Coloquio Fernando Álvarez-Uría • Jacques Donzelot

Desconocido
traducido por Maysi Veuthey

La fragilización de las relaciones sociales

JACQUES DONZELOT
¿Qué es lo que fragiliza el vínculo social? Si tomamos como punto de referencia un pasado no demasiado lejano –digamos la sociedad industrial a principios del siglo xx–, nos encontramos con una representación de la sociedad como totalidad orgánica, con una división social del trabajo que hace a la gente mutuamente interdependiente para el cumplimiento de sus tareas y su constitución como individuos. En esa época no se habla del vínculo social, de cohesión o de exclusión. Se habla, eso sí, de solidaridad, de una solidaridad objetiva que hay que hacer perceptible por medio de una política que se apoye en esa interdependencia real.

Ahora, en cambio, nuestra sociedad ha dejado de ser esa organización industrial, jerárquica y piramidal, fundada en una interdependencia objetiva para pasar a ser una sociedad reticular. En la retícula, en lugar de la mutua dependencia, imperan unas relaciones sociales mucho más versátiles marcadas por la posibilidad de elegir. Es entonces cuando se plantea la cuestión del vínculo social y de su fragilidad. La sustitución de la interdependencia visible, evidente, orgánica, por una interdependencia voluntaria o, al menos, semivoluntaria, vuelve mucho más necesaria la confianza. ¿Y cómo fiarse de alguien que no depende de nosotros para cumplir con su cometido? En todas las escalas sucede lo mismo que en las empresas que externalizan servicios: se encuentran con la duda de con qué proveedor externo de confianza pueden contar.

FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
En mi opinión, para comprender el surgimiento de la preocupación por el vínculo social, es preciso analizar conjuntamente el proceso de individualización relacionado con la división social del trabajo en la modernidad y el proceso actual de segmentación de las historias de vida. Hace apenas veinte o treinta años, las personas desempeñaban una profesión, llevaban una vida acorde con ella e intentaban desarrollar un proyecto de vida. En los años setenta, las nuevas tecnologías en general, y las de la comunicación en particular, provocaron cambios radicales en el sistema de trabajo. Las políticas neoliberales, que comenzaron en Estados Unidos e Inglaterra en los años ochenta, reforzaron todos estos cambios que terminaron por provocar el cuestionamiento del estado social, lo que constituye, a mi juicio, uno de los rasgos más importantes de nuestras sociedades actuales. Tras la Segunda Guerra Mundial, el estado social keynesiano se configuró como un modelo alternativo al sistema liberal, en la medida en que el estado social ocupaba una posición central y desplazaba al mercado a una posición subordinada, y también al sistema comunista, en la medida en que mantenía el mercado y la libre competencia. Este modelo social europeo comenzó a resquebrajarse a finales de los años setenta y, con él, la protección social que permitía a los ciudadanos tener proyectos y pensar en un futuro mejor. En definitiva, estoy de acuerdo en que el proceso de individualización estuvo asociado a la división social del trabajo, pero creo preciso añadir que el estado social permitía a la gente forjarse una historia de vida unitaria y mantener unas relaciones sociales sólidas. Cuando el empuje de las políticas neoliberales ponen en tela de juicio todas estas instituciones comienzan a proliferar los sujetos en flotación, individuos que no cuentan con más soporte que su propia identidad acosada.

Retejiendo vínculos

FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
Creo que la vuelta a las religiones, la importancia que están recobrando tanto el catolicismo como el Islam, constituye una contratendencia a esta disolución de vínculos, al igual que ocurre con todos esos movimientos comunitarios estadounidenses ligados al pensamiento neoconservador. No obstante, aunque la reacción a esta fragilización procede sobre todo de los fundamentalismos reaccionarios, también desde la izquierda se están produciendo respuestas, entre las que podríamos incluir los movimientos sociales altermundialistas, pero también esa especie de movimientos de tribalización de los jóvenes que estamos presenciando, al estilo del botellón y demás. En cambio, desde el punto de vista político, no veo que exista una alternativa de izquierdas realmente articulada.

JACQUES DONZELOT
Hablar de contratendencias posiblemente sea anticiparnos a los hechos ya que, hoy por hoy, no hay ninguna tendencia política clara que sea capaz de devolver solidez a los vínculos sociales más que de una forma puramente reactiva. Pensemos en lo que pasa en estos momentos en Francia con la revuelta de los estudiantes contra el contrato de primer empleo del primer ministro Villepin. Se trata de la revuelta de lo que Robert Reich llama anxious class, una clase ansiosa formada por personas que ven cómo desaparece un privilegio al que creían tener derecho (una remuneración acorde con sus estudios y un empleo duradero, en este caso). Pero estos jóvenes que se manifiestan lo hacen sin proponer una alternativa. Y no es un caso aislado: actualmente, sólo asistimos a movimientos de reacción como los de los luditas en el siglo xix. Parece que basta con estar en contra, nadie construye una tendencia crítica positiva. Junto a esta clase ansiosa está la clase de los excluidos, los que protagonizaron los disturbios de noviembre, que afirman que están fuera de la sociedad porque son magrebíes o negros, o porque no tienen posibilidades de acceder a un empleo. Y precisamente como respuesta a esta falta de oportunidades, un primer ministro de derechas plantea un contrato que permite a los empresarios emplear a negros o a magrebíes en quienes no confían, sabiendo que en cualquier momento pueden despedir a quien no trabaje. Parece una solución sencilla, pero resulta que este tipo de contrato, destinado a esta población excluida –aunque elaborado sin contar con ella–, es visto ahora como una amenaza por los estudiantes, que constituyen una mayoría cada vez más desfavorecida. En esta situación, los únicos que salen ganando son los estudiantes de las grandes écoles, los vencedores de la globalización a quienes las empresas se rifan. Ahora bien, resulta que estos ganadores también se sienten amenazados porque perciben que pertenecen a una sociedad de perdedores que no es dinámica, lo que les lleva a pensar en trasladarse a otro país más competitivo. En Inglaterra, por ejemplo, 350.000 personas se marchan cada año al extranjero con la intención de ganar más y cambiar de vida, y no son precisamente pobres. También esto da idea de la descomposición del vínculo social. Y entre los excluidos y los ganadores tenemos a esa enorme clase media ansiosa, que se siente amenazada por los primeros, que se quedan con el dinero público o con los empleos, y rechazada y despreciada por los segundos. También esta amargura creciente constituye una forma de fragilización del vínculo social frente a la que no se está construyendo una política alternativa, no al menos en Francia.

Sí parece, en cambio, que comienzan a surgir alternativas en los Países Escandinavos, en concreto en Dinamarca, y también en Inglaterra. En el caso de Dinamarca, los costes del desempleo, la educación o la salud, recaen sobre la base de los impuestos. Los ciudadanos que pagan para ayudar a los otros quieren que esa ayuda sirva para algo. No la consideran un derecho y de hecho no cotizan para tener un derecho. En Inglaterra el camino resulta más restringido y mucho menos solidario. Se ha generalizado una cierta criminalización de la dependencia de la ayuda social, de manera que ahora se trata de ayudar, pero sólo con el objeto de que el receptor de la ayuda salga cuanto antes de la dependencia. Esta vía ha cosechado un cierto éxito cuantitativo, provocando un descenso del desempleo, especialmente del paro juvenil.

La actualidad del estado social

JACQUES DONZELOT
La crisis del estado social no parte de la voluntad manifiesta de disminuir la cantidad del producto interior bruto destinada a sufragarlo. De hecho, esta proporción ha aumentado constantemente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. A mi juicio, la crisis tiene doble naturaleza: una, diríamos, filosófica, y la otra económica, asociada a la globalización. La crisis filosófica está vinculada a una doble crítica del estado social que surgió en los años sesenta y setenta y que yo desarrollé en L’Invention du social. En su primera vertiente, es una denuncia desde la izquierda de los efectos de control que conlleva el desarrollo del estado social y sus redes de protección, y que está relacionada con cierta lectura de Michel Foucault en términos de denuncia de cualquier aparato de control destinado a inculcar a la gente la docilidad necesaria para hacerles trabajar. El estado social era a un tiempo la contrapartida y el medio para conseguir esta disciplina: las viviendas sociales, por ejemplo, situadas cerca del centro de trabajo, se concebían como un medio para lograr que la gente trabajase de forma regular. La segunda vertiente de esta crítica corresponde a una línea reformista, de derechas, que denuncia que el estado social produce una población dependiente acostumbrada a la protección desde la cuna, que no asume responsabilidades y renuncia a preocuparse por su propia seguridad. Según esta concepción, el estado social amenaza el dinamismo emprendedor de la sociedad y, por tanto, la sociedad misma.

Esta doble critica filosófica confluye en la filosofía neoliberal de los ordoliberales alemanes que Michel Foucault estudió en su curso del Collége de France de 1978-79 y que pretende fomentar el desarrollo del individuo emprendedor frente al individuo consumidor asociado al keynesianismo. Los ordoliberales consideran el keynesianismo una doctrina peligrosa, ya que aboga por aumentar la demanda a través de medidas estatales, e incluso temen que el mercado, en tanto que medio para satisfacer las necesidades, pueda generar la apreciación de que el estado debe compensar aquellas necesidades que no se consigue resolver a través de cauces mercantiles. Esta escuela de pensamiento, que se proponían comprender qué es lo que había facilitado el advenimiento del estalinismo y del nazismo, encontró como principio de explicación la creencia ingenua en las ventajas intrínsecas del mercado, que no habría hecho más que justificar la importancia del papel del estado, y que los ordoliberales buscan sustituir por una valorización de la competencia. Dado que, para ellos, la competencia no es intrínseca al mercado, el estado debe seguir desempeñando un papel fundamental: forzar la competencia estimulando a los individuos a ser emprendedores. Esta ideología neoliberal ha convergido con la globalización económica, que ha echado por tierra todas las políticas keynesianas progresistas de relanzamiento de la producción a través del aumento de la demanda y del poder adquisitivo, es decir, del aumento de derechos de la población y de la distribución de rentas entre los más pobres. Este keynesianismo social o de izquierdas funcionaba bien en un marco nacional, pero en el contexto mundial ya no sirve. Sí funciona, en cambio, un keynesianismo de derechas en el que el estado invierte en la industria en general, y en la de armamento en particular, impulsando el desarrollo de la capacidad tecnológica que permitirá a esta industria prevalecer sobre las demás empresas. Así pues, el proceso de globalización descalifica la ideología de izquierdas en su forma de keynesianismo social y, dado que la izquierda no ha sido capaz de forjar otro discurso, es la derecha la que saca partido de la situación.

FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
Yo no estoy del todo de acuerdo. En mi opinión, la importancia del estado social reside precisamente en el hecho de que el mercado deja de ser el centro del orden social. En el estado social keynesiano nos encontramos en un escenario distinto del de la sociedad de mercado: es el estado social, democrático y de derecho, el que controla la economía en función de los intereses colectivos, y lo hace a través de los impuestos, de la planificación, de las empresas públicas y de las instituciones públicas de propiedad social.

Si analizamos la historia del modelo keynesiano, vemos que ya en los años treinta los economistas neoliberales como Hayek o Lionel Robbins mantenían una polémica importante con Keynes y el grupo de Cambridge, cuyos planteamientos giraban en torno a una idea fundamentalmente anticapitalista. A comienzos de los años treinta Keynes pronunció en la Residencia de Estudiantes una conferencia sobre el futuro de las sociedades industriales titulada «La posible situación económica de nuestros nietos», en la que sometía el capitalismo a un análisis similar al de Weber: el capitalismo es un fundamentalismo y una locura que es preciso frenar, anteponiendo los intereses colectivos a los privados. En la London School of Economics, en aquel momento, había refugiados que habían llegado de Alemania como Karl Mannheim, grupos católicos de izquierdas, de la iglesia anglicana, de socialistas fabianos y, entre todos ellos, existía un consenso relativo a la necesidad de crear algo nuevo después del gran desastre de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de un consenso elitista, pero también es verdad que cuando Beveridge publicó su Informe en 1942 se editaron miles de copias y se difundió entre los ingleses la sensación de que los intereses de la nación y la democracia debían anteponerse a los intereses privados del capitalismo. Sin duda, es cierto que en los años sesenta y setenta se produjeron todo tipo de críticas de la izquierda al estado social y sus aparatos de control, pero también se produjeron movimientos sociales importantes –en contra de las instituciones totales, por la democratización de la escuela, a favor de la igualdad de oportunidades…– que, pese a ser demasiado maximalistas, supieron plantear una cuestión central que conserva toda su actualidad: la democratización del estado social, que sigue constituyendo el puntal de la alternativa socialdemócrata. De hecho, creo que es posible crear un estado social a escala mundial, un proyecto del que ya Keynes era partidario. En definitiva, no creo que la globalización económica incontrolada sea inevitable, un triunfo del capitalismo mundial al que hay que adaptarse con flexibilidad.

Competir o compartir

JACQUES DONZELOT
Quisiera aclarar que no soy un adepto del neoliberalismo mundial; que haya dicho que no hay alternativa no significa que esté a favor. Tengo la sensación de que hay dos puntos de discusión entre nosotros. El primero tiene que ver con las relaciones entre lo social y la democracia. Si el estado social tiene una razón de ser, es precisamente la de hacer posible la democracia. No se trata, pues, de democratizar lo que constituye la base que ha permitido establecer la democracia evitando tanto una dictadura estatista de izquierdas como un puro estado policial. Hay indudablemente una estrecha relación –no de engendramiento, por supuesto, pero sí de facilitación–, entre la crítica del estado social tal como se produjo en los años sesenta y setenta y el pensamiento neoliberal. Cuando se ha intentado criticar el estado del bienestar, el neoliberalismo ha dado un paso adelante y ha planteado una alternativa. Porque, y este sería el segundo punto de fricción entre nosotros, hay dos maneras de salir de esa racionalidad irracional de la que hablaba Max Weber: podemos decir que lo irracional en el capitalismo es el mercado y defender la necesidad de domesticarlo, de subordinarlo a la satisfacción de las necesidades. Este es el camino que transitó la Escuela de Frankfurt. Pero con esto no se logra ofrecer una alternativa al neoliberalismo. La otra vía de escape procede de la Escuela de Friburgo. Allí se origina un neoliberalismo que denunciará el pensamiento de Keynes en la medida en que alienta o justifica el desarrollo del estado. Para los neoliberales de Friburgo, la irracionalidad del capitalismo reside en que engendra un deseo de satisfacción de necesidades que sólo puede conducir a un reforzamiento del papel del estado e, inevitablemente, este estado más fuerte terminará por convertirse en un destructor de la libertad. En último término, se trata de un análisis similar al de Schumpeter, que se lamentaba de que el horizonte último del capitalismo fuera el socialismo. Los partidarios de la Escuela de Friburgo, auténticos progenitores del neoliberalismo, afirman que para habilitar esta salida hay que repensar la situación partiendo, no del mercado, es decir, no de las ideas de necesidad o consumo, sino de la producción, de la empresa, en suma, de la competencia. Así pues, creen preciso acabar con este estado que no hace más que justificar las demandas de igualdad en materia de consumo y defender una competencia que repose en la igual desigualdad de los hombres, es decir, crear los medios para que, al menos, podamos competir. Esta escuela neoliberal es la que está hoy en primera fila y, al menos por el momento, no contamos con ningún principio de reflexión con entidad suficiente que haga frente a estas ideas, no tenemos nada parecido a una escuela neosocial democrática que sea capaz de enfrentarse a esta escuela neoliberal, lo cual constituye una verdadera tragedia intelectual y política.

FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
Estoy de acuerdo en que no tenemos esta escuela de pensamiento y en que la necesitamos, pero creo que sí contamos con materiales importantes para construirla; la investigación de Marcuse sobre el hombre unidimensional, o los análisis de Adorno sobre la personalidad autoritaria, o los de Horkheimer y Habermas. También están, por supuesto, los estudios de Robert Castel, los que tú mismo has llevado a cabo, e incluso los de Dahrendorf, que es quizá más liberal, pero que también defiende la necesidad de un estado social. Es decir, existe un consenso socialdemócrata basado en la necesidad de profundizar en la democratización del estado social y de crear redes europeas frente al neoliberalismo, frente a la globalización económica, que superen en cierto modo el marco del estado-nación.

JACQUES DONZELOT
El neoliberalismo actual es una técnica de gobierno que, aunque no suscite la adhesión de la gente, está logrando imponerse debido a su hincapié en la competencia. No hay un solo problema que pueda tener una nación europea que no pueda reducirse en último término a su capacidad de competir. Lo que nos hace estar en desacuerdo, pues, es que frente a la lógica de la competencia tú planteas una lógica de satisfacción de las necesidades reales, de preservación de la verdadera naturaleza, en resumen, una lógica de la autenticidad. Me da la sensación de que sigues poniendo en relación la democracia con el ciudadano consumidor, cuando el principal efecto de esta inflexión neoliberal es que el ciudadano ha dejado de ser el que reivindica la satisfacción de sus necesidades, para comenzar a considerase por su capacidad emprendedora. Hay que ver qué tipo de alternativa puede construirse frente al neoliberalismo a partir de esta confluencia entre el individuo ciudadano y el individuo emprendedor. Quizá por este lado podamos imaginar el nacimiento de algún movimiento social de tipo asociativo que logre hacerse cargo de la noción de solidaridad y que sepa insertar el dinamismo emprendedor en una lógica democrática, planteando una alternativa a las reivindicaciones de tipo keynesiano que se articulan en términos de consumo.

Hay una anécdota sobre Michel Foucault que resulta muy ilustrativa. Cuando Foucault analizó esta historia de la gobernabilidad neoliberal que emergía ante sus ojos a finales de los años setenta, acudió al partido socialista francés, especialmente a sus líderes más innovadores del estilo de Michel Rocard, para decirles que, más allá de la burocracia existente, era necesario inventar una gobernabilidad de izquierdas capaz de oponerse a las técnicas de gobierno neoliberales. Pero se topó con un muro. Y el problema es que seguimos viviendo sobre un trasfondo comunista en el que la idea que rige la reflexión de izquierdas es la de ruptura con el capitalismo, de manera que todo pensamiento que se quiera innovador estará permanentemente bajo sospecha de hacerle el juego al capitalismo, al liberalismo, a la derecha. Creo que este tipo de proyecto no puede eclosionar ni desarrollarse porque esta acosado por los partidarios de un mundo que ya no existe, de una alternativa completamente deshecha.

FERNANDO ÁLVAREZ-URÍA
Me da la sensación de que hay muchas cosas que no estás tomando en consideración. Hoy en día hay todo un movimiento de valores postmaterialistas que agrupa a personas que defienden la necesidad de un consumo reducido, de un desarrollo sostenible, así como la creación de cooperativas de producción y consumo. Hay gente que lucha por frenar un poco esta locura de producir cada vez más coches, por ejemplo, gente que sabe que es posible racionalizar un poco más la inversión, que es posible combatir la comida basura, la televisión basura y los empleos basura. Pensemos en Porto Alegre, la cuna del movimiento a favor de los presupuestos participativos que permiten a la gente elegir en qué sentido se debe invertir lo que es de todos. Creo que eso mismo puede hacerse a una escala nacional o incluso europea. Puede que lo que defiendo resulte un poco antiguo si únicamente se piensa en términos de excelencia, de competitividad, pero me parece que para repensar la situación actual debemos también aprender de la historia y retomar lo que estuvo bien hecho, lo que se ha logrado en materia de democratización, de igualdad de oportunidades y de fortalecimiento de las instituciones públicas.

JACQUES DONZELOT
Sin embargo, a mí me parece que la noción de la propiedad social, por ejemplo, es una idea del siglo xix que hoy resulta difícilmente utilizable. Creo que la cuestión de la vivienda social nos puede proporcionar un buen ejemplo para comprenderlo. Como comentábamos antes, la vivienda social era en buena medida un medio para lograr que el obrero trabajara de forma regular. Hoy en día, en cambio, la vivienda ya no es un medio para trabajar sino la finalidad misma del trabajo; la adquisición de la vivienda, que conlleva la obligación de soportar un préstamo prácticamente vitalicio, es hoy lo que hace que los individuos se forjen una historia de vida con un objetivo. ¡Es horrible! Y ante esto, la reacción apropiada no consiste en reivindicar la antigua propiedad social sino en construir formas de intervención del estado sobre las tasas bancarias, sobre los préstamos e hipotecas, etc. Los norteamericanos han puesto en marcha mecanismos de intervención en este sentido, también los ingleses. En Francia, no hemos sido capaces. En definitiva, creo que hay que buscar una solución que valore la dimensión democrática apoyándonos precisamente en ese individuo emprendedor que se está promoviendo, en lugar de seguir dependiendo del individuo consumidor, que resulta demasiado ambivalente. Generalmente, cuando se hace una crítica de la sociedad de consumo, se está haciendo también su apología, ya que una vez que aceptamos el reconocimiento de las necesidades como punto de partida, ¿dónde ponemos el listón que separa las necesidades verdaderas de las falsas?

Fernando Álvarez-Uría
Miserables y locos: medicina mental y orden social en la España del siglo xix,
Barcelona, Tusquets, 1983
Sujetos frágiles: ensayos de sociología de la desviación, Madrid, FCE, 1989
[con Julia Varela]
Arqueología de la escuela, Madrid, La Piqueta, 1991 [con Julia Varela]
Genealogía y sociología: materiales para repensar la modernidad,
Buenos Aires, El cielo por asalto, 1997 [con Julia Varela]
La galaxia sociológica: colegios invisibles y relaciones de poder
en el proceso de institucionalización de la sociología en España,
Madrid, Endymion, 2000 [con Julia Varela]
Sociología, capitalismo y democracia: génesis e institucionalización
de la sociología en Occidente [con Julia Varela], Madrid, Morata, 2004

Jacques Donzelot
La policía de las familias, Valencia, Pre-Textos, 1979
L’invention du social: essai sur le déclin des passions politiques,
París, Editions Fayard, 1984
Face à l’exclusion, le modèle français, París, Esprit, 1991
L’état animateur: essai sur la politique de la ville, París, Esprit, 1994
[con Philippe Estèbe]
Faire société: la politique de la ville aux Etats-Unis et en France
París, Editions du Seuil, 2003 [con Catherine Mével y Anne Wyvekens]