Dice Philippe Meirieu (Alès, Francia, 1949) que el profesor debe ponerse en la piel del que aprende. Él, cuando ya llevaba años consagrado a la enseñanza universitaria, predicó con el ejemplo y pidió que le destinasen a un liceo de los suburbios de Lyon. Quería ponerse en la piel de unos y otros a la vez: en la piel de los futuros profesores a los que él enseñaba y en la piel de los alumnos a los que éstos enseñarían. Volvía, además, a sus orígenes.
Había empezado impartiendo clases de Francés y Filosofía en colegios y liceos a finales de los sesenta, después de licenciarse en Filosofía y Letras y antes de incorporarse al mundo universitario y asumir otras responsabilidades que lo llevaron a participar en la creación de institutos universitarios de formación de maestros, como el de Lyon, que dirigió hasta el año pasado; a encargarse de la reforma de los liceos promovida a finales de los noventa por el Ministerio de Educación, y a estar al frente de varias instituciones educativas.
Pero a Meirieu le gusta el contacto con los alumnos. No ha aparcado nunca la docencia, ya sea en la universidad –es profesor de Ciencias de la Educación en la Universidad Lumière-Lyon 2–, ya sea en el liceo al que pidió volver movido por la convicción de que “uno no puede formar a docentes sin tener contacto con los alumnos a los que enseñarán”. Su petición es tan poco habitual que le costó conseguir el permiso de la administración. “No debería serlo. Todo aquel que trabaja en la educación debe conocer la cotidianeidad de las clases”.
Esas clases han sido objeto de mucha reflexión e investigación –en buena parte dedicada a la pedagogía diferenciada, cuya principal aportación ha sido la de los grupos de aprendizaje–, que ha plasmado en centenares de artículos, más de 40 libros y una serie de 26 emisiones sobre grandes pedagogos.
Todo este bagaje lo transmite en su forma de hablar. Meirieu es un hombre con las ideas claras y un discurso meditado. Responde sin vacilar, huyendo de la inmediatez que tanto detesta y tomándose el tiempo que reivindica. Le gusta explicarse y nada le distrae en la terraza del hotel barcelonés en el que se ha hospedado. Lleva un reloj pero no lo mira, pese a que su avión despega al cabo de poco. Incluso se ofrece a contestar un par de cuestiones más cuando las agujas aconsejan pedir un taxi en dirección al aeropuerto. Es generoso. También amable: su habla pausada sólo se interrumpe cuando cree que la palabra que va a pronunciar es difícilmente traducible al español. De nuevo, vuelve a ponerse en la piel del otro.
¿Qué hay que hacer?
Pienso que hace falta interrogarse sobre la obsolescencia del modelo tradicional que constituye la clase, es decir, un grupo de unas 30 personas que hacen la misma cosa al mismo tiempo y dentro del cual hay extremadamente poco trabajo de acompañamiento individual.
La clase fue perfectamente adaptada al sistema escolar a finales del siglo XIX. Hoy, la clase se ha convertido en un freno a la evolución del sistema escolar; por una parte, porque hay actividades que deben hacerse con grupos más numerosos y, por otra parte, y sobre todo, porque lo que necesitan los alumnos con grandes dificultades es el apoyo individual, tiempos de acompañamiento personal, tiempos que permiten a los enseñantes detectar y remediar esas dificultades. Este acompañamiento personal de los alumnos es algo absolutamente fundamental.
¿Y no se hace?
Nuestros sistemas no lo saben hacer bien y, en general, lo delegan, desgraciadamente, ya sea en los padres, ya sea en clases privadas fuera de la escuela.
Etimológicamente el pedagogo es aquel que acompaña al niño, y me parece que lo que hoy en día les hace falta a algunos niños es estar acompañados, no dejarlos ahí donde están, sino escuchar sus dificultades, comprender sus problemas y estar a su lado a lo largo de toda su escolaridad.
Algunas familias lo hacían con sus hijos, y lo sigue haciendo, pero hay muchos alumnos para quienes este acompañamiento familiar no existe y para quienes me parece totalmente necesario que la escuela acometa esta tarea.
También es un gran defensor del trabajo en grupo.
Sí, no es del todo contradictorio. Al contrario, es necesario que la escuela tenga tiempos colectivos en los que el alumno aprenda a participar en un grupo, y que los articule con los tiempos más individualizados. Pero la individualización se puede hacer colectivamente. Si, por ejemplo, en una clase hay cuatro niños un poco más tímidos, que no saben expresarse oralmente, la individualización consistirá en juntar a estos cuatro alumnos para permitirles expresarse juntos y ayudarlos a desinhibirse. Pero, más allá de estos casos, la escuela es un sitio en el que debe haber grupos articulados en función de proyectos.
¿A qué se refiere?
Debe haber tiempos colectivos con grupos incluso más importantes que el grupo clase habitual, pero debe haber también tiempos individuales y tiempos en pequeño grupo. Yo veo la escuela como un lugar en el que se hacen conferencias u obras de teatro con grupos muy numerosos, un centenar de alumnos y alumnas, por ejemplo; pero donde también hay grupos de cuatro o cinco para hacer lenguas vivas de una manera interesante, y grupos de experiencias en física o en biología, en los que no son más de diez, y también las clases tradicionales, en las que son unos 30. Es necesario multiplicar los tipos de reagrupamiento en función de los objetivos de aprendizaje. Pero para que esta multiplicación no sea una dispersión, es preciso que haya un seguimiento, y que cada alumno tenga como referente a una persona adulta a la que pueda dirigirse y que, en cierto modo, reflexione y coordine su escolaridad.
Por esto decía que la noción de clase se convierte en un obstáculo. Y lo que usted propone es flexibilizarla. Sí, hace falta diversificar las formas de enseñanza para que cada cual pueda encontrar sitios, marcos, que puedan ayudarlo a superar los problemas a los que se enfrenta. Pero a lo largo de toda la vida escolar, incluso en la universidad.
Y en este sentido es fundamental desarrollar ese acompañamiento personal del que hablaba. No será suficiente, pero es, en mi opinión, absolutamente indispensable.
¿Qué más hace falta?
Si se quiere luchar contra el fracaso escolar, más allá de esta necesaria personalización de la pedagogía, hace falta reflexionar sobre lo que se podría llamar un nuevo tipo de relación con el saber. Se trata de procurar que los alumnos con grandes dificultades perciban el interés de aprender, de invertir su energía en la escuela, de movilizarse por el trabajo escolar. Hoy los alumnos con fracaso son alumnos para quienes el trabajo escolar no tiene ningún sentido.
Y lo importante, me parece, es dar sentido al trabajo escolar.
Usted dice que lo que moviliza a un alumno es el deseo, que no hay aprendizaje sin deseo…
Sí, por supuesto, no hay aprendizaje sin deseo. Pero el deseo no es espontáneo. El deseo no viene solo, el deseo hay que hacerlo nacer.
¿Cómo?
Es responsabilidad del educador hacer emerger el deseo de aprender. Es el educador quien debe crear situaciones que favorezcan la emergencia de este deseo. El enseñante no puede desear en lugar del alumno, pero puede crear situaciones favorables para que emerja el deseo. Estas situaciones serán más favorables si son diversificadas, variadas, estimulantes intelectualmente y activas, es decir, que pondrán al alumno en la posición de actuar y no simplemente en la posición de recibir. Y pienso que corresponde a la escuela reflexionar seriamente sobre esta responsabilidad. No nos podemos contentar con dar de beber a quienes ya tienen sed. También hay que dar sed a quienes no quieren beber. Y dar sed a quienes no quieren beber es crear situaciones favorables.
¿Qué tipo de situaciones? ¿Se refiere a lo que usted llama la situaciónproblema?
Sí, me refiero a situaciones en las que hay un proyecto, una dificultad, lo que yo llamo un obstáculo, un misterio por resolver…
¿Por ejemplo?
Imaginemos que propongo a alumnos de doce o trece años realizar un proyecto que consiste en construir una maqueta de una ciudad romana. Nos encontraremos con un cierto número de problemas: hay que ir a ver el plano de una ciudad romana, encontrar textos que la describan, trabajar la proporcionalidad, trabajar los materiales y decidir con qué la haremos y cómo la haremos… van apareciendo una multitud de problemas. Y el papel del enseñante es encontrar el proyecto que hará emerger problemas que permitirán construir conocimiento.
De modo que para generar el deseo hace falta generar antes problemas. La trilogía fuerte con la que trabajo con los enseñantes es proyecto-problemarecursos.
Es decir, hay un proyecto, se descubren dificultades, problemas, y a partir de ahí se van a buscar los recursos. Porque, en el fondo, lo que da sentido a lo que se hace es la respuesta a una pregunta. Y el alumno sólo aprende si esta respuesta corresponde realmente a un problema que él ha descubierto y a una pregunta que él ha podido formularse. Si le damos respuestas sin ayudarlo nunca a ver a qué responde, el alumno no puede tener deseo de aprender.
¿Cree que se dan demasiadas respuestas en la escuela?
Muy a menudo la escuela da respuestas sin ayudar a formularse preguntas, da respuestas sin preguntas, mientras que el niño aprende buscando respuestas a las preguntas que se formula. Y creo que es necesario restituir esto a la escuela, un saber vivo, es decir, un saber que no está osificado, fosilizado, sino un saber dinámico, que aporta algo, y en tanto que aporta algo es emancipador.
No es un objeto del que el alumno se tiene que apropiar para devolverlo el día del examen, no es esto en absoluto.
Es un saber que rige el deseo de saber todavía más. El aprendizaje genera nuevas preguntas. Y el objetivo de la escuela es hacer emerger preguntas.
Ha escrito recientemente en un artículo que hoy en día los niños y los jóvenes están “sobreexcitados” y “sobre informados”. ¿Es más difícil hacerles emerger el deseo de aprender?
Los niños de hoy en día son muy curiosos, pero viven en una sociedad en la que hay una aceleración fantástica, estimulaciones extraordinarias, un estrés considerable y también una fatiga psicológica y física; se sabe que los niños en la escuela están cansados, duermen cada vez menos. No hay disminución ni de su nivel ni de su cultura, pues hoy conocen muchas más cosas, aunque sea un poco más superficialmente. En cambio, sí hay una disminución de la capacidad de atención, de concentración y de focalización porque viven en la sociedad del zapping y reciben una cantidad considerable de información.
Podríamos decir, tomando una metáfora conocida, que el espíritu de un individuo es como una biblioteca. Hace 50 años dentro de la biblioteca mental de los niños poníamos cinco o seis libros al año, y estos libros eran leídos y atentamente trabajados página por página.
¿Y hoy?
Hoy la biblioteca mental de nuestros alumnos parece mi buzón cuando estoy ausente quince días. Hay de todo, y va llegando todos los días en cantidades extraordinarias, y antes incluso de que uno haya podido mirar qué hay de importante, llegan otras cosas, a través de la tele, el teléfono, la radio, la publicidad, los compañeros… de todas partes. Y, por tanto, el niño está en un estado a la vez de sobreinformación y de sobreexcitación.
También en la escuela. Sí, las clases son hoy en día sitios donde hay más tensión y menos atención. Y es evidente que esto causa problemas a los enseñantes. El peligro es que hay quien piensa que basta con gritar, con ser autoritario, mientras que en realidad es mucho más difícil que esto. Lo que hace falta, pienso yo, es crear marcos, situaciones, que permitan a los niños aprender a hacer aquello que no hacen delante del televisor, es decir, a concentrarse, a estar atentos, a trabajar sobre cosas que requieren tiempo y hacer del tiempo un aliado y no un adversario, es decir, no estar en la inmediatez.
¿Es por esto que usted dice que hace falta pasar del deseo de saber al deseo de…?
De aprender. Sí, es decir, tomarse tiempo, hace falta tomarse tiempo. El problema hoy en día es la temporalidad. Estamos en la sociedad de lo inmediato, en la sociedad de “lo quiero todo enseguida”. Es un progreso respecto a toda una serie de cosas antiguas, pero es también el origen de dificultades
¿Y cree que los profesores escapan a esta realidad?
No. Es por esto que son necesarias instituciones como la escuela. La escuela es una institución, no es un servicio; es un lugar que tiene reglas. A este respecto, la escuela es como una sala de conciertos, un tribunal o un teatro, es decir, debe haber rituales que hagan que quienes entren, sean enseñantes o sean alumnos, escapen en parte de la presión del entorno. Es decir, que el marco escolar debe estar estructurado, concebido o construido para las actividades que ahí se desarrollan. Es necesario que al entrar en la escuela pase alguna cosa en el plano mental que haga que uno entre en un lugar particular.
¿Cómo se consigue?
No soy en absoluto nostálgico de los rituales de antaño, que ya no sirven, pero estoy convencido de que es necesario reconstruir rituales escolares adaptados a la modernidad. Pienso, por ejemplo, en la escuela maternal o infantil.
Una clase de infantil es un lugar extraordinariamente prometedor, pero a medida que los niños crecen ese lugar se diluye y se convierte, en particular en Secundaria, en una especie de lugar sin fronteras, sin marco, sin reglas, sin estructura… que no favorece el trabajo intelectual Hay que tomar ejemplo de lo que pasa en la escuela infantil más que de lo que pasa en la universidad. Es decir, crear lugares en los que cuando uno entra le dan ganas de hacer cosas, y que al mismo tiempo reúnen las condiciones para hacer las cosas que precisamente hay que hacer en ese lugar, es decir, trabajar, aprender, reflexionar, hacer música, danza... todo lo que se debe aprender en la escuela.
¿Cree que la música y la danza, o las enseñanzas artísticas en general, pueden ayudar a centrar la atención del alumnado?
No es la única manera, pero puede ayudar porque la educación artística tiene un doble interés. Por una parte, favorece la concentración; hay una expresión de un filósofo que dice que el rol de la educación artística es la inversión de la dispersión. Por otra parte, favorece lo que llamaría la sublimación de nuestros impulsos. El arte es una manera extraordinariamente positiva desde el origen de los tiempos para que los impulsos interiores, que pueden ser a veces violentos, muy individuales, egoístas, etc., sean transformados de manera creativa. El arte permite expresar la violencia sin que sea destructiva para los demás.
¿Cómo debe ser la relación entre el profesor y el alumno?
Yo pienso que cada vez más debe pasar de ser cara a cara a ser codo con codo. Esto no quiere decir que el profesor renuncie a su saber ni a su autoridad.
Los alumnos son perfectamente conscientes de que el profesor tiene saberes y una autoridad que ellos no tienen. De lo que se trata es de estar con el otro, y concretamente de estar al lado del proceso y no del resultado.
¿Qué quiere decir?
Cuando digo estar al lado del proceso y no del resultado quiero decir no contentarse con transmitir un saber como un paquete, es decir, estar en el lado del aprendizaje y no de la enseñanza. Muy a menudo los enseñantes piensan que basta con enseñar para que los alumnos aprendan. Lo que yo creo es que hace falta estar del lado del aprendizaje, es decir, hace falta comprender qué pasa en la cabeza del que aprende.
Es la razón por la cual digo a menudo a los enseñantes con los que trabajo que no hace falta preguntarse antes de entrar en una clase qué diremos a los alumnos, hace falta preguntarse qué les haremos hacer para que aprendan alguna cosa, qué actividad les vamos a proponer para permitirles acceder a un saber y estar a su lado para ayudarlos y, a la vez, exigirles.
¿Piensa que el profesor debe ser muy exigente?
Creo mucho en la exigencia, pienso que es muy importante para el enseñante. Pero también pienso que no se puede ser verdaderamente exigente si no se ayuda al mismo tiempo. La exigencia no es aceptable por el niño, si aquel que es exigente no está en una posición de ayuda. Creo que a los alumnos les gustan los enseñantes exigentes, con la condición de que sean solidarios, ya que la exigencia debe fundarse en la solidaridad. Por ejemplo, un entrenador deportivo es muy exigente con un equipo, pero esta exigencia es por solidaridad.
¿El profesor debe ser, pues, como un entrenador deportivo?
Sí, es decir, muy exigente, pero por solidaridad. Debe ser aquel que entrena para que cada cual dé lo mejor de sí mismo y pueda estar orgulloso de lo que da. Muy a menudo los alumnos con dificultades son aquellos que nunca se han sentido orgullosos. Se dice que un alumno fracasa porque no está motivado. Y yo pienso que es al revés, que los alumnos no están motivados porque fracasan. Porque cuando un alumno está orgulloso de lo que ha hecho, cuando se ha conseguido hacerle hacer alguna cosa de la que puede estar orgulloso, entonces se siente motivado.
La humillación desmotiva, mientras que el orgullo motiva. Si somos capaces de hacer que los alumnos se sientan orgullosos, estarán motivados.
¿Ve a los profesores jóvenes motivados?
No siempre. Las encuestas de las que disponemos muestran que los jóvenes enseñantes están angustiados y tienen miedo, en particular, de las cuestiones que tienen que ver con la disciplina y las relaciones con las familias. Por tanto, los profesores hoy en día no son necesariamente más felices cuando empiezan a trabajar. Además, los profesores jóvenes en Francia son menos ideólogos y más pragmáticos. Antes, ser profesor en Francia era mucho más un oficio de compromiso ideológico y político. Hoy es quizás más un oficio en el que se es más pragmático, más práctico.
¿Esto es malo?
Hay un poco una banalización del oficio y ya no es tanto una vocación. Esto es malo y bueno a la vez. Es malo porque el oficio de enseñante necesita un ideal.
Y es bueno porque hace falta tratar los problemas de forma pragmática. Pero lo que me parece que más caracteriza a los jóvenes profesores es que a menudo no ven hasta qué punto su oficio es importante socialmente y que el futuro de un país reposa en parte sobre ellos.
Pienso que haría falta devolver la dignidad al cuerpo de enseñantes y devolver ambición a la escuela. En Francia, hay una especie de falta de claridad de proyectos políticos para la escuela que, en mi opinión, no favorece el compromiso de los enseñantes.
Ha venido a Barcelona muchas veces. ¿Con qué impresión se va del profesorado de aquí?
He venido casi siempre invitado por la Associació de Mestres Rosa Sensat, un movimiento con un dinamismo extraordinario y sin equivalente en mi país. La escuela de verano en la que he participado y que ha reunido a 1.500 maestros es algo que en Francia no tenemos.
Pienso que los enseñantes de aquí, los que yo conozco, están mucho más movilizados y menos hastiados.
Hay un dinamismo ligado a la historia de España y al hecho de que la escuela pública ha luchado combates importantes.
No puedo hablar de lo que no conozco, pero a los profesores que conozco los encuentro muy movilizados y con una verdadera profesionalidad. Es algo que en Francia se ha perdido en los últimos tiempos. Pero es muy alentador ver lo que pasa aquí.