Una foto de extraordinaria belleza adorna la portada del libro que repasa los 50 años de carrera de Merce Cunningham. No se trata del bailarín a los 20 años, con su cuerpo de fauno y su sorprendente nariz de boxeador, ni de uno de los muchos intérpretes que han pasado por su compañía. Es una imagen del mismo Cunningham, a sus 76 años, con todas sus arrugas, sus ojeras y su piel flácida delicadamente iluminadas, que mantiene la mirada fija, como un santo medieval, en una verdad distante y escurridiza.
Es un rostro que osarían tocar los especialistas en cirugía estética, gloriosamente curtido por casi ocho décadas de apasionada y brillante labor artística.
La foto ha sido tomada por Annie Leibovitz, quien solía vivir en el piso de abajo del suyo. Cunningham cuenta que la conoció el día que tocó a su puerta para quejarse de las filtraciones de su bañera. Al contar la historia se echa a reír, como si el recuerdo le divirtiera enormemente. En cualquier caso, resulta insólito, ya que Cunningham no suele hablar de su vida privada de forma voluntaria.
Pese a vivir en una época en la que la información de la vida íntima de los artistas está a disposición de cualquiera -todos queremos un trozo de nuestros héroes-, Cunningham siempre se ha protegido contra el acoso de los medios de comunicación.
El lujoso y documentado libro de David Vaughan, por tanto, contiene poca información biográfica, salvo la que resulta relevante para su carrera profesional. Al preguntarle al autor si Cunningham permitirá alguna vez que se escriba toda su biografía contesta tras un instante de reflexión: «Es posible, pero no creo que sea muy interesante. No ha hecho otra cosa que trabajar».
Nadie pensaría lo mismo del hombre que bailó junto a Martha Graham, entre cuyos amigos y colaboradores se encuentran Jasper Jones, Robert Rauschenberg y Andy Warhol, y que vivió abiertamente con John Cage en una época en la que negarse a ocultar la homosexualidad era un acto de valentía poco frecuente.
VIDA DE PAREJA.- Cunningham no suele hablar de estos temas y es sumamente hábil para evitar las preguntas con delicadeza. En una ocasión, durante un acto público, un hombre le pidió que describiera su vida de pareja con Cage. Los presentes se callaron, pensando que Cunningham se vería obligado a hacer alguna declaración sobre el orgullo que sentía de ser homosexual. Sin embargo, se limitó a sonreír amablemente y decir: «Bueno, John hacía la comida y yo lavaba los platos».
De su vida actual me dice con serenidad: «Tengo dos gatos y ahora que John ha muerto me toca preparar la comida». Recibe en casa a sus amigos, pasa por la consulta del quiropráctico todos los días y de vez en cuando va al teatro.
Sin embargo, asegura que le resulta «difícil maniobrar» debido a la artritis que sufre en los tobillos. «Me lo paso bien, disfruto de la vida, pero me canso mucho». Todavía sigue rigurosamente un programa diario de clases, ensayos y estudios. Es un horario muy agotador, pero constituye «un punto de referencia para mi rutina diaria».
«La danza», señala, «es lo que siempre me ha mantenido, aún en momentos terribles. Independientemente de lo que se haya dicho de mi obra, sigo trabajando».
Mientras vivió con Cage, el centro de su vida era la extraordinaria colaboración que existió entre ambos. Tras presentar su primer concierto juntos en 1944, pasaron a desarrollar sus conceptos sobre la coexistencia de la danza y la música, y el uso de operaciones aleatorias en la composición, que ejercieron gran influencia sobre las siguientes generaciones de artistas.
El último trabajo que planificaron en colaboración fue Ocean, espectáculo de gran envergadura, rara vez representado, que fue puesto en escena la pasada semana en el Festival de Belfast. Cage murió antes de que terminara la obra, pero había grabado un gran número de ideas en el ordenador, posteriormente desarrolladas por el compositor Andrew Culver.
El concepto básico del espectáculo fue producto de la colaboración de Cage y Cunningham: un baile que debía ejecutar un conjunto de 40 bailarines con el público sentado a su alrededor, y 112 músicos colocados en la periferia, de manera que la música batiera el escenario «como las olas del mar».
El título surgió de un comentario del profesor universitario Joseph Campbell, quien dijo que si Joyce viviera pondría a su próxima obra el título de Ocean. Joyce era uno de los escritores preferidos de ambos artistas. Tal como dice Cunningham: «Las palabras mismas que emplea son sorprendentes, así como la forma en que las combina. Cuando su mente se abrió en Ulises y Finnegan's Wake descubrió las múltiples capas del pensamiento...».
OBRA COMPLEJA.- Este comentario es de hecho una buena descripción de cualquiera de las coreografías de Cunningham, con sus densas capas de movimientos e impredecible yuxtaposición de pasos. Pero Ocean, en su conjunto, es su obra más compleja, porque para hacerla se vio obligado a abandonar todas las normas de la danza teatral. Tuvo que imaginarse la coreografía, sin los puntos de referencia de la parte frontal o posterior del escenario, ni de sus costados.
«Fue una aventura maravillosa, aunque aterradora», recuerda. «Un domingo comencé los ensayos trazando un círculo en mi estudio, y cuando di el primer paso quedé totalmente desorientado. Di otro paso y me di cuenta que podría estar mirando a cualquier parte del escenario».
Cunningham se percató entonces de las enormes posibilidades que se abrían si en un fraseo el bailarín podía girar en cualquier dirección, sin puntos de encuadre fijos, consciente de las dificultades que entrañaba el constante desplazamiento de los puntos de referencia para los bailarines, quienes se juegan el tipo al realizar piruetas y saltos si no pueden concentrarse en un punto fijo.
Sin embargo, al ensayarlo en clase descubrió «que algunos alumnos le habían cogido el golpe. Pensé que si una persona podía dar los pasos, otros también serían capaces».
En cuanto al público, Cunningham asegura que la obra puede verse desde cualquier ángulo. «Es como mirar a un animal, nadie piensa que es mejor examinar una parte que otra». Sin duda los aspectos logísticos de la puesta en escena han sido increíbles, no obstante Cunningham adora la obra. A sus 78 años de edad Cunningham continúa produciendo dos ó tres piezas al año, de hecho vive con la sensación de que es incapaz de dejar de trabajar. «Me encanta inventar pasos», dice irradiando felicidad.
En el escenario, como en casa
Merce Cunningham actúa sólo de vez en cuando, ya que la artritis (resultado de haber bailado demasiado en suelos de cemento cuando era joven) lo hace cada vez más difícil. «Me parece que es mejor que se escriba sobre los bailarines de ahora, en vez de hablar de mí y de mi avanzada edad». No obstante echa mucho de menos el baile. «Me encanta estar en el escenario, me siento igual que en casa. Aunque me ponga muy nervioso antes de salir, siempre me siento como si estuviese en mi propia casa».
Pese a su fama de vanguardista riguroso, Cunningham es también un hombre de teatro muy anticuado. Uno de sus mentores, de quien habla con gran afecto, es Maude Barret, su maestra de claqué cuando era un niño que solía ajustarse la falda con una banda elástica para enseñarle a caminar con las manos. «Era una auténtica mujer del mundo del teatro, tan vivaz».
De adolescente Cunningham solía dar exhibiciones de baile de salón con la hija de Barrett, y recuerda una ocasión en la que ambos intentaban cambiarse para la función en un pequeño armario. «Yo estaba poniéndome un traje prestado mientras Maude Barrett intentaba sacarle cinco dólares al administrador del teatro. Al vernos se echó a reír y dijo: "Bueno, no tenemos maquillaje, así es que morderos los labios y pellizcaros las mejillas antes de salir al escenario"».
Al ver al Cunningham de hoy en día, tejiendo incansablemente sus coreografías, y echando tanto de menos el escenario, es inevitable lamentarse de los estragos que ha dejado en su cuerpo el paso del tiempo. También es inevitable pensar en la pérdida de un artista cuya ilimitada inventiva ha elevado notablemente el nivel de la danza moderna. No obstante, desde que tenía 20 años ha sentido la misma alegre curiosidad por su arte.
«Claro está», dice en tono reflexivo, «el registro de la danza está determinado por el instrumento humano. Sólo tenemos dos manos y dos piernas, pero la capacidad de variación es infinita. No importa si se consigue o no, la capacidad de variación sigue estando ahí».