Entrevista a Pío Baroja

Francisco Lucientes
Publicada en El Sol, el 11 de noviembre de 1931.

AQUÍ ESTÁ D. PÍO.

¡Tan famoso! ... Igual que siempre: el boinón sobre la robusta cabeza alegre; la barba, crecida a su gusto; un traje raído a medio abrochar; los pies, materialmente «liados» en unas botas de paño, y con frío, con mucho frío... igual que siempre.

Ahora le molesta un dedo que se ha estropeado en el tren; antes hablaba de la mordedura de un dogo... Igual que siempre... Don Pío, a la española, inicia estas conversaciones para los diarios con esos dos asuntos: el frío y un minúsculo alifafe que lo contraría... En verano no sé lo que dirá. Porque hay un tiempo de sazón para ver y oír a D. Pío: afines de otoño, a su vuelta de Guipúzcoa. Entonces Baroja trae a la charla sus meditaciones, la burlonería de lo que ha visto y el deseo zumbón de sintonizarse con los chismes y anécdotas que «andan» por Madrid. Es preciso cogerle recién llegado, en su casa,... En esta casa tan de solterón, grande, lóbrega, ilusoriamente fría; en esta casa tan de solitario; casa de zócalos negros, de escalera infinita, donde uno recibe la impresión siempre de que «ya han sacado el cadáver»...

¡Aquí está D. Pío! Buen aire de oso de ciudad; jocundo, fino.

¿Ah, gran D. Pío! ¡Y pensar que tiene usted talento, tanto talento!, ¡y que sabe latín!, ¡y que no se lo dice a nadie! Así da gusto D. Pío.

Ayer, D. Pío, estaba su casona muy revuelta: líos de alfombras por aquí, muebles por allá; eso sí, las mismas «neskas», guapotas y enlutadas, de servidumbre, y usted tenía frío, mucho frío, un dedo herido y un excelente buen humor...

 

OIGAMOS A D. PÍO

-Pues sí, hombre; llegué esta mañana de Barcelona.

-¿Y qué tal D. Pío?

Por allá anduve... Por cierto que no vi ese separatismo que dicen. La gente habla menos catalán que nunca; el pueblo, poco, los señorones, sí. Esos lo hablan bastante; pero se les nota que por un prurito de ostentación... Allí la gente vive muy preocupada por las cuestiones económicas; por el Estatuto, poco, muy poco. Yo creo que el Estatuto quedará en nada.

Madrid seguirá mandando... Siempre ha ocurrido eso.

Algunos catalanes me decían: «¿Por qué no viene a pasar los inviernos a Barcelona? Madrid, con los estatutos, se va a convertir en un poblacho»... Yo les decía que Barcelona, con sus palmeras, sus flores, su luz y sus pájaros, me parece más española que Madrid, que sabe mucho a Mediodía y que precisamente en Madrid, que tiene esa cosa fría de las ciudades que son o fueron Cortes, me hallo muy a gusto.

-Y a Maciá, ¿lo vió?

-¡Hombre!... No... ¿Para qué? ¡Ya me dijeron de ir!... A mí, Maciá no me interesa... Es posible que sea un buen hombre, claro... Lo vi en fotografía y me produjo la impresión de una figura en madera... Por la fotografía me parece un delirante.

Dice los Estatutos... El de mi tierra lo ha hecho un abogadito de Bilbao, lo discutían en el Ateneo de San Sebastián, y en el tablón de avisos leí: «Semana del Estatuto: día 5, discusión; día 6, proposiciones; día 7, se suspende la discusión para celebrar un concierto de piano» ¡Y no crea que el concertista era Beethoven! Se trataba -dice D. Pío, riéndose- de un austríaco cualquiera... Pues algo así ocurre en Cataluña. Al pueblo ya no le conmueven las banderitas y las sardanas.

-Y lo de los Jesuitas, ¿Cómo lo vio usted D. Pío?

-Pues, la verdad... Yo debería ser un antijesuita terrible y no lo soy... Claro; uno no sabe si esta gente hacía o no política; pero a pesar de todo, si la hacían, no tengo ninguna fe en los decretos. Era preferible que su influencia se extinguiera por sí sola, y no hincharla al socaire de persecuciones. Yo he conocido hasta tres jesuitas: Cejador, que era una magnífico adoquín, aunque otros dicen que fue un genio; el P. Lecina, historiador que visitaba las librerías de viejo, y a otro de mi pueblo, el P. Errandonea, con quien discutía mucho sobre el estilo... ¡Nada!...

En el País los jesuitas tienen gran arraigo en Bilbao, en San Sebastián, y en su cuna, en Azpeitia,... En cambio en Vitoria y en Pamplona, que son ciudades de poco dinero, no abundan...

En el País hay muchos curas; pero la gente los ve bien, los quiere, ¡qué se le va a hacer!

-¿Fue usted a Ezquioga, D. Pío?

-No,... Quería ir; pero no pude a última hora. Yo ya les he dicho que lo que aparece en Ezquioga es un diablillo vasco o varios diablillos... Podría ser aquella Mari que se aparecía en la Peña de Amboto... El obispo de Vitoria piensa como yo, y ha quitado a las apariciones importancia.

Pero lo maravilloso en el sentido práctico que tienen mis paisanos. ¡Eso está muy bien! Se va allí, se reza el rosario, se dejan los cuartos... y ¡adelante! A eso de Ezquioga le digo yo el aprovechamiento de las fuerzas vivas... La Diputación recauda miles de pesetas diarias, los «taxis» se enriquecen... Da gusto el sentido comercial de los vascos; les quitan el juego, pues a sustituirlo. Un verano es Asuero, otro Ezquioga...

-A D. Pío le baila el gozo en la boca...

¿Y qué cree usted, Baroja, que pasará con el sufragio femenino y con el divorcio?

-¡Pues no sé!... Las mujeres votarán a los curas... ¡Ni hablar! Y si hay diputados, serán clericales y comunistas; los socialistas perderán puestos y los republicanos... ¡se pueden despedir!

Lo del divorcio tendrá muy escaso interés. El divorcio es para países ricos. Los españoles tienen del matrimonio un sentido pesimista, se casan con la idea de que es para siempre... ¡Y cualquiera coge de nuevo al que se descase! No abundarán las demandas. ¡Ya lo verá!

En cuanto a las mujeres -y aquí parace la ironía del célebre tozudo- poco promete. Las condiciones de vida de la española, hacen que a los treinta años esté fondona, aquí una mujer, luego de una etapa de matrimonio, se convierte en un ballenato... Eso del divorcio es para Norteamérica. Aquellas mujeres son egoístas, no tienen hijos o tienen pocos; hacen gimnasia, practican una higiene «ad hoc»... Aquí reincidirán los divorciados con dinero; ¡pero eso ya pasaba con las viudas!...

-¿No le tienta la aventura política?

-No tengo condiciones de orador; y en España el político que no lo es se muere de aburrimiento. Hace treinta años estuve con Lerroux; conspiramos juntos... El había ideado un plan de partidas armadas en el Moncayo. A mí aquello me divertía románticamente; fuimos a Zaragoza, y en el tren me desilusionó. «Usted, Baroja, me dijo Lerroux, si quiere vivir la política, debe tomar lecciones de canto». Me pareció tan ridículo lo que me aconsejaba, que decidí no volver a sonar. Además la política me repugna por su fondo de histrionismo. Claro que si me dicen: «O Presidente»... ¡Pero no lo concibo!... Ser Presidente de la República equivale en grande a ser conserje de un casino: saludos, galones, un protocolo para vestir... Reverencias hoy a los salchicheros, mañana a un pequeño diplomático... ¡Horrible!

Yo comprendo que se aspira a ser joven, a conquistar mujeres, a lucir en un gran baile, a tener dinero...

-Y de sus amigos los anarquistas, ¿qué sabe usted?

-Hombre... nada. Los persiguen mucho. A mí no me choca que los anarquistas no estén satisfechos con la República. Lo que me choca es que digan que todos están vendidos. ¿Vendidos¿ ¡Pues si son unos pobres que viven mal, trabajan todos los días y aún les queda tiempo para ir a la cárcel...!

En Barcelona cené con unos diputados y les decía: «¡Están ustedes con esa política de enchufes haciendo buenos a los monárquicos!» «¡Hombre, no, me replicaban; es que les han ofrecido esto y lo otro y lo otro!...» Y yo les respondía: «Pues que no lo hubiesen tomado!».

-Y de los actuales de gobierno, ¿qué opina, Don Pío?

-Hace años creí en Lerroux... Era un buen mozo que al andar partía los ladrillos. Se ponía par recibir a los Comités de barrio una blusa de obrero... Le conocí y hablé con él algunas veces en el café Inglés, donde me llevaba Ricardo Fuente... Pero me desilusionó. Vi que tenía la cabeza atiborrada de artículos de «La Vanguardia». No leía más que periódicos.

Hace treinta años Lerroux era un temor, una gran esperanza de político; pero ahora lo he visto, y se me figura una pavesa de aquel Lerroux que partía los ladrillos del suelo a su paso... Entonces estuvimos «Azorín» y yo con él en Barcelona. Fuimos a «La Fraternidad» y a los círculos radicales del paseo de Gracia. Allí se adoraba a Lerroux. Pero era una gente mitad republicanos y mitad ácratas. Se hacían veladas de teatro; los anarquistas Rull y «Picoret», entre otros, representaban «Tierra Baja» entre un humazo de mal tabaco y mucho calor. Lerroux se hacía preceder por nosotros, y luego entraba con el sombrero terciado y las manos metidas en los bolsillos de la chaqueta. Después de la semana Trágica, la estrella popular de Lerroux declinó. A mí, Lerroux me es agradable. Yo desearía que él tuviese éxito. ¡Me temo que no lo consiga! En España es doloroso, pero es así. Se deja que se inutilicen los hombres, y cuando ya no pueden ni con el gabán se les pide su obra...

A Azaña no le conozco. Lo he visto una vez en una librería de viejo...

A Albornoz sí lo he tratado; poco, pero lo he tratado.

¡Debe ser un lírico! Recuerdo que en un viaje a Barcelona, al salir de Zaragoza, me dijo: «Oiga usted, Baroja, cuando aparezca el Mediterráneo, avíseme».

Yo leía «La Vanguardia», y al llegar a un pueblecillo de la costa, le dije: «Albornoz, ahí está el Mediterráneo». «Voy a hacerle una salutación», me dijo todo conmovido. Y eso es todo.

España, sobre poco más o menos, seguirá igual que ahora con la nueva Constitución. En España ha habido ya sus 13 Constituciones. ¡Pues no se experimentaron 13 adelantos ni tampoco 13 retrocesos! La escasez de hombres que tiene la República la achaco yo a la sorpresa de su llegada. Nadie la creía tan inminente porque nadie pensó que el Rey y sus monárquicos se irían sin lucha. ¡Aquello fue de una florera!...

-¿Cómo ve usted al político español, Baroja?

Debe ser realista, con un conocimiento claro del país... y si es retórico, el pueblo lo agradecerá. Parece que en España la retórica es una virtud del gobernante. Lo que no he comprendido nunca es la falta de curiosidad de un Rey como Alfonso XIII. Yo lo creía mediocre, tímido, lleno de malos humores, pero con alguna curiosidad.

Y no. No la tuvo. Siempre que iba a un pueblo lo hacía con trompeteo, le adornaban las calles e indefectiblemente se sentaba en la misma silla y oía y preguntaba iguales cosas...

-¿Triunfará aquí el socialismo?

-No lo creo. Los españoles son como son... El socialismo se preocupa demasiado de las formas y en España es preciso la dictadura para gobernar. Pero en fin... ¡Ya ha hecho algo! Ha traído más de un centenar de diputados, que viajan gratis, van a cafés teatros... El socialismo ha creado un nuevo señorito. Y está bien, porque los antiguos llevan trazas de dedicarse a betuneros, ¡si hay dónde!

A mí si lo hiciesen bien, no me aterra una dictadura socialista. Peor que vivimos la clase media, no viviríamos. Ya en Cataluña la moratoria está implantada de hecho en los negocios. En Andalucía no se sabe lo que puede ocurrir: si comunismo, si anarquía.

Allí estuve, Aparentemente, no se ve nada. Aparte de unos señoritos muy brutos que hablan de vender fincas e irse al extranjero. ¡Pero no sé qué harían allí si apenas saben hablar el castellano! Ahora que... Si se hace la experiencia de dictadura socialista, que se haga bien. Ya que nos arruinemos, que sea con brillo. Que no ocurra lo de la actualidad: que se arruina la gente oyendo esas voces de padres de familia que hablan en el Congreso...

Aún D. Pío dice muchas otras «boutades». Habla de sus planes de novelista pero son las doce de la noche...

Seguramente en esta casa de solterón, grande, lóbrega, fría, de escalera infinita, de zócalos negros, hay brujas...

Yo me voy.