Sería un poco ridículo para mí tratar de exponer el estado del mundo mediático a individuos que lo conocen mejor que yo. A personas que se hallan entre las más poderosas del mundo, con ese poder que no es sólo el del dinero sino el que el dinero puede dar sobre los espíritus. Ese poder simbólico que en la mayoría de las sociedades era propio del poder político o económico y hoy está en las manos de las mismas personas, aquellas que detienen el control de los grandes grupos de comunicación, es decir, del conjunto de los instrumentos de difusión de los bienes culturales.
Me encantaría someter a estas personas tan influyentes a un interrogatorio similar al que Sócrates planteaba a los poderosos de su tiempo. No estoy en condiciones de hacerlo, pero de todos modos quisiera arrojar algunas preguntas -que a estas personas seguramente ni se les ocurren, en especial porque no tienen tiempo- que remiten todas a una sola: Amos del mundo, ¿acaso ustedes dominan su dominio? O para decirlo más sencillamente, ¿saben qué es lo que están haciendo y todas las consecuencias que ello acarrea? Preguntas a las cuales Platón respondía con una fórmula célebre que sin duda también se aplica aquí: "Nadie es malvado voluntariamente".
Nos dicen que la convergencia tecnológica y económica de lo audiovisual, las telecomunicaciones y la informática y la confusión de las redes hacen que las protecciones jurídicas se vuelvan completamente inoperantes e inútiles; nos aseguran que la profusión tecnológica ligada a la multiplicación de los canales temáticos responderá a la demanda potencial de los consumidores más diversos y que gracias esta explosión of media choices todas las demandas recibirán una oferta adecuada; en suma, que todos los gustos conseguirán satisfacerse. Afirman que la competencia, en especial cuando está asociada al progreso tecnológico, es sinónimo de "creación". Podría ilustrar cada una de mis aserciones con decenas de referencias y citas que me harían caer en la redundancia. (...)
Sin embargo, también nos dicen que la competencia de los nuevos ingresantes, mucho más poderosos -que provienen de las telecomunicaciones y la informática- es tan fuerte que al ámbito audiovisual le cuesta cada vez más resistir; que las cifras de derechos, en especial en materia de deportes, son cada vez más elevadas; que todo lo que producen y hacen circular los nuevos grupos de comunicación tecnológica integrados económicamente -desde publicidades de televisión hasta libros, películas o juegos televisivos- debe recibir el mismo trato que cualquier otra mercancía; y que este producto industrial estándar tiene que obedecer por lo tanto a la ley común, la del beneficio, fuera de toda excepción cultural sancionada por limitaciones reglamentarias, como el precio único en los libros o las restricciones de difusión. Nos dicen finalmente que la ley del beneficio, es decir, la ley del mercado, es claramente democrática, pues otorga el triunfo al producto plebiscitado por la mayoría.
Deberíamos confrontar cada una de estas "ideas" no con otras ideas -correríamos el riesgo de pasar por ideólogos perdidos en las nubes- sino con hechos: a la idea de la diferenciación y diversificación extraordinaria de la oferta podríamos oponerle la extraordinaria uniformización de los programas de televisión; las múltiples redes de comunicación tienden cada vez más a difundir -a menudo a la misma hora- el mismo género de productos, juegos, soap operas, música comercial, melodramas sentimentales del tipo telenovela, series policíacas que da igual que sean francesas, como Navarro, o alemanas, como Derrick, y tantos otros productos surgidos de la búsqueda de beneficios máximos con costos mínimos; o, en un ámbito muy diferente, la homogeneización creciente de los periódicos y, sobre todo, de las revistas semanales.
Otro ejemplo. A las "ideas" de competencia y diversificación podríamos oponerle la concentración extraordinaria de los grupos de comunicación. La suma de las actividades de producción, explotación y difusión desencadena abusos de posición dominante que favorecen a las películas de la misma empresa: Gaumont, Pathé y UGC proyectan el 80% de las películas de exclusividad presentes en el mercado parisino; habría que mencionar también la proliferación de cines multiplex que incurren en una competencia desdeal con las pequeñas salas independientes, condenadas a menudo a cerrar sus puertas.
Pero lo esencial es que las preocupaciones comerciales y en particular la búsqueda del beneficio máximo a corto plazo se imponen más y más en el conjunto de las producciones culturales. De esta manera, en la edición de libros -ámbito que he estudiado de cerca- las estrategias de los editores se limitan a orientarse inequívocamente hacia el éxito: cuando las editoriales están integradas por grupos multimedias deben extraer tasas de beneficio muy elevadas.
Es momento de empezar a plantear preguntas. Hablé de producciones culturales. ¿Acaso se puede seguir hablando hoy, y se podrá seguir haciéndolo mañana, de producciones culturales y de cultura? A quienes construyen el nuevo mundo de la comunicación y son construidos por él les gusta evocar el problema de la velocidad, los flujos de información y las transacciones que se vuelven cada vez más rápidas; en parte tienen razón cuando piensan en la circulación de la información y en la rotación de los productos. Dicho esto, la lógica de la velocidad y del beneficio que se reúnen en la búsqueda del beneficio máximo a corto plazo -el rating para la televisión, el número de lectores para los libros y diarios y la cantidad de espectadores para las películas- me parecen difícilmente compatibles con la idea de cultura. Como decía Ernst Gombrich, el gran historiador del arte, cuando las "condiciones ecológicas del arte" se destruyen, éste y la cultura no tardan en morir.
A modo de prueba, podría contentarme con mencionar lo que resultó del cine italiano, que fue uno de los mejores del mundo y que sobrevive sólo gracias a un puñado de cineastas, o del cine alemán o del de Europa del Este. O la crisis que conoce en todas parte el cine de autor por la falta, entre otras cosas, de circuitos de difusión. Y ni hablemos de la censura que los distribuidores pueden imponer a ciertas películas como la de Pierre Carles, que no por casualidad versaba acerca de la censura en los medios. O incluso el destino de una radio cultural como France Culture, uno de los pocos lugares de libertad frente a la presión del mercado y del marketing editorial, que hoy está entregada a la liquidación en nombre de la modernidad, el rating y las connivencias mediáticas.
Pero únicamente podemos comprender realmente lo que significa la reducción de la cultura al estado de producto comercial si recordamos cómo se constituyeron los universos de producción de las obras que consideramos universales en el terreno de las artes plásticas, la literatura o el cine. Todas las obras expuestas en los museos, todas esas obras de la literatura que se convirtieron en clásicos, todas esas películas conservadas en las cinematecas y en los museos del cine son el producto de universos sociales que se conformaron de a poco, liberándose de las leyes del mundo ordinario y en particular de la lógica del beneficio. Pensemos en el siguiente ejemplo: el pintor del quattrocento tuvo que luchar contra los apoderados para que su obra dejara de ser tratada como un simple producto y evaluada en función de la superficie pintada y de los colores empleados; debió pelear para obtener el derecho de firmar, es decir, el derecho de ser tratado como un autor; debió combatir por la singularidad, la unicidad, la calidad y gracias a la colaboración de los críticos, biógrafos y profesores de historia del arte se impuso como artista, como "creador".
Pero todo esto es lo que se encuentra hoy amenazado por la reducción de la obra a un mero producto o mercancía. Las luchas actuales de los cineastas por el final cut y contra la pretensión del productor de retener el derecho final sobre la obra son el equivalente exacto de los esfuerzos del pintor del quattrocento. Fueron necesarios casi cinco siglos para que los pintores obtuvieran el derecho de escoger los colores empleados, la manera de emplearlos, y luego el derecho de elegir el tema, en especial haciéndolo desaparecer, con el arte abstraco, para gran escándalo del apoderado burgués. Asimismo, para tener un cine de autor hace falta todo un universo social, pequeñas salas y cinematecas que proyecten películas clásicas y que sean visitadas por los estudiantes, cineclubs dirigidos por profesores de filosofía formados por la frecuentación de dichas salas, críticos bien preparados que escriban en los Cahiers du cinéma (Revista de cine), cineastas que hayan aprendido su oficio viendo películas que reseñaban en esos Cahiers, en fin, todo un medio social en el cual un cierto tipo de cine sea reconocido como valioso.
Estos universos sociales están bajo amenaza por la irrupción del cine comercial y el dominio de los grandes difusores, con los cuales deben contar los productores -salvo cuando éstos también trabajan de difusores-: son la culminación de una larga evolución y hoy se hallan en un proceso de involución. Presenciamos una regresión de la obra al producto, del autor al ingeniero o al técnico que utiliza los famosos efectos especiales o acude a grandes estrellas, recursos extremadamente costosos, para manipular o satisfacer las pulsiones primarias del espectador, pulsiones a menudo anticipadas gracias a las investigaciones de otros técnicos: los especialistas en marketing. Y sin embargo sabemos todo el tiempo que hace falta para crear creadores, es decir, espacios sociales de productores y receptores en el interior de los cuales aquellos puedan aparecer, desarrollarse y tener éxito.
Reintroducir el reino del comercio y de lo "comercial" en universos que muy lentamente se habían construido contra él es poner en peligro las obras más altas de la humanidad, el arte, la literatura e incluso la ciencia. No creo que alguien realmente pueda desear eso. Por tal razón al comienzo recordaba la célebre fórmula platónica: "Nadie es malvado voluntariamente". Si las fuerzas de la tecnología aliadas con las fuerzas de la economía, la ley del beneficio y de la competencia amenazan la cultura, ¿qué podemos hacer para contrarrestarlas? ¿Qué podemos hacer para fotalecer las chances de aquellos que sólo pueden existir en los plazos largos, aquellos que, como los pintores impresionistas de otro tiempo, trabajan para un mercado póstumo? Me refiero a los que se esfuerzan para que sobrevenga un nuevo espacio, en oposición a quienes se someten a las exigencias del mercado actual y reciben beneficios inmediatos, materiales, económicos o simbólicos (premios, condecoraciones o renombre académico).
La elección no es entre la "globalización", es decir, la sumisión a las leyes del comercio y en consecuencia al reino de lo "comercial" -que siempre se distingue de lo que casi universalmente se entiende por cultura- y la defensa de las culturas nacionales o tal o cual forma de nacionalismo o localismo cultural. Los productos kitsch de la "globalización" comercial, la película de entretenimiento con efectos especiales o incluso la world fiction cuyos autores pueden ser italianos o ingleses, se contrapone a los productos de la internacional literaria, artística y cinematográfica cuyo centro está en todas partes y en ninguna, aun si por mucho tiempo se halló en París, Londres o Nueva York, sedes de una tradición nacional de internacionalismo artístico. Así como Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett o Gombrowicz, productos puros de Irlanda, Estados Unidos, Checoslovaquia o Polonia florecieron en París, muchos cineastas contemporáneos como Kaurismaki, Manuel de Olivera, Satyajit Ray, Kieslowski, Woody Allen, Kiarostami -y tantos otros- deben sus logros a esa internacional literaria, artística y cinematográfica situada en París. Sin duda porque allí, por razones estrictamente históricas, ese microcosmos de productores, críticos y receptores informados que resulta tan vital se constituyó hace mucho tiempo y pudo sobrevivir hasta hoy.
Insisto: lleva muchos siglos crear productores que trabajen para mercados póstumos. Colocar por un lado una "globalización" supuestamente vinculada al poderío económico-comercial, al progreso y la modernidad y por otro un nacionalismo atado a formas arcaicas de conservación de la soberanía no ayuda a comprender el problema. En realidad presenciamos una lucha entre una potencia comercial que pretende expandir universalmente los intereses particulares del comercio y de sus amos y una resistencia cultural basada en la defensa de las obras universales producidas por la internacional desnacionalizada de los creadores.
Quisiera terminar con una anécdota histórica también ligada a la cuestión de la velocidad y que en mi opinión señala bastante bien las relaciones que un arte liberado de las presiones del comercio podría mantener con los poderes temporales. Se cuenta que Miguel Angel empleaba tan pocas formas protocolares en su vínculo con el Papa Julio II, su apoderado, que éste se veía obligado a sentarse muy rápido para impedir que Miguel Angel se sentara antes que él. En cierto sentido, podría decir que aquí he intentado perpetuar, muy modestamente, pero con total fidelidad, la tradición inaugurada por Miguel Angel: distanciarse de los poderes y muy especialmente de esas nuevas fuerzas que se apoyan en el dinero y en los medios.