Pintor, ensayista, crítico de arte y extraordinario novelista, John Berger conversó con Ñ de la génesis de su creación. La fascinante relación entre pintura y escritura. Y entre belleza, deseo y perfección. El compromiso de los intelectuales ante las desigualdades. Además, un texto exclusivo del escritor.
FLAVIA COSTA
Hay que verlo. Se puede, claro, explicar con palabras, pero entonces hay que hablar de unos ojos azul cobalto donde uno tiene la sensación de que podría perderse, del abrazo amistoso con que se despide del fotógrafo, de la música de Tom Waits sonando mientras prepara café, de las pausas sin tiempo antes de cada frase, como si escribiera mentalmente antes de hablar —y en verdad lo hace; por eso cuando al fin habla, la experiencia de la conversación es la de una revelación compartida.
John Berger es inglés, tiene 78 años, ha sido pintor hasta los 30 —tiene contextura de pintor, de esos cuerpos que, se nota, no han evitado los esfuerzos—. Hace más de 30 años eligió vivir en los Alpes franceses. Es, y él lo sabe, uno de los más importantes escritores de la actualidad. Un crítico feroz de la globalización y su doble industria de ambiciosos y desamparados, y a la vez un narrador que con los materiales de la realidad social ha creado una literatura impecable, tan lejos del panfleto como del esteticismo. Y cuando abre la puerta de su casa —casa de su mujer, en verdad: la también escritora Nella Bielsky, en Antony, a pocos minutos de París, donde viven cuando escapan por algunas semanas del frío y del silencio—, sonríe con una calidez inusual, con ojos que han decidido hace muchísimo tiempo apropiarse de todo lo que sucede alrededor. Esa mirada suya es el saludo de bienvenida a su propio, omnívoro universo, donde tenemos la infantil sensación de que permaneceremos para siempre.
La transparencia y la hospitalidad de su mirada, la charla por varias horas —sólo interrumpida cuando el escritor salió para llevar y luego ir a buscar a Nella en moto a su clase de gimnasia acuática—, el vino y las tostadas con pasta de aceituna mientras cae la tarde, no son completamente extraños. Se corresponden con la generosidad y la apertura a los otros que revelan sus novelas, sus críticas de arte, sus obras de teatro, sus artículos periodísticos. Esos gestos son, además, la encarnación vital de esa "pequeña teoría sobre lo visible" que es el alma de su más reciente libro de ensayos, El tamaño de una bolsa , recién editado en la Argentina.
Allí Berger sostiene que la pintura es, fundamentalmente, un acto de colaboración entre el pintor y su modelo (sea éste una cosa, una persona, un paisaje o una idea). Y que para que ese acto se produzca, hace falta que el pintor sea, más que un autor, un receptor. No tanto un creador, no tanto la fuente del sentido, como alguien que espera atento la llegada del otro. "Es cierto —comenta al pasar, mientras acomoda un cenicero de bronce y unos pasteles marca Rembrandt sobre la mesa de su estudio vidriado—: la noción romántica de artista creador eclipsó el papel de la receptividad, de la apertura en el artista. Creo, como creían los chinos, que lo que parece una creación no es sino el arte de dar forma a lo que se ha recibido. Shitao, el gran paisajista chino del siglo XVII, decía que pintar es el resultado de la receptividad de la tinta: la tinta se abre al pincel, el pincel se abre a la mano, la mano se abre al corazón."
- En ese texto sugiere también que hay una especie de voluntad de los objetos, ideas o paisajes, de ser mirados. ¿Esto ocurre igual en la pintura que en la escritura? Usted ya no pinta, pero sigue dibujando: ¿cuándo se da cuenta de que algo, por así decir, pide ser escrito o dibujado?
- Hay una diferencia central entre dibujar y escribir. Uno empieza a dibujar porque está frente al objeto y dice: "quiero dibujar, allí voy". Algunas veces, mientras uno dibuja, aquello que está dibujando empieza a presentarse ante uno de la manera en que él mismo quiere aparecer. Pero esto no es algo que sucede desde el comienzo, se da durante el proceso. A veces ocurre rápidamente, a veces toma más tiempo. Y a veces no sucede nunca, y entonces son esos dibujos muertos, quizá muy elegantes pero sin vida, que uno suele ver en los museos.
- ¿ Y cómo ocurre al escribir?
- Tomemos la novela King. Un día vi de pronto que había un espacio, un silencio, que necesitaba ser llenado. Ese silencio tenía que ver con la vida de los desposeídos. Y supe que ese silencio no me permitiría quedarme quieto, que tenía que hacer algo al respecto. Entonces viajé mucho, fui a diferentes ciudades, suburbios, barrios bajos, hablé con mucha gente de la calle. No como un sociólogo, sino como un observador, durante casi un año. Ahí estuve escuchando, observando, tomando notas. No era una investigación, sino que quizá se trataba de hacer espacio dentro de mi mente, o de mi alma, para que las cosas pudieran entrar en ella. No quería caer en la compasión barata. De pronto un día tuve la visión de estos dos personajes: Vico y Vica, que empezaron a demandar reconocimiento. Y el tema entonces fue encontrar la voz que esa historia necesitaba. La voz que funciona en una novela es la que interfiere en la historia lo menos posible. Pues busqué esa voz durante meses. Mientras, escribía. Pero era todo muy malo: usaba a estas personas como instrumentos para mi argumento político. Hasta que un día, de la forma más trivial, estando en París, vi a estas personas durmiendo en la calle, tirados junto con sus perros y me dije: ¡por supuesto! Esta historia debe ser contada por un perro. La voz debe ser la voz de un perro. Ahí realmente empecé a escribir.
- ¿ Le pasó alguna vez decirse: "tengo que hacer algo con este tema; no sé si pintar o escribir"?
- Bueno, hay escritores que siguen un programa muy severo de varias horas de trabajo por día. Yo trato de hacer eso, pero no lo logro. Siempre suceden cosas de todos los días que no puedo ignorar. Puede ser simplemente ir a comprar papas, o cuidar a un amigo. Las demandas ordinarias de la vida cotidiana. Yo tengo que hacer eso primero. Recién después puedo sentarme a escribir. Cuando escribí todo lo que puedo por ese día, pueden ser cuatro o cinco horas, me detengo. Y sólo ahí, algunos días, puedo comenzar a dibujar. Para mí, dibujar es algo que hago después de escribir. Por eso no me pregunto: ¿debo escribir o dibujar? Porque no tienen la misma prioridad.
- En el artículo "Un hombre desgreñado", dice que la compasión, el olvido de sí, no tiene que ver con el orden natural de las cosas, porque desafía la necesidad. Quizá para usted escribir es más "natural" que dibujar.
- Sí, algunas veces pienso que en un mundo más justo, sólo dibujaría, o pintaría. Hoy eso es imposible para mí, aunque puede cambiar. Pero quizás la clave es ésta: hasta los 30 años yo era pintor. En ese momento decidí dejar de pintar. ¿Por qué? No porque no me gustara pintar, ni porque pensara que no tenía talento. Pero estábamos a fines de los 50, y lo que estaba pasando en el mundo era tan urgente —la Guerra Fría, la amenaza de una tercera guerra mundial— que sentí que debía hacer algo más directo para intervenir. Así empecé a escribir para los diarios. Con el correr del tiempo, escribir se transformó en algo más para mí, no sólo una urgencia política, pero no volví a pintar. Y mantuve el dibujo pero como actividad muy secundaria. Quizás en los últimos años dibujé más que antes, pero eso fue porque mi hijo, que ahora tiene 30 años, es un gran pintor. Entonces dibujo porque es una forma de estar en su compañía.
- Políticamente hablando, las cosas no han mejorado mucho.
- ¿ Hoy? Claro que no. Es un momento tan urgente como entonces, sobre todo después de las últimas elecciones en los Estados Unidos. Yo intuía que Bush iba a ganar. Entonces traté de escribir algo. No sobre las elecciones, sino sobre los efectos reales de cierta política en los seres humanos. Sobre los horrores de esta época, la fragmentación, la falta de futuro. Sobre esos seres que están presentes pero ausentes, porque nadie repara en ellos y son tratados como desechos del sistema. Y hoy, cuando miro para atrás, observo que siempre me sentí atraído por personajes, no necesariamente marginales, pero que están excluidos de los ámbitos que frecuentan los poderosos, tanto políticos como académicos. Y ojo: no lo hago por caridad, lo hago por mí. Disfruto con ellos.
La belleza imperfecta
Lo dicho: en este momento Berger pide permiso, se pone el casco de la moto, y lleva a Nella a la pileta. Tarda unos minutos, y al regresar, se interesa en cómo ha sido la versión teatral de su novela King que se estrenó este año en el Centro Cultural de la Cooperación. "¿Cómo resolvieron el personaje del perro? ¿Hay mucha escenografía?", interroga. Luego salta a la poesía. Nombra a sus favoritos: Neruda, Vallejo, Gelman, Roberto Juarroz. Y quiere saber si existe una buena traducción al inglés de Juanele Ortiz.
- Comentaba que tiene listo un nuevo libro, ¿de qué trata?
- Se llama Here is where we live y todavía no se publicó, a pesar de que lo terminé hace dieciocho meses. Pero el editor es lento. Es un libro sobre encuentros en diferentes lugares: Lisboa, Madrid, Cracovia, Londres, la frontera ucraniana... En cada lugar me encuentro con alguien que fue importante para mí y que ya ha muerto. En Lisboa, por ejemplo, me encuentro con mi madre, aunque ella nunca estuvo en Lisboa. Esos personajes no son fantasmas: están ahí y conversamos. O más bien, ellos me hablan a mí y yo les contesto. ¿Conoce mi libro Páginas de la herida ? Ahí hay un texto llamado "Doce tesis sobre la economía de los muertos". Este libro es quizá una ficción inspirada en esas tesis. No lo había pensado así antes, pero de pronto ahora veo que es así.
- En esas tesis habla de nuestra relación con los muertos, así como en <El tamaño...> dice que los pintores nos ayudan a reconocer la ausencia del objeto pintado. ¿Por qué cree que es tan central la relación con las ausencias?
- Creo que la ausencia contribuye enormemente a la creación de un sentido. De hecho, es muy difícil hacer que la vida tenga un sentido para nosotros si no percibimos las ausencias, si no les damos un lugar en nuestras vidas. Hasta la deshumanización producida por el capitalismo, los vivos estaban atentos a la experiencia de los muertos, pues ése era su futuro. Dependían de ellos para colmar el sentido de vivir. Sólo una forma cruel de egotismo moderno logró romper ese equilibrio, con efectos terribles para los vivos, que ahora pensamos en los muertos como los eliminados. Pero si eliminamos la ausencia, no hay más devenir. Y sin devenir, no hay deseo.
- En todos sus escritos, el cuerpo, la sensualidad, ocupan un lugar importante. No se trata sólo del sentido de la vista, que está en varios de sus títulos, sino algo más físico, corporal.
- La experiencia de escribir es corporal en el sentido básico de que casi siempre escribo lentamente, entre otras cosas porque corrijo mucho, soy muy minucioso. Puedo llegar a tener seis, siete, ocho versiones de un mismo texto. Es posible que eso se relacione con la pintura, ya que también la pintura es un proceso de corrección, un proceso de descomposición de las cosas, de invocar la presencia. Una palabra que me parece muy precisa en mi caso es "tacto". En primer lugar, porque si no existiera ese tacto, la escritura interferiría con aquello sobre lo cual se escribe. El tacto no es una cuestión de amabilidad ni de buenos modales, sino una cuestión de no perturbar la experiencia que se intenta alcanzar. Luego hay otro aspecto del tocar que se relaciona con el lenguaje. La elección de una palabra es como encontrar el lugar preciso del cuerpo que se quiere tocar con la lengua materna. Para eso, hay que tener una idea de la totalidad del cuerpo, aunque no se trata exactamente de una idea, sino de un sentido, de una sensación. Voy a usar la palabra "penetrante". ¿Es penetrante, agudo o punzante? Cada una de esas palabras es bien específica, y si al fin me decido por alguna, es sólo después de haber casi tocado todas esas opciones en mi propio cuerpo. El tacto del que hablo también se aplica a estas decisiones.
- Usted critica la idea de la belleza regimentada que aparece en los medios de comunicación, en las publicidades. Opone esos rostros que están perorando, que provocan nuestra envidia y nuestro anhelo, a la belleza que confirma que la vida es y ha sido siempre un don. Se pregunta, incluso, ¿cómo no caer en la trampa de la belleza? ¿Es posible no caer en la trampa de la belleza?
- —Le cuento una anécdota: hace un tiempo estaba en Florencia. Era en enero y hacía muchísimo frío. En un momento, casi solamente para entrar en calor, entré a un museo. De pronto me di cuenta de algo: cuando vemos algo o a alguien bello, la primera idea que nos surge es que es un placer mirar a esa persona o ese objeto. Y sin embargo no es así: el placer reside en ser mirado por esa persona. Si lo pensamos bien, cuando decimos "ah, qué bello", en esa expresión está la esperanza o el deseo de ser mirado por ese objeto. Por eso la belleza compulsiva es tan desagradable. Hay un elemento del deseo del que no suele hablarse. Hay una relación entre el deseo y la herida: el deseo supone dar y también recibir. Supone un alejamiento — temporario , por supuesto— del dolor natural de vivir y ser lastimado. Esa es la trama secreta del deseo: alejarnos por un tiempo del dolor. Si esto es así, y creo que en algún punto lo es —entre paréntesis, creo que es algo que resulta más fácil de entender para alguien que proviene de su cultura que para un anglosajón—, entonces la belleza perfecta es al mismo tiempo algo que no se puede amar ni desear, porque en su perfección intacta, sin heridas, no existe la posibilidad de dar ni de recibir. Es como dice Andrea Dworkin (mira el texto, pero recita casi de memoria): "no tengo paciencia con los invulnerables, con aquellos que no han sido tocados por un temporal, esos que nunca se han derrumbado. Grandes puntadas, desgarros mal cosidos, nada muy lindo. Entonces algo sale y reluce. Pero a los lustrosos, a esos no los soporto"