religiosos con respecto a aquellos de la confesión a la que pertenecía el pequeño, ello era al mismo tiempo el primer potencial paso hacia un camino en cuyo final se encuentran la prohibición o la imposición, manifestadas en forma violenta, de ir a la iglesia.
El auténtico diálogo con quien profesa opiniones y valores distintos implica la disposición a discutir estos últimos y a tomarlos en consideración, intentando demostrar las propias razones, pero también escuchando las del otro; yo dialogo realmente si, aunque intente apasionadamente convencer al otro de mis ideas, estoy eventualmente dispuesto a dejarme convencer, si en el curso del diálogo sus ideas resultan más fundadas. Si, por lo contrario, me dedico a priori a sólo querer convencer y convertir al otro, excluyendo la posibilidad de lo contrario, no es un verdadero diálogo. Pero cada uno de nosotros se encuentra frente a situaciones en las cuales no está dispuesto, desde un principio, a poner en tela de juicio sus propios valores. Si estoy apasionadamente convencido de la necesidad de una intervención pública en la economía, estoy obviamente dispuesto a dejarme convencer por un interlocutor que sostenga lo contrario, si sus razones resultan ser más fundadas. Pero no estoy dispuesto a dialogar con quien, por ejemplo, sostuviese que es lícito violentar y asesinar a un niño o con alguien que apoyase la discriminación y segregación racial. En este caso, estoy dispuesto a hablar sólo para convencer al otro, excluyendo la posibilidad de dejarme convencer; en este caso, por lo tanto, cierro el diálogo desde un principio y no entro en discusiones. Ya tengo decidido desde el comienzo que yo tengo la razón y él está equivocado. De hecho, pienso verdaderamente que las leyes raciales de Nuremberg fueron inicuas y no estoy dispuesto a poner en juego esta opinión discutiendo con un racista antisemita. Esta exclusión es dolorosa, porque es siempre doloroso excluir a quién sea del diálogo y no escuchar sus razones, que aunque sean anormales o inhumanas, siempre nacen de un hombre, que lo sigue siendo aunque sea un asesino y practique el asesinato, pero no por ello su apología del asesinato será digna de tomar en consideración. Aquí nos encontramos frente a una frontera del diálogo, dura y dolorosa como toda frontera que siempre separa, pero inevitable.
La tolerancia y el diálogo presuponen un relativismo ético, contra la presunción de ser los únicos depositarios de un valor absoluto que induce a quien lo retiene de poseerlo e imponérselo a los demás, aunque sea para su salvación. En nombre de esta convicción se han cometido y se cometen las más horribles violencias. Pero uno se puede encontrar - y se ha encontrado y se encontrará - en situaciones que impiden, moralmente, transigir, dialogar y tolerar. Cuando, hace unas décadas atrás, el primer estudiante negro obtuvo el derecho a asistir a la universidad en un estado norteamericano del sur -no recuerdo si fue Alabama o Mississippi- esa decisión fue considerada como una ofensa para la propia cultura y los valores de una parte de la población blanca de aquel estado, dispuesta a impedirle por medio de la violencia a aquel estudiante - me parece que se llamaba Meredith - el ejercicio de su derecho.
La defensa de la blancura de aquella universidad era considerada como un valor por aquella cultura del viejo sur y habría podido ser publicitada en uno de aquellos kioscos de La Haya. En ese caso, el diálogo y la tolerancia no eran posibles: o se respetaba aquella cultura racista, sacrificando al estudiante negro y su derecho a su violencia, o se impedía aquella violencia por la fuerza, sin respetar, por lo tanto, la cultura que la exprimía, y se imponía por la fuerza (y si era necesario con la violencia) el ejercicio del derecho de aquel estudiante negro. De hecho, el gobierno americano lo hizo acompañar a la universidad con una escolta de soldados federales, dispuestos si era necesario a disparar contra quien quisiese lincharlo, a hacer callar a quien quería hacerlo callar.
Se podrían dar muchos otros ejemplos de contradicciones difícilmente remediables y destinadas a aumentar en las próximas décadas. Recuerdo que cuando estuve hace unos años atrás en Canadá, los indios canadienses, reducidos a una miserable condición en la cual se extinguía su extraordinaria cultura, su fascinante diversidad, reclamaban por un estado propio, como el que tienen los inuit esquimales. Pero la mayoría de las mujeres indias estaba en contra, porque la cultura india, que estaba garantizada por las leyes del estado, prevé, entre los valores de su diversidad, la posición subalterna de la mujer y habría impedido, por ejemplo, la elección autónoma de una profesión, etc. También en este caso se planteaba un dramático problema de elección entre dos valores: el respeto común de todas las culturas, el principio de igualdad de todos los ciudadanos sin distinción de sexo, raza o religión. Estos dos valores estaban en conflicto y exigían la dolorosa responsabilidad de decidir por uno contra el otro, de afirmar la superioridad de uno con respecto al otro.
Nos podremos - nos podemos - encontrar en situaciones sumamente difíciles, en las que sea necesario escoger valores en desmedro de otros, decidir cuáles son las "leyes no escritas de los dioses" a las que apela Antígona, que en ningún caso pueden ser violadas. Es un conflicto trágico y no es casualidad que "Antígona" sea una tragedia; tragedia no significa, como es a menudo su uso corriente, un gran dolor o una gran desgracia, sino que indica un conflicto, una contradicción que no se puede resolver sin ser, de algún modo, culpables; también Antígona, en su enaltecida y sagrada rebelión frente a aquella ley injusta de Creonte no está carente de culpa y no es por azar que la genialidad de Sófocles haya presentado a Creonte como autor de aquella ley injusta, no como un abyecto tirano, no como un Stalin o un Hitler, sino como hombre de estado cuyo actuar está objetivamente ligado a una condición de culpa. La sociedad pluralista e inestable del futuro se encontrará presumiblemente a menudo frente a este tipo de opciones, a la necesidad y al mismo tiempo la imposibilidad o al menos la extrema dificultad de reconocerse en un mínimo, en un "quantum" de irrenunciable universalismo ético. Es una tarea difícil, pero ineludible. Difícil, porque el diálogo y el enfrentamiento parecen diluirse cada vez más en una indiferenciada equivalencia de todo con todo, en una especie de bazar en el cual un principio universal de intercambio pone a todo sobre el mismo plano, como si Kant y las Misas fueran igualmente dignos de atención o como si la solidaridad y el racismo fueran algo opcional, exhibidos en las vitrinas y en las mentes a la par con las opiniones de los diarios.
En esta también dramática y creciente riqueza de diversidad y contrastes, se deberá elaborar trabajosamente, en una continua confrontación y diálogo con las culturas, un mínimo de valores comunes no negociables, que implica una siempre dolorosa pero inevitable jerarquía de valores. En esta elaboración serán contribuciones esenciales las nuevas culturas hasta ahora extrañas a Occidente, pero no menos portadoras de valores universales. La democracia, que es hija de la tradición occidental y que constituye su esencia, consiste en el esfuerzo continuo y jamás definitivo de distinguir entre las posiciones, aunque estén duramente contrapuestas, pero que tienen el derecho a enfrentarse sobre un plano de paridad, y las posiciones que, dolorosamente, deberán ser excluidas de este libre diálogo, así como se le permite a una formación política propugnar la economía pública o la privada, pero no la persecución ni la segregación racial.
Este rechazo es doloroso, porque es siempre doloroso excluir a hombres o ideas del diálogo, pero es inevitable. Obviamente cualquiera de nosotros puede incurrir en estas aberraciones, porque las diversidades inaceptables no provienen necesariamente más del extranjero o de otros continentes que de nuestra propia casa; nada como Auschwitz ha negado las leyes no escritas de los dioses y Auschwitz fue creado por nosotros, los europeos. La tragedia es a menudo el conflicto entre la ley y el mandamiento moral, que tienen ambos su propio valor. "Antígona" es la tragedia, eternamente actual, del deber de escoger entre estos valores, con todas las dificultades, los errores y también las culpas que implica esta opción, dentro de las singulares circunstancias históricas. La ley positiva no es legítima, de por sí - ni siquiera cuando nace de un ordenamiento democrático o del sentimiento y la voluntad de una mayoría - si pasa por encima de la moral; por ejemplo, que una ley racial, que sancione la persecución o el exterminio de una categoría de personas, no se convierta en justa aunque sea votada democráticamente por una mayoría en un parlamento regularmente electo, cosa que podría suceder o ha sucedido.
Una violencia infligida a un individuo no se convierte en justa sólo porque la opinión pública la apruebe, como nos lo querría hacer creer una sociología mal entendida. El antisemitismo en Alemania durante la época del nazismo o la violencia contra los negros en Alabama correspondían ciertamente al sentir de una gran parte de la población de aquellos países, pero no por ello eran justos. En ocasiones puede ser cierto aquello que grita el doctor Stockman en el "Enemigo del pueblo" de Ibsen: "¡la mayoría tiene la fuerza, pero no la razón!". Es necesario entonces acatar "las leyes no escritas de los dioses" que acata Antígona, aunque dicha obediencia - o en realidad desobediencia a las inicuas leyes del Estado - pueda tener consecuencias trágicas.
En este punto surge una terrible interrogante, que es a su vez trágica: ¿cómo se puede saber si aquellas leyes no escritas son de los dioses, o sea son principios universales, y no prejuicios arcaicos, ciegas y oscuras pulsiones del sentimiento, condicionadas por quizás qué vínculos atávicos? Estamos justamente convencidos de que el amor cristiano del prójimo, los postulados de la ética kantiana que exhorta a considerar a todo individuo siempre como a un fin y nunca como un medio, los valores de la Ilustración y democráticos de libertad y tolerancia, los ideales de justicia social, la igualdad de los derechos de todos los hombres en todos los lugares de la tierra son fundamentos universales que ningún Creonte ni ningún Estado puede violar. Pero sabemos también que a menudo las civilizaciones - también la nuestra - les han impuesto con violencia a otras civilizaciones valores que ellas consideraban universales y humanas y que eran, en vez, el producto secular de su cultura, de su historia, de su tradición, que era simplemente más fuerte. Cuando un Dios le habla a nuestro corazón - como dice la Ifigenia de Goethe, expresión de la más pura humanidad - hay que estar dispuesto a seguirlo a toda costa, pero sólo después de haberse preguntado con la máxima lucidez posible si quien nos habla es un Dios universal o un ídolo de nuestros oscuros remolinos interiores. Si la mayoría no tiene la razón, como grita Stockman, es fácil caer en la tentación de imponer por la fuerza otra razón, que a su vez sólo tiene la fuerza. La desobediencia a Creonte comporta a menudo tragedias no sólo para quien desobedece, sino también para otros inocentes, envueltos en sus consecuencias.
La tragedia, pero también la dignidad humana, consiste en el hecho de que no existe una respuesta preconcebida a este dilema; sólo hay una difícil búsqueda, no exenta de peligros, incluso morales.
Uno no se puede sustraer a la responsabilidad de escoger valores universales y de comportarse consecuentemente; si se renuncia a esta asunción de responsabilidad, en nombre de un relativismo cultural que pone a toda actitud sobre el mismo plano, se traicionan las "leyes no escritas de los dioses" de Antígona y uno se vuelve cómplice de la barbarie. Pero hay que tomar conciencia de cuán pesada y trágica es esta responsabilidad y de lo difícil que es resolver esta contradicción. Todorov encuentra en Montesquieu un ideal camino intermedio entre el justo relativismo cultural, respetuoso de la diversidad, y el "quantum" necesario de universalismo ético sin el cual no es admisible una vida política, civil y moral.
Demasiado a menudo se prefiere eludir la fatigosa búsqueda de dicho "quantum" para refugiarse en una cómoda cultura de lo "opcional", parodia de la verdadera tolerancia. Nuestra época podría definirse por una actitud que la caracteriza en las esferas más diversas de la vida y del pensamiento, la era de lo "opcional". Religiones, filosofías, sistemas de valores y concesiones políticas se alinean en un bello orden sobre los estantes de un supermercado y cada uno - dependiendo de la necesidad o el deseo del momento - toma de un estante o de otro los artículos que le apetecen, dos confesiones de cristianismo, tres de budismo zen, un par de puñados de ultraliberalismo, un trozo de socialismo, y los mezcla a su gusto en un cóctel privado.
En este clima cultural es cada vez más difícil definirse de un modo preciso, o sea limitado, escoger una cosa y excluir otras. Si se es cristiano, no se es budista, y viceversa, aunque se veneren debidamente, en ambos casos, las enaltecidas enseñanzas de Cristo y de Buda y se aprenda tanto de su ejemplo. Se respeta una concepción del mundo sólo si se la toma realmente en serio, si se la confronta rigurosamente con la verdad que ella proclama. El verdadero diálogo traza siempre fronteras; no sólo aquellas dolorosamente necesarias y duras fronteras frente al mal, del cual hablamos anteriormente, sino aquellas liberales y flexibles fronteras que son las distinciones entre una y otra posición, e incluso entre posiciones aceptables (a diferencia de aquellas monstruosas) y, por lo tanto, posiciones que tal vez un día podrían convertirse en las nuestras. Debemos tomar en consideración la posibilidad de superar las fronteras flexibles entre posiciones distintas a las que les reconozcamos una misma dignidad, pero podremos superarlo sólo cuando estemos realmente convencidos de la necesidad de este paso. El actual clima de lo "opcional" parece reducir todo a elementos aceptables o refutables de acuerdo al gusto de cada uno sin que ello comporte una alternativa entre una adhesión o un rechazo generalizado. El "New Age", para dar un ejemplo, es una típica expresión de esa actitud vagamente espiritual que picotea por aquí y por allá de los platos de lo Absoluto, mezclando todo en una bienintencionada papilla del corazón.
En esta sociedad la tolerancia se distorsiona en algo que se asemeja mucho a ella, pero que en realidad es lo opuesto: la indiferencia, la intercambiabilidad de cualquier cosa con cualquier otra; el valor de intercambio triunfa incluso en las opciones morales.
El "todo permitido" vaticinado con horror por Dostoievski parece estar dando un imperceptible paso hacia delante, dando señales de funestas posibles extensiones.
Las opiniones, diversas y contrapuestas, que los periódicos a menudo apoyan para demostrar su imparcialidad en las discusiones fundamentales, son el contrario del diálogo; son a menudo una cháchara en la cual todo se disuelve, se diluye, se anula y se neutraliza. Y a veces a uno le asalta una duda desconcertante, de una real y verdadera tentación, que es necesario combatir y que hoy es más difícil que nunca - y, por lo tanto, más necesario - combatir: la duda sobre el diálogo mismo, sobre su validez. Nadie como Erasmo, el hombre, el genio del diálogo por excelencia, sintió esta duda, como se advierte - en ciertas pausas, en ciertos acentos, en ciertos silencios - en su polémica con Lutero sobre el libre albedrío. En este apasionado y elevadísimo diálogo, Lutero, "jabalí salvaje" y poderoso escritor, irrumpe en el territorio de todas las seguridades, destroza las redes de la religión y de la tolerancia misma, parece despedazar con excepcional potencia espiritual y poética el diálogo mismo. Erasmo, hombre del diálogo y de la razón, se defiende y contraataca con elegancia humanista, con sabias volutas retóricas, con un humanismo que está mucho más cercano del pesimismo místico de Lutero, pero que parece en ocasiones demasiado políticamente correcto. Pero, en su limpidez humanista, se insinúa una sombra trágica, genialmente elusiva. Mientras discute y combate con el adversario, Erasmo alude a una arcana sensación que lo induce a no creer en la lucha, en la polémica, en la confrontación en la cual, no obstante, emplea todas sus fuerzas. Humanista y hombre de diálogo, siente que ello - si no se basa en una anterior afinidad electiva o en una sustancial afinidad de opiniones, que además lo hacen superfluo - es vano. El filólogo y polemista que cree en la razón y en la palabra advierte que lo esencial se decide antes de la palabra, en las móviles e inasibles profundidades de la vida, que acercan y alejan inexorablemente a los hombres; advierte que en el diálogo se convence sólo quien ya está convencido y que el destino de la palabra y de la razón es el equívoco. Esa conciencia - para quien cree, humanística y racionalmente, como Erasmo, en la palabra - no es menos trágica que la visión luterana del pecado.
No por ello vamos a dudar de la razón. Precisamente porque la razón es, como decían los partidarios de la Ilustración, una tenue llamita en la noche, es tanto más preciosa; se la protege y ciertamente no se la desperdicia en coqueteos con las tinieblas o con el misterio. Al contemplar el futuro, precisamente porque allí uno se da cuenta de cuán fuertes son las presiones que tienden a dirigirlo sobre un riel obligado, no queda más que continuar siendo partidarios de la Ilustración, ajenos a toda retórica del progreso, pero irónicos, humildes, implacables defensores de la fe en la razón, en la libertad y en la posibilidad de incidir, modestamente por cierto, en el curso del mundo y de trabajar para un verdadero progreso de la humanidad.
La grandeza de Erasmo es precisamente su simbiosis de fe e ironía, que ayudan en los acontecimientos y ayudan a vivir. La reticencia, la evasión, la irónica sonrisa de Erasmo son la expresión de una amabilidad conservada incluso al inclinarse sobre la nada - o sobre lo que en aquel momento parece la nada - y son la expresión de la fuerza extraordinaria de quien, si bien consciente de la vanidad de su raciocinio, continúa tenazmente siguiendo la razón porque se rehúsa a creer que aquella nada sea la verdad definitiva. Esta es posiblemente la frontera extrema del diálogo, tanto más inflexible y grande cuanto más precaria.