Entrevista a Joan Benach y Carles Muntaner

Salvador Lopez Arnal
EL VIEJO TOPO. diciembre de 2005

Joan Benach es profesor de salud pública y salud laboral en la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona y Carles Muntaner es catedrático de salud pública en la Universidad de Toronto en Canadá. Ambos autores han publicado numerosas investigaciones científicas y trabajos de divulgación sobre diversos temas de salud pública y la desigualdad en la salud como la precariedad laboral, la clase social, las diferencias geográficas de la mortalidad o el impacto que los factores políticos tienen sobre la salud. La reciente publicación de su libro Aprender a mirar la salud. Cómo la desigualdad social daña nuestra salud (Barcelona: Viejo Topo, 2005) nos brinda la oportunidad de conversar sobre varios de estos temas. Ambos son un excelente modelo de científicos con una destacada arista política y con un brazo permanentemente abierto e interesado en el área de las humanidades.

Si os parece, podríamos iniciar la entrevista con algunas aclaraciones conceptuales. ¿Qué debería entenderse por salud pública? ¿Cuál sería su diferencia o posible relación respecto a la noción de salud privada?

Hay dos maneras diferentes de pensar lo que se entiende por “salud pública”. Una primera visión, restrictiva, que es la que la mayor parte de la población conoce, tiene que ver con la atención sanitaria y médica que se ofrece en los hospitales y los centros de salud públicos. En este sentido, la “sanidad pública” sería el conjunto de funciones, recursos y actividades que las administraciones ponen al servicio de los ciudadanos para diagnosticar, tratar, curar o paliar sus enfermedades y problemas de salud. Esa visión, suele contraponerse con la compra de servicios de salud de tipo privado que cada cual puede pagar en función de sus ingresos. La segunda visión de “salud pública” es más amplia y aún no ha arraigado lo suficiente en la conciencia popular de muchos países, y mucho menos entre los ciudadanos del Estado español. En esta segunda acepción, la salud pública hace referencia al campo académico y profesional que abarca el conjunto de actividades sociales destinadas a investigar, proteger, promover y restaurar los problemas de salud (y sus causas) que afectan a la población o a la comunidad. En ese sentido, los conocimientos y acciones que la salud pública realiza abarcan tanto a los individuos como son, por ejemplo, los servicios que presta una enfermera para atender o cuidar a un enfermo en un centro de atención primaria o en un hospital, como a la colectividad, como es el caso de las acciones de “salud ambiental” para mantener la calidad de los alimentos y el agua que ingerimos o el aire que respiramos, o las acciones de “salud laboral” dirigidas a la mejora de las condiciones de trabajo y la prevención de riesgos laborales. Aunque modificar la utilización de las palabras parece tarea muy difícil, seguramente para entendernos mejor debiéramos hablar de este tipo de salud pública como hacen los brasileños: “saude colectiva”, la salud de todos.

Da la impresión de que cuando se escribe o habla de la salud, en la mayoría de las ocasiones, nos centramos en factores o procesos biológicos y, en menor medida, en aspectos psicológicos, con una ausencia casi total de los aspectos sociales. ¿Podríais explicarnos sucintamente vuestra noción de salud? ¿En qué medida se debería tener también presente los factores sociales?

Ambas preguntas plantean un tema complicado, que no es fácil contestar brevemente ya que la tarea de definir la salud es compleja y esquiva. Baste pensar que hace unos años un estudio recopiló un gran número de definiciones de salud señalando hasta 18 dimensiones distintas. Es bien conocida la definición realizada a mediados del siglo XX por la Organización Mundial de la Salud cuando señaló que la salud debe entenderse como “un estado de completo bienestar físico, mental y social y no sólo como la ausencia de enfermedad”. Tres décadas después, Jordi Gol, un respetado médico barcelonés que se designaba a sí mismo como un “médico de personas”, criticó y refinó esa visión al afirmar que salud era una “manera de vivir que es autónoma, solidaria y gozosa”. Gol también señalaba que la salud y la enfermedad no deben separarse sino que de hecho forman un continuo y que se puede estar enfermo de forma sana y se puede estar sano de forma insana.
No obstante, junto a esas visiones “subjetivistas”, otras varias definiciones han puesto el acento en la mayor o menor capacidad de los individuos para adaptarse y afrontar adecuadamente las diversas situaciones vitales. En conjunto, estos y otros enfoques no pueden hacernos olvidar que la salud tiene necesariamente un componente social, económico y político muy importante y que su logro debe ser también considerado un derecho humano fundamental. Muchísimos estudios muestran con claridad como la pobreza, la desigualdad, la explotación, la discriminación, la violencia y la injusticia, tan presentes en el capitalismo y la globalización neoliberal de hoy en día, están en los orígenes de la mala salud y la muerte prematura que sufren una cantidad ingente de personas. Así pues, bajo esas condiciones, si realmente se quiere conseguir que toda la población mejore sustancialmente su nivel de salud, habrá que cambiar de forma drástica muchas de las prioridades políticas y económicas actuales e inevitablemente habrá que hacer frente a intereses muy poderosos.

En los países desarrollados suele decirse que la esperanza de vida y la salud de la población están mejorando. Sin embargo, en los últimos tiempos parece que estemos asistiendo a la aparición de nuevas enfermedades. ¿Es esto así? ¿Se trata de una información contrastada?

Al igual que en el caso de la salud, tampoco es nada fácil definir qué es eso que llamamos “enfermedad” y, claro está, si no podemos definir bien las enfermedades, entonces no las clasificaremos ni las mediremos correctamente y tampoco será fácil cuantificar su evolución en el tiempo. De entrada podríamos decir que las enfermedades son desviaciones más o menos objetivas del bienestar fisiológico o psicológico. Ahora bien, aquí deberíamos aclarar dos aspectos relacionados con la forma en cómo cada sociedad percibe y define que es una enfermedad.
En primer lugar, la percepción de qué significa sentirse enfermo no es algo fijo y estable sino un hecho que cambia histórica y culturalmente ya que un determinado problema de salud puede o no corresponderse con los valores dominantes en una sociedad determinada. Un conocido ejemplo es el hecho de cómo en Estados Unidos la homosexualidad dejó de ser catalogada a partir de 1973 como una enfermedad mental. Por otro lado, una determinada desviación o anormalidad puede hallarse tan extendida entre una población determinada, que puede ocurrir que la misma no sea percibida como una enfermedad. Por ejemplo, entre algunos pueblos indígenas mexicanos, el tracoma (una enfermedad que produce la ceguera) es tan frecuente que la comunidad no siente esta situación como una enfermedad.
En relación con las definiciones de las enfermedades que efectúan los científicos, el tema tampoco es simple. Aunque por supuesto es cierto que los individuos enferman, las varias formas en como definimos las enfermedades no dejan de ser abstracciones, creaciones humanas que cambian históricamente a medida que aumenta el conocimiento científico en un determinado contexto histórico. Por ejemplo, el sida apareció por vez primera a la luz pública en Estados Unidos en 1981. Ya en 1982 apareció la primera definición, luego hubo dos definiciones más durante los años 80 y otra más en los 90, todas ellas definidas a partir fundamentalmente de establecer diversos criterios biológicos y clínicos. Cada cambio ha comportado numerosas implicaciones ya que se alteró el número y situación de quienes debían ser considerados enfermos lo cual a su vez tuvo numerosas implicaciones sanitarias, económicas, legales, éticas y sociales.
Ahora bien, hoy en día en los medios de comunicación aparecen constantemente fenómenos que suelen etiquetarse como “enfermedades” nuevas. ¿Qué decir de eso? Seguramente podríamos dividir esas enfermedades en tres tipos. En primer lugar, es cierto que en algunos casos estamos ante nuevos problemas patológicos como es el caso del descubrimiento de las enfermedades producidas por decenas de nuevos agentes infecciosos como es el caso, por ejemplo, de los virus Marburgo o Ébola; en segundo lugar, en otros casos vemos posibles problemas de salud que aun no está claro que deban ser etiquetados como enfermedades como ocurre con el caso de la fibromialgia, el síndrome de la fatiga crónica o el síndrome de la clase turista; finalmente, en muchos otros casos no deberíamos en absoluto hablar de enfermedades sino de la creación de enfermedades imaginarias como la menopausia, el envejecimiento, la calvicie o la disfunción sexual femenina. Es sabido que la industria farmacéutica juega un papel primordial en ese proceso al estar interesada en crear, propagar y justificar enfermedades y problemas de salud “nuevos” con los que hacer buenos negocios.

Una de las herramientas más utilizadas por la salud pública, y que aún se conoce poco popularmente, es la ciencia de la epidemiología. ¿Cómo podríais definirla? ¿Cuál es su utilidad?

En el sentido amplio que anteriormente hemos apuntado, la salud pública es una disciplina inmensa, imposible de abarcar por un solo individuo o incluso por un numeroso grupo de especialistas ya que tiene que tener en cuenta lo social y lo individual, lo ambiental y lo laboral, lo sanitario y lo biológico, lo legislativo y ético, lo cultural, la política... y así podríamos seguir. En definitiva, podríamos definir a la salud pública como una tecnología social que en la toma de decisiones que realiza ha de tener en cuenta el conjunto de factores que inciden en mejorar o empeorar nuestra salud, en crear bienestar y calidad de vida, en prevenir la muerte prematura, la enfermedad o el malestar.
Entre las muchas disciplinas que utiliza la salud pública destaca la epidemiología, a la que podríamos definir como la ciencia que estudia las distribuciones y determinantes de los estados de salud de las poblaciones humanas con el objetivo de prevenir, vigilar y controlar sus problemas de salud. La epidemiología es, pues, fundamentalmente una ciencia aplicada que tiene como valor esencial el deseo de mejorar la salud de toda la sociedad. Gracias a ella es posible identificar o reconocer los problemas de salud de una comunidad, identificar los factores que incrementan el riesgo de adquirir la enfermedad, elucidar los mecanismos de transmisión, predecir tendencias de la enfermedad, probar la eficacia de las estrategias de intervención o evaluar los programas de intervención.
Según cual sea su objeto concreto de estudio, podemos hacer referencia a la epidemiología genética, la de servicios sanitarios, la epidemiología de las enfermedades infecciosas o crónicas, o la epidemiología clínica, que seguramente son en la actualidad las especialidades dominantes. Gracias a la epidemiología fue posible, por ejemplo, descubrir hace ya medio siglo que el hábito de fumar o tener la tensión arterial elevada son importantes factores de riesgo para la salud. Sin embargo, sin entrar en temas algo técnicos podríamos decir que quienes nos ocupamos de la “epidemiología social” creemos que la clase social, el género, el territorio o la etnia, deben formar parte del núcleo central de la epidemiología ya que, en caso contrario, dejaríamos de lado causas sociales primordiales en la generación de la salud y la enfermedad tal y como han mostrado gran número de trabajos científicos. Un ejemplo de ello es el descubrimiento de la existencia de un gradiente social relacionado con la salud, es decir, el hecho de que cuanto mejor es la situación social de las personas, gradualmente aumenta también su nivel de salud.

Suele afirmarse que la pobreza y, en general, la falta de desarrollo económico se relacionan con tener menor salud. ¿Qué hay de verdad en esa afirmación? ¿Es cierto que en los países donde existe una gran desigualdad de ingresos la mortalidad es mayor que en aquellos cuya diferencia de rentas es menor?

Aunque la riqueza tiene una clara relación positiva con la salud, no siempre se asocia a ella del mismo modo. Por ejemplo, a finales del siglo XX los países pobres tenían en promedio un nivel absoluto de ingresos de 200 dólares por persona y año en comparación con los 8.000 de los países ricos. Pues bien, se estima que en los países pobres un incremento del ingreso per cápita del 10% reduce las tasas de la mortalidad infantil y de la mortalidad en la infancia entre un 2 y un 3,5%. Ahora bien, el posible efecto sobre la salud de esa riqueza medida en valores absolutos se ve también influido por cada contexto. Por ejemplo, no es lo mismo poseer un nivel de renta mensual de 1500 € en un país tan pobre como Haití que en Suiza, uno de los países más ricos del mundo. Aunque hoy en día el debate entre los científicos permanece muy vivo, parece que en los países pobres el aumento de la riqueza media se relaciona fuertemente con un aumento en la esperanza de vida mientras que, en cambio, los estudios muestran como en los países ricos el incremento en la salud de la población no se debe tanto al incremento de la riqueza cuanto a una distribución más igualitaria de la riqueza. Así, por ejemplo, cuando un país es más igualitario tiende también a tener una mayor esperanza de vida.

En vuestro libro (“Aprender a mirar la salud. Cómo la desigualdad social daña nuestra salud”), citáis la siguiente frase del presidente de Microsoft, de Bill Gates: “hoy el ciudadano medio disfruta de una vida mucho mejor que la que tuvo la nobleza unos siglos atrás” ¿Compartís esta opinión y el “progresismo” y economicismo optimista que subyacen en ella?

No cabe duda de que el bienestar, la salud y la calidad de vida de una parte de la población mundial han mejorado notablemente en los últimos siglos y, especialmente, desde la segunda guerra mundial. Sin embargo, la afirmación de Gates no tiene en cuenta cuando menos tres hechos: el primero, es que se trata de una afirmación ideológica que no se basa en información fidedigna ya que siglos atrás apenas si existían indicadores de salud por clase social. Pensemos que solamente en algunos países ricos se desarrollaron estadísticas por clase social fiables a partir de mediados del siglo XIX. El segundo punto es que los promedios, eso que Gates denomina el “ciudadano medio”, esconden enormes desigualdades donde se mezclan personas como él, la más rica del mundo, con personas extremadamente pobres que apenas si pueden vivir. De hecho, en un mismo país hay regiones o barrios donde viven personas con niveles de riqueza y riesgos de tipo social, ambiental o personal para la salud muy distintos según cual sean su clase social, género o etnia. Y el tercer punto es que cuando hablamos de salud y bienestar el tema no es sólo valorar cuanto hemos mejorado sino con respecto a quién. En las últimas décadas multitud de investigaciones nos enseñan que las desigualdades sociales y las desigualdades en salud han aumentado notablemente tanto entre países ricos y pobres como entre las clases sociales.

¿A que os referís exactamente cuando habláis de “desigualdades en salud”? ¿Podríais definirlas? ¿Por qué ese término no parece ser de uso muy común?

Las desigualdades en salud pueden definirse como aquellas diferencias en la salud que valoramos como injustas, innecesarias y evitables. Pongamos un ejemplo. Es injusto, innecesario y evitable que cada día mueran 30.000 niños y niñas en el mundo a causa de enfermedades que, técnicamente, pueden fácilmente prevenirse. Ahora bien, para referirse a situaciones de este tipo, los medios de comunicación utilizan a menudo, entre otras, palabras como “variación”, “diversidad”, “disparidad” o “desequilibrio”, en vez de hablar abiertamente de “desigualdad” o de “inequidad”. Sin entrar ahora a valorar por qué ocurre eso, es importante que tengamos presente que el uso de las palabras que utilizamos no es nada inocente. Desde luego no parece que fuera una casualidad que en el Reino Unido de los años 80, bajo el terriblemente conservador gobierno de Margaret Thatcher, los investigadores preocupados por estudiar las desigualdades en salud fueran “instados” a estudiar las “variaciones” en salud. ¿Por qué? Porque entonces podía parecer que las diferencias de salud halladas habrían sido causadas por el azar o por factores difícilmente modificables en lugar de por razones sociales. Al lado de eso, claro está, debería estar también claro que investigar o hacer difusión de la desigualdad existente puede ser muy importante pero no es suficiente. Es imprescindible actuar, instaurar políticas. Tomemos por ejemplo el New Labor (Nuevo Laborismo) de Blair bajo cuyo mandato, a pesar de la mucha investigación y notable publicidad que se ha dado al problema de las desigualdades en salud en el Reino Unido, éstas se han continuado incrementado durante los años 90.

¿Cuáles son, pues, las causas de esa desigualdad? ¿No hay detrás de ello la permanente y antigua discusión sobre lo heredado y los factores ambientales? ¿Podría sostenerse legítimamente que los posibles cambios sociales tendrían muy poco efecto sobre los factores genéticos que posee cada individuo?

Aunque no hay duda que cuando hablamos de salud los factores genéticos deben ser tenidos muy en cuenta, éstos sólo juegan un papel relativamente menor en la salud comunitaria. Ello ocurre por varias razones que podríamos resumir así. En primer lugar, porque las enfermedades exclusivamente genéticas como son, por ejemplo, la distrofia muscular o la corea de Huntington (el llamado “mal de San Vito”), sólo representan una pequeña proporción de los problemas de salud de la sociedad. Segundo, porque estos factores no actúan aisladamente sino en constante interacción con el ambiente, ya que una desventaja inicial genética, por ejemplo la predisposición a ser obeso o a padecer hipertensión arterial, puede ser compensada mediante un cambio social adecuado ya que esa predisposición genética casi nunca produce efectos inevitables. En tercer lugar, porque sabemos que los cambios en el medio social juegan un papel muy importante en la producción de la enfermedad. Un ejemplo de ello podemos verlo en los países desarrollados al ver quiénes son las personas que más fuman y tienen más cáncer de pulmón, y ver el cambio progresivo que se ha ido produciendo desde las clases sociales más ricas hasta las más pobres. Finalmente, podríamos añadir que a pesar del enorme alud de información existente en los medios de comunicación señalando el supuesto impacto que los factores genéticos tienen sobre nuestra salud, el conocimiento actual es aún muy incipiente y mucho más incompleto de lo que sugieren de buena o mala fe muchos propagandistas.

Perdonad la insistencia, ¿no podría ocurrir que, más allá de casos extremos de pobreza o exclusión social, las causas de las enfermedades radiquen básicamente en factores de tipo biológico, o en las costumbres o hábitos culturales que adquiere libremente, digamos, cada individuo?

En la actualidad, la que podríamos llamar “ideología biomédica dominante” en la sociedad repite una y otra vez machaconamente que las principales causas que producen los problemas de salud de los individuos tienen que ver con factores biológicos o con elecciones “personales” como son las prácticas dietéticas o el hábito de fumar. Sin embargo, ni los factores genéticos o biológicos explican las diferencias en la salud comunitaria, ni el tipo de alimentación o la adicción al tabaco de cada individuo dependen exclusivamente de una elección libre y personal sino de un complejo entramado de factores culturales, sociales y políticos presentes en cada comunidad. Entre ellos podríamos mencionar, por ejemplo, los tipos y características de la escuela y amigos, las costumbres y hábitos culturales de los familiares más cercanos, las condiciones de trabajo estresantes o, en un plano más general, la existencia o no de publicidad, de las leyes existentes o de las posibles políticas preventivas que puedan instaurarse en una sociedad dada. Cuando todos esos factores están presentes es difícil sostener que la salud se elija “libremente”. De hecho, quienes investigamos los determinantes de la salud pública o colectiva sabemos que la salud de una comunidad determinada no depende sólo de la suma de las elecciones individuales de las personas sino también, en gran medida, de los múltiples condicionantes y necesidades sociales, culturales, geográficos y políticos que configuran la forma de vivir, relacionarse, trabajar y enfermar de cada grupo social. Desde luego, hoy en día no parece que tres cuartas partes de la humanidad disponga de la opción de elegir con libertad factores relacionados con la salud tan importantes como seguir una alimentación adecuada, vivir en un ambiente saludable o tener un trabajo digno que no sea nocivo para la salud. Por tanto, podríamos decir que la salud no la elige quien quiere sino quien puede.

Si las principales causas tienen un origen social y político, ¿a través de qué mecanismos enferma la gente? ¿De qué manera se producen las alteraciones biológicas -además de psicológicas y de otra índole- que sufrimos las personas cuando enfermamos?

Aunque en la valoración de la salud y sus causas, la biología de los individuos constituye sin duda un factor importante, los seres humanos no somos simplemente “máquinas biológicas”. Cada individuo nace, vive, trabaja, se relaciona con los demás, enferma y muere, fuertemente influido por el medio social que le rodea. No es posible entender a los individuos aisladamente, sin contar con su contexto familiar, cultural, comunitario y social. Las enfermedades ocurren en seres humanos y como somos animales sociales, necesariamente los problemas de salud se convierten también en fenómenos sociales e históricos.
Pensemos en un ejemplo característico de Estados Unidos: las numerosas muertes que cada año se producen por armas de fuego. Si analizáramos la muerte de esas personas simplemente como el daño producido en el organismo estaríamos ante un simple hecho biológico, pero si consideramos que esas muertes ocurren debido al impacto de las balas disparadas por armas, de inmediato esos sucesos se convierten también en un fenómeno social en el que intervienen causas relacionadas con la economía (¿quién, donde y por qué se fabrican y venden armas de fuego?), la política (¿quién y cómo permite que la compra-venta de armas de fuego sea legal?), o la cultura (¿por qué las normas sociales toleran el uso de la violencia mediante armas de fuego?).
Quizás un segundo ejemplo nos ayude a acabar de visualizar de qué modo lo social afecta a nuestra biología. Imaginemos una mujer mayor que llega al servicio de urgencias de un hospital con un infarto de miocardio. Aunque casi todos, médicos, enfermeras e, incluso, familiares, tendemos a fijamos casi exclusivamente en los factores biológicos y clínicos relacionados con esa enfermedad, lo cierto es que debemos también darnos cuenta que esa mujer “expresa” en su cuerpo todos los problemas y factores de riesgo que ha acumulado a lo largo de su vida. Esa mujer refleja en su biología y en su psicología su propia historia personal, la de su clase social y la de su género, así como también la historia del colectivo social al que pertenece y a la comunidad y el país donde vive. Así pues, desde la vida intrauterina hasta la muerte, las personas “incorporamos” dentro de nuestro cuerpo, expresamos biológicamente, los distintos factores sociales bajo los que hemos vivido.

En relación con los factores sociales, ¿creéis que se reconoce en toda su dimensión la importancia de las enfermedades y problemas de salud asociados al trabajo? ¿Existe también en el mundo laboral la desigualdad en salud?

Contrariamente a lo que algunos escritores o intelectuales posmodernos creen, el trabajo sigue ocupando un lugar central en la vida de las personas ya que determina no sólo nuestro sustento diario y nuestro grado de influencia social y nivel de vida, sino también nuestra salud. Las personas tenemos o no trabajo, trabajamos dentro, fuera del hogar, o ambas cosas a la vez, tenemos o no tenemos contratos laborales y éstos pueden ser estables o temporales, y trabajamos en ocupaciones saludables o dañinas. No cabe duda de que en el siglo XXI el trabajo que hacemos continua matando y haciendo enfermar a los trabajadores, lo que a su vez repercute también en sus familias. Pero además, muchos trabajos no sólo nos enferman y matan, también nos desgastan, deterioran y envejecen prematuramente. Es el caso del “desgaste psíquico” que muchos trabajadores sufren y que hace referencia no sólo a las enfermedades reconocidas por la psiquiatría sino también a enfermedades psicosomáticas y a una serie de sufrimientos, con frecuencia difíciles de definir y raramente reconocidos y estudiados, que van desde la fatiga al insomnio pasando por los dolores musculares, el malestar, la ansiedad o la insatisfacción.
Otro aspecto a tener en cuenta es que el trabajo se produce en un contexto social poderosamente influido por las instituciones y las relaciones de poder. Los trabajadores pertenecen a clases sociales y géneros distintos, y la mayor parte de lugares de trabajo se organizan en forma jerárquica reflejando una distribución muy desigual en su nivel de control sobre el planeamiento y la ejecución de tareas. Las diferencias de poder de los trabajadores influyen profundadamente sobre la salud ya que éstas determinan, por ejemplo, qué tipo de trabajadores tendrán más posibilidades de ser despedidos, cuáles estarán sometidos a un contrato precario, o quienes estarán más expuestos a factores de riesgo dañinos para la salud. Sobre este asunto, en España las cifras hablan por sí mismas: uno de cada ocho trabajadores sufra cada año algún tipo de accidente laboral; cada día se producen más de 2.700 lesiones laborales con baja y tres trabajadores mueren cada día por causas que se debieran prevenir; se estima que alrededor de una cuarta parte de los trabajadores se halla expuesto a carcinógenos, una cifra que sobrepasa el 50% en los sectores de actividad más peligrosos, y que cada año mueren más de 7.000 personas a causa del cáncer contraído por productos tóxicos en el lugar de trabajo.
Estos ejemplos no son sino “síntomas” muy claros de las enormes deficiencias en la salud laboral y en los sistemas de prevención de riesgos laborales que tenemos. Pero además de todo eso, hay que hablar también de la desigualdad en salud laboral, un problema muy poco conocido que refleja una situación dramáticamente injusta. Pongamos tres ejemplos para ilustrarlo: los trabajadores con contrato temporal tienen una probabilidad entre dos y tres veces superior de padecer una lesión por accidentes de trabajo respecto a quienes tienen un contrato permanente; segundo, casi el 52% de los trabajadores que realizan tareas manuales (30,5% en las mujeres) está expuesto a ruido, mientras que en el caso de trabajadores que efectúan un trabajo no manual el porcentaje es del 32% (20,5% en las mujeres); y tercero, las mujeres de la limpieza están más afectadas por enfermedades como el asma o la bronquitis crónica, y padecen con una frecuencia tres veces mayor de padecer “mala salud” que las mujeres que realizan trabajos no manuales.

Hablemos ahora, si os parece, de otro aspecto muy relevante, la cuestión del género. ¿Es cierto que las mujeres enferman más que los hombres? ¿No hay en este ámbito una contradicción entre la afirmación de que la pobreza tiene nombre y rostro de mujer y el hecho de que las mujeres tengan mayor esperanza de vida por término medio?

La distinción entre sexo y género surge a mediados del siglo XX y tiene gran importancia en el contexto de los temas de salud que estamos comentando. Las influencias sociales que configuran las características de cada género determinan nuestros roles, la asignación de los papeles que cada individuo tiene que representar en una determinada estructura social y, también, las oportunidades que delimitan el acceso a recursos como el nivel salarial o cuales son nuestros derechos. El conjunto de todos esos factores tiene gran influencia sobre nuestra salud.
En relación con la pregunta, es cierto que las mujeres tienen una mayor esperanza de vida que los hombres. Ahora bien, dejando de lado que hay varias hipótesis biológicas y ambientales que permiten explicar este hecho, la esperanza de vida, aunque desde luego útil e importante, es sólo un indicador más de salud. Como a veces se ha dicho, el tema no es solo añadir más años a la vida sino también dar más vida a los años. En este caso, al observar otro indicador relevante pero menos conocido como es la esperanza de vida libre de incapacidad podemos ver como éste es parecido en hombres y mujeres. Pero además, al ver otros indicadores de salud, observamos que las mujeres tienen más problemas de salud crónicos a lo largo de su vida. En definitiva, las mujeres mueren después pero viven peor.
Por otra parte, en relación a este tema hay que citar el hecho que han señalado especialistas como la canadiense Karen Messing, la cual ha criticado parte de las ciencias de la salud al hacernos ver que gran parte de la investigación que se realiza suele hacerse con un “solo ojo”. Es decir, que muchos de los problemas de las mujeres son invisibles y que faltan datos e información para entenderlos. Eso ocurre tanto a nivel profesional como de investigación. Veamos algunos ejemplos. Con frecuencia la visión médica de los profesionales de la medicina es sesgada, sin que habitualmente se tengan en cuenta las diferencias biológicas y sociales de las mujeres respecto a los hombres. Hace unos años una investigación mostró como, a igualdad de síntomas, al entrar en un hospital los tratamientos eran distintos en hombres y mujeres, como éstas últimas seguían con menos frecuencia programas de rehabilitación tras tener un infarto, y también como a los seis meses del ingreso las mujeres tenían el doble de mortalidad.
Las encuestas de salud, una de las fuentes de información más importantes de que disponemos, muchas veces no preguntan -o preguntan poco- sobre cuestiones importantes para la salud de las mujeres como son las cuestiones relacionadas con el trabajo reproductivo o sobre problemas de salud que afectan con más frecuencia a las mujeres como es el caso de la anemia, los problemas de tiroides, las migrañas, la artrosis o la depresión.
En relación a la investigación científica sobre la salud, hay que decir que con frecuencia ésta es androcéntrica. Por ejemplo, aún hay muy pocos estudios científicos sobre la violencia de género, los temas relativos a la conciliación de la vida laboral y familiar, la interacción entre el género, el trabajo y la clase social, y tantos otros ejemplos que podrían citarse como el hecho de que las mujeres participan con menos frecuencia en ensayos clínicos. Un ejemplo bien conocido es la investigación sobre enfermedades cardiovasculares: durante años los datos de estudios realizados casi exclusivamente en hombres fueron extrapolados directamente a las mujeres.

Ambos habéis investigado las desigualdades en salud en varios países, entre los que se incluye España. ¿Podríais resumir cual es la situación actual en torno a este tema? ¿Podríais ofrecer algunos ejemplos y algunas de las características de nuestras desigualdades en salud? ¿Por qué parece que se habla poco de ese tema?

La desigualdad en salud es un tema de salud pública fundamental que debiera constituir una prioridad en la agenda política de cualquier gobierno. En España, bastantes investigaciones han mostrado no sólo que hay desigualdades sino también su gran impacto social. Algunos ejemplos servirán para ilustrarlo. En relación a la mortalidad se estima que la desigualdad social produce la muerte de alrededor 4 personas por hora (35.000 al año), que sobre todo se concentran en comunidades más deprimidas como Andalucía o Extremadura. En Barcelona, la ciudad donde se han realizado más estudios, sabemos que los distritos y barrios presentan grandes diferencias: la esperanza de vida de los barrios más ricos es 10 años superior en los hombres y 6,5 años en las mujeres a la de los barrios más pobres. Detrás de ello se esconden problemas laborales y sociales como la pobreza, la precariedad laboral o el desempleo, entre otros. Pensemos, por ejemplo, que entre los desempleados los problemas de salud mental son 2 o 3 veces más frecuentes que entre quienes trabajan. Por otro lado, los análisis por clase social muestran como, a medida que se desciende en la escala social, empeora progresivamente la salud y aumenta la frecuencia de enfermedades como el asma, la bronquitis crónica, la hipertensión arterial o la diabetes. Por ejemplo, las mujeres que trabajan en la limpieza y en el servicio doméstico tienen de dos a tres veces peor salud que las mujeres que realizan un trabajo de carácter no manual. La frecuencia e intensidad de las conductas perjudiciales para la salud se manifiestan también de forma gradual entre las distintas clases sociales. Así, hábitos como hacer poco ejercicio físico, alimentarse inadecuadamente, fumar o consumir alcohol en exceso, tienden a aumentar conforme descendemos en la escala social. Por ejemplo, entre los hombres de la clase social con mayores recursos es dos veces más probable el hábito de hacer ejercicio comparado con los hombres de menor nivel educativo.
A pesar de lo preocupante que es esta situación, las administraciones públicas, tanto del gobierno español como de las distintas autonomías, no han reaccionado. Sobre este asunto, no existe hoy en día un debate público que es fundamental realizar. Datos como los citados no son secretos, han sido publicados en periódicos, artículos científicos y libros de divulgación. ¿Por qué, pues, ese olvido? Seguramente la principal razón es que nos hallamos ante un tema que, por su implicaciones sociales y políticas, ayuda a revelar injusticias sociales que quienes tienen el poder tienden a ocultar, minimizar o negar.

Habéis señalado que la pobreza afecta a la salud y que los pobres enferman más y mueren antes que los más ricos pero también habéis planteado otra interesante tesis: “Ser pobre y vivir en una zona rica puede ser más dañino para la salud que ser más pobre pero vivir en una zona pobre”. De hecho en vuestro libro se sostiene que la esperanza de vida, y la salud en general, de los habitantes del Estado indio de Kerala son mejores que la de los ciudadanos afroamericanos de Estados Unidos. ¿Por qué esto es así?

Aunque a primera vista esta última afirmación puede parecer paradójica no lo es en absoluto. Como hemos comentado, la salud de una comunidad, territorio o país, se halla determinada en gran medida por los determinantes sociales, económicos y políticos que afectan a una determinada sociedad. El estado de Kerala en la India puso en práctica durante décadas -ahora las cosas parece que han cambiado- un amplio abanico de políticas sociales, sanitarias y educativas a través de una fuerte inversión pública social y sanitaria y la obtención de un elevado nivel de educación de las mujeres, una amplia disponibilidad de servicios de salud accesibles, una distribución igualitaria de alimentos, vacunación universal y una atención infantil efectiva. Por su parte, Estados Unidos, a pesar de su riqueza, es un país con desigualdades sociales y sanitarias tan enormes que de hecho deberíamos mirar Estados Unidos como un país en cuyo interior existen “muchos países”. Pensemos que en Estados Unidos el 1% de la población más rica tiene en sus manos cerca del 40% de la riqueza nacional y que el 40% más pobre tiene mucho menos del 1%. Un dato esclarecedor es el hecho de que algunos condados pobres de Estados Unidos tienen una esperanza de vida 17 años menor que los condados más ricos. Esa desigualdad se refleja dramáticamente en la salud de muchos ciudadanos y territorios como hace años mostró una investigación al señalar que era menos probable que los ciudadanos de raza negra de Harlem llegaran a los 65 años que los habitantes de un país tan pobre como Bangladesh. Así pues, aunque nos pueda parecer paradójico, debido al alto nivel de explotación, exclusión y segregación que padecen sus ciudadanos, es más duro sobrevivir en Harlem que en un lugar mucho más pobre como es Bangladesh.

¿Hay enfermedades de ricos y enfermedades de pobres? ¿Cómo se explica que el gasto total de la investigación sobre paludismo apenas alcance la mitad de lo que se invierte en investigaciones sobre el asma?

En las campañas de publicidad que realizan, las compañías farmacéuticas se presentan a sí mismas como grandes promotoras de la salud de toda la población. Sin embargo, es obvio que su móvil principal son los beneficios que rinde la venta de productos y servicios a poblaciones con la suficiente capacidad de compra. Por ello, investigan sobre todo en fármacos rentables como el tratamiento de la impotencia sexual masculina, la calvicie o la obesidad o vacunas para prevenir el Alzheimer pero no en enfermedades como el paludismo, ampliamente extendida en los países pobres. Entre 1975 y 1999, sólo 11 de los casi 1.400 nuevos fármacos puestos al mercado por la industria farmacéutica correspondieron a enfermedades tropicales.
Actualmente, se estima que más del 90% de la inversión en investigación se dedica a las enfermedades del 10% de la población mundial que goza del más elevado nivel social y económico. El resultado es que un tercio de la población mundial no tiene acceso a medicamentos esenciales para su salud.

En vuestro libro planteáis que “si todo el planeta consiguiera alcanzar el nivel de mortalidad infantil que hoy tiene Islandia (el más bajo del mundo en 2002), cada año podría evitarse la muerte de más de 10 millones de niños”, ¿Se trata de una mera ensoñación? ¿De quién depende que se solucionen las tasas de mortalidad infantil en los países más afectados? ¿En qué alternativas podríamos pensar?

Si bien hoy en día el control, o incluso la eliminación, de un buen número de enfermedades comunes en la infancia es un tema técnica y financieramente factible, millones de niños y niñas siguen muriendo en los países pobres a causa de enfermedades fácilmente prevenibles. ¿Cómo podemos valorar un hecho tan dramático cómo la casi total falta de actuaciones ante enfermedades o problemas de salud evitables como el sarampión o la diarrea? ¿Que opinaría la opinión pública de los países ricos si existiera un tratamiento efectivo que permitiera prevenir o curar el infarto de miocardio, el cáncer de mama o el sida y que, en cambio, no se utilizara?
Dado que las soluciones efectivas están disponibles y pueden ponerse en práctica con un coste económico asequible, la ignorancia o la pasividad que con frecuencia existen no pueden tolerarse. Reducir esa mortalidad infantil no es algo utópico o inalcanzable sino una meta posible. Ahora bien, dado que los principales factores que condicionan la elevada mortalidad infantil y la de los ciudadanos y regiones más pobres derivan sobre todo de la desigual distribución de poder económico y social que existe entre y dentro de los países, para remediar esta situación se requiere hacer cambios políticos muy profundos y sobre todo alcanzar un nivel de democracia y participación social muy superior a los actuales. En este sentido, un buen ejemplo alternativo es el programa de salud “Misión Barrio Adentro” que actualmente se lleva a cabo en Venezuela.

¿Qué características tiene ese programa? ¿Podríais darnos algunos detalles de la situación venezolana?

El programa que los salubristas de la “Misión Barrio Adentro” desarrollan en la Venezuela de la Revolución Bolivariana va camino de ofrecer a la población todos los aspectos clave que configuran la salud pública. Por un lado, ofrece atención sanitaria gratuita para aproximadamente 17,5 millones de venezolanos excluidos (alrededor del 70% de la población), que previamente no tenían acceso a la misma, con un aumento en el número de ambulatorios y la acción de los médicos que viven en el seno de las propias comunidades donde trabajan. Por otro lado, la experiencia de Barrio Adentro se realiza según los principios de democracia participativa. A través de la gestión participativa por parte de los miembros de la comunidad, una misión primordial es promover la “salud integral” a través de la combinación de la mejora en la vivienda, la alimentación, la farmacia, la atención médica, la cultura, el deporte y la educación. Los comités locales de salud escogidos por los vecinos tienen el poder de contactar directamente con los gobiernos federal y local para pedir nuevos y mejores servicios para sus comunidades.

Situándonos en una perspectiva global, ¿cuáles son, en vuestra opinión, los principales problemas de salud pública que afectan a la humanidad? ¿Dónde están las mayores urgencias?

La mayoría de personas que habitan el planeta no posee el mínimo bienestar material y social que les permita tener un desarrollo adecuado de su salud. Pensemos que más de 800 millones de personas padecen hambre, que 250 millones de niños y niñas trabajan transportando ladrillos, acarreando basura, rompiendo piedras o fabricando bombillas, alfombras o balones de fútbol. Pensemos también que 150 millones de niños tienen un peso menor del que corresponde a su edad y que más de 10 millones de niños no alcanzan los 5 años de vida, dos tercios de las cuales son producidas por el sarampión, la diarrea, la malaria, la neumonía y la desnutrición.
¿En quién y dónde se localizan los problemas? En primer lugar, como es sabido, en los países pobres, donde aproximadamente el 40% de los niños y niñas de dos años tienen una estatura menor de la que les corresponde y las tasas de mortalidad materna son, en promedio, 30 veces las de los países ricos. Estos datos no nos pueden extrañar si analizamos la brutal situación de desigualdad social y económica existente en el planeta: un 1% de la población acumula la misma cantidad de ingresos que varios miles de millones de personas pobres, y mientras el 20% más rico aumenta sus ingresos, el 50% más pobre se empobrece aún más en términos reales. De hecho, en el último medio siglo la cantidad de ricos se ha duplicado y la cantidad de pobres triplicado. Ocurre como si la humanidad viviera en planetas diferentes. La mitad de los habitantes de América Latina, por ejemplo, vive en la pobreza. A la vez, sin embargo, en los países pobres se asientan islas de privilegio y en los países ricos existen amplios núcleos de barrios marginados y entre un 7 y un 17% de pobres. En Estados Unidos, por ejemplo, el millón de hogares más rico posee 140 veces más riqueza que el millón más pobre. Como decíamos, el 1% de la población más rica tiene en sus manos cerca del 40% de la riqueza nacional y el 40% más pobre tiene mucho menos del 1%.
Así pues, los pobres, las clases sociales más desfavorecidas, los explotados, los trabajadores precarios, las mujeres, los desempleados y los emigrantes, son quienes sufren en carne propia la peor epidemia de nuestro tiempo: la desigualdad social. Tienen menos recursos económicos, menos poder en la toma de decisiones, peor atención sanitaria y están más expuestos a los factores de riesgo que empeoran su salud. Estos problemas son consecuencia de la globalización neoliberal capitalista, de la muy desigual distribución del poder político y económico y de la explotación y el dominio por parte de una minoría.

Podría pensarse que los temas de salud pública tiene una solución relativamente fácil: bastaría con que el Estado de Bienestar, con vocación efectiva de serlo, incluso independientemente del sistema económico capitalista que puede subyacerle, tomase nota de la situación y dedicase más medios a los territorios y capas sociales más afectadas. En definitiva, la cuestión se reduciría a ofrecer más recursos y actuar sobre los más desfavorecidos. ¿Puede ser esta la solución que resuelva problemas de salud como los que habéis señalado? ¿Qué políticas de salud pública podrían mejorar la salud de las clases sociales y de las zonas geográficas en peor situación?

Las investigaciones y los datos acumulados a lo largo de las últimas décadas muestran inequívocamente como la salud comunitaria depende, fundamentalmente, de la acumulación de los efectos producidos por las condiciones sociales y económicas sobre nuestras vidas. Sabemos que la desigualdad social no es buena para nuestra salud, sabemos que los más ricos y con más educación viven más y tienen mejor salud, sabemos que esa desigualdad persiste incluso en aquellas sociedades cuya desigualdad de renta es reducida, que tienen la mejor educación pública y el nivel de salud pública y servicios sanitarios más elevado, y también sabemos que la obtención de una mayor igualdad de salud requiere un grado mucho mayor de justicia social. Por tanto, para reducir la desigualdad en salud necesitamos, cuando menos, reducir las desigualdades de riqueza mediante políticas fiscales progresivas que redistribuyan de forma más igualitaria la riqueza favoreciendo a quienes menos tienen, y también realizar políticas sociales que disminuyan el desempleo, la precariedad laboral y la marginación incrementando el acceso y la calidad de la educación, la vivienda y los servicios sanitarios entre quienes más lo necesitan.
Ahora bien, aunque sabemos que el principal determinante de la equidad en la salud es la justicia, la manifiesta desigualdad social que caracteriza al capitalismo existente contradice los mitos de progresiva libertad e igualdad con los que habitualmente se justifica el orden social existente. Así pues, sin transformar la organización, la estructura socio-política y la desigualdad de poder que atenazan al planeta no será posible reducir la desigualdad en salud hasta niveles cuando menos aceptables. La pregunta que nos podemos hacer es: ¿es posible eliminar o reducir globalmente la desigualdad a un nivel mínimo en el seno de un capitalismo que multiplica las injusticias y degrada al planeta, donde unos pocos países sobredesarrollados subdesarrollan a los países pobres, y donde la explotación, el dominio y la discriminación son enormes? Aunque desarrollar políticas adecuadas del llamado Estado de Bienestar es pues algo imprescindible, algunos estamos convencidos de que una reducción profunda de la desigualdad no será posible bajo este capitalismo y, más que probablemente, bajo cualquier otra forma de capitalismo.

¿Creéis que la izquierda con finalidad transformadora ha tomado suficiente nota de las cuestiones relacionadas con los asuntos que estamos tratando? ¿Cómo podemos y qué debemos hacer para, como vosotros apuntáis, “aprender a mirar la salud” con una visión que no sea ciega o esté obnubilada?

Hasta el momento, los temas relativos a la salud pública y la desigualdad en salud son aún muy poco conocidos por la ciudadanía. A ello no es nada ajeno la omnipresente visión biomédica dominante a la que ya hemos aludido que hace que la inmensa mayoría de la población y los profesionales sanitarios vean la salud como algo casi exclusivamente biológico, relacionado con la atención sanitaria o, en todo caso, con eso que suele denominarse “estilos de vida”. Con muy pocas excepciones, hasta ahora los partidos políticos, los sindicatos, los movimientos sociales y los ciudadanos en general no han percibido la desigualdad en salud como un tema fundamental que tiene sus raíces y sus soluciones en la sociedad y en la política. En el mundo académico ocurre también un fenómeno curioso: quienes investigan los problemas de salud suelen sistemáticamente olvidarse que se trata también de fenómenos sociales; por su parte, tanto los filósofos como los sociólogos, politólogos y otros científicos sociales tratan las cuestiones de la sociedad sin analizar la salud, sin darse cuenta de que el origen y desarrollo de la salud se ve influido, sobre todo, por factores sociales y políticos. Por todo ello, nos parece que sobre este tema debiera hacerse una gran labor de difusión y pedagogía.
Cualquier transformación social profunda tiene su origen -inicialmente al menos- en otra manera de mirar la realidad. Pues bien, en la actualidad puede decirse que en el planeta la pobreza, la exclusión social y la desigualdad en salud son inmensas, escandalosas, mucho mayores de lo que solemos ver o imaginar. Sólo con buena información, capacidad crítica, reflexión y un cambio notable de valores será posible ver la salud de otro modo. En un tiempo como el que vivimos donde todo se comercializa, donde la barbarie y el pragmatismo todo lo invaden, donde se manipula la información, se falsea la historia y casi todo se maquilla, es preciso preservar el sentido del horror y de la realidad. Por supuesto, mostrar algunas desigualdades como suele hacer en sus informes el Banco Mundial, sin analizar sus auténticas causas, y para después realizar acciones que favorecen el desarrollo de un capitalismo aún más salvaje no resuelve el problema sino todo lo contrario.
En este nuevo siglo que comienza, es preciso comprometerse de forma real, tanto personal como colectivamente, con el derecho a la prevención de la enfermedad y a la protección y promoción de la salud que deben tener todos los habitantes de nuestro planeta. No caben excusas, hacer eso es también posible. Para ello, necesitamos alternativas radicales que vayan a las raíces de un problema cuyo origen no es fundamentalmente técnico ni económico sino político.

Para finalizar, ¿qué ideas os gustaría destacar en relación con la situación de desigualdad en salud que vive el planeta?

La actual globalización capitalista ha ensanchado las desigualdades sociales y de salud hasta extremos jamás conocidos en la historia. Hoy en día, entre un 10% y un 20% de la población mundial vive con niveles materiales muy elevados, explotando y protegiéndose de quienes no tienen o tienen muy poco. Un poder tan desigual beneficia o daña también muy desigualmente la salud de las gentes. Así pues, el bienestar y la salud de unos pocos se alimenta del sufrimiento y la mala salud de la mayoría. Por ello, tras las políticas de la actual globalización neoliberal lo que está en juego es la salud y el bienestar de todas las personas.
Tras un complicado, y a menudo oculto, entramado de intercambios, intereses y conflictos desiguales, los gobiernos, las instituciones internacionales y las empresas más poderosas toman cada día miles de decisiones comerciales, financieras, militares y sociales que defienden a unos pocos privilegiados y determinan -aunque muchas veces no seamos conscientes de ello- la enfermedad y la muerte de millones de seres humanos. Si a lo largo de la historia cada civilización y cada sociedad ha creado sus propias enfermedades y epidemias, en la actualidad puede decirse que nuestra enfermedad más importante, nuestra epidemia más devastadora, no es el sida, el cáncer de pulmón, las enfermedades cardiovasculares, la malaria o la tuberculosis, sino algo que está en el origen de esas y otras muchas enfermedades: la desigualdad social.