La transformación técnico-económica en curso, entre otros factores, hace imposible el restablecimiento de una situación de pleno empleo. Por ello, es preciso animar un proyecto político de transformación social que permita redistribuir el trabajo, con una reducción o una intermitencia del tiempo de trabajo y fórmulas de remuneración originales y de intercambio que permitan salir de la sociedad salarial y superar el capitalismo. Ese proyecto político es, al tiempo, evolución cultural en busca del pleno desarrollo de las personas.
Hace dos años a los expertos de la OCDE se les encargó la misión de responder a la pregunta siguiente: ¿Los países industrializados han entrado en una nueva era que obligará a sus gobiernos a revisar de manera radical sus ideas acerca de los medios para alcanzar un casi pleno empleo? Al cabo de un año de reflexión los expertos se habían dividido en dos grupos irreconciliables: por un lado, aquellos a quienes se ha dado en llamar los «economistas»; por otro, los «tecnólogos».
Para los «economistas» la revolución técnica actual —llamada «informacional» o «microelectrónica»— no es fundamentalmente diferente de las revoluciones técnicas anteriores, a las que el mundo capitalista ha sabido adaptarse siempre. Todas han acabado engendrando más empleos de los que suprimían, y lo mismo ocurrirá esta vez siempre que no se obstaculice el libre juego de las leyes del mercado.
Para los «tecnólogos», por el contrario, la economía mundial experimenta un cambio sin precedentes. La revolución informacional y la mundialización de los intercambios están en vías de alumbrar un nuevo tipo de sociedad en los países industriales avanzados, en la que «los empleos tradicionales, estables y a tiempo completo» van sencillamente a desaparecer. Según Jean-Claude Paye, secretario general de la OCDE, en los años venideros la industria podría no emplear más que el 2% de la población activa, y la agricultura el 1%.
En las recomendaciones que finalmente ha hecho llegar la OCDE al acabar la primavera de 1994, a los gobiernos de sus veinticuatro países miembros, no hay ninguna alusión a la oposición entre «economistas» y «tecnólogos». Los primeros, partidarios en su mayoría de las tesis neoliberales y monetaristas, han cerrado el debate imponiendo sus puntos de vista. Pero no han convencido. Por el contrario, a lo largo de 1993 y 1994 sus tesis han sido contestadas con más fuerza que nunca, particularmente en diarios americanos como el Wall Street Journal, el New York Times e incluso Time.
Mucho antes que la prensa europea, estas publicaciones han llamado la atención sobre la rapidez de una evolución que parece confirmar la tesis de los «tecnólogos» y que cuestiona profundamente las ideas todavía predominantes entre los economistas sobre las razones y la naturaleza del paro y sobre los medios y la posibilidad de combatirlo.
Re-engineering
Descrita en varios reportajes por el Wall Street Journal, la evolución actual consiste en combinar un nivel cada vez más elevado de informatización y de robotización con un nuevo modelo de organización que permite la máxima flexibilidad en la gestión de los efectivos. Difundido por sus inventores americanos bajo el nombre de re-engineering [re-ingeniería], este nuevo modelo de organización permite asegurar un mismo volumen de producción con la mitad del capital y de un 40 a un 80% menos de asalariados. De los 90 millones de empleos que suministra el sector privado a los Estados Unidos, 25 millones podrían ser suprimidos[1]. En Alemania, 9 millones de empleos sobre un total de 33 desaparecerían «si las técnicas y los métodos más avanzados fuesen aplicados en todos los lugares donde fuese posible»[2]. La tasa de paro alemana alcanzaría entonces el 38%. El Boston Consulting Group (BCG), por su parte, estima que la industria alemana tiene reservas de productividad del 30 al 40% y un excedente de 2’5 millones de asalariados, mientras que las reservas de productividad de las administraciones y servicios llegarían hasta el 50%.
Por tanto, ya no se podrá contar con los servicios para absorber la fuerza de trabajo eliminada por la industria. Y tampoco se podrá seguir explicando el paro por las dos razones principales que invocan la mayoría de las veces los economistas clásicos: la falta de cualificación de la mano de obra y los salarios demasiado elevados de los trabajadores no cualificados. Ya no es principalmente mano de obra no cualificada lo que las empresas eliminan desde 1991. En la actualidad, entre los parados alemanes hay cerca de un millón de obreros cualificados y 75.000 ingenieros, economistas de empresa, físicos y químicos, la mayoría de los cuales tiene menos de 35 años de edad. Entre las personas cualificadas el paro se ha triplicado en dos años y ha aumentado más rápidamente que la tasa de paro total. El 75% de los diplomados de las universidades alemanas sólo encuentran trabajo poco o nada cualificado. En Francia el 25% de los nuevos parados registrados en 1992 y 1993 ha hecho al menos dos años de estudios superiores, el 50% tiene al menos el bachillerato.
La situación no es diferente en Estados Unidos y Gran Bretaña. Según el Departamento de Trabajo de los Estados Unidos, hay que prever que «el 30% del flujo anual de graduados desde ahora hasta el año 2005 va a moverse entre el paro y el subempleo»[3]. Sobre un total de 35 millones de empleos creados en los Estados Unidos de 1972 a 1993, 34 millones son empleos de servicios, la mitad de los cuales han sido creados en bares y restaurantes. La restauración y el comercio al por menor representan conjuntamente el 45% de la totalidad de los empleos americanos.
Dos evidencias se deducen de esta evolución. En primer lugar, la esfera de la producción capitalista emplea un volumen cada vez menor de trabajo para producir un volumen creciente de riquezas. Tal esfera ya no está al alcance de una proporción creciente de la fuerza de trabajo, cualquiera que sea la cualificación de ésta. En segundo lugar, por tanto, sólo pueden crearse empleos suplementarios a través de la redistribución y el reparto de los empleos existentes, por una parte, y a través del desarrollo, por otra, de actividades situadas fuera de la esfera capitalista y que no tengan como condición la valorización de un capital. Pero la forma del empleo asalariado, es decir del trabajo mercancía, tiene pocas posibilidades de convenir al desarrollo de estas actividades. Volveremos sobre el tema.
Contingent jobs
El re-engineering, al igual que las diferentes formas de producción y gestión «ligeras» (lean production y lean management en americano), no sólo reducen el número de empleos, también modifican profundamente la situación de los asalariados y las condiciones de empleo. Concentran la actividad de cada empresa, de cada unidad económica, sobre aquello para lo que está más capacitada de hacer con la eficacia máxima. Las otras actividades son «externalizadas», es decir, confiadas a empresas subcontratistas y a asalariados externos, la mayoría de las veces pagados a destajo por un número de horas variable de semana en semana[4].
La empresa divide así a su personal en dos grandes categorías. Un núcleo central está compuesto por asalariados permanentes que aseguran las funciones estratégicas y deben ser capaces de polivalencia, evolución profesional y movilidad. En torno a este núcleo estable de «permanentes» gravita una reserva de mano de obra precaria cuyos efectivos y horarios de trabajo la empresa puede ajustar casi instantáneamente según las necesidades del momento. Estos «externos» perciben una remuneración variable según la cantidad de trabajo suministrada, generalmente muy por debajo del tiempo completo, y a menudo son considerados como «autónomos» no pertenecientes a la empresa aun cuando no trabajen más que para ella.
El núcleo estable de «permanentes» no ha dejado de reducirse, mientras que aumenta la proporción de personal temporal, precario y a tiempo parcial. Un estudio del instituto de investigaciones de los sindicatos alemanes pronosticaba, en 1986, que los empleos llamados «fuera de las normas» llegarían a ser mayoritarios en el curso de los años 90. Este pronóstico está en vías de verificarse. En Gran Bretaña, el número de empleos a tiempo completo no ha dejado de disminuir desde 1979. En la actualidad el 90% de los empleos creados son precarios, a tiempo y salario parciales (contra el 65% en los años 80). Estos empleos «fuera de las normas» representan el 28% del empleo total. Las mismas proporciones se encuentran en los Estados Unidos. Las 500 mayores empresas americanas no emplean más que a un 10% de asalariados permanentes y a tiempo completo. La sustitución de «permanentes» por personal externo a tiempo y salario reducidos es tan rápida que los contingent jobs (empleos precarios e inestables) representarán más de la mitad del total de los empleos americanos antes de 10 años. El plan de reorganización de la Bank America de California, por ejemplo (28.000 asalariados en la actualidad), prevé no conservar más que un 19% de empleados permanentes, mientras que el 81% restante se convertirán en contingent employees, la duración de cuyo trabajo será en la mayoría de los casos inferior a 20 horas por semana.
El total de parados, de asalariados a tiempo parcial, de personas cuyo salario es inferior al nivel de pobreza (Los working poor [pobres ocupados], que son el 18% de los activos americanos) y de personas que a pesar de su nivel de formación no encuentran más que trabajo no cualificado, este total representa actualmente el 40% de la población activa en Estados Unidos y Gran Bretaña, y entre el 30 y el 40% en la mayor parte de los países de la Unión Europea. Por tanto, más de un tercio de la población activa ya no pertenece a la «sociedad salarial», o no pertenece más que a medias, y muchos de aquellos y aquellas que todavía pertenecen a ella por su empleo temen, no sin razón, que acabarán siendo expulsados.
Teniendo estos datos en la cabeza es imposible creer que el «pleno empleo» —es decir una situación que asegura al 95% de la población activa un empleo permanente, a tiempo completo, durante toda la vida activa— pueda ser restablecido en el futuro. Imposible también creer que el «valor-trabajo» pueda permanecer a la base de la organización de la sociedad. Por otra parte veremos que ya no lo está: para la mayoría de las personas, sobre todo de los jóvenes, el trabajo ha dejado de ser una fuente de «identidad», de pertenencia a la sociedad, de sentido. Cuanto más se obstinen el discurso social y el discurso político dominantes en hacer del empleo el fundamento de la cohesión social y del sentido de la vida de cada cual, más se sentirán extranjeros o socialmente excluidos todos aquellos y todas aquellas, virtualmente mayoritarios, para quienes el empleo es siempre precario, temporal, a la merced de la arbitrariedad patronal y de las fluctuaciones del mercado. Si se quiere restablecer la cohesión social como ciudadano de pleno derecho, es necesario comenzar reconociendo que la sociedad salarial ha muerto y que es la actividad y no solamente el trabajo-empleo lo que deberá fundamentar el estatuto, los derechos y el valor social reconocido a los individuos. Volveré sobre el tema.
Civilizar el tiempo liberado
Por el momento es importante captar bien que no hay parados por un lado y gente que trabaja por otro, y que la eliminación del paro no puede consistir en «repartir» el trabajo transfiriendo sobre los parados una parte del trabajo hecho por los trabajadores. Este reparto es posible en el caso de muchos empleos permanentes, pero no puede ser generalizado. En efecto, cuando las estadísticas oficiales registran un 11 o 15 o 20% de parados, es necesario comprender que en realidad el paro ha afectado a dos o tres veces más personas en el curso de un año: todas aquellas que han perdido, encontrado y vuelto a perder un empleo, que han pasado tres o seis meses buscando un trabajo temporal. La existencia de tres o cuatro millones de parados en las estadísticas no significa que habría que crear tres o cuatro millones de empleos suplementarios para eliminar el paro, sino que, además de un stock de cerca de un millón de parados de larga duración, más de cinco millones de personas conocen períodos de paro total o parcial.
Es decir, que la reducción de la duración semanal o diaria del trabajo es en la actualidad un medio mucho menos eficaz que antes para reducir el paro: podría hacer aumentar el número de empleos permanentes y a tiempo completo, pero no tendría efectos sobre el número y la precariedad de los empleos «externalizados», a tiempo y salario parcial. En efecto, el desarrollo rápido del personal «externalizado» significa que la patronal ha «previsto anticipadamente» las reducciones de la duración del trabajo dándoles una forma que refuerza su poder: la de la flexibilidad de los horarios, de los salarios y de los efectivos; dicho en otras palabras, la del paro parcial no indemnizado.
El remedio a las patologías sociales que engendra la revolución informacional no puede consistir, por tanto, en crear empleo por todos los medios. La cuestión no es saber qué hacer para que, a pesar del inmenso ahorro del tiempo de trabajo conseguido gracias al cambio técnico, todo el mundo continúe trabajando como en el pasado. La cuestión es saber cómo puede ser transformado ese ahorro de tiempo de trabajo en nuevas libertades individuales y colectivas; en otras palabras, cómo puede ser transformado el tiempo liberado de trabajo a escala de la sociedad en un recurso, y cómo puede la sociedad apropiarse y redistribuir este recurso de manera que todos y todas tengan acceso al mismo y se conviertan en dueños de su tiempo, dueños de su vida, productores libres de relaciones de cooperación y de intercambio.
En una palabra, la cuestión es esencialmente política y sólo puede recibir respuestas en el marco de un proyecto político, de transformación social. La cuestión no puede recibir respuesta a través de medidas parciales que —como el «reparto del trabajo y de las remuneraciones»— reducen el salario de todos los empleados de una empresa para evitar la reducción de su número. El efecto de las medidas de reparto no es nunca duradero; tales medidas no pueden aportar una solución de fondo al problema en que se encuentran las sociedades capitalistas cuando el crecimiento del volumen de bienes y servicios producidos va acompañado de una contracción de la cantidad de trabajo movilizado y del volumen de salarios distribuidos. Las medidas que componen una política de redistribución del trabajo y del tiempo liberado tendrán que inscribirse en la perspectiva de una superación de la sociedad salarial. Esta superación ya está ampliamente insinuada en los hechos, ahora se trata de querer hacerla y cargarla de sentido. En efecto:
La contratación del volumen de trabajo económicamente necesario indica que está llegando a su fin una economía en la cual (parafraseando a Marx) el trabajo era la medida de la riqueza y el tiempo de trabajo la medida del trabajo.
Ya no es posible hacer depender la importancia de la remuneración de la cantidad de trabajo suministrado, ni el derecho a la remuneración de la ocupación de un empleo.
La vida de las personas ya ha dejado de estar dominada por el tiempo de trabajo, mientras que las relaciones sociales continúan estando dominadas por los imperativos de valorización del capital.
El creciente ahorro de tiempo de trabajo sólo podrá ser cargado de sentido si es percibido y valorizado socialmente como un tiempo liberado cuya apropiación individual y colectiva permitirá a los individuos y a la sociedad perseguir fines diferentes de los económicos.
La apropiación individual y colectiva de tiempo es la tarea que, en el proyecto de un socialismo postindustrial, completa y reemplaza la función central atribuida en el pasado a la apropiación colectiva de los medios de producción y de intercambio y a la abolición del trabajo asalariado.
El proyecto de transformación social habrá de reflejarse en la presentación y las modalidades de articulación de una política de redistribución del trabajo y de reducción de su duración. La cuestión de saber si las diferentes formas de reducción de la duración del trabajo deben o no ser acompañadas de una reducción de la remuneración deberá recibir, más allá de consideraciones coyunturales y de oportunidad inmediata, una respuesta de principio que exprese una opción estratégica.
Redistribuir
La distinción entre medidas puntuales y política de conjunto es aquí esencial. Por ejemplo, cuando los aproximadamente 100.000 asalariados de Volkswagen aceptan una reducción de sus horarios y de sus remuneraciones para evitar 30.000 despidos, se trata de una medida puntual de «reparto» de trabajo que distribuye un volumen reducido de trabajo y de recursos entre un número constante de personas. Pero este «reparto» es sólo una solución provisional, ya que Volkswagen tendrá que reducir sus efectivos (o más exactamente sus costes salariales unitarios) a la mitad en cuatro años si quiere seguir siendo competitiva. Así pues, ¿su personal va a trabajar mañana 18 horas semanales con una remuneración reducida a la mitad? Al no estar inscrito en un proyecto de conjunto, el «reparto» no es capaz de aportar una solución duradera a los problemas que plantea la transformación técnico-económica en curso.
La redistribución del trabajo, por el contrario, se refiere a una política inscrita en la duración, que se da como tarea la de redistribuir continuamente entre el conjunto de la población activa un volumen de trabajo en vía de contracción, de manera que se prevenga el paro mediante la reducción progresiva de la duración del trabajo y se abra un espacio público en continua expansión a las actividades no económicas. La financiación de una política de estas características no podrá ser la misma que la del reparto.
En la lógica de una política de redistribución, en principio la remuneración no tiene por qué disminuir con el tiempo de trabajo. Cuando un menor volumen de trabajo basta para producir un mismo volumen de riquezas, nada se opone en principio a que cada cual reciba por un trabajo menor una parte inalterada de la riqueza producida. La reducción de la remuneración sólo es necesaria cuando, para reabsorber un paro preexistente, el volumen global de trabajo debe ser repartido entre un número mucho mayor de activos mediante una reducción masiva y relativamente rápida de su duración. Es en esta situación excepcional en la que nos encontramos en la actualidad. Y nos encontramos en ella porque los principios que deben orientar una política de redistribución no han sido aplicados durante dos decenios. Únicamente durante la década de los años 80, en Francia, el volumen de trabajo remunerado se ha reducido en un 15%, mientras que el volumen de riquezas producidas ha aumentado en cerca del 30%. Por tanto, en principio, una política de redistribución del trabajo habría podido incrementar los efectivos empleados en cerca del 12%, subir las remuneraciones en cerca del 18% y reducir la duración del trabajo en más del 25%. Pueden escogerse otras proporciones (por ejemplo un incremento sólo del 10% de los efectivos, una subida menor de las remuneraciones a fin de mejorar la capacidad de autofinanciación, etc.) pero lo esencial permanece: una política de redistribución habría podido, en principio, reabsorber el paro existente, prevenir su reaparición y elevar al mismo tiempo el poder de compra de los activos. El hecho de que esta política no haya sido llevada a cabo es lo que impone, en la actualidad, la necesidad de una redistribución retroactiva del trabajo y de las riquezas. Por tanto no es la reducción de la duración del trabajo por sí misma, sino el carácter retroactivo de la redistribución, lo que obliga en ciertas situaciones a una disminución de las remuneraciones.
Esta disminución necesaria tiene sin embargo un carácter temporal. Es consecuencia de que los efectivos empleados deberían crecer mucho más rápidamente que el volumen de riquezas disponibles. Ahora bien, una vez se haya reabsorbido el paro, la duración del trabajo deberá continuar reduciéndose sin que la remuneración tenga que hacerlo en la misma medida, y esto durante todo el tiempo en que la productividad media aumente más rápidamente que la producción, es decir, todo lo lejos que nos alcanza la vista. La muerte de la sociedad salarial está inscrita en este desarrollo. Para no sufrirlo, ahora se trata de ponerse a resguardo de los procesos que condenan a este sistema social y de utilizarlos para producir una sociedad diferente.
Inversión de valores
Tenemos que hacernos a la idea de que todo el mundo trabajará cada vez menos en la esfera de la producción y de los intercambios económicos; que la norma del tiempo completo, que era de 3.000 horas al año a comienzos de este siglo, pasará de las aproximadamente 1.500 horas actuales a 1.200 y después a 1.000 horas. Tenemos que hacernos a la idea de que vamos hacia una civilización en la que el trabajo no representa más que una ocupación cada vez más intermitente y cada vez menos importante para el sentido de la vida y la imagen que cada uno se hace de sí mismo. Hemos de rendirnos a la evidencia de que hemos entrado ya en esta civilización, y de que, como ha demostrado Roger Sue, «el tiempo de trabajo ya no es dominante más que en la medida en que se esfuerzan en hacernos creer que lo es todavía»[5]. Para la gran mayoría de las personas la producción de sí mismas, la producción de sentidos y la producción de relaciones sociales se efectúa principalmente durante el tiempo fuera del trabajo. Preguntadas sobre «el factor principal de realización personal» y «el principal medio de dar sentido a su vida», sólo el 9 y el 10% respectivamente de las personas interrogadas citan «el trabajo», «el éxito profesional». Entre los jóvenes de 18 a 25 años la proporción cae incluso al 7%.
Así, mientras que el temor a perder el empleo o de no encontrarlo conduce a la idealización del trabajo en el discurso social dominante, para el 80% aproximadamente de las personas interrogadas el trabajo ya no es un valor o una fuente de valores y de sentido, sino solamente «un medio para ganarse la vida», incluso «una necesidad que hay que sufrir». Más de dos tercios de los menores de 25 años —incluso de los que tienen un nivel de cualificación elevado— escogen su empleo en función del tiempo libre que les deja. Así pues, ha habido una inversión de valores: son las actividades de tiempo libre las que a partir de ahora imponen sus valores a la vida de trabajo. Como no deja de señalar Joffre Dumazedier —de quien he tomado una parte de los datos anteriores— el tiempo libre se ha convertido en el tiempo social dominante, se ha producido una «inversión de los tiempos sociales». Pero como esta inversión, aunque es vivida, todavía no ha sido reflejada por el discurso social dominante, «la sociedad del ocio no tiene visibilidad social. Se organiza en la niebla. [...] Valores colectivos anacrónicos o irreales [...] impiden percibir las nuevas realidades producidas por una especie de revolución de los tiempos sociales [...] Tanto en la izquierda como en la derecha, se mantiene una representación política de la sociedad francesa cada vez más alejada de los problemas reales, vividos por la mayoría a todas las edades de la vida».[6]
Para estar a la altura de los retos que se plantean, una política de liberación de tiempo, para comenzar habrá de dotarse de un objetivo que haga tangible la «inversión de los tiempos sociales» señalada por Dumazedier: un objetivo que marque la ruptura entre un pasado en el que la vida estaba centrada en el trabajo y un porvenir en el que serán preponderantes las actividades que no son de trabajo-empleo. Una política de liberación de tiempo debe comenzar creando nuevos espacios para nuevos proyectos de vida, lugares para nuevas formas de socialidad. La resonancia que ha tenido la propuesta de P. Larrouturou sobre la semana de 33 horas y 4 días, viene en gran parte de ahí: es una invitación a imaginar otra vida en la que trabajar menos signifique también vivir y trabajar de otra manera.
Reducciones del tiempo de trabajo
La liberación de tiempo no tendrá ni el mismo sentido ni el mismo efecto sobre la redistribución del empleo si se lleva a cabo en dosis homeopáticas reduciendo entre el 1 y el 2% anual (es decir entre 25 y 50 minutos) la duración semanal del trabajo. Reducciones tan ínfimas, inferiores al aumento anual de la productividad y a las reservas de productividad que existen en toda empresa, no permiten cambiar la organización del trabajo, la manera de trabajar y de vivir; ni siquiera crean empleos. Una política de liberación de tiempo y de redistribución del trabajo, para ser efectiva deberá más bien presentar las características siguientes:
La duración del trabajo debe ser reducida periódicamente (por ejemplo cada tres o cuatro años) en grados importantes. Su reducción sólo dará lugar a creaciones de empleo si es más fuerte que la contracción del volumen de trabajo en el curso de un período.[7]
La duración del trabajo normal debe ser reducida mediante una ley marco y un acuerdo interprofesional, ya que en la actualidad todos los trabajadores, cualquiera que sea su nivel de formación, están expuestos al paro.
La fecha de entrada en vigor de la reducción de la duración del trabajo debe estar bastante alejada (de tres a cuatro años) para permitir:
• La realización de previsiones sobre las necesidades cualitativas y cuantitativas de personal que la reducción de la duración del trabajo entrañará en cada rama, administración, servicio público, corporación. En Francia, la Comisaría General del Plan es el organismo adecuado para hacer estos estudios, que en Alemania son realizados por las organizaciones empresariales.
• La formación o conversión profesional a los oficios en los cuales se crearán empleos. Éstos aparecerán principalmente en los servicios públicos y privados, mientras que los efectivos empleados en la industria continuarán reduciéndose.
• La negociación de convenios colectivos de rama y de acuerdos de empresa en torno, particularmente, a la reorganización del trabajo, la duración de la utilización de los equipamientos, horarios menos rígidos, un contrato de productividad, la evolución de los efectivos, de las cualificaciones y de los salarios. La preparación de la reducción de la duración del trabajo entraña, pues, una movilización de la sociedad a todos los niveles, hace tambalearse todos los aspectos de las relaciones de trabajo en el campo de la negociación, revaloriza el sindicalismo, alimenta la vida y el debate democráticos de contenidos y de problemas concretos. «Derecho de expresión de los trabajadores», «participación», «política contractual», «poder de los ciudadanos» dejarán de ser abstracciones.
La reducción de la duración del trabajo debe asumir más de una forma. La semana de cuatro días y de 32 o 33 horas sólo es aplicable a los asalariados estables y a tiempo completo de la industria. En efecto, para ésta, la semana móvil de cuatro días con tres o tres equipos y medio permite a la vez una utilización óptima de los equipamientos y el aumento de los efectivos empleados sin aumento del número de puestos. Ahora bien, la inmensa mayoría de los empleados a cubrir se situarán en servicios en los cuales crece el trabajo discontinuo, temporal y a tiempo muy reducido.
Derecho al trabajo intermitente
En honor de los activos, virtualmente mayoritarios, que están empleados de manera precaria, intermitente y a tiempo muy reducido, habrá que prever fórmulas mucho más flexibles que para los asalariados permanentes y a tiempo completo. El tiempo de trabajo que da derecho a una remuneración plena habrá de ser contado para ellos a escala de uno o varios años, y su trabajo discontinuo dar derecho a una remuneración continua.
Esta remuneración continua tendrá que ser igual o casi igual a la remuneración de la profesión ejercida, durante todo el tiempo en que cierta cantidad de trabajo (por ejemplo el 50% del equivalente a un tiempo completo) sea suministrada en el espacio de uno o de tres o de siete años, a condición de que el intervalo entre dos períodos de actividad profesional no supere cierto umbral (por ejemplo seis meses). Es una fórmula bastante cercana a la que proponía desde 1981 el antiguo comisario general del Plan Michel Albert, según el cual sería beneficioso asignar a las personas que eligieran trabajar a tiempo parcial una especie de «indemnización de reparto de trabajo» que llevara su remuneración al 75 u 80% del salario correspondiente al tiempo completo. Pero la misma noción de «tiempo parcial» merece ser considerablemente flexibilizada: puede tratarse de dos semanas por mes o de seis meses por año o de 36 meses repartidos entre seis años (entre siete si se generaliza el año sabático), etc. Además, el derecho a una remuneración continua por un trabajo discontinuo (volveré sobre este tema) podrá asimilar a los períodos de trabajo períodos de actividad no remunerada:
Actividades voluntarias de interés colectivo en asociaciones, cooperativas, redes de ayuda mutua, etc.
Actividades artísticas y culturales, colectivas (en grupos de arte dramático, orquestas, asociaciones deportivas) o personales (en Suecia, jóvenes escritores, pintores o compositores pueden obtener becas de tres años para llevar a cabo un proyecto personal).
Actividades educativas y de formación sobre la base:
a) del derecho a un permiso individual de formación que permita hacer o reemprender estudios a cualquier edad, aprender un nuevo oficio, compartir o intercambiar conocimientos;
b) del derecho a un permiso de educación por maternidad o paternidad que, en la antigua Checoslovaquia, permitía a uno de los padres coger tres años de permiso con el 70% del último salario, después del nacimiento de un hijo. En Suecia los padres pueden repartirse a su conveniencia, a lo largo de los tres años siguientes al nacimiento de un hijo, un total de doce meses de permiso-educación, percibiendo el 90% de su salario durante los períodos de permiso. Además, el padre o la madre, pueden disponer de una o varias semanas de permiso pagado al año para cuidar a un hijo o a un padre enfermos.
A medida que el empleo permanente y el trabajo continuo dejen de ser la regla, la discontinuidad de la relación salarial podrá así ser transformada en derecho al trabajo intermitente, en derecho a «elegir tiempo». Esta discontinuidad podrá convertirse en una nueva libertad fundamental: el poder de cada persona de planificar su vida a escala de varios años. Así, se abrirá un nuevo espacio a las actividades elegidas, ya sean privadas o públicas, individuales o colectivas.
El «segundo cheque»
La reducción de la duración del trabajo sin pérdida de remuneración, así como el derecho a una remuneración continua por un trabajo discontinuo tienen evidentemente un coste. Este coste no puede ser simplemente cargado sobre las empresas bajo la forma de un aumento de los salarios por hora. Sin duda, cuando un volumen creciente de riqueza es producido con un volumen decreciente de trabajo, el poder de compra distribuido puede continuar creciendo aun cuando la duración media del trabajo disminuya. Esto es, por otra parte, lo que ha pasado entre 1960 y 1990: la producción alemana, por ejemplo, se ha multiplicado por 2’8, el volumen de trabajo suministrado por la población activa ha disminuido en un 18%, la duración anual del trabajo se ha reducido en un 20%, y las remuneraciones reales, salariales o no, han aumentado en conjunto tanto como la producción. Desde el punto de vista macroeconómico nada impide seguir por este camino. Pero desde el punto de vista microeconómico, la redistribución de los frutos de la productividad creciente ya no puede continuar haciéndose como en el pasado a través de aumentos generales de los salarios por hora.
La razón de esto es estructural: en la actualidad la mayoría de la población activa está empleada en actividades de productividad estancada, tales como la enseñanza, sanidad, reparaciones, hostelería, servicios sociales, etc. En la medida en que la productividad continúe creciendo muy rápidamente en la industria y en los servicios formalizables, sólo podrá aumentarse el número de empleos mediante una política de redistribución del trabajo y de reducción de su duración en los servicios de productividad estancada. Ahora bien, con productividad estancada, una reducción del 20% de la duración del trabajo implica un incremento del 25% de los efectivos. Si el personal tiene derecho a mantener un antiguo salario real, el coste de los servicios deviene rápidamente inabordable y la distorsión de precios entre productos industriales y servicios casi artesanales monstruosa. Entonces las actividades artesanales de productividad estancada tienden a desaparecer: sólo subsisten bajo la forma de prestaciones de gran lujo y, en el resto de los casos, son transferidas ya sea al sector público, al do it yourself [hágalo usted mismo], o bien, bajo una forma envilecida, a una mano de obra a la baja más o menos clandestina. Por tanto, no es sólo en el sector expuesto a la competencia internacional donde la disminución de la duración del trabajo debe ser acompañada de una reducción de la masa de remuneraciones distribuida por cada empresa. Sólo esta reducción puede preservar un tejido social que incluye verdaderos oficios y servicios profesionales privados. Pero, evidentemente, esta reducción debe ser compensada.
En este sentido Guy Aznar propone generalizar «la indemnización por reparto de trabajo» sugerida por Michel Albert para los empleos a tiempo parcial.[8] Toda persona activa percibirá dos remuneraciones distintas: un salario y un «segundo cheque». El salario remunerará el trabajo suministrado a la tarifa horaria prevista en los convenios colectivos; el «segundo cheque» compensará las disminuciones salariales subsiguientes a la reducción periódica de la duración del trabajo. Y asegurará también una remuneración continua a las personas empleadas de manera discontinua.
El «segundo cheque» es, pues, una remuneración social negociable al mismo título que el salario, las condiciones de trabajo y los horarios, en el marco de una política de redistribución del trabajo y del tiempo liberado. Es el resultado de un contrato social renovable, con plazos fijados previamente, por negociaciones colectivas. Es aquí donde radica su gran ventaja respecto a la «renta de ciudadanía» o la «prestación universal» garantizadas incondicional-mente y de por vida a todo ciudadano. En efecto, de concepción liberal, «la prestación universal» de una renta básica, a la que cada cual sería libre de añadir o no la remuneración de un trabajo pagado, no es negociable: es otorgada y por tanto no da lugar a discusiones ni conflictos sociales periódicos entre contratantes. Deja funcionar el mercado de trabajo según una lógica liberal y por tanto no reconoce el derecho al trabajo en tanto que derecho político de participar en el proceso social de producción y de adquirir un poder sobre la sociedad a través de esta participación. El «segundo cheque», por su parte, deriva de un contrato social en virtud del cual los ciudadanos (en tanto que trabajadores, consumidores, personas privadas y productores de sentido) y la sociedad adquieren y se reconocen mutuamente derechos y poderes.
El «segundo cheque» no puede ser financiado por la simple reafectación de las sumas que, actualmente, se utilizan para indemnizar a los parados. Esta reafectación permitiría sin duda (los cálculos se han hecho para Francia) financiar una reducción bastante fuerte de la duración del trabajo (a 33 horas semanales sin pérdida apreciable de remuneración) para reabsorber dos terceras partes del paro existente. Pero esta medida no sería repetible y no daría lugar a una política. Las indemnizaciones de paro con las que se financiarían las «indemnizaciones por reparto de trabajo» no serían suficientes para financiar las reducciones ulteriores de la duración del trabajo ni, sobre todo, para garantizar una remuneración continua más o menos normal a aquellas y aquellos, cada vez más numerosos, cuyo trabajo sólo se demanda de manera intermitente o a horarios muy reducidos.
Es necesario, pues, encontrar un modo de financiación específico para el segundo cheque que satisfaga cuatro condiciones:
no amputar la remuneración real de los asalariados;
no incrementar los costes de las empresas;
no impedir a las empresas que reduzcan sus costes salariales mediante inversiones de productividad;
preservar un sistema de precios compatible con la supervivencia de profesiones y empresas artesanales.
La fuente más importante que satisface estas cuatro condiciones es un impuesto selectivo sobre el consumo, bajo la forma de IVA incrementado sobre ciertos productos y de tasas específicas recargadas sobre la energía y los recursos no renovables.
Indudablemente, los impuestos sobre el consumo reducirán el poder de compra de las rentas altas. Pero tienen una ventaja sobre un alza equivalente de la imposición directa: están diferenciados según la naturaleza de los productos y por tanto permiten a la sociedad orientar el consumo según criterios sociales, culturales y ecológicos, en lugar de dejar a las empresas libertad para desarrollar los consumos que les reporten los beneficios más elevados.
Hacia la autoproducción
Sin embargo, no hay que excluir que, en el futuro, el poder de compra y, sobre todo, la propensión al consumo acaben disminuyendo. En efecto, cuando el volumen de trabajo que el capital es capaz de emplear con beneficio no deja de disminuir, la actividad humana sólo puede desarrollarse al margen de la esfera de la economía capitalista. La tendencia en este sentido ya es manifiesta en el momento presente. Mientras que la industria y los servicios industrializables suprimen empleos, sólo o casi se crean servicios que, en la gran mayoría de los casos, no valorizan capital, en particular los servicios de ayuda (ayuda a domicilio a la tercera edad, ayuda materna, ayudas domésticas) y los servicios de atención bajo todas sus formas: atención a la salud e higiene física y mental, atención a la calidad de vida, mantenimiento del medio natural, etc.
Estos servicios corresponden a necesidades pero estas necesidades no son solventes más que en una débil proporción y por tanto sólo pueden expresarse muy parcialmente en el mercado. Así pues, la escasa solvencia de la demanda de estos servicios limita su desarrollo bajo una forma mercantil, artesanal o asalariada. Es esta situación lo que lleva a los liberales o neoliberales a afirmar que es necesario reducir la remuneración del trabajo para poder desarrollar el empleo. Preconizada particularmente en Estados Unidos y Gran Bretaña, esta «solución» tiene como resultado la proliferación de las ocupaciones precarias (petits boulots, bad jobs, working poor) [trabajillos, trabajos basura o de pacotilla, pobres ocupados] a las que me he referido anteriormente. Entonces la sociedad queda dividida en dos partes: por un lado las personas cuya actividad les reporta una remuneración suficiente, por otro una infraclase que, de una u otra manera vende sus servicios —a título individual o como asalariado de establecimientos de comidas, de limpieza, vigilancia, reparto a domicilio, etc.— a las personas solventes a cambio de una remuneración mínima (por ejemplo una libra esterlina, es decir 200 pts. la hora, en Gran Bretaña).
Desde la perspectiva de perpetuación de la sociedad salarial, hay dos soluciones de recambio que presentan un mismo defecto. La primera, que tiene un número creciente de partidarios en Europa, consiste en completar los muy bajos salarios con una asignación pública (es por ejemplo la fórmula del impuesto negativo sobre la renta) o con una «renta de ciudadanía» garantizada a todo ciudadano pero que por sí sola no le permite vivir. De esta manera se subvencionan indirectamente los empleos muy mal pagados. La segunda solución de recambio es la creación de una red muy densa de servicios públicos que permite a todos los ciudadanos, solventes o no, un acceso incondicional a una gama muy amplia de servicios gratuitos o casi gratuitos, ofrecidos por departamentos municipales cuyos empleados reciben un salario normal. Es el modelo sueco. Su crisis se explica por el hecho de que a medida que se contraía el volumen de empleo en la esfera capitalista, el crecimiento del empleo en el sector público se ha hecho cada vez más difícil de financiar (el gasto público se eleva al 73% del PIB, las retenciones obligatorias a más del 60%).
El defecto común de ambas soluciones es que las dos se basan en la transformación en empleos asalariados de una gama cada vez más ampliada de actividades, incluyendo actividades que competen a la esfera privada, incluso a la esfera íntima y al dominio relacional. El cuidado del otro, la atención al niño y a su desarrollo pleno, la ayuda al padre o al vecino, reconfortar al amigo afligido o moribundo, al igual que la higiene personal, la capacidad de responsabilizarse de la propia salud, de mantener el ambiente inmediato, de resolver un conflicto en el seno de la pareja, etc., todo esto tiende a convertirse en asunto de profesionales especializados cuyos empleos proliferan sobre las ruinas de una sociedad de la que habrán desaparecido la solidaridad espontánea, el sentido de la entrega, la cultura de lo cotidiano hecha a partir de lo que Ivan Illich llamaba los saberes «vernáculos». La monetarización y profesionalización indefinida del máximo de actividades depende de una lógica incompatible con la de una política de redistribución del trabajo y de liberación de tiempo.
En efecto, la liberación del tiempo sólo tiene sentido si conduce al crecimiento de la capacidad de las personas para asumirse de manera responsable, tanto individual como colectivamente. El objetivo de una política de redistribución del tiempo liberado es precisamente permitir y favorecer este crecimiento de la autonomía. Así pues, el consumo de servicios, mercantiles o públicos, tendrá que dejar de aumentar; incluso está abocado a disminuir, pues una proporción importante de esos servicios en la actualidad están relacionados, no con la incapacidad o la repugnancia de las personas para asumirlos, sino con la falta de tiempo para hacerlo. A medida que haya segmentos de tiempo disponible cada vez más importantes, el consumo de servicios personales y colectivos deberá decrecer en favor de su creciente autoproducción. Ahí está la solución al callejón sin salida del modelo sueco, solución ya ampliamente esbozada en los países nórdicos por lo que se refiere a los servicios para la tercera edad. Consiste en facilitar todo lo posible, por medio del urbanismo y la arquitectura, la existencia de locales y equipamientos adaptados, el desarrollo de asociaciones de asistencia mutua y de cooperativas de intercambio de servicios a escala de barrio o de inmuebles. En este caso, la tarea de los servicios sociales públicos consiste en intervenir de manera subsidiaria, según la demanda de los habitantes, para asegurar la continuidad, la coordinacion o el apoyo logístico de las actividades sociales autoorganizadas, formar voluntarios para la realización de las tareas que exijan una mayor cualificación.
El objetivo es que cada persona pueda desarrollarse plenamente desplegando sus actividades en tres niveles:
en el nivel macrosocial del trabajo profesional en virtud del cual crea valores de cambio y participa en la producción y en la evolución de la base propiamente económica de la sociedad;
en el plano microsocial de la autoproducción cooperativa y comunitaria, creadora de valores de uso y de relaciones sociales vividas, y donde los habitantes asociados pueden volver a recuperar el dominio de su marco de vida y de la calidad de su ambiente;
en el plano de la vida privada, finalmente, que es el lugar de la producción de sí mismo, de las relaciones entre personas valorizándose mutuamente como sujetos únicos, y de la creación artística.
Conclusión
Superaremos la sociedad salarial —y con ella el capitalismo— cuando las relaciones sociales de cooperación voluntaria y de intercambios no mercantiles autoorganizados predominen sobre las relaciones de producción capitalistas: sobre el trabajo-empleo, el trabajo mercancía. Esta superación del capitalismo está inscrita en la lógica de la transformación técnico-económica en curso. Pero ésta sólo conducirá a una sociedad posteconómica, postcapitalista, si esta sociedad es proyectada, exigida, por una revolución tan cultural como política: es decir, si los «actores sociales» saben utilizar lo que todavía no es más que una transformación objetiva para afirmarse como los sujetos de la liberación que esta transformación hace posible.
La evolución cultural —lo hemos visto— va en este sentido, relegando a un segundo plano el valor del trabajo, el deseo de éxito social y profesional, y colocando en primer plano el deseo de «pleno desarrollo personal» (el self-fulfillment de Giddens y ya no la self-realization)[9], la producción de vínculos sociales de pertenencia, y ya no la integración y «la identidad» social y profesional en el seno de un orden que predetermine el lugar de cada cual.
Pero esta evolución cultural todavía no ha sido expresada por un «discurso» social y político. Falta todavía una mediación entre la aspiración de los individuos a ser los sujetos de su vida, de sus opciones, de sus opciones de vida, y el reconocimiento social de la legitimidad y del valor de esta aspiración. Falta todavía un estatuto social que confiera a las actividades que no están socialmente predeterminadas y que no tienen como condición y finalidad su remuneración monetaria, la existencia social y pública que el dinero, el pago y el contrato confieren al trabajo.
Yo no pretendo resolver aquí este problema. Solamente señalo una de las pistas que comienza a ser explotada: un servicio civil que permite elegir entre una gama amplia de actividades y trabajos cualificados, de interés colectivo, dando derecho cada año de servicio a una beca de un año para experimentar, estudiar, crear, actuar. Al mismo tiempo que se evita así a los individuos el sentimiento de aislamiento, de impotencia, de exclusión social, ligado al paro, esta fórmula combina el derecho de cada uno a una actividad reconocida socialmente útil y el reconocimiento social del derecho a hacer actividades sin utilidad social directa. El reconocimiento por parte del sujeto de los valores de utilidad social, le vale entonces el reconocimiento social de los valores del sujeto. En este caso se trata de una variante simplificada del derecho a una remuneración continua por un trabajo discontinuo al que nos hemos referido antes.
Notas
[1] Cifras citadas en The Wall Street Journal, 10-20 marzo 1993.
[2]Cifras proporcionadas en Sind die Deutschen noch zu retten? por Heinrich Henzler, director del Instituto McKinsey para Alemania, y Lothar Spath, director general de las antiguas fábricas Zeiss en Iena (Ienoptik), editado en Bertelsmann, Munich, 1993.
[3] Según Time International, 22 de noviembre de 1993.
[4]Datos extraidos de una serie de artículos de G. Pascal Zachery y Bob Ortega, «Out of Work in the West», en The Wall Street Journal, febrero y marzo de 1993 y de Janice Castro en «Disposable Workers», Time International, 19 de abril de 1993.
[5] Roger Sue, Temps et ordre social, Presses Universitaires de France, París, 1994.
[6] Joffre Dumazedier, Revolution culturelle du temps libre 1968-1988, Méridiens Klincksieck, París, 1988.
[7]La evolución del volumen de trabajo depende de la tasa de crecimiento de la economía y de la tasa de incremento de la productividad, la cual es más fuerte durante las fases de recuperación. Si la productividad aumenta un 3% anual y el PIB un 1’5% anual, el volumen de trabajo se habrá contraído un 4’5% en tres años o un 6% en cuatro años. Por tanto, para que pueda crearse un 10% de empleos suplementarios, la duración del trabajo deberá reducirse al menos en un 14’5% o 16% por período de tres o cuatro años respectivamente, con una disminución del salario directo en torno al 5’5% o 4% respectivamente.
[8]Guy Aznar, Travailler moins pour travailler tous, Syros, París, 1994 [versió castellana: Trabajar menos para trabajar todos, HOAC, Madrid, 1994], estudia una gama muy amplia y detallada de medidas de redistribución y reparto del trabajo así como de su financiación.
[9]Gorz contrapone dos nociones de autorealización personal, el pleno desarrollo y la integración social, frente al mero éxito profesional.