Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido. Deseamos ver qué intenta apresarnos; queremos identificarlo o, al menos, poder clasificarlo. En todas partes, el hombre elude el contacto con lo extraño. De noche o en la oscuridad, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: tan fácil es desgarrarla, tan fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.
Todas las distancias que los hombres han ido creando a su alrededor han surgido de este temor a ser tocado. Nos encerramos en casas a las que a nadie le está permitido entrar, y sólo dentro de ellas nos sentimos medianamente seguros. El miedo al allanador se configura como un temor no solo a la rapiña sino también a ser apresado repentina e inesperadamente desde las tinieblas. La mano, convertida en garra, es utilizada una y otra vez como símbolo de ese miedo. Mucho de todo esto ha pasado a formar parte del doble sentido de la palabra alemana angreifen (atacar y asir). Tanto el contacto inofensivo como el ataque peligroso están contenidos en ella, y algo de lo último resuena siempre en lo primero. El sustantivo Angriff, en cambio, se ha reducido exclusivamente al sentido negativo del término.
Esta aversión al contacto no nos abandona cuando nos mezclamos con la gente. La manera de movernos en la calle, entre muchas personas, en restaurantes, en trenes y autobuses, están dictadas por este miedo. Incluso cuando nos encontramos muy cerca unos de otros, cuando podemos contemplar a los demás y estudiarlos detenidamente, evitamos en lo posible cualquier contacto físico con ellos. Si hacemos lo contrario es porque alguien nos ha caído en gracia y el acercamiento parte entonces de nosotros mismos.
La rapidez con que nos disculpamos cuando se produce un contacto físico involuntario con alguien, la tensión con que se esperan esas disculpas, la reacción violenta y a veces agresiva que tiene lugar cuando estas no llegan, la antipatía y el odio que se sienten por el “malhechor”, aunque no haya manera de estar totalmente seguro de lo que sea, todo ese nudo de reacciones psíquicas en torno al ser tocado por algún extraño demuestra, en su inestabilidad e irritabilidad extremas, que se trata de algo muy profundo, insidioso y siempre vigilante, de algo que ya nunca abandona al hombre una vez que ha establecido los límites de su propia persona. Incluso el sueño, estado en el que muestra indefensión es mucho mayor, puede verse fácilmente perturbado por este tipo de temor.
Solamente inmerso en la masa puede el hombre liberarse de este temor a ser tocado. Es la única situación en que este temor se convierte en su contrario. Para ello es necesaria la masa densa, en la que cada cuerpo se estrecha contra otro, densa también en su constitución psíquica, pues dentro de ella no se presta atención a quién es el que se “estrecha” contra uno. En cuanto nos abandonamos a la masa, dejamos de temer su contacto. Llegados a esta situación ideal, todos somos iguales. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la del sexo. Quienquiera que sea el que se estreche contra uno, es idéntico a uno mismo. Lo sentimos como nos sentimos a nosotros mismos. Y, de pronto, todo acontece como dentro de un solo cuerpo. Quizá sea ésta una de las razones por las que la masa procura apretarse tan densamente: quiere liberarse al máximo del temor que tienen los individuos a ser tocados. Cuanto más intensamente se estrechen entre sí, más seguros estarán los hombres de no temerse unos a otros. Esta inversión del temor a ser tocado es característica de la masa. El alivio que se propaga dentro de ella –y que será tratado en otro contexto- alcanza un grado notablemente alto en las masas de máxima densidad.
de Masa y poder - Masse und Macht
Círculo de Lectores, S.A
Barcelona, 2002
FIN