Entrevista a Santiago de los Mozos

F. C. y M. J.
Entrevista realizada el 7-VII-1997, con la ayuda técnica de Lilly S. A.
Agradecemos la colaboración de Juan González-Posada
y el asesoramiento de Agustín García Simón.

Santiago de los Mozos Mocha nace en 1922, en Valladolid, donde estudia bachillerato y los cursos comunes de Filosofía y Letras. Se licencia y doctora en Salamanca, en la especialidad de Filología Románica. Su trabajo doctoral, premiado, se imprimirá en las Acta Salmanticensia: El gerundio preposicional. Su primera fase docente la inició en el curso 1943-44, en diversos centros vallisoletanos de segunda enseñanza. Pero, en 1954, decide trasladarse a Venezuela. Es nombrado profesor de los Liceos «Hermágoras Chávez» y «Alejandro Fuenmayor» por el Ministerio de Educación Nacional venezolano. Forma parte del equipo de profesores que inauguró la Escuela Normal «Rómulo Gallegos» en Cabimas, próxima a Maracaibo, con cuya Universidad también colaboró mediante conferencias en otras ciudades de la República: Coro, Punto Fijo, etc. A finales de 1964, regresa a España; e inicia su tercer periodo docente, exclusivamente universitario, en la Universidad de Salamanca, como adjunto de Gramática general y Crítica Literaria, desde 1966; y es asimismo profesor de los cursos de Universidades Extranjeras hasta 1974, fecha en la que es Agregado, por oposición, a la plaza correspondiente en Valladolid. Catedrático ya de aquella disciplina dos años después, estará en la Universidad de Granada de 1976 a 1978, año en el que retorna a su ciudad natal. Desde 1987, es Profesor Emérito de la Universidad de Valladolid.

Por añadidura, Santiago de los Mozos es especialmente conocido por su actividad como conferenciante, que ha desarrollado desde La Laguna, Las Palmas y Málaga hasta Oviedo y Santander, pasando, desde luego, por las grandes instituciones de Madrid. Su generosa concepción de la enseñanza le ha impulsado, también, a prodigar sus disertaciones en muchos Institutos de Bachillerato. Al mismo tiempo, ha intervenido en Universidades extranjeras como Pau en Francia o Zulia en Venezuela, así como ha dado conferencias en la Biblioteca Española de París, o más cerca aún, en junio de 1997, en el Instituto Cervantes de Viena. En 1992, recibió el importante Premio Castilla y León de las Ciencias Sociales y Humanidades. Además de su bello y conciso La norma castellana del español, de 1984, son de su mano dos capítulos de un buen trabajo colectivo, «El castellano o español, lengua de América» y «Claves de la literatura castellana» en A. García Simón (ed.), Historia de una cultura, 1995. Citemos también su exacta presentación de Solar de Francisco Pino, 1984; o recientemente –entre otros muchos escritos breves–, su selección e introducción a textos de Zorrilla, Flor de verso y prosa, 1993, así como dos agudos escritos suyos sobre un poeta mayor de nuestra lírica contemporánea, Jorge Guillén. Pero su medio de comunicación ha sido sobre todo la palabra viva –las palabras escritas no se mueven–, y si su incomparable trabajo como profesor ha marcado a varias generaciones de estudiantes, su enseñanza oral, sabia, clásica y atractiva, ha llegado a miles de ciudadanos del Viejo y del Nuevo Mundo. Una entrevista verdadera se hace con amistad y admiración, y, en este caso, el resultado lo ratifica con creces.

En 1954, emigra a Venezuela, en un barco francés. ¿La estrechez de la vida española de entonces pesó en su decisión?

Hay españoles que tenemos dos modos de decir nuestra edad, uno con la fecha en que nacimos y otro con los años que teníamos el 18 de julio de 1936. Suele decirse también que la generación de los que hicieron la guerra, la promovieron o la padecieron, está marcada por esa experiencia. Yo no creo que sea tanto una señal especial, indeleble, sino una más de las experiencias que una persona puede vivir, con la particularidad de que en vez de ser una experiencia individual lo es colectiva. Tras la guerra civil comienza inmediatamente la guerra europea en 1939 –si es que ésta no fue una continuación de la primera–, por lo que España permaneció aislada de Europa y del mundo, económica, política y culturalmente durante casi diez años. Sobrevino una estrechura, un angostamiento que no sólo fue económico sino también moral e intelectual. Hubo personas que prefirieron no pensar, pues «necesitaban» evadirse de las circunstancias. Otras, que no quisieron actuar así, sintieron la atmósfera tan penosa e irrespirable que las obligó a marcharse. Los que salimos tuvimos la impresión de pasar de una habitación de ambiente enrarecido al aire libre... En la vida no sólo cuenta lo que se tiene sino también las posibilidades con que se cuenta, y las posibilidades con que contábamos en aquellos años eran mínimas. Había que resignarse a la censura, al mal papel, a los escasos libros, a muchas cosas que hacían la vida verdaderamente dura y difícil. Por eso se produjo un éxodo que ya no era la emigración política de 1939, ni una emigración de mano de obra, sino de gente con cierta preparación –maestros, profesores, abogados– que sin ser de la categoría intelectual del exilio que llegó a México al acabar la guerra, estaba sin embargo bastante bien formada. No estaban acostumbrados a esto los países hispanoamericanos. En Venezuela, concretamente, que fue al país donde yo me dirigí, hubo momentos en que los institutos –los liceos es la expresión de allí– tenían el cincuenta por ciento del profesorado ocupado por españoles jóvenes, sin fama, y cuya obra no tuvo excesiva repercusión posterior salvo en el futuro de sus alumnos.

¿ Cómo era Cabimas por entonces?

Cabimas era, y sigue siendo, una ciudad muy importante, dado que es el principal centro petrolífero de Venezuela: bombeó millones de toneladas de petróleo, oro negro, al resto del país. Una de las características de los países hispanoamericanos, fomentada por el vecino del norte, ha sido el monocultivo (cobre, carne, trigo), lo cual es muy peligroso, pues sus economías han quedado expuestas siempre a los vaivenes de la política internacional. Venezuela, en los años cincuenta, tenía una moneda muy fuerte; ese fue su principal problema: el bolívar ahora está por los suelos. Un gran escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri –que acaba de venir a presentar en España La América mestiza; y se siente vivo con sus 91 años–, por entonces ya reclamaba que se sembrara el petróleo para reinvertir en el país, en vez de emplearlo en gastos suntuarios y hacer vida de millonarios. La riqueza era muy coyuntural y era de prever la crisis: él llegó a establecer una semejanza entre aquella economía milagrosa y la española de los Austrias, que dependía de la llegada de los galeones cargados de oro y plata. Antes de la economía del oro negro, Cabimas era, por poner un ejemplo, una especie de Macondo a orillas del lago de Maracaibo. Un poblacho que de repente se desarrolló en una especie de ciudad-campamento, sin cuadrícula urbana ni adorno colonial alguno, y luego en urbanizaciones de empleados americanos u holandeses que apenas tenían contacto con la población venezolana. Urbanizaciones que, cuando se agotaban los pozos, en vez de desmontarlas, pues era un procedimiento caro, se dejaban abandonadas a la merced del tiempo; y la selva poco a poco las iba invadiendo y, materialmente, devorando.

La naturaleza de América sería otro mundo de plantas, olores y colores.

El contraste mayor es que la naturaleza europea, vista desde la perspectiva americana, es una naturaleza domesticada. Aquí parece que hasta la pintura del paisaje ha influido en la naturaleza; y uno piensa en la conocida frase de Wilde: «la naturaleza imita al arte». En cambio, la naturaleza del trópico ni está domesticada ni lo estará nunca. Los grandes ríos de Europa son arroyos comparados con el Misisipí, el Amazonas o el Orinoco. Más que hablar de una naturaleza deshumanizada –dados el calor, los insectos o las serpientes–, habría que decir que es una naturaleza no humanizada todavía. Su belleza es de otro orden. Sentarse allí a leer un libro de poemas debajo de un árbol puede ser una aventura peligrosísima. Mientras el europeo se siente acogido por la naturaleza y cree que va a poder dominar cualquier incidente que se produzca, esa impresión no se siente allí nunca, o al menos no la siente el europeo que no está hecho a aquel panorama... La crítica literaria discute si la novela americana es un producto del realismo mágico o de cierto barroquismo; y realmente se comprueba allí que, más bien, es un producto de la influencia directa de la naturaleza y de las distintas relaciones que se establecen con ella: el hombre mismo es en consecuencia diferente. El sentido del tiempo que tiene el americano es, creo, distinto del nuestro. Algunos acontecimientos que a nosotros nos parecen remotos ellos los sienten más próximos. Sin ir más lejos, el problema de la conquista y colonización española, que para nosotros ocurrió hace quinientos años, para ellos también sucedió entonces objetivamente hablando, claro, aunque lo sienten más próximo. La llegada del europeo les parece una cosa de ayer... Por eso se creen más nuevos, menos condicionados por la historia. Pero el europeo que llegó allí lo hizo con su historia a cuestas, y la injertó en la historia de los pueblos indígenas, tan dispar de la suya. La consecuencia que se podría extraer es que las categorías europeas no son las más adecuadas para explicar la realidad hispanoamericana. Y, por encima de lo que han contado o contamos los que allí fuimos, la información más fidedigna que se puede tener de lo hispanoamericano es la literatura. Paradójicamente, porque a menudo se piensa en la literatura como en una fantasía sin contacto con la realidad (aunque sea sobre todo creación). Al leer Cien años de soledad me parece no ya un retrato sino una radiografía de lo americano. También a la hora de enjuiciar la literatura misma de esos pueblos nuestras categorías fracasan. Así, se pueden observar dos etapas, una sería la colonial, cuando la literatura americana era la misma española. Es la época del Inca Garcilaso o Juana Inés de la Cruz, aunque ya resuena en ellos algo que no es enteramente europeo. Luego, a lo largo de todo el siglo XIX, culminada la independencia después de la batalla de Ayacucho en 1824, se puede hablar de una asimilación de nuestros esquemas –que no de una imposición– así como de una apertura al resto del mundo, coincidiendo con las generaciones de Galdós, del 98 y del 27, que abocará en eso que llamamos el boom de la literatura hispanoamericana. Impulso que proviene no sólo de una americanización de la cultura de la metrópoli, sino también de tantas otras influencias que reciben procedentes de todos los puntos cardinales. Y en ese último despegue, desempeñó un gran papel la presencia de la emigración republicana: todos lo han reconocido. Bastantes exiliados tuvieron que dedicarse a la enseñanza, fueran o no profesores originariamente, pues era el mejor medio para defenderse económicamente.

¿Quiénes fueron a Venezuela?

Muchos de los que llegaron a Venezuela ya tenían experiencia de otros países hispanoamericanos, pero acudieron allí atraídos por el cebo de la moneda. También hubo una emigración directa. Una emigración que fue muy bien recibida, pese a que allí no existe en general esa hispanofilia de la que desde aquí muchas veces nos hablan. Luego, naturalmente, hubo españoles que supieron corresponder con nobleza a esa acogida espontánea y cordial; otros abusaron un poco –pues hay de todo–, y ratificaron la idea del conquistador orgulloso que muchos siguen teniendo de nosotros... Esto es anecdótico; lo historiable, como diría Américo Castro, es que, en un momento trágico para la historia de España, las únicas puertas que se nos abrieron fueron las de aquellos países. A cambio, la emigración sirvió no para una rehispanización de América, lo cual sería una redundancia, pero sí para una reafirmación de las raíces hispánicas, evidentes pese a sus amalgamas culturales.

¿Qué sintió al regresar, diez años más tarde?

Cuando volví, en 1964, mi primera impresión fue que había caído de nuevo en un hoyo: todo conspiraba para sentirlo. Fui con la intención de quedarme cinco años, pero la acogida en los centros donde trabajé fue tan maravillosa que me parecía una señal de ingratitud volverme tan pronto. Así que iba dilatando el regreso hasta se cumplieron diez años: el tope era la edad a la que mi hijo mayor debía iniciar aquí el bachillerato, para no complicar el regreso. Desde la infancia, tuve gran interés por las cosas de América. Sin embargo, cuando llegué allí me puede dar cuenta pronto no de que mi información era incompleta sino que mi formación estaba equivocada. Mis conceptos sobre aquello eran erróneos. Y cuando regresé pude comprobar que en España se seguía en el mismo nivel de ignorancia sobre lo que era Hispanoamérica; había unos prejuicios «metropolitanos» muy arraigados que concluían en la pretensión de erigirse en madre y maestra de aquellas repúblicas... Recordaba la anécdota de Julio Casares, que al volver de un viaje al Japón se quejaba de que, en vez de interesarse la gente por ese país, le explicaban lo que era el Japón sin haber estado nunca allí. Habría que hacerse a la idea de que quizá el próximo siglo se asista a un despegue de esas naciones, pudiendo darse que sobrepasen fácilmente a las europeas y tengamos que aprender de ellas. Bien visto, eso sería también un éxito de España: si un profesor lo único que consigue es que sus alumnos sepan siempre menos que él, entonces ha fracasado. Un buen profesor debe tener discípulos que lo superen... De todos modos, mi peor sentimiento a la vuelta fue la evidencia de que las posibilidades vitales quedaban notoriamente reducidas.

Usted mismo nos ha contado cómo algunos profesores emigrados allí se sentían desconcertados ante el insólito desarrollo de la enseñanza en los laboratorios.

Otro notable prejuicio es que el español se habla mejor aquí que allí, lo que obstaculiza el estudio de la lengua de América. Por supuesto, depende del nivel cultural de cada uno: por ejemplo, Uslar Pietri habla mejor que muchos de nosotros. En muchas universidades estadounidenses a los estudiantes de español los obligan a una estancia de seis meses en España o en cualquier otro país de Hispanoamérica. En cambio, es frecuente que aquí muchos profesores de literatura americana no hayan pisado aquellas tierras en su vida. Y eso se nota enseguida; en cuanto hablan. Nuestro teatro, Lope de Vega por ejemplo, está lleno de detalles prejuiciosos contra lo americano. Se tenía muy mal concepto del que pasaba a Indias –lo señala Cervantes–, y se tenía todavía peor del que volvía. Al indiano se le pintaba con una psicología barroca y de «nuevo rico», como prototipo de hombre poco generoso. Se le veía con cierto recelo por poseer una fortuna hecha con negocios y no por la guerra, lo cual en España siempre había sido considerado mal porque contaminaba el linaje. Hiciera las donaciones que hiciera, aparecía inevitablemente como un tacaño... Hubo prejuicios sistemáticos ante América, y no sólo de España. Los europeos, en general, no se dieron cuenta de la importancia real de ese continente, incluso geopolítica. Nos sorprende cómo, por ejemplo, se podían comprar y vender territorios enteros –Florida, Luisiana o Alaska–, como si fueran un caballo o algo así. Quizá parezca un cuadro demasiado tenebroso, pero esa ceguera es innegable, aunque las cosas estén hoy cambiando, y 1997 no se parezca a 1964. Hay más intercambio, hay una inmigración americana clara aunque mal recibida socialmente; y, en dirección contraria, por primera vez existe un movimiento turístico hacia América. Nunca han estado más comunicadas nuestras naciones, y el conocimiento mutuo es el mejor remedio contra los prejuicios.

¿Es un olvido histórico europeo y, sobre todo, español?

Una historia de España que desde 1492 prescinda de la perspectiva americana ya no es una historia completa. Sin embargo, observo que son muy pocos los españoles que están en condiciones de escribir una página sobre la independencia de los países hispanoamericanos. Ahora bien, cuando hablamos de la cultura española debemos darnos cuenta de que forma parte de una cultura más amplia, la hispánica (ningún español consideraría que Cantinflas es un artista extranjero). Es decir, que la influencia de Rubén Darío en la poesía española no es comparable a la de Victor Hugo, por poner un ejemplo europeo. Es evidente que hay una comunidad cultural que establece la lengua, pero no hay que dar a ese vínculo un sentido místico. Podemos sentirnos más afines a un italiano que a un aldeano del altiplano peruano, aunque hablar una misma lengua quiere decir una sola cosa, que si llego a Bolivia me entiendo desde el primer momento con un campesino y eso no me pasa en Bulgaria. No quiere decir nada más; pero ya es mucho... Y cuando sube de nivel uno de esos países suben todos, como los vasos comunicantes o, mejor, comunicados... Quizá por ese motivo, la guerra española se vivió en América de una manera directa, con un interés altísimo, como algo propio; y mis alumnos venezolanos conocían perfectamente la poesía española del 27 –Lorca, Cernuda, Alberti– como afluentes de su propia literatura... Se decía en la Edad Media que la gramática es un arte obligatoria, pero fuera de esto hay que despojar de todo misticismo a esa evidencia que es la comunidad lingüística: la posibilidad de comunicación. Américo Castro hablaba de los estados desunidos del sur frente a los estados unidos del norte, como uno de los grandes problemas de ese continente. Insistía en que el problema de Hispanoamérica era la desunión

En su formación, estuvo muy presente el magisterio de Ortega y Gasset.

Primero hay que tener en cuenta el mito del fruto prohibido. Durante mi adolescencia y juventud Ortega era tabú. Es más, cuando murió (lo cuenta Delibes en un librito sobre la censura de prensa), se recibió la consigna de que se podía hacer un resumen de la filosofía de Ortega con la condición de que fuera breve y pusiera de manifiesto sus errores. Todavía Marías allá por los años cincuenta, escribió un libro para la Revista de Occidente argentina, titulado Ortega y tres antípodas, que no pudo publicarse en España... Y no es que fuera marxista o masón: Ortega simplemente era liberal, y esa palabra –que hoy es incluso elegante y se la pone uno en la solapa como si fuera una flor–, en los años de la posguerra era peligrosa e identificaba a los ciudadanos «heterogéneos», a esos que entonces llamaban de la anti-España. Bastantes, por entonces, empezamos a sospechar que la España verdaderamente importante era la prohibida. Tuve la fortuna de que el padre de un amigo mío poseyera las obras completas de Ortega, en la edición de un volumen del año 1932, y le leíamos con frecuencia incluso en tertulias. Poco antes, muchos afortunados habían estudiado en esa maravillosa Facultad de Letras de Madrid, cuando eran también profesores Zubiri, Gaos, Castro, Sánchez Albornoz. Mi generación ingresó en la Universidad al acabar la guerra, en el primer curso normal de 1940 a 1941, pues el anterior fue el de los llamados intensivos para compensar el tiempo perdido por la mayoría, unos en las trincheras y otros ya no. Y allí esos profesores no se podían ni nombrar. Incluso la colección de Clásicos Castellanos tenía tachados los autores de la introducción. Así sucedía con Pepita Jiménez de Valera que, gracias a que el papel era esponjoso, permitía que se viese al trasluz la impresión del prologuista, Manuel Azaña; y lo mismo con Navarro Tomás para Garcilaso de la Vega o con Américo Castro para El Buscón. Ortega fue, entonces, el bote de salvamento al que nos subimos para contrarrestrar la asfixiante presión del ambiente. Oí por la radio su conferencia en el Ateneo, cuando dijo que España «gozaba de una indecente salud», lo cual resultó ser verdad: había gérmenes de recuperación y logró recuperarse luego, en circunstancias políticas bien negativas aún... Fue una generación que tuvo que buscarse sus maestros fuera de la universidad, ya que o no estaban en ella (eliminados algunos) o los que quedaban tenían que expresarse con mucho comedimiento para no despertar sospechas. No tengo que hacer mucho esfuerzo imaginativo cuando oigo hablar de la Salamanca de Fray Luis de León y del ceño de los inquisidores.

Una vez dijo usted que Ortega era espectacular.

Ortega era espectacular porque sus libros nos ofrecen el espectáculo del escritor en el mismo momento de pensar. Es como si oyéramos su pensamiento. Oí decir a Marías en una charla que, en realidad, Ortega no había escrito ningún libro. Y en cierto modo era así, pues todo procedía de conferencias que luego, gracias a su memoria prodigiosa, publicaba en forma de escritos. La misma Rebelión de las masas en su origen fue una serie de artículos; e igual puede decirse de la España invertebrada. No es que fuera un gran orador (no poseía los tics de la oratoria declamatoria del siglo XIX), pero necesitaba el contacto de la gente para decidirse a hablar en voz alta y pensar. Por este motivo, sus conferencias a menudo ofrecen más de lo que prometen, pero al mismo tiempo otra cosa de lo que prometían al principio, porque a veces la divagación le llevaba a tomar otros derroteros. Es evidente esta desviación en sus famosas conferencias sobre el estudio de la historia en Toynbee. He hablado con muchos de sus alumnos del doctorado y estaban de acuerdo en calificarle de pensador excepcional. Fue uno de los últimos intelectuales en una época muy propicia para esa figura; ahora, en cambio, sería muy desfavorecedora. Por entonces era posible que un artículo, el famoso Delenda est Monarchia, hundiera la monarquía; estaba ya muy tocada, pero ese efecto desencadenador hoy es impensable. Y eso que los políticos consideraban a Ortega un hombre desorientado, que confundía la política concreta con las ideas abstractas. Es normal que lo piensen los políticos de todos los intelectuales. En cambio, se puede afirmar, sin duda, que sus ideas o, mejor, su actitud personal –el pensar, el expresarse– han influido mucho en la cultura española y muchísimo en la lengua española, porque es la primera filosofía realmente expresada en español. Pues Suárez, tan influyente luego en el cartesianismo, escribió en latín; así que la virtualidad filosófica que tuviera nuestra lengua estaba inédita. El español se convierte en una lengua ya apta para la filosofía gracias fundamentalmente a Unamuno y a Ortega. La prueba la tenemos en el prestigio de Ortega en Europa: mientras aquí se le prohibía, sus conferencias en Alemania eran tan multitudinarias que los titulares de los periódicos reflejaban con humorismo: «ayer rebelión de las masas» en tal o cual universidad. Llegaron a forzar verjas y puertas de las universidades para oírle hablar; y eso que no dominaba absolutamente el alemán. Aunque sus censores no dejaban que se le leyera, ellos sí que le leían en privado. Y es frecuentísimo también entre ellos, como en tantos escritores españoles o hispanoamericanos, la presencia de una frase, de un concepto, de tal giro o guiño del idioma que provienen de él, o que le han recibido de él a través de otras personas o lecturas. Recuerdo que el primer día que salí a dar clase en América me dio un vuelco el corazón, porque tuve la impresión de saber la noticia de su muerte antes de leerla, con esa especie de adivinación del pálpito: «Ayer, Ortega y Gasset murió en Madrid». La información venía en la primera página de todos los periódicos con letras del tamaño esperable para una tercera guerra mundial, mientras que aquí el relieve fue mucho más discreto... Su influencia ha sido enorme, al margen de lo que se le pueda criticar, como pueden ser los justificados reproches a su elitismo o al abuso de expresiones relativas a minorías selectas, etcétera. Creo que era Sánchez Albornoz el que hablaba en un artículo, por otra parte elogioso, de su «enorme soberbia»... De sus amigos y familiares oí datos curiosos sobre su figura humana: cuentan que no podía escribir en su mesa de trabajo pues la tenía invadida de libros y papeles, así que acababa escribiendo en la mesa del comedor, que siempre había que despejarla... Ortega fue lógicamente un defensor de la libertad de pensar, no estaba atado a ninguna ortodoxia. Un caso raro en nuestros pagos. Sí, a mí me gusta realmente citarle, casi como un homenaje de gratitud.

¿Por quién, de los grandes lingüistas del siglo, ha sentido mayor afinidad?

Me parece interesante esa palabra, afinidad, pues las preferencias por alguien en cualquier arte o rama del saber no se deben tanto a que le consideremos el mejor en su disciplina sino a una afinidad temperamental. De todos, el que me resulta más admirable de los lingüistas del siglo XX –por su enseñanza y por esa capacidad que tienen algunas personas de llegar a un sitio y provocar inmediato interés–, es Roman Jakobson. Era un hombre de una preparación envidiable –escribió en ruso, claro; en inglés, en alemán y algo también en checo–, defendió que la literatura forma parte de la lingüística al tener como principal medio de expresión el lenguaje. Saussure, Bloomfield o su propio discípulo Chomsky se han atenido más a la pura lingüística que él. Jakobson era un excelente teórico de la literatura, que al emigrar se convirtió también en el puente entre la lingüística eslava, europea y norteamericana. Su influencia, además, se debe no sólo a sus libros sino también a su efecto personal, a la ola de entusiasmo que suscitaba su mera presencia en una universidad: a pesar de las dificultades, se ha publicado toda su obra, tan amplia, dada su gran curiosidad. Ha sido un gran incitador; maestro de todos, ejemplo de hombre preocupado por su tiempo y todas las manifestaciones artísticas y científicas. Las ideas se le relacionaban solas: habla de fonología y saltan las figuras de Klimt, Eisenstein o Picasso. Lo contrario de los «bárbaros especialistas» que criticó Ortega.

Usted ha puesto de relieve, en varias ocasiones, los abusos de cierta crítica literaria de hace unos años que también era heredera de Jakobson y del estructuralismo.

En Claves para la lingüística, recuerda Mounin que algunos intelectuales leyeron a Saussure, tardíamente descubierto, con precipitación: como se puso de moda la lingüística, se pensó a menudo que bastaba aplicar ciertas normas de su Curso a la antropología o a la crítica literaria para que todo estuviera resuelto. Los franceses dados al abuso de fórmulas lingüísticas elaboraron una crítica literaria que llega a rizar el rizo y hacerse tan complicada que acaba en una especie de ergotismo, de crítica escolástica. De algunos artículos de Tel Quel no he entendido gran cosa, pues hay que estar muy al día de las contraseñas del cenáculo correspondiente. Y el libro de Todorov, Crítica de la crítica, de 1984, supuso un correctivo contra los abusos; «cantó la palinodia», pues reconoció que no había que poner la carreta delante de los bueyes: la crítica literaria trata de la literatura, y no puede convertirse en un mero dialecto que puede hablar de La divina comedia del mismo modo que de Ana Karenin. Por su lado, Barthes había defendido ya el placer de leer. La crítica literaria tiene que responder a dos preguntas bastante complicadas. Una, de arquitectura, sobre cómo está construida la obra, del mismo modo que nos preguntamos cómo está construida una catedral; y otra, cultural o social, sobre por qué está hecha del modo como lo está y no de otra manera, es decir, siguiendo con la analogía, por qué la catedral es gótica o románica... Y se estaba olvidando que la literatura no consiste sólo en un escritor que escribe una obra, sino también en un lector que la lee; pues hay que ponerse también en ese plano. El etrusco, por ejemplo, no ha sido descifrado, por lo que todo lo que está escrito en etrusco es como si no existiera: falta el lector que despierte lo escrito. Cuando encargaron a Jakobson Lenguaje infantil y afasia, le recomendaron que evitara los tecnicismos, y él reconoció con sinceridad que gracias al esfuerzo por ser accesible su obra mejoró... Hay quien sigue confundiendo la originalidad con la terminología misteriosa, que a menudo no dice nada o no dice más que obviedades... Las teorías son en realidad escasas; como también lo son las periodizaciones. Por ejemplo, la modernidad ha subsistido más o menos hasta comienzos del siglo XX (es una idea orteguiana y alemana), de modo que lo «postmoderno» es algo viejo ya.

Siempre resalta que la lengua es un complejo dialectal que se desarrolla expandiéndose.

Por supuesto que es una adquisición de la lingüística del siglo XX; aunque las ideas suelen tardar en difundirse y asentarse... Decimos que «todas las lenguas evolucionan» sin ser darwinianos ni tener en ese momento presente la conciencia lingüística del concepto de evolución, sino tomando la palabra como sinónima de cambio. Es verdad que las lenguas se transforman, pero afirmamos que evolucionan, término que es una supervivencia peligrosa del concepto que se tenía de las lenguas durante el siglo pasado. Esa centuria estaba presidida por las ideas de la biología y por ese motivo se tomaban las lenguas como organismos vivos que tenían su nacimiento, desarrollo, plenitud, decadencia, degeneración y fragmentación final en una multitud de dialectos. Ocurriría irreversiblemente, como lo es todo fenómeno biológico; al modo de Quevedo: «el tiempo que ni vuelve ni tropieza». El siglo XX desmiente que las lenguas sean organismos vivos, sujetos a una fatalidad final; y afirma, por el contrario, su valor sistemático: las lenguas son un todo de signos que constituyen un sistema. Ni nacen ni degeneran irreversiblemente tras su juventud. El español se puede fragmentar, pero ello no es inevitable. Hay fenómenos reversibles en las lenguas, así sucede con la reaparición del hebreo en Israel, que había desaparecido como lengua coloquial ya antes de la época de Jesús en Palestina, quien hablaba con sus discípulos en arameo. Incluso niega la irreversibilidad el que la lengua griega fuera la segunda lengua en Roma: los romanos mismos fueron los que refundaron la helenización de Oriente. No existe fatalidad biológica; además, la vida no tiene otro sentido que el que el hombre le dé. Cuando se hablan distintas lenguas, la comunicación es difícil; pero esta afirmación debe acompañarse a su vez de la pregunta, ¿por qué se hablan distintas lenguas? La respuesta no es otra que por la incomunicación misma, porque los puentes no se han cuidado ya, y no porque sean organismos vivos que degeneran como si poseyeran el «gen de la descomposición». Las lenguas cambian, pero no por accidentes exteriores a ellas sino para satisfacer las necesidades de las gentes que las hablan. Un profesor de física del estado sólido no puede limitarse al vocabulario de Cervantes en clase. De esas innovaciones, unas pasan de moda enseguida y otras, en cambio, se atornillan en la lengua y acaban por engrosar su caudal.

Ha escrito que, ante los malentendidos acerca del lenguaje, «el contraveneno es reconocer que ningún usuario de la lengua española la conoce en su integridad».

Las lenguas viven en su diversidad. Hay una lengua, la de la Real Academia, que viene a ser una especie de «dialecto académico», y luego hay distintas variedades, unas geográficas, otras dependientes del nivel cultural de las personas. Pero la variedad no compromete a la unidad de la lengua sino que la garantiza. En España abundan los gramáticos puristas que se alarman ante la menor variación, dando por supuesto que las lenguas no podrían evitar su fragmentación. Incluso el gramático colombiano Cuervo entendía que si se fragmentó el latín en lenguas romances al desaparecer el imperio romano, lo mismo sucedería con el español en América. De hecho, si Bello escribió la mejor gramática que existe del español fue para preservar precisamente su unidad en América, sin pensar, por cierto, en España o, al menos, sin decirlo. Hay que contar, en cambio, la historia de Babel un poco al revés: las divergencias surgen de la incomunicación, no del contacto de las personas y de las variedades que el trato genera. Menéndez Pidal comentaba cómo la noticia de la conversión de Recaredo al catolicismo tardó en llegar a Roma creo que un año, y otro tanto tardó a su vez Recaredo en conocer que Roma ya se había enterado. Las rutas del Mediterráneo estaban colapsadas y los caminos infestados de bandolerismo... De esas incomunicaciones pueden provenir precisamente las fragmentaciones de la lengua. El escritor Wells comentaba que la diferencia entre Estados Unidos y Europa es que a los primeros los había hecho el ferrocarril y a Europa el caballo –cuando no el asno–. Si se quiere salvar la unidad de una lengua, en vez de discursos académicos, gramáticas y artículos de filología, lo que hay que hacer son carreteras, autopistas y puentes aéreos. Por ese motivo hoy en día, desde luego, el español tiene más unidad que la que tenía hace cincuenta años.

Qué labor le correspondería a la Academia?

A la Academia le corresponde un papel de incitación o de reflexión. La Academia no es la dueña del idioma. Nadie lo es. Cuando a Unamuno le decían «pero Don Miguel, que esa palabra no está en el diccionario académico», contestaba con un «bueno, ya lo estará». La Academia no admite ni rechaza palabras, las registra o no en su diccionario; y ya está. El salvaguardar –por emplear el término de Bello– la unidad del español en el mundo hispánico es una empresa que supera las fuerzas de un hombre y la de todas las academias. Corresponde a todos los hablantes, que no somos dueños de una lengua, sino simples usuarios. Somos «conocedores de una lengua», por decirlo en términos chomskyanos. Las lenguas no son de nadie, y el usuario de la totalidad de variedades es imposible... La Academia puede recomendar y llamar al orden. A veces, naturalmente, equivocándose. La formación de los académicos de ahora es muy superior al tipo del gramático tradicional, el dómine de palmeta, purista e intransigente; y la ciencia lingüística los pone a cubierto de ciertas arbitrariedades académicas.

¿Y cómo enfocar hoy el problema lingüístico en nuestro país?

Aquí hay un problema lingüístico y otro político. Mejor dicho, desde el punto de vista lingüístico en realidad no hay problema: en España, el latín de los romanos barrió las lenguas indígenas con excepción de unos pequeños reductos pirenaicos, donde se hablaba una lengua incluso anterior a las invasiones indoeuropeas, y después, por un proceso de incomunicación, el latín se acaba hablando de distinta manera en Santiago de Compostela que en Barcelona o que en León. La pluralidad de lenguas dentro de un Estado nacional, es un problema político. Hay quien piensa que las lenguas regionales se retiraron durante los cuarenta años de dictadura, cuando las cosas no son así. El vasco lo venía haciendo desde hacía al menos mil años. Por el contrario, el castellano estuvo a punto de convertirse en la lengua común de la Península, dado el peso político de Castilla, incluso antes de que Portugal se incorporara a la Monarquía española. Por eso, Gil Vicente, Camoens o Sá de Miranda, portugueses, escribieron también en castellano. Durante mucho tiempo se pensó que la pluralidad lingüística no era una riqueza sino más bien un entorpecimiento. Hoy se tiene otra opinión: la lengua no sólo es instrumento de comunicación sino también vehículo de una cultura que puede eclipsarse si desaparece la lengua. De ahí que los dos puntos de vista más extremos –el de una sola lengua oficial o el todas las lenguas oficiales a la vez en todo el territorio– se vuelvan compatibles si puntualizamos lo siguiente: una sola lengua y todas las lenguas también, pero en distintos planos de uso y de oficialidad. No se puede perseguir ni la lengua minoritaria ni la mayoritaria. Por lo demás, el plurilingüismo va siendo tan normal como el saber leer y escribir. Lo lógico será que todos los españoles del siglo XXI, hablen al menos dos o tres lenguas, las que sean. En el mundo del futuro, hablar una sola lengua va a quedar casi para los analfabetos.

¿Dónde residiría, entonces, el problema lingüístico?

Por desgracia, el racismo, cuyos propios excesos le han vuelto más impresentable, se ha refugiado en las lenguas. Antes, las señas de identidad eran las razas, y como hay que ponerlas ahora entre paréntesis, han sido sustituidas por las lenguas. Lo cual no equivale a condenar un posible proceso de unificación en un solo sistema de las variedades dialectales de un idioma originario, como es el caso de la lengua vasca. Como el vasco se presenta en una variedad de dialectos, donde es difícil elegir uno común, se aprobó una unificación que inicialmente algunos vascos pensaban que iba a matar las variedades, pero al final comprendieron que no se podía hacer de otra manera pues, en caso contrario, la presión y pluralidad de la cultura moderna las barrería. Para afianzarse se auxiliaron, a la vez, del apoyo de la fuerza, hoy más potente que nunca, de unos medios de comunicación propios. Quiero resaltar que no encuentro ninguna incompatibilidad en la coexistencia de una lengua general con otras particulares; y lo veo más bien como necesario si se quiere mantener la integridad del Estado. Recuerdo que cuando Unamuno defendía este punto de vista, se le recordaba que Noruega y Suecia hablaban lenguas parecidas pero no la misma y constituían, pese a ello, una misma monarquía sin separación. «Pues ya se separarán», contestaba, y así ha sido. Hasta hace muy poco se nos ponía el ejemplo de países como la Unión Soviética y Yugoslavia que eran plurilingües bajo un mismo Estado. No digo que esa diferencia lingüística sea la causa de que se hayan disgregado; pero así ha sucedido... Hay personas que desde que nacieron han oído dos lenguas y les puede resultar igualmente espontánea una u otra; pero son casos muy especiales, como esos niños que hablan tres lenguas creyendo que es una sola... Estamos ante un problema muy delicado porque cualquier error hiere fibras muy sensibles. Lo que sí me parece cierto es que muchos españoles de hoy tienen decidido evitar que se persiga cualquier lengua, sea la que sea. Lo consideran un disparate. La lengua materna –me refiero a la lengua en que uno aprende a hablar–, no se puede suprimir, pues se trata de una segunda naturaleza.

¿ Qué libros de pensamiento le han atraído?

Mis lecturas de filosofía han sido esporádicas, pero puedo decir que, como género de la más alta literatura, me satisfacen ahora más que la propia novela. A partir de cierta edad la narrativa cansa un poco. Era un lector insaciable de joven; luego, cuando se serena la mente, me gustó más leer a Montaigne, al Descartes del Discurso del método, por ejemplo, o también fragmentariamente a Kant, que es extraordinario... En la obra de Freud me atrajo que ciertos personajes clásicos se convirtieran en paradigmas de casos clínicos, revitalizando la literatura griega. Eso es lo que me interesa, no las propiedades terapéuticas de sus análisis: carezco de autoridad para decidir sobre el acierto de sus interpretaciones. Le tenía simpatía porque, como el pianista Rubinstein, aprendió el castellano en el Quijote, y lo empleó como lenguaje cifrado con algún amigo. Tenía Freud mucho de artista y escritor... He sido toda la vida enemigo de esa frontera que se pretende trazar entre ciencias y letras: la ciencia es compatible con el arte. Soy de los que tienen confianza en esa razón que algunos califican de ingenua. Sin haber hecho lecturas exhaustivas, siempre me ha atraído el pensamiento de la Ilustración. Quizá por espíritu de contradicción, pues durante muchos años se ha leído en todos los manuales de literatura que, a partir del XVIII, en España todo era negro, que renunciaba a su tradición y destino, que los «borbones» infeccionaban el país con ideas ajenas a su genio. Luego, uno se entera de la prosperidad económica, de la recuperación vial o naval que existió en esa época; y comprueba que el siglo XVIII ha sido el más calumniado de la historiografía española: aunque un ortodoxo como Julián Marías escribió La España posible en el siglo XVIII... Hubo tres posibilidades españolas, la del siglo XVI, que se frustra, la del XVIII, que se frustra también, y la de la República del siglo XX, que le sucede lo mismo con la guerra civil.

En muchas ocasiones ha hablado de Lebrija o Nebrija, del ideal de cultura en Vives.

Nuestro Erasmo, fue sin duda Luis Vives: él inventó la pálabra cultura para lo que nosotros entendemos por «cultura» desde 1515. Pensó que así como los campos necesitan cultivarse para dejar de ser silvestres también el espíritu necesitaba un cultivo para dejar de serlo; e inventó una frase cultura animi que metafóricamente traslada al hombre la agricultura, o «cultura del campo», significando todo lo que tiende a desarrollar sus capacidades intelectuales, su sensibilidad, su inteligencia, lo que constituye eso que llamamos con el nombre ilustre de Humanidades. No es, pues, algo decorativo, un barniz o una greca: la cultura para Vives era una necesidad, no porque el hombre sea así más feliz, más rico o más ameno, sino porque el hombre no puede ser hombre sin la cultura. Si la raíz y la base de toda cultura es la lengua –y no tiene sentido preguntarse desde cuándo el hombre empezó a hablar, pues es lo que es por la palabra–, la cultura le sirve para serlo realmente: «llega a ser el que eres», decía ya Píndaro. La aspiración o la exigencia del Humanismo es ser totalmente hombre, que no se desarrollen en él alguna de las posibilidades o condiciones del humano, sino que se desarrollen todas y que lo hagan hasta el momento de la plenitud. Como le dijo un anarquista a Baroja oyendo a Beethoven, la cultura es aquello que hay que salvar a toda costa.

Y la cultura es también la guía de la Ilustración.

Me interesa el Siglo de las Luces porque los protagonistas no son Romeo y Julieta, o Calixto y Melibea o Don Quijote, sino las ideas, el pensamiento. Decir que el progreso no ha hecho más felices a los hombres y que es responsable de las atrocidades de los campos de concentración, u otras más recientes, me hace gracia. Realmente, nadie ha dicho que si los hombres razonan vayan a ser más felices. Sólo se ha afirmado que van a ser más hombres, menos animales. En cuanto a que el progreso científico o técnico no se haya acompañado de otro progreso ético paralelo, eso será culpa en todo caso de la ética pero no de la técnica. La ética, por otra parte, hasta hace bien poco ha sido monopolio de las religiones, por lo que cabría decir que son las religiones las que han fracasado al no alcanzar un desarrollo semejante al que la razón ha logrado en el cultivo de las ciencias... Una gran parte de la población que actualmente sobrevive se lo debe a los progresos de la medicina y por lo tanto de la razón. Espasa-Calpe, que fue una editorial de vanguardia antes de la guerra, creó una colección que se llamaba Biblioteca de ideas del siglo XX, cuyo manifiesto escribió Ortega con un lenguaje que a mí y a mis amigos de tertulia nos hacía mucha gracia. Decía así: «Filisteos de todas las lenguas y todas las observancias se inclinan ficticiamente compungidos sobre el cadáver de esa cultura, que ellos no han engendrado ni nutrido». Aquí, el llamado «fracaso de la razón», el hecho de que el racionalismo hubiera llegado a un callejón sin salida, se aplaudía como prueba de que había que volver al pensamiento oscurantista. Es la actitud, por ejemplo, de Menéndez Pelayo, que era de una incomprensión extraordinaria hacia eso que se llama la modernidad. La misma actitud sirvió también de inspiración al segundo Ramiro de Maeztu y a los colaboradores de la revista Acción Española. Se pensaba que la solución de los problemas era volver al pensamiento castizo, tradicional, acorde con el genio de la raza anterior al siglo XVIII. Pero la historia no puede volver atrás. Se puede, a lo sumo, detener su curso pero, como un pantano retenido, acaba saltando un día por los aires. Ningún río puede volver a su origen... Galdós decía que el pueblo español salió de casa en 1808 y no ha vuelto a ella.

Esto remitiría a la modernización promovida por la Institución Libre de Enseñanza.

Una vez, en una tienda de Caracas encontré un disco donde aparecía escrito Tschaikovsky y remitía a un «véase Chaikovski», que es la verdadera transcripción al español. Pregunté por el gerente y me encontré con un español que había estudiado en la Institución Libre de Enseñanza. Toda esa gente, como Machado, tenía un sello especial, que es el que tuvieron Jovellanos, los hermanos Valdés o los erasmistas. Eran personas que tenían una formación, un interés cultural y el hábito de razonar sin ninguna furia ibérica u otras tonterías. Me parecía curioso que hubiera cierta semejanza de actitudes entre la gente de los primeros años del siglo XVI, la gente del XVIII y la formada en la Residencia de Estudiantes, en el Centro de Estudios Históricos o en la Institución Libre de Enseñanza. En ese ambiente no se trataba de acumular datos en la cabeza o de estudiar sin descanso la obra de Francisco Giner de los Ríos, sino que se convivía y se discutía con entera libertad. En la Residencia hablaron los intelectuales más importantes de la época (Einstein, Schrödinger, M. Curie), e incluso una universidad americana pidió autorización para crear allí algo análogo. Es verdad que las personas que se formaron en la Residencia de Estudiantes no pudieron, luego, en la edad madura, hacer uso «económico» de esa formación, e incluso les ocasionó lo que se conoce como ninguneo y fueron apartados como personas no recomendables, pero lo cierto es que iban muy bien formados. En cambio, la generación mía careció de esos medios –fue terrible, la guerra nos cayó en el centro del bachillerato–, y es, en cierto modo, una generación huérfana, que se quedó sin maestros.

¿Qué opina de la correspondencia entre Salinas y Guillén, a este respecto?

Permite conocer de una manera muy directa, fecha a fecha, ese momento. Recuerdo que Francisco Ayala, hacia 1967, durante un curso sobre la «España profunda» en Salamanca, empezó diciendo: cualquiera que fuese la posición política o ideológica, todos debían reconocer que la guerra civil fue la mayor catástrofe cultural que haya acontecido en toda la historia de España. Es verdad... Cuando los libros de historia nos dicen que España recuperó en 1954 el nivel económico de 1935, olvidan que no se pudo «recuperar» el nivel cultural, pues éste responde a procesos lentísimos. La lectura de esa correspondencia es, por un lado, un magnífico documento de lo que es la amistad y, por otro, es una lectura dolorosa. Es como recordarnos el granizo que arrasa la cosecha en unos minutos. Así fue la guerra... En una visita de Dámaso Alonso a Pedro Salinas en Estados Unidos, Dámaso cuenta que, mientras paseaba por el pasillo de la Universidad y oía al fondo la voz de Salinas explicando, se preguntó: «¿por qué?». ¿Por qué la gente se lanzó a un estúpido enfrentamiento cuando España se hallaba en un momento, si no de plenitud, sí ascensional? Fue lo del pedrisco... Ese epistolario admite aún otra lectura: la prueba de la enorme fuerza moral de dos hombres que, en las circunstancias más desfavorables, fueron capaces de escribir lo que escribieron y de pensar lo que pensaron. Y llama la atención la falta de rencor, la ausencia de todo deseo de desquite. Esa fuerza moral es la que se desprende de sus cartas, de su obra y, en general, de esa generación. Así que, cuando después se viven tiempos de picaresca como los actuales, tiempos con tanto Guzmán de Alfarache por ahí suelto, uno piensa si es verdad que estamos en el mismo país y no en uno diferente. Esa actitud de generosa aceptación del destino –pues ni siquiera lo es de perdón u olvido–, casi como el reconocimiento de una tragedia que hay que vivir y a la cual hay que sobreponerse sin más, sin pasar cuentas, la he apreciado yo en muchísima gente, y de gente muy humilde, antes incluso de la transición.

Una quizá no muy bien definida «transición».

Lo de la transición ha sido un gran hallazgo idiomático, porque es una palabra que no significa gran cosa, pero que como rótulo no está mal. Ortega ya decía que la historia puede definirse como ciencia de la transición. Siempre se está pasando de una época a otra. Pero ha sido una bonita manera de eludir tal vez un nombre que hubiera sido más exacto pero más conflictivo: lo que Cánovas del Castillo llamó restauración, lo cual no hubiera satisfecho a muchos. Ya lo decía el propio Franco, hablando de instauración. Y alguien dio con el término apropiado: ni ruptura pactada ni cualquier otro, sino que se impuso el de transición, que significando todo no significa nada. Pues lo de arreglar cuentas es muy peligroso. Recuerdo ahora a un exiliado cuando me contaba que él siempre les decía a sus paisanos que al llegar a México había que deshacer las maletas porque lo de España iba a durar muchos años y, es más, añadía, hasta es posible que convenga que dure muchos años. Porque había un foso de sangre entre dos bandos y un cambio brusco podría ahondarle más, desencadenando una ola de venganzas y la historia de nunca acabar. Estoy convencido, decía, de que hasta que no desaparezca una generación no cabe posibilidad de diálogo. Hace poco Felipe González daba cuenta de un testimonio del general Gutiérrez Mellado, quien también afirmaba que «hasta que nosotros no desaparezcamos no hay posibilidad de cambio». Eso sí, de esa paciencia a la amnesia hay una diferencia notable. Por una de las partes ha habido generosidad pero por la otra no la ha habido tanto. Hubiera bastado con que hubieran reconocido públicamente que fue un disparate lo que promovieron. Unos trataron sinceramente de evitar nuevos enfrentamientos y otros intentaron, desaparecido Franco, cambiar algo para mantener los mismos privilegios. Pero tampoco debemos pensar los españoles que al menor desacuerdo nos amenaza una guerra civil. Una guerra civil es una cosa muy seria. Y no fue civil, porque sin Hitler en Berlín, Mussolini en Roma y Stalin en Moscú, no hubiera habido guerra española. Habría habido un pronunciamiento, un fenómeno doméstico de unos meses, y nada más. Fue la conflictiva situación europea lo que la propició: nada más terminar la nuestra empezó la mundial. Una guerra con un bombardeo como el de Guernica no se puede decir que sea una guerra civil.

¿Y en el terreno de la cultura?

En el ámbito cultural no cabe hablar de transición. Es otra cosa. Tiene el aire más bien de una rectificación. Y así la nueva generación actual de escritores e intelectuales parece querer entroncar con la situación anterior a 1936. Hay unos cuantos ensayistas o filósofos, de cuarenta y tantos años, que están intentando reivindicar por su cuenta alguna de estas posibilidades que se frustraron en la guerra civil; y me parece muy sintomático. Al morir Franco se pensó que iba a aflorar enseguida una literatura que estaba oculta, pero en realidad los procesos sociales son más lentos. Ahora hay una generación de escritores importante –Javier Marías, Muñoz Molina, Fernando Savater– que ha tenido la libertad de leer, cosa que no tuvimos nosotros... Nunca ha habido tantas traducciones de libros españoles, ni tantos premiados en el extranjero, mientras que hubo ediciones de Valle Inclán que tardaron años y años en venderse: parece que Valle tiró ejemplares de Femeninas por la ventana de un café porque no se vendían... Hoy, a pesar de lo que se dice de la televisión, se lee mucho más que antes; y el escritor tiene más estímulos. En todo caso, no cabe hacer vaticinios y no sabemos qué libros van a perdurar. Tampoco se puede comparar el momento actual con otros anteriores. Las resurrecciones son imposibles y la Revista de Occidente de hoy no es la de Ortega. Los tiempos son otros, y pretender restaurar el pasado resulta una empresa quijotesca y utópica. Pero la impresión que tiene esa gente de mediana edad es que si vuelven la vista atrás lo único interesante que encuentra –lo prolongable en parte– es lo que se hizo en el primer tercio del siglo XX.

Siempre apela a una sensatez española.

Es importante defender la existencia del español racional, porque de los momentos que podemos llamar epilépticos de la historia española no se ha sacado nada en limpio. Han sido episodios de infecundidad manifiesta. En cambio, siempre ha quedado algo importante de procesos que casi desde su nacimiento tuvieron algo de frustrados... Lo de la «sensatez» debe de ser deformación profesional, porque no concebía las clases sólo como una transmisión de saber, sino como la formación también de una actitud de pensamiento entre los estudiantes que no fuera, ya que le debemos tantos males, la actitud del fanatismo. La función de la Universidad debe ser que la gente medite, reflexione, razone y tenga un cierto grado de confianza en que la mejor manera de resolver un problema es pensarlo, antes que asumir inmediatamente una actitud de apasionamiento en favor o en contra. España necesita aún mucho tiempo, una convalecencia larga para adquirir la higiene mental de pensar. Aquí somos muy aficionados a colgarle a uno un cartelito, generalmente en la espalda, que no tiene nada que ver con la realidad y que es un comodín para no seguir pensando. A la voz de ¿y ese qué lee?, pues según lea el ABC o El País ya queda caracterizado. Muchos de los males de nuestra cultura e historia no provienen de confiar en la razón sino de haber confiado demasiado en la sinrazón. Es importante que la gente no se deje arrastrar. Nunca.

Su referencia a la historia es constante.

Siempre. Como organismo biológico, el hombre tiene naturaleza (y bien frágil), pero como ser biográfico tiene historia... Mi primera vocación fue la historia. Aunque no como erudición, como ese acarreo de papeletas y archivos que, al historiador de raza, al investigador, le satisface realmente. Me gusta la historia bien documentada, pero, lo mismo que los albañiles después de hacer un edificio quitan los andamios, prefiero que el historiador retire sus papeletas de los balcones.

La poesía y los poetas son el centro de su crítica literaria.

Cierto tipo de crítica literaria es relativamente cómodo hacerla sobre un poema, pues resulta más difícil comentar una novela entera en la hora de una conferencia. Sigo creyendo, con todo, que entre las expresiones literarias la más alta, la de mayores quilates, es la poesía... Guillén decía que era posible hacer poesía con todo, incluso escribió un poema para demostrarlo empezando con el tópico de «el té está servido, señora marquesa». Se puede poetizar todo, no hay palabras en sí mismas poéticas, sino palabras que en un determinado contexto lo resultan... Hoy no pueden escribirse poemas épicos en octavas reales, y no por incapacidad personal, sino por ciertas razones sociales. Igual sucede con la novela, que hasta el Quijote pertenecía a los arrabales de la literatura. Carecía de prestigio alguno, lo mismo que el teatro, que era antes como hoy los culebrones. De repente, géneros marginales se desplazan y acaban ocupando el centro de la literatura... Eso sí, Rubén Darío decía que no hay escuelas sino poetas. El poeta malo concentra todos los defectos del barroco, pero la genialidad no está en los rasgos comunes. El poeta genial escribe dentro de las coordenadas de su época pero lo hace como él sólo puede hacerlo.

El ejercicio de la oralidad es tan exigente como el de la escritura, como nos ha enseñado en sus conferencias y ahora mismo.

Borges llegó a decir que sólo la palabra oral es eficaz; transmite pensamiento y sentimiento y hace del oyente un poeta. Por eso es tan importante el ambiente en que se desenvuelve el niño: las palabras que uno ha oído desde crío son sustanciales. Una vez ironizaron sobre mi uso de barruntar, como si fuera un lujo del estudioso de la literatura, cuando en realidad yo la usaba porque lo hacía mi abuelo, labrador, que barruntaba cambio de tiempo cuando sentía el reúma... Las palabras oídas, según Borges, son las que tienen más eficacia en poesía. Hoy, la expresión oral no tiene la importancia que tuvo antes de la grafía, de la imprenta. Pero los narradores orales existen aún en algunas culturas. Quienes pusieron en duda que grandes poemas pudieran ser recitados comprobaron la existencia en Yugoslavia de rapsodas capaces de memorizar miles de versos. La hipótesis de un estado oral anterior a la escritura de la Ilíada no es una idea descabellada, como se ha podido observar en nuestro siglo. En fin, hay escritos donde las palabras parecen dichas y otros donde parecen sacadas de otros libros. La palabra oral no es que sea más espontánea, es que tiene su propia sintaxis. Las gramáticas generalmente se han escrito con ejemplos de textos escritos, porque la lengua oral es muy difícil recogerla. Cuando se habla delante de una grabadora, como ésta, ya no se dice lo mismo, algunas palabras espontáneas se sustituyen por otras más neutras y ciertas cosas se procura no decirlas... Gadamer, en una entrevista que ustedes realizaron, confesaba que empezó a escribir porque se lo pidieron sus discípulos, a los que formaba sólo a través de la oralidad. Es similar a la afirmación de que Ortega no había escrito realmente ningún libro sino que los había hablado. Se cuenta que un oyente, tras oír hablar a Ortega en una conferencia sin saber bien quién era, se le acercó al terminar y le dijo: «y dígale usted a ese primo suyo que escribe en los periódicos que venga a escucharle y aprenda». La palabra dicha parece tener más eficacia, aunque depende de quien la diga, naturalmente.

Consejo de Redacción (F. C. y M. J.)

Las publicaciones de Santiago de los Mozos, en forma de libro, dieron su comienzo con El gerundio preposicional, Salamanca, Acta Salmanticensia, 1973; y prosiguieron con el trabajo asimismo lingüístico La norma castellana del español, Valladolid, Ámbito, 1984. Destaquemos además, en esta línea, «El castellano o español, lengua de América» y «Claves de la literatura castellana. Una peculiar cultura europea en su frontera de Occidente» en Agustín García Simón (ed.), Historia de una cultura. La singularidad de Castilla, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1995, tomo II. Además de numerosos artículos, son admirables sus trabajos de presentación de libros o de obras en su conjunto. Así sucede con el rico «Prólogo» a Francisco Pino, Solar, Valladolid, Inst. Cultural Simancas, 1984; el modélico preámbulo a Agustín García Simón, La tradición hospedera en los monasterios de Castilla y León, Valladolid, Clunia, 1996; el trabajo de síntesis «La trayectoria de Jorge Guillén#», que constituye una separata o cuaderno especial del El Norte de Castilla, 1995; así como su introducción a la notable selección de textos de Zorrilla, realizada por el propio Santiago de los Mozos, Flor de verso y prosa, Valladolid, Ámbito, 1993. Añadamos aún el reciente «Prólogo» al libro de conversaciones con Guillén realizado por José Guerrero, Jorge Guillén. Claves de una fidelidad, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1997, donde nos recuerda en la primera página que hay libros «muy vividos antes de proyectarlos y realizarlos. Se escriben cuando ya no es posible mantenerlos en silencio sin incurrir en ocultación de aquello que se desvanecería de no compartirlo».

* Entrevista realizada el 7-VII-1997, con la ayuda técnica de Lilly S. A. Agradecemos la colaboración de Juan González-Posada y el asesoramiento de Agustín García Simón.

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