Tijuana

Sándor Márai
Tomado de Der Wind kommt vom Westen.
Amerikanische Reisebilder, Piper Verlag, München, 2002
Traducción de Rafael Muñoz Saldaña 

El escritor húngaro Sándor Márai se suicidó en el exilio en 1989, pocos meses antes de que las fronteras de Hungría se abrieran. Tras la caída de la Cortina de Hierro, su obra, vetada en su país esde 1948, se equiparó con la de los grandes escritores en lengua alemana. Uno de sus pocos pasatiempos, desde el precario refugio de San Diego, California, donde pasó los últimos viente años, fue viajar a México. Herido de muerte por la historia del siglo XX, Márai hace en este documento, que por primera vez se publica en español, un recuento de la afinidad que sinitó por esa cicatriz abierta que es la frontera.

 

A un lado de la caseta de la frontera está la aduana de portal abovedado y un letrero tímido, inofensivo, que informa con letras mayúsculas: MÉXICO. Esta puerta es el acceso a una tierra extranjera. Los vigilantes de la frontera de México son invisibles, la inscripción y la puerta, provincianas: una pequeña puerta a un inmenso imperio.

En la calle que lleva a la cercana ciudad fronteriza de Tijuana caminan los mexicanos con sus enormes sombreros. Por todas partes se ven grupos de peatones. Esta imagen es desconocida en el espacio norteamericano, el peatón es allí, incluso, sospechoso. Por las calles de Tijuana, en medio del desorden ruidoso, polvoriento, trepidante, en el calor pegajoso que huele a alcantarilla, siento que estar aquí es un instante especial de mi vida: se ha cumplido algo en lo que había pensado con frecuencia. No puedo decir por qué, pero siempre había querido venir alguna vez a México —como si aquí hubiera algo muy personal para mí. En la vida de cada hombre hay anhelos, invocaciones y estímulos así de nebulosos.
Todo lo diferente que me rodea es para asirse y olerse. Unos pasos más adelante, más allá de la puerta de entrada, que trae hasta acá desde Estados Unidos, está el exterior de las casas, están los alimentos y la expresión facial del los hombres “americanos”. Aquí, unos pasos más adelante, todo es por completo diferente —no es “americano”, sino mexicano. En esta ciudad fronteriza se mezcla permanentemente la vida de los dos países: a diario decenas de miles de mexicanos atraviesan la frontera para trabajar en las granjas y fábricas de Estados Unidos. En un lugar que desde 1821, cuando México se sacudió el dominio español, hasta 1843, cuando la bandera de las estrellas fue izada por primera vez en Monterrey, California, en ese entonces un espacio casi vacío, fue territorio mexicano.

En los últimos cien años esta tierra tan antigua, México, siguió con su vida, que tuvo su origen en los aztecas y los toltecas, y tomó su color de los españoles. Pues bien, al mismo tiempo el país vecino construyó una civilización. ¿Qué pasó en esos cien años donde yo estoy ahora, en México? Hay electricidad, trolebuses, muchos automóviles —y, sin embargo, todo es tan “diferente” como si en el país vecino, más allá del umbral, no hubieran pasado cien años, como si unos cuantos pasos más allá no se hubiera construido una de las sociedades industriales más desarrolladas de la humanidad. Este ser diferente es misterioso e inquietante. Aquí algo se detuvo. Una especie de poder lleno de secretos —¿quizá una forma de defensa?— mantuvo a los mexicanos a distancia de ese desarrollo que ocurría tan cerca de ellos.

La imagen de la calle es por completo del sur de Italia, recuerda a Pozzuoli, la sucia y pequeña ciudad cercana a Nápoles, y también a la ciudad de Calabria, pero es todavía más descuidada, ruidosa y abigarrada. En cada casa de la calle principal hay oficinas de abogados, localidades desde las que hombres de mirada sombría y cabello grasiento le venden la ley al pobre pueblo que no sabe escribir. La mitad de los habitantes son analfabetos, de acuerdo con datos oficiales. Treinta millones de hombres hablan español, algunos cientos de miles chapurrean aún dialectos indígenas.

Los hombres llevan sombreros de ala ancha. Su cabello lanudo, negro, grasiento, brota por debajo del sombrero. Numerosos son los rostros de ojos rasgados, rostros indígenas, mongólicos, huesudos. Las mujeres son mustias, macilentas, consumidas por los partos como las mujeres del sur de Italia. Las más viejas llevan un paño negro con el que se cubren la cabeza. Los niños corren descalzos por todos lados y hormiguean alrededor como niguas. El sol calienta fuerte, en el aire están suspendidos el polvo y la pestilencia. La mayoría de las casas son recién construidas, con mezquindad, en el estilo moderno, barato, que se deteriora rápido. Las tiendas están llenas de confecciones estadounidenses, pero también hay interesantes escaparates con vasijas mexicanas de cerámica cocida, con objetos de plata y colorida paja trenzada. Los hombres miran soñadores y agotados hacia delante —las mujeres, por el contrario, atentas, agresivas, preparadas para cualquier posibilidad.

Tengo algo en común con México. Ahora lo experimento con fuerza. En las décadas pasadas he pensado algunas veces en México con cierta nostalgia. Quetzalcóatl, el Señor de la Creación, y Huitzilopochtli, el Dios de la Guerra, son viejos conocidos míos, conservo copia de sus figuras. Aquí hay algo marchito, algo mortecino, sofocante, pegajoso, que humedece. Aquí la vida es barata, no sólo “barata” en términos de pesetas... De cuando en cuando veinte mil hombres estaban de pie, obedientes ante la serpiente del altar de los sacrificios y esperaban allí a que el sacerdote azteca, con su cuchillo de piedra, le sacara el corazón del pecho a miles y miles de víctimas —siempre sangre, lujuriosa sangre. ¿Qué me importa a mí todo eso? No lo sé, pero ahora siento con fuerza esta cercanía.

El olor en un autobús, olor a carne, olor a grasa, olor a aceite, el olor animal y cálido de los cuerpos humanos. Todos los lugares están ocupados. De la puerta de entrada cuelgan los hombres en racimos. Me siento junto a una muchacha joven de rostro hermoso, que lee un libro escolar en inglés y viene de San Isidro, donde acude a la escuela estadounidense. Está bien vestida y es pulcra y tiene ojos negros. Le dirijo la palabra pero me mira asustada y no me contesta. Con seguridad es una grave insolencia dirigirle la palabra a una muchacha. Este intento despierta la atención de muchos, en especial de las mujeres. Nos sentamos incómodos en la peste de un establo, nadie habla, ni siquiera los niños. Conozco este sosiego del sur, esta indolencia ferozmente narcotizada, y a la vez cargada de una tensión eléctrica. De la misma manera acecha la serpiente entre las rocas, preparada a cada instante para dar el salto mortal. Mi vecino del lado derecho, un hombre joven, me habla de repente con una risa maliciosa y saca del bolsillo de su pantalón unas monedas doradas, las presiona contra mi mano y me invita a comprarlas. Cuando se las regreso sin decir palabra ríe con ironía y mira fijo hacia delante. Allá, del otro lado de la barrera, sería impensable una escena así.

El paisaje es desierto y ondulante. Una calle lleva, por treinta kilómetros, al balneario de Rosarito. El vehículo avanza a tumbos entre las rocas. Piedras muertas de todo tipo, montañas calizas de color óxido. En Rosarito el hotel es un grupo de edificios encalados que recuerda a una mezquita árabe, en medio de un jardín tropical con palmas y cactos. A la puerta hay vigilantes armados, soldados. Gritan con vehemencia, corriendo por allí. En una tienda cercana, parecida a una droguería, explican los propietarios —un obeso matrimonio mexicano— sin aliento, que la noche anterior llegaron a Rosarito militares armados a bordo de vehículos especiales, procedentes de la ciudad de México. Asaltaron el hotel y lo rodearon, y pusieron contra el muro a todos los que se hallaban en la sala de juego. A los jugadores y los huéspedes, a los turistas estadounidenses de Hollywood, les quitaron su dinero y sus cheques —unos 40 mil dólares— y emprendieron una ocupación militar en toda forma: ahora los huéspedes duermen sobre las mesas de bacará y esperan al agente del ministerio público de Tijuana, que deberá decidir sobre el destino de los detenidos, porque “el juego de azar está prohibido”. Esa noticia me divierte. Si hubiera llegado la noche anterior, como lo tenía planeado, también me hubieran encerrado a mí, como a las demás personas, incluyendo a los espectadores.

Encuentro alojamiento en un motel cercano. Las construcciones en la costa están por completo despobladas. Un empleado y un perro me acompañan al cuarto, que tiene suelo de piedra y se calienta con gas natural. Desde el océano silba un viento frío. Por la tarde, de regreso a Tijuana. Los periódicos locales en español e inglés hacen del enfrentamiento en Rosarito todo un acontecimiento. Uno de los diarios locales muestra en la primera plana a los turistas víctimas de los hechos roncando sobre las mesas de bacará. Hojeo un folleto —lo conseguí en Los Ángeles. En él los propietarios del hotel en Rosarito, ahora detenidos, les prometen a los turistas en la primera plana: Rosarito Beach! Where modern conveniences and Mexican old world charm are happily blended. Los americanos que esperan allí seguro tendrán otra opinión sobre el “old world charm”. Aquí, donde en la cercana ciudad de Las Vegas hay toda una industria oficial del juego, les será difícil entender el valor de húsares que tienen los mexicanos.
La ciudad no es grande, pero tan hacinada como los barrios pobres de una gran ciudad. En las horas vespertinas puede verse todo en la calle. La escena se desarrolla como la copia de una imagen urbana de Nápoles o Sicilia: arneses para mulas, figuras de la Virgen María y lámparas votivas en los aparadores. En un mercado se apilan montones de frutas tropicales y verduras que huelen a la selva, flores de olor penetrante, narcótico, en una enloquecida mezcla. Una iglesia barroca, amplia y rematada con una cúpula, cuyos muros están pintados de blanco níveo y azul claro, está bien barrida, lavada y limpia. En los nichos se mezclan santos lastimeros. Los creyentes no andan caminando por aquí, más bien se deslizan de rodillas sobre el suelo de piedra.

Miradas peculiares: una anciana indígena con un paño negro me mira con ojos ardientes, salvaje y lúgubre, mientras permanezco de pie ante un altar cercano. También en otras partes, afuera, en la calle y en las tiendas, la mirada de las mujeres es brutal e incitante. No sólo las jóvenes tienen una mirada que desgarra, animal e inconfundible, también las mujeres viejas miran así bajo el paño que les cubre la cabeza y se enredan en el pecho, con la permanente disposición de la criatura para aprovechar cada posibilidad y asir cada pedazo... Pero el afán de lucro —la codicia— no habla por esta tosca mirada. Cuando las viejas culturas miran de manera tan incitante y observadora a los hombres no aguardan con impaciencia la ganancia, sino el azar.

En las callejuelas vespertinas el ruido es del sur, latino, un ruido de vocerío. Al mismo tiempo hay en el gentío, en la mirada de los hombres, en el colorido desorden, algo de desesperanza y de olvido de uno mismo. La gente es cortés y ríe siempre, pero las miradas súbitamente se vuelven oscuras y enfadadas, sólo sonríen los labios, los ojos bestiales, serios, brillantes, jamás. Sin embargo, detrás de la aglomeración ruidosa y por completo sucia hay cierto señorío latino, pagano y ese curioso “olor a muerte” del que habla Lawrence, domina todo.

Por aquí no se ven sacerdotes, ni siquiera una vez en la calle. Este pueblo profundamente católico y supersticioso es muy anticlerical, como el sur de Italia. En la casa de huéspedes cinco cantantes vestidos de toreros tocan con un instrumento de cuerdas una pieza musical, la “Danza de los viejitos”, de cansina melodía. Los elementos básicos de una merienda mexicana son difíciles de distinguir porque los ardientes chiles que se muerden dominan todo: pescado, carne, legumbres, todo arde en la boca como si se deglutiera fuego. El vino es una especie de Riesling, maduro y ligero, de sabor puro.
Hacia la medianoche en las calles de Tijuana las prostitutas llevan a cabo una verdadera inspección de la zona. Con dificultades puede uno quitarse de encima a los taxistas, sin embargo es conveniente esperar el autobús de medianoche porque no es seguro viajar en taxi por las calles de profunda oscuridad, que no alumbra una sola vez el claro de luna. A medianoche llega el vehículo mugriento, sin luces. Figuras que recuerdan a una gavilla de bribones duermen sobre los asientos. El recorrido de media hora avanza por un paisaje de montañas oscuro y vacío. Rosarito está oscuro como una boca de lobo pero encuentro alojamiento en dirección del ladrido de los perros. La habitación es gélida. En una esquina, sobre el piso de tierra, hay un horno de gas natural. Hace todo menos calentar.
Por la mañana me despierta el brillo del sol que resplandece con toda franqueza. Olvidé bajar la cortina de la ventana y el sol se lanza desde el océano como un latigazo. Directo frente a la puerta ruge la marea matutina del Océano Pacífico y el golpe de las olas esparce espuma en el umbral. La luz es tan salvaje que debo regresar a la sombra —me quema los ojos.

La costa está desierta. Sólo hay algunas palmeras y casas de barro. El sol quema ya desde temprano pero el viento y el aliento del océano hormiguean fríos como una ducha helada sobre un traje de baño muy caliente. En el comedor vacío del hotel me anima amistoso a comer y beber un cocinero chino, viejo y gruñón, que se contonea como pato.

Me dice que sus guisos son limpios y no debe temerse la “Venganza de Moctezuma”, la infección intestinal que ataca a los extranjeros. Es un hombre experimentado que sabe por qué temen los turistas los productos del campo mexicano, abonados con excrementos humanos. El cocinero sonríe con burla, cuando lo tranquilizo diciéndole que no dudo de la limpieza de su cocina, pero que las moscas de América central aún no conocen las medidas higiénicas y ensucian todo con sus contagiosos excrementos, no sólo los granos y las frutas, sino hasta los cubos de hielo. Alza los hombros, como si quisiera evitar con tenacidad cualquier disputa con los prejuicios humanos. Y me ofrece un maravilloso desayuno; el peligro de sus componentes no puede ser exageradamente grande.

Puede que tenga razón si se ríe de manera tan burlona. Pero también puede ser que la razón la tengan las autoridades estadounidenses, cuando en un pizarrón, advierten a los turistas, en la frontera con México, que está prohibido llevar frutas y verduras mexicanas a territorio estadounidense. El organismo humano desarrolla anticuerpos contra cada peligro de contagio, se dice desde hace tiempo. Pero no sólo las frutas y verduras crudas ofrecen una fuente de contagio, también las ideas, las nociones fijas, las visiones del mundo enfermas y maniacas. Es mucho más difícil desarrollar los antídotos apropiados para ello.
El perro del hotel espera ante la puerta y se me pega. Todo el largo mediodía, y también después del mediodía me acompaña por la costa. Es un animal pequeño y sarnoso, alegre y despabilado, con ojos inteligentes. Este perro es el único ser vivo que conozco en México, y un buen camarada. Nadie nos acompaña en la costa del océano. Frente al hotel todavía están en disposición cómica y feroz los soldados mexicanos armados, y vigilan a los presos de la mesa de bacará.

Con el perro paseo lejos a lo largo de la costa, en dirección a Ensenada, una localidad cercana más grande. Hacia mediodía, la marea decrece. Permanezco horas sentado a la sombra de un cerro de arena en la playa vacía; el golpe de las olas arroja siempre a la orilla nuevas conchas y caparazones, arañas de mar muertas, extraños crustáceos. Divertido, el perro juega con las conchas de los caracoles y los caparazones de los cangrejos. Luego se sienta junto a mí y observa largamente y sin moverse el Océano Pacífico, ese constante movimiento, ese poder feroz, terco, incesante, que nadie desafía, y siempre es blando, pero más sólido que cualquier material firme.

Con la bajamar vienen pequeñas aves acuáticas, picotean y buscan en la empapada arena de la costa. En el trasfondo pueden verse montañas desnudas de Karst. El sol brilla, pero el calor no quema, más bien calienta como una ligera cobija de franela. No está mal aquí, en México. Después de los años en Estados Unidos, experimento hace veinticuatro horas que no vivo entre proletarios, y que ese proletariado estadounidense con su nivel de vida tan alto es un signo curiosamente inquietante. Los proletarios y los pioneros de espíritu aventurero se apropiaron de América, aquí el proletario fue desde hace siglos un pobre ser que lucha, que bajo difíciles condiciones de vida alumbró un continente. La civilización engendrada a la velocidad del relámpago por la Revolución Industrial transformó todo de repente: en lugar del pionero proletario, en Estados Unidos hizo su entrada el proletario nuevo rico que se sienta en un gran automóvil, cuya casa llenaron grandes organizaciones con frigoríficos y televisores comprados a crédito, que jactancioso y atormentado a la vez, empezó a llevar su vida a crédito. Aquí, en México, hay mendigos, pero no hay proletarios. La posesión como hecho marca la diferencia social entre el dueño y el peón —y esta diferencia es grande— pero la línea divisoria entre los humanos ha cicatrizado. Lo siento por primera vez en años.

Hacia la noche voy por la zona urbanizada, siempre en compañía del perro. El animal se ha aferrado a mí a toda conciencia como un Cicerón que siempre quiere mostrar algo, y me acompaña por todos lados. Fuera de una escuela, cuyas ventanas están rotas, brincan muchachas y muchachos como pulgas del desierto que saltan en la arena. ¿Qué clases se ofrecen en esta escuela? La mayoría de la población de los países más grandes es ignorante. Es el segundo rostro de la gran pregunta de la actualidad. En el mundo masificado, ¿es posible educar con métodos diferentes a los que emplea la democracia? ¿Es posible seguir siendo un hombre íntegro en lo profundo de la mendicidad arrogante e individual?
Un hombre viejo de sombrero me conduce al final del pueblo, donde la oficina de correos trabaja dentro de una chabola. Es una especie de correo privado, como con frecuencia se les encuentra en el sur de Italia. La mujer gorda y el hombre de piel obscura, que despachan detrás de su mesa, son muy corteses, pero no tienen la menor idea de qué estampilla se necesita para enviar una tarjeta postal por correo aéreo a Europa. Al fin pegamos algunos timbres con buen pegamento. En esos instantes se siente de veras qué lejos queda Europa de aquí.

Regreso a Tijuana. A la luz del día, en la desnudez de la rutina cotidiana esta ciudad fronteriza electrificada, cocacolizada, ungida con las convencionales fachadas estadounidenses, muestra sin velo lo que las luces de la noche habían pincelado de manera incitante: a saber, qué poco ha cambiado en su esencia la vida en el transcurso del siglo pasado. El peón, cualquier hombre de aquí, vive siempre en lo profundo del debilitamiento provocado por la impotencia y la desesperanza que evocan la espesa sangre de las viejas razas, y la mezcla del clima y la enfermedad española llamada “mañana”, a la que es tan difícil escapar. El sentido de la palabra española “mañana” es una enfermedad indígena y española, una especie de helada morfina... Este gesto de incapacidad e impotencia, con el que suelen responder en instantes decisivos, en vez de hacerlo con un hecho, es peligroso.

En el siglo pasado ocurrieron muchas cosas aquí en México, una especie de Revolución liberó la tierra de una constitución feudal, pero no de la vieja sensación de la vida. Para esta gente el ahora no es una realidad, siguen confiando la política, la educación y las empresas creativas al día de mañana. El peón, el siervo endeudado de nacimiento, accedió a la tierra gracias a la Reforma Agraria, pero no la puede administrar de manera moderna. Según confesiones del propio gobierno, la Reforma Agraria en México fue un fracaso económico. Aunque está ocurriendo aquí, sin el poder técnico y de organización de Occidente, es muy difícil transformar a corto plazo la vida en localidades tan atrasadas.
Entre las luces brillantes el regreso a Estados Unidos transcurre por campos ordenados con cuidado. Quiero ir otra vez a México, a lo alto de las montañas, al verdadero México. Sin embargo, ahora me alegro de estar de nuevo aquí, en un autobús limpio, con aire acondicionado, entre tranquilos compañeros de viaje, entre casas bonitas, con restaurantes en las calles donde hay agua para beber y fruta qué comer. Me alegra experimentar lo protectora y cuidadosa que puede ser una civilización. Es una buena sensación regresar del México hermoso, salvaje, arrogante y lleno de peligros, a Estados Unidos, donde un conjunto de hombres fuertes, a lo largo del siglo pasado, entre circunstancias difíciles, alcanzaron el nivel de vida que los nativos de México no lograron realizar en el último siglo.

Traducción de Rafael Muñoz Saldaña.
Tomado de Der Wind kommt vom Westen. Amerikanische Reisebilder, Piper Verlag, München, 2002.