El Centenario del nacimiento de Robert L. Stevenson, que se cumplirá el 13 de noviembre, probablemente no modificará demasiado la ambigua consideración de que goza el autor de Treasure Island [Trad. castellana: La isla del tesoro] . La crítica no ha superado hasta ahora las dificultades de conciliar la admiración por la nítida vivacidad de sus fábulas -esa cualidad que ha hecho de Stevenson un escritor estimado también por los lectores jóvenes- con la falta de la llamada «profundidad», de la problemática seria, de algún visible interés social y humano. No es casual -se dice- que Stevenson haya escrito un libro titulado, New Arabian, Nights [Trad. castellana: Las nuevas noches árabes]: los personajes de sus novelitas y relatos, de sus fábulas, siempre parecen moverse en una atmósfera enrarecida, pintoresca, de mera fantasía unidimensional, tal como ocurre o parece ocurrir precisamente en Las Mil y Una Noches. Y se nos recuerda que Stevenson, que siempre vivió enfermo, preocupado exclusivamente por problemas de estilo y de bonita invención, acabó en efecto en el eremitorio de Samoa, lejos del tumulto y de los problemas de su patria y la sociedad.
Cabe recordar que el de Stevenson no fue un caso aislado, que prácticamente toda la cultura occidental de su tiempo (fines del siglo XIX y principios del XX) atravesó esa crisis de disgusto por el ambiente, y aunque no se viajara físicamente a los confines del mundo, se buscaba de diferentes maneras un paraíso y una justificación. Fue una manera tan buena como cualquier otra de polemizar -de vivir- con la propia sociedad. Pero nosotros queremos sencillamente descubrir y aprovechar lo poco o mucho que Stevenson nos ha dejado, olvidando aquello que ni soñó en darnos; en otras palabras, evaluar su importancia y la huella dejada en la cultura europea del nuevo siglo.
Cuando Stevenson empezó a escribir, alrededor de 1880, florecía en el país y fuera de él una narrativa que sobre todo se ejercitaba en los problemas y dificultades del verismo, llamado también naturalismo, cuyo propósito era la representación objetiva de la sociedad en sus aspectos más desatendidos, cotidianos y brutales. Por extraño que pueda parecer, ese verismo no era otra cosa que una faceta del incipiente esteticismo, de la tendencia a buscar en el arte y en la vida la sensación fuerte, una sensación rara y vital para el deleite y el aislamiento. La herencia de los olímpicos narradores que florecieron hacia la mitad del siglo -Stendhal, Balzac, Thackeray, Dickens, los grandes rusos- fermentaba y bullía en búsquedas y descubrimientos que hoy, llevan el nombre de Thomas Hardy y Oscar Wilde, Flaubert, Maupassant y Zola, Verga y D'Annunzio. Ahora bien, la posición singularísima que le cupo a Stevenson fue a nuestro entender la siguiente: ni verista ni esteta (o, si se prefiere, ambas cosas, y sin proponérselo), fue derecho, por instinto, a lo que de vivo, genuino y eterno había en el fondo de las exigencias de ambas escuelas.
Sus maestros más inmediatos fueron sin duda Flaubert, Maupassant y Merimée. Eso quiere decir que con Stevenson entra en la prosa narrativa inglesa, y alcanza exótica fascinación, la lección estilística de los naturalistas franceses, la elección de la palabra justa, insustituible, el sentido del color, del sonido, del matiz esencial, del detalle observado con exactitud, y al mismo tiempo la aversión a todo exceso romántico o sentimental, el ejercicio de una sobriedad y un dominio de sí mismo casi estoicos. Digamos de paso que en nuestra opinión es el fruto más auténtico y eficaz del esteticismo verista, y su disciplina de escritura nítida, artesana, sobria y "funcional" vale mucho más que las farragosas encuestas seudo- científicas de Zola o las borracheras místico-eróticas de D'Annunzio y secuaces. En este sentido, en cuanto devoto artesano de la palabra y de la página, Stevenson es deudor de los franceses. Pero es también un narrador de fábulas, ajeno el gusto por la crónica chismosa de la "objetividad" burguesa, un narrador que destina la exactitud y la verdad de la frase, de la sensación y del gesto a hacer palpables y familiares las nostalgias y osadías, las fidelidades y heroísmos de la eterna aventura del jovencito que entra en el mundo. El haber disociado el estilo "verista" de la época de su congénito programa de seudocien- tífica encuesta social -y también de la tendencia decadente que convertía la sensación en un fin- y el haberlo utilizado para relatar a todo trapo, constituyó un acto inconscientemente revolucionario y de rico porvenir.
Puede decirse que de ahí nace (no sólo de ahí, por supuesto) la escritura más válida de nuestro siglo: por una parte, la negativa a buscar la poesía en el documento brutalmente humano, y, por otra, la condena de todo esteticismo que intente huir de los hechos. Norteamericanos, rusos, ingleses, franceses e italianos, todos debemos algo a este ejemplo de oficio ejercitado con estoica ingenuidad de muchacho que cree espontáneamente en la vida y en la fantasía.