Berlin, el pensador liberal más relevante del siglo xx, no rehúye, en este adelanto de libro póstumo que presentamos en exclusiva para los lectores de lengua castellana, el arte de las definiciones y explica cuál es su concepto de libertad política y cómo debe ser entendida a partir de la ausencia de restricciones.
Isaiah Berlin escribió el primer borrador del libro Political Ideas in the Romantic Age (Ideas políticas en la era romántica) a principios de los años cincuenta, para un curso de conferencias que pronunció en el Bryn Mawr College de Pensilvania, en 1952. Aunque después Berlin revisó el manuscrito a conciencia con miras a publicarlo, nunca terminó de hacerlo a su entera satisfacción. Ahora, en el 2006, por fin el texto se publica. El fragmento que presentamos aquí pertenece al inicio del capítulo tres del libro, titulado “Dos conceptos de libertad: el romántico y el liberal”, donde Berlin ofrece la que quizá puede considerarse su declaración más clara y completa sobre la postura liberal que avaló, esencialmente, en su famoso discurso “Two Concepts of Liberty” (“Dos conceptos de libertad”). Las nociones de libertad “positiva” y “negativa” de su discurso corresponden, respectivamente, a los conceptos de libertad “romántica” y “liberal” a los que alude en el capítulo inaugural del libro. Es ahí, en la concepción negativa y liberal de la libertad, donde radican las simpatías más fuertes de Berlin.
Al igual que la mayoría de las palabras que han desempeñado un papel importante en la historia de la humanidad, los términos “libertad humana” y “liberación” conllevan múltiples significados. Sin embargo, parece haber uno que es nuclear, central, mínimo, común a las diversas acepciones de la palabra, y que significa “ausencia de restricciones”. Más específicamente, ausencia de coacción por parte de congéneres específicos o sin especificar. Hay sentidos en los que la palabra “libertad” no se utiliza de esa forma, en los que resulta natural hablar del libre movimiento de las extremidades humanas, o del libre juego de la imaginación, o de liberarse del dolor, o de liberarse de los obstáculos de la vida terrenal. Pero cuando hablamos de libertad política esos sentidos parecen casi metafóricos y, a menudo, el intento de hacerlos entrar en juego sólo ensombrece el asunto.
Las pugnas de individuos, grupos o comunidades por obtener libertad por lo general se conciben como intentos de individuos particulares por destruir o neutralizar el poder que, poseído o utilizado por algún otro individuo o grupo de personas, los limita para llevar a cabo sus propios deseos. Y el partido de la libertad, al contrario de quienes desean mantener algún tipo particular de autoridad –la de un monarca, la Iglesia, la aristocracia hereditaria, una compañía comercial, una asamblea soberana, un dictador, a veces disfrazados de agencias impersonales (“el Estado”, “la ley”, “la nación”), pero de hecho siempre conformadas por individuos, vivos o muertos– está compuesto por personas que se oponen a una forma de restricción existente o en ciernes. Ellos mismos pueden estar a favor de alguna otra forma específica de autoridad –digamos la de un cuerpo democrático, o una federación de unidades constituida de diversas formas–, pero no se los describe como amigos de la libertad en virtud de su apoyo a la forma de autoridad que favorecen. Aunque se han atribuido muchos significados a las palabras “libertad”, “libertario”, “liberal”, siempre tendrán una mayor o menor connotación de resistencia a lo que interfiere por parte de alguien –una persona o personas, y no cosas o circunstancias– en condiciones más o menos específicas. Éste parece ser el sentido básico de la palabra “libertad” usada como término político, y el sentido en el que la esgrimen todos sus grandes paladines, en el pensamiento y en la acción, en nombre tanto de naciones como de individuos, desde Moisés y Leónidas hasta nuestros días.
En épocas modernas, la fórmula clásica del ideal de libertad es fruto del pensamiento del siglo XVIII, y culmina en las celebradas formulaciones que de ella se hacen en la Declaración de Independencia de Estados Unidos, y de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Primera República Francesa. Estos documentos hablan de derechos y, al hacerlo, se refieren a la invasión de ciertas áreas de la existencia –digamos aquellas que el hombre necesita a fin de asegurar la vida y oportunidades idóneas de felicidad; o para ser capaz de poseer una propiedad, o para pensar y hablar como lo desee, o para obtener empleo, o para participar en la vida política y social de su comunidad– y pretenden que la invasión de tales parcelas vitales se considere prohibida por la ley. En este sentido, la ley es un instrumento para prevenir usurpaciones específicas, o para castigarlas, si ocurren.
Por tanto, la libertad política es un concepto negativo: exigirla es exigir que dentro de cierta esfera a un hombre no se le prohíba hacer lo que desee, es decir, que no se le prohíba hacerlo, independientemente de que sea capaz de llevarlo a cabo o no. A un lisiado no se le prohíbe caminar erguido, aunque de hecho no pueda hacerlo. A un hombre sano tampoco se le prohíbe volar a la luna aunque, de hecho, no esté en posición de hacerlo. Sin embargo, no decimos que un hombre no es libre de volar a la luna, ni decimos que un lisiado no es libre de caminar erguido. Se han hecho esfuerzos para hablar de esta manera: se ha igualado libertad con poder. Por ejemplo, el sentido en que se dice que la ciencia hace libres a los hombres es precisamente en el sentido de que incrementa sus capacidades técnicas para sobreponerse a los obstáculos que opone la naturaleza, y también, hasta cierto punto, para desarrollar su imaginación hasta que conciba opciones que sean más realizables que las de su ignorancia o incapacidad mental previas, o lo que su así llamado estrecho horizonte mental, le habían permitido practicar hasta entonces.
Pero aunque estos usos de la palabra “libertad” son razonablemente familiares y claros, parecen, y con razón, algo metafóricos: el hecho de que yo no sea capaz de pensar en las distintas maneras de disfrutar que se le ocurren a una persona más imaginativa que yo, no hace que yo no sea libre, en el sentido en que se diría de una persona que me encierra en una habitación para evitar que yo obtenga una satisfacción que anhelo. Si soy incapaz de deshacerme de algún encaprichamiento obstinado o de una idée fixe, que me hace olvidar el mundo entero en la búsqueda frenética de un objetivo que me obsesiona, se me puede describir, sin duda, como “esclavo” de mis pasiones. Pero no soy un esclavo en el sentido literal de la palabra, y nadie me considerará un esclavo en el sentido en que el Tío Tom era esclavo de Simon Legree.
Ciertamente ambos casos tienen algo en común: hay algo que no estoy haciendo, y que podría hacer o haber hecho, pero el sentido básico o literal de la palabra “liberación” y de la palabra “libertad” parece asociarse a que la intervención deliberada de un ser humano es el obstáculo que me impide hacer esto o aquello, de perseguir mis deseos reales o “potenciales”.
Existen todo tipo de factores naturales –físicos y psicológicos– que evitan que un hombre haga lo que desea hacer, o que desee como alguien más desea o podría desear. Pero, por regla, no se considera que estos obstáculos sean objeto directo de la acción política, ni asunto de principios políticos, pues la política tiene que ver con medidas intencionales llevadas a cabo por seres humanos conscientes, preocupados por el grado de interferencia que se les permite ejercer a los unos sobre la vida de otros. Y cuando se dice que surgen obstáculos sociológicos –por ejemplo, la influencia de la educación o del ambiente social sobre el desarrollo de un hombre, que se afirma que lo frustran o mutilan de alguna manera–, no estamos del todo seguros si la frustración resultante es o no una privación de la libertad en el sentido que viene al caso.
No tenemos la certeza porque no estamos tan convencidos de los hechos de causalidad sociológica como lo estamos de los psicológicos o fisiológicos, por no mencionar la causalidad física. Y, por lo tanto, no sabemos bien a bien si considerar esa frustración como debida a causas naturales –no a actos humanos, sino lo que en la ley se llama “fuerza mayor”, por la que no puede culparse a nadie– y, por lo tanto, no se trata en absoluto de un caso de esclavitud u opresión en el sentido político, o debido a un comportamiento de los seres humanos que se puede prever, y por lo tanto, un caso de clara privación de la libertad por parte de alguien a manos de alguien más, en el sentido en que se espera que sus defensores luchen por ella, y de vez en cuando la garanticen.
Casos semejantes –como cuando dudamos en culpar a un individuo o a un grupo de personas por actuar de manera despótica, porque pudieron evitar comportarse así; o, por el contrario, no culparlos, ni calificar de déspota su comportamiento, porque están “socialmente condicionados” y por lo tanto no pudieron “evitarlo”–, nos hacen sentir una especie de cualidad limítrofe. Y esto en sí mismo indica que la palabra “libertad” tiene un sentido distinto en ambos casos, de los cuales el caso limítrofe forma una instancia de puente: tiene algo en común con ambos, y resulta desconcertante y problemático porque no pertenece con suficiente claridad a ninguno de los dos.
En su sentido político y no metafórico, libertad significa la ausencia de interferencia por parte de otros, y la libertad civil define el área de la cual la interferencia de otros ha sido excluida por la ley o por un código de comportamiento, ya sea “natural” o “positivo”, dependiendo de cómo se conciba la ley o el código en cuestión. Esto puede ilustrarse de manera más amplia tomando los usos de la palabra “liberación” que se consideran correctos, pero un poco ambiguos en cuanto a su fuerza: por ejemplo, la celebrada frase “libertad económica”. Lo que querían decir quienes la acuñaron es que la concesión de libertades políticas o civiles –es decir, el hecho de levantar todas las restricciones a cierto tipo de actividad en cuanto concierne a la interferencia legal– servía de poco a quienes no contaban con los recursos económicos suficientes para hacer uso de tal libertad. Quizá no exista ninguna prohibición acerca de la cantidad de comida que puede comprar un hombre, pero si no tiene recursos materiales, esa “liberación” le resulta inútil, y decirle que es libre de comprar cuanta comida quiera es burlarse de su indigencia.
A veces se dice que semejante libertad “carece de sentido”, si la persona a quien le pertenece es demasiado pobre o demasiado débil para ejercerla. Y, sin embargo, quienes abogan por la libertad política sienten que existe cierto grado de injusticia en este argumento: el hecho de que la ley no prohíba comprar una cantidad ilimitada de comida, por ejemplo, es, según afirman algunos de ellos, una libertad genuina cuya suspensión constituiría un serio revés para el progreso humano. El hecho de que los pobres no puedan beneficiarse de esta “liberación” es análogo al hecho de que un sordomudo no pueda sacar gran ventaja del derecho a la libertad de expresión o del derecho a la libertad de reunión. Un derecho es un derecho, y la libertad es la libertad, independientemente de quienes puedan o no estar en la posición de hacer uso de ambos. Y, sin embargo, se percibe que quienes hablan de libertad económica señalan un defecto genuino en una organización social que hace que los bienes materiales estén disponibles, en teoría, para aquellos que, en la práctica, no pueden adquirirlos. Señalan que esas personas son tan libres para beneficiarse de las libertades económicas como el propio Tántalo quien, rodeado de un mar infinito, es libre de beber toda el agua salada que quiera, porque no existe ningún estatuto que se lo prohíba.
Pero quizás este dilema, como muchos otros argumentos donde ambos bandos sienten que dicen algo verdadero pero mutuamente incompatible, recibe su característica de paradoja de la inevitable –y no siempre deseable– vaguedad y ambigüedad de las palabras. La mera incapacidad de hacer uso de algo que los demás no evitan que uno use –digamos un defecto biológico o mental por parte del supuesto usuario, o la incapacidad de alcanzarlo debido a alguna razón física o geográfica– ciertamente no se considera, como tal y en sí misma, una forma de falta de libertad o de “esclavitud”. Y si las reclamaciones sobre la ausencia de libertad económica fueran simples lamentos, en el sentido de que algunas personas dentro de la sociedad son, de hecho, insuficientemente ricas para obtener todo lo que necesitan –a pesar del hecho de que se puede obtener legalmente–, eso no diferiría, en principio, de las reclamaciones sobre otras incapacidades. Describirlo como ausencia de libertad sería tan absurdo como decir que tener sólo dos ojos eo ipso constituye una ausencia de libertad para tener tres ojos o un millón de ojos, lo cual –después de todo– la ley no lo prohíbe.
La admisibilidad real de la carga que el término “libertad económica” debe conllevar se deriva del hecho de que implica –sin afirmarlo siempre de manera explícita– que la incapacidad económica de los pobres no se debe meramente a factores naturales, ni a factores psicológicos o sociales “inevitables”, sino a la actividad –si no deliberada por lo menos evitable, una vez que se la atiende– por parte de individuos, clases o instituciones específicas. El pensamiento que subyace en ello es que los ricos son dueños de una porción demasiado grande de las posesiones totales de la sociedad. Ésta es la razón de que los pobres tengan tan poco y, por lo tanto, de que no puedan hacer uso de leyes que de hecho benefician sólo a los ricos.
La implicación es que los ricos pueden actuar de manera voluntaria, o pueden ser forzados a actuar, de modo tal que dejen de despojar a los pobres de los recursos que necesitan y que querrían poseer si supieran que los necesitan, y que, según los paladines de la libertad económica, obtendrían en una sociedad que fuera más justa, es decir, en una sociedad administrada de manera distinta por quienes la organizan, aunque no en una sociedad que necesariamente fuera distinta física o psicológicamente, o diferente en cualquier otro aspecto natural de la sociedad actual, que es menos justa. Lo que le da fuerza a la palabra “libertad” en la frase “libertad económica” no es que establezca una exigencia para una capacidad faltante en materia de acción, sino que indica que alguien ha despojado a alguien más de algo que le pertenece por derecho. Si se la interpreta de manera totalmente explícita, en este contexto la expresión “le pertenece” significa por lo menos que la persona o personas así despojadas pueden describirse como personas que han sufrido alguna interferencia, que han sido despojadas, se han visto menoscabadas, en el sentido en que un hombre fuerte interfiere con uno débil, o en que un ladrón despoja a su víctima.
De esta forma, “libertad” denota por lo general la ausencia de una coerción positiva, o la presencia de una restricción negativa, por parte de un grupo de seres humanos hacia otro. Los alegatos o reclamaciones de libertad a menudo se refieren a la clase particular de coerción o de restricción que, en las circunstancias específicas en cuestión, se dan para evitar que los hombres sean o actúen u obtengan algo que en ese momento desean con fervor, y cuya carencia –para bien o para mal– atribuyen al comportamiento prevenible de otros.
Ciertamente éste es el sentido clásico de palabras como “libertad” y “liberación”, en las que se denotaron los principios o “causas” en cuyo nombre –desde los albores de la civilización occidental–, los Estados, las comunidades y las Iglesias han luchado por conservar ciertas formas de organización contra la interferencia que proviene del exterior, no importa cuánto hayan creído en interferir en las vidas de los individuos dentro de tales conjuntos organizados; y, a su vez, los individuos han luchado contra la interferencia por parte de otros individuos o cuerpos, dentro o fuera de su propia comunidad, en un intento por retener, volver a ganar o ampliar el área en la que podían cumplir sus propios deseos, sin una oposición efectiva por parte de otros individuos.
La liberación es, en primera instancia, libertad contra algo; la libertad es libertad de algo. Al analizarlo, resulta que la libertad para hacer esto o aquello significa libertad respecto de las restricciones, libertad contra individuos que buscan interferir –el despejar un área contra la presión exterior–, implicando, pero no afirmando, el elemento positivo correspondiente: la existencia de deseos, ideales, políticas por parte de los seres humanos, todo lo cual no puede llevarse a cabo a menos que se cumplan las condiciones negativas necesarias para que se realicen, a menos que, de hecho, los seres humanos sean “libres” en su funcionamiento. […]
La libertad es un ideal sólo mientras está amenazado. Al igual que la guerra y la ciencia económica, su propósito esencial debería ser abolir las condiciones que lo hacen necesario. En una sociedad ideal, ésta no sería conciente de su necesidad de libertad. Porque la libertad es una mera garantía contra la interferencia, y la necesidad de tener garantías sólo se siente donde existe la conciencia de esos peligros, para evitar aquello que los promueve. La lucha por la libertad es la lucha por crear una situación en que su nombre mismo se olvide. Pero éste es un estado ideal de las cosas, y muy pocos de los pensadores cuerdos, empíricos –de los cuales descienden en gran medida los liberales que los sucedieron– quisieron suponer que era algo que se pudiera obtener por completo en la práctica, en el sentido en el que los verdaderos anarquistas –Godwin y Fourier; Stirner y Bakunin, y quizá, a veces, Condorcet– lo consideraron una posibilidad completamente práctica, factible, que sólo necesitaba ajustar algunos de los fundamentos sociales para llevarse a cabo. Por esa razón se los relega justamente a la categoría de visionarios, maniáticos y excéntricos, a menudo talentosos y fascinantes, a veces profundamente influyentes, pero siempre demostrablemente trastornados. […]
Ya sea que estén concebidos en los términos casi mitológicos de los auténticos creyentes en los derechos naturales –como Paine y Condorcet, y algunos otros, en todo caso, que se encuentran entre los padres fundadores tanto de la República Francesa como de la estadounidense, o en formas más positivistas o empíricas, como lo hicieron Hume o Bentham o Mill, o dentro de la curiosa zona intermedia entre ambos, en la que algunos de los abogados y escritores constitucionales de la democracia parecían haber pensado–, para los liberales la noción de libertad sigue siendo no una meta positiva, como lo son el placer o el conocimiento, o la beatitud que buscan los sabios de Oriente o los santos de Occidente. Tampoco es una meta positiva como los deberes de Kant o los estados aprobados de mente y cuerpo de Hume. Sólo es el medio que debe emplearse para evitar que se frustren estas metas positivas: los hábitos políticos, con leyes para apuntalarlos contra fallas en casos individuales, que hacen posible el cumplimiento del propósito favorecido.
Ser libre es no estar obstruido, es ser capaz de hacer lo que uno quiera hacer. Ser absolutamente libre es encontrarse en un estado donde nada puede oponerse a los deseos de uno: ser omnipotente. Ser absolutamente libre, en el sentido social normal, o en el sentido político de la palabra, tanto en la vida privada como en la pública, es no estar obstruido en los propios deseos por otro ser humano. Ser relativamente libre, en el sentido en que lo afirma Mill, es no estar obstruido dentro de ciertos límites precisamente establecidos, o más o menos concebidos con vaguedad. La libertad no es una palabra que denote un fin humano, sino un término para designar la ausencia de obstáculos –en particular, obstáculos que resultan de la acción humana para la realización de cualesquiera fines que los hombres puedan perseguir–. Y la lucha por la libertad, al igual que la lucha por la justicia, es una pugna, no por un fin positivo, sino por condiciones en que puedan llevarse a cabo esos fines positivos: es despejar un espacio que, sin los fines que vale la pena perseguir en sí mismos, permanecería vacío. ~
Extraído de Political Ideas in the Romantic Age: The Rise and Influence of Modern Thought, de Isaiah Berlin, editado por Henry Hardy, con una introducción de Joshua L. Cherniss (Londres, 2006, Chatto and Windus, Princeton, Princeton University Press, 2006). © The Isaiah Berlin Literary Trust 2006. Traducción de Laura Emilia Pacheco