Papóptico

Jeremias Bentham
Dover street, Londres, a 25 de noviembre de 1791

Por la próxima diligencia, me tomaré la libertad, señor, de mandaros el libro inglés titulado: el Panóptico, prometido en mi primera carta del . . actual. Remito adjunto el resumen de dicha obra, que un amigo ha hecho en francés. Desearía obsequiarlo a la Asamblea para que allí se leyera, en el caso de que os pareciese interesante; en fin, lo confío a vuestro juicio; y si tenéis algunos consejos que darme sobre este asunto, los aprovecharé con reconocimiento. En cuanto al proyecto de que se trata, la convicción más íntima, sostenida por la opinión unánime de los que han tenido conocimiento de ello, me ha decidido a no desatender nada para lograr su introducción. Francia, de todos los países aquel en donde una idea nueva se perdona más fácilmente con tal de que sea útil, Francia, hacia la cual todas las miradas se dirigen y de la que se esperan modelos para todos los sectores de la administración, es el país que parece prometer al proyecto que os envío su mejor oportunidad. ¿Os interesaría saber, señor, hasta que punto ha llegado mi convencimiento sobre la importancia de ese plan de reforma y sobre los grandes éxitos que de él pueden esperarse? Permítaseme construir una prisión con ese modelo, y yo seré carcelero de ella. Veréis en dicha memoria que este carcelero no pide ningún salario y nada costará a la nación. Cuando más pienso en ello, más me parece que tal proyecto es de aquellos cuya primera ejecución debería estar en manos de su inventor. Si en vuestro país se piensa lo mismo a este respecto, quizá no se vería con malos ojos mi fantasía. Sea cual fuere la decisión, mi libro contiene las instrucciones más necesarias para quien de ello se encargase; y como dice ese preceptor de príncipe, del cual habla Fontenelle, me he esforzado al maxímo para volverme inútil.
Soy, con todo respeto, Señor,
Vuestro muy humilde y muy obediente servidor,
JEREMY BENTHAM.

PANOPTIQUE

Señores:
Si encontráramos una manera de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede ocurrir; de disponer de todo lo que esté en su derredor, a fin de causar en cada uno de ellos la impresión que se quiera producir; de cercioramos de sus movimientos, de sus reacciones, de todas las circunstancias de su vida, de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que en medio de esta índole sería un instrumento muy enérgico y muy útil, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos de la mas alta importancia.
La educación, por ejemplo, no es sino el resultado de todas las circunstancias a las cuales un niño está expuesto. Cuidar de la educación de un hombre es cuidar de todas sus acciones; es colocarlo en una posición en la cual se pueda influir sobre él como se desea, por la selección de objetos con los cuales se le rodea y por las ideas que en él se siembran.
Pero, ¿cómo un solo hombre puede bastarse para vigilar perfectamente a un gran número de individuos? Y aún ¿cómo un gran número de individuos podría vigilar perfectamente a uno solo? Si admitimos, y no es para menos, una sucesión de personas que se releven, ya no hay unidad en sus instrucciones ni continuación en sus métodos.
Habrá, pues, que convenir fácilmente que una idea tan útil como nueva sería la que diese a un solo hombre un poder de vigilancia que, hasta ahora, ha sobrepasado las fuerzas reunidas de un gran número de personas.
Este es el problema que el señor Bentham cree haber resuelto por medio de la aplicación sostenida de un principio muy sencillo. Y entre tantos establecimientos a los cuales podría aplicarse ese principio más o menos ventajosamente, las prisiones le han parecido que merecen captar primero la atención del legislador. Importancia, variedad y dificultad son las razones de esta preferencia. Para realizar la aplicación sucesiva de tal principio a todos los otros establecimientos, no se tendría mas que despojarlo de algunas de las precauciones que él exige.
Introducir una reforma completa en las prisiones; cerciorarse de la buena conducta actual y de la enmienda de los reos; determinar la salud, la limpieza, el orden, la industria en esos alojamientos hasta ahora infectados de corrupción moral y física; fortificar la seguridad pública, disminuyendo el gasto en vez de aumentarlo, y todo esto con una simple idea de arquitectura, tal es el objeto de su obra.
El resumen que vamos a someter a la consideración de ustedes está sacado del original inglés que no ha sido todavía hecho público, y será suficiente para que se pueda juzgar sobre la naturaleza y eficacia de los medios que se empleen en él.
¿Qué debe ser una prisión? La permanencia en un sitio donde se priva de la libertad a individuos que han abusado de ella, para prevenir nuevos crímenes de su parte y para disuadir a otros mediante el terror del ejemplo. Es, además, una casa de corrección en donde hay que proponerse reformar las costumbres de los individuos detenidos, a fin de que su regreso a la libertad no sea una desgracia, ni para la sociedad ni para ellos mismos.
Los más grandes rigores de las cárceles, los grilletes, los calabozos, sólo se emplean para asegurar a los prisioneros. En cuanto a la reforma, por lo general se la ha descuidado, ya sea por una total indiferencia, ya sea por la desesperación en lograrla. Algunas tentativas de esa índole no han resultado felices. Algunos proyectos fueron abandonados por requerir inversiones considerables.
Las prisiones han sido hasta ahora lugares infectos y horribles, escuelas de todos los crímenes y amontonamiento de todas las miserias, lugares que sólo podían ser visitados con temblor, porque un acto humanitario era algunas veces castigado con la muerte, y cuyas iniquidades serían aún consumadas en un profundo misterio si el generoso Howard, muerto como mártir tras haber vivido como apóstol, no hubiese despertado la atención pública hacia la suerte de esos desdichados, abandonados a todo tipo de corrupciones por la despreocupación de los gobiernos.
¿Cómo establecer un nuevo orden de cosas? ¿Cómo asegurarse, una vez establecido, de que no degenere?
La inspección: he ahí el único principio para establecer el orden y para conservarlo; pero una inspección de un nuevo género, que acelera la imaginación antes que excitar los sentidos; que pone a centenares de hombres bajo la dependencia de uno solo, dando a este solo hombre una especie de presencia universal en el recinto de su dominio.

Construcción del Panóptico

Una penitenciaría de acuerdo con el plano que a ustedes se propone sería un edificio circular, o más bien dos edificios encajados uno en otro. Los aposentos de los presos formarían el edificio de la circunferencia con una altura de seis pisos. Se les puede representar como celdas abiertas del lado interior, porque un enrejado de hierro poco macizo las expone por entero a la vista. Una galería en cada piso establece la comunicación; cada celda tiene una puerta que da a dicha galería.
Una torre ocupa el centro: es la vivienda de los inspectores; pero la torre sólo tiene tres pisos porque están dispuestos de modo que cada uno domine en pleno dos pisos de celdas. A su vez, la torre de inspección está circundada por una galería cubierta con una celosía transparente, la cual permite que la mirada del inspector penetre en el interior de las celdas y que le impide ser visto, de manera que con una ojeada ve la tercera parte de sus presos y, al moverse en un reducido espacio, puede ver a todos en un minuto. Pero, aunque estuviese ausente, la idea de su presencia es tan eficaz como la presencia misma.
Unos tubos de hojalata van de la torre de inspección a cada celda, de modo que el inspector, sin ningún esfuerzo de la voz, sin moverse, puede avisar a los presos, dirigir sus trabajos y hacerles sentir su vigilancia. Entre la torre y las celdas debe haber un espacio vacío un pozo circular que impida a los encarcelados efectuar cualquier atentado contra los inspectores.
El conjunto de este edificio es como una colmena de la cual cada celda es visible desde un punto central. El inspector invisible reina como un espíritu; pero ese espíritu puede, en caso necesario, dar inmediatamente la prueba de una presencia real.
Esa prisión se llamará panóptico, para expresar en una sola palabra su ventaja esencial: la facultad de ver, con sólo una ojeada, todo lo que allí ocurre.

Ventajas esenciales del Panóptico

La ventaja fundamental del panóptico es tan evidente, que existe el peligro de volverlo poco inteligible al quererlo demostrar. El hecho de permanecer constantemente bajo la mirada de un inspector es perder, en efecto, la fuerza para obrar mal y casi la idea de desearlo.
Una de las grandes ventajas colaterales de este plan es la de poner a los subinspectores, a los subalternos de todo tipo, bajo la misma inspección que a los presos: no puede ocurrir nada entre ellos que no sea visto por el inspector en jefe. En las cárceles ordinarias, un preso vejad9 por sus guardias no tiene ningún medio para recurrir a sus superiores; si se le tiene olvidado o se le oprime, debe sufrir; pero, en el panóptico, la mirada del jefe está en todas partes; no cabe la tiranía subalterna ni las vejaciones secretas. Los prisioneros, por su lado, no pueden insultar ni ofender a los guardias. Las faltas recíprocas son evitadas y, en la misma proporción, los castigos se hacen escasos.
Y eso no es todo: el principio panóptico facilita en extremo el deber de los inspectores de orden superior: magistrados y jueces. En el estado actual de las penitenciarías, sólo con gran repugnancia ellos llevan a cabo una función tan contrastante con la limpieza, el gusto, la elegancia de su vida ordinaria. En los mejores planos elaborados hasta hoy, donde los presos están distribuidos en un gran número de aposentos, es necesario que un magistrado se los haga abrir uno tras otro, que se ponga en contacto con cada habitante, que les repita las mismas preguntas, que pase días para ver superficialmente a algunos centenares de presidiarios; mas, en el panóptico no hay necesidad de abrir las celdas, están todas abiertas ante sus ojos.
Una causa de repugnancia muy natural, para la visita de las prisiones, es la infección v la fetidez de esas moradas; de suerte que cuanto más necesario sería visitarlas, más se las rehúye; cuanto más funestas son para sus habitantes, menos esperanzas tienen de obtener algún alivio; en cambio, en una penitenciaría construida conforme a este principio, ya no hay repugnancia ni peligro. ¿De dónde podría originarse infeccion? ¿Cómo podría persistir? Se verá más adelante que puede implantarse en ella tanta limpieza como la que existe en los barcos del capitán Cook o en las casas holandesas.
Observen además que, en las otras prisiones, la visita de un magistrado, por más inesperada, por más rápida que sea en sus movimientos, da suficiente tiempo como para disimular el verdadero estado de las cosas. Mientras él examina una parte, se arregla otra; se dispone de tiempo para prevenir; amenazar a los presos y dictarles las respuestas que deben dar. En el panóptico, en el instante mismo en que el magistrado llega, la escena entera se desenvuelve ante su vista.
Habrá también curiosos, viajeros, amigos o familiares de los presos, conocidos del inspector y de otros oficiales de la prisión que, animados todos por motivos diferentes, vendrán a reforzar el principio saludable de la inspección y vigilarán a los jefes, del mismo modo como los jefes vigilan a todos sus subalternos. Esa gran corriente del público perfeccionará todos los establecimientos sometidos a su vigilancia y penetración.

Detalles sobre el Panóptico

La obra inglesa pormenoriza todos los detalles necesarios para la construcción del panóptico. El autor se entregó a infinitas búsquedas sobre todos los grados de perfeccionamiento que era posible dar a un edificio de tal índole. Consultó a arquitectos; aprovechó todas las experiencias de los hospitales; nada desatendió para adaptar a su plano los inventos más recientes, con absoluta independencia de que la unidad del panóptico y su forma particular hubieran propiciado desarrollos totalmente nuevos de varios principios arquitectónicos y de economia. Pero esta parte de la obra, que abarca un volumen, no se presta a un resumen. No es por esos detalles que debe juzgarse el plano del panóptico. Si se aprueba el princípio9 fundamental, se estará en seguida de acuerdo con los medios de ejecución.
Sin embargo, de ese volumen entresacaremos algunas observaciones sueltas que ayuden a captar toda la utilidad que se puede obtener de este nuevo sistema.
El primer punto es la seguridad del edificio contra las maquinaciones internas y contra los ataques hostiles del exterior. La seguridad interior está perfectamente establecida, ya sea por el mismo principio de la inspección, ya sea por la forma de las celdas, y también por la estrechez de los pasajes, y mil precauciones absolutamente nuevas que deben quitar la idea a los presos de una posible infección o de cualquier proyecto de fuga. No se elaboran proyectos cuando no se vislumbra ninguna posibilidad de llevarlos a cabo; los hombres se adaptan naturalmente a su situación, y un sometimiento forzado conduce poco a poco a una obediencia maquinal.
La seguridad del exterior está garantizada por un tipo de fortificación que da a esa plaza toda la fuerza que debe oponer a una revuelta momentánea y a un movimiento popular; sin hacer de ella una fortaleza peligrosa, es capaz de resistir todo, salvo el cañón. Los detalles son tantos que es necesario remitir al texto original; sin embargo, debemos señalar aquí una nueva idea. Enfrente de la entrada del panóptico habrá, a lo largo del gran camino, un muro de protección que servirá de refugio para todos los que quieran guarecerse, en caso de ataque a la prisión, y salir sin mezclarse en esa hostilidad. De modo que, al defender la casa, ya no se correría el riesgo de una matanza desconsiderada, ni de imponer penas al inocente junto con el culpable, porque sólo los malintencionados cruzarían la avenida separada del público por ese muro de protección.
Además, se reitera que esa prisión no será nunca atacada, precisamente porque no hay esperanzas de éxito en el embate. La humanidad quiere evitar esos hostigamientos, haciéndolos impracticables; la crueldad se une a la imprudencia cuando se implementan instrumentos de justicia tan débiles aparentemente que invitan a los destructores a una audacia criminal.
El plano de la capilla sólo podría ser bien captado por medio de una extensa descripción. Baste decir aquí que la torre de los inspectores sufre, los domingos, una metamorfosis por la abertura de las galerías, y que se transforma en capilla donde se recibe al público. Sin salir de sus celdas, los presos pueden ver y oír al sacerdote que oficia.
El autor responde a una objeción que se le ha hecho: que al exponer así a los encarcelados ante las mira-das de todo el mundo se les insensibilizaba a la vergüenza y que de ese modo se perjudicaría el objetivo de la reforma moral.
Esa objeción puede no ser de tanto peso como parece a primera vista, porque la atención de los espectadores, dispersa entre todos los presos, no se concentra individualmente en ninguno. Además, encerrados en sus ccl-das, acierta distancia, pensaran mas en el espectáculo que tienen ante sus ojos que en aquel cuyo objeté son ellos mismos. Y, por cierto, nada más fácil que enmascararlos. Se expondrá a la vergüenza el crimen en abstracto, mientras que el delincuente quedará protegido. Respecto a los presos, la humillación no será la punta desgarradora; en cuanto a los espectadores, la impresión de tal espectáculo será más bien reforzada que languidecida. Una escena de esa naturaleza, sin acentuaría con tonalidades demasiado oscuras, es de tal carácter que impresionaría la imaginación y serviría poderosamente al gran objetivo del ejemplo. Sería un teatro moral cuyas representaciones grabarían el terror del crimen.
Es muy singular que la más horrible de las instituciones presenta al respecto un modelo excelente. La inquisición, con sus solemnes procesiones, sus hábitos emblemáticos, sus aterradoras decoraciones, había encontrado el verdadero secreto de conmover la imaginación y de hablar al alma. En un buen comité de leyes penales, el personaje más esencial es aquel que está encargado de combinar el efecto teatral.
Regresando al panóptico, no hay que olvidar que es la única ocasión en que los presos deberán encontrarse con los ojos del público. En cualquier otro momento, los visitantes serán invisibles como los inspectores, y así no debe temerse que los presos se acostumbren a desafiar las miradas y se tornen insensibles a la vergüenza.
Una capilla pública es de máxima importancia en una penitenciaría destinada al ejemplo; es además un medio infalible para asegurar la observación de todos los reglamentos relativos a la limpieza, a la salud y a la buena administración del panóptico.
La selección de los materiales para la construcción es tal que ofrece la mayor seguridad contra el peligro de un incendio: el fierro, en todas partes donde se le pueda utilizar; nada de madera; el suelo de las celdas, si es de piedra o de ladrillo, debe estar recubierto de yeso, a fin de que no haya intersticios donde se acumulen inmundicias ni gérmenes de enfermedades y, además, porque es incombustible.
Howard, sin saber qué decisión tomar para descartar inconvenientes, no quiere ventanas en las celdas, debido a que la perspectiva del campo distrae del trabajo a los presos; sólo deja una abertura en lo alto, inaccesible a su vista, con un contraviento de madera para desviar la nieve y la lluvia. En absoluto les permite fuego, por los peligros a los que quedaría expuesta la prisión, y cree atender la diferencia de las estaciones con la diferencia de la ropa.
En el panóptico se multiplican las ventanas, ya que con tantas precauciones no se teme la evasión de los presos y porque, incluso si se evadieran ante la mirada de los inspectores, tendrían aún que salvar afuera una multitud de obstáculos muy poderosos. La multiplicación de las ventanas no sólo es un alivio necesario en el cautiverio, sino también en medio de la salud y de industria, ya que existen muchos tipos de trabajo que requieren mucha luz y que es forzoso abandonarlos si no es posible sustraerse a las variaciones del tiempo, lo cual se deja resentir necesariamente bajo una abertura hecha en lo alto de la celda.
Quitar a un hombre su libertad no significa condenarlo a padecer frío, ni a respirar un aire fétido. Las estufas utilizadas para calentar las prisiones tendrían varios inconvenientes, señalados en la obra inglesa. Pero con un costo mínimo, se puede hacer que por las celdas pasen unos tubos que sean conductores de calor y, al mismo tiempo, sirven para renovar el aire. Esta precaución, dictada por humanidad, se ajusta también a la economía, pues los presos podrán continuar sus labores sin interrupción.
Otros tubos pueden distribuir agua en todas las celdas. Se ahorrará mucho trabajo al servicio doméstico, y los presos no estarán expuestos a padecer por la negligencia o la malicia de un oficial de prisión.
Terminaremos aquí el extracto de esas observaciones generales sobre la construcción del panóptico. Sería preciso traducir todo para demostrar que la preocupación del autor se extendió a una multitud de objetos desdeñados ? imposibles de tener en cuenta en las prisiones ordinarias.
El gran problema es dar a la aplicación del principio panóptico el grado de perfección de que es susceptible. Para eso es necesario lograr que pueda extenderse a cada individuo entre los presos, a cada instante de su vida, y el autor las ha dado todas. Esta parte concierne cierra. Tal problema exige una gran variedad de soluciones; y el autor las ha dado todas. Esta parte concierne sobre todo a los arquitectos, pero la administración interior de una casa de esta índole es de la total incumbencia de los legisladores. Es el tema de la segunda parte de esta memoria.

SEGUNDA PARTE

Sobre la administración del Panóptico

La administración de las penitenciarías es uno de los asuntos acerca de los cuales es muy difícil conciliar opiniones, pues cada hombre, según sus diferentes disposiciones, prescribe distintas medidas de severidad o de indulgencia. Hay quienes se olvidan de que un preso, recluido por sus delitos, es un ser sensible; otros sólo piensan en que su estado es un castigo; unos. quisieran quitarle todos esos pequeños placeres que pueden mitigar su miseria, mientras que otros proclaman la inhumanidad de esa disciplina penitencial en todos sus aspectos.
Voy a plantear algunos principios fundamentales que, desgraciadamente, en su aplicación dejan todavía un campo demasiado amplio a la incertidumbre y a las opiniones contrarias, pero que tienen, al menos, la ventaja de aclarar la cuestión y de poner a las personas que discuten en disposición de entenderse.
Antes que nada, es necesario recordar siquiera someramente los objetivos que toda institución de esa índole debe proponerse: desviar la imitación de los crímenes por el ejemplo del castigo; prevenir las ofensas de los presos durante su cautiverio; mantener la decencia entre ellos, conservar su salud y la limpieza que es parte de ella; impedir su evasión; proveerlos de medios de subsistencia para cuando salgan libres; darles las instrucciones necesarias, hacerles adquirir hábitos virtuosos, preservarlos de todo maltratamiento ilegítimo; procurarles el bienestar que amerita su estado, sin ir contra la finalidad del castigo; y, en suma, obtener todo esto con medios económicos, con una administración que busque el éxito, con normas de subordinación interna, que pongan a todos los empleados bajo la dirección de un jefe y a este mismo jefe bajo los ojos del público; tales son los diferentes objetivos que se deben proponer en el establecimiento de una prisión.
Los proyectos pecan todos de exceso de severidad o de exceso de indulgencia, o de una exageración en los gastos, que lleva todo al fracaso. Las tres normas siguientes serán de gran utilidad para evitar esos diferentes errores.

Normas de benevolencia

La condición ordinaria de un preso condenado a trabajos forzados por largo tiempo no debe ir acompañada de sufrimientos corporales nocivos o peligrosos para su salud o su vida.

Normas de severidad

Salvo las consideraciones debidas a la vida, a la salud y al bienestar físico, un preso, que pasa por ese género de sufrimiento debido a faltas cometidas casi siempre sólo por individuos de la clase más pobre, no debe gozar de condiciones mejores que las de los individuos de su misma clase que viven en un estado de inocencia y de libertad.

Normas de economía

Salvo lo relativo a la vida, a la salud, al bienestar físico, a la instrucción necesaria, a los ingresos futuros de los presos, la economía debe constituir una consideración de primer orden en todo lo que concierne a la administración. Ningún gasto público debe ser admitido; ni rechazado ningún beneficio, por motivos de severidad o de indulgencia.
La norma de benevolencia está fundada en las más sólidas razones. Los rigores que afectan la vida y la salud de los presos, encerrados en la incomunicación de una cárcel, son contraproducentes para el principal objetivo de las penas legales, que es el ejemplo. Por otra parte, Como esos rigores se prolongan durante un largo periodo, la prisión se transforma en una pena más rigurosa que Otras penas, las cuales, según la intención de la ley, deben ser más severas. Así, debido a una alteración de la justicia, unos hombres menos culpables que otros se encuentran condenados a un castigo mayor. Y, finalmente, como esos rigores acortan la vida, equivalen a una pena capital, aunque no lleven este nombre. Luego, si el poder ejecutivo arriesga la vida de los presos con severidades que el legislador no autoriza, comete un verdadero homicidio; pero si el legislador autoriza esas severidades, resulta que no condena a un hombre a muerte y, sin embargo, lo hace morir, no por medio del tormento de un instante sino del suplicio horrible que dura a veces varios años. Resulta, además, que esos presos no están castigados respecto a la enormidad de sus culpas, sino en lo relativo a su fuerza más o menos grande, a sus facultades de resistir más o menos los rigores del tratamiento al que se les somete.
La norma de severidad no es menos esencial; un encarcelamiento que ofreciera a los culpables una mejor situación de la que tenían en su condición ordinaria en el estado de inocencia sería una tentación para los hombres débiles y desdichados, o por lo menos no tendría él carácter de castigo que debe espantar a quien caiga en la tentación de cometer un crimen.
La norma de economía, siempre importante en sí, lo es mucho más en un sistema donde se ha querido superar la principal objeción que se ha hecho a la reforma de las prisiones; es decir, el gasto excesivo. Era necesario demostrar que el sistema actual añadía, a todas esas ventajas. la de una economía superior.
Mas, ¿cómo garantizar la economía? Por los mismos medios que la logran en un taller, en una fábrica. Los establecimientos públicos están sujetos a ser desatendidos o explotados; los establecimientos particulares prosperan bajo el cuidado del interés personal: es necesario, pues, confiar a la vigilancia del interés personal la economía de las penitenciarías. Este estudio es esencial y pide una explicación detallada.
No es posible escoger más que entre dos tipos de administración: administración por contrato o administración de confianza. La administración por contrato es la de un hombre que trata con el gobierno, que se encarga de los presos mediante el pago de tanto por cabeza, y que emplea su tiempo y su industria en beneficio personal, como hace un operario con sus aprendices. La administración de confianza es la de un individuo único, o de un comité, que sufraga los gastos del establecimiento a costa del público9 y que entrega al erario los productos del trabajo de los encarcelados.
Para decidirse en la elección de estos dos medios bastaría, según parece, con plantear las preguntas siguientes: ¿de quién hay que esperar más celo y vigilancia en la dirección de un establecimiento de esa naturaleza?, ¿de quien tiene mucho interés en el éxito o del que tiene poco?, ¿del que comparte las pérdidas, así como los beneficios, o del que tiene los beneficios sin las pérdidas?, ¿dc aquel cuyas ganancias serán siempre proporcionales a su buena conducta, o del que está siempre seguro del mismo emolumento, tanto si administra bien como mal?
La economía tiene dos grandes enemigos: el peculado y la negligencia. Una administración de confianza está expuesta tanto a uno corno a otro; pero una administración por contrato hace improbable la negligencia e imposible el peculado.
No se está diciendo que unos administradores desinteresados jamas cumplirían bien las tareas de esos puestos: el amor al poder, a la novedad, a la reputación, el espíritu público, la benevolencia son motivos que pueden alimentar su celo e inspirarles vigilancia. Pero, ¿acaso el contratista no puede estar también animado con esos diversos principios?, ¿podría la responsabilidad de un nuevo motivo destruir la influencia de los demás? El amor al poder puede adormecerse; el interés pecuniario no descansa nunca. El espíritu público se entorpece, la novedad se esfuma; pero el interés pecuniario se enardece con la edad.
Debemos admitir que los administradores desinteresados no serán nunca culpables ni de peculado ni de burdas negligencias. Sin embargo, ¿podrán ellos tensar todos los resortes de la economía y del trabajo con la misma fuerza que un hombre personalmente interesado en el éxito de su empresa? Bueno y malo son términos de comparación. Y aunque usted vea su administración floreciente y productiva, no puede saber qué epíteto se merece, mientras no la haya visto en manos interesadas: este es su verdadero criterium. Puede ser buena comparada con lo que fue, aunque sea mala comparada con lo que puede ser.
Eso no es todo. Los administradores desinteresados, es decir, los que tienen, como el contratista, los beneficios de la casa, gozan sin embargo de un salario, cumplan o no con su deber. Ahora bien, un salario es un gran motivo para colocarse, pero no es un motivo para desempeñar asiduamente las funciones; por el contrario, debilita el lazo que debe existir entre el interés y el deber. Cuanto más considerable es el salario, tanto más pone al hombre por encima de su puesto, más, lo proyecta en medio de los placeres mundanos y mas lo hastía de una atención que le parece servil v meticulosa; y si el salario es bastante elevado, el funcionario público busca primero a un empleado, a un representante que haga todo el trabajo, de modo que ya no se trata de lo que usted da al jefe, sino de lo que el jefe da a su subdelegado, aquel que hace andar el trabajo. El propio salario, en proporción a su cuantía, tiene una funesta tendencia a sólo dejar la elección de los puestos entre los hombres más incapaces. Los puestos ricamente dotados son presa de intrigantes acreditados: los hijos mimados de la fortuna, que son, no los cortesanos sino los pajes de los ministros y dc cada ministro, cuyo mérito está en su opulencia, mientras que su título está en sus necesidades, y cuyo orgullo se encuentra por encima de la aplicación de los negocios en tanto que sus capacidades están por debajo.
Sin duda se encontrarán administradores que quieran servir desinteresadamente por el honor y el bien común; pero, aunque lo puedan hacer mejor que los asalariados, lo harán menos bien que un empresario. Amar el poder y la autoridad de un puesto no siempre es amar el cansancio v las dificultades, e incluso amar las funciones mientras tengan el brillo de la novedad no es una garantía de que se las seguirá amando cuando la novedad esté desgastada. Por otra parte, donde el celo del interés no existe, suele carecer de actividad la industria.
Pero la gran objeción en contra de los administradores gratuitos es que cuanto más un hombre está seguro de obtener la confianza, menos se esfuerza por merecerla. La envidia en el alma del gobierno; la transparencia de la administración, por decirlo de algún modo, es la única seguridad duradera; mas, aun la transparencia no basta si no hay observadores curiosos para examinarlo todo con atención. Fijémonos en el empresario por contrato: cada cual le espía con celosa desconfianza; todos lo miran como a un agente sospechoso a quien hay que vigilar muy de cerca, por temor a que tiranice u oprima a los presos. Todas sus faltas serán exageradas; todos sus errores serán puestos a la luz del día; en cambio el administrador gratuito, encantado con su propia generosidad, espera de todo el mundo una estimación casi ciega, una deferencia casi ilimitada. Desde lo alto de sus virtudes, parece decir al público "que un hombre como él, que sirve desinteresadamente, que desprecia el dinero, tiene derecho a la confianza, a las consideraciones; que se le ofendería con sospechas; y que si se digna rendir sus cuentas, es una acción supererogatoria a la que nada le obliga más que su honor. El público piensa como él; y si alguien osa revelar los abusos, las negligencias, las vejaciones de esa generosa administración, no habrá sino un clamor de indignación contra él.
En cuanto a los inconvenientes de una administración confiada a varias personas, son conocidos por todos cuantos tienen alguna experiencia. La multiplicidad de gerentes destruye la unidad del plan, causa una perenne fluctuación en las medidas, conduce a la discordia y, tras una larga y penosa lucha entre los asociados, el más fuerte o el más obstinado queda dueño del campo de batalla. Si el poder tiene posibilidades de dividirse, los administradores se las arreglan para quedar cada uno soberano en su departamento. Así como la Naturaleza repara los errores de un médico, así un contrato tácito corrige el vicio de la ley en un Comité de administración.
Después de todo esto, el público, siempre apasionado por la virtud y la generosidad en teoría, que preferiría perder cincuenta mil libras por negligencia antes que ver a un hombre ganar mil por peculado, no tardaría en proclamar que el plan de poner a los presos entre las manos de un empresario es un plan inhumano, una usura bárbara; que a esos desdichados se les expone a todos los maltratos que pueden resultar de la codicia de un dirigente cuyo interés es darles mala comida e imponerles trabajos excesivos. Esto es lo que se dira sin examen.
Y con todo ese bello lenguaje humanitario, los presos han sido hasta ahora los más infelices de todos los seres: el caso es que se limitan a elaborar reglamentos, y que tales reglamentos serán siempre en vano hasta que se encuentre cl medio para identificar el interés de los presos con el de quien los gobierne, y solo se llegará al éxito con una administración por contrato.
Los seguros sobre la vida de los hombres son un bello invento que se puede aplicar a numerosos usos, pero sobre todo en caso de que se trate de unir el interés de un hombre con la conservación de muchos.
Supongamos trescientos presos; según el cálculo medio de las edades, tomando en cuenta las circunstancias particulares de los habitantes de una prisión, se deduce, por ejemplo, que morirá uno de cada veinte por año; luego, si al empresario se le dieran diez libras esterlinas por cada hombre que deba morir, es decir, en nuestra suposición actual, ascendería a 1 50 libras esterlinas, pero con la condición de que a fin de año él pague diez libras esterlinas por cada individuo que haya perdido, ya sea por muerte, ya sea por evasión. Puede usted duplicar esa suma a fin de aumentar la influencia de su interés; y si él se encuentra más rico a fin de año, si efectúa, de algún modo, una economía de la vida humana, ¿qué dinero podría usted deplorar menos que aquel por el cual podría adquirir la conservación y el bienestar de varios hombres?
"No me fío", dice el autor, "de ese único medio, cualquiera que sea su real energía apoyada en un interés fácil de calcular". La publicidad es la mejor de todas las garantías. Esta prisión construida sobre el principio panóptico es transparente, abierta a todo el mundo; basta una mirada para verla por entero. Cada uno puede juzgar por sí mismo si el empresario llena las condiciones de su puesto, y no tiene favores que esperar, porque el público, siempre más inclinado hacia la lástima que hacia el rigor, encontrará más dignos de atención los lamentos de los presos que las razones del empresario.
Para aumentar la fuerza de esa sanción deberá poner de manifiesto todas sus cuentas, todos los procedimientos, todos los pormenores de su administración; en una palabra, toda la historia de prisión. Dicho informe será rendido bajo juramento, y sometido a un examen contradictorio.
Pero, a fin de alejar de él todo interés pecuniario que podría inducirle a disimular, es necesario que su puesto le sea asegurado de manera vitalicia, a reserva normal de -su buena conducta, pues no sería prudente ni justo obligarlo a publicar todos sus medios de lucro, y utilizarlos en contra de él; ya sea para aumentar el precio de su contrato, ya sea para llamar a otros competidores.
Bien se ve que si los términos de esos contratos son al principio desventajosos, irán mejorándose para el gobierno a medida que el interés particular haya perfeccionado tales empresas. Un hombre industrioso sacará una ganancia legítima, y el Estado la utilizará en su provecho en todas las operaciones subsecuentes.
Después de haber demostrado cómo una administración por contrato promete más vigilancia y economía que cualquier otro tipo de administración, voy a entrar en el examen de diferentes propósitos del gobierno interior en esos asilos de penitencia.

Separación por sexo

El primer medio que se presenta para efectuar tal separación es contar con dos panópticos; pero la razón de economía se opone a eso, tanto más cuanto que en el número total de presos no hay un tercio de mujeres y que, al construir dos establecimientos, habrá comparativamente pocos sujetos en uno y demasiados en el otro, sin que se pueda acomodar el sobrante de modo que se establezca el nivel entre los dos.
Puede verse con detalle en la obra inglesa, de la cual esta memoria no es más que un análisis, cómo es posible resolver dicha dificultad en el panóptico, disponiendo de un lado las celdas para hombres y del otro las celdas para mujeres, y cómo se puede prevenir, con precauciones de estructura, de inspección y de disciplina, todo lo que pudiera poner en peligro la decencia.

Separación por clases y por afinidades

La mayor dificultad hasta ahora ha sido la distribución de los presos en el interior de las cárceles. La manera mas corriente y, sin embargo, la más viciosa por todos conceptos es la de mezclarlos todos juntos, jóvenes con ancianos, ladrones con asesinos, deudores con criminales, y arrojarlos a una prisión, como a una cloaca, donde lo que está sólo medio corrompido se ve atacado por una corrupción total y donde la fetidez del aire es para su salud menos nociva que la peligrosidad de la infección moral para su alma.
Es evidente que el ruido, la agitación, el tumulto y todos los espectáculos que incesantemente ofrece el interior de una prisión, donde los reos están amontonados, no deja ningún intervalo para la reflexión a fin de que el arrepentimiento pueda germinar y fructificar. Otro efecto no menos impresionante de tal aglomeración es el endurecimiento de los hombres contra la vergüenza. La vergüenza es el temor a la censura de aquellos con quienes vivimos; pero, ¿puede el crimen ser censurado por criminales?, ¿quién de ellos se condenaría a sí mismo?, ¿quién no buscará amigos antes que enemigos entre los presos con los cuales está obligado a vivir? El mundo que nos rodea es aquel cuya opinión nos sirve de norma y de principio. Hombres secuestrados de ese modo forman un público aparte; su lenguaje y sus costumbres se asemejan. Insensiblemente, por un tácito consentimiento, se elabora una ley local que tiene por autores a los hombres más abandonados: en una sociedad semejante, los más depravados son los más audaces, y los mas malos imponen su autoridad a todos los otros. Ese público así compuesto provoca la condena del público exterior y revoca su sentencia. Cuanto más numeroso es ese pueblo, encerrado entre esos muros, más ruidosos son sus clamores, y más fácil es ahogar en el tumulto el débil murmullo de la conciencia, el recuerdo de aquella opinión pública, que ya no se oye, y el deseo de recuperar la estima de hombres a quienes ya no se les ve.
La forma más opuesta a ésa es la de confinar a los presos en una soledad absoluta, para separarlos completamente del contagio moral y entregarlos a la reflexión y al arrepentimiento; pero el bueno y juicioso de Howard, que acumuló tantas observaciones acerca de los presos, pudo comprobar cómo la soledad absoluta, aunque al principio produce un efecto saludable, pierde rápidamente su eficacia y hace caer al infeliz cautivo en la desesperación, la locura o la insensibilidad. En efecto, ¿qué otro resultado se puede esperar cuando dejamos que un alma vacía se atormente sola durante meses y años? Es un castigo que puede ser útil durante algunos días para domar un espíritu rebelde, pero no hay que prolongarlo. El quino y el antimonio no deben emplearse como alimentos habituales.
La soledad absoluta, tan contraria a la justicia y a los derechos humanos cuando hacemos de ella un estado permanente, queda incluso dichosamente refutada por las más grandes razones económicas; exige un gasto considerable en edificios; dobla los gastos de alumbrado, limpieza y ventilación; restringe la selección de trabajos por el espacio limitado de las celdas y excluye profesiones que exigen la reunión de dos o tres obreros. También perjudica a la industria, porque no es posible dar aprendices a obreros experimentados, o bien porque el abatimiento de la soledad destruye el dinamismo y la emulación que se desarrollan en un trabajo realizado en compañía.
El tercer sistema consiste en emplear las celdas para dar cabida a dos, tres y aun cuatro presos, combinándolos, como lo diré en seguida, del modo más conveniente según los caracteres y las edades.
La misma construcción del panóptico ofrece tanta seguridad contra las revueltas y los complots entre los reclutas, que ya no hay que temer su reunión en pequeños grupos, pues no existe nada que favorezca su evasión y pueden combinarse muchos medios para hacerla imposible.
Podría alegarse que esa sociedad no será sino una escuela de crímenes, donde los menos perversos se perfeccionarán en el arte de la maldad con las lecciones de los que poseen una larga experiencia.
Pero se puede prevenir este inconveniente distribuyendo a los prisioneros en diferentes categorías según su edad, al grado de su crimen, la perversidad que manifiesten, su buena conducta y las señales de su arrepentimiento. El inspector ha de ser muy poco inteligente y muy desatento para no conocer en poco tiempo el carácter de sus internos, al menos lo bastante para unirlos de manera tal que cl hecho de estar juntos constituya un mutuo freno, un motivo de subordinación y de laboriosidad.
No hay que dejarse impresionar por las palabras. Todos los que están encerrados son culpables; pero no todos están pervertidos. El libertinaje, por ejemplo, no es lo mismo que la violencia: los culpables de actos de tímida iniquidad, como ladrones y estafadores, son más de temer como corruptores y malas compañías que como hombres peligrosos para la seguridad de la prisión y por la audacia de sus empresas. Aquellos que una vez se entregaron al crimen movidos por la pobreza y el ejemplo, son fáciles de distinguir de los malhechores endurecidos. El alcoholismo, fuente de gran cantidad de delitos, no puede ser activado en una penitenciaría donde no hay manera de embriagarse. Independientemente de estas diferencias esenciales, pronto se reconocerá a los que tienen una disposición más marcada para reformarse, adquirir nuevas costumbres, y tales observaciones servirán para formar los conjuntos en las celdas y los grupos de presos.
Después de esa precaución fundamental ¿qué se podrá temer?, ¿el libertinaje? Pero el principio de la inspección lo hace imposible. ¿Los arrebatos, las riñas? El ojo que todo lo ve percibe los primeros movimientos v separa inmediatamente a los caracteres inconciliables. ¿El corruptor dirá que no hay peligro en el crimen? La prueba de lo contrario está en la situación misma. ¿Hará un cuadro atrayente de sus placeres? Pero ese gusto se apagó; el castigo, como salido de sus cenizas, está presente en el pensamiento por el recuerdo del pasado, por el sufrimiento actual, por la perspectiva del porvenir. ¿Dirá que no hay vergüenza en el crimen? Pero están hundidos en la humillación, y cada uno de ellos sólo cuenta con el apoyo de dos o tres compañeros.
Un tema de conversación más natural y consolador se presenta ante ellos: el mejoramiento de su estado presente y futuro. ¿Qué harán para sacar un mejor partido de su trabajo? Qué harán con lo que ganan ahora, que no pueden más que trabajar, y que cualquier disipación es imposible? ¿Qué uso harán de su libertad cuando cl plazo llegue a su fin, y en qué podrán aplicar su laboriosidad? Los que hayan acumulado beneficios servirán de emulación a los demás. Igual que el interés del momento les hizo caer en el crimen del interés del momento los hará volver al buen camino. Una reforma mutua es por lo menos tan probable como una corrupción progresiva.
Las pequeñas asociaciones son favorables a la amistad, hermana de las virtudes. Un afecto duradero y honesto será a menudo fruto de una sociedad tan íntima y larga.
Cada celda es una isla: los habitantes son marineros sin fortuna; lanzados a esa tierra aislada, por un naufragio común, u nos a otros se deben dar los gustos que puede ofrecer la asociación humana; alivio necesario, sin el cual su condición, forzosamente triste, se volvería horrible.
Si entre ellos hay hombres violentos y coléricos, se les confina a una soledad absoluta hasta que se hayan amansado. Se les priva de la compañía hasta que hayan aprendido a valorarla.
He aquí, pues, un fondo de relaciones que les prepara para el momento en que serán devueltos al mundo. Así se previene uno de los mayores inconvenientes que acarrean los encierros en las penitenciarías, pues la desgracia de ya no contar con amigos en su estado de libertad los vuelve a hundir casi siempre en los excesos de su vida anterior. Mas, al abandonar la escuela de la adversidad, serán unos con otros como antiguos condiscípulos que cursaron juntos sus estudios.
Si se admite la distribución de los presos en pequeños grupos, constituidos según conveniencias morales, hay que tener mucho cuidado de no alejarse jamás de este principio y de no permitir, en ningun caso, una asociación general y confusa que podría destruir todo el bien que se hubiera hecho. El texto inglés encierra muchos detalles sobre un plano para que los presos se paseen sin romper las separaciones o grupos; pero este plano sólo es un accesorio del proyecto, ya que será necesario únicamente en cl caso de que sus trabajos no les proporcionen bastante ejercicio.

Los trabajos

Pasemos al empleo del tiempo: objeto de una enorme importancia, ya sea por razones de economía, ya sea por principios de justicia y de humanidad, para suavizar la suerte actual de los desdichados y para prepararles los medios que les permitan vivir honradamente del fruto de su trabajo.
No hay razón para prescribir al empresario el tipo de trabajos en los cuales debe ocupar a sus presos, porque su interés le indicará cuáles son los más lucrativos. Si cl legislador empieza a reglamentar, siempre se equivocará: si ordena trabajos de poco beneficio, sus reglamentos son perniciosos; si ordena los más ventajosos, sus reglamentos son superfluos; pero los trabajos ventajosos este año, ya no lo serán tal vez al año siguiente. Nada tan absurdo como normar mediante leyes a la industria que varía de continuo, y el interés que acecha esencialmente las necesidades.
Existe un error que, por ser común, debe corregirse: suponer que a los presos se les débe condenar a ciertos trabajos rudos y penosos, los cuales muchas veces no sirven para nada, sino sólo para fatigarlos. Howard menciona a un carcelero que después de haber amontonado piedras en un extremo del patio de la prisión, ordenaba a los presos que las transportaran al otro extremo; luego, había que traerlas a su lugar inicial, y así sucesivamente. Cuando se le preguntó el objeto de ese gran trabajo, su respuesta fue que así hacía rabiar a todos aquellos bribones.
Es una funesta imprudencia hacer odioso el trabajo, presentarlo como terrorífico a los criminales y otorgarle una especie de deshonra. El terror a la cárcel no debe relacionarse con la idea del trabajo, sino con la severidad de la disciplina, lo humillante del uniforme, la burda alimentación, la pérdida de las libertades. El dinamismo, en vez de ser el azote del preso debe serle concedido como consuelo y placer. Es suave en sí, comparándolo con un ocio forzado, y su producto le brindará doble gusto. El trabajo, padre de la riqueza; el trabajo, el más grande de los bienes: ¿por qué pintarlo como una maldición?
El trabajo forzado no está hecho para las prisiones: si usted tiene necesidad de producir grandes esfuerzos, lo conseguirá con recompensas y no con penas. La coacción y la esclavitud jamás conducirán tan lejos en la carrera, como la emulación y la libertad. Tratándose de un preso, ¿le haría usted llevar el bulto que un mozo de cuerda carga con gusto por veinte céntimos? Fingirá sucumbir bajo el peso. ¿Cómo descubrirá usted el fraude? Quizá, en efecto, sucumbirá, pues la fuerza del cuerpo está en razón de la buena voluntad. Ahora bien, cuando no hay energía los músculos no tienen fuerza.
El trabajo debe durar toda la jornada, exceptuando los intervalos de las comidas; pero es conveniente que se sucedan distintos trabajos, que los haya sedentarios y laboriosos, a los cuales los hombres se dediquen por turno, porque una ocupación siempre sedentaria o constantemente laboriosa, sobre todo en un estado de encarcelamiento, produciría una sorda melancolía, o arruinaría la salud; en cambio, alternativamente, uno tras otro, llena el doble objetivo del recreo y el ejercicio. La mezcla de ocupaciones es, pues, una feliz idea para la economía de las penitenciarías.

La alimentación

Hay que señalar dos errores principales acerca de la alimentación de los presos. Casi siempre se ha creído que debe limitarse la cantidad y dar porciones fijas; eso es un auténtico acto inhumano para quienes esa ración no satisface; es un castigo muy injusto que nada tiene que ver con el grado del delito, sino con la fuerza o la debilidad de un hombre; además, muy cruel; porque no es una injusticia de un día o de un mes sino de varios años. Si el hambre de un desdichado no queda satisfecha después de su comida, menos disminuirá en los intervalos. Experimentará, pues, un continuo malestar, un desfallecimiento que minará poco a poco sus fuerzas. Es una verdadera tortura, con la única diferencia de que, en ese caso, la tortura va infligida al interior del estómago en vez de a los brazos y a las piernas.
¿Por qué no se ha dicho nunca claramente que se debía alimentar a un preso según la medida de su apetito? ¿No es esa la idea más sencilla y el primer deseo de la justicia?
EI segundo error en el que se ha incurrido, por una benevolencia irreflexiva, es la de proponer variedad en los alimentos de los presos, al punto que algunos reformadores, entre ellos el bueno de Howard, más indulgente para los otros que para sí mismo, han pedido que se les diera carne por lo menos dos veces a la semana, sin pensar que la mayoría de los habitantes rurales y muchos también en las ciudades, no pueden procurarse este primer artículo de lujo. Para los que han perdido la libertad por sus crímenes, ¿será necesario realizar el deseo de Enrique IV, que hoy en día sigue siendo una remota esperanza para tantos virtuosos campesinos?
La alimentación de los presos debe ser la más común y la menos costosa que el país pueda proporcionar, porque no deben ser mejor tratados que la clase pobre y trabajadora: ninguna mezcla, pues no es necesario estimular su apetito. Como única bebida, agua; nunca licores fermentados. Pan, si el pan es el alimento más económico; pero es un producto manufacturado, y la tierra nos brinda alimentos muy abundantes v sanos que no necesitan ser manufacturados. La raza de los irlandeses que sólo comen patatas ¿acaso es débil y degenerada? El montañés de Escocia que no se ha alimentado más que de harina de avena ¿acaso es timorato en la guerra?
Además, hay que dejar a cada preso con entera libertad de comprar alimentos más variados y suculentos con el producto de su trabajo, pues la mejor especulación, aun para la economía, es la de incitar el trabajo por medio de una recompensa y otorgar a cada uno de los presos cierta proporción de los beneficios. Pero la recompensa, para conservar su fuerza, debe ofrecerse bajo la forma de gratificación inmediata, y no hay nada tan inocente ni tan propio para proporcionar una alegría de este tipo, en esta clase de gente, que un placer que halague, al mismo tiempo el gusto y la vanidad. Sin embargo, hay que exceptuar siempre los licores fermentados, porque es imposible tolerar un uso moderado sin correr el riesgo de los excesos, sabiendo que la bebida que no produce efecto sensible en un individuo es capaz de hacer que otro pierda la razón. Tal medida nunca es demasiado severa, pues existen gran número de pobres trabajadores y honestos que jamás pueden permitirse esa indulgencia.

El vestuario

Es necesario consultar a la economía en todo lo que no es contrario a la salud ni a la decencia. Para responder al gran objetivo del ejemplo, la indumentaria debe llevar alguna marca de humillación. Lo mas sencillo y útil sería hacer las mangas, del traje y de la camisa, de una longitud desigual para ambos brazos. Sería una seguridad más contra la evasión y una manera de reconocer a un hombre evadido, ya que, después de cierto tiempo, habría una diferencia apreciable de color entre el brazo cubierto y el brazo desnudo.

Limpieza y salud

Los detalles sobre este tema no son de por sí nobles; pero se ennoblecen con el fin que se propone.
La admisión de un preso en su celda debe ir precedida de una ablución total [nota: "ablución": acción de purificarse por medio del agua]. Sería también conveniente añadir a dicha admisión cierta ceremonia solemne, como un rezo, una música grave, una ceremonia que impresione a las almas burdas. ¡Cuán débiles son los discursos comparados con lo que causa impacto en la imaginación por medio de los sentidos!
El preso debe llevar un traje burdo, pero blanco y sin teñir, para que no pueda contraer ninguna suciedad que no se vea de inmediato; sus cabellos deben ser rasurados o cortados muy cortos. El uso del baño debe ser regular. No debe tolerarse ninguna especie de tabaco, ni costumbre alguna contraria a los usos de las casas más limpias. Se fijarán los días para el cambio de ropa.
Toda esa delicadeza es innecesaria para la salud, pero, como la prisión ha sido casi en todas partes una estancia de horror, es mejor tomar precauciones extraordinarias que desatender alguna. Para enderezar un arco, dice el proverbio, hay que atirantarlo en sentido contrario.
Esta parte del plan tiene un objetivo superior entre la delicadeza física y moral. Existe una correspondencia que es obra de la imaginación, pero no menos real. Howard y otros lo señalaron. Los cuidados del aseo son un estímulo contra la pereza: acostumbran a la precaución y enseñan a guardar, hasta en los mas mínimos detalles, respeto a la decencia. El mensaje, moral y de física tienen un lenguaje común; no se puede inculpar o enaltecer a una de esas virtudes sin que una parte del encomio deje de reflejarse en la otra. Ya sabemos cuántos fundadores de religión han dado importancia a este hecho; con qué cuidado han prescrito todo lo concerniente a las abluciones. Ni quienes no creen en la eficacia espiritual de estos ritos sagrados negarán su influencia corporal. La ablución es un ejemplo de ello: ¡ojalá fuese una profecía! ¡No es tan fácil purificar el alma de nuestros presos como sus cuerpos!
El ejercicio al aire libre preserva la salud; pero es necesario que ese ejercicio sea sometido, como todo lo demás, a la ley inolvidable de la inspección; que en nada sea incompatible con el grado de separación o de formación de pequeños grupos que se habrá juzgado conveniente, que sea favorable a la economía, o sea productivo, si es posible, y aplicado a algún trabajo útil. El texto inglés incluye muchos detalles, y allí se ve que el autor da preferencia al uso de grandes ruedas que son puestas en movimiento por el peso de uno o varios hombres y que producen una energía que se puede emplear, a voluntad, para mil objetos mecánicos. Ese ejercicio llena todas las condiciones deseadas y es posible proporcionarías según las fuerzas de cada individuo. Un preso perezoso no puede engañar al inspector. A un inspector no le es dado hacer de ese ejercicio un uso tiránico contra sus presos. No tiene nada de duro ni de inhumano, sólo es una manera distinta de subir una colina. El efecto está producido por el solo peso del cuerpo que se aplica sucesivamente a distintos puntos. Es, por otra parte, un trabajo compatible con el plan de separación y aun con el de una soledad absoluta. Se puede emplear en ello a las propias mujeres; y nada más sencillo que distribuir los turnos de los presos, para darles dos veces al día un ejercicio que, además de ser bueno para la salud' tendrá un fin económico y útil.
Tales precauciones, más que órdenes perentorias son ideas susceptibles de ser perfeccionadas.
Tampoco se pretende fijar la distribución del tiempo, que puede variar según las diversas circunstancias; pero debe mantenerse como principio el evitar todo ocio en un régimen cuyo objetivo es la reforma de las costumbres, y sería un grave error otorgar a los presos más de siete u ocho horas de sueño. La costumbre ociosa de quedarse en la cama una vez despierto es tan contraria a la constitución del cuerpo al que debilita, como a la del alma, en la cual la indolencia y la desidia fomentan todos los gérmenes de corrupción. Las largas veladas de invierno deben tener sus ocupaciones normadas, y aun cuando podría suponerse que su trabajo no compensara el gasto de luz, habría además razones humanitarias y prudentes más fuertes que las económicas, como para no condenar a todos esos infelices a doce o quince horas de decaimiento y de oscuridad. Nada tan fácil como colocar luces fuera de las celdas, de modo que se evite todo peligro de negligencia o de malicia, e incluso que se mantenga durante la noche la principal fuerza del principio de la inspección.

La instrucción y la ocupación dominical

Cada penitenciaría debe ser una escuela: primeramente, es una necesidad para los jóvenes que ella encierra, pues en esa tierna edad no se está exento de los crímenes que conducen a tales penas. Pero, ¿por qué negaríamos el beneficio de la instrucción a hombres ignorantes que podrían transformarse en miembros útiles de la sociedad, gracias a una nueva educación? La lectura, la escritura, la aritmética pueden convenir a todos. Si entre ellos los hubiera con las simientes de algún talento especial, se les podría cultivar y sacarles provecho. El dibujo es una rama lucrativa de la industria y sirve a varias artes. La música puede tener una especial utilidad, logrando atraer más gente a la capilla. Si el director de semejante establecimiento uniera a una idea justa de su interés cierto grado de entusiasmo e inteligencia, se beneficiaría desarrollando las distintas capacidades de los presos, y no podría alcanzar su bien particular sin lograr aún más el de ellos. No hay otro maestro que llegue a tener un interés tan grande en el progreso de sus discípulos, ya que son sus aprendices y obreros.
El domingo nos brinda un espacio vacante, que hay que llenar; la suspensión de los trabajos mecánicos conduce naturalmente a la enseñanza moral y religiosa, según el destino de ese día; pero como no es juicioso emplear todo el día en esas enseñanzas, que se volverían por su extensión en inútiles y monótonas, hay que alternarías con diferentes lecciones, a las cuales se les puede dar también un fin moral y religioso con la selección de obras para ejercitar al preso en la lectura, la copia, el dibujo. Y aun el cálculo puede brindar una doble instrucción, resolviendo cuestiones que desarrollen los productos del comercio, la agricultura, la industria y el trabajo.
Remito a la obra inglesa para ver la manera de colocar a los presos en un anfiteatro al aire libre durante esos ejercicios, sin abandonar el principio de la inspección y la separación, y sin comprometer la seguridad de los dirigentes.

Los castigos

Puesto que hay agravios cometidos en la prisión misma, deben existir castigos. Puede aumentarse su número sin aumentar la severidad; asimismo, diversificarlos con ventaja, dirigiéndolos hacia la naturaleza del caso.
Una forma de analogía es dirigir la pena contra la facultad de la cual se ha abusado. Otro modo es arreglar todo de manera que la pena surja, por decirlo así, de la propia falta. Por ejemplo, clamoreos ultrajantes pueden ser reprimidos y castigados con una mordaza; golpes, violencias, con la camisa de fuerza que suele ponerse a los locos; negación del trabajo, con la negación de la comida hasta que la tarea esté hecha. Se ve aquí la ventaja de no condenar por costumbre a los presos a una soledad absoluta: es un instrumento útil de disciplina que se habría perdido y un medio de coacción, tanto más precioso cuanto que no puede abusarse de él, y no contrario a la salud como los castigos corporales. Pero únicamente debe darse al director la potestad de condenar a los presos a la soledad: los demás castigos sólo se administrarán en presencia y bajo la autoridad de algunos magistrados.
Es aquí donde la ley de responsabilidad mutua puede mostrarse en su mejor aspecto. Encerrada en los límites de cada celda, no puede nunca sobrepasar los límites de la mas estricta justicia: denuncia el mal, o sufre como complice. ¿Qué artificio puede eludir una ley tan inexorable? ¿Qué conspiración puede mantenerse contra ella? El reproche que, en todas las prisiones, va unido con tanta virulencia al carácter del delator, no encontraría aquí ningún fundamento. Nadie tiene derecho a quejarse de lo que otro hace por su propia conservación. Usted reprocha mi maldad, respondería el acusador, pero, ¿qué debo pensar de la suya, pues usted bien sabe que seré castigado por su culpa y que quiere hacerme sufrir para su propio gusto? Así, en este plan, tantos camaradas, tantos inspectores, las mismas personas a quienes hay que vigilar se vigilan mutuamente y contribuyen a la seguridad general. Es preciso señalar también otra ventaja de las divisiones por pequeños grupos en todas las prisiones, la convivencia de los presos es una fuente continua de delitos: en las celdas panópticas la convivencia es una garantía más de su buena conducta.
Cubierta con el óxido de la antigüedad, la ley de responsabilidad mutua ha cautivado desde hace siglos la admiración de los ingleses. Los grupos estaban integrados por diez personas, y cada quien respondía por todos los demás. Con todo, ¿cuál es el resultado de esta célebre ley? Nueve inocentes castigados por un culpable. ¿Qué se necesitaría para dar a esta responsabilidad la equidad que la caracteriza en el panóptico? Dar transparencia a los muros y a los bosques y condensar toda una ciudad en un espacio de dos varas.

Provisiones para los presos liberados

Cabe pensar que después de algunos años, quizá sólo de unos meses, con una educación tan estricta, los presos acostumbrados al trabajo, instruidos en la moral y en la religión, habiendo perdido sus hábitos viciosos por la imposibilidad de entregarse a ellos, se habrán convertido en nuevos hombres. Sin embargo, sería una gran imprudencia lanzarlos al mundo sin guardianes y sin ayuda en la época de su emancipación, en que puede comparárseles con niños reprimidos durante mucho tiempo y que acaban de burlar la vigilancia de sus maestros.
No se debe poner en libertad a un preso, antes que pueda cumplir con una u otra de estas condiciones: primero, si los prejuicios no se oponen, puede entrar al servicio de tierra o de mar; está tan acostumbrado a la la obediencia, que llegará a ser sin esfuerzo un excelente soldado. Si se teme que esos reclutas sean una mancha para el servicio, hay que decir que los reclutadores no ponen ningún cuidado en la clase de hombres que llenan los ejércitos.
En el caso de que una nación establezca colonias, por su tipo de educación los presos estarán preparados para convertirse en sujetos más útiles para esas nacientes sociedades, que los malhechores a quienes allí se suele enviar. Pero al preso que ha purgado su pena no se le obligará a expatriarse, sólo se le dará la posibilidad de elegir y los medios de hacerlo.
Otro modo para ellos de reintegrarse a la libertad sería la de encontrar un hombre responsable, que quisiera servir de fiador por cierta suma, renovando dicha garantía cada año y comprometiéndose, en caso de no renovarla, a representar él mismo a la persona.
Los presos que contaran con parientes o amigos, o que se hubieran ganado una reputación de buena conducta, trabajo y honestidad en sus años de prueba, no tendrían necesidad de buscar una fianza, pues aunque para el servicio doméstico sólo se toman personas de índole intachable, existen sin embargo miles de trabajos para los cuales no se tienen los mismos escrúpulos, y además podrían procurarse fianzas de distintas maneras.
La más sencilla de todas sería la de dar a la persona que se aviniera a la fianza la prerrogativa de pactar un contrato a largo plazo con el preso liberado, semejante al de un trabajador especializado con su aprendiz, de manera que pudiera recuperarlo si él llegase a escapar, y obtener indemnizaciones por parte de quienes quisieron seducirlo o contratarlo a su servicio.
Esta condición, que a primera vista parece dura para el preso liberado, de hecho es una ventaja para él, pues le asegura la elección entre un mayor número de competidores que buscarán el privilegio de tener obreros en quienes poder confiar.
No vamos a entrar en los detalles de las precauciones necesarias para asegurarse la validez de las fianzas. La mejor de todas sería la de hacer responsable al director de la prisión por la mitad de la fianza, en caso de que hubiera fallado, porque entonces tendría interés en conocer bien a las personas con quienes haría esas transacciones jurídicas.
Mas, examinemos ahora el caso, que debe ocurrir con frecuencia, que un preso carezca de amigos y parientes, no encuentre fianza, no sea aceptado, ni se aliste ni vaya a una colonia. ¿Habrá que abandonarlo al azar y lanzarlo de nuevo a la sociedad? Sin duda, no: sería exponerlo a la desgracia o al crimen. ¿Habrá que retenerlo en las mismas redes de una disciplina severa? No: sería prolongar su castigo más al]á del término fijado por la ley.
Es necesario tener un establecimiento subsidiario, fundado sobre el mismo principio: un panóptico donde reinará mayor libertad; donde ya no habrá sello humillante; donde se admitirá el matrimonio; donde los habitantes serán tratados, en cuanto a su trabajo, más o menos como si fueran obreros comunes; donde, en una palabra, se pueda repartir tanto bienestar y libertad como sea compatible con los principios de seguridad, decencia y sobriedad. Será un convento sometido a reglas estrictas, con la sola diferencia de que no existirán los votos; las personas allí recluidas podrán salir en cuanto consigan un aval o llenen las condiciones para la liberación.
Alguien objetará: "El panóptico subsidiario es un receptáculo para cierto número de obreros que trabajan juntos bajo un techo común; y la experiencia ha probado que tales receptáculos son un semillero de vicios. Las únicas manufacturas que no echan a perder las costumbres son aquellas donde los obreros están dispersos, aquellos que, como la agricultura, cubren toda la superficie de un país, o aquellas que se concentran en el interior de las familias, donde cada hombre puede trabajar entre los suyos, en el seno de la inocencia y del recogimiento".
Esta observación está fundada, pero no afecta a nuestro plan: hay una gran diferencia entre una manufactura común y la que se establecería en un panóptico. ¿En que casa pública o privada puede encontrarse tal garantía para la castidad de los solteros, para la fidelidad del matrimonio y para la desaparición del alcoholismo, costumbre destructora que causa tanta miseria y trastornos?
Tales precauciones para con los presos en el periodo de su libertad son las que deben tenerse para quitarles la tentación y la facilidad de recaer en el crimen. Se ha considerado admirable la idea de dar a los presos liberados una provisión de dinero, a fin de que una necesidad inmediata no los arroje a la desesperación; pero tal recurso es sólo momentáneo: puede transformarse en trampa para hombres tampoco mesurados y previsores, y, tras un disfrute pasajero, tanto más irresistible cuanto que las privaciones han sido largas, el dinero está perdido, la pobreza permanece y las seducciones abundan.
Baste esta exposición, que sólo contiene las primordiales ideas del autor, para apíecia r lo que se anunció al principio de esta memoria.

Una simple idea nueva en arquitectura

Se obtiene como resultado una reforma verdaderamente esencial en las prisiones: la certeza de la buena conducta actual y de la reforma futura de los presos. Se aumenta la seguridad pública, haciendo una economía para el Estado. Se instituye un nuevo instrumento de gobierno por medio del cual un hombre solo se encuentra revestido de un poder muy grande para hacer el bien y de ninguno para hacer el mal.
El principio panóptico puede adaptarse con éxito a todos los establecimientos donde hay que reunir la inspección y la economía; no está necesariamente ligado con ideas dc rigor: se pueden suprimir las rejas de fierro; es posible establecer comunicaciones; la inspección puede volverse cómoda y no molesta. Una fábrica, una manufactura construida conforme a este plan, da a sólo un hombre la facilidad de dirigir los trabajos de muchos; y las diversas separaciones pueden estar abiertas o cerradas, permitiendo las distintas aplicaciones del principio. Un hospital panóptico no toleraría ningún abuso de negligencia ni en la limpieza, ni en la ventilación, ni en la administración de los medicamentos: una mayor división de aposentos serviría para mejor separar las enfermedades; los tubos de hojalata permitirían a los enfermos una comunicación continua con sus enfermeros: un ventanal interior, en lugar de rejas, les dejaría a su elección el grado de temperatura; una cortina podría ocultarlos de las miradas. Finalmente, este principio puede aplicarse con acierto a escuelas, cuarteles, a todos los empleos en los que un hombre solo está encargado del cuidado de varios. Por medio de un panóptico, la prudencia interesada de un solo individuo garantizaría el éxito mejor que la probidad de un gran número en cualquier otro sistema.