La llamada «experiencia de la vida. » pretende ser sin duda, como dice Marías, un saber. Un saber referido al significado y sentido de vida, es decir, a la moral, en la más amplia aceptación de la palabra. Un saber que, por ello, parece estar emparentado con esos saberes que denominamos «prudencia» y sabiduría y que, por el contrario, parece estar muy poco o nada emparentado con esos otros saberes que denominamos «ciencia» y «técnica. Pero estos últimos saberes, el saber científico y el saber técnico, son, según se dice, los característicos y hasta definitorios de una época como la nuestra, orientada hacia una racionalización progresiva y, en el límite, total, clarificadora de las diversas turbiedades psíquicas, organizatoria de todos los comportamientos y todas las relaciones sociales, que cifra la perfección en el pleno regimiento de la vida por la ciencia. Y, por otra parte, la palabra «prudencia» aparece hoy como equívoca, privada de toda fuerza sugestiva y anticuada, la pretensión de «sabiduría» suena a desmesurada, hierática y, en el fondo, ingenua, en tanto que la expresión misma «experiencia de la vida» parece referirse a un saber meramente «empírico» adquirido a través de los años, un saber, por tanto, asistemático, inútil y senil, en claro contraste con la voluntad científica, pragmatista y juvenil de nuestra época. De todo lo cual parece inferirse, según una primera impresión al menos, que la«experiencia de la vida», tanto por lo que parece significar en sí misma, como por sus presuntas conexiones con esos otros saberes demoniados sabiduría y prudencia, pertenece a un antiguo, oscuro y hoy residual estadio de cultura que por «tradicional» y «sapiencial»-, seria incompatible con la clara racionalidad a que aspira hoy nuestra existencia. ¿Es esto así? Para responder debidamente es menester indagar antes si el saber científico y técnico es, o puede llegar a ser suficiente para la ordenación total de la vida. En segundo lugar, y en el supuesto de que, al quedar mostrada su insuficiencia, haya lugar para saberes de otro tipo, el concepto de lo que sea la «experiencia de la vida» deberá ser conquistado a través de su deslinde de los conceptos, según parece afines, de prudencia y sabiduría y antes del concepto de «filosofía» que, sobre todo en una acepción popular, no le es demasiado extraño. Sólo una vez que sepamos qué es tener experiencia de la vida, en qué consiste y qué relación guarda con la realidad moral forjada también en la «experiencia», podremos preguntarnos por el modo de adquirirla y por la posibilidad o imposibilidad de comunicarla, cuestiones ambas del mayor interés para saber a qué atenernos respecto de la experiencia de la vida. Y finalmente se procurará determinar el puesto y la función de la experiencia de la vida en la vida del hombre.
Es verdad que ayer, y también hoy, ciertas gentes pretendían, y pretenden, organizar la totalidad de la vida según la ciencia y a partir de ella. Las condiciones determinantes de la felicidad humana pueden ser establecidas, a su entender, por una ciencia del hombre o human engeneering. Aunque los problemas del comportamiento y las relaciones humanas parecen, y son, muy complejas, la ciencia es capaz de reducirlos a sus fundamentos más simples y de someter esos factores fundamentales a un tratamiento directo y eficaz. Hasta ahora la conducta se ha regido por normas en el mejor caso de origen sapiencial y tradicional, más frecuentemente emanadas de una voluntad de poder mejor o peor racionalizada, en cualquier caso y siempre sin posibilidad de una verdadera justificación científica. En adelante, de la ciencia podría inferirse una técnica de la vida lo que en otros tiempos se ha llamado arte de vivir» perfectamente determinable y capaz de regular, por anticipado e incluso mensurativamente, el comportamiento individual y social.
Mas lo cierto es que semejante utopía ciencista sólo ha podido formularse mediante una extrapolación de la, en sí misma, modesta pretensión de la ciencia positiva. Pues en efecto ésta, como «uso científico» de la razón, se limita a darnos, primero, una explicación coherente y económica de los fenómenos experimentalmente observables sin pretender acceder con ello a la realidad en cuanto tal; y, segundo, explicación que es estrictamente teorétíca aunque susceptible de consecuencias técnicas y, por tanto, diametralmente apartada de una sabiduría operativa, práctica, de carácter moral o religioso moral.
La ciencia ni se refiere a la realidad en si ni se refiere al sentido de la vida. Las preguntas ultimas o - primeras- le son totalmente ajenas. Naturalmente se puede tratar de responder a ellas con la ciencia; pero eso constituye un «uso no científico» es decir un abuso de la ciencia.
El casuismo, como la moral propia del racionalismo de la época moderna, consistió, hasta donde era posible en el siglo XVII, en el vano intento de reducir la moral a «arte» o «técnica». El futuro de la historia, general o personal (biográfica), es indeterminable de antemano, porque es imprevisible, inanticipable. No hay un cálculo de predicción histórica paralelo al cálculo de predicción astronómica. En el ámbito de la moral, como en el de la historia, la razón científica no puede eliminar la experiencia vivida de la realidad.
La ciencia, construcción racional, no cuenta con la experiencia sino en tanto que provocada, o al menos dirigida, para la confirmación de sus hipótesis. En cambio, en el ámbito no ya de lo racional, sino de lo razonable, la experiencia juega un papel mucho más importante. Xavier Zubiri ha señalado cómo la filosofía, toda filosofía, también la idealista, lejos de nacer de sí misma, tiene a su base, como supuesto suyo, una experiencia. Experiencia que, por lo demás, pero sólo ulteriormente, esa filosofía podrá interpretar a su antojo, retorcer, desfigurar. Pues, en efecto, las filosofías pueden, bien atenerse de veras a la realidad, bien alejarse de ella, para construir un sistema inventado, ideal.
Justamente experiencia es, como ha escrito el mismo Zubiri, «algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida «el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas» y, en suma, «. el lugar natural de la realidad».Una filosofía atenida a la realidad tiene, pues, que ser una filosofía atenida a la experiencia. Pero si «experiencia de la vida» no es, como vimos antes, lo mismo que «ciencia», tampoco es, ciertamente, lo mismo que «filosofía», aunque esté más cerca de la filosofía que de la ciencia, y aunque casi venga a coincidir con un concepto popular de la filosofía, el envuelto en expresiones tales como «tener mucha filosofía» y otras semejantes. La filosofía propiamente dicha, por muy abierta y experiencial que sea -y que deba ser, que tenga que ser-, consiste en una pretensión de sistema, en un rigor metódico y en un carácter primariamente teorético, notas todas ellas ajenas a la «experiencia de la vida».
Y, por otra parte, si la experiencia, en su sentido más profundo, es siempre «experiencia de la vida», la filosofía puede ser también «filosofía de la vida», pero ni siempre lo ha sido ni tiene por qué serlo necesaria o primariamente.
La referencia a la vida como vivida o vividera, es decir, la dirección operativa, práctica, emparenta a la experiencia de la vida con la prudencia y la sabiduría, más estrechamente que con la filosofía propiamente dicha.
Creo que puede hablarse de diversos grados en la experiencia de la vida. El primero de ello sería entonces la prudencia. La prudencia tiene de común con la «experiencia de la vida» el atenimiento y como ajustamiento a la realidad; con razón se ha dicho que la prudencia es la virtud del sentido de la realidad.
Sí, pero la prudencia es atenimiento y ajustamiento a la realidad inmediata. Hombre prudente es quien en las más diversas circunstancias reales suele acertar a hacer lo justo, el que se hace perfecto cargo de la situación y procede acertadamente dentro de ella. Aunque virtud en principio intelectual, pues consiste, por decirlo así, en una como aguda perspicaz visión para lo próximo, la prudencia es preceptiva de lo que se ha de hacer, mira directamente a la acción y, en sí misma, carece de saber general propio,: es un saber lo que sé, debe. hacer hic et nunc. Nada menos, pero, nada más. Es por tanto, en cierto modo, experiencia; pero experiencia referida a un objetivo muy determinado y actual.
La sabiduría - «sabiduría de la vida» es expresión también usual, sobre todo en alemán es mucho menos inmediatamente operativa que la prudencia, y está por encima de ella en cuanto que posee un contenido propio e implica una superior experiencia la vida. Esta, la vida, no es ya considerada en sus plurales acciones. Con una sola mirada -aunque hecha, es claro, de muchas y lentas miradas anteriores- abarca la realidad entera y descubre su sentido. La actitud prudencial es inmediata y práctica. La actitud sapiencial mira a lo lejos abarca la vida en su totalidad.
El sentido unitario y la posesión de un saber propio hacen que la experiencia de la vida propiamente dicha esté más cerca de la sabiduría que de la prudencia. Decíamos antes que la experiencia de la vida se diferencia de la filosofía, entre otras cosas, por su carencia de sistema. Esto, así dicho, no es enteramente exacto y exige mayores precisiones. Lo que le falta a la experiencia de la vida, como a la sabiduría, es la exhibición u ostentación de sistema, la pretensión sistemática. Pero, vistas las cosas con rigor, si la experiencia de la vida no tiene nada que ver con él «empirismo» es, precisamente, porque éste consiste meramente en suma de plurales experiencias, en tanto que la experiencia de la vida es esencialmente unitaria. Justamente porque la vida posee una taxis una sintaxis inmanente, la experiencia de la vida, cuando lo es de veras, es implícitamente sistemática, es vida o historia como sistema. La experiencia de la vida es experiencia de una sucesión irreversible de acciones y hechos no provocados, sino realizados según el orden de la vida, que componen una figura irrevocable.. Experiencia de la vida es haber vivido la vida en su experiencia profunda y unitaria. Es verdad que cabe también el comportamiento de quien provoca experiencias interesantes, raras, peligrosas, extremas, etc. Pero eso no es experiencia de la vida, sino expimentar con la vida, igual que el científico, suscitando experimentos. La experiencia de la vida requiere aguardar y tener paciencia, dar tiempo al tiempo; la experiencia de la vida tiene que sobrevenir, no puede ser provocada o anticipada, ni tiene nada que ver con el juvenil placet experiri . Lo que no significa, sin embargo, como veremos más adelante, que la experiencia de la vida sea necesaria y exclusivamente experiencia senil.
Otro rasgo importante es común a la sabiduría y a la experiencia de la vida. Se puede «tener» una filosofía por ejemplo,por haberla aprendido e intelectualmente aceptado, sin vivirla desde dentro. Incluso cabe «inventar» una filosofía como mera construcción intelectual. Por el contrario, la sabiduría y la experiencia de la vida solamente son concebibles como crecidas en nosotros mismos, como incorporadas a nuestra existencia y penetrándola enteramente. En el curso de la vida, la realidad según el escorzo de nuestra individual situación, va imprimiendo su huella en nosotros, va depositando en el fondo de nuestra alma un poso de saber cierto, efectivo y, a su modo, sistemático: en eso consiste la experiencia de la vida.
La sabiduría no consiste solamente en eso. (La «sabiduría de la vida» tal vez sí: entonces las expresiones «experiencia de la vida» y «sabiduría de la vida» deberían ser consideradas como sinonimas)Junto a eso el sabio acoge la experiencia histórica y social tradicional, acoge saberse heredados, acaso también otros revelados, y constituye con todo ello una visión unitaria total sólo de la vida, sino también de la realidad. (Es decir, una «metafísica» y una «cosmología», por poco técnico-filosóficas que estas sean.) La experiencia de la vida es, comparada con la sabiduría, mucho más escueta y desnuda, mucho más positiva, se refiere a las cosas usuales, a las cosas de la vida, carece de pretensión expresa de universalidad, y aun cuando su visión de la vida sea unitaria, puede no ser total. La experiencia de la vida es un saber profundo pero modesto, porque tiene conciencia de haberse constituido como escorzo determinado por la respectiva o punto de vista de su propia existencia. Esto no obsta a que tal saber sea generalizable y aun posea en sí mismo pretensión generalizadora. Pero tal pretensión no es equiparable a la universalidad propia de la sabiduría.
Decíamos al principio de este parágrafo que pueden distinguirse grados en la experiencia de la vida, y que el primero o más bajo seria la prudencia. El más alto ya vemos cuál es: la sabiduría. Entre uno y otro habría de ponerse la «experiencia de la vida» estrictamente dicha, la experiencia de la vida a la que, temáticamente, nos referimos en este volumen.
La experiencia de la vida es, pues, el saber adquirido viviendo. Viviendo y en tanto que Viviendo. No es el saber estudiado y aprendido, ni tampoco el ideado o construido. No es un saber intelectual, sino vital. Y, por otra parte, es saber personal, no tradicional, heredado o sapiencial.
La experiencia de la vida no puede adelantarse o provocarse. Pueden provocarse experiencias ( = experimentos), pero no la experiencia. Esta tiene que ocurrir al paso de la vida, sin posibilidad de adelantarse a ella. Como que es la misma vida en cuanto experiencia.
En este ir acaeciendo al hilo de la vida, coextensiva a ella, y en este constituir un haber espiritual adquirido a lo largo de ella, la experiencia de la vida se asemeja al ethos, carácter o personalidad moral que, para nosotros, constituye el concepto -y la realidad - central de la ética.
El hombre, quiera o no, tiene que «conducir» su vida (siempre conforme a un agathón siempre conforme aun «bien» que puede no serlo, sin embargo, en sentido ético), y en esta conducción o conducta consiste, primariamente, la moral (moral como estructura). Al conducir su vida o conducirse a sí mismo, el hombre se va realizando, va conquistando un modo de ser. Lo moral del hombre consiste no solo en este irse haciendo, queda hecha: o, mejor dicho, en lo que queda del pasar que es la vida, en la «segunda naturaleza», ethos o personalidad moral realizada a través de la vida. Ahora bien, uno de los ingredientes de ese ethos, carácter o personalidad moral es, precisamente, la experiencia moral la «experiencia de la vida, la experiencia del sentido de la vida.
Naturalmente, y como ya se desprende de lo que se acaba de decir, no es lo mismo ethos y experiencia de la vida. Ethos es la realización total de nosotros mismos la realización de nuestras virtudes y de nuestros vicios, la realización de nuestra «segunda naturaleza» o modo ético de ser. Sin embargo, la experiencia de la vida es un elemento muy importante del ethos. En la concepción usual de lo moral como conjunto de hábitos (buenos o malos), la dimensión operativa se muestra muy a la vista, pero esto acontece a expensas de la «mentalidad» moral. Pero si se piensa lo moral en términos de actitudes, es decir, de predisposiciones favorables o adversas a la realización de determinados actos, es claro que el ingrediente intelectual o mentalidad aparece mucho más visiblemente, sin que ello tenga por qué implicar subestimación de la tendencia o tendencias. Ahora bien, estas actitudes, en tanto que predisposiciones intelectuales o manera de ver las cosas morales, y en cuanto adquiridas viviendo, constituyen, justamente, la experiencia del sentido de la vida.
En suma, el ethos es el sentido de la vida en tanto que realizado.Y la «experiencia» de la vida> es la experiencia consciente de ese sentido o ethos, el precipitado de reflexión moral inmediata pero profunda, producido en la experiencia de la vida. 0, para decirlo en dos palabras,«experiencia de la vida» es el saber experíencial de la vida.
Esta «experiencia de la vida» se expresa ordinariamente por modo discursivo, y bajo forma de reflexiones, máximas o sentencias que pasan luego al acervo popular. Pero la más profunda experiencia de la vida, la del sentido del dolor, lo del arrepentimiento y la conversión, la de la asunción de la vida en su totalidad, la de la hora le la muerte, acaece siempre intuitivamente, en un instante y ha sido estudiada por mí en otro lugar.
Hemos dicho que la experiencia de la vida tiene carácter unitario (es decir, no está constituida por una suma de experiencias) y que tiene que ocurrir (es decir, no puede ser anticipada ni provocada. Solamente, pues, viviendo puede adquirirse la experiencia de la vida y, para repetir una expresión anterior, la experiencia de la vida es coextensiva a la vida. Pero ¿significa esto que la experiencia de la vida sea un privilegio de la vejez o, por lo menos, que los viejos, como han vivido más, hayan de tener forzosamente más experiencia de la vida que quienes no han alcanzando mucha edad? Creo que no debe confundirse la experiencia terminal de la vida con la experiencia de la totalidad de la vida (desde el nacimiento hasta la muerte, por decirlo así). La primera no supone necesariamente, ni mucho menos, la posesión actual de la segunda. Hay un olvido de la experiencia anterior y por eso es frecuente que a personas maduras, incomprensivas para el comportamiento juvenil, haya que hacerles reflexiones semejantes a esta ¿te has olvidado ya de cuando eras joven? Cada edad, de la misma manera que posee su propia perfección, posee su propia experiencia. Abstractamente pensando, parece que el viejo, que ha vivido todas las edades, debería conservar la experiencia de todas ellas; pero generalmente la experiencia de la senilidad prevalece sobre la de la totalidad de la vida y oscurece o hace olvidar la experiencia en cuanto tal:
Lo que permanece es entonces una nostalgia, no la experiencia. Pues la verdad es que no hay edades privilegiadas. La experiencia de la vida está más en función de la profundidad con que se vive que del tiempo - breve o largo - que se ha vivido.
Por lo demás, claro está, como los elogiadores de la experiencia de la vida han sido siempre viejos, o al menos hombres maduros, y como, por el contrario, los jóvenes no suelen hacer gala de experiencia -pero hoy son jóvenes muchos de los que escriben novelas, género literario inseparable de la experiencia de la vida-, es natural que se hayan considerado la vejez y la madurez como las edades más ricas en experiencia y, en términos generales, aun cuando no absolutos, es probable que lo sean: los viejos que han vivido la vida en profundidad -que no son, ni mucho menos, todos los viejos- tienen, - en general, una mayor experiencia de la vida que los otros hombres. Baltasar Gracián caracteriza a la mocedad por su acedía y falta de tempero, frente a los frutos sazonados en sentencias y buen consejo dados generosamente por la madurez. «Los años de juventud son, predominantemente, los años de aprendizaje» (Goethe). Los de viaje, los de la experiencia de la compañía y los de la experiencia de la soledad, suelen acaecer después. Pero, aun concediendo esta superioridad genérica de la edad en cuanto a experiencia de la vida, conviene, en primer término, recordar la obvia verdad a que hace referencia el decir escéptico de esta copla andaluza:
El libro de la experiencia
No le sirve a nadie e ná;
Tiene al final la sentencia
Y nadie llega al finá.
Y además, y sobre todo, tener presente el hecho, sobre el que volveremos ampliamente al final, de que la experiencia de la vida es importante, pero no lo es todo en la vida.
Esta experiencia de la vida, adquirida viviendo, ¿puede comunicarse a los demás? Verbal e intelectualmente sí, es claro. Ahí están el folklore o saber popular, los proverbios, el refranero, para acreditarlo. Pero ¿puede comunicarse como tal experiencia? El mismo refranero tiene la respuesta preparada: «Nadie escarmienta en cabeza ajena». El saber intelectual es transmisible. El saber experiencial no es transmisible directamente, en cuanto tal saber experiencial (¿cómo podría serlo?), aunque sí, naturalmente, en cuanto saber intelectual, aprendido y no vivido. Los consejos, las admoniciones, las advertencias, no constituyen, en quien los escucha, experiencia de la vida, aunque sí saber popular e incluso, como proverbios o sentencias, sabiduría. Esta experiencia transmitida, ¿puede sustituir a la vivida? En parte sí. Pero, en otros casos, es menester reivindicar el derecho a equivocarse. La sentencia: «No me dé usted consejos; sé equivocarme solo», puede tener este sentido, aunque sea implícito, dentro del más visible de un escepticismo en cuanto al valor de la experiencia de la vida. De la misma manera que nadie puede subrogarse en nuestra vida, la experiencia de la vida es intransferible. Podemos seguir un consejo, pero entonces ponemos en juego un saber aprendido o, simplemente, nos fiamos de una persona, en cuya experiencia tenemos plena confianza; en cualquier caso, no ejercitamos un saber vivido por nosotros, una auténtica experiencia de la vida. Caben, en cambio, distintos grados en el compartir una misma experiencia. Y cabe también la reviviscencia imaginativa de una experiencia ajena. Pero, en este último caso, ¿se trata propiamente de experiencia, o se trata de imaginación, que es, en cierto modo, lo contrario de la experiencia?
Si la comunicación directa de la experiencia de la vida es imposible, parece en cambio hacedera su comunicación indirecta, a través de un modelo de vida. Pero la adopción y el seguimiento de un modelo, ¿no pertenecen más bien a la sabiduría que a la experiencia? Indudablemente, sí. Y, por otra parte, la comunicación vuelve a ser aquí, como en el caso anterior, imaginativa y no,propiamente,experiencial. Naturalmente, puede hablarse a pesar de todo de experiencia de la vida; pero ya no es la experiencia personal y propiamente dicha, de la que venimos hablando, sino una experiencia transpersonal y de carácter sapiencial.
Por lo demás, una característica de nuestro tiempo es la renuncia a los arquetipos, a las figuras ejemplares, a los modelos. La cultura actual se siente demasiado asediada y es, en si misma, demasiado -precaria para poder proporcionar «modelos. Sólo una cultura en tranquila e inmemorial posesión de sí misma. Sólo una cultura fundamentalmente tradicional v sapiencial se halla en condiciones de personificar ejemplarmente unas egregias e imitables formas de vida. Cuando la experiencia de la vida -en el más amplio sentido de esta expresión- era predominantemente sapiencial, los hombres aceptaban dócilmente unos patrones de existencia que, en épocas poco agitadas espiritualmente, conservaban su vigencia a través de sucesivas generaciones. Pero hoy el tiempo va deprisa los modelos de vida, como los modelos de automoviles, caducan pronto. Y, de otro lado, el hombre tiende a rechazar las formas transpersonales de experiencia para no retener, a mas de la impersonal experiencia (=experimentación) científica, sino lo que ha sido comprobado y vivido por el mismo. Por eso, atenido puramente a la experiencia personal, está siempre a punto de caer en los mismos errores del pasado. La historia solamente es o era magistra vitae cuando se incorporaba al haber sapiencial del pueblo, cuando de ella se extraían ejemplos y enseñanzas, no cuando se vive como pura investigación histórica. El mundo actual, pese a su agudeza para la historia, entiende el sentido histórico como diferencial y ha perdido o esta perdiendo la memoria colectiva. Por eso no es ninguna casualidad que quienes apelan a ésta hoy y quienes se esfuerzan por seguir viendo en la historia una fuente de experiencia sean los hombres más ajenos a nuestra época y a su espíritu, es decir, los conservadores.
Hasta aquí nuestras reflexiones, consistentes en una determinación, más o menos precisa, de la experiencia de la vida, han estado coloreadas siempre, salvo en las últimas líneas tal vez, de una valoración eminentemente positiva. Sin ir ahora a corregir ésta, es tiempo ya de determinar con algún rigor el verdadero puesto que corresponde a la experiencia de la vida en la vida del hombre.
-Desde luego la experiencia de la vida, por muy importante que sea, no lo es todo en la vida.
Por de pronto no es nunca, como ya hemos visto, la experiencia total. Toda experiencia acontece (como ha hecho ver Zubiri) en una situación y dentro de un horizonte, esto es, condicionada y limitada por ellos. Toda experiencia es, en cuanto tal, siempre verdadera, pero siempre parcial. Otorga sólo un escorzo de la realidad plenaria. Mi experiencia no puede trascender su propio horizonte, no es la experiencia. Pero, como ya hemos visto, la experiencia de la vida propiamente dicha es, y sólo puede ser, mía, pues, si me trasciende, no es ya estrictamente lo que llamamos experiencia de la vida, sino lo que hemos llamado sabiduría. Y, por otra parte, como decía, la copla arriba citada, nadie puede llegar al «final» de la experiencia. Toda experiencia es, pues, esencial y tríplemente liminitada: por ser personal, por ser circunstancial y situacional, y por ser finita.
Pero además de ser intrínsecamente limitada y nunca total, la experiencia de la vida tampoco lo es todo. Para ejemplificar con la experiencia de la vida que tengo más a mano, la mía, señalaré que si bien ciertos escritos míos, así el artículo «Aprendido en la vida» y el relato «Todos los hombres somos hermanos», han surgido directamente de la experiencia de la vida, el artículo «Nuestra Señora del Recuerdo», teniendo el mismo punto de arranque, intenta trascenderlo; y que los artículos «Poesía y existencia», «La poesía de nuestra vida» y «Nuestro tiempo y la poesía» han querido constituir el análisis, la estimación y también la critica de una poesía concebida como experiencia, recuerdo, narración o repaso y reposo de la vida (privada). Pues la experiencia de la vida es, ciertamente, muy importante, pero es sólo una de las alas del vuelo humano. La experiencia de la vida transcurre siempre, como toda experiencia, por un cauce que no es ella misma quien lo ha abierto y del que, por sí sola, no puede salir. Arriba acercábamos la experiencia de la vida -si bien para distinguirla enseguida- al ethos, carácter o personalidad moral, que también se logra a través de la experiencia, quiero decir, a través de la vida realmente vivida. Nadie puede anticipar realmente su personalidad moral, como nadie puede anticipar realmente su experiencia de la vida; sólo el tiempo real, la vida vivida puede otorgárnoslos. Esto es verdad. Pero también lo es que la experiencia, de la vida como el ethos, únicamente pueden constituirse sobre la base de una anticípacion imaginativa. L o que a través del tiempo concreto y real de nuestra existencia, hemos llegado a ser, sé ha levantado sobre el fundamento de lo que habíamos imaginado, de lo que habíamos proyectado ser. Es verdad asimismo que este proyecto, esa anticipación imaginativa, se habrán ido modificando luego, a través de la realidad, y se habrán ido modelando sobre ella, ajustando a ella. El proyecto tiene que estar, y está sin duda, sometido a la experiencia, pero, a la vez, hace posible y encauza esa experiencia.
La experiencia es una de las alas del torpe vuelo humano. La imaginacion en cuanto anticipatoria, quiero decir, la ideación o invención, la «pregunta» a la realidad el proyecto, es la otra. Por supuesto, es una abstracción considerar por separado una y otra cosa: en la realidad se dan enlazadas entre sí. Como he mostrado en otro lugar, el «proyecto » y la «vocación», formas de anticipación de la realidad, solamente pueden constituirse como tales, proyecto y vocación reales, en contacto efectivo y estrecho con esa misma realidad y a la luz de la procesual experiencia de la vida.
Por otra parte, una vez constituida una determinada experiencia, la que quiera que sea, ella nos ofrece siempre una pluralidad de posibilidades, que formalmente, estan en nosotros, son posibilidades nuestras y no de la experiencia, y entre las cuales hemos de elegir con un acto, el de decision, que es irreductible a lo experiencial. O sea, que lo mismo el acto de la aprehension o creación de posibilidades, que el de preferencia entre ellas, son cosa diferente de la “experiencia de la vida”.
El objeto de este artículo -y de este volumen-, la llamada «experiencia de la vida», se nos ha confirmado como una realidad importante y fecunda. Hemos tratado de ver en qué consiste. La hemos distinguido de otras realidades -ciencia y técnica, filosofía, prudencia y sabiduría, carácter o personalidad moral- y al final hemos visto que solamente por abstracción puede separarse del «quehacer» en que -como vio Ortega- la vida moral consiste, quehacer que, en una de sus dimensiones, es, ciertamente, experiencia, pero en el fundamento de ésta es invención, imaginación o proyecto,si bien indisolublemente ligado a ella en una unidad procesual, dinámica, histórica.
He aquí por qué, aun dando por bueno -lo que, como vimos, no puede hacerse sin muchas reservas- que la experiencia de la vida más próxima a su plenitud sea la de la edad madura o senil, eso no es absolutamente decisivo para la valoración del saber moral de una vida que, junto a lo que tiene y ha de tener de experiencia, posee otra dimensión, lo que tiene y ha de tener de impulso intelectual, de pregunta a la realidad y de invención de realidad y de experiencia. La experiencia es muy importante, pero nunca podría haberse constituido sino sobre lo que está «antes» de la experiencia o, mejor dicho, «dentro» de ella misma, haciéndola posible, dirigiéndola y dándole su último sentido.
FIN