Los sueños y la creación literaria

María Zambrano
Los sueños y las sociedades humanas. 
Coloquio de Royaumont, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 1964

Vienen los sueños del despertar; son ya un despertar, y así no fuese, la vigilia no podría acogerlos. Lo que es extensamente válido para aquellos sueños que necesitan y que portan en sí como un germen la palabra poética, que les confiere su legitimidad; que los salva.
La conciencia, en cambio, no puede acoger sino como simple hecho los sueños puramente psicofisiológicos.
De otra parte, los sueños creadores, cuya especie procuramos ir delimitando, arrastran un "ser así", un conflicto sin aparente salida, una "aporía". Encierran al sujeto dentro de un círculo mágico, como hace la totalidad de la vida. Y así, el sujeto visitado por ellos se encuentra en modo análogo a como se encuentra frente a la totalidad de su vida, como si la vida, ella, fuera un círculo mágico a trascender, a trascender viviendo.
Ante la totalidad, en sueños simbólicamente, en la vigilia en virtud de ciertos "suspensos" más que en el vivir intervienen, el ser humano se siente y aun se ve, como ante una montaña inaccesible, o como ante un desierto sin límites, o ante una extensión inerte. Imágenes que revelan al sujeto una situación liminar en que el vivir se ha escindido; queda de un lado el sujeto a solas, y del otro, la totalidad de la vida como algo a recorrer, o a escalar imposiblemente. Y ello, ni el ser a quien esto ocurre se mantiene conservando su entereza en pie frente a la totalidad de la vida.
A la imagen de la montaña que se presenta en esta situación corresponde, sin duda, la pirámide en la que conciencia la trasforma, racionalizándola. Y al entrar en razón esta imagen de los sueños, adquiere entonces la plenitud de su carácter simbólico.
Pues que el símbolo es ya razón. Sólo cuando una imagen cargada de significado ente en la razón adquiere la plenitud de su carácter simbólico. Porque solamente entonces su significación está plenamente aceptada por la conciencia y se ha extendido a todas las regiones del alma. Cuando no es así es sólo fetiche, figura mágica que se resiste a entrar en razón o que se queda a las puertas de una razón que la rechaza. No puede ser descifrada; vaga amenazadora.
Descifrar una imagen onírica, una historia soñada, no puede ser por tanto analizarla. Pues que analizarla es someterla a la conciencia despierta que se defiende de ella; enfrentar dos mundos separados de antemano. Descifrarla, por el contrario, es conducirla a la claridad de la conciencia y de la razón, acompañándola desde el sombrío lugar, desde el infierno atemporal donde yace. Lo que sólo puede suceder si la claridad proviene de una razón que la acepta porque tiene lugar para albergarla: razón amplia y total, razón poética que es, al par, metafísica y religiosa.
Es cierto que en la civilización moderna, posracionalista, la conciencia del hombre "normal" ha perdido contacto con el resto de su ser. Su alma y su cuerpo se le presentan extraños como "fenómenos". Desde esta asediada conciencia y en virtud de creencias que no es el momento de examinar, piensa que el análisis sea el único método o el método entre todos para entenderse con su propio ser. Y dentro de él con esa oscura zona de los sueños que son el alba de la conciencia.
Sin embargo se ha descubierto, como es sabido, que el contenido mítico de las religiones es la manifestación misma de la vida del alma, especie de procesión de los sueños objetivados en que el ser humano se revela a sí mismo y busca al par su lugar en el universo.
Sin embargo se ha descubierto, como es sabido, que el contenido mítico de las religiones es la manifestación misma del alma, especie de procesión de los sueños objetivados en que el ser humano se revela a sí mismo y busca al par su lugar en el universo.
Mas esta búsqueda del hombre de su lugar en el universo es un pasar por sus diversas zonas, un transitar en el sentido de haber de traspasar, unos tras otro, diversos umbrales, lo que sólo es posible transformándose; transformándose desde el centro de su ser.
Desprendidos ya de las religiones, con existencia autónoma, aparecen los grandes géneros de la creación por la palabra que vienen a ser como pasos de esta procesión de los sueños, actualización de este irreprimible trascender del ser humano.
Los sueños tienden a realizarse, es cosa sabida. Puede hacerlo de dos maneras; es decir, pasando del umbral del sueño a la vigilia sin sufrir transformación alguna, ocupando asi violentamente el tiempo con su atemporalidad. Son las obsesiones que atormentan y que a veces un día se realizan: delito, crimen a menudo, violencia siempre, y no sólo en la vida individual sino en la historia. El otro modo en que los sureños pasan el umbral que los separa de la vigilia -de la realidad- es realizarse transformándose, "desentrañándose". Descentrañándose, pues que al fin y en principio todo sueño es una entraña, un "quantum" de los inferos del alma, que cuando se realizan poéticamente entran en el reino de la libertad y del tiempo, el reino donde, sin violencia, el ser humano se reconoce a sí mismo y se rescata, dejando, al transformarse, la oscuridad de las entrañas y conservando su secreto sentido en la claridad.
Se trataría, pues, al pretender conocer un sueño tomando las cosas elementalmente, no de analizarlo sino de contarlo simplemente, mas ¿cómo es esto posible? Puede ocurrir que alguien cuente, sin más, el haber sido rey por haberse casado con su madre y matado a su padre; puede ocurrir que alguien cuente el haber soñado ser rey de una ciudad apestada sin más, y el haber despertado cuando iba a saber el porqué y el remedio. O más apegado aún a las entrañas infernales, el haber matado al padre y encontrarse y a casado con la madre. O sólo esto último. Ya el contrario tendría una virtud liberadora, ya eso no se podría hacer ni en sueños. O quizás, sólo al soñarlo de nuevo en otra forma alcanzaría el exorcismo. Que exorcismo sería solamente el simple cuento.

El origen de la tragedia: Edipo
A un cierto nivel de la aparición de la conciencia y de la actualización de la libertad en la historia, la tragedia ya no existe; ha sido superada, se podría decir, y sin duda que alguien lo habrá dicho.
Y puede que sea así: que la situación específicamente trágica no se presente ya en su legitimidad; que el padecer que en otro tiempo servía a la trascendencia y a la libertad sea nada más que un anómalo padecer, y hasta una enfermedad rezagada, si es que todas las enfermedades del "ser" no lo son siempre. Ciertas religiones, la filosofía desde su nacimiento en Grecia hasta hace bien poco, épocas enteras de la música y aun de la poesía, aparecen como habiendo ido más allá del conocimiento trágico, ese que se adquiere padeciendo el conflicto hasta apurarlo. Mas este establecerse "más allá" de lo trágico ha sucedido casi siempre un tanto apresuradamente, en el afán de aprovechar el espacio apenas entreabierto de la libertad y el breve respiro que concede, como sucedió con la filosofía en Grecia.
El reconocimiento de la situación trágica, sea en un autor o en una simple persona que despierta, se da a un cierto nivel de la libertad, en un despertar de esa libertad en una conciencia no desarraigada. La conciencia que no ha roto con el alma, que reconoce sus zonas más infernales, que no se ha constituido en instrumento de poder sobre la realidad; que no se ha instalado, pues, en el tiempo sucesivo exclusivamente destituyendo a las demás manifestaciones de la temporalidad donde encerradas quedan, como islas a la deriva o como oscuras condensaciones los sentires que pueden llegar a ser contenidos de conciencia, oscuros gérmenes de los sueños, ya que lo privado del tiempo lo está igualmente de la luz.
El despertar de la conciencia que puede asumir el padecer trágico no puede darse sino en una conciencia inocente que precede en su acción a la "conciencia pura" de la filosofía. El despertar trágico es un despertar en los infiernos del ser. La conciencia en que este despertar se enciende, es una conciencia inocente, que no impone su ley. Es una conciencia mediadora que no teme al "descendimiento".
Y pues que, aun en la temporalidad hay una escala, resulta más propio llamarla infratemporalidad, cuando del conflicto trágico se trata. Porque sucede en principio en los "inferos" o entrañas del tiempo, que lo encerrado allí clama, gime, se agita por salir de "allí" ante todo, según les sucede a todos los condenados. El término infratemporalidad sugiere un anuncio del tiempo y el sufrir por su privación.
El contenido del sueño trágico puede no contener un conflicto determinado, aunque siempre lo estará un tanto por la situación y circunstancias del individuo en que se dé. Por eso el sueño de obstaculo es especialmente privilegiado para reconocer el conflicto trágico, por la representación de la barrera que opone la realidad al ser del hombre, por la inexorable necesidad de atravesarla, por la finalidad que llama a despertar en la libertad, elementos que denuncian la necesidad de proseguir el nacimiento inexorablemente.
Pues que nacer es haber de atravesar una envoltura dentro de la cual el sujeto no puede permanecer y no ya a riesgo de su vida, sino de su ser. El haber de abandonar un lugar donde el ser está replegado sobre sí mismo, sumido en la oscuridad. Nacer, en el sentido primario y en todos los demás posibles sentidos, es ir a constituirse en la autonomía del propio ser. Por tanto, afrontar la luz y lo que en ella sucede: ver y ser visto. Ya que la luz es el lugar de la suprema exposición para el hombre; del darse a ver, aun antes que exposición para el hombre; del darse a ver, aun antes que del ver. El sentirse y saberse a sí mismo como sujeto del ver, es cosa ya de filósofos: de gentes que han superados o creen haber superado la tragedia. Si a Edipo le hubiera sido concedida una segunda vida tras su purificadora ceguera, no hubiera tenido más camino que el dedicarse enteramente a mirar según cuentan, de los primeros filósofos de Grecia, fundadores de la especie.
El protagonista de tragedia puede alcanzar la visión, como Antígona que se encuentra en el peldaño más alto de la escala trágica, víctima de sacrificio más que protagonista de tragedia.
La zozobra que sufre el protagonista de tragedia proviene de sentirse visto y aun de tener que darse a ver. En el sueño correspondiente, por haber salido a un lugar donde le aguarda la visibilidad. Los sueños de "umbral" en que aparece un claro espacio vacío no son trágicos, pues que el vacío es el lugar de la libertad. Y el umbral a traspasar simboliza el último estadio de la salida de una situación que fue trágica; su consumación y la salida a la personal historia.
Toda tragedia poética lleva en su centro un sueño que se viene arrastrando desde lejos, y que al fin se hace visible. La visibilidad es la acción propia del autor trágico y del suelo mismo trágico. Todo en principio está ahí, en darse a ver. Y por eso es el despliegue, un solo instante en que se abre el abismo infernal del ser humano, donde yace aprisionado, en sus propias entrañas. Y así el protagonista de tragedia está apegado a lo que sucede, apegado a su sueño. Que sueño es, aunque le suceda en la vigilia.
Le ha pasado algo, una visión. Ha visto algo de lo que no puede desprenderse. Todo ver es también un suceder. Al ver algo nos sucede algo, cosa que se olvida en ciertos momentos de la historia.
Ver es por sí mismo terrible; la luz en la que vemos se alumbró con la participación del ser humano. No hay visión que no implique el aceptar visto, el comparecer. El hombre sufre la pasión de la luz, y en ella, viendo, dándose a ver naciendo, se recrea.
En el nacer, el ser se lanza más allá del límite que envuelve a la situación en que está y de su horizonte. En el instante de nacer, de los naceres, no hay horizonte, como no lo hay cuando se traspasa un umbral. El movimiento consume la visión; se nace siempre ciego.
Mas no fatalmente ciego se nace. La ceguera se establece por un fallar del ser en ese decisivo instante, por detenerse en él o por un error de dirección. Adviene, entonces, la situación trágica, como "fatum"; se crea el círculo mágico.
De esto modo lo vemos en Edipo Rey. Edipo había de nacer, esta cosa de un instante. No lo logró y quedó apegado a la placenta oscura, cosa que el autor de su fábula no pudo figurar sino haciéndose casarse con su madre, lo que en la realidad de una historia puede, en efecto suceder y más aun, ser como si sucediera, según el ya famoso "complejo" de Edipo. Mas, en realidad, se trata de una inercia; la inhibición de un movimiento esencial o existencial o esencial-existencial. La inercia que arrastra, desviando, eso sí, de su dirección trascendente al "eros".
Y la falla de un movimiento del ser lleva consigo la consolidación de la inicial ceguera. Y así Edipo no ve que ha de nacer ante todo como hombre y no como rey, o como cualquier otra cosa; como un personaje que encierra con su máscara al ser del hombre, de la persona en un sueño sin poros, más hermético aun, que el sueño inicial.
Y así el sueño de un Edipo real podría consistir simplemente en verse como rey o en ver la figura de un rey que no lo deja; en una visión que le está pasando sin cesar, sin permitirle ver ninguna otra. Una enceguecedora visión.
Los errores cometidos por el cegado por una visión resultan fatales, consecuencias de haber nacido de veras. Lo que podrá suceder, pensamos, con el morir y la muerte.
Nos vemos así frente al nacimiento y la muerte habidos como hechos fatales, no vividos desde lo íntimo del ser, según al hombre, el ser que padece su propia trascendencia, le está exigido.
Actúa entonces la "némesis", vengadora, implacable, el ser mismo que se venga. La esfinge casi resulta ser una burla, pues que es la figura del mismo Edipo que en ella no se reconoce. Y más precisamente, la invitación a la "anagnórisis" cuando todavía había algún tiempo.
La "némesis" es la justicia del ser sin más, cuando ha sido burlado. Y todo lo que bajo ella sucede es ciega fatalidad.
"¿Quién no ha querido matar a su padre?", dice Dostoievsky; todos, todos los que han fallado al nacer y no se disponen a seguir naciendo interminablemente.
El matar al padre sucede siempre en la encrucijada. También en la historia colectiva, cuando empujado fatalmente por la ineludible necesidad de reformarse, de recrearse en la historia, el hombre desviaría, soñándose un personaje, máscara de enceguecido poderío.
No soñó otra cosa, Edipo, que con coronarse, como suele el mendigo. Pues que el hombre es el mendigo de su propio ser.
Si soñó Edipo con su madre fue por estar ya dentro de ella. Uno de esos sueños que trasparentan una situación real y no un deseo. Una pesadilla del pasado. Y en ese sentido también está dentro de la madre todo el que no se desprende del pasado. Puede haber en ello ciertamente una cierta libidinosidad, el paradójico goce de la inercia, el apego a la residencia material donde el alma tiende a asimilarse a la materia. Suprema pasividad en la que sólo es posible una actividad soñada o como en sueños.
La conciencia del autor trágico recoge el instante no vivido tal como lo debió ser por el protagonista. Lo vive por él. Mas, para que el autor llegue a serlo, tendrá que ofrecer para rescatar ese instante único tiempo, tiempo en varias de sus dimensiones. Por lo pronto tiempo sucesivo para trasformar el conflicto en fábula, o la fábula en historia.
Pues que así como la infratemporalidad que mantenía encerrados al larvado personaje y a su sueño, se ha abierto para dejárselo ver al autor, se ha de abrir el tiempo sucesivo que la conciencia del autor presta. Y más allá una especie de supratemporalidad propia de la lucidez. Solamente desde ella la infratemporalidad se hace visible.
En el tiempo sucesivo el caso de Edipo resulta simplemente monstruoso. Relatándolo en él, viéndolo en él, como si Edipo hubiera ya nacido y nacido ya, se condujera así, Edipo deja de ser el "inocente-culpable" y es sólo un condenado a muerte según vienen a ser todavía condenados los inocentes-culpables de hoy.
Sólo desde una estancia superior de la temporalidad, en que la conciencia presenta lo que capta sin ocupar todo el tiempo, resulta visible un tal suceso. Desde un tiempo que asume diferentes planos de la temporalidad sin confundirlos y sin cancelarlos, sin abstracción ni "epojé" alguna. Así como supratemporalidad es una unidad que encierra la multiplicidad de las dimensiones del paso del tiempo y que permite que haya historia-fábula, y que recoge en su centro mismo el instante no vivido del nacer, y los infiernos en que tal criatura queda.
El autor consuma así un sacrificio, como parece sea necesario en los casos en que alguien, por sí mismo o por otro, rescata un extravío del ser. Lo que resulta propio de una conciencia inocente. La conciencia pura de la filosofía ha cumplido ciertamente algún sacrificio, que no es cosa de este lugar el señalar. Mas la diferencia estriba en que la inocencia se cumple, se usa en el sacrificio; la pureza, se adquiere.
La inocencia en cambio no se adquiere. Hay pues cierta afinidad entre el autor y el personaje clásico. Se sacrifican conjuntamente, el uno entregándose a ser visto, el otro entregándose para ver. En este sentido toda tragedia es un sacrificio a la luz en que el hombre se recrea. Y de esa recreación participa el espectador. La luz de la tragedia es una luz no impasible. Es la luz de la pasión del hombre; ese ser que ha de seguir naciendo. La luz que deshace la fatalidad del nacimiento. La que penetra en el abismo del tiempo. "Heriré con luz tus cárceles tristes y oscuras", dice Celestina conjurado al Príncipe infernal.

El personaje autor: Antígona
Existe una simbiosis entre el autor y el protagonista de la tragedia a través del tiempo: el autor ofrece el tiempo sucesivo donde la historia puede desarrollarse; esa historia que se origina de la pérdida de un instante -error, simple vacilación- de la abstención, en suma de no haber hecho el juego preciso, a imagen y semejanza de la caída o culpa originaria, a partir de la cual la humana historia comienza. La historia surge de un error inicial. Pero el que la haya es un don del tiempo que permite el apurar el error y su rescate. "El tiempo es la paciencia de Dios", decía Mounier.
En esta simbiosis entre personaje y autor, sucede que el personaje, según el acercamiento de su inicial sueño a la libertad, partícipe de la condición del autor y venga a ser autor de sí mismo, coautor. Es la diferencia que separa, como a dos especies de personajes dentro de la tragedia, a Edipo y a Antígona. Cada uno ellos rige una especie y podría darle nombre. El origen de que sea así se encuentra en ese movimiento trascendente que hemos señalado, como el elemento real del sueño creador. Sueño creador quiere decir tanto el sueño del autor que crea, como el sueño necesitado de creación. Y sueño necesitado de creación quiere decir que el personaje necesita recrearse o ser recreado.
Edipo no llegó a nacer. Antígona tampoco. Mas de diferente manera. Pues que Antígona cumplió la acción verdadera. Pero era una muchacha que tenía su vida propia, y por cumplir la acción que su ser reclamaba, por ofrecerse más que aceptar la finalidad que se le tendía no llegó a florecer como mujer. No sólo la vida sino las nupcias le fueron sustraídas. Era la encrucijada que se le presentó. O declinaba su ser, su ser trascendente, o declinaba el cumplimiento de su femeneidad, en sus vísperas. Para Edipo la cuestión era la de ser, ser hombre, pues que de ser rey no tenía obligación, a no ser que este afán de coronarse, esta superhombría, se considere como fatalidad inherente de la humana historia. Y entonces, Edipo sería el personaje que asume la tragedia de tener que ser rey, con todo lo que ello simboliza, sin haber nacido del todo como hombre; de tener que ser sabio sumido en la ceguera; de haber de descubrir lo que las cosas son, sin saber quién es él mismo.
Lo que el destino propuso a Antígona fue cumplir una acción muy simple, rescatar el cadáver de su hermano, muerto en una guerra civil, para rendirle las honras fúnebres. Mas para realizarla, tenía que cruzar un dintel, que era la ley, de una ley de la ciudad, es decir, del recinto de los vivos. Como una lanzadera de telar fue lanzada para entretejer vida y muerte. La movía el amor, no la "orexis", que la hubiera hundido en uno de esos sueños que poseen toda la vida. Y sueño de la "líbido" le hubiera desatado el apetito de la muerte a través de la imagen de su hermana; se hubiera convertido en una viva muerta, se hubiera quedado fija, como amortajada. Fue un sueño de amor el suyo, es decir: de conocimiento, de lucidez que ve su condenación inevitable, su propia muerte y la acepta, puesta que está situada en el punto del tiempo en que vida y muerte se conjugan. En un momento de pura trascendencia en que el ser absorbe en su vida y muerte, transmutando la una y la otra. Fue la tejedora que en un instante une los hilos de la vida y de la muerte, los de la culpa y los de la desconocida justicia, lo que sólo el amor puede hacer. Fue está su acción; el resto son las razones que su antagonista le obliga a dar; razones de amor que incluyen la piedad.
Nació así en una forma pura, recreándose a sí misma en el sacrificio. Y salva a toda su estirpe de la remota culpa ancestral que venía arrastrándose como una pesadilla del ser. Y se desenreda así el enrevesado hilo de su anómalo nacimiento, simbolizado sin duda por el cordón con que se estranguló Yocasta.
Podría Antígona ser representada llevando un hilo entre las manos que, como una araña hilandera, ha extraído de sus propias entrañas que han dejado de ser laberínticas. Se ha recreado en una acción, la más trascendente de todas, un inevitable sacrificio cumplido con la lucidez en que se unen sueño y vigilia.
Ya que el sacrificio no ha de ser elegido; cuando lo es, la víctima queda destituida de la inocencia propia de la condición de víctima auténtica, frente de fertilidad.
Su sacrificio, pues, desató el nudo del error o de la culpa de su padre Edipo, inocente-culpable que fue padre, pero no autor. Y dejó así el ser autor al hijo, al mediador. En Antígona se cumple humanamente la pasión propia del hijo.
En esta clase de sacrificio propia del mediador hay que atravesar un espacio desierto, una tierra de nadie, campo de batalla abandonado donde nadie osa poner el pie; hay que transgredir una ley para que aparezca la nueva ley de la amplia justicia.
Se recela en Antígona su naturaleza femenina en el modo como cumplió esa su pasión; en su figura de doncella que va con el cántaro de agua, símbolo de la virginidad, de una agua contenida que se derramara entera, sin que se haya vertido antes ni una sola gota. Y así Antígona es la imagen en la plenitud de su significado de esa figura tan remota, de la doncella que va y viene con el cántaro a la fuente; fuente en verdad ella misma, pues que de ella se derrama la vida sin dispersarse, en forma trascendente. La vida que da no a un ser humano determinado sino a la conciencia de todo hombre. Vida que vivifica, libera, salva.
Arrastra un símbolo lejano y por tanto un sueño; un sueño sacrificial. La doncella que va y viene a la fuente, ciertos pueblos aún lo saben, no se casa. Pero no se pierde. Es la virgen sacrificada que todas las culturas un día u otro necesitan. Un día u otro, cuando los hilos de la historia se han enredado, cuando el cauce amenaza quedarse seco, o en el dintel de la unidad a lograr. La virgen sacrificada en toda histórica construcción. Tal Juana de Arco.
Mas para llegar a cumplir el sentido total que la simbólica figura contiene, Antígona tuvo que llegar a la palabra. Tuvo que hablar, hacerse conciencia, pensamiento. Y por eso la inocencia de su perfecta virginidad, no le bastaba. Tuvo que ser conciencia pura y no sólo inocente. Tuvo que saber. Llegar a ese saber que se busca, que se abre como el claro espacio que se ofrece más allá de ciertos sueños de dintel, símbolo de la libertad. Lo que no quita que el traspasar el dintel se vaya la vida. Pues esto no puede ser cambiado por la conciencia pura del autor, por la palabra. La palabra libera porque revela la verdad de esa situación, su única salida real. Mas no puede evitar el pago porque ello sería cambiar la situación.
La palabra del autor le ha sido dado a la protagonista dentro de los límites de su situación, sin romper el círculo mágico de su sueño. Trascender no es romper sino extraer del conflicto una verdad válida universalmente, necesaria de ser revelada a la conciencia.
El poeta aquí, como el personaje, ha cumplido por entero su acción trascendente; ha vertido su conciencia intacta -tiempo, luz- en modo que diríamos transubjetivo. Se ha convertido, así como Antígona se convirtió en vida más allá de la muerte. Brota así la vida de la ciencia, lo que se ha llamado a veces espíritu, la conciencia viviente.
Sófocles podría haber dicho "Yo soy Antígona", que no es lo mismo que "Antígona soy yo". Antígona y él han cumplido la misma acción en planos diferentes. (*)


(*) Fuente: María Zambrano, "Los sueños y la creación literaria", en Los sueños y las sociedades humanas. Coloquio de Royaumont, Buenos Aires, ed. Sudamericana, 1964, pp.659-671 (traducción: Luis Echávarri).