Cada verano, la señora Blaha, casada con un pequeño funcionario del ferrocarril de Turnau, Wenzel Blaha, viajaba por varias semanas a su lugar de nacimiento. Esta aldea, pobre e insignificante, se halla en la llana y pantanosa Bohemia, cerca de Nimburg. Cuando la señora Blaha, que ahora ya se sentía persona de ciudad, vio de nuevo las míseras casuchas, consideró que podía hacer una buena obra. Entró en la vivienda de una campesina conocida, de la que sabía tenía una hija, y le propuso llevarse a la chica como criada. Le pagaría un modesto salario y, además, la joven tendría la ventaja de estar en la ciudad y aprender unas cuantas cosas. (En realidad, ni la propia señora Blaha sabía qué podría aprender.) La campesina habló del asunto con su marido, que parpadeaba continuamente y, de momento, se limitó a escupir al suelo.
Pero al cabo de media hora volvió a la habitación y preguntó:
-¿Y ya sabe la señora que Anna es...?
Dijo esto a la vez que su arrugada y morena mano se agitaba por delante de su frente como una marchita hoja de castaño.
-¡Tonto! -le cortó la mujer-. No seremos nosotros quienes...
Así fue como Anna fue a parar a casa de los Blaha, donde solía pasear sola todo el día. Wenzel Blaha estaba en la oficina, la mujer iba a coser a domicilio, y no había niños que cuidar.
Anna se sentaba en la pequeña y oscura cocina, cuya ventana daba a un patio, y esperaba a que pasara el organillero, cosa que siempre sucedía poco antes de anochecer. Entonces, la chica se apoyaba en el alféizar, muy asomada, de modo que el aire agitaba sus pálidos cabellos, y se ponía a bailar interiormente hasta sentir mareo y tener la impresión de que las altas y sucias paredes se inclinaban una contra otra. Al final, Anna se asustaba y descendía todas las lóbregas y mugrientas escaleras de la casa hasta la humosa taberna del callejón, donde, de cuando en cuando, alguien cantaba en la primera frase de la embriaguez. Por el camino se veía rodeada de chiquillos que, sin que nadie los echara de menos, vagaban días enteros por los patios. Cosa curiosa, aquellos niños siempre le pedían que les contase historias. A veces la seguían hasta la cocina. Pero entonces, Anna se acomodaba junto al fogón, se cubría la pálida y vacía cara con las manos y decía:
-Dejadme pensar.
Los pequeños esperaban un rato con paciencia. Pero si Annuschaka seguía pensativa y en la oscura cocina se hacía un silencio demasiado largo, se marchaban sin llegar a ver que la joven comenzaba a llorar y gemir quedamente, presa de una terrible añoranza que la hacía sentirse perdida e insignificante. Ni ella misma sabía exactamente qué extrañaba. Quizás, incluso, los azotes. Pero en general era la añoranza de algo impreciso, ocurrido en algún momento o tal vez sólo soñado. Sin embargo, y de tanto como los niños la hacían pensar, poco a poco hizo memoria. Primero, de una cosa roja, roja, y luego de una gran muchedumbre. Por último recordó el sonido de una campana, que tocaba muy fuerte, y... un rey, un campesino y una torre...
«Mi querido rey», dijo el campesino.
«Sí -contestó el rey con voz muy orgullosa-. Ya lo sé»
¡Claro! ¿Cómo no iba a saber el rey todo lo que fuese a decirle un campesino?
Poco tiempo después, la señora llevó consigo de compras a la chica. Dado que se acercaba la Navidad y ya había anochecido, los escaparates estaban muy iluminados y llenos de cosas maravillosas. Fue en una tienda de juguetes donde, de repente, Anna descubrió lo que había recordado. El rey, el campesino, la torre... A la joven le pareció que se oían más los latidos de su corazón que sus pasos. Apartó rápidamente la vista y, sin detenerse ni un instante, continuó el camino junto a la señora Blaha. Tenía la sensación de que no debía revelar nada. Y así, el pequeño teatro de títeres quedó atrás, sin que nadie le hiciera caso. La señora Blaha, que no era madre, ni siquiera se había fijado en él.
No tardó en llegar el domingo libre de Anna, que no regresó aquella noche. Un hombre al que ya viera alguna vez en la taberna la llevó consigo, y ella no se acordaba luego de adónde habían ido. Le parecía haber estado un año entero fuera de casa. Cuando el lunes a primera hora entró en la cocina, todo resultaba aún más frío y gris que de costumbre. Aquel día, Anna rompió una sopera y recibió una áspera bronca. La señora no llegó a darse cuenta de que la muchacha había pasado la noche fuera, cosa que Anna repitió otras tres veces, hasta Año Nuevo. Entonces dejó de moverse por la casa, cerraba miedosa la puerta y, aunque el organillero tocase en la calle, no siempre se asomaba.
Transcurrió el invierno y dio comienzo una paliducha y vacilante primavera. Es ésta una estación especial en los patios interiores. Las casas están negras y húmedas y el aire se ve descolorido, como la ropa lavada con mucha frecuencia. El brillo parece contraer las ventanas mal limpiadas, y diversos desperdicios de poco peso danzan en el viento al pasar por delante de los pisos. Los ruidos de toda la casa son más perceptibles. La vajilla produce un sonido más claro y agudo, y hasta los cuchillos y las cucharas hacían un ruido distinto.
En esa época tuvo Annuschka una niña, que le llegó del todo inesperada. Llevaba varias semanas sintiéndose gorda y pesada cuando, una mañana, la criatura quiso salir y, de pronto, estuvo en el mundo. Sabría Dios de dónde venía. Era domingo, y el matrimonio Blaha aún dormía. Anna contempló a su hija durante un rato, sin que su rostro reflejara ninguna emoción. La niña apenas se movía, hasta que, súbitamente, del pequeño pecho brotó una vocecilla muy penetrante. Al mismo tiempo llamó la señora Blaha, y en la alcoba crujió un lecho. A toda prisa, Anna agarró su delantal azul, colgado cerca de la cama, y con las tiras oprimió el diminuto cuello, escondiendo luego todo el envoltorio azul en el fondo de su baúl.
Se encaminó seguidamente a las habitaciones, descorrió las cortinas y se puso a preparar el café. Uno de aquellos días, Annuschka recibió el salario que hasta ahora le correspondía. Eran quince gulden. La muchacha cerró la puerta, abrió su baúl y colocó el pesado e inmóvil delantal azul sobre la mesa de la cocina. Abrió despacio el atadijo, miró la criatura y la midió de la cabeza a los pies con una cinta métrica. Después lo dejó todo como antes y salió de la casa.
Pero...¡qué lástima! El rey, el campesino y la torre eran mucho más pequeños. No obstante los compró, y también otros muñecos. Por ejemplo, una princesa de redondos puntos rojos en las mejillas, un viejo, otro viejo que llevaba una cruz sobre el pecho y que, ya sólo por su gran barba, parecía Santa Claus, y luego dos o tres más, no tan bonitos e importantes.
Además, Anna, había adquirido un teatro cuyo telón subía y bajaba, con lo que el jardín que hacía de fondo aparecía y volvía a desaparecer.
Ahora, Annuschka tenía un remedio para la soledad. Olvidada quedó la nostalgia. Montó el precioso teatro (había costado doce gulden) y se situó detrás, como es debido. Pero a veces, cuando el telón estaba enrollado, corría hacia delante para contemplar el jardín, y toda la cocina desaparecía detrás de los altos y espléndidos árboles. Volvía luego a su sitio, sacaba dos o tres figuras y les hacía decir lo que se le antojaba. Nunca resultaba una función entera, pero sí había conversación y réplicas, y también podía suceder que, de pronto, dos polichinelas se inclinaran como asustados uno delante de otro. O que saludasen con una reverencia al anciano, que no podía hacerlo por ser totalmente de madera. Por eso, cada vez se desplomaba de agradecimiento.
Entre los chiquillos del barrio corrió la voz de los juegos de Annuschka y, a partir de entonces, primero con recelo y luego cada día con menos malicia, los niños se reunían en la cocina de los Blaha al anochecer y no perdían de vista a los polichinelas, que siempre decían lo mismo.
Una tarde, Annuschka anunció con las mejillas muy encendidas:
-¡Pues aún tengo un muñeco mucho mayor!
Los niños temblaron de impaciencia. Pero Annuschka pareció olvidarse de aquello. Colocó todos sus polichinelas en el jardín de su teatro, apoyando en los bastidores laterales los que no querían sostenerse en pie. Apareció también una especie de arlequín de cara grande y redonda, que los pequeños espectadores no recordaban haber visto antes. Cada vez más entusiasmados, los chiquillos pidieron que saliera aquel muñeco excepcional. Aunque sólo fuese una vez y por un momento.
-¡Sí! ¡El muñeco grande...!
Annuschka se dirigió a su baúl. Niños y polichinelas estaban unos frente a otros, muy callados y, hasta cierto punto, parecidos. Pero los ojos desmesuradamente abiertos del arlequín, que parecían esperar algo espantoso, inspiraron de repente tal temor a los chiquillos, que sin más huyeron todos entre gritos.
La joven regresó con el voluminoso paquete azul en las manos. Súbitamente le temblaron las manos. ¡La cocina estaba tan silenciosa y vacía, sin los niños! Pero Annuschka no tenía miedo.
Rió quedamente, volcó el teatro con los pies y pisoteó las diversas maderitas que habían formado el jardín. Y luego, cuando la cocina ya se hallaba totalmente a oscuras, partió la cabeza a todos los muñecos. También a aquel grande, azul.
FIN