Máquinas probables

Antonio Tabucchi

Tomado de la revista italiana Il Caffé, 1972.
Traducción de María Teresa Meneses
En 1968, un estudiante de la universidad de Pisa describió las quimeras mecánicas que presentamos a continuación. En ese entonces “tenía 25 años, me gustaba escribir y aún no sabía que me volvería escritor”, declararía posteriormente. Su nombre: Antonio Tabucchi. En esta serie de malabares prosísticos, el joven inventor de máquinas fantásticas animadas por resortes, pernos y mecanismos ocultos prefiguraba una de las imaginaciones literarias que signaron el siglo XX.


Taxoela
Entre los aztecas, sólo los científicos conocían el uso de la Taxoela. En la pirámide de Teotihuacán, un bajorrelieve representa a dos curanderos que le aplican a un paciente una Taxoela. Uno de los curanderos sostiene el péndulo sobre la cabeza del paciente, mientras el otro apoya el triángulo en la mesa de operaciones. Otro bajorrelieve, en la pared norte del templo de Quetzalcóatl, muestra a un astrónomo que utiliza la Taxoela para medir las estrellas. El uso del instrumento, en lo que concierne a la astronomía, sigue siendo desconocido. Se sabe, sin embargo, que los astrónomos predecían la buena o mala suerte según como el péndulo oscilara sobre el ángulo en la hipotenusa o en los ángulos en los catetos del triángulo. La tradición oral de los tarahumaras nos transmite que antes de la llegada de Cortés, el péndulo de la Taxoela, como un enloquecido, osciló fuera del perímetro del triángulo; y Moctezuma, quien desde hace tiempo pretendía ponerle fin al ilimitado poder de los astrólogos, se aprovechó de esto para anunciar en la Corte que la Taxoela ya no servía para nada, y la mandó destruir.

Arianógrafo
El único ejemplar existente del Arianógrafo se encuentra en un sótano de un muelle londinense, cubierto de polvo y telarañas. Su historia, por lo menos curiosa, me fue narrada por el señor Afranio Coutinho Teles, natural de Oporto, comerciante en vinos finos. Lo que sigue es la transcripción fiel de su historia.

En abril del 45, el señor Coutinho viajó a Inglaterra para acompañar un embarque de vino destinado a la firma londinense Sandeman & Co. El puerto de Londres estaba semidestruido y largas filas de obreros esperaban frente a las ventanillas su libreta de racionamiento. Fue a recibirlo hasta la sala de espera, por cuenta de la compañía Sandeman, el señor Kurt Inelmann, el cual, luego de las operaciones de desembarco, lo llevó en su automóvil y lo acompañó a la dirección general de los depósitos, que también era su casa, en calidad de gerente de la compañía.

El señor Inelmann era un alemán naturalizado inglés que se había establecido en Inglaterra durante la primera conflagración mundial, allí había realizado los estudios universitarios (era ingeniero mecánico) y había desposado a una londinense, con la que había procreado tres hijos, dos de los cuales, en esa época, eran oficiales de la aviación británica. El señor Inelmann se mostró amable con el señor Coutinho, e insistiendo sobre las terribles condiciones de Londres, sobre la dificultad de encontrar lugar en un hotel, sobre la peligrosidad de aventurarse por la ciudad durante la noche, lo invitó a cenar y le ofreció hospitalidad. El señor Coutinho aceptó de buen grado y después de una cena excepcionalmente suculenta y abundante (dada la coyuntura de los tiempos), una relajada conversación con la cortés señora Inelmann y un ambiguo brindis deseando el fin del conflicto (el señor Coutihno, como buen comerciante, ciertamente no descuidaba las más elementales reglas de la prudencia), se retiró a su habitación.

Esa misma noche, Radio Londres anunciaba que el ejército alemán se había rendido a los aliados.
A la mañana siguiente, ni el señor Inelmann ni su esposa se hicieron ver, y el señor Coutihno se enteró de la noticia del fin del conflicto sólo hasta mediodía, por la edición extraordinaria de los periódicos. Pasó la tarde inquieto, esperando con nerviosismo en aquella casa desierta y hostil, y sólo al caer la noche, cuando ya había decidido irse, con la llegada de los esposos Inelmann se despejaron las dudas que comenzaban a angustiarlo.

La cena fue abundante y suculenta como la noche anterior, la conversación amable y discreta. Hablaron de bridge, de la productividad vitivinícola de la zona del Douro, de Watteau. Ninguno, durante el transcurso de la cena, hizo la más mínima referencia al fin de la guerra. Inmediatamente después del café, la señora Inelmann se retiró con un pretexto educadamente acogido por los dos hombres, y ellos se entretuvieron conversando en los sillones. Después del café siguió un oporto, luego un brandy, luego un whisky. El señor Inelmann, que esa noche parecía particularmente atraído por el alcohol, de pronto se volvió de una locuacidad contraria a su habitual temperamento, y su reserva calculada y lejana se transformó, en breve, en una confidencial simpatía. Al poco rato invitó al señor Coutinho para que lo acompañara a realizar una visita a las cavas.

“Acepté con mucho gusto —me confesaría luego el señor Coutinho—; el ambiente se estaba tornando extrañamente embarazoso y no me agradaba que el estado del señor Inelmann lo llevase a confidencias de las que luego podría arrepentirse”.
Pero en las cavas, luego de la cata de esos vinos finos, la confiabilidad del señor Inelmann rápidamente se transformó en una mal contenida embriaguez.

Finalmente, presa de una penosa agitación, abrió una maciza puerta de nogal que se mantenía cerrada con muchos giros de llave detrás de la cual estaba oculta la máquina que él definió Arianógrafo, y en un incontrolado desahogo la ilustró a su huésped y le explicó su funcionamiento. El señor Coutinho, que no sabía mucho de ingeniería mecánica, no logró comprender el mecanismo del instrumento, pero creyó entender, con horror, el objetivo para el cual estaba destinado. Probablemente el miedo y el asco que se le pintaron en el rostro le restituyeron un poco la lucidez al señor Inelmann, que cerró apresuradamente la puerta y volvió a subir las escaleras del sótano, despidiéndose de su huésped, justificándose con estas palabras: “No se impresione demasiado. Esta maravillosa máquina, a la que le he dedicado gran parte de mi vida, ahora, a fuerza de las cosas, es inutilizable. El tiempo me ha ganado”.

El señor Coutinho partió de Londres a la mañana del día siguiente sin haber visto a los señores Inelmann. Su trabajo lo mantuvo lejos de Inglaterra durante mucho tiempo, a donde regresaría hasta 1952, también en esta ocasión para establecer un contrato con la Sandeman & Co. Encontró para recibirlo en el puerto, por cuenta de la firma, a un irlandés dinámico y extrovertido que lo acogió calurosamente y lo hospedó durante tres días en la habitación que la compañía ponía a disposición de sus administradores y que el señor Coutinho conocía muy bien. Al término de su estancia, precisamente unas horas antes de partir, el señor Coutinho no pudo resistir la curiosidad que lo quemaba y preguntó qué había sido de los esposos Inelmann. Fue así que se enteró que ellos habían muerto unos años antes en un estúpido accidente automovilístico. “Entonces, una morbosa curiosidad se adueñó de mí —me confesó el señor Coutinho—, y le pedí a mister O’Burke que me permitiera visitar una habitación cerrada por una puerta de nogal. Disculpándose por el olvido, el administrador empujó la puerta, y en medio de enormes pilas de vinos espumosos franceses, volví a ver, sepultado entre telarañas, al Arianógrafo. Me detuve a mirarlo fascinado y escuché a mister O’Burke que con el tono apremiante de quien ya quiere irse de allí, decía a mis espaldas: “Esta habitación es excelente para los vinos espumosos, desgraciadamente esa estúpida máquina que nadie logra entender para qué sirve, nos roba un montón de precioso espacio...”.

Momificator
“El arte de los sacerdotes y de los curanderos se realizaba
en grandísimo secreto. Las más terribles penas
castigaban a los imprudentes”.

—Battista Belzoni, La scienza nell’antico Egitto, Turín, 1840.
En 1884, Thor Ragnar Gustavsonn, etimólogo y arqueólogo noruego, cuando viajaba por el corazón de Egipto junto con una expedición arqueológica inglesa, descubrió, en una cripta de Akenatón (actual El Amarna), un jeroglífico aislado y aparentemente sin un sentido determinado. Dicho jeroglífico, traducido en un latín aproximado, sonaba como “Momificator”.

La cripta, desnuda y saqueada, no tenía otras inscripciones o figuras que pudiesen iluminar el significado de aquella oscura palabra. El uso mismo para el cual era utilizada aquella mísera habitación no era claro: quizá había sido una sencilla celda, o bien una tumba jamás utilizada, o quizá un gabinete quirúrgico. El jeroglífico, esculpido burdamente en una esquina, a la altura de un hombre arrodillado, parecía una desesperada llamada, una pávida y apresurada confesión lanzada a través del tiempo. El primer impulso de Gustavsonn fue el de comunicar a sus compañeros su descubrimiento; sin embargo, por un extraño presentimiento, calló, y se alejó de la cripta después de haber copiado a escondidas el jeroglífico en su diario. La expedición permaneció un mes más en Akenatón, luego se desplazó a Tebas, de donde posteriormente partiría para El Cairo, para inventariar los descubrimientos, y finalmente regresaría a Europa. Pero Gustavsonn decidió abandonar la expedición antes de tiempo; argumentó como pretexto una enfermedad y se quedó en Akenatón. Ya lo quemaba una curiosidad que a toda costa tenía que satisfacer; esa palabra misteriosa lo enervaba, mil pesadillas nocturnas lo atormentaban, y las más descabelladas hipótesis sobre el objeto que el jeroglífico indicaba (porque por lo menos de esto estaba convencido, que era un objeto) trastornaban su existencia. Permaneció en esos lugares muchos meses, analizó una por una todas las inscripciones de Tebas y de Akenatón, escribió anagramas de los nombres propios de divinidades y de animales, pero no logró encontrar otro jeroglífico igual al de la extraña cripta. Gustavsonn no perdió el ánimo; abandonó esos lugares bochornosos y malsanos y se trasladó a El Cairo. Permaneció allí por más de tres años, trabajando como restaurador-catalogador en el Museo Nacional: examinó centenares de papiros, experimentó innumerables anagramas, descifró miles de nombres. Inútilmente. El jeroglífico de Akenatón era una palabra única e irrepetible en todos los documentos que hasta entonces se habían encontrado en Egipto.

En marzo de 1884, Gustavsonn decidió regresar a Europa; lo esperaba un excelente empleo en el British Museum que le proporcionaba la extraordinaria oportunidad de proseguir con sus investigaciones. Pero antes de partir lo asaltó el violentísimo deseo de volver a ver una vez más el jeroglífico de Akenatón. Despachó apresuradamente sus asuntos, mandó el grueso del equipaje a la dirección de un hotel londinense en el que en una ocasión ya se había alojado en Inglaterra, y se unió a una caravana que iba directamente a Tebas, ciudad a la que llegó luego de veintiún días, cansado y enfadado por el clima del desierto. Luego de una semana, cuando sus condiciones físicas habían regresado a la normalidad, se procuró una cabalgadura y un acompañante árabe y partió hacia Akenatón. Durante el camino, ya a pocos kilómetros de la ciudad, decidió detenerse, para satisfacer la fastidiosa sed, junto a una casucha de campesinos. En la cabaña se encontraba una vieja árabe que ciertamente no le negó el agua, sino más bien, cuando vio que el visitante era un extranjero, pensó en aprovecharse de la ocasión para vender algunas de sus mercancías que a los extranjeros tanto les gustaban. Hizo sus ofertas, y el arqueólogo curioso, le pidió ver la mercancía; la anciana, presurosísima, desató entonces los nudos de una sencilla pañoleta negra en donde la mantenía oculta. Fue así, gracias a la más pura casualidad, que Thor Gustavsonn descubrió aquellas tablas, que luego, en base a estudios posteriores, fueron llamadas “las cartas de El Amarna”, es decir, una serie importantísima de misivas que los faraones del Nuevo Imperio les enviaron a los emperadores cuando comenzaron a temer su poderío y pretendieron granjeárselos como aliados. Ante los ojos del aterrorizado Gustavsonn, en aquella mísera cabaña campesina se encontraban los testimonios de los antiguos esplendores, los documentos más importantes de la historia egipcia. El arqueólogo examinó con cuidado aquellas tablillas y esos fragmentos, y en uno de ellos, de una dimensión aproximada de ocho centímetros, vio, bajo el dibujo interrumpido de una rueda dentada, el inicio de un jeroglífico que conocía de memoria. Afanosamente, presa de la más grande emoción, le preguntó a la anciana dónde estaban los otros pedazos de ese fragmento. Con todo su candor de campesina, la anciana le confesó que había roto la gran piedra en muchos pedazos, para venderlos con más facilidad y mayor ganancia a los extranjeros. De hecho, ya los había vendido todos: aquel era el último pedazo. Gustavsonn, en el límite de una crisis nerviosa, la interrogó, le ofreció dinero, trató por todos los medios de hacerla recordar. Desgraciadamente la memoria de la anciana no estaba en grado de reconstruir el precioso dibujo.

La historia de Thor Gustavsonn, etimólogo y arqueólogo noruego, podría parecer de una moral simplista, al ilustrarnos cuánto difiere la importancia que dos personas le atribuyen a un mismo objeto. Sin embargo, el lector inteligente, tenemos la certeza de ello, no se detendrá en esta única consideración.

Electrovagidor
“¿Es usted una mujer sola? ¿Es presa de angustias nocturnas? LA FYNE ha pensado en Usted. Compre hoy mismo un Electrovagidor. Esta noche, durante su sueño, un gemido le proporcionará compañía. También se sentirá usted madre. Sencillo, nada estorboso, de muy bajo consumo de energía, el Electrovagidor le devolverá la serenidad perdida”.

Dea-ex-machina
Ciertas religiones occidentales tomaron la Dea-ex-machina de la dramaturgia clásica, particularmente de la de Eurípides.
Hasta mediados del siglo XIX, la Dea-ex-machina era accionada por complicados mecanismos, perfectos y delicados sistemas de transmisión hidráulica de difícil funcionamiento y de imposible transporte —es verdad—, pero que les aseguraban a los fieles inigualables efectos milagrosos. Ahora, con el irresistible desarrollo de la técnica, la Dea puede bajarse con una vulgar grúa empleada en la construcción o, peor aún, por asépticos ascensores de plexiglás —en perjuicio de las religiones que se puede constatar con nuestros propios ojos.

Oaka-o
Todavía hoy, la Oaka-o es usada durante las ceremonias religiosas en ciertos villorrios de las montañas del Japón central. Es accionada por cuatro hombres, elegidos entre los más fuertes de la aldea, que hacen rotar el tubo central de goma (a veces puede ser también de seda muy resistente) haciendo fuerza, cada pareja en sentido contrario, sobre las manijas situadas en las dos extremidades. Los misioneros portugueses del siglo XVII se opusieron por todos los medios a esa práctica que ellos consideraban una barbarie inhumana, pero nada pudieron contra la tradición y la superstición.

Expuoforo (Machinatio expellentis)
El Expuoforo tiene orígenes antiquísimos. Tal parece que fue inventado por los egipcios durante la cuarta dinastía; Herodoto (Historiae, tomo I, cap. 6), que hace mención de él refiriéndose a los usos y costumbres de ese pueblo, lo llama Machinatio Expellentis. Pero fueron los etruscos los que lo llevaron a una gran perfección técnica. Queda una imagen de él esculpida (desgraciadamente muy arruinada por el tiempo) sobre el sarcófago n. 26, sala VII, llamado “el Obeso de Vicopisano”, en el Museo Guarnacci de Volterra. El uso del Expuoforo, inexplicablemente, fue abandonado por los romanos.

Godenzio
El Godenzio, que tanto provecho puede aportar a quien esté atravesando por crisis depresivas, estados de hipocondria, delirios de persecución, desgraciadamente no puede ser usado por personas que vivan solas. En efecto, una vez puesto el casco, el “paciente” cae en un estado de disfrute total, que ya no puede, por sí solo, quitarse el casco. Si no interviene alguien, él se quedaría inmóvil, con ese aire de beatitud en el rostro, hasta morir de consunción y de inedia.

Escribiente
En el número 32 de la calle Kossipp, en la parte vieja de Praga, existe una pequeña tienda de antigüedades. Es una reducida estancia, oscura y silenciosa, que apesta a moho y humedad. La administra un viejo judío encorvado y barbado, con dos enormes lentes redondos sobre la nariz enrojecida. Buscando allí, como turista distraído, viejos iconos y estampas populares, me llamó la atención un aparato muy extraño.

Era una especie de gran telar compuesto de tres piezas dispuestas una sobre la otra. La inferior, que tenía el aspecto de un catre militar (o de una vieja cama de manicomio, por las cintas que la atravesaban), estaba totalmente acolchada, y estaba colgada, mediante barrotes de latón, a la pieza superior: una suerte de atril en hierro fundido, me parece, o quizá en madera (era demasiado alto y la luz de la estancia era escasa), grande como un pizarrón común y corriente de escuela. Entre este “atril” y el “catre” pendía un esqueleto humano de vidrio, una especie de sarcófago cortado a la mitad que contenía unos rodillos recubiertos de agujas de diferentes anchos. Un pequeño cuadrante con dos botones estaba colocado en la cabecera del “catre”. Junto a los botones estaba escrito en alemán: CAMA, GRADA.
Curioso, no pude resistir la tentación de oprimir el primer botón. El catre hizo dos o tres movimientos de abajo hacia arriba y luego se detuvo con un crujido. Entonces, oprimí el botón con la indicación GRADA, y el esqueleto humano recubierto de agujas se bajó oscilando hacia el “catre” y se apoyó sobre él delicadamente, mientras sus aguijones improvisaban una pequeña danza de contracciones y de erecciones.

El viejo judío, a quien no se le había escapado mi interés por el mecanismo, se acerco apresuradamente. “Están bajas las baterías”, explico, “por eso no funciona”. Lo mire sin saber qué responder y le pregunté el funcionamiento y la utilidad del mecanismo. El viejo restregó los lentes en sus pulgares, esbozó una sonrisa que me pareció irónica bajo la barba estropajosa, y con un trabajoso alemán me dijo: “¿nunca ha leído La colonia penitenciaria, de Franz Kafka?”.

Larastro
INSTRUCCIONES PARA EL USO DEL ELECTRODOMÉSTICO LARASTRO:
LOS FABRICANTES declinan toda responsabilidad sobre las eventuales averías provocadas por el uso poco cuidadoso del LARASTRO.
El periodo de garantía del LARASTRO por cualquier (improbable) deficiencia técnica o de fabricación es de 1 (un) año.
EUROLARASTRO S.A. de C.V. proporciona gratuitamente un opúsculo de instrucciones a los usuarios del aparato.
MUY IMPORTANTE: Antes de poner a funcionar el LARASTRO, verificar que la manija “L” esté hacia abajo en la posición de partida. Si así no fuese, oprimir el botón “L”, disponer el cursor “F” en la posición “0” (cero) de la escala y conectar en este punto el aparato a la corriente.
OBSERVACIÓN: Se podría advertir un ligerísimo olor a quemado cuando se enchufa a la corriente. El fenómeno, que es normal, constituye el “quema-rodaje” del circuito.
Con el LARASTRO, el funcionamiento puede elegirse a voluntad mediante uno de los 3 (tres) siguientes programas:
ALFA 1- para estabilizaciones dinámicas progresivas.
ALFA 2- para estabilizaciones dinámicas progresivas con intermitencia cada 45 segundos.
ALFA 3- para estabilizaciones dinámicas progresivas con termochoque de intensidad regulable.
OBSERVACIÓN: el uso del LARASTRO, incluso diariamente, no representa ningún peligro para los niños mayores de 3 (tres) años y para los adultos de constitución robusta.
1- Verificar que el aparato no esté conectado a la corriente (si lo estuviese, desconectarlo);
2- disponer el cursor “R” en la posición 2 (dos);
3- extraer el bullón “G” de la hendidura “K”;
4- limpiar con cuidado el aparato con un cepillo (o pincel) de cerdas suaves;
5- mantener el LARASTRO bajo llave.
MUY IMPORTANTE: en caso de accidentes debidos a defectos de fabricación (extremadamente improbables), se aceptan reclamaciones sólo si van acompañadas de las relativas actas de defunción.
EUROLARASTRO S. A. de C.V.
El administrador
Alexandre O’Neill
(En Diario de Lisboa, 11-6-1970).

Sgovonitor
Un minuto de Sgovonitor costaba, en esos tiempos, veinte liras. Un precio fabuloso. Sin embargo, comenzábamos a hacer nuestros ahorros en febrero, dos meses antes de la feria.

Genovino era bajo y regordete, con un bigotito pelirrojo que parecía una línea de mermelada, un chaleco de terciopelo y en lugar de reloj, un changuito sujeto a una cadena que se llamaba Josefina Bonaparte y que daba la hora exacta con golpes de tos. Genovino demostraba cincuenta años pero tenía ciento veinte: por esto era un mago.

Sin embargo, Sgovonitor era un nombre inventado por nosotros. Lo había inventado Natalino, que sabía inventar palabras. Natalino hablaba con pocas palabras, pero esas pocas decían más que ninguna otra, y se imponían sobre todo el grupo, se habían vuelto nuestro lenguaje, del que nadie, fuera de nosotros, poseía la clave. Natalino se desfogaba con las palabras porque era jorobado, y no podía hacer muchas cosas a la par que nosotros. Entonces, se pasaba días enteros rumiando las palabras, especialmente cuando estaba enfermo y su madre no nos permitía visitarlo. “Pero si yo me siento ágil aunque sea un jorobado —me confiaba Natalino— y un día que me harten, ya verás que vuelo y dejo a todos estos sciòrgulos con la boca abierta”. A pesar de su condición, Natalino también era intrépido, y para nuestros juegos de audacia había inventado una palabra muy pícara, como decía él: sgovonir. Y, por ejemplo, era lo máximo sgovonirse en su bicicleta, de bajada, hasta el “foro”, que era un túnel que atravesaba la colina cercana, con una calle llena de curvas muy cerradas que provocaban un cosquilleo en la espalda, especialmente con esa bicicleta sin llantas, con un ruido de metal precisamente como una motocicleta, y que para detenerla era necesario apoyar los pies en la tierra con las piernas abiertas echadas hacia adelante, porque si se tocaba el freno, entonces, había problemas; sólo funcionaba el delantero y utilizarlo habría sido como una catapulta. Pero sgovonirse también era intentar una cosa casi imposible, como robarle los melocotones al señor cura, no hacerle caso a las prohibiciones, desear ardientemente hacer una cosa: “Hoy sgonisco por nadar”, rumiaba Natalino imprimiéndole mayor velocidad a los pedales; y entonces se iba al río. Quienes nunca sgovoniban eran unos sciòrgulos, es decir, unos desgraciados, unos incapaces, unos pelmazos; pero sciòrgular también era ganarse un montón de golpes, ser espía, ser envidioso.

Por lo tanto, al Mutante de Genovino de inmediato lo rebautizamos como Sgovonitor, porque en verdad era algo para sgovonirse. Sin embargo, en muchos de nosotros no funcionaba, más precisamente en los sciòrgulos, en los que eran más refractarios, más obedientes, los que en la noche siempre se iban a dormir y que llevaban en procesión el incensario o que acompañaban al párroco con el canastillo para los huevos de limosna. Y era muy difícil convencerlos de que el Sgovonitor realmente funcionaba, que era algo del otro mundo: se obstinaban en su ciega incredulidad, se ponían amarillos de la bilis y, sin embargo, querían que se les contara todo: cómo era, qué se sentía, cómo hacíamos para lograrlo. “Se necesita concentración —sentenciaba Natalino—. ¡Concentración! Todos ustedes son unos sciòrgulos”.

Y en verdad se necesitaba concentración. También lo recordaba un cartelito escrito con lápiz que había copiado el propio Genovino y que había colgado precisamente sobre el Sgovonitor. El sol había vuelto un poco amarillento el papel y desvaído la escritura, además, aquellos que para leer todavía necesitaban correr el dedo índice por debajo de las palabras, habían dejado sus huellas digitales por todos lados. Pero todavía se leía muy bien:
PROSEGUIR UNA INTENSA CONCENTRACIÓN MENTAL SOBRE EL OBJETO DESEADO ANTES DE COMENZAR EL CAMBIO.
—LA DIRECCIÓN

La primera vez, para mí, fue todo un desastre, y me llevé una desilusión... El miedo de quien se espera una cosa y, en cambio, llega otra, completamente diferente. Al ser el primer año que probaba el Sgovonitor, me había pasado todo el mes de marzo pensando en qué me transformaría. Natalino, que era ya todo un experto, trataba de darme ideas, así que tenía muchos deseos y la cabeza llena de proyectos. Primero pensé en convertirme en don Velio, que me era simpático y tenía la Lambretta, pero también me atraían muchísimo san Francisco que había logrado hablar con el lobo de Gubbio, y Flash Gordon, que tenía una fuerza pavorosa y había viajado a Marte para luchar contra los marcianos. Así que me decidí por Gordon, y para concentrarme, durante la última semana, releí toda la serie del espacio. Fue todo un fiasco. Me convertí en la señorita Paulina, que tenía un gato horrible en cuya cola, la primera noche, le había atado, por despecho, una lata.
A los demás no les dije nada, pero con Natalino me confesé y lloré. Me consoló diciéndome que había sido a causa de una mala concentración, que él, la primera vez, no se transformó en nada, que siguió siendo Natalino, ¡figúrense!; y me juró que había sido la más grande desilusión de su vida. “Pero un día me friego a todos —me dijo— ya lo verás”. A mí siempre me decía todo lo que pensaba, con esas sus palabras inventadas en el acto. Por eso, cuando él se fue, no me asombró, como les sucedió a todos; ya me lo esperaba desde hace tiempo. Sólo lo lamenté por el Sgovonitor, que ya no volveremos a ver, y también por Genovino que fue arrestado, como escuché decir en la lechería. Era 1949 y la feria caía el primero de abril. “Día de bromas —dijo Natalino cuando fui a llamarlo—. Quién pueda, que se divierta”.

La plaza estaba atestada y los banderines revoloteaban a más no poder; frente a la barraca de Genovino estaban todos los niños del pueblo, incluso algunas caras nuevas. “Si quieres sgragnolar uno súper crujiente —dijo Natalino— tómalo, que yo pago, tengo cincuenta liras”.

“¿Pero, entonces, sólo harás una sgovonitura?”.
“Con una es suficiente y avanza”, y esbozó una especie de sonrisa que no sabía si era de malicia o de melancolía.
Antes de entrar, me dio una figurita de Bartali y el sacapuntas de madreperla que siempre le había envidiado. “Todo es tuyo —dijo, poniéndome las cosas en la mano—, hoy sgovonisco de generosidad”. Y no me dio tiempo de decir nada porque yo ya estaba frente a la barraca de Genovino, pagando el boleto.

Genovino era inflexible; cuando Josefina Bonaparte tosía una vez (el tiempo de una sgovonitura), no había nada qué hacer, y uno se tenía que salir. La Josefina tosió una vez y luego, al jalarla, dos veces. Pero Natalino no salía. “¡El tiempo ha terminado!”, gritaba Genovino, ya irritado. “¡Tiempo terminado, que entre otro!”. Pero Natalino no se decidía a salir. Se le veía gesticular detrás de la cortina como si no lograra apartarla, golpearse adentro, con violencia. Era necesario que Genovino se resignara a bajar del podio e ir en persona a abrir la cortina. Entonces, se escuchó un rumor y Natalino salió como una flecha, volando.
Era una majestuosa gaviota platinada de alas encorvadas. El primero en reconocerlo fui yo, y a mi grito le siguió un estruendo de estupor: ¡Natalino!

Pero Natalino no se dio cuenta de ello; dio de vueltas graciosamente sobre la cabeza de mármol de Garibaldi y yo pensé: “Ahora se posa sobre ella”, pero no, simuló un aterrizaje ensanchando las membranas de las palmas, se detuvo apenas el tiempo necesario para cagar sobre su nariz y luego ejecutó piruetas sobre sí mismo, bajó sobre nuestras cabezas rozándolas con sus mórbidas alas y volvió a remontarse veloz; se dirigió en vuelo equilibrado hacia el campanario, le dio un par de vueltas alrededor y mirando fijo hacia abajo me dirigió dos chillidos que entendí a la perfección, pero que no valía la pena traducirle a nadie: dos sencillas palabras de saludo. Luego, partió a ras de vuelo hacia el mar.
También yo lo saludé, agitando el pañuelo hasta que se perdió sobre los techos de las casas.