En el ya lejano verano de 1954 me fui a Suecia a hacer prácticas ingenieriles. Me tocó servir en la construcción del hospital municipal de Ljungby, un pequeño pueblo del sur donde el tiempo caía a plomo; donde en los ratos de ocio y en las fiestas de guardar fui introducido en cierta clase de diversiones de las que sólo tenía noticia por el cine o por la lectura de cuentos y novelas nórdicas: paseos en barca, excursiones por el bosque a recoger frambuesas, bailes campestres, fiestas de cangrejos y desconocidas competiciones deportivas que pusieron punto final a una primera juventud todavía apegada al balón y al pedal. En fin, que a las dos semanas de estancia en Ljungby me pasaba las tardes leyendo en inglés, idioma que entonces empezaba a conocer, muy rudamente.
Me dedicaba a libros fáciles: novelas de reconocida sencillez estilística y obras de divulgación científica. Entre éstas últimas hubo una que me hizo mella: un libro de oceanografía -en el más ancho sentido de la palabra- que trataba del mar en todos sus aspectos; era The Sea Around Us de Rachel Carson, publicado en América unos años atrás con gran éxito. Al final de su libro la autora recomendaba una serie muy breve de lecturas, para deleite de quienes estuvieran interesados en el tratamiento científico del mar, y para mi sorpresa -entre cinco o seis títulos de un carácter muy diferente- incluía The Mirror of the Sea de Joseph Conrad.
Ocho o diez años antes yo había leído mucho Conrad en castellano, en casa de mi abuelo, en las ediciones de Montaner y Simón. Creía -y estaba equivocado- haber leído todas las novelas, cuentos y relatos de Conrad, y aquel título desconocido me intrigó por partida doble; así que al final de aquel verano, en el viaje de vuelta a España, me dediqué a buscarlo en las librerías de Estocolmo, Copenhague y Amsterdam, bien surtidas de volúmenes ingleses, sin ningún resultado. Pero he aquí que en París lo encontré en francés, publicado por Gallimard: Le miroir de la mer .
Yo no sé si con tales preparaciones lo único que había hecho era abonar mi espíritu para el cultivo de aquella planta. Si lo cierto es que tales expectativas la mayoría de las veces acaban en desengaño, en esa ocasión se produjo lo esperado, por fortuna. El libro me proporcionó una impresión indeleble y la seguridad de haber topado con una prosa exacta, acabada, perfectamente trabajada, ensamblada y estanca como los cascos de los buques que describía. Diez años más tarde, cuando compuse mi primer volumen de ensayos literarios -para «hilvanar y agrupar ciertos comentarios que habían surgido de unas cuantas lecturas elegidas tan sólo a partir de una predilección»-, no pude por menos de mencionar El espejo del mar para traerlo en apoyo de alguna de las tesis sobre el estilo. En un capítulo de ese primer libro, titulado "Algo acerca del buque fantasma", vine a decir: «Leyendo The Mirror of the Sea se apercibe uno de hasta qué punto le bastaba (a Conrad) sujetarse al tema para extraer de él todo su jugo y cómo la invención del misterio no podía ser otra cosa, en sus manos, que un insulto a esa sutil, versátil y compleja vida del mar . . .».
De esa idea y de ese aprecio por El espejo del mar, yo no me he apartado un punto. Su relectura en castellano, al cabo de tantos años, sólo ha servido para avivar la predilección y confirmar para mí mismo el veredicto. Es un libro que no tiene desperdicio y, más que eso, que, escrito sin prisa, provoca de manera indefectible esa clase de lectura mansa que sin ningún tipo de avidez por lo que procederá se recrea en la lenta progresión de una sentencia o de una imagen, tan armónica y rítmicamente trazada desde su inicio que su conclusión casi roza la catástrofe. Una muestra, el arranque del capítulo "En cautividad": «Un barco en una dársena, rodeado de muelles y de los muros de los almacenes, tiene el aspecto de un preso meditando sobre la libertad con la tristeza propia de un espíritu libre en reclusión. Cables de cadena y sólidas estachas lo mantienen atado a postes de piedra al borde de una orilla pavimentada, y un amarrador, con una chaqueta con botones de latón, se pasea como un carcelero curtido y rubicundo, lanzando celosas, vigilantes miradas a las amarras que engrillan el barco inmóvil, pasivo y silencioso y firme, como perdido en la honda nostalgia de sus días de libertad y peligro en el mar».
La vida literaria de Conrad se extendió a lo largo de treinta años, entre 1895 y 1924. En el primer tercio de ese período lo consiguió todo en el campo literario que se había propuesto cultivar. Un estilo de enorme poder, una altura de dicción y de pensamiento frente a la que, en el panorama de la novela inglesa de su tiempo, sólo la de Henry James resistiría la comparación, y una capacidad de creación que le permitiría llevar su arte allí donde él se lo propusiera. Al final de ese tercio -y acaso como remate de una época tan intensa- escribió este libro de memorias e impresiones con el que, libre de las obligaciones -aparentemente inexistentes pero formalmente imprescindibles- impuestas por la ficción, pudo dar libre rienda a su estilo. A veces el estilo ha de desvanecerse ante las imposiciones del relato, y a veces la mejor forma de tratar una página sea desproveerla de un sello propio; ciertas frases vienen dadas de fuera y el escritor se tendrá que limitar a engastarlas en su texto; en ocasiones son unas pocas oraciones o algunas páginas y en otras pueden ser secuencias enteras o personajes que por su propia configuración requieren ese tratamiento. Constituyen ejemplos de un cierto sacrificio de las propias convicciones -entiéndase literarias y estilísticas, ya que de otras toda buena novela debe estar siempre saturada- que el buen narrador no vacila nunca en llevar a cabo a fin de completar ese mosaico en el que no todas las piezas a fortiori han de ser de su predilección. Todo buen lector de Conrad habrá reparado más de una vez en las desigualdades en que abunda su prosa, timbradas sin duda por la voluntaria inhibición estilística que había de aventurar para respetar la identidad propia de un fragmento. No me parece que esté de más añadir que esa voluntaria heterogeneidad es mucho más manifiesta en sus novelas extensas que en sus novelas cortas - Youth, The Brute, The End of the Tether, Heart of Darkness, The Secret Sharer, The Shadow Line , etc.-, que sin duda forman el Himalaya de su producción. No podía ser de otra manera; en esas piezas -de entre treinta y cien páginas de extensión cada una- el escritor elige una situación y unos pocos personajes, a veces uno solo, de su predilección, seleccionados de suerte que el estilo se pueda recrear en ellos a su albedrío, sin grandes ni graves intervenciones de entes -cosas y personas- un tanto ajenos a su mundo y un tanto neutros para la expresión de su concepción de él, pero imprescindibles para la continuidad y armonía del relato. Por el contrario, en la novela extensa -y cualquiera que sea, Nostromo , Chance , Victory o incluso The Secret Agent - tales irrupciones de la entidad anestilizada -y perdóneseme el término, pero no he encontrado nada mejor- no sólo son sino que tienen que ser tan numerosas como frecuentes. (Al llegar aquí debo confesar que tal vez la prevención a dar entrada en la obra propia a tan incómodos sujetos me ha llevado a cometer algunos abusos narrativos difícilmente más perdonables que la admisión de personas de reputación dudosa.)
Pues bien, en The Mirror of the Sea no hay una sola página de estilo menor, no hay un solo personaje o frase de reputación dudosa, nadie viene de fuera con voz propia. Todo el libro es Conrad cien por cien, y, además, el mejor Conrad, el que sabía dibujar un hecho del mar con la más perfecta forma literaria, y el que sabía ilustrar un acontecimiento narrativo con la más acertada imagen marinera. Y al respecto quiero señalar de este libro un capítulo en particular, "Soberanos de este y oeste", donde desde el principio hasta el fin, y bajo el pretexto de una descripción de los vientos, Conrad larga un discurso sobre el poder y la fuerza que bien podría haber salido de un Macbeth calado con la gorra de capitán.
Y diré algo también sobre esta traducción. No creo que exista -ni será fácil que se repita- una traducción de Conrad de tal perfección. Soy testigo del inmenso trabajo que se ha tenido que tomar Javier Marías -quien está a punto de convertirse en un Erasmo de la traducción- para concluir esta labor que, me consta, ha estado en varias ocasiones en un tris de arrastrarle al abandono. Ha tenido que ser un trabajo, más que arduo, irritante. El lector se apercibirá pronto de un primer grado de dificultad en cuanto se enfrente con tal número de términos marineros, que no forman parte, ni mucho menos, del habla de tierra adentro ni, por lo general, están en el diccionario inglés-español. Teniendo que recurrir a la ayuda de un especialista, es comprensible que se pierda la paciencia, pues no sólo no se conoce el equivalente castellano del término inglés, sino que tampoco se sabe lo que es una cosa que se ha podido ver pero en la que no se ha reparado y por consiguiente necesita explicación. Pero con ser esa una gran dificultad -nada desdeñable- no es la mayor que presenta el texto. Para mí la mayor dificultad reside, naturalmente, en conseguir el equivalente de ese estilo espiral, enrevesado, siempre alto de tono y escurridizo, tan escurridizo como peligroso. Un estilo que los ingleses llaman de manera bastante gráfica convoluted, y que al traductor poco precavido le puede hacer caer en los mayores ridículos, como demostraron -asaz cumplidamente- los hombres de Montaner y Simón. Si Javier Marías ha logrado -no sin mucho esfuerzo- dar con la mejor expresión de Conrad en castellano, no será en balde. Será para beneficio del afortunado lector que lo lea, pero también para su propio provecho; pues yo creo que una traducción de éstas forma de tal manera que lo que sale de ella es el estilo, bastante conforme con el de Conrad, de Javier Marías.
JUAN BENET
1981