Allá a lo lejos, remoto, difuminado, el blanco de nuestra mirada, como el horizonte, parece no tener fines ni confines. Inmenso, ante los ojos, el objeto de observación. Lo más discreto entonces ¿no sería elegir una parcela, acotar y recorrerla con detallada atención? Pero no, hay cosas que se nos presentan de entrada como problemas, cuestiones discutibles, de indeciso deslinde. El saber entonces es indivisible del interrogar. De ahí que prefiera iniciar aquí unareflexión general, apoyada en unos pocos ejemplos, principalmente españoles, del Siglo de Oro al siglo XIX.
El perfil de nuestro tema se distingue al trasluz de la historia de las artes visuales. Nos hallamos ante un indudable cruce de la historia de la literatura con la de la pintura; o si se prefiere, con la subordinación de ambas a los que ciertos estéticos de fines del siglo pasado, maestros de Heinrich WOlfflin, llamaban la historia de la visión.
Advertimos inmediatamente que lo más alterable y disputable del paisaje es su grado de especificidad, es decir, lo que lo diferencia de otras obras descriptivas y hace que tenga personalidad propia. Ante determinado cuadro o página, nos preguntamos: ¿hasta qué punto es esto un paisaje? Pregunta que carecería de sentido si no creyéramos poseer una idea previa, un concepto-límite, de aquello que busca el paisajista.
Digamos para empezar que esa exploración supone la mirada del hombre a espacios abiertos, ya existentes, relativamente extensos o ilimitados en potencia, en que puede descubrirse el valor de realidades —o de una sola, la naturaleza— no predominantemente humanas. Y he aquí que esta primera aproximación nos transporta de sopetón al centro del problema: ¿buscan los hombres, a través del paisaje, aquello que no son?
Salta a la vista lo paradójico del empeño: no tendríamos paisaje si el hombre no se retirase decisivamente de él, si su protagonismo no cesara de ser visible, si no se privilegiase esa clase tan radical de otredad que en ciertas épocas se ha llamado, con mayúscula, la Naturaleza. Pero por otra parte es precisamente la mirada humana lo que convierte cierto espacio en paisaje, consiguiendo que una porción de tierra adquiera por medio del arte calidad de signo de cultura, no aceptando lo natural en su estado bruto sino convirtiéndolo también en cultural; y ello hasta tal punto que se nos hace difícil no considerar muchos paisajes como entornos nuestros, reales o inminentes, o bien simbólicamente como vías de reconocimiento de nuestra situación en el mundo. Así, el paisaje es a la vez omisión y conquista del hombre.
Escribía el novelista brasileño José de Alencar en O Guaraní (1857):
Tudo era grande e pomposo no cenáno que a natureza, sublime artista, tinha
decorado para os dramas majestosos dos elementos, en que o hómem é apenas um simples comparsa.
¿Es posible que la literatura reduzca al hombre al papel de solamente simple comparsa? La historia de la palabra insinúa ya lo notoriamente minoritario, oteando los siglos, de semejante adhesión al entorno natural como tal, como portador de valor propio, autónomo o inmanente. «Paisaje» es un galicismo más de principios del siglo xvm. Lo utiliza Palomino en su Museo pictórico de 1715 —con estas palabras en su «índice de términos»:
País, s.m. Pintura de arboledas y cosas de campos.
Paisaje. Pedazo de país.
Loa vocablos franceses paysage, pays y paysan proceden de pagensis y de pagus, el cual perdura hoy en la palabra «pago», tal como se utiliza por ejemplo en Andalucía: espacio limitado de tierras y heredades, subdivisión de comarca o de término de pueblo. El francés pays fue aumentando el espacio que abarcaba, desde el pequeño territorio rural hasta lo que hoy denominamos en castellano «país», en su acepción más amplia y sin embargo arraigada en la conciencia de la localidad, como cuando se dice «los paisajes catalanes». Aun hoy en francés c'est mon pays, indicando a una persona, significa popularmente «es mi paisano», aludiendo a la patria chica; y la nostalgia o morriña de ésta es le mal du pays. Es campo etimológico-semántico que incluye los vocablos «payés» y también «pagano», que implicaba el terreno rural o pago, reacio primeramente a la cristianización. El pagano es el payés que, como sus paisanos, se resiste en su pago a aceptar las concepciones novedosas de la iglesia. El paisaje, la valoración de un sector del pago por el artista.
Nótese que el pago se aproxima notablemente al arte mediante el «paisaje».
Muchas veces esta palabra ha denotado, si no la prioridad del arte con respecto a lo que no lo es, una cierta vacilación y ambigüedad en el uso. Si decimos que nos gusta un paisaje de montaña, ¿qué denotamos, un cuadro o la montaña misma? O, en tercer lugar, ¿la montaña contemplada y delimitada por la vista como si fuera un cuadro? El Diccionario de la Academia Española (17 ed.) ofrece dos definiciones: la primera, «pintura o dibujo que representa cierta extensión de terreno», pero también «porción de terreno considerado en su aspecto artístico».
No glosaré ahora la postura estética, muy del siglo pasado, que esta segunda definición supone: pensar que el objeto mismo de la contemplación, sin intervención de artista alguno, puede considerarse como una obra de arte; y que la belleza existe ahí, delante de nosotros. De hecho, ciertos escritores han visto e idealizado las cosas así, por ejemplo Juan Ramón Jiménez en la estampa XXIII de Platero y yo, cuando el escritor mira el campo a través de una verja que sirve como de marco para la mirada: «¡qué mágico embeleso ver, tras el cuadro de hierros de la verja, el paisaje y el cielo mismos que fuera de ella se veían!».
En España el género de pintura que denota el galicismo «paisaje» se llamó con anterioridad «país». Recordemos el extenso discurso del gitano viejo en La Gitanilla, donde se alaba el encanto de la vida libre y natural:
Por dorados techos y suntuosos palacios estimamos estas barracas y movibles ranchos; por cuadros y países de Flandes, los que nos da la naturaleza en esos levantados riscos y nevadas peñas, tendidos prados y espesos bosques que cada paso a los ojos se nos muestran.
Nótese que la naturaleza misma se contempla como si fuera obra de arte o de cultura, muy cervantinamente; sólo que en este caso lo que guía la mirada del observador es la pintura, más concretamente el paisajismo flamenco, cuya belleza estimula el dinamismo idealizador que interesa en estas páginas a Cervantes.
El paisaje literario, que aquí se insinúa por vía de analogía con la pintura, revela sus orígenes en la alabanza cultivada por el discurso retórico, con su tendencia al embellecimiento y la amplificación. Sabido es que la descriptio (o ekfrasis en su sentido más amplio) que se cultivó sobre todo durante el período helenístico y la Edad Media latina, pertenecía al género panegírico, y se consagraba al elogio no sólo de adalides y grandes hombres, sino también de lugares, edificios y obras de arte.
En Flandes, en Holanda, años antes del momento en que trabaja Jakob van Ruysdael (1628-1682), o en Italia, la historia del paisaje puede considerarse como un largo y lento proceso de independización, hasta llegar a la omisión de la figura humana. El propio Ruysdael, que vivió en la pobreza y no obtuvo reconocimiento alguno hasta su muerte, al igual que su discípulo Hobbema, pedía a algún pintor amigo que colocase en sus paisajes las figuras minúsculas que se ven en ellos. El espacio que ocupa el hombre es asimismo reducido, durante este mismo siglo xvn, crucial para dicha independización, en los cuadros de Claude Lorrain; donde por otro lado el pintor da cabida, como también Poussin, a dimensiones mitológicas y connotaciones romanas que justifican la escena campestre, literarizándola, reuniendo sus elementos y confiriéndole grandeza. El entorno natural arranca en ellos de unas referencias culturales.
Cierto que conocemos pinturas de la Edad Media y sobre todo del Renacimiento en que el componente paisajístico ocupa espacios importantes, como las de Ambrogio Lorenzetti en Siena, hacia 1337-1339, que introduce ciudades enteras en sus cuadros. Se suele pensar al respecto, muy generalmente, que el hombre de la Edad Media descubre en el mundo contemplado signos de lo sobrenatural, revelaciones de grandezas de orden superior y origen divino. Emilio Orozco se ha esforzado por descartar, sin embargo, aquellas creaciones en que las cosas son también admirables por sí mismas, como por ejemplo, tratándose de poesía española, la «Introducción» a los Milagros de Nuestra Señora de Berceo:
La verdura del prado, la olor de las flores,
las sombras de los árboles de temprados sabores
refrescaron me todo, e perdí los sudores;
podrie vevir el omne con aquellos olores.
Nunca trobé en sieglo logar tan deleitoso,
nin sombra tan temprada, ni olor tan sabroso...
Pero no puede negarse el protagonismo del hombre, que halla descanso y deleite en lugar tan ameno. Volviendo a la pintura y al sienes Lorenzetti, sugeríamos que la imagen natural no era sino un componente de una visión urbana y civil.
La fe cristiana otorgaba, en lo esencial, rango prioritario al destino del hombre, para cuyo desenvolvimiento y posible redención estaba hecho el mundo. Y el culto renacentista de la forma humana no toleraría tampoco su supeditación al entorno visible. Este entorno, en tantos cuadros medievales y renacentistas, o bien constituye un telón de fondo —un decorado— o bien representa una escena narrativo-alegórica de origen bíblico, o bien muestra distintos quehaceres sociales. Ejemplos de esta última clase son las obras de Brueghel el Viejo y otros flamencos: episodios de trabajo agrícola, de caza, de fiestas populares o juegos invernales. Explica Julio Baraja que del siglo xvi al xvn son muchos los espacios paisajísticos de intención social o moralizadora. Casi todos —feudales, monárquicos, rurales— destacan elementos que significan el poder o la guerra: torres señoriales, castillos almenados, villas amuralladas que, como el panorama toledano de El Greco, atestiguan un constante proceso de urbanización de la tierra, de anexión del mundo por el hombre. Es más, piensa Kenneth Clark que el paisajismo de Breughel es, en pleno siglo xvi, excepcional. Sus precedesores flamencos y, en Venecia, Giovanni Bellini habían dado cabida a cierta percepción sensorial de las cosas durante el siglo xv. Pero el siglo xvi es, según Clark, para la historia del paisaje, un hiato.
El Renacimiento italiano redescubre el cuerpo humano y piensa con Miguel Ángel que el paisaje es enemigo de un arte ideal o de una espiritualización —neoplatónica— que no puede reducirse al simple placer de la percepción.
Leonardo enseña en sus escritos —Trattato della pittura— cómo debe representar el componente paisajístico, mas no sin referencias y comparaciones antropocéntricas: la tierra es la carne, las rocas los huesos, el agua la sangre humana...
Y según ya vimos, consecuencias todavía de esta querencia idealizadora serán durante el siglo xvn las obras de Poussin y Claude Lorrain, que aspiran a un arte de elevación, quietud y armonía, vinculado a orígenes arcádicos y poéticos.
Si la tragedia, según insistía Aristóteles, presenta a hombres en acción, el paisaje literario no sólo se separa del protagonismo del hombre, sino, en potencia, de todo cuanto es acción, inquietud y cambio. Vale decir que su interés suele o puede residir —también hay un paisajismo espectacular e hiperbólico—precisamente en una gran promesa de quietud, paz, distancia del mundanal ruido, es decir, del dramatismo humano. El paisaje entonces nos interesa en la medida en que nos aleja de nosotros mismos. Hermosa promesa y apetecible descanso, sin duda, ¿no es cierto distanciamiento o desprendimiento de algunos estratos primordiales de nuestra vida cotidiana, social y colectiva?
Acaso a ello se deban dos rasgos característicos y significativos de nuestro tema: una tendencia importante a la idealización o desrealización; y un alto grado de convencionalidad. Son dos rasgos propios de la literariedad, cuyos mecanismos no nos toca abordar en esta ocasión. Como quiera que fuera, esta convencionalidad en la introducción del paisaje, tan intertextual, o tan intericónico, o tan autoimitativo, ha ido muchas veces unida, hasta por lo menos el siglo xvn y también los géneros neoclásicos de la poesía del xvm, a una esencial querencia idealizadora, como si la ruptura que permite el paisaje con el drama humano abriera de par en par las compuertas de lo imaginado y lo soñado.
El paisaje imaginado y perfectísimo de la tradición clásica, muy bien conocido desde el gran libro de Ernst Robert Curtius, es esencialmente amable y placentero, como las islas que visita Ulises en la Osidea, como el campo en las Bucólicas de Virgilio, y el bosque entremezclado que aparece en Ovidio, o en Eustacio y claudiano, con su debido catálogo de numerosas especies de árboles. Destaca Curtius felizmente una cita de Libanio (s. iv), donde se resumen conci sámente los seis deleites del locus amoenus: «causas de deleite son los manantiales y las plantaciones y los jardines y las brisas suaves y las flores y los cantos de las aves». Asimismo convencional es la exposición de las cuatro estaciones del año, tan fundamental y reconocible, desde al menos Nonnus (s. iv), que perdura hasta el siglo xvm (The Seasons, 1726-1730, de James Thomson, obra didáctica y edificante, muy leída en su día, y el poema del miso nombre —Metai— por el gran poeta lituano Kristijonas Donelaitis [1714-1780]): estaciones entre las cuales suele descollar la primavera. El paisaje imaginado del paraíso terrenal, basado en los Campos Elíseos de Virgilio, será un buen ejemplo de extensión y transformación de lo real, por cuanto coincide con una primavera no ya amena sino perenne, inacabable. Es la delicia ininterrumpida que Beatriz describe en el Canto XXVIII del Purgatorio; y a la que Fray Luis se traslada vertiginosamente al final de la «Noche serena»: «eterna primavera aquí florece».
Amplificación e intensificación desmesurada que se advierten por igual en la topografía propia de la poesía épica, donde aparecen vergeles, laureles, pero sobre todo montes y, desde las epopeyas francesas, el bosque salvaje y formidable —«selva selvaggia», en Dante, «ed aspra e forte». Unos mismos componentes se repiten, se elaboran, se modifican. Así el robledal de Corpes en el Poema del Cid, en que Emilio Orozco leía un sobrio pero auténtico sentimiento de la Naturaleza, los montes son altos, las ramas pujan con las nuoves e las bestias fieras que andan aderredor.
Sin poner en duda tal sentimiento, es excesivo buscar un paisaje realmente visto, o visualizado, como plasmación de tal sentimiento, cuando el placer reside sobre todo en reconocer o identificar la convención de la hipérbole; y aún más, en admirar el contraste con lo que sigue: «fallaron un vergel con la limpia fuont».
El arte del contraste es lo que estructura el esquema descriptivo, en este y otros muchos lugares, dialécticamente, atribuyéndole cierta cualidad abstracta. Obligado a desbrozar mi camino, simplificándolo, recalco ahora la tradicionalidad de unas trayectorias poéticas y narrativas. Pero la historia literaria no es una secuencia de homogeneidades. En este terreno también fue el gran precursor Petrarca, uno de los primeros que quiso y supo expresar la emoción provocada por el entorno natural considerado no como renuncia de la vida terrestre o símbolo de la acción divina sino como origen y marco del proceso de una vida terrenal significativa. Recuérdese Vaucluse, con sus alturas, cascadas y famosa fuente, en los epístolas métricas o en prosa. Lo importante es que Petrarca se libera del esquematismo de cierto locus amoenus, valorando la atmósfera, las verticalidades, los vastos panoramas y las lejanías. Muchos años después, el flo-
recimiento de la escritura mística o ascética en Espafla permitirá asimismo cierta libertad frente a las normas, la superación de una literalidad harto restringida, como en la prosa de Fray Luis de Granada, cuya capacidad de amor a las cosas humildes y cuya sensibilidad descriptiva Pedro Salinas comparaba, en nuestros días, a las de Gabriel Miró. Pero no era ése el proceder de tantos otros escritores.
Convencionalmente el paisaje, como ya en el robledal de Corpes, será innumerables veces sede de oposiciones, entre lo grande y lo pequeño, lo agradable y lo temible, lo armonioso y lo conflictivo. No simplifiquemos la fuerza desrealizadora, en más de una dirección, de la fantasía descriptiva. También es muy antiguo el paisaje imponente, abrupto y hasta fantástico —las rocas extravagantes en pintura, los montes y bosques simbólicos, en que puede verse una tradición helenística y bizantina, como en los iconos que representan el desierto del Sinaí o la Tebaida. ¿Trátase de una característica nórdica —según Clark— que conduce al Bosco, Patinir y Altdorfer? Conviene no confiar en las caracterizaciones nacionales y neorrománticas; y sí apuntar la existencia de descripciones análogas en literatura, nórdicas o meridionales: el simbolismo de las visiones medievales, las descripciones del Infierno, como el Juicio Final en Quevedo, y el sueño de Periandro en el Persiles.
Observó Renato Poggioli que son muchas las obras maestras de la literatura
occidental, de origen épico o bucólico, que introducen lo que él denominaba un «oasis pastoril», con el cual se interrumpe el curso del viaje, de la peregrinación o de la guerra: la Eneida, la Divina Commedia, el Orlando Furioso, Os Lusíadas. As You Like It, Don Quijote... Esta estructura encierra también contrastes y oposiciones, y aun más, esa índole curiosa de dicción poética que hace posible su propia contradicción interior: dialéctica fundamental entre lo ameno y el mundo circundante que no lo es. La inversión de valores del oasis pastoril, con su intento de superación de la deforme o conflictiva realidad social dominante, alienta esencialmente el proceso imaginativo y constructivo que justifica la poesía y la novela de carácter idealizador, infundiéndole vida y sentido.
En esa ínsula extraña resplandece el paisaje amable y plecentero, cuya capacidad de contraste y de vuelo imaginativo arranca, claro está, de una continuidad literaria sólidamente establecida. Los seis encantos de Libanio, que recordó hace un momento (manantiales, fuentes o arroyos; plantas o árboles; jardines o huertos; brisas y vientos; flores; el canto de los pájaros), aparecen indefectiblemente en narraciones y poemas, en Garcilaso, Bernardim Ribeiro, Fray Luis de León... En Los dos Luises Azorín, desde el ángulo de su tiempo, elogia el paisaje salmantino de Fray Luis como si no fueran profundamente tracicionales las descripciones más deliciosas, por ejemplo la del capítulo «Pastor» de Los nombres de Cristo, donde se dice acerca de la «vida pastoril»:
Tiene sus deleites, y tanto mayores cuanto nacen de cosas más sencillas y más puras y más naturales: de la vista del cielo libre, de la pureza del aire, de la figura del campo, del verdor de las yerbas y de la belleza de las rosas y de las flores. Las aves con su canto y las aguas con su frescura le deleitan y sirven.
No faltan, maravillosamente situados y conjuntados, los deleites, salvo acaso la brisa —pero hay aire— y el manantial —pero hay agua— y los árboles. No así la «vida retirada», más fiel a una utópica que incluye un huerto y entre los árboles una «fontana pura» y el aire que «el huerto orea» y las «diversas» flores y el cantar «no aprendido» de las aves. Es convención tan generalizada que muchas veces se da por conocida y existente. En la novela de caballerías, como luego en la pastoril, el entorno es mínimo. La geografía oportuna se menciona, pero sin particularidades. En el Amadís el héroe se aleja en alguna ocasión de poblaciones y castillos para solazarse en florestas, vergeles y otros lugares de descanso, como aquel en que él y Oriana por primera vez hacen el amor. Hay ínsulas mágicas y castillos encantados, pero no son objetos de contemplación detenida. La Diana de Gil Polo pregunta, «¿a quién no admira la frescura de este sombroso bosque?, ¿quién no se espanta de la lindeza de este espacioso prado?». Ahora bien, no basta con un epíteto sintético, o con la indicación de lo vivido por el personaje, para brindar al lector una experiencia visual. Es decir, la visión y la vista son secundarias.
Otro tanto podría decirse de incontables textos narrativos y poéticos del Si-
glo de Oro, sin excluir los de Cervantes. Son muy interesantes y especialmente cervantinos, sin embargo, aquellos momentos en que aflora una clara conciencia del origen artístico de la escena placentera, de aquella ambigüedad, apuntada al iniciar esta conferencia, que por medio del paisaje enlaza la vida con el arte; y sobre todo cuando se elogia el carácter cultivado y cultural de ciertos lugares, es decir, de los jardines, cuya proximidad al arte literario se insinúa en el Prólogo de las Novelas ejemplares: «horas hay de recreación, donde el afligido espíritu descansa. Para este efecto se plantan las alamendas, se buscan las fuentes, se allanan las cuestas y se cultivan, con curiosidad, los jardines».
Tengo presentes unas frases del Libro VI de la Galatea donde acaso surja el recuerdo de ciertos jardines italianos del siglo xvi. Aludo a aquéllos, no mera mente ordenados o neoclásicos, en que se combinaba la racionalidad con la natura libera o selvaggia, mediante el uso del «orden toscano», grandes bloques de piedra (el bugnato), grutas y otros materiales de opera rustica. Procurando un equilibrio entre designio y espontaneidad, es lo que teóricos como Sebastiano Serli llamaban tena natura? Leemos en la Galatea:
Aquí se ve en cualquiera sazón del año andar la risueña Primavera con la hermosa Venus en hábito sucinto y amoroso, y céfiro, que la acompaña, con la madre Flora delante, esparciendo a manos llenas varias y odoríferas flores. Y la industria de sus moradores ha hecho tanto, que la Naturaleza, incorporada con el Arte, es hecha artífice y connatural del Arte, y de entrambas a dos se ha hecho una tercia Naturaleza, a la cual no sabré dar nombre. De sus cultivados jardines, con quien los huertos Hespérides y de Alcino pueden callar: de los espesos bosques, de los pacíficos olivos, verdes laureles y vestidos collados, arroyos y fuentes que en esta ribera se hallan, no se espere que yo diga más, sino que, si en alguna parte de la Tierra los Campos Elíseos tienen asiento, sin duda, en ésta.
De tal suerte se nos sorprende que una belleza natural y unos jardines muy pró ximos a la obra rústica italiana, que acabo de mencionar, constituyan el peque ño mundo inventado por don Quijote en el capítulo L de la primera parte. Me refiero a aquella extraordinaria escena sublacustre que, como muestra de la novela de caballerías, don Quijote propone al canónigo de Toledo. Su caballero improvisado se arroja a las aguas de un lago, «de pez hirviendo a borbollones», y se encuentra ante unos floridos campos «con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa», y donde, tras alguna hipérbole más, agrega don Quijote, ... acullá ve una artificiosa fuente de jaspe variado y de liso mármol compuesta; acá ve otra a lo brutesco ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas con las torcidas casas blancas y amarillas del caracol, puestas con orden desorde nada, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente y de contrahechas esmeraldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte, imitando la Naturaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso se le descubre un fuerte castillo o vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro; las almenas, de diamantes...
Entre el lago bullente y las almenas diamantinas sitúa don Quijote sin dificul tad, y con más brillantez que el autor del Amadís, un oasis pastoril y un exquisito jardín rústico, de abolengo respectivamente literario y artístico; y cuyo común origen teórico, resumido por el oxímoron «con orden desordenada», se remonta quizás a la rerum concordia discors horaciana (Ep. 1,12). El paisaje artificial o fantástico, según vamos advirtiendo, es poco menos que una constante
de la historia de la literatura, por más que su apariencia evolucione y cambie.
Decía que, mediante una continuidad neoclásica, el locas amoenus sigue en su sitio hasta el siglo xvm. Tengo presentes la poesía didáctica basada en las Geórgicas de Virgilio; y las descripciones de Jovellanos, Meléndez Valdés y Cienfuegos. Al propio tiempo urge recordar la alteración profunda que sobreviene a fines del siglo xvm —cruzándose a veces con el anterior itinerario, por ejemplo en Cienfuegos. Las condiciones de este cambio son varias, sin que no podamos no aludir a una apreciación muy distinta del paisaje como género legítimo en la pintura; y en general a un vasto desenvolvimiento que hace posibles ciertas obras fundamentales de Rousseau, Bernardin de Saint-Pierre, Goethe y Chateaubriand.
El abate Dubos opina en su conocido tratado teórico, de 1719, que el paisaje carece de interés. Vale decir que el puesto que ocupa el género en la escala de valores, tratándose de pintura, es bajo. (Algo parejo sucede, en el terreno de la Poética, con la novela.) A fines del mismo siglo y sobre todo a principios del siguiente el mismo género (como asimismo la novela) gozará de un prestigio nuevo. Hacia 1780 se desarrolla el gusto por el boceto de paisaje en óleo, con los viajes a Italia del francés Pierre-Henri de Valenciennes —teórico años más tarde del género— y el gales Thomas Jones. Desde 1810 y 1820 se afirma la maestría de Constable; como luego la de Turner; la de Kaspar David Friedrich; la de Corot, Théodore Rousseau y la escuela de Barbizon. Nótese que esta diferencia efectiva entre el boceto y la obra terminada, posible en la pintura pero no tanto en la literatura, o entre el dibujo y el óleo, o como en el caso de Corot, entre la obra más libre o personal y la producida para las exposiciones oficiales de París, facilitará el cultivo del paisaje. Pero ¿qué ha sucedido? Conviene remontarse al origen del punto de vista, es decir, al descubrimiento de la perspectiva por el Quattrocento florentino. No creo exagerado decir que el desarrollo del paisaje será una consecuencia tardía de las premisas del Renacimiento italiano. El cuadro pasó entonces a ser como una ventana cuya verdad depende del ojo del observador, arranque o vértice de la pirámide visual que conduce a esa abertura sobre la escena propuesta por el cuadro. Al principio los personajes y los edificios se disponían y ordenaban apropiadamente, constituyendo en su integridad al asunto del cuadro; y a ellos se adecuaba la perspecti-
va. Pero con el tiempo ocurre lo contrario. El asunto se adapta a la perspectiva.
No es el ojo del espectador el que contempla el asunto elegido por el pintor, sino el pintor quien observa lo que ve y acepta el asunto presente, ofreciéndolo luego al ojo del espectador. Cabe, por ejemplo, no pintar la totalidad del interior de una catedral, arrancando del concepto o del tema de catedral, sino reproducir solamente una parte de una columna en primer término y en el fondo aquello que abarque nada más el ángulo de la perspectiva. Todo puede reducirse a las estructuras exactas de la visión, realizadas mediante el punto de vista de quien contempla y observa.
Lo que denominamos, tan confusamente, realismo reside entonces en el valor creciente que se concede a la experiencia visual. Si esta experiencia —en el presente— es más interesante que el tema —desde el pasado—, es lícito que el artista ya no disponga ni componga los elementos del cuadro. No se introduce o reproduce un tema, sino se acepta lo que está ahí, lo ya existente y contemplable. Y si los elementos del cuadro ya no son peones de un juego gobernado por el artista, el objeto más variado y significativo que se ofrece a la mirada del observador, el más importante que está ahí, al alcance de todos, será para muchos el entorno natural. Así, Goethe cuenta que Werther un día se entretiene dibujando del natural una escena del pueblo: «todo en el desorden en que estaba; vi al cabo de una hora que había realizado un dibujo bien compuesto y lleno de interés, sin haber añadido nada de mi propia invención («ohne das mindeste von dem Meinem hinzuzutun»); y añade que de ahora en adelante se atendrá a la Naturaleza: «sólo ella es infinitamente rica, y sólo ella forma al gran artista» («sie allein ist unendlich reich, und sie allein bildet den grosse Künstler») (carta del 26 de mayo). El mundo se vuelve un campo ininterrumpido —unendlich, según Werther— de asuntos en potencia. Basta con trazar límites, un marco, una sección de espacio. El paisajista recortará y seleccionará. Constable pinta nubes; o el tronco de un árbol. Y Constable dice: «nunca he visto un objeto feo en mi vida».
Vale decir que cabe aceptar las cosas como son, la realidad visible del mundo. «Le beau est dans la nature et s'y rencontre dans la réalité» —afirmará Courbet. ¿No es entonces el paisaje la comprobación de la existencia de la belleza? Es lo que postulará un largo itinerario de las artes, plásticas o literarias, del siglo xix, enfrentado con los defensores de la imaginación. Indignado, Baudelaire denuncia en su Salón de 1859 el culto de lo natural, «le cuite niais de la nature». Su voz, sin embargo, será minoritaria en lo que a la pintura se refiere.
Tras Turner, la escuela de Fontainebleau, Daubigny —exclusivamente paisajista—, Corot y la primera época de los Impresionistas, el paisaje se convetirá en el gran descubrimiento y el género predilecto del siglo XIX, lo mismo para grandes artistas como Monet, Sisley, Van Gogh o Cézanne que para todos los pintores del domingo. En España un conocedor de los «países de Flandes» —que decía Cervantes—, el belga Carlos de Haes, profesor de paisaje desde 1857 en la Academia de Bellas Artes de Madrid, será el primero de una larga lista de cultivadores del género, sobre todo en el Norte —Aureliano de Beruete, Darío de Regoyos— y en Cataluña —Eliseo Meifrén, Santiago Rusiflol, Enrique Galwey, Joaquín Mir.
Escribió Américo Castro un artículo sugestivo titulado «Rousseau y los Alpes», donde procuraba explicar por qué la alta montaña, morada durante tantos siglos de maleficios, divinidades y alegorías, se volvía ahora tema de inmediato interés humano. Saint-Preux, en la Nouvelle Héloise, ve en los Alpes, por fin secularizados, el signo próximo y comprensible de las conmociones y sobre todo las contradicciones que le sacuden el corazón.
Su sensibilidad capta con perfecta conciencia hasta qué punto las oposiciones, los contrastes entre la amenidad y sus contrarios, se dan cita en estas montañas (carta 23):
Tantót d'inmenses roches pendaient en ruines au-dessus de ma tete. Tantót de hautes et bruyantes cascades m'inondaient de leur épais brouillard. Tantót un torrent étemel ouvrait á mes cotes un abime dont les yeux n'osaient sonder la profundeur. Quelquefois, je me perdáis dans l'obscurité d'un bois touffu. Quelquefois, en sortant d'un gouffre, une agréable prairie réjouissait tour a coup mes regards. Un mélange étonnant de la nature sauvage et de la nature cultivée montrait partout la main des hommes oü eút cru qu'ils n'avaient jamáis penetré... Ce n'était pas seulement le travail des hommes qui rendait ees pays étranges si bizarrement contrastes: la nature semblait encoré prendre plaisir a s'y mettre en opposition avec elle-méme, tant on la trouvait différente en un meme lieu sous divers aspeets!
Y recordemos ante todo las Revenes d'un promeneur solitaire, iniciadas dos
años antes de la muerte del autor. Rousseau se cree absolutamente solo. El 24 de octubre de 1776, pasea cerca de París con la intención de recoger plantas, de «herborizar». Otea el campo, para él risueño, «la campagne... ríante», y como es otoño observa que «[elle] offrait partout l'image de la solitude et des approches de l'hiver. II résultait de son aspect un mélange d'impression douce et triste trop analogue á mon age et á mon sort pour que je n'en fisse pas l'applicaton». Rousseau reconoce en la estación del año la de su propia vida. El entorno natural y él mismo se unen por vía no de la diferencia, sino de la analogía.
Promenade, en que se rememoran dos meses felicísimos pasados en una isla del lago de Bienne, en Suiza. Las riberas del lago son salvajes, risueñas y, como se empezaba a decir, romantiqu.es. Rousseau herboriza, medita, divaga, deja correr libremente la fantasía. De noche, una vez, sentado frente a las aguas del lago:
Le flux et reflux de cette eau, son bruit continu mais renflé par intervalles frappant sans reláche mon oreille et mes yeus suppléaient aux mouvements internes que la réverie éteignait en moi et suffisaient pour me faire sentir avec plaisir mon existence, sans pendre la peine de penser. De temps a autre naissait quelque et courte reflexión sur l'instabilité des choses de ce monde dont la surface des eaux m'offrait l'image.
Bien sabe Rousseau que la superficie del lago refleja un lugar común moral; y que más profundamente, más allá o más acá de la tensión del pensamiento,
existe la promesa de algo como una vita mínima, una liberación placentera de
los conflictos de la conciencia. No se trata de un placer intenso. La inmersión
en la naturaleza lleva a un sosiego más hondo, el del descubrimiento del propio existir:
De quoi jouit-on dans une pareille situation? De ríen d'extérier á soi, de ríen
sinon de soi-méme et de sa propre existence, tant que cet état dure on se suffit a soi-méme comme Dieu. Le sentiment de l'existence depouillé de toute autre affection est par lui-méme un sentiment précieux de contentement et de paix qui suffirait seul pour rendre cette existence chére et douce á qui saurait écarter de soi toutes les impressions sensuelles et terrestres qui viennent sans cesse nous en distraire et en troubler ici-bas la donceur.
En última estancia advertimos que la naturaleza, reducida cada vez más al paisaje, vuelve a generar una ontología, ya no meramente cristiana. El beneficiario de esta sabiduría es el espectador, el yo al que conducen islas, lagos, ríos y montañas. La naturaleza es el agua de la fuente en que se mira el escritor. Más adelante, a lo largo del siglo xix y hasta el nuestro, se notará que el paisaje será muchas veces el solaz y consuelo del paseante solitario, del amargado, del desengañado. Y también, o al mismo tiempo, de quien se aleja de las discordancias y las injusticias de la sociedad.
Decíamos al principio que el paisaje es a la vez omisión y conquista del hombre. Esta paradoja se agudiza extraordinariamente en el terreno literario durante los años en que se afirma, con el llamado Romanticismo, la coincidencia de las cosas visibles y los temas objetivos con el yo poético. Ha comentado Eugenio Móntale que el paisaje ha cesado de ser escenografía y ahora puede abrirse en sí mismo, como en Leopardi, al infinito. ¿No serán los poetas quienes cualitativamente, en profundidad, según veremos, fueron más lejos en la valoración de la naturaleza? Y ello desde los primeros románticos, desde Wordsworth que reconocía («The Excursión», 1806-1804)
In nature and the language of the senses,
The anchor or my purest thoughts, the nurse,
The guide, the guardián of my herat, and soul
Of all my moral being...
En la naturaleza misma, inagotable, inmensa, se recupera una trascendencia.
Pero no sucede tan sencillamente que el hombre tenga fácil acceso a esa transcendencia mediante la contemplación posesiva y subjetivizadora. Rafael
Argullol en La atracción del abismo ha reflexionado con penetración acerca de la soledad, es más, de la melancolía del contemplador romántico, frente a un paisaje que ya no es mero marco físico sino un «espacio profundo, esencial».
Disminuido, desposeído de su centralismo, este contemplador no disfruta ya del poder o del protagonismo que un día tuvieran los artistas y pensadores del Renacimiento. La escisión entre el hombre y el entorno natural se está en realidad llevando a cabo, y ello en el mismo momento en que la naturaleza se centra en el paisaje, visto ahora como origen excepcional de sentido, pero también de nostalgia y de enajenación. Retirado del mundo exterior que pinta o describe, el artista se siente a la vez fascinado y expulsado. De ahí lo trágico de una búsqueda que Argullol no considera nunca simplificable, o compatible con una dichosa interpretación bucólica: por eso «en la pintura del Romanticismo son indeslindables el "deseo de retorno" al Espíritu y la conciencia de la fatal aniquilación que este deseo comporta».
Dediquemos ahora la segunda y última parte de esta conferencia a una breve tipología de los usos del componente paisajístico desde el Romanticismo.
La novela histórica apelará con Sir Walter Scott a distintos tipos de decora do que funcionan todos como marcos arqueológicos, distanciando la acción, determinando el tiempo y el espacio. Abundan, como es evidente, los vestidos, las telas, los brocados, los tapices, los muebles exactos. Distinguía Azorín entre el paisaje genérico, indeterminado, y el relativo a determinada región. ¿Cabe también individualizar el paisaje desde un ángulo histórico? Se describirán caminos, caballos, ventas, pueblos, no sin esfuerzo considerable. Pues la vocación del paisaje sería otra, en relación con el dramatismo de la intriga y las contradicciones de los personajes. La primera novela significativa de este género la publica en España Ramón López Soler, el año 1830 en Barcelona, Los bandos de Castilla, o el caballero del Cisne, donde leemos en cierto trance que dicho caballero se abría paso entre peñas enriscadas y salvajes. Descubrí al Occidente las lejanas cumbres de una cadena de montañas, por encima de las cuales notaban ligeras nubes ostentando los peregrinos colores de la púrpura y el oro. El sol se ocultaba lentamente marchando hacia su espalda, y sus rayos, algo débiles, reflejaban apacible lumbre en las puntas de las rocas y en la parte superior de las copas de los árboles, de suerte que estos objetos, aunque iluminados con modesto brillo, hacían singular contraste con las faldas de la sierra y las hondonadas de los valles, ya lóbregamente sombrías.
Aparecen ya algunas dimensiones axiales del llamado paisaje romántico en Europa: verticalidades, claroscuros, oposiciones; y la predilección por ese atardecer —o ese amanecer— que introduce la temporalidad y el cambio. De sobra sabido es lo mucho que estas convenciones descriptivas deben al conde de Chateaubriand, como también a los poemas narrativos de Byron. Me refiero sobre todo, en cuanto a éste, a Manfred (1817), cuyo héroe prometeico aspira a dominar el universo entero, desde los Alpes suizos —die Jungfrau— que le rodean. Al carácter melodramático de tanto personaje novelesco y tanto narrador del siglo habrán de corresponder, como en Byron y Chateubriand, escenarios grandiosos, impresionantes y —ello es importante— misteriosos. En Le Génie du Christianisme (1802) se afirma que la mitología griega empequeñeció la vida en la naturaleza y que sólo el sentimiento cristiano supo redescubrir en ella el silencio, la revene, la gravedad sublime; y la soledad del hombre ante la inmensidad es obra de Dios (II, 4,1):
II faut plaindre les anciens, qui n'avaient trouvé dans l'Océan que le palais de
Neptune et la grotte de Protée; il était dur de ne voir que les aventures des Tritons et des Néréides dans cette immensité des mers, qui semble nous donner une mesure confuse de la grandeur de notre ame, dans cette immensité qui fait naítre en nous un vague désir de quitter la vie pour embrasser la nature et nous confondre avec son auteur.
Chateaubriand declara, pues, con orgullo que sólo su época ha sabido asignar a las descripciones de la naturaleza el valor que merecen; y, claro está, encontrar en ellas la satisfacción de unos requerimientos urgentes de la personalidad humana, de un dinamismo de la imaginación. Jean-Pierre Richard ha esclarecido en un bello libro las formas de esa movilidad imaginativa: búsqueda incesante de un dehors, de un más allá del yo en que se proyectan los deseos y que no tropieza en el paisaje con ningún obstáculo sino con todo lo contrario —la continuidad interminable, la huida, la niebla, la claridad lunar, la soledad vacía, el deslizarse y hundirse en la lejanía, la exasperación o la muerte.
De ahí la oportunidad de ese exotismo descriptivo que ya había practicado un Bemardin de Saint-Pierre {Paul et Virginie, 1787), quiero decir, la fuerza desde 1791 del descubrimiento en Chateaubriand del paisaje de América, régions sauvages que pueden mejor que las tierras europeas ofrecer a la imaginación un campo intacto, intenso e infinito. Y acaso no sea inútil apuntar de paso que los propios escritores americanos perseguirán a veces en la originalidad del entorno natural el camino hacia la especificidad de su literatura, por ejemplo en ej Brasil los «sertanistas» como Alencar y Bernardo Guimaraes, que buscan al Brasil verdadero en la exuberancia grandiosa de los paisajes del interior del país; pero que para liberarse de las normas portuguesas o europeas acaban echando mano del modelo prestigioso de Chateaubriand.
La melancolía del héroe de Rene (1802) no se alivia cuando alcanza la cumbre del Etna, porque sentado junto a la boca del volcán lo que se descubre es que éste «offre l'image de son caractére et de son existence». Lo indispensable es el contraste que prepara la analogía. El protagonismo de El señor de Bembibre (1844), de Enrique Gil, ve a ratos paisajes amables —amenos—, pero su alma atormentada no puede apreciarlos. «Si don Alvaro llevase el ánimo desembarazado de... angustias y sinsabores..., hubiera mirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado dulcemente sus sentidos en días más alegres...» Pero acto seguido don Alvaro tropieza con la vista idónea, antiamena:
Véase J.-P. RICHARD, Paysage de Chateaubriand, París, 1967.
Difícilmente se puede imaginar mudanza más repentina que la que experimen-
ta el viajero entrando en esta profunda garganta: la naturaleza de este sitio es áspera y montaraz, y el castillo mismo cuyas murallas se recortan sobre el fondo del cielo parece una estrecha atalaya entre los enormes peñascos que le cercan y el lado de los cerros que le dominan.
Reconocemos en ésta y en tantas otras ocasiones los mismos elementos de un paisaje idénticamente convencional: ámbitos imponentes, en que sobresalen elevaciones, riscos, peñascales, precipicios, cascadas, castillos, fortalezas derruidas. Son valores significativos las ruinas, las tumbas, la noche, la luz de la luna.
Estos panoramas, que la verticalidad y el contraste estructuran, albergan además el temor y la irracionalidad. Mencioné hace un momento, con motivo de Rousseau y un ensayo de Américo Castro, la secularización de la alta montaña. Ahora bien, la historia de la literatura no es meramente lineal y sucesiva: son muchas las supervivencias y superposiciones. Byron introduce en los Alpes de Manfred, entre poderes mágicos y seres sobrenaturales, la experiencia del misterio y la angustia de lo desconocido. Cierto que un gran poema puede coincidir con el misterio, o sugerirlo, o serlo. Pero el terror, dice Poe en el Prefacio de sus cuentos, procede del alma, no de Alemania: «terrors is not of Germany, but of the soul». (Los aludidos son E. T. A. Hoffmann y otros narradores germánicos.) El terror es momento que aparece lo mismo en prosa que en poesía. Recuérdese el ámbito irracional que descubre Bécquer en la sexta carta de Desde mi celda, en que convergen la altura y la inminencia de lo inexplicable:
La verdad era que el camino, que equivocadamente había tomado, se hacía cada vez más áspero y difícil, y que por una parte la sombra que ya arrojaban las altísimas rocas, que parecían suspendidas sobre mi cabeza, y por otra parle el ruido vertiginoso del agua que corría profunda a mis pies, y de la que comenzaba a elevarse una niebla inquieta y azul, que se extendía por la cortadura, borrando los objetos y los colores, todo parecía contribuir a turbar la vista y conmover el ánimo con una sensación de penoso malestar, a que vulgarmente podría llamarse preludio de miedo.
Son fantasías que pueden explayarse en la ficción de las Leyendas de Bécquer, merced a los espacios medievales, orientales y exóticos en que se sitúan sus promesas y sus secretos.
Recurso esencial es la traslación en el tiempo y en el espacio: el libro de viaje, que cultivan los propios poetas. Gérard de Nerval escribe su Voyage en
Orient. Baudelaire lo realiza en la ciudad misma, inagotable, que él descubre como paisaje y escenario inmejorable de la poesía moderna. Pero el ejercicio de la imaginación le aleja de lo palpable y próximo —de ese «culto necio de la naturaleza» que citaba antes—, invitándole al viaje y al ansia de lugares remotos y hasta inexistentes. Vale decir que hay una literatura fantástica y un paisaje fantástico en poesía y no sólo en prosa, según pretende Todorov en su valioso libro. Ya aludí a Byron y otros románticos. Baudelaire va bastante más lejos en el uso del viaje ficticio como cauce de la imaginación. Superfluo sería citar la fusión del amor con el afán de lo lejano en la célebre «Invitation au voyage»:
Aimer á loisir,
Aimer et mourir
Au pays qui te ressemble!
La traslación en el espacio se convierte en metáfora del amor, del mismo modo que los cabellos de la amada, fragante bosque y punto de partida del viaje imaginario, sirven en «la Chevelure» de invitación al viaje soñado:
La langoureuse Asie et la brülante Afrique,
Tout un monde lointain, absent, presque défunt,
Vit dans tes profondeurs, forét aromatique!
Itinerario, éste, entre el deseo amoroso y la misoginia, que se desarrolla en el
poema en prosa de idéntico título, donde el poeta vislumbra, desde la cabellera de la amada, un insólito puerto de mar, marineros y navios numerosos bajo el sol inmenso de un eterno estío. ¿Acaso no se presta el mar a la ensoñación de aventuras extraordinarias? El paisaje fantástico más importante del siglo XIX será muy probablemente el «Bateau ivre» de Rimbaud.
Pero volvamos unos momentos a la prosa de la novela. Fundamental y frecuente es la descripción inicial, al principiar el relato, que localiza la acción y los personajes, acota el ambiente social y sobre todo presta consistencia y credibilidad a la ficción. Es muchas veces ese effet de réel que explicó Roland Barthes, es decir, la introducción de cosas relativa o completamente superfluas no para informarnos de que «somos esto» o «somos aquello», sino para decir «somos la realidad». Volvemos, en el fondo, al bosquejo del escenario de un suceso o de un argumento que proponía la antigua Retórica, o topothesía —en latín, positus locorum. Ejemplo típico es el capítulo I, titulado «Escenario», de El sabor de la tierruca (1882) de Pereda. El narrador asciende a lo alto del campanario de una iglesia, atalaya que le «permite examinar el paisaje en todas direcciones», bosquejando el carácter de los dos pueblos enfrentados, Cumbrales y Rinconeda.
No mucho tiene que ver esta presentación ambiental del paisaje, a mi juicio,
con el uso de escenas descriptivas de la naturaleza como elementos de lo que denominaría diégesis significativa de una novela. Así califica Genette, apelando al término platónico, el «universo espacio-temporal» designado por el nivel narrativo en que se desenvuelve el relato (récit). Suelen ser estas escenas como retazos descriptivos que se entrelazan una y otra vez con la acción, demorándola, embelleciéndola, y que pueden hasta determinar y aclarar decisivamente su sentido. Pensemos en Turgueniev, Tolstoy, E$a de Queirós, Proust, Hemingway...
Y en don Juan Valera, cuya Pepita Jiménez da entrada a unos parajes campestres tan idealmente amenos como las ilusiones del joven protagonista, el seminarista don Luis de Vargas. Lo principal es que la aceptación final por parte del protagonista de sus inclinaciones reales, de su naturaleza, tiene por cómplice la Naturaleza, durante las horas inmediatamente anteriores a la fatídica cita final con Pepita. Para esa ocasión escribe Valera uno de sus mejores paisajes, cuyo efecto es decisivo: «don Luis se sintió dominado, seducido, vencido por aquella voluptuosa naturaleza, y dudó de sí». Todo conduce al triunfo de Pepita, cuya huerta se convierte finalmente en jardín —naturaleza cultivada y dispuesta por el hombre—, adornado con un templete de sabor clásico, una Venus de mármol y otros pormenores que evocan lo que llama el narrador «poesía rústica amoroso-pastoril». Convergencia, ésta, de naturaleza, paisaje y querencia erótica tan antigua como al menos Dafnis y Che, que Valera tradujo; pero también muy
propia de la época a que me refiero, como por ejemplo en La madre Naturaleza de doña Emilia Pardo Bazán, cuya pareja de protagonistas adolescentes no poco se asemejan a susjovencísimos predecesores griegos.
La Regenta de Clarín, tras el posilus locorum del primer capítulo —vista panorámica desde lo alto de un campanario también—, ofrece una diégesis significativa de tanta riqueza que no cabe bosquejarla ni siquiera de pasada. Los avaíares del entorno representado, vario y cambiante, sede de oposiciones, vienen a ser los de la materia, que se eleva, se sutiliza y se desploma. El mundo total de Vetusta consiente múltiples posibilidades. Quiero decir que la acción, con su desenlace, la caída de Ana Ozores, simplifica la novela, la heroína y los espacios en que vive —entre luces, calores, elevaciones y sus contrarios; y entre pájaros leves, ingrávidos pero materiales. La descripción de las cosas o de los paisajes es lo que nos comunica la sensación más completa de esa «morfología de la vida», de ese conjunto de formas vividas que tanto interesaba a Clarín; y que la propia Ana persigue en un muy notable momento del capítulo XIX —cuando ella, ejerciendo su capacidad de observación, descubría grupos artísticos, combinaciones de composición sabia y armónica, y en suma, se le revelaba la naturaleza como poeta y pintor en todo lo que veía y oía, en la respuesta aguda de una aldeana o de un zafio gañán, en los episodios de la vida del corra en los grupos de las nubes, en la melancolía de una muía cansada y cubierta de polvo, en la sombra de un árbol, en los reflejos de un charco, y sobre todo en el ritmo recóndito de los fenómenos, divisibles a lo infinito, sucediéndose, coincidiendo, formando la trama dramática del tiepo con una armonía superior a nuestras facultades perceptivas, que más se adivina que de ella se da testimonio.
Hasta aquí unas pocas referencias a la novela del siglo XK. No ofreceré, para terminar, rápidamente, sino unas pocas hipótesis de trabajo. Si por paisaje decía que denotamos la omisión del hombre y su esfuerzo al mismo tiempo por descubrir, en aquella inmensa zona de otredad que es la naturaleza, significaciones y valores que justifican el mundo y su propia pertenencia a él, propongo que son dos los géneros literarios en que ello mejor se consigue.
El primero es la novela, según acabamos de apuntar, es decir, la función de unos componentes parciales que afectan la totalidad, enlazando intermitentemente con el relato y construyendo poco a poco una esfera espacio-emporal que sostiene y contribuye a interpretar el conjunto de la narración. Esta construcción permite al parecer un grado de despersonalización que es raro hallar en el paisaje puro, en el paisaje-paisaje de los últimos cien años, reducido a sí mismo. Aludo a libros como Tipos y paisajes, de Pereda, que reúne cuadros de costumbres, o Castilla de Azorín, o Por tierras de Portugal y España de Unamuno, que tienden a ser, ¿cómo resumirlo?, meditaciones; o si se prefiere, ensayos, sensu lato, cuyo objeto de interpretación es el entorno natural; y que acaban siendo descripciones del autor o del hombre español. El paisaje de Unamuno es el decorado de su propio existir, y de los afanes que quiere compartir con sus lectores.
«A este paisaje —escribe, refiriéndose a España entera— le llena y da sentido y sentimiento humanos un paisanaje». Azorín descubre no tanto las profundidades del espacio como la emoción del tiempo, a la vez personal e histórico; y con él las cualidades de la piedad, la resignación, el equilibrio, la vida mínima; y la invitación a ver lo que no se ve, lo que no hay, imaginando el pasado y el futuro.
Más rica, más auténtica y concreta es, a mi entender, la capacidad de sensación que reconocemos en los elementos paisajísticos y diegéticos de las novelas de Pío Baraja y Gabriel Miró. Los aventureros y errabundos de Baraja contemplan el mundo con la imparcialidad desinteresada y el desgarro de los desengañados; y se atreven a pintarlo con una sencillez completamente opuesta a aquel estilo «florido» que los retóricos griegos, como también sus sucesores, asignaban a la descripción. Los narradores de Miró se responsabilizan del enriquecimiento de toda sensación objetiva, de toda entrega al entorno y al ambiente, por medio de la riqueza exacta del lenguaje.
Mención aparte merece, en relación con cierta continuidad catalana, el insólito poder descriptivo de Josep Pía, cuyos paisajes aparecen también en más de un género literario, como las notas de viaje de Coses vistas (1924) y los apuntes descriptivos de Pa i Raim (1951). Los encontramos asimismo en el diario El quadern gris, la novela El carrer estret y las semblanzas que constituyen los volúmenes de los Homenots. Todos ellos atestiguan un grado supremo de lo que Bergson llamaba attention á la vie. Para ese alucinado de lo real que es la apariencia de las cosas y las personas es tan fascinante como primaria, enigmática y muchas veces indescifrables. Es decisiva, para el espectador, la renuncia a la búsqueda de una felicidad impulsada por las ilusiones del yo. Pía nos habla de la «vida amarga», de su sabor a ceniza, de «les vacil.lacions del tedi inexorable». Abandonado a sí mismo, el hombre carece de interés y no resiste al menor sentido del ridículo. Los caminos de la creación literaria pasarán por el respeto a la vida más profunda, a la «meravellosa, enorme, misteriosa realitat que ens volta». Desprovistos de ilusiones personales, cabe descubrir lo que no nos apesadumbra ni defrauda. «El paisatge —afirma el narrador de El carrer estret— és Túnica cosa que en aquest país no falla mai». Y es posible sentir no sólo el esplendor sino la mediocridad, la reiteración, el tedio de la vida lugareña —como la de Fornells, que asimismo capta la atención del escritor, uniéndose a la belleza del paisaje que coincide con ese vivir ambivalente.
Y no sigo. Percibe Josep Pía prodigiosamente, entre tantas cosas, esa luz que, tratándose de pintura, es con tanta frecuencia el principio de integridad de lo visto. Cruce del espacio con el tiempo, la luz en sus descripciones es una delicia segura.
El segundo género es la poesía. En español la postura crítica y la preocupación nacional de los escritores del 98 preparan los grandes poemas de Campos de Castila, en que se funden el describir, el narrar y el meditar. Al propio tiempo que llega al agotamiento o atraviesa una crisis esta clase de escritura descriptiva, como si fuera necesario volver a las cosas mismas, limpias de pátina histórica y de valores nacionales. El intento de superación del Romanticismo había dejado atrás la exaltación de la soledad y el mito del retorno purificador a la naturaleza. El propio Antonio Machado lo tiene muy claro cuando escribe Juan de Mairena:
Nuestro amor al campo es una mera afición al paisaje, a la Naturaleza como espectáculo. Nada menos campesino y, si me apuráis, menos natural que un paisajista... El campo, para el arte moderno, es una invención de la ciudad, una creación del tedio urbano y del terror creciente a las aglomeraciones humanas.
¿Amor a la Naturaleza? Según se mire. El hombre moderno busca en el campo
la soledad, cosa muy poco natural. Alguien dirá que se busca a sí mismo. Pero lo natural en el hombre es buscarse en su vecino, en su prójimo, como dice Unamuno...
Seguirá un itineario comparable Federico García Lorca. Su libro juvenil, de 1918, Impresiones y paisajes, tiene destellos de fuerte originalidad, pero los temas tratados, sobre todo en los capítulos castellanos, son de segunda mano:
campos áridos, hombres negruzcos, diligencias destartaladas, monasterios sombríos... El Lorca de la madurez elegirá ante el devenir histórico y ante la naturaleza posturas muy otras. Lo primorcial será lo finito del destino humano, rumbo a su término trágico. (No el lejano horizonte infinito del paisaje del siglo anterior.) No dejan de ser curiosas al respecto las palabras recogidas en una entrevista de La Voz, de Madrid, el 8 de febrero de 1935: «a mí me interesa más la gente que habita en el paisaje —diría Federico— que el paisaje mismo. Yo puede estarme contemplando una sierra durante un cuarto de hora; pero en seguida corro a hablar con el pastor o con el leñador en su sierra».
El camino seguido por los poetas amigos de Lorca será diferente, no el que procede de Campos de Castilla sino de Juan Ramón Jiménez y el Simbolismo europeo. En Juan Ramón (como en Latinoamérica Herrera y Reissig, Lugones, Joáo Cabral de Meló Neto) no se busca el detalle descriptivo, la mera experiencia visual del paisaje a lo lejos, en su apariencia y su otredad, sino su centralidad, su sentido compartido, su verdad consustancial. Se piensa la naturaleza, sí, pero cualitativamente y en profundidad. Así, «Su sitio fiel» (de La estación total, 1923-1936):
Las nubes y los árboles se funden
y el sol les transparenta su honda paz.
Tan grande es la armonía del abrazo
que la quiere gozar también el mar,
el mar que está tan lejos, que se acerca,
que ya se oye latir, que huele ya.
El cerco universal se va apretando,
y ya en toda la hora azul no hay más
que la nube, que el árbol, que las olas,
síntesis de la gloria cenital.
El fin está en el centro. Y se ha sentado
aquí, su sitio fiel, la eternidad.
Para esto hemos venido. (Cae todo
lo otro, que era luz provisional.)
Y todos los destinos aquí salen,
aquí entran, aquí suben, aquí están.
Tiene el alma un descanso de caminos
que han llegado a su único final.
Tras la visión medieval y cristiana de la naturaleza, y las interrogaciones del Romanticismo, el paisaje vuelve a prometer, una vez más, posibles ontologías. Si vuelve a ser, no el espejo del yo, ni tampoco el de la historia de la nación, sino cauce de la búsqueda de verdades constituyentes, de valores esenciales, tanto del hombre como de lo que no es; si el poeta, según frase de Heidegger, es pastor del Ser, ¿no habrá sido posible y lícito pastorear espacios del entorno natural? Luis Cernuda nos responde afirmativamente, en aquella hermosa descripción de un atardecer fluvial, «Río vespertino» (de Como quien espera el alba, 1941-1944):
Contemplación, sosiego,
El instante perfecto, que tal fruto
Madura, inútil es para los otros,
Condenando al poeta y su tarea
De ver en unidad el ser disperso,
el mundo fragmentario donde viven.
Sueño no es lo que al poeta ocupa,
Mas la verdad oculta, como el fuego
Subyacente en la tierra.
De 1943 a 1946, en Puerto Rico, vuelve Pedro Salinas al mar y escribe El contemplado. Es el mar que también contempló Víctor Hugo, o Juan Ramón, o
Rafael Alberti. La otredad del paisaje marino no se niega sino se celebra mediante la contemplación y la palabra. A él consagra Salinas lo que nunca cesó de ser su vocación de escritor, el afán de verdad y de conocimiento. Y en la última variación, «Salvación por la luz», el poeta recoge humildemente las miradas de sus predecesores. Lo perenne, pase lo que pase, es la mirada del hombre. La marina supone la continuidad de las marinas. El paisaje, como la literatura misma, asume y perpetúa la historia del paisaje:
Ya somos todos unos en mis ojos,
poblados de antiquísimos regresos...
ahora, aquí, frente a ti, todo arrobado,
aprendo lo que soy: soy un momento
de esa larga mirada que te ojea,
desde ayer, desde hoy, desde mañana,
paralela del tiempo.
En mis ojos, los últimos,
arde intacto el afán de los primeros,
herencia inagotable, afán sin término.
1. Véase E. OROZCO, Paisaje y sentimiento de la naturaleza en la poesía española, Madrid,
1968.
2. Véase J. CARO BAROJA, Paisajes y ciudades, Madrid, 1981.
3. Véase K. CLARK, El arte del paisaje [trad. áeLannscape intoArt], Barcelona, 1971.
4. Véase OROZCO, op. cit., pp. 65 y ss.
5. Véase Marceno Fagiolo (ed.),Natura e artificio, Roma, 1979.