La entrevista que sigue fue grabada en esas fechas y una primera versión se publicó en el suplemento "Diorama de la Cultura " del diario Excelsior. Desde aquel entonces, y hasta su muerte, nuestro trato fue frecuente y afectuoso, especialmente en los primeros tiempos de mi permanencia en España. Me hospedó en su casa de Madrid, en el barrio de El Viso, y conocí a sus hijos y a Rosa Regas, que luego llegaría a convertirse en una presencia queridísima en Barcelona.
Juan podía ser festivo, y muy ocurrente, y a la vez oscuro y huraño con una suerte de tracción neurótica que al accionar no dejaba títere con cabeza y habilitaba repentinos caprichos en su persona. Como todo auténtico insatisfecho, llevaba escondido un legislador que querría imponer su ley; así, y previsiblemente, las reuniones con amigos se volvían peticiones de principios y fermentaban, hasta donde ello era posible entre individualidades fuertes, el esprit de corps. Se había creado un personaje a su medida y lo mimaba con disciplina ritual: marchaba en un lustroso automóvil inglés, escribía en cuartillas de extensión fatídica, arropaba una coquetería displicente y hosca, se regía por hábitos meticulosos (y entre ellos, me figuro, era capital su siesta, cabeceada en una chaise-longue de la sala y con música de Brahms al fondo).
Se había creado, además, y sin duda para reparar su desacomodo y su disgusto con una realidad personal y colectiva que lo hería mucho, un mundo propio, ese lugar llamado Región en el que transcurre casi toda su obra huérfana de protagonistas y envuelta en una atmósfera densa de caracteres que se intercambian para, en última instancia, hacer resaltar la preeminencia del entorno -no encuentro otra forma de decirlo- metapersonal. Allí, en efecto, y al levantar el telón de su teatro privado, y al descubrir la escenografía en que lo sitúa, encaja unas presencias fantasmales que sólo cobran cuerpo, como en un coro de identidades difuminadas que se enroscan y evolucionan hasta morderse la cola, a medida que las palabras las representan.
Quiso ser impávidamente fiel a una idea de la literatura en la que, sin renunciar a un hiato radical entre una y otra, teoría y práctica se entrelazaban, se comentaban y se ilustraban como una manera de respetar tanto a las enigmáticas y a veces maléficas fuentes del frenesí creador del artista como a la anatomía retórica y racional de su producto. De ahí que, inseparable de los movimientos que la trazan y la configuran, la obra benetiana se despliegue y se constituya como el bailarín con respecto a la danza en el famoso poema de Yeats: una articulación en la que los mecanismos echados a andar se imbrican y se incendian por el funcionamiento de su propia dinámica. Obsesivo, solitario, desolado, de andadura mayestática, el universo de los libros de Juan genera, quizás como lo hizo su propia persona, la adhesión o el rechazo pero nunca la indiferencia. Exhumar hoy esta entrevista, a un año de su muerte, es rendirle desde aquí, desde este rincón, un homenaje.
Danubio Torres Fierro: (Inventaste Región por una necesidad de representar de alguna manera una realidad española, como una especie de concentrado de tu propia experiencia o, más bien, por tener tu mundo propio donde eres amo y señor?
Juan Benet: Es difícil fijar las causas y, a lo mejor, no importa demasiado. En verdad, el invento fue para sentirme cómodo, para hacer lo que quisiera, sin limitaciones ni prescripciones, para pintar las cosas como me diera la gana. Si en lugar de Región lo hubiera llamado León o Granada tendría que haberme circunscripto a determinados elementos o pintar lo que mis ojos veían. Para exagerar era mejor inventar.
D.T.F.: Región existe ya como parte de tu mundo mítico, y todas tus novelas van creando una especie de mito
-el mito de Región. ¿Tienes, aunque sea idealmente, una suerte de topografía del lugar?
J.B.: Tengo hecho un mapa.
D.T.F.: ¿Lo publicarás alguna vez?
J.B.: Cuando lo acabe, porque es un mapa de una enorme precisión, algo así como el del distrito geográfico español (a mí me gustan mucho estas cosas de cartografía) y, además, cada vez que voy a mi casa de campo, le añado algún arroyito, alguna colina.
D.T.F.: A través de eso que dices, y con la sola lectura de tus novelas, es evidente que has sido un gran lector de Faulkner.
J.B.: Moriré leyendo a Faulkner.
D.T.F.: Además, supongo que no te molesta que te diga que tienes una gran influencia de él. Cierto estilo reticente de ir y venir, de volver a los hechos antes de llegar a ellos.
J.B.: Es cierto. Empecé a leer a Faulkner cuando tenía diecisiete años, y me acuerdo que todos los días daba
vueltas por las librerías de Madrid para ver si, por casualidad, aparecían nuevas cosas suyas. Era una búsqueda febril.
Creo que es uno de los pocos que va a quedar, que va a permanecer. Joyce, en cambio, no me interesa.
D.T.F.: Pero Proust sí, porque también te ha influido.
J.B.: Proust sí...
D.T.F.: Todas tus novelas empiezan "después de", no hay inmediatez, como si se tratara de un mundo fantasma, como si el presente no fuera el presente del relato. En este sentido es desconcertante, por ejemplo La otra casa de Mazón, porque además no es ni novela ni teatro.
J.B.: Ese libro no me salió del todo bien. El intento era muy ambicioso, a pesar de que el libro en sí no lo aparenta.
Allí quería aliar dos categorías que no son mixtibles y, de hecho, es fácil ver que, en un mismo producto, lo trágico y lo cómico se insertan, pero no se combinan.
D.T.F.: Hay una cierta aura de parodia...
J.B.: Precisamente eso es lo que quería. Todo el libro es una operación de disimulo porque, a sabiendas de que ambas categorías no son mixtibles, quería que así pareciera: que la tragedia y la comedia estuvieran compenetradas. Sin embargo, en la tragedia puedes insertar un chiste y en la comedia un suicidio, pero se incrustan -por así decirlo-; es como una roca intrusiva: combina con elementos pero no forma una unidad. Yo quería formar esa unidad y, en la certeza de que nunca podría dar con un producto homogéneo, traté de disfrazar cada una de las categorías como un género distinto. El resultado es que se piensa que eso es una combinación de drama y de narración, cuando lo que quiere ser es una combinación de comedia y tragedia. Como decía, no creo que me haya salido bien y, además, al final, pesa más el drama que la narración. Por otra parte, se trata de un libro que me costó mucho y que, a la vez, me divirtió: es mi libro más antiguo. Sabes: escribo muy poco, cuando realmente no tengo otra cosa que hacer, cuando estoy en casa y empiezo a aburrirme. Cualquier cosa antes de escribir.
D.T.F.: Es como un hobby.
J.B.: Esa distinción entre hobby y profesión es típica de los norteamericanos, con su manía de clasificarlo todo. Supongo que un individuo que tiene un hobby, en el fondo se interesa mucho más por éste que por su profesión. En el hobby no se puede vivir de las rentas, mientras que una profesión la tienes, vives de ella y no te cuesta mucho trabajo sobrellevarla. A mí, por ejemplo, construir puentes o túneles no me exige romperme la cabeza, no tengo que inventar nada: es una especie de bien mostrenco adquirido. Si se definiera la actividad de un hombre, no por las horas que le dedica, sino por la cantidad de pensamiento inédito y circunciones cerebrales que le obliga a hacer, pues entonces el hobby sería más importante que la profesión.
D.T.F.: ¿Ni siquiera tienes una temporada al año, o algunas horas tijas, de trabajo?
J.B.: No, no. Aunque ahora sí me estoy divirtiendo mucho porque he decidido adoptar una especie de plan quinquenal, como el de los soviéticos, de largo alcance.
D.T.F.: ¿Cuál es el plan? ¿Sigue Región?
J.B.: En cierto modo sí y en cierto modo no; dependerá del desarrollo. El plan es escribir cinco libros a la vez, de los cuales, en este momento, estoy haciendo cuatro. No publicaré nada en cinco o seis años. Se trata de una empresa extensa y muy penosa y, tal vez, se aparte del universo que he frecuentado porque, a lo mejor, no es una novela sobre un mundo finito.
D.T.F.: Ya en Región ha entrado la guerra civil española, por lo que se desprende de un relato publicado hace
poco.
J.B.: Ese relato forma parte de un libro de cuentos que acaba de salir y que se llama Sub Rosa.
D.T.F.: Entonces irrumpe la historia contemporánea en Región.
J.B.: Bueno, yo he escrito ya sobre la guerra civil e incluso sobre la posguerra.
D.T.F.: Sí, pero aquí parece que entra con un carácter más perentorio.
J.B.: Sí, es cierto. Entra de una manera más fáctica. Yo no sé cómo permitieron publicar Sub Rosa porque allí
hay un cuento donde un personaje poco menos que simboliza las virtudes de la raza y la victoria de Franco, y lo que hace es condenar a un pariente suyo para quedarse con una finca. Pero es muy difícil leerlo: si no lees tres datos con mucho cuidado no te enteras del argumento.
D.T.F.: Debe ser un buen espectáculo ver a un burócrata de la censura tratando de descifrar la mayoría de tus libros. Lo interesante es que toda tu literatura supone un cierto lector profesional, avezado a la lectura, que no a buscar una primera impresión.
J.B.: En cierto modo, lo que he tratado de hacer es que, al abrir el libro, el lector entre a la literatura por la puerta de servicio, sin pretender hacer del libro un bien cultural en sí, que constituiría la puerta principal (como
sucede en la mayoría de los casos). La literatura tiene que entrar desde la primera página, por lo menos la literatura que a mí me interesa. Para eso he prescindido de ganar dinero con ella. Pero a lo mejor todo esto cambia con el plan quinquenal.
D.T.F.: ¿Por qué? ¿Harías algo que fuera accesible al primer plano? Eso sería una trampa, sin duda.
J.B.: Voy a hacer alguna trampa. Tengo ganas de hacerla. Me parece que, hasta hora, he sido demasiado claro.
D.T.F.: Tus cosas se leen con mucho gusto, parece que tuvieran una especie de música del relato y, sin embargo, es como si ni tú mismo estuvieras seguro de lo que estás contando.
J.B.: Así es. Nunca sé qué es lo que está pasando. Nunca sé nada. Hay gente que me pregunta: "¿Pero, oye, este sujeto, era hijo de aquella fulana que aparecía en tal lugar?", y yo contesto que no sé. Responder de otra forma sería deshonesto. Una cosa es, digamos, ocultación y disimulo y máscara, y otra no saber tu rostro. No soy omniscente; omniscentes eran los del siglo XIX, cuando el señor Zola presumía de saber cómo estaba constituido París.
D.T.F.: En tus novelas está ausente la explicación del personaje.
J.B.: Lo que me interesa no es el personaje sino el enigma del personaje, el drama y no la calle. Digamos: el personaje visto como portador del enigma. Retratar bien su manera de hablar, pintar sus costumbres, que sea
más o menos epónimo de un tipo de la sociedad, eso me importa poco o nada.
D.T.F.: ¿De qué manera han incidido en ti la guerra y la posguerra? Es claro que, en tu literatura, hay una especie de descomposición, de derrumbe de toda España.
J.B.: Cada vez me parece que vivo en un país en ruinas y lo que veo, siempre, son escombros, restos, cadáveres. Algo similar me pasa aquí en México, a pesar de lo poco que he visto.
D.T.F.: Cuando conversábamos me dijiste que no te interesa la literatura que se hace en los años setenta. ¿Por qué?
J.B.: Eso es largo. Por ejemplo, los telquelistas: no tratan de hacer una crítica, como aseguran, sino una sustitución. Tengo la sospecha de que han llegado a la conclusión de que la crítica es el último estadio de la creación; consideran de una manera un poco confiada, como una fase de progreso, el hecho de que haya existido una literatura que ha devenido en crítica y lo que quieren, en última instancia, es acabar con la literatura como se ha hecho hasta ahora.
D.T.F.: Roland Barthes no lo plantea así. Lo que dice es que tanto el crítico como el creador están en pie de igualdad al tener que enfrentarse con el lenguaje.
J.B.: No creo que sea así. El crítico no tiene que pelearse con el lenguaje, o sí, lo tiene que hacer, pero desde
otra postura: la explicativa.
D.T.F.: ¿Meramente explicativa? ¿No puede haber un crítico creador?
J.B.: Puede haberlo, pero eso no quita que lo sea desde una postura doctrinariamente explicativa.
D.T.F.: Hablemos, entonces, de tu experiencia como novelista y como ensayista.
J.B.: El approach es distinto. En cierto modo, como novelista o como narrador tienes que dejar las cosas fuera, tienes que darles una forma -externa, por decirlo así- donde haya una zona de claroscuro donde esté vedado el explicar. Eso es la textura y el colorido, y además tienes que hacer una extraña sucesión de hechos de los cuales unos pasan a las páginas y otros los eliminas. Eso te da una composición, un conjunto, que tú no sabes demasiado bien por qué es así. No puede funcionar con procedimientos analíticos. La composición sistemática como la quería Poe es imposible.
D.T.F.:Poe es un extremo.
J.B.: Pero fue el que lo dijo. Lo cierto es que allí las reglas no están dadas. Mientras que cuando se es ensayista, o cuando yo soy ensayista, quiero explicitarlo todo. Quiero explicarlo metiéndome dentro y haciendo todas las dicotomías necesarias, estudiando por arriba y por abajo y no conformándome con la forma externa que se me ha dado. En cierto modo, el narrador crea un cuerpo sano o, por lo menos, algo que goza de una cierta salud externa cuya concentración basta para el trato con ella. El ensayista, por su parte, es
un médico: tiene que buscar dónde hay una enfermedad, un vicio, o dónde está la constitución anatómica de ese sujeto, es decir, por qué eso es así y no de otra manera. Hay algo muy claro: una cosa es conformarse con el enigma y otra tratar de develarlo, de abrirlo. Y eso, tanto el telquelista como el escritor francés, lo quieren combinar en una sola cosa. Quieren mantener a la literatura como una especie de misterio permanente pero, al mismo tiempo, desvencijarla. Todo individuo que ejerza en una dirección o en otra tiene una mentalidad, o un aspecto de su personalidad creador, y otro crítico, pero cuando se decide a hacer creación -sea con la máquina de escribir, sea con los pinceles, sea con cualquier otra cosa- debe divorciarse del aspecto crítico, distanciarse.
D.T.F.: ¿Te interesa el teatro justamente por el distanciamiento?
J.B.: Me interesa de la misma manera que la narrativa. De las tres obras que he escrito, hay una que es del mismo corte enigmático de una novela: los personajes actúan sin que sepan, o se sepa, por qué.
D.T.F.: No hay psicología. Es como si la hubieras desterrado.
J.B.: No la hay. Las explicaciones concausológicas no me interesan. La psicología es un mal, un escenario en
el fondo, porque se cree que mediante los juegos corpóreos se da una cierta profundidad. Lo contrario es lo cierto: la escena llena de enigmas es la que tiene profundidad y donde uno puede moverse a gusto. Allí se ve, además, la tridimensionalidad de la literatura.
D.T.F.: ¿Por que quieres oscurecer las cosas? ¿Es deliberado?
J.B.: Es deliberado. Te repito que me gusta el enigma. Ahora estoy escribiendo una novela en la que no ocurre nada. O sí ocurre: es la historia de un individuo recluido en una casa, que se asoma un día al parque a donde da su habitacion y ve- venir a una persona que cree reconocer, pero luego esa persona escapa a su campo de visión y, cuando la ve reaparecer, comprende que no es quien pensaba.
D.T.F.: Eso parece un cuento gótico. Ahora dime, pasando a otra cosa, ¿te parece que no existe una literatura latinoamericana actual?
J.B.: No sé; esa pregunta es más difícil de contestar por más sutil. ¿El hecho de que hayan aparecido cinco o
seis o diez individuos (que además distan mucho en edad: entre Carpentier y Vargas Llosa hay una diferencia de treinta años) en un continente de 250 millones de habitantes, que escriben bien, que tienen talento y éxito, significa que existe una literatura y una generación? Además, esos hombres son los jefes de fila, mientras que el gran resto escribe desde hace diez años y escribirá dentro de quince. La aparición de esa gente es azarosa. No hay ninguna explicación sociológica o sociométrica que pueda justificarla. Ni siquiera el castrismo
D.T.F.: Sin embargo, entre esos nombres se dan una serie de coincidencias que permite presentarlos como
un corpus más o menos definido.
J.B.: Así es como ellos quisieron presentarse. Todo eso coincidió, de alguna manera, con el castrismo. Ellos quisieron presentarse como un nuevo horizonte de la cultura latinoamericana y, en verdad, hay cinco o seis tipos destacados, que han alcanzado un éxito rara vez igualado por un escritor de lengua castellana. Pero es casual y, además, es imposible decir que el surgimiento de cinco personas en el estrecho de Magallanes y en el Golfo de México forme un movimiento de coherencia. Primero, no piensan igual y, después, su mentalidad, su temperamento, su sensibilidad, son distintas. No se puede comparar a Carpentier con Vargas Llosa: una cosmogonía no tiene nada que ver con la otra. No creo que exista nunca continuidad o discontinuidad cultural.
D.T.F.: Haciendo la salvedad entre las edades de Carpentier y Vargas Llosa, ¿no te parece que entre los nuevos narradores hubo una ruptura con una forma literaria, que introdujeron una nueva sensibilidad?
J.B.: ¿Te parece realmente, que Vargas Llosa haya roto con algo de la literatura latinoamericana, tratándose de un escritor tan académico? Lo que pasa es que es un hombre que organiza muy bien la argamasa, que sabe estructurar sus materiales, y eso para hablar de su caso personal. Pero, en definitiva, el menos académico, que quiere ser Cortázar, está siempre devanando el ovillo de la modernidad.
D.T.F.: ¿Te interesa Rayuela?
J.B.: Poco, muy poco. Mira: creo que Cortázar es un hombre fascinado por la brillantez y que paga por ello un
precio muy caro. Puede escribir dos páginas magistrales, como aquellas de Rayuela en las que los personajes están comiendo en un restaurante de París y a alguien se le cae un terrón de azúcar y empieza a rodar por debajo de las mesas, buscándolo. Eso es una maravilla. Pero esa brillantez no se puede prolongar ni estirar porque, al hacerlo mediante el artificio, la charada y el jueguecito, se convierte en una prolongación bastarda, en primer lugar y, luego, fatigante. Una vez dije, de una manera un poco sarcástica, que era un gran gacetillero.
D.T.F.: Antes dijiste que no te interesa Joyce. Es curioso, porque Faulkner le debe mucho.
J.B.: Sí, pero se lo debe de una manera instrumental. El instrumental literario (como un médico debe tener un
instrumental quirúrgico) se lo debe a Joyce, pero la práctica (la cirugía) que hace Faulkner es totalmente distinta. De ninguna manera se puede decir que sea lo mismo. Joyce es un odontólogo y Faulkner un cirujano general.
D.T.F.: Eso, a tu entender, no ocurriría con el Joyce del Retrato del artista adolescente.
J.B.: No, como tampoco con el de Dublineses. Joyce no me interesa a medida que va dejando de ser novelista, de tener misterios para sí mismo. No creo que nadie haya terminado de leer Finnegans Wake.
D.T.F.: Lo último: ¿escribes para tus amigos, verdad?
J.B.: El público, no me da mucha opción para decir que escribo para él.