I
La palabra partido tiene aquí el significado que tiene en el continente europeo. La misma palabra en los países anglosajones designa una realidad completamente diferente. Tiene su raíz en la tradición inglesa y no es transplantable. Un siglo y medio de experiencia lo demuestra suficientemente. En los partidos anglosajones hay un elemento de juego, de deporte, que solo puede existir en una institución de origen aristocrático; todo es serio en una institución que es, en su origen, plebeya.
La idea de partido no entraba en la concepción política francesa de 1789, a no ser como un mal que había que evitar. Pero existió el club de los jacobinos. Al principio sólo era un lugar de libre discusión. Lo que lo transformó no fue ninguna especie de mecanismo fatal. Fue únicamente la presión de la guerra y de la guillotina lo que lo convirtió en un partido totalitario.
Las luchas de las facciones bajo el Terror estuvieron gobernadas por la idea tan bien formulada por Tomski: «Un partido en el poder y todos los demás en prisión». Así pues, en el continente europeo el totalitarismo es el pecado original de los partidos.
La herencia del Terror, por un lado, y la influencia del ejemplo inglés, por otro, instalaron a los partidos políticos en la vida pública europea. El hecho de que existan no es motivo suficiente para conservarlos. Solo el bien es un motivo legítimo de conservación. El mal de los partidos políticos salta a la vista. El problema que hay que examinar es si hay en ellos un bien mayor que el mal, que haga que su existencia sea deseable.
Pero sería más adecuado preguntarse: ¿Hay en ellos una parcela, aunque sea infinitesimal, de bien? ¿No son acaso mal en estado puro o casi?
Si son algo malo, está claro que de hecho y en la práctica solo podrán producir el mal. Es un artículo de fe. «Un buen árbol jamás dará malos frutos, ni un árbol podrido buenos frutos».
Pero primero hay que reconocer cuál es el criterio del bien.
Solo puede ser la verdad, la justicia, y, en segundo lugar, la utilidad pública.
La democracia, el poder de los más, no son bienes. Son medios con vistas al bien, estimados eficaces con razón o sin ella. Si la República de Weimar, en lugar de Hitler, hubiera decidido por vías rigurosamente parlamentarias y legales meter a los judíos en campos de concentración y torturarlos con refinamiento hasta la muerte, las torturas no habrían tenido ni un átomo de legitimidad más de la que ahora tienen. Ahora bien, algo parecido a esto no es totalmente inconcebible.
Solo lo que es justo es legítimo. El crimen y la mentira no lo son en ningún caso.
Nuestro ideal republicano procede enteramente de la voluntad general de Rousseau. Pero el sentido de esta noción se perdió casi de inmediato, porque es compleja y demanda un alto grado de atención. Dejando de lado algunos capítulos, pocos libros son tan hermosos, fuertes, lúcidos y claros como lo es El contrato social. Se dice que pocos son los libros que han tenido tanta influencia. Pero de hecho todo sucedió y sucede como si no hubiera sido leído nunca.
Rousseau partía de dos evidencias. Una, que la razón discierne y elige la justicia y la utilidad inocente, y que todo crimen tiene como móvil la pasión. Otra, que la razón es idéntica en todos los hombres, frente a las pasiones, que, casi siempre, difieren. En consecuencia si, sobre un problema general, cada uno reflexiona en soledad y expresa una opinión, y si después se comparan las opiniones entre sí, probablemente coincidirán por el lado justo y razonable de cada una y diferirán por las injusticias y los errores. Únicamente en virtud de un razonamiento de este tipo se admite que el consensus universal indica la verdad.
La verdad es una. La justicia es una. Los errores, las injusticias son indefinidamente variables. De esta manera, los hombres convergen en lo justo y lo verdadero, y en cambio la mentira y el crimen los hacen divergir indefinidamente. Puesto que la unión es una fuerza material, se puede esperar encontrar en ella un recurso para hacer que la verdad y la justicia sean aquí abajo materialmente más fuertes que el crimen y el error. Se precisa un mecanismo conveniente. Si la democracia constituye tal mecanismo, es buena. Si no, no.
Una voluntad injusta, común a toda la nación, no era en absoluto superior, a ojos de Rousseau —y tenía razón—, a la voluntad injusta de un hombre. Rousseau pensaba, tan solo, que casi siempre una voluntad común de todo un pueblo era, de hecho, conforme con la justicia, por neutralización mutua y compensación de pasiones particulares. Ese era para él el único motivo de preferir la voluntad del pueblo a una voluntad particular.
Asimismo una cierta masa de agua, aun cuando compuesta de partículas que se mueven y chocan sin cesar, se encuentra en equilibrio y reposo perfectos. Devuelve a los objetos sus imágenes con verdad irreprochable. Indica perfectamente el plano horizontal. Dice sin error la densidad de los objetos sumergidos.
Si individuos apasionados, empujados por la pasión al crimen y a la mentira, se componen del mismo modo formando un pueblo verídico y justo, entonces es bueno que el pueblo sea soberano. Una constitución democrática es buena si, primero, realiza en el pueblo ese estado de equilibrio, y si, solo después, hace que las voluntades del pueblo sean ejecutadas.
El verdadero espíritu de 1789 consiste en pensar no que algo es justo porque el pueblo lo quiere, sino que, bajo ciertas condiciones, la voluntad del pueblo tiene más posibilidades que ninguna otra voluntad de ser conforme a la justicia.
Hay varias condiciones indispensables para poder aplicar la noción de voluntad general. Dos deben retener particularmente la atención.
Una es que, en el momento en que el pueblo toma conciencia de una de sus voluntades y la expresa, no hay ninguna especie de pasión colectiva.
Es del todo evidente que el razonamiento de Rousseau se desmorona en cuanto hay pasión colectiva. Rousseau lo sabía perfectamente. La pasión colectiva es un impulso al crimen y a la mentira infinitamente más poderoso que cualquier pasión individual. Los malos impulsos, en este caso, lejos de neutralizarse, se elevan mutuamente a la milésima potencia. La presión es casi irresistible si no se es un auténtico santo.
Un agua a la que una corriente violenta, impetuosa, pone en movimiento ya no refleja los objetos, ya no tiene una superficie horizontal, ya no indica las densidades. E importa muy poco que sea movida por una única corriente o por cinco o seis que se entrechocan y forman remolinos. En ambos casos, se encuentra igualmente turbada.
Si una sola pasión colectiva se apodera de todo un país, el país entero es unánime en el crimen. Si dos, cuatro, cinco o diez pasiones colectivas lo dividen, está dividido en varias bandas de criminales. Las pasiones divergentes no se neutralizan, como sucede en el caso de un sinfín de pasiones individuales fundidas en una masa; el número es demasiado pequeño, la fuerza de cada una es demasiado grande para que pueda darse la neutralización. La lucha las exaspera. Se entrechocan con un ruido verdaderamente infernal que hace imposible que se oiga, ni por un segundo, la voz de la justicia y de la verdad, siempre casi imperceptible.
Cuando hay pasión colectiva en un país, es probable que una voluntad particular cualquiera esté más cerca de la justicia y de la razón que la voluntad general, o más bien que lo que constituye su caricatura.
La segunda condición es que el pueblo tenga que expresar su voluntad respecto de los problemas de la vida pública y no solo elegir a las personas. Y aún menos una elección de colectividades irresponsables. Pues la voluntad general no tiene ninguna relación con una tal elección.
Si hubo en 1789 una cierta expresión de la voluntad general, aun cuando se adoptara el sistema representativo a falta de saber imaginar otro, es porque hubo algo bastante diferente de las elecciones. Todo lo que había de vivo a través de todo el país —y el país se desbordaba de vida— había intentado expresar un pensamiento mediante el órgano de los Cahiers de revendication [Cuadernos de reivindicación]. Los representantes se habían hecho conocer, en gran parte, en el curso de esa cooperación en el pensamiento; conservaban su calor; sentían que el país estaba atento a sus palabras, celoso de vigilar si traducían exactamente sus aspiraciones. Durante algún tiempo —poco tiempo— fueron verdaderamente simples órganos de expresión para el pensamiento público.
Semejante cosa no se volvió a producir nunca más. Enunciar estas dos condiciones muestra que nunca hemos conocido nada que se asemeje, ni de lejos, a una democracia. En lo que nombramos con ese nombre, el pueblo no ha tenido nunca la ocasión ni los medios de expresar un parecer sobre un problema cualquiera de la vida pública; y todo lo que escapa a los intereses particulares se deja para las pasiones colectivas, a las que se alimenta sistemática y oficialmente.
II
El mismo uso de las palabras democracia y república obliga a que se examine con atención extrema los dos problemas siguientes:
¿Cómo darles de hecho, a los hombres que componen el pueblo de Francia, la posibilidad de expresar a veces un juicio sobre los grandes problemas de la vida pública?
¿Cómo impedir, en el momento en el que se interroga al pueblo, que a través suyo circule cualquier pasión colectiva?
Si no se piensa en esos dos puntos, es inútil hablar de legitimidad republicana.
Las soluciones no son fáciles de concebir. Pero es evidente, tras un examen atento, que cualquier solución implicaría en primer lugar la supresión de los partidos políticos.
Para valorar a los partidos políticos según el criterio de la verdad, de la justicia, del bien público, conviene comenzar discerniendo sus características esenciales.
Se pueden enumerar tres:
Un partido político es una máquina de fabricar pasión colectiva.
Un partido político es una organización construida de tal modo que ejerce una presión colectiva sobre el pensamiento de cada uno de los seres humanos que son sus miembros.
La primera finalidad y, en última instancia, la única finalidad de todo partido político es su propio crecimiento, y eso sin límite.
Debido a este triple carácter, todo partido político es totalitario en germen y en aspiración. Si de hecho no lo es, es solo porque los que lo rodean no lo son menos que él.
Estas tres características son verdades de hecho, evidentes para cualquiera que se haya aproximado a la vida de los partidos.
La tercera es un caso particular de un fenómeno que se produce allí donde el colectivo domina a los seres pensantes. Es la inversión de la relación entre fin y medio. En todas partes, sin excepción, todas las cosas generalmente consideradas como fines son, por naturaleza, por definición, por esencia, y de la manera más evidente, únicamente medios. Se podría citar tantos ejemplos como se quisiera en todos los campos. Dinero, poder, Estado, grandeza nacional, producción económica, diplomas universitarios; y muchos más.
Solo el bien es un fin. Todo lo que pertenece al dominio de los hechos es del orden de los medios. Pero el pensamiento colectivo es incapaz de elevarse por encima del dominio de los hechos. Es un pensamiento animal. Posee la noción de bien solo lo suficiente como para cometer el error de tomar tal o cual medio por el bien absoluto. Y eso es lo que sucede con los partidos: un partido es, en principio, un instrumento para servir a una cierta concepción del bien público.
Esto es cierto incluso de aquellos que están vinculados a los intereses de una categoría social, pues siempre existe una cierta concepción del bien público, en virtud de la cual habría coincidencia entre el bien público y esos intereses. Pero esa concepción es extremadamente vaga. Esto es verdad sin excepción y casi sin diferencia de grados. Los partidos más inconsistentes y los más estrictamente organizados son iguales por lo vaga que es su doctrina. Ningún hombre, aun cuando hubiere estudiado profundamente la política, sería capaz de una exposición precisa y clara respecto de la doctrina de ningún partido, incluido, si se diera el caso, del suyo propio.
Las gentes no se confiesan esto a sí mismas en absoluto. Si se lo confesaran, estarían ingenuamente tentadas de verlo como un signo de incapacidad personal, por no haber reconocido que la expresión «doctrina de un partido político» no puede jamás, por la naturaleza de las cosas, tener significado alguno.
Un hombre, aunque pase toda su vida escribiendo y examinando problemas de ideas, solo raramente tiene una doctrina. Una colectividad no la tiene jamás. No es una mercancía colectiva. Se puede hablar, cierto es, de doctrina cristiana, doctrina hindú, doctrina pitagórica, etc. Lo que se designa entonces con esa palabra no es ni individual, ni colectivo; es una cosa situada infinitamente por encima de este o aquel nivel. Es, pura y simplemente, la verdad.
La finalidad de un partido político es algo vago e irreal. Si fuera real, exigiría un esfuerzo muy grande de atención, pues una concepción del bien público no es algo fácil de pensar. La existencia del partido es palpable, evidente, y no exige ningún esfuerzo para ser reconocida. Así, es inevitable que de hecho sea el partido para sí mismo su propia finalidad.
En consecuencia hay idolatría, pues solo Dios es legítimamente una finalidad para sí mismo.
La transición es fácil. Se pone como axioma que la condición necesaria y suficiente para que el partido sirva eficazmente a la concepción del bien público con vistas a la cual existe es que posea una gran cantidad de poder.
Pero ninguna cantidad finita de poder puede jamás, de hecho, ser mirada como suficiente, sobre todo una vez obtenida. El partido se encuentra, de hecho, debido a la ausencia de pensamiento, en un estado continuo de impotencia que atribuye siempre a la insuficiencia del poder de que dispone. Aun cuando fuera el dueño absoluto del país, las necesidades internacionales serían las que impondrían límites estrechos.
De este modo, la tendencia esencial de los partidos es totalitaria, no solo en lo que respecta a una nación, sino en lo que respecta al globo terrestre. Precisamente porque la concepción del bien público propia -de tal o cual partido es una ficción, algo vacío, sin realidad, es- por lo que impone la búsqueda del poder total. Toda realidad implica por sí misma un límite. Lo que no existe en absoluto no es jamás limitable.
Por eso es por lo que hay afinidad, alianza entre el totalitarismo y la mentira.
Mucha gente, cierto es, nunca piensa en el poder total; ese pensamiento les daría miedo. Es vertiginoso, se precisa una especie de grandeza para sostenerlo. Esa gente, cuando se interesa por un partido, se contenta con desear su crecimiento; pero como algo que no comporta ningún límite. Si este año hay tres miembros más que el año pasado, o si la colecta ha conseguido cien francos más, están contentos. Pero desean que eso continúe indefinidamente en la misma dirección. Jamás concebirían que su partido pudiera tener, en ningún caso, demasiados miembros, demasiados electores, demasiado dinero.
El temperamento revolucionario conduce a concebir la totalidad. El temperamento pequeño-burgués conduce a instalarse en la imagen de un progreso lento, continuo y sin límite. Pero en ambos casos el crecimiento material del partido deviene el único criterio respecto del cual se definen el bien y el mal de todas las cosas. Exactamente como si el partido fuera un animal al que hay que engordar, y como si el universo hubiera sido creado para hacerlo engordar.
No se puede servir a Dios y a Mammon. Si se tiene un criterio del bien distinto al bien, se pierde la noción del bien.
Desde el momento en que el crecimiento del partido constituye un criterio del bien, se sigue inevitablemente la existencia de una presión colectiva del partido sobre el pensamiento de los hombres. Esa presión se ejerce de hecho. Se muestra públicamente. Se confiesa, se proclama. Nos horrorizaría, de no ser porque la costumbre nos ha endurecido.
Los partidos son organismos públicos, oficialmente constituidos de manera que matan en las almas el sentido de la verdad y de la justicia.
Se ejerce la presión colectiva sobre el gran público mediante la propaganda. La finalidad confesada de la propaganda es persuadir y no comunicar luz. Hitler vio perfectamente que la propaganda es siempre un intento de someter a los espíritus. Todos los partidos hacen propaganda. El que no la hiciera desaparecería por el hecho de que los demás sí la hacen. Todos confiesan que hacen propaganda. Nadie es tan audaz en la mentira como para afirmar que se propone la educación del público, que forma el juicio del pueblo.
Los partidos hablan, cierto es, de educación de los que se les han acercado, simpatizantes, jóvenes, nuevos adherentes. Esa palabra es una mentira. Se trata de un adiestramiento para preparar la influencia mucho más severa que el partido ejerce sobre el pensamiento de sus miembros.
Supongamos que un miembro de un partido —diputado, candidato a diputado, o simplemente militante— adquiera en público el siguiente compromiso: «Cada vez que examine cualquier problema político o social, me comprometo a olvidar absolutamente el hecho de que soy miembro de tal grupo y a preocuparme exclusivamente de discernir el bien público y la justicia.» Ese lenguaje sería muy mal acogido. Los suyos, e incluso muchos otros, lo acusarían de traición. Los menos hostiles dirían: «Entonces, ¿para qué se ha afiliado a un partido?», confesando de esta manera ingenua que, cuando se entra en un partido, se renuncia a buscar únicamente el bien público y la justicia. Ese hombre sería excluido de su partido, o por lo menos perdería la investidura; seguramente no sería elegido.
Pero aún más, ni siquiera parece posible que un lenguaje así se use. De hecho, salvo error, jamás ha sido usado. Si se han pronunciado algunas palabras próximas a esas, sólo lo hicieron hombres deseosos de gobernar con el apoyo de otros partidos distintos del suyo. Tales palabras sonaban entonces como una especie de afrenta al honor.
Por el contrario, se considera totalmente natural, razonable y honorable que alguien diga: «Como conservador... —o como socialista— pienso que...».
Esto, cierto es, no lo hacen sólo los partidos. No se sonroja quien dice: «Como francés, pienso que...», «Como católico, pienso que...». Unas jovencitas, que se proclamaban vinculadas al gaullismo como equivalente francés del hitlerismo, añadían: «La verdad es relativa, incluso en geometría». Estaban tocando el punto central.
Si no hay verdad, es legítimo pensar de tal o cual manera en tanto uno es tal o cual cosa. Del mismo modo que se tiene el cabello negro, castaño, rojizo o rubio porque se es así, también se emiten tales o cuales ideas. El pensamiento, como el cabello, es entonces el producto de un proceso físico de eliminación. Si se reconoce que hay una verdad, solo está permitido pensar lo que es verdadero. Entonces se piensa tal cosa no porque se da el caso de que de hecho uno es francés, o católico, o socialista, sino porque la luz irresistible de la evidencia obliga a pensar así y no de otra manera. Si no hay evidencia, si hay duda, entonces es evidente que, en el estado de conocimientos del que se dispone, la cuestión es dudosa. Si existe una débil probabilidad de un lado, es evidente que hay una débil probabilidad; y así con todo lo demás. En todos los casos, la luz interior concede siempre a cualquiera que la consulte una respuesta manifiesta. El contenido de la respuesta es más o menos afirmativo; importa poco. Siempre es susceptible de revisión; pero ninguna corrección puede llevarse a cabo a no ser mediante la luz interior.
Si un hombre, miembro de un partido, está absolutamente decidido a ser fiel, en todos sus pensamientos, tan solo a la luz interior y a nada más, no puede dar a conocer esa resolución a su partido. Entonces se encuentra respecto del partido en estado de mentira. Es una situación que solo puede ser aceptada a causa de la necesidad, que obliga a estar en un partido para tomar parte eficazmente en los asuntos públicos. Pero entonces esa necesidad es un mal y hay que ponerle fin suprimiendo los partidos.
Un hombre que no ha adoptado la resolución de fidelidad exclusiva a la luz interior instala la mentira en el centro mismo del alma. Las tinieblas interiores son su castigo.
Sería un intento vano salir de esa situación mediante la distinción entre libertad interior y disciplina exterior. Pues hay que mentir entonces al público, hacia el que todo candidato, todo elegido, tiene una obligación particular de verdad.
Si me planteo decir, en nombre de mi partido, cosas que estimo contrarias a la verdad y a la justicia, ¿voy a indicarlo en una advertencia previa? Si no lo hago, miento.
De esas tres formas de mentira —al partido, al público, a uno mismo— la primera es con mucho la menos mala. Pero si la pertenencia a un partido obliga siempre y en todos los casos a la mentira, la existencia de los partidos es absolutamente, incondicionalmente, un mal.
Era frecuente ver en los anuncios de reuniones: El señor X expondrá el punto de vista comunista (sobre el problema que era objeto de la reunión). El señor Y expondrá el punto de vista socialista. El señor Z expondrá el punto de vista radical.
¿Cómo lograban esos desgraciados conocer el punto de vista que debían exponer? ¿A quién podían consultar? ¿A qué oráculo? Una colectividad no tiene lengua ni pluma. Los órganos de expresión son todos individuales. La colectividad socialista no reside en ningún individuo. Tampoco la colectividad radical. La colectividad comunista reside en Stalin, pero está lejos; no se le puede telefonear antes de hablar en una reunión.
No, los señores X, Y y Z se consultaban a sí mismos. Pero como eran honestos, se ponían primero en un estado mental especial, un estado parecido a aquel en el que tantas veces les había puesto la atmósfera de los medios comunista, socialista, radical. Si, habiéndose puesto en ese estado, uno se deja llevar por sus reacciones, se produce naturalmente un lenguaje conforme a los «puntos de vista» comunista, socialista, radical. A condición, claro está, de prohibirse rigurosamente cualquier esfuerzo de atención con vistas a discernir la justicia y la verdad. Si se llevara a cabo ese esfuerzo, se correría el riesgo de —colmo del horror— expresar un «punto de vista personal». Pues, hoy en día, la tensión hacia la justicia y la verdad es vista como algo que responde a un punto de vista personal.
Cuando Poncio Pilatos le preguntó a Cristo: «¿Cuál es la verdad?», Cristo no respondió. Había respondido ya por adelantado cuando dijo: «He venido a testimoniar a favor de la verdad».
Solo hay una respuesta. La verdad son los pensamientos que surgen en el espíritu de una criatura pensante, únicamente, totalmente, exclusivamente deseosa de verdad.
La mentira, el error —palabras sinónimas— son los pensamientos de los que no desean la verdad y de los que desean la verdad y algo más. Por ejemplo, desean la verdad y además la conformidad con tal o cual pensamiento establecido.
Pero ¿cómo desear la verdad sin saber nada de ella? Ese es el misterio de los misterios. Las palabras que expresan una perfección inconcebible para el hombre —Dios, verdad, justicia— pronunciadas interiormente con deseo, sin asociarlas a concepción alguna, tienen el poder de elevar el alma y de inundar de luz. Deseando la verdad en el vacío y sin intentar adivinar de entrada el contenido es como se recibe la luz. En eso consiste todo el mecanismo de la atención.
III
Es imposible examinar los problemas increíblemente complejos de la vida pública estando atento a la vez, por un lado, a discernir la verdad, la justicia, el bien público, y por otro, a conservar la actitud que conviene a un miembro de tal grupo. La facultad humana de la atención no es capaz simultáneamente de las dos preocupaciones. De hecho todos se quedan con una y abandonan la otra.
Pero ningún sufrimiento le espera a quien abandona la justicia y la verdad. En cambio, el sistema de partidos comporta las penalizaciones más dolorosas por insubordinación. Penalizaciones que alcanzan a casi todo —la carrera, los sentimientos, la amistad, la reputación, la parte exterior del honor, incluso a veces la vida familiar—. El partido comunista ha llevado el sistema hasta la perfección.
Incluso en el que interiormente no cede, la existencia de penalizaciones falsea inevitablemente el discernimiento. Pues si quiere reaccionar contra la influencia del partido, esa voluntad de reacción es ella misma un móvil ajeno a la verdad y del que hay que desconfiar. Pero también la desconfianza; y así con todo. La atención verdadera es un estado tan difícil para el hombre, tan violento, que cualquier turbación personal de la sensibilidad basta para obstaculizarla. Y de ahí la obligación imperiosa de proteger, tanto como sea posible, la facultad de discernimiento que se tiene en sí mismo, contra el tumulto de las esperanzas y de los temores personales.
Si un hombre hace cálculos numéricos muy complejos, sabiendo que se le azotará cada vez que obtenga como resultado un número par, su situación es muy difícil. Algo de dentro de la parte carnal del alma le empujará a dar una ayudita a los cálculos para obtener siempre un número impar. Queriendo reaccionar, se arriesgará a encontrar un número par incluso donde no hace falta. Presa de esta oscilación, su atención ya no está intacta. Si los cálculos son tan complejos que exigen por su parte la plenitud de la atención, es inevitable que se equivoque muy a menudo. De nada servirá que sea muy inteligente, muy valiente, muy celoso de la verdad.
¿Qué debe hacer? Es muy simple. Si puede escapar de las manos de esa gente, que le amenaza con el látigo, debe escapar. Si hubiera podido evitar caer en sus manos, debería haberlo evitado.
Eso mismo sucede con los partidos políticos.
Cuando hay partidos en un país, más tarde o más temprano el resultado es un estado de hecho tal que es imposible intervenir eficazmente en los asuntos públicos sin entrar en un partido y jugar el Juego. Cualquiera que se interese por lo público desea interesarse eficazmente. Por lo que quienes se inclinan por la preocupación hacia el bien público, o renuncian a pensar en ello y se orientan hacia otra cosa, o pasan por el aro de los partidos. En este caso también eso les causa preocupaciones que excluyen la del bien público.
Los partidos son un maravilloso mecanismo en virtud del cual, a lo largo de todo un país, ni un solo espíritu presta su atención al esfuerzo de discernir, en los asuntos públicos, el bien, la justicia, la verdad. El resultado es que —a excepción de un pequeño número de circunstancias fortuitas— solo se deciden y se ejecutan medidas contrarias al bien público, a la justicia, a la verdad. Si se le confiara al diablo la organización de la vida pública, no podría imaginar nada más ingenioso.
Si la realidad ha sido un poco menos sombría, es porque los partidos aún no lo habían devorado todo. Ahora bien, de hecho, ¿ha sido un poco menos sombría?, ¿no era exactamente tan sombría como el cuadro esbozado aquí?, ¿no lo han mostrado los acontecimientos?
Hay que admitir que el mecanismo de opresión espiritual y mental propio de los partidos ha sido introducido en la historia por la Iglesia católica en su lucha contra la herejía.
Un convertido que entra en la Iglesia —o un fiel que delibera consigo mismo y decide permanecer— ha percibido en el dogma algo de verdad y de bien. Pero al atravesar el umbral profesa al mismo tiempo no ser alcanzado jamás por los anathema sit, es decir, acepta en bloque todos los artículos llamados «de fe estricta». Esos artículos no los ha estudiado. Incluso con un alto grado de inteligencia y de cultura, una vida entera no bastaría para ese estudio, puesto que implica el estudio de las circunstancias históricas de cada condena.
¿Cómo adherirse a afirmaciones que no se conocen? Basta con someterse incondicionalmente a la autoridad de donde emanan.
Es ese el motivo por el que santo Tomás sólo quiere sostener sus afirmaciones mediante la autoridad de la Iglesia, excluyendo cualquier otro argumento. Pues, dice él, no hace falta nada más para quienes la aceptan; y ningún argumento persuadiría a quienes la rechazan.
En consecuencia la luz interior de la evidencia, esa facultad de discernimiento concedida desde arriba al alma humana como respuesta al deseo de verdad, es desechada, condenada a tareas serviles, como hacer sumas, excluida de todas las investigaciones relativas al destino espiritual del hombre. El móvil del pensamiento ya no es el deseo incondicionado, no definido, de la verdad, sino el deseo de conformidad con una enseñanza establecida de antemano.
Que la Iglesia fundada por Cristo haya, de esta manera y hasta tal punto, asfixiado el espíritu de la verdad —y si, a pesar de la Inquisición, no lo ha hecho del todo es porque la mística ofrecía un refugio seguro— es una trágica ironía. Ha sido señalada a menudo. Pero se ha reparado menos en otra ironía igualmente trágica. Y es que el movimiento de revuelta contra la asfixia de los espíritus en el régimen inquisitorial tomó una orientación tal que prosiguió la obra de asfixia de los espíritus.
La Reforma y el humanismo del Renacimiento, doble producto de aquella revuelta, contribuyeron ampliamente a suscitar, después de tres siglos de maduración, el espíritu de 1789. El resultado ha sido, después de un cierto plazo, nuestra democracia fundada en el juego de los partidos, en la que cada uno es una pequeña Iglesia profana, armada con la amenaza de la excomunión. La influencia de los partidos ha contaminado toda la vida mental de nuestra época.
Un hombre que se afilia a un partido seguramente ha percibido, en la acción y la propaganda de ese partido, cosas que le han parecido justas y buenas. Pero jamás ha estudiado la posición del partido respecto a todos los problemas de la vida pública. Al entrar en el partido, acepta posiciones que ignora. De esa manera somete su pensamiento a la autoridad del partido. Cuando, poco a poco, conozca esas posiciones, las admitirá sin examen.
Es exactamente la situación del que se adhiere a la ortodoxia católica concebida como hace santo Tomás. Si un hombre dijera, al pedir su carnet de miembro: «Estoy de acuerdo con el partido en tal y tal y tal punto; no he estudiado sus otras posiciones y me reservo la opinión mientras no las haya estudiado», se le rogaría sin duda que volviera en otro momento.
Pero de hecho, salvo raras excepciones, un hombre que entra en un partido adopta dócilmente la actitud de espíritu que expresará más tarde con estas palabras: «Como monárquico, como socialista, pienso que...». ¡Es tan cómodo! Porque no es pensar. No hay nada más cómodo que no pensar.
En cuanto a la tercera característica de los partidos, a saber, que son máquinas de fabricar pasión colectiva, está claro que no necesita probarse. La pasión colectiva es la única energía de la que disponen los partidos para la propaganda exterior y para la presión ejercida sobre el alma de cada miembro.
Se admite que el espíritu de partido ciega, vuelve sordo a la justicia, empuja incluso a gente honesta al encarnizamiento más cruel contra inocentes. Se admite, pero no se piensa en suprimir los organismos que fabrican tal espíritu.
Sin embargo se prohíben los estupefacientes.
A pesar de ello hay gente adicta a los estupefacientes. Pero aun habría más si el Estado organizara la venta de opio y cocaína en todas las tabacaleras, con carteles publicitarios que animaran a los consumidores.
IV
La conclusión es que la institución de los partidos parece efectivamente constituir un mal más o menos sin mezcla alguna. Son malos en cuanto a su principio, y sus efectos son, en la práctica, malos.
La supresión de los partidos sería un bien casi puro. Es eminentemente legítima en principio, y en la práctica solo parece susceptible de efectos buenos.
Los candidatos no dirán a los electores: «Tengo tal etiqueta» —lo que, prácticamente, no dice en rigor nada al público sobre su actitud concreta respecto a los problemas concretos—, sino: «Pienso tal y tal y tal cosa respecto de tal y tal y tal problema».
Los electores se asociarán y se disociarán según el juego natural y cambiante de las afinidades. Puedo perfectamente estar de acuerdo con el señor A sobre la colonización y en desacuerdo con él sobre la propiedad campesina; e inversamente con el señor B. Si se habla de colonización, iré, antes de la sesión, a charlar un poco con el señor A; si se habla de propiedad campesina, con el señor B.
La cristalización artificial en partidos coincidía tan poco con las afinidades reales que un diputado podía estar en desacuerdo, en todas las actitudes concretas, con un colega de su partido, y de acuerdo con un hombre de otro partido. ¡Cuántas veces, en Alemania, en 1932, un comunista y un nazi que discutían en la calle se han visto arrastrados por el vértigo mental al constatar que estaban de acuerdo en todos los puntos!
Fuera del Parlamento, del mismo modo que existirían revistas de ideas, habría, naturalmente, alrededor de ellas algunos círculos. Pero estos círculos deberían ser mantenidos en estado de fluidez. Es la fluidez la que hace distinto del partido a un círculo de afinidad y le impide tener una mala influencia. Cuando se frecuenta amistosamente al que dirige tal revista, a los que escriben a menudo, cuando uno mismo escribe, se sabe que se está en contacto con el círculo de esa revista. Pero uno mismo no sabe si pertenece a esa revista; no hay una distinción neta entre el dentro y el fuera. Más lejos están los que leen la revista y conocen a uno o dos de los que escriben. Más lejos, los lectores habituales que extraen de ella inspiración. Más lejos, los lectores ocasionales. Pero a nadie se le ocurriría pensar o decir: «En tanto vinculado a tal revista, pienso que...».
Cuando algunos colaboradores de una revista se presentan a las elecciones, les debe estar prohibido invocar la revista. A la revista le debe estar prohibido dar una investidura, o ayudar ya sea directa o indirectamente a su candidatura, o incluso mencionarla.
Todo grupo de «amigos» de tal revista debería estar prohibido.
Si una revista impide a sus colaboradores, bajo pena de ruptura, colaborar con otras publicaciones cualesquiera, debe ser suprimida en cuanto los hechos estén probados. Ello implica un régimen de prensa que haga imposibles publicaciones con las que es deshonroso colaborar (tipo Gringoire, Marie Claire, etc.).
Cada vez que un círculo intente cristalizarse dando un carácter definido a la cualidad de miembro, habrá represión penal cuando el hecho parezca probado. Claro está, habrá partidos clandestinos. Pero sus miembros tendrán mala conciencia. Ya no podrán hacer profesión pública de servilismo de espíritu. No podrán hacer ninguna propaganda en nombre del partido. El partido ya no podrá mantenerlos en una red sin salida de intereses, sentimientos y obligaciones.
Cada vez que una ley es imparcial, equitativa y está basada sobre un punto de vista del bien público fácilmente asimilable por el pueblo, debilita todo lo que prohíbe. Lo debilita solo por el hecho de existir, e independientemente de las medidas represivas que intentan asegurar su aplicación. Esta majestad intrínseca de la ley es un factor de la vida pública que ha sido olvidado desde hace mucho tiempo y que hay que utilizar.
No parece haber inconvenientes con la existencia de partidos clandestinos que no existieran ya en un grado más elevado con los partidos legales. De manera general, un examen atento no deja ver en ningún sentido inconvenientes de ninguna clase para la supresión de los partidos.
Debido a una paradoja singular, las medidas de este tipo, que no encierran inconvenientes, son de hecho las que menos posibilidades tienen de ser tomadas. Se dice: si fuera tan simple, ¿por qué no se ha llevado a cabo ya hace tiempo?
Sin embargo, generalmente, las grandes cosas son fáciles y simples.
Ésta extendería su virtud de saneamiento mucho más allá de los asuntos públicos. Pues el espíritu de partido ha llegado a contaminarlo todo. Las instituciones que determinan el juego de la vida pública influyen siempre en un país sobre la totalidad del pensamiento a causa del prestigio del poder. Se ha llegado a no pensar casi en absoluto en ningún asunto si no es tomando posición «a favor» o «en contra» de una opinión. Después se buscan argumentos, según el caso, sea a favor, sea en contra. Es exactamente la transposición de la adhesión a un partido.
Del mismo modo que en los partidos politicos hay demócratas que admiten varios partidos, así en el dominio de las opiniones las gentes de amplias miras reconocen un valor a las opiniones con las que dicen estar en desacuerdo.
Es haber perdido del todo el sentido mismo de lo verdadero y de lo falso.
Otros, habiendo tomado posición a favor de una opinión, no consienten en examinar nada que le sea contrario. Es la transposición del espíritu totalitario.
Cuando vino Einstein a Francia, todas las gentes pertenecientes a un medio más o menos intelectual, incluidos los científicos, se dividieron en dos campos, a favor y en contra. Todo pensamiento científico nuevo tiene en los medios científicos sus partidarios y sus adversarios, animados unos y otros, hasta un grado detestable, por el espíritu de partido. Por otra parte, hay en esos medios tendencias, capillas, en un estado más o menos cristalizado.
En el arte y la literatura aún es más visible. Cubismo y surrealismo han sido una especie de partidos. Se era «gideano» como se era «maurrasiano». Para tener un nombre es útil estar rodeado de una pandilla de admiradores animados por el espíritu de partido.
Por las mismas, no había una gran diferencia entre el apego a un partido y el apego a una Iglesia o bien a una actitud antirreligiosa. Se estaba a favor o en contra de la creencia en Dios, a favor o en contra del cristianismo, y así con todo. Se ha llegado incluso a hablar de militantes en asuntos de religión.
Incluso en las escuelas, ya no se sabe estimular de otra manera el pensamiento de los niños si no es invitándoles a tomar partido a favor o en contra. Se les cita una frase de un gran autor y se les dice: «¿Estáis de acuerdo o no? Desarrollad vuestros argumentos». En el examen, los desgraciados, puesto que tienen que haber terminado la disertación al cabo de tres horas, no pueden pasar más de cinco minutos preguntándose si están de acuerdo. Y sería tan sencillo decirles: «Meditad este texto y expresad las reflexiones que se os ocurran».
Casi en todas partes —e incluso, a menudo, debido a problemas puramente técnicos— la operación de tomar partido, de tomar posición a favor o en contra, ha substituido a la obligación de pensar. Se trata de una lepra que se ha originado a partir de los medios políticos y se ha extendido, a través de todo el país, a la casi totalidad del pensamiento.
Es dudoso que se pueda remediar esta lepra que nos mata sin antes suprimir los partidos políticos.
* * *
Contribución a una evaluación crítica del texto - Roi Ferreiro
No entraré a hacer una valoración del pensamiento de Simone Weil a raiz de su evolución intelectual y "militante". A quien esto le interese podrá encontrar sin dificultad una información biográfica general. Sólo señalaré que hay en ella la típica contradicción entre una fuerte y luminosa intuición acerca de las profundidades del desarrollo histórico y las luchas sociales, y una forma de pensar demasiado rígida y desprovista de los elementos de experiencia y juicio históricos, lo que lleva a la incapacidad para llegar a nuevas perspectivas y sólo permite proyectar esas intuiciones de una manera esencialmente destructiva: criticando violentamente las formas de pensar (para el caso, el marxismo "en sí") avanzadas y desarrollando especulaciones más o menos idealistas, en un intento infertil de resolver teóricamente lo que no se es capaz de proyectar prácticamente. Además, Weil está claramente influenciada por el fracaso de las experiencias revolucionarias y del movimiento obrero de su tiempo -con las que tuvo algún contacto estrecho-, con lo que adopta una posición similar a la de los postmodernistas de los años 70 -razón por la cual, en el desierto de ideas de la vieja izquierda, sus escritos han cobrado nueva actualidad en tiempos recientes-.
Pasemos ahora al análisis de este texto. En él, Weil trata el problema de los partidos desde un punto de vista puramente espiritual y enmarcado en la sociedad burguesa -la francesa en concreto-. Los puntos flojos de su argumentación radican en que no tiene en cuenta las causas sociales subyacentes a la emergencia de los partidos, ni el problema de la "dirección" en la lucha de clases y la revolución social.
La formación de los partidos políticos comienza con las diferentes necesidades concretas de los individuos y grupos sociales. Los partidos son una mediación, una forma de actividad, orientada a traducir las necesidades sociales en acciones políticas conscientes. Pero, al mismo tiempo, la forma partido implica una serie de rasgos, propios de la división social del trabajo en la sociedad de clases. Por tanto tenemos, por un lado la necesidad de los distintos sectores o grupos sociales de expresar sus necesidades divergentes y de promover su realización; por otro, el partido político como la forma de organización específica que adopta esa actividad en la sociedad de clases y que alcanza su máximo desarrollo en la democracia burguesa. El primer aspecto no puede suprimirse, sino que solamente, y sobre la base de una identidad potencial de intereses (determinada por las relaciones sociales), es posible promover una convergencia hacia la unidad política inclusiva. Pero, al mismo tiempo, esta unidad no sólo implica una diversidad de necesidades concretas -por más que sean, en el caso de las clases sociales, en esencia comunes-, sino también una diversidad de formas de conciencia acerca de las mismas, la cual determina su objetivación mental en la forma de intereses sociales conscientes. Esta multiplicidad inmanente no puede suprimirse y tiene que encontrar sus cauces de expresión. En este sentido, existen "partidos obreros" (en plural) y puede existir un gran "partido de la clase obrera" (como unidad política de la clase misma en la acción), que no sean en esencia otra cosa que agrupamientos de afinidad basados en objetivos prácticos comunes. La cuestión es que estos agrupamientos -en su aspecto de pluralidad, pues es imposible que la clase como un todo se organice como un partido, en ese caso dejaría evidentemente de tener sentido tal forma- no tienen necesariamente que adoptar la forma de partidos políticos, con sus características esencialmente autoritarias y alienantes.
En toda esta evaluación la reflexión de Weil falla y, en consecuencia, al separarse de estas premisas prácticas, tiende a adoptar un punto de vista pequeñoburgués, que aproxima sus ideas a veces peligrosamente a la praxis del fascismo y del estalinismo con sus "partidos únicos". También hace excesiva referencia a Rousseau, con lo que, considerando todo lo dicho hasta ahora, su punto de vista sobre la democracia podría definirse como un intento de corregir los males funcionales de la democracia burguesa y fundar una democracia burguesa "ideal". Aquí se inscribe su caracterización puramente negativa de la "pasión colectiva", recogiendo la oposición de la filosofía burguesa entre "pasión" y "razón" que, en el fondo, no es falsa, pero sí una sobresimplicación, pues ambos aspectos son en realidad inseparables y el problema consiste en encontrar su adecuada integración. (En esta contraposición trasluce, además, su experiencia personal frustrante en la Revolución ibérica, con el trabajo industrial y con el movimiento obrero en general.)
Pero más allá de todas estas críticas, el texto de Weil tiene la gran virtud de excavar en lugares donde, ciertamente, reina demasiado habitualmente la oscuridad y la hipocresía. Y, además, si no somos capaces de concebir una democracia burguesa ideal, ¿cómo seremos capaces de concebir algo todavía superior? No sobra insistir en que las conclusiones teóricas no sirven de nada si se quedan en mero ideal y no se integran en la praxis de una democracia superior y no partidista.