Fabúlas

Juan Benet
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Fábula primera

-Vete al mercado -dijo el comerciante a su criado-- y compra mi destino. Estoy seguro de que será fácil encontrarlo. Pero no te dejes engañar, no pagues más de lo que vale.

-¿Cuánto he de pagar? -preguntó el criado.
-Lo mismo que para los demás. Mira cómo está el destino de los demás y paga lo mismo por el mío.

El criado estuvo ausente durante largo tiempo y volvió desazonado, asegurando a su amo que no había encontrado su destino en el mercado, a pesar de haberlo buscado con gran ahínco. El comerciante le reprendió con acritud y se quejó de su ineficacia.

    -No puedo encargarte la encomienda más sencilla. ¿Es que lo he de hacer todo yo? No puedo -compréndelo- abandonar este negocio que sólo marcha si yo lo vigilo. Por otra parte, me interesa mucho hacerme con ese destino. Sigue buscando y no vuelvas por aquí sin haber dado con él.

El criado volvió al mercado y durante días buscó el destino de su amo, sin encontrarlo en parte alguna. Pero alguien le sugirió que buscara en otros mercados y ciudades porque una cosa tan especial no tenía por qué hallarse allí. El criado volvió a casa del comerciante a pedirle permiso y dinero para el viaje, a fin de buscar un destino por toda la parte conocida del país.

El comerciante lo pensó y dijo:

    -Bien, te concedo ese permiso y ese dinero, a condición de que no hagas otra cosa que buscar mi destino. No vuelvas aquí sin él -y añadió- o sin la seguridad de que no está en parte alguna y a merced de quien se lo quiera llevar.

El criado se puso en viaje y ya no hizo otra cosa que recorrer toda la parte conocida del país en busca del destino de su amo. Viajó por regiones muy lejanas y envejeció; perdió la memoria pero, fiel a la promesa hecha a su amo, sólo conservó la obligación contraída. También el comerciante envejeció y perdió muchas de sus facultades. Un día su constante peregrinación llevó al criado hasta el negocio de su amo a quien ya no reconoció, empero sí le interrogó sobre el objeto de su búsqueda.

-Por lo que me dices -dijo el comerciante-, tengo algo aquí que creo que te puede convenir -y le mostró su propio destino.

-Es exactamente lo que necesito -repuso el criado-. Pero espero que no cueste mucho. Llevo tantos años buscándolo que me he gastado casi todo el dinero que tenía. Sólo me resta esto.

-Ya es bastante y me conformo -repuso el amo-. Ese trasto lleva toda la vida en mi casa y a nadie ha interesado hasta ahora. Te lo puedes llevar a condición de que me digas para qué lo quieres.

-Eso no lo puedo decir porque lo ignoro. Lo he olvidado. Sé muy bien que lo necesito, pero no sé para qué.

-Entonces es tuyo -replicó su viejo amo-; es un objeto que conviene a un desmemoriado. Creo recordar que alguien lo olvidó aquí y no se me ocurre destino mejor para él que quedar encerrado en el olvido de quien tanto lo necesitó.

y cuando el comerciante vio que su antiguo criado se alejaba con su destino bajo el brazo, dijo para sus adentros:
-Al fin.

Fábula segunda

Al despedirse le advirtió, con un tono de Cierta severidad:

-En ausencia mía no deberás visitar a Pertinax. Cuídate mucho de hacerlo, pues de otra suerte puedes provocar un serio disgusto entre nosotros.

La mujer permaneció en su casa obediente de las instrucciones de su marido, quien a su vuelta le interrogó acerca de las personas que había visto en su ausencia.

-He visto a Pertinax -repuso ella.

-¿No te advertí que no fueras avisitarle? -preguntl él con enojo.

-No fui yo a visitarle. Fue él quien vino aquí en ausencia tuya.

Fue el marido en busca de Pertinax y le preguntó: -¿Qué derecho te asiste para visitar a mi mujer en mi ausencia?
-No fui a visitar a tu mujer -contestó Pertinax, sin perder la calma- sino a ti, pues ignoraba que te hallaras ausente de tu casa. En lo sucesivo deberás advertírmelo si no deseas que se produzca de nuevo esa circunstancia que tanto te mortifica.
No satisfecho con tal explicación, el marido ingenió una estratagema para averiguar las intenciones de Pertinax y descubrir la índole de las relaciones que mantenía con su mujer. Despachó a ésta de la casa con un pretexto cualquiera, y disfrazándose con sus ropas, envió un criado a Pertinax para comunicarle que hallándose en su casa esperaba ser honrado con su visita.
Pero la mujer, recelosa de la conducta de un marido que se comportaba de manera tan desconsiderada y averiguando en parte sus intenciones, decidió -disfrazada de Pertinax- volver a su casa para representar el papel que deseaba que presenciase su marido.

Por su parte Pertinax, al advertir que la mujer se hallaba sola en la casa, contrariamente a las noticias que había recibido, se disfrazó de su marido, sin otra intención que la de descubrir la intimidad de las relaciones que les unía.

Así pues, cuando el falso Pertinax -que no era otra que la mujer- se rindió a la casa para cursar la visita a la que había sido invitado, se encontró con que el matrimonio le estaba esperando, a diferencia de lo que había presumido.

La circunstancia en que se vieron envueltos los tres era análoga para cada uno de ellos, pues los tres sabían, cada cual por su lado, que uno al menos de los otros dos se hallaba disfrazado, sin poder asegurar cuál de ellos era, ni siquiera si lo estaban los dos. En efecto, cualquiera de ellos podía razonar así: si sólo hay uno disfrazado debe haberse disfrazado de mí, puesto que yo lo estoy de él, y, por tanto, el auténtico sólo puede ser aquél de quien yo estoy disfrazado. Ahora bien, como no está disfrazado, no tiene por qué saber que lo estamos nosotros y, por consiguiente, al no tener ninguna razón para suponer una mixtificación no lo romperá. Y sí, por el contrario, lo están los dos, el que está disfrazado de mí es aquel de quien yo no estoy disfrazado, del cual ignora si está disfrazado o no. Así pues, no es posible saber quién está disfrazado de quién, a menos que uno -atreviéndose a revelar las intenciones que le llevaron a adoptar tal disfraz- se apresure a descubrir su identidad ante los demás, cosa en verdad poco probable.
En consecuencia -debieron pensar, cada cual por su lado--, si queremos preservar nuestros
más íntimos pensamientos e intenciones, hemos de seguir disfrazados para siempre, lo cual, si cada uno ha elegido con tino su disfraz, no cambiará nada las cosas.

Texto extraído de «Una tumba y otros relatos». Ed. Taurus.

FIN