HAY en nuestra vida momentos en que dedicamos cierto amor y conmovido respeto a la naturaleza en las plantas, minerales, animales, paisajes, así como a la naturaleza humana en los niños, en las costumbres de la gente campesina y de los pueblos primitivos, no porque agrade a nuestros sentidos, ni tampoco porque satisfaga a nuestro entendimiento o gusto (en ambos respectos puede a menudo ocurrir lo contrario), sino por el mero hecho de ser naturaleza. Todo espíritu afinado que no carezca por completo de sentimientos lo experimenta cuando se pasea al aire libre, cuando vive en. el campo o cuando se detiene ante los monumentos de tiempos pasados; en suma, cuando el aspecto de la simple naturaleza lo sorprende en circunstancias y situaciones artificiales. En este interés, que no pocas veces llega a ser necesidad, se fundan muchas de nuestras aficiones, por ejemplo a flores y animales, a los jardines sencillos, a los paseos, al campo y sus habitantes, a muchas creaciones de la antigüedad remota, siempre que no entre en ello la afectación, ni algún otro interés accidental, Pero este modo de interés hacia la naturaleza nace sólo bajo dos condiciones. En primer lugar, es absolutamente necesario que el objeto que nos lo inspira sea naturaleza o por lo menos que lo consideremos como tal; y luego, que sea ingenuo (en el más amplio significado de la palabra), es decir, que en él la naturaleza contraste con el arte y lo supere. Cuando esto último se agrega a lo primero, y sólo entonces, resulta ingenua la naturaleza.
La naturaleza, desde este punto de vista, no radica en otra cosa que en ser espontáneamente, en subsistir las cosas por sí mismas, en existir según leyes propias e invariables.
Es indispensable que admitamos tal concepción si hemos de tomar interés en semejantes fenómenos. Aunque a una flor artificial pudiera dársele la más acabada y engañosa apariencia de naturaleza, aunque la ilusión de lo ingenuo en las costumbres pudiera llevarse hasta el máximo grado, al descubrir que era una imitación quedaría sin embarga anulado el sentimiento a que nos referimos.
De esto se desprende que tal manera de complacencia en la naturaleza no es estética, sino moral; porque no es producida directamente por la contemplación, sino por intermedio de una idea. Tampoco se rige de ninguna manera por la belleza de las formas. ¿Pues qué tendría por sí misma de tan agradable una insignificante flor, una fuente, una piedra cubierta de musgo, el piar de los pájaros, el zumbido de las abejas? ¿Qué es lo que podría hacerlos hasta dignos de nuestro amor? No son esos objetos mismos, es una idea representada por los objetos los que amamos en ellos la serena vida creadora, el silencioso obrar por sí solo, la existencia según leyes propias, la necesidad interior, la unidad eterna consigo mismo.
Son lo que nosotros fuimos; son lo que debemos volver a ser. Hemos sido naturaleza, como ellos, y nuestra cultura debe volvernos, por el camino de la razón y de la libertad, a la naturaleza. Al mismo tiempo son, pues, representaciones de nuestra infancia perdida, hacia la cual conservamos eternamente el más entrañable cariño; por eso nos llenan de cierta melancolía. Son a la vez representaciones de nuestra suprema perfección en el mundo ideal; por eso nos conmueven de sublime manera.
Pero su perfección no es mérito suyo, porque no es obra de su libre albedrío. Nos conceden, pues, el peculiarísimo placer de que sean nuestros modelos sin humillarnos. Manifestación permanente de la divinidad, están en torno nuestro, pero más bien confortándonos que deslumbrándonos. Lo que determina su carácter es precisamente lo que le falta al nuestro para alcanzar su perfección; lo que nos distingue de ellos es precisamente lo que a su vez les falta a ellos rara alcanzar la divinidad. Nosotros somos libres, y ellos determinados; vosotros variamos, ellos permanecen idénticos. Pero sólo cuando lo uno y lo otro se unen cuando la voluntad obedece libremente a la ley de la necesidad, y la razón hace valer su norma a través de todos los cambios de la fantasía- es cuando surge lo divino o el ideal. Así, siempre vemos en ellos aquello de que carecemos, pero por lo que somos impulsados a luchar, y a lo cual, aunque nunca lo alcancemos, debemos esperar acercarnos, sin embargo, en progreso infinito. Vemos en nosotros una ventaja que a ellos les falta, y de la cual no pueden participar nunca (así en el caso de los irracionales) o a lo sumo (como en el caso de los niños) no de otro modo que siguiendo nuestro propio camino. Nos procuran por lo tanto el más dulce goce de nuestra humanidad como idea, aunque a la vez deben necesariamente humillarnos si consideramos nuestra humanidad en una situación determinada.
Como este interés por la naturaleza se funda en una idea, sólo puede manifestarse en espíritus que sean sensibles a las ideas, esto es, en espíritus morales. La gran mayoría de los hombres no hacen más que fingirlo, y la difusión de este gusto sentimental en nuestra época que se traduce, particularmente desde la aparición de cierta literatura, en viajes sentimentales, jardines y paseos amanerados, y otras aficiones de ese género- no prueba de ningún modo la difusión de esa forma de sensibilidad. Sin embargo la naturaleza manifestará siempre algo de este efecto aun sobre el más insensible, porque ya basta para ello la propensión hacia lo moral, común a todos los hombres, y porque todos somos impulsados hacia esa meta en la idea, por más alejados que nuestros hechos estén de la sencillez y verdad de la naturaleza.
Esa sensibilidad para la naturaleza se pone de manifiesto con particular fuerza y de la manera más general ante objetos que, como los niños y los pueblos infantiles, están más estrechamente enlazados a nosotros y nos llevan tanto mejor a reflexionar sobre nosotros mismos y sobre lo que tenemos de artificial. Es un error creer que lo que en ciertos momentos hace que nos detengamos con tanta emoción. ante los niños sea la representación de su impotencia. Podrá ser ése el caso de quienes frente a la debilidad nunca suelen sentir otra cosa que su propia superioridad. Pero el sentimiento a que me refiero (y que sólo ocurre en disposiciones morales muy particulares y no debe confundirse con el que provoca en nosotros la alegre actividad de los niños) es más bien humillante que favorable para el amor propio; y aunque hubiera allí una virtud, no estaría ciertamente de nuestro lado. Si nos conmovemos, no es porque miremos al niño desde la altura de nuestra fuerza y perfección, sino porque desde la limitación de nuestro estado, inseparable de la determinación ya definitivamente alcanzada, elevamos la vista hacia la infinita posibilidad que tiene el niño de ser determinado, y hacia su inocente pureza; y a nuestro sentimiento, en tales ocasiones, se mezcla demasiado visiblemente cierta melancolía, para que pueda desconocérsele esta fuente. En el niño está representada la disposición y la determinación; en, nosotros su realización, que se queda siempre infinitamente rezagada con respecto a aquéllas. De ahí que el niño sea para nosotros una actualización del ideal; no por cierto del ideal realizado, sino del señalado; y así, lo que nos conmueve no es de .ningún modo la representación de su debilidad y de sus límites, sino, muy por el contrario, la de su pura y libre fuerza, su integridad, su infinitud. Para el hombre dotado de moralidad y sensibilidad el niño pasa a ser por eso un objeto sagrado, esto es, un objeto tal que con la grandeza del factor ideal aniquila todo factor empírico y vuelve a ganar sobradamente ante la razón lo que puede haber perdido ante el entendimiento.
Justamente de esta contradicción entre el juicio de la razón y el del entendimiento nace el peculiarísimo fenómeno del sentimiento mixto que el pensar ingenuo suscita en nosotros. Combina la simplicidad infantil con la pueril; por esta última presenta un punto vulnerable al entendimiento y provoca esa sonrisa con que damos a conocer nuestra superioridad (teorética). Pero en cuanto tenemos motivo de creer que la simplicidad pueril es al mismo tiempo infantil, y que por lo tanto su fuente no es falta de entendimiento, no es incapacidad, sino una fuerza superior (práctica), un corazón lleno de inocencia y verdad que por grandeza interior desprecia el auxilio del arte, entonces se desvanece aquel triunfo del intelecto, y la burla de la simpleza se vuelve admiración de la simplicidad. Nos sentimos obligados a respetar el objeto que antes nos había hecho sonreír y, echando una ojeada en nosotros mismos, a lamentar que no nos parezcamos a él. Así surge el fenómeno, tan particular, de un sentimiento en que confluyen la burla alegre, el respeto y la melancolía.
Para lo ingenuo se requiere que la naturaleza venza al arte, ya sea contra lo que la persona sabe y quiere, ya con su plena conciencia.
El primer caso es el de lo ingenuo en la sorpresa, que nos divierte; el otro es el de lo ingenuo del carácter, que nos conmueve.
Para lo ingenuo en la sorpresa, la persona debe ser moralmente capaz de negar a la naturaleza; para lo ingenuo del carácter no debe serlo, pero no tenemos que imaginarla como físicamente incapaz de ello, si es que ha de causarnos impresión de ingenuidad. Las acciones y dichos de los niños no nos darán, pues, una pura impresión de ingenuidad sino en la medida en que no nos recuerden su ternura, que se deja muy bien enlazar como juego a esa risa de buen corazón, y que, en realidad, se enlaza ordinariamente con ella, compensando al mismo tiempo, aveces, en el que la ocasiona, su confusión, por no estar aún picardeado como los hombres" [Traducción de García Morente]. Confieso que esta explicación no me satisface del todo, principalmente porque atribuye a lo ingenuo en general algo que, en todo caso, sólo es verdad de una de sus especies: lo ingenuo en la sorpresa, a que me referiré luego. Cierto es que nos mueve a risa quien por su ingenuidad nos ofrece un blanco, y en muchos casos esta risa puede brotar de una expectativa previa que se resuelve en nada. Pero también la forma más noble de la ingenuidad, la ingenuidad de carácter, provoca siempre una sonrisa. que sin embargo difícilmente podría tener su causa en una expectativa malograda, sino que en general ha de explicarse sólo por el contraste entre una determinada manera de proceder y las formas ya admitidas y esperadas. Dudo también de que el pesar que en este modo de ingenuidad se mezcla a nuestro sentimiento sea por la persona ingenua y no más bien por nosotros mismos o aún por la humanidad en general, cuya decadencia recordamos por tal motivo. Es, con sobrada evidencia, una tristeza moral que debe tener un objeto más noble que los males físicos que amenazan ala sinceridad en la vida ordinaria; y este objeto quizás no pueda ser otro que la pérdida de la veracidad y de la sencillez en la humanidad.
incapacidad para el arte y sólo consideramos, en general, el contraste entre su naturalidad y nuestro artificio. Lo ingenuo es una modalidad de niño allí donde ya no se espera, y, por lo mismo, no puede en realidad atribuirse a la infancia en su sentido más estricto.
Pero en ambos casos, en la ingenuidad de sorpresa como en la de carácter, la razón debe estar de parte de la naturaleza y contra el arte.
Sólo con esta última determinación queda completado el concepto de lo ingenuo. El afecto es también naturaleza y la regla de la decencia es cosa artificial; pero la victoria del afecto sobre la decencia es todo menos ingenuidad. Si ese mismo afecto triunfa en cambio sobre el artificio, sobre la falsa decencia, sobre la simulación, no vacilamos en llamarlo ingenuo.
Se requiere, pues, que la naturaleza triunfe sobre el arte, no por su violencia como factor dinámico, sino por su forma como factor moral; en suma, no en cuanto necesidad exterior, sino en cuanto necesidad interna. Lo que debe haber procurado la victoria a la naturaleza, no es lo insuficiente sino lo ilícito del arte; pues lo primero es carencia, y nada de lo que proviene de la carencia puede dar nacimiento al respeto. Si bien es verdad que en lo ingenuo de sorpresa siempre es la preponderancia del afecto y cierta falta de reflexión lo que pone de manifiesto a la naturaleza, esa falta y esa preponderancia no constituyen todavía lo ingenuo, sino que ofrecen sólo la ocasión para que la naturaleza obedezca sin estorbo a su contextura moral, es decir, a la ley de la armonía.
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