NOTA DEL AUTOR
En esta narración, que, lo reconozco, es, no obstante su brevedad, una obra bastante com¬pleja, no he tenido la menor intención de traer a cuento lo sobrenatural. A pesar de ello, no ha fal¬tado algún crítico que la considerase desde este punto de vista y advirtiera en ella mi propósito de dar rienda suelta a mi imaginación, dejándola trasponer los límites del mundo de la humanidad viva y doliente. Pero, a decir verdad, mi imagi¬nación no está hecha de una materia a tal punto elástica, y tengo para mí que, si intentase some¬terla a la prueba de lo sobrenatural, el fracaso sería tan lamentable como enojoso y vacuo. Por otra parte, jamás me habría arriesgado a seme¬1ante tentativa, abrigando, como abrigo, moral e intelectualmente, la invencible convicción de que todo lo que cae bajo el dominio de nuestros sentidos, por excepcional que sea, no podría diferir en su esencia de todos los demás efectos de es¬te mundo visible y tangible cuya parte consciente venimos a formar. El mundo de los vivos encie¬rra ya por sí solo bastantes maravillas y misterios; maravillas y misterios que obran por modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi para justificar que pueda concebirse la vida como un sortilegio. No; mi conciencia de lo maravilloso es demasia¬do firme para que pueda dejarse nunca fascinar por el simple sobrenatural, que, en resumidas cuentas, no es sino un artículo de manufactura fabricado por espíritus insensibles a las secretas sutilezas de nuestras relaciones con los muertos y los vivos en su infinita muchedumbre: profana¬ción de nuestros más tiernos recuerdos; ultraje a nuestra dignidad.
Fuese cual fuese mi modestia innata, jamás condescenderá a subvenir a mi imaginación re¬curriendo a vanas invenciones comunes a todas las épocas y capaces de henchir de indecible tris¬teza a todos aquellos que, poco o mucho, sienten el amor de la humanidad. En cuanto al efecto de un choque mental o moral sobre un espíritu sen¬cillo, nadie podrá negar que constituye un tema de estudio y de descripción perfectamente legí¬timo. El ser íntimo de Mr. Burns ha recibido un choque violento en el curso de sus relaciones con su antiguo capitán, y de ahí, dado su estado de sa¬lud, que se manifieste en él una manía supers¬ticiosa, mezcla de temor y de animosidad. Ello constituye uno de los elementos de esta narra¬ción, pero ni encierra nada de sobrenatural, ni, realmente, contiene nada que provenga del más allá de los confines de este mundo en que vivimos y que, seguramente, encierra ya por sí solo bas¬tante misterio y terror.
Es probable que si hubiese publicado esta na¬rración, cuyo proyecto me viene ocupando des¬de hace largo tiempo, bajo el título de El Primer Mando, ningún lector imparcial, dotado o no de espíritu crítico, habría visto en él el menor asomo de sobrenatural. No insistiré aquí sobre los orí¬genes del sentimiento que ha hecho nacer en mi espíritu el título definitivo de este libro: La Lí ¬nea de Sombra. La primera intención de esta obra era el presentar ciertos hechos referentes a ese instante en que la juventud despreocupada y ardida alcanza la época más consciente y conmo¬vedora de la madurez. Huelga decir que, en pre¬sencia de la prueba suprema de toda una genera¬ción, he tenido la conciencia cabal del carácter restringido e insignificante de mi humilde expe¬riencia. No se trata aquí de paralelismo alguno, ni jamás se me ha ocurrido semejante idea. Pero sí experimentaba el sentimiento de algo semejan¬te, aunque con una enorme diferencia de propor¬ciones, entre lo que puede ser una simple gota de agua comparada con -la amarga y tumultuosa in¬mensidad de un océano. Cosa, al fin y al cabo, perfectamente natural, pues siempre que nos po¬nemos a meditar sobre el sentido de nuestro pro¬pio pasado, éste parece llenar el mundo entero con su profundidad y extensión. Este libro fue es¬crito durante los tres últimos meses del año 1916. De todos los temas a disposición de un escritor, éste era el único que estaba en condiciones de tentar por aquella época. La profundidad y la naturaleza del sentimiento en que me dispuse a abordarlo quizás encontraron su más cabal ex¬presión en la dedicatoria que va al frente, aun¬que hoy ésta me parezca singularmente despro¬porcionada: nuevo ejemplo de la abrumadora grandeza de nuestras propias emociones.
Dicho esto, séame permitido hacer unas cuan¬tas observaciones sobre la materia misma de esta narración. Su marco pertenece a esa parte de los mares del Extremo Oriente de que he extraído, durante mi vida de escritor, la mayor parte de mis asuntos. El solo hecho de confesar que pensé du¬rante largo tiempo en este relato bajo el título de El Primer Mando, indicará ya al lector que se re¬fiere a una experiencia personal. Y, efectivamen¬te, de una experiencia personal se trata, vista con la perspectiva del recuerdo y coloreada con ese amor que no podemos por menos de experimen¬tar con respecto a acontecimientos de nuestra pro¬pia vida que no nos ofrecen motivo alguno de ru¬bor. Y este amor es tan intenso -y aquí apelo a la experiencia universal- como la vergüenza y casi la angustia con que se recuerdan ciertas circuns¬tancias lamentables, incluso simples equivocacio¬nes cometidas en el pasado. Uno de los efectos de perspectiva del recuerdo es el mostrarnos las cosas mayores de lo que son, debido a que los puntos esenciales se encuentran en él aislados de su con¬torno de minucias cotidianas, automáticamente borradas del espíritu. Recuerdo con placer esta época de mi vida marítima, porque tras un co¬mienzo enojoso vino al fin a resolverse en un éxi¬to personal, del que conservo una prueba tangi¬ble en los términos de la carta que mis armadores me escribieron dos años más tarde, al dimitir mi mando para volver a Europa. Esta dimisión seña¬ló el comienzo de otra fase de mi vida marítima, su fase final, por así decirlo, que no dejó de colo¬rear, a su vez, otra parte de mis obras. Yo no tenía entonces la menor idea de que mi vida de marino tocaba a su fin, así que no experimenté otra tris¬teza que la de separarme de mi barco. Deplo¬ré también tener que romper mis relaciones con los armadores de éste, que me acogieran con gran cordialidad, depositando su confianza en un hom¬bre entrado, al fin y al cabo, por modo acciden¬tal a su servicio y en circunstancias realmente po¬co lucidas. Sin tratar por ello de depreciar un ápice el celo por mí desplegado, no puedo por me¬nos de sospechar ahora el importante papel que desempeñó el azar en el feliz término de la con¬fianza que en mí depositaran, y seguramente que no es posible recordar sin cierta satisfacción un tiempo en que el azar venía a secundar el propio esfuerzo. Las palabras «dignos para siempre de mi respeto, que he escogido como epígrafe, están sacadas del texto mismo de este libro, y aunque uno de mis críticos haya expuesto que debían aplicarse al barco, es evidente, a juzgar por el lugar en que se encuentran, que se refieren a los hombres que formaban su tripulación y que, aunque totalmente extraños a su nuevo capitán, le aportaron un concurso fiel durante aquellos veinte días en que constantemente pareció estar¬se a dos dedos de una lenta y mortal destrucción. Y he aquí, sin duda, el máximo recuerdo entre to¬dos, pues seguramente es cosa grande el haberse encontrado a la cabeza de un puñado de hombres dignos para siempre de nuestro respeto.
J. C.
1
... D'autres fois, calme plat, gran mi¬roir. De mon désespoir.
BAUDELAIRE
Sólo los jóvenes conocen momentos seme¬jantes. No quiero decir los muy jóvenes, no; pues éstos, a decir verdad, no tienen momentos. Vivir más allá de sus días, en esa magnífica con¬tinuidad de esperanza que ignora toda pausa y toda introspección, es el privilegio de la primera juventud.
Cierra uno tras de sí la puertecita de la infan¬cia y penetra en un jardín encantado. Hasta sus mismas sombras tienen un resplandor de pro¬mesa. Cada recodo del sendero posee su seduc¬ción. Y no a causa del atractivo que ofrece un país desconocido, pues de sobra sabe uno que por allí ha pasado la corriente de la humanidad entera. Es el encanto de una experiencia univer¬sal, de la que esperamos una sensación extraor¬dinaria y personal, la revelación de un algo de nuestro yo.
Llenos de ardor y de alegría, caminamos, re¬conociendo las lindes de nuestros predecesores, aceptando tales como se presentan la buena suerte y la mala -los puntapiés y las perras chi¬cas, como reza el adagio-, el pintoresco desti¬no común que tantas posibilidades guarda pa¬ra el que las merece, cuando no simplemente para el afortunado. Sí; caminamos, y el tiempo también camina, hasta que, de pronto, vemos ante nosotros una línea de sombra advirtiéndo¬nos que también habrá que dejar atrás la región de nuestra primera juventud. Éste es el período de la vida en que suelen sobrevenir aquellos mo¬mentos de que hablaba. ¿Cuáles? ¡Cuáles van a ser!: esos momentos del hastío, de cansancio, de descontento; momentos de irreflexión. Es decir, esos momentos en que los aún mozos propen¬den a cometer actos irreflexivos, tales como el matrimonio improvisado o el abandono de un empleo, sin razón alguna para ello.
Desde luego, no es ésta una historia conyu¬gal. No; el destino no me fue tan adverso. Mi acto, por inconsiderado que fuese, tuvo más bien el carácter de un divorcio, casi de una deser¬ción. Sin la menor razón que poder aducir sensa¬tamente, tiré mi empleo por la borda, abandoné el barco donde venía prestando mis servicios, barco del que lo peor que podía decirse es que era de vapor y, quizá, por lo tanto, sin derecho a esa ciega fidelidad que... Pero, después de todo, ¿a qué tratar de paliar un acto que yo mismo sos¬peché, ya en aquel momento, obedecía sólo a un simple capricho?
Fue en un puerto de Oriente. Era un barco oriental, puesto que a la matrícula de aquel puer¬to pertenecía. Traficaba entre islas sombrías, por un mar azul sembrado de arrecifes, el rojo pabe¬llón* ondeando a popa y, en el palo mayor, la en¬seña de la empresa naviera, roja también, pero con una cenefa verde y una media luna blanca en el centro, pues el navío pertenecía a un árabe, a un Sayed, por más señas, y de ahí la cenefa verde del pabellón. Este Sayed era el cabeza de una gran familia árabe de los Estrechos, pero difícil¬mente se habría encontrado al Este del canal de Suez un súbdito más fiel del complejo Imperio Británico. La política mundial no le interesaba para nada, pero ello no le impedía ejercer un gran poder oculto sobre los de su raza.
A nosotros poco nos importaba quién pudie¬ra ser el propietario del barco. Fuera el que fuese, se veía obligado a emplear hombres de raza blan¬ca en su tripulación, y la mayoría de los así em¬pleados jamás tuvieron ocasión de verle con sus propios ojos. Yo mismo, sólo una vez le vi, y por mera casualidad, en un muelle. Era un vejete me¬nudo, de tez bronceada, tuerto, vestido con una túnica inmaculada y calzado con babuchas ama¬rillas. Una turba de peregrinos malayos, a los que sin duda había regalado con vituallas y dinero, le besaba las manos gravemente. Sus limosnas, oí decir, eran frecuentes y alcanzaban a casi todo el Archipiélago. Pues ¿no está dicho, acaso, que «el hombre caritativo es el amigo de Alá»?
Hombre excelente (y pintoresco) este arma¬dor árabe, del que nadie se preocupaba lo más mínimo, y excelentísimo este barco escocés, de quilla a perilla, fácil de conservar limpio, dócil al timón como el que más y, a no ser por su propul¬sión interna, digno del cariño de todos. Todavía hoy conservo su recuerdo con profundo respe¬to. Por lo que se refiere al género de tráfico y al carácter de mis compañeros de a bordo, real¬mente no habría podido sentirme más satisfecho si un benévolo encantador hubiese creado a mi gusto la vida y los hombres.
Y, súbitamente, abandoné todo aquello: Lo hice a la manera, para nosotros irrazonada, del pájaro que abandona una rama segura. Hubiéra¬se dicho que, sin que ningún otro se percatase, había oído yo un murmullo o percibido algo. Tal vez fuese así, ¡qué demonio! Un día todo iba bien, al día siguiente todo había desaparecido: encanto, sabor, interés, contento, todo. Como veis, fue un momento de aquéllos. El malestar nuevo de la juventud que llega a su término se había apoderado de mí y me había arrastrado, arrastrado fuera del barco, quiero decir.
Sólo éramos cuatro blancos a bordo, con una numerosa tripulación de kalashes y dos malayos de baja graduación. Al saber mi decisión, el capitán me miró fijamente, como si se preguntara qué mos¬ca me había picado. Pero era un marino y él tam¬bién, en su tiempo, había sido joven. Así pues, di¬simuló una sonrisa bajo su espeso bigote gris y de¬claró que, evidentemente, no podía retenerme por la fuerza si yo creía que debía marcharme. Y todo quedó dispuesto para que a la mañana siguiente me pagasen. Cuando salíamos del cuarto de los mapas, agregó de repente, con singular tono pen¬sativo, esperaba que encontrase lo que con tanta impaciencia buscaba. Frase amable y enigmática, que sentí penetraba en mí más profundamente que lo habría hecho un instrumento diamantino. Me parece que había comprendido mi caso.
Las maneras del segundo maquinista fueron muy distintas. Era un escocés, joven y vigoroso, de rostro y ojos claros. Su honrada faz rojiza emergió por la carroza de la cámara de máquinas, seguida por todo su cuerpo de hombre robusto; arremangado, se limpiaba lentamente los maci¬zos antebrazos con un puñado de estopa. Sus ojos claros tenían una amarga expresión de dis¬gusto, como si nuestra amistad hubiese queda¬do reducida a cenizas. Enérgicamente, declaró: " ¡Ah!, sí; ya había pensado yo que era ya tiempo de que volvieses a tu casa para casarte con cual¬quier chica estúpida".
Todo el mundo sabía en el puerto que John Nieven era un misógino feroz; lo absurdo de esta salida me probó que había querido moles¬tarme, diciéndome la frase más hiriente que pu¬do ocurrírsele. La risa con que respondí a sus pa¬labras parecía pedirle excusas. Después de todo, sólo un amigo podía enfadarse así. Pero, en el fondo, me sentí un tanto apabullado.
Nuestro primer maquinista juzgó de manera igualmente característica, aunque más amable, mi manera de obrar. También él era joven, pero muy delgado, y su rostro macilento aparecía en¬marcado por una barba castaña y sedosa. De la mañana a la noche, en el mar o en el puerto, po¬día vérsele midiendo a grandes pasos la cubierta de popa, con una expresión de intenso éxtasis producido por la continua atención que dispen¬saba a los molestos desórdenes de su organismo. Nuestro primer maquinista era un dispéptico in¬veterado. Su manera de juzgar mi caso fue muy sencilla: declaró que la causa radicaba en el mal funcionamiento de mi hígado. ¡Evidentemen¬te! Me aconsejó que hiciese un nuevo viaje antes de retirarme y que durante ese tiempo me trata¬se con cierto específico en el que tenía una fe ab¬soluta.
-Le diré a usted lo que voy a hacer. Voy a comprarle de mi bolsillo dos frascos. Eso es. No puedo decirle nada mejor, ¿no es cierto?
Creo que, al menor signo de debilidad por mi parte habría perpetrado esta atrocidad -o generosidad-. No obstante, en aquel momento me sentía más descontento, disgustado y obsti¬nado que nunca. Aquellos últimos dieciocho meses, llenos, sin embargo, de tantas experien¬cias nuevas y diversas, no me parecían ya sino una lúgubre y prosaica pérdida de tiempo. Me parecía -¿cómo expresarlo?-, me parecía co¬mo si no contuviesen la menor verdad.
¿Qué verdad? Yo mismo me habría visto en aprietos para decirlo. Y si hubiesen insistido en preguntármelo, sin duda habría acabado, sim¬plemente, por echarme a llorar. Todavía era lo bastante joven para ello.
Al día siguiente, el capitán y yo arreglamos mis asuntos en la Oficina del Puerto. Era una habitación grande y de techo elevado, fresca y blanca, en la cual la luz tamizada brillaba serena¬mente. Todo el mundo, empleados y gentes de fuera, estaba allí vestido de blanco. Sólo los pe¬sados y bruñidos escritorios formaban en el cen¬tro una fila oscura y reluciente. Algunos de los papeles que los cubrían eran azules. Enormes punkahs enviaban desde lo alto una agradable corriente de aire a través de aquel inmaculado interior y sobre nuestras frentes sudorosas.
El empleado a quien nos dirigimos hizo una amable mueca, que conservó hasta que, en res¬puesta a la maquinal pregunta: «¿Desembarca usted para reembarcar?», respondió mi capitán: «No; desembarca definitivamente.» Su mueca se trocó entonces, bruscamente, en expresión so¬lemne. No levantó los ojos hacia mí hasta el mo¬mento en que me tendió mis papeles, con una expresión de tristeza, como si aquello fuese mi pasaporte para los infiernos.
Mientras me guardaba los papeles en el bol¬sillo, murmuró no sé qué pregunta al capitán, y oí que este último respondía alegremente:
-No. Nos deja para regresar a su casa.
-¡Ah! -exclamó el otro, meneando melan¬cólicamente la cabeza ante la idea de mi triste destino.
A pesar de que nunca le había visto fuera de aquel edificio oficial, se inclinó por encima de su escritorio para estrecharme compasivamente la mano, como se la estrecharía a un pobre diablo que se hallase a punto de ser ahorcado. En cuan¬to a mí, temo haber hecho mi papel sin la menor gracia, con el aire empedernido de un criminal impenitente.
No había ningún barco que partiese para Europa antes de cuatro o cinco días. Siendo ya, desde aquel instante, un hombre sin barco, ha¬biendo roto momentáneamente mis lazos con el mar, siendo, en suma, sólo un pasajero eventual, tal vez hubiese sido más conveniente por mi par¬te alojarme en un hotel. Precisamente allí cerca, a dos pasos de la Oficina del Puerto, se encon¬traba uno: un edificio bajo, que, con sus blancos pabellones y columnatas, en medio de sus céspe¬des bien cuidados, tenía todo el aire de un pala¬cio. Allí habría tenido, realmente, la impresión de ser un pasajero; pero, lanzándole una mirada hostil, me encaminé hacia el Hogar del Marino.
Caminaba tan pronto al sol como a la som¬bra de los grandes árboles de la explanada, sin darme cuenta del uno ni gozar de la otra. El calor de aquel Oriente tropical penetraba a través de la fronda, envolvía mi cuerpo, ligeramente vestido, se abrazaba a mi rebelde descontento como para privarlo de su libertad.
El Hogar de los Oficiales era un gran bungaló, con una amplia galería exterior y un jardinci¬to, separado de la calle por unos cuantos árboles y extrañamente parecido a un jardín de arrabal. Esta institución tenía más bien carácter de club, pero con un no sé qué de oficial que le daba el hecho de estar administrada por la Oficina del Puerto. Su gerente ostentaba oficialmente el tí¬tulo de primer administrador. Era un desventu¬rado hombrecillo, todo arrugado, que, vestido con una casaca de yóquey, habría desempeñado su papel a la perfección. Evidentemente, en al¬gún momento de su vida, había tenido algo que ver con el mar; aunque es muy posible que la re¬lación no pasara de una malhadada tentativa.
Yo habría creído que sus funciones eran de las más fáciles, si él no hubiese tenido la costum¬bre de afirmar a cada instante que aquel empleo
no tardaría en ser causa de su muerte. Afirma¬ción un tanto misteriosa. Tal vez fuese que todo le costaba demasiado trabajo. En cualquier caso, parecía molestarle en extremo el que hubiese al¬guien alojado en la casa.
Al penetrar en ella, no pude por menos de pensar que el administrador debía de alegrarse de mi ingreso. El edificio estaba más silencioso que una tumba. No vi a nadie en el salón ni en la galería, aparte de un hombre en el extremo opuesto, adormecido sobre una chaise longue. Al ruido de mis pasos, entreabrió un ojo, que re¬cordaba abominablemente el. ojo de un pesca¬do. No conocía a aquel hombre. Volví sobre mis pasos y, cruzando el comedor -una habitación desnuda, con un punkah inmóvil suspendido en¬cima de la mesa del centro-, fui a llamar a la puerta en que se leían estas palabras, escritas en letras negras: «Primer administrador.»
No habiendo oído en respuesta más que una doliente queja: «¡Dios mío, Dios mío, qué se les ocurrirá ahora! », me colé sin más.
Era aquélla una habitación muy singular pa¬ra los trópicos. Se hallaba casi a oscuras y tenía ese olor propio de las habitaciones que perma¬necen largo tiempo cerradas. Aquel hombre ha¬bía guarnecido de horribles cortinas de encaje, extraordinariamente amplias y polvorientas, sus ventanas, a la sazón herméticamente cerradas. En los rincones se apilaban cajas de cartón se¬mejantes a las que emplean en Europa las costu¬reras y modistas; y, no se sabe cómo, el primer administrador se había procurado un mobiliario que muy bien habría podido venir directamente de cualquier respetable salón del East End lon¬dinense: un sofá y sillones rellenos de crin. Al¬cancé a distinguir algunas sucísimas cubiertas de respaldo a punto de crochet, arrojadas sobre aquel horrible mobiliario, que inspiraba tanto más espanto cuanto más difícil era adivinar qué accidente misterioso, qué necesidad o qué fantasía lo había reunido allí. Su propietario se había despojado de la chaqueta y, en pantalón y chale¬co de franela, asomaba tras de aquellos respal¬dos, acariciándose los codos puntiagudos.
Cuando supo que tenía la intención de alo¬jarme allí, dejó escapar una exclamación de an¬gustia, pero no pudo negar que la mayor parte de las habitaciones estaban libres.
-Muy bien. ¿Puede darme usted la habita¬ción que ocupé la última vez?
Lanzó un débil gemido tras de la pila de cajas de cartón amontonadas sobre la mesa y que po¬dían haber contenido guantes, pañuelos o corba¬tas. Todavía me pregunto qué guardaría en ellas aquel hombre. De su madriguera `se desprendía un olor de coral en putrefacción, de polvo orien¬tal, de muestras zoológicas. Sólo conseguía ver la parte superior de su cabeza y sus ojos afligidos le¬vantados hacia mí por encima de aquella barrera.
-No estaré más de dos o tres días -le dije, esperando reanimarlo.
-¿Querrá usted pagar por anticipado? -su¬girió de inmediato.
-Por supuesto que no -exclamé indignado apenas hubo pasado el primer momento de asombro-. ¡Jamás he oído cosa semejante! Se necesita cara dura...
El hombre, desesperado, se llevó las manos a la cabeza, y este gesto acabó con mi indignación.
-¡Dios mío, Dios mío! No se ponga usted así. A todo el mundo le pregunto lo mismo. -Lo dudo -dije ásperamente.
-Pues bien, si no lo he hecho, voy a hacerlo, pues si ustedes, caballeros, consintieran en pagar por anticipado, yo podría hacer pagar igualmen¬te a Hamilton. Siempre desembarca sin un cénti¬mo, y aunque tenga dinero jamás quiere saldar su cuenta. No sé cómo arreglármelas con él. Siempre se pone a blasfemar, asegurando que en modo alguno puedo arrojar a la calle a un blan¬co. Si usted quisiera...
Yo estaba estupefacto. E incrédulo. Sospe¬chaba una impertinencia gratuita de su parte. Con tono enfático declaré que preferiría verlos ahorcados a él y a Hamilton, y le rogué que me condujese a mi habitación sin más historias. Sa¬có entonces una llave de no sé dónde y salió de su escondrijo, lanzándome al pasar una mirada oblicua y solapada.
-¿Hay aquí algún conocido mío? -le pre¬gunté, antes de que se hubiese marchado de mi habitación.
Había recobrado ya su tono habitual, impa¬ciente y llorón, y me contestó que allí estaba el capitán Giles, de regreso de un viaje al mar de Sulú, y otros dos huéspedes. Al cabo de un mo¬mento de silencio, agregó:
-Y, naturalmente, Hamilton...
-¡Ah!, sí, Hamilton... -contesté.
Y el lamentable personaje se retiró con un gruñido postrero.
Aún me exasperaba su desvergüenza cuando entré en el comedor para almorzar. Ya se hallaba en su puesto vigilando a los criados chinos. El almuerzo estaba servido en un extremo de la lar¬ga mesa y el punkah, que se balanceaba perezo¬samente, sólo abanicaba un desierto de madera bruñida.
Éramos cuatro en torno del mantel. Uno de ellos, el desconocido durmiente de la galería. Te¬nía ahora los ojos medio abiertos, pero parecía no ver. El dignísimo personaje que se sentaba a su lado, un rostro adornado con cortas patillas y mentón cuidadosamente rasurado, era, natural¬mente, Hamilton. Jamás he visto a nadie desem¬peñar con tanta dignidad el papel que la Pro ¬videncia tuvo a bien asignarle en la vida. Me habían dicho que me consideraba como un sim¬ple aficionado. Al ruido que hice al apartar mi silla, levantó, no sólo los ojos, sino también las cejas.
El capitán Giles ocupaba el extremo de la mesa. Cambiamos algunas palabras de cortesía y me senté a su izquierda. Gordo y pálido, con una
frente calva semejante a un gran domo relucien¬te, se le habría tomado por cualquier cosa menos por un marino. Nadie, por ejemplo, se hubiera
sorprendido de que fuese arquitecto. En cuanto a mí, y por absurdo que esto pueda parecer, me hizo el efecto de un sacristán. Tenía el aspecto de un hombre del que pueden esperarse prudentes consejos y sentimientos morales, entremezcla¬dos oportunamente a una o dos vaciedades, ins¬piradas no por el deseo de deslumbrar, sino por una honrada convicción.
A pesar de ser muy conocido y apreciado en el mundo marítimo, no tenía empleo fijo. Ni lo deseaba. Tenía una posición propia y peculiar: era un perito. Un perito -¿cómo lo diría yo?-¬en navegación complicada. Se le suponía conoce¬dor como nadie de los lugares del Archipiélago más lejanos y peor señalados en los mapas. Su ce¬rebro debía de ser un almacén completo de arre¬cifes, posiciones, bajos fondos, siluetas de pro¬montorios, formas de oscuras costas, perfiles innumerables de islas desiertas o habitadas. Un navío con destino a Palawan o cualquier otro pa¬raje por el estilo, contaría siempre con los ser¬vicios del capitán Giles, ya para un mando tem¬poral, ya «para ayudar al capitán». Se decía que, en la perspectiva de semejantes servicios, recibía un sueldo fijo de un poderoso armador chino. Por otra parte, siempre estaba dispuesto a rele¬var a un capitán que desease pasar un tiempo en tierra, sin que jamás naviero alguno se hubiese opuesto a estas combinaciones, pues era opinión corriente en el puerto que no podía encontrarse capitán mejor que Giles. Sin embargo, a los ojos de Hamilton no era más que un «aficionado». Yo creo que para Hamilton «aficionado» era un tér¬mino genérico que nos englobaba a todos; aun¬que interiormente hiciese, creo yo, algunas dis¬tinciones.
No traté de entablar conversación con el ca¬pitán Giles, a quien no había visto más de dos veces en mi vida. Pero, naturalmente, él sabía quién era yo. Al cabo de un momento, inclinan¬do hacia mí su voluminosa y reluciente cabeza, me dirigió la palabra con el tono amable que le era habitual. Me dijo que, viéndome allí, era de presumir que pasaba algunos días de licencia en tierra.
Su voz era naturalmente baja. Elevando un poco el tono de la mía, respondí:
-No; he dejado el barco definitivamente.
-Eso quiere decir que ya es usted un hom¬bre libre por algún tiempo -comentó.
-Sí, desde las once lo soy -dije.
Al ruido de nuestras voces, interrumpió Ha¬milton su comida. Con la mayor suavidad, de¬jó su cuchillo y su tenedor y, quejándose a me¬dia voz de «este infernal calor, que quita el apeti¬to», abandonó la estancia. Casi de inmediato, le oímos salir del edificio y bajar por la escalinata de la galería.
Entonces, el capitán Giles declaró tranqui¬lamente que sin duda Hamilton había ido a pro¬curar conseguir mi antiguo empleo. El primer administrador, que había permanecido junto al muro, acercó a la mesa su rostro de cabra desven¬turada y se dirigió a nosotros con tono plañide¬ro. Quería exponernos sus eternas quejas contra Hamilton. Aquel hombre le creaba constante¬mente dificultades con la Oficina del Puerto, por el estado de su cuenta. Pluguiera al cielo que con¬siguiese mi puesto, aunque, después de todo, eso no le produciría sino un alivio momentáneo.
-No se preocupe usted -dije yo-. Hamil¬ton no conseguirá mi puesto. Mi sucesor ya está a bordo.
Pareció sorprendido, y al oír la noticia su rostro se descompuso un poco. El capitán Giles no pudo por menos de reír quedamente. Nos le¬vantamos de la mesa y salimos a la galería, dejan¬do al indolente desconocido al cuidado de los chinos. Al salir, alcancé a ver que habían puesto ante él un plato con una tajada de piña y que es¬peraban, a sus espaldas, para ver lo que sucede¬ría. Pero el experimento fue inútil. El hombre continuó impasible.
El capitán Giles me confió en voz baja que era un oficial del balandro de un rajá, venido a nuestro puerto para entrar en el dique seco. Sin duda se había estado «divirtiendo» la noche anterior, agregó, frunciendo la nariz, con un aire confidencial que me agradó en extremo, pues el capitán Giles no carecía de prestigio. Se le atri¬buían maravillosas aventuras y hasta una miste¬riosa tragedia, y nadie tenía nada que decir con¬tra él.
-Recuerdo -prosiguió- la primera vez que desembarcó aquí, hace ya algunos años. Me parece como si fuera ayer. Era un chico encanta¬dor. ¡Ah, estos chicos encantadores!
No pude contener la risa. El capitán pare¬ció estupefacto, pero luego comenzó a reír con¬migo.
-¡No, no! No es eso lo que quería decir -exclamó-. Lo que quiero decir es que hay muchos de ellos que se reblandecen aquí ense¬guida.
En broma, sugerí que aquel calor embrutece¬dor era la principal causa de ello. Pero el capitán Giles dio muestras de una filosofía más profun¬da. Ciertamente, la vida era fácil en Oriente para los blancos, pero lo difícil era continuar siendo blanco, y algunos de aquellos chicos encantado¬res no lo sabían. Me lanzó una mirada penetran¬te y, con un tono de viejo tío bonachón, me pre¬guntó a quemarropa:
-¿Por qué dejó su empleo?
Me sentí irritado, pues ya comprenderéis lo que semejante pregunta tenía de exasperante para quien tampoco sabía una palabra de algo que atañía de manera tan esencial a sí mismo. Di¬ciéndome en mi fuero interno que era preciso cerrar el pico a aquel moralista, le pregunté, con un tono a la vez provocador y amable:
-¿Cómo...? ¿Me desaprueba usted? Quedó tan desconcertado, que no pudo sino mascullar confusamente:
-¿Yo?... En términos generales...
-Y no pudo salir adelante. Pero se replegó en buen or¬den, al amparo de una chuscada sobre su propia persona, haciéndome observar que también él se reblandecía y que aquél era el momento en que solía echar su siestecilla cuando se hallaba en tie¬rra-. Muy mala costumbre. Muy mala costum¬bre -concluyó.
La sencillez de aquel hombre habría desar¬mado una susceptibilidad aún más juvenil que la mía. Así, cuando, en el almuerzo del día siguien¬te me hizo un saludo con la cabeza y me dijo que la tarde anterior se había encontrado con mi ca¬pitán, agregando en voz más baja: «Lamenta mu¬cho su partida. Jamás había tenido un segundo con quien se entendiese mejor», le respondí se¬riamente y sin la menor afectación que, realmen¬te, nunca me había encontrado tan bien en un bar¬co ni relacionado mejor con ningún otro capitán en todo el tiempo que llevaba en el mar.
-En ese caso... -murmuró.
-¿No le han dicho, capitán Giles, que tengo intención de regresar a casa?
-Sí -respondió benévolamente-, ¡pero he oído decir esto con tanta frecuencia!
-¿Y qué? -exclamé.
No pude por menos de pensar que era el hom¬bre más limitado y menos imaginativo que había conocido. No sé ya lo que iba a agregar, cuando Hamilton, muy retrasado, entró en el comedor y fue a ocupar su lugar de costumbre. Así pues, me contenté con murmurar:
-En todo caso, esta vez lo verá usted confir¬mado.
Hamilton, recién afeitado, saludó secamente al capitán Giles, pero no condescendió a poner siquiera los ojos en mí, y sólo abrió la boca para decir al primer administrador que la comida que le servían no era digna de un caballero. El inter¬pelado pareció tan abrumado por su aflicción que ni le quedaron fuerzas para gemir. Se con¬tentó con levantar los ojos hacia el punkah, y eso fue todo.
El capitán Giles y yo nos levantamos de la mesa, y el extranjero sentado al lado de Hamil¬ton imitó nuestro ejemplo, poniéndose de pie penosamente. El pobre diablo había procurado hacer penetrar en su boca un poco de aquella in¬digna comida, no porque tuviese hambre, sino porque esperaba, creo yo, recobrar así en cier¬to modo el respeto de sí mismo; pero, después de haber dejado caer por dos veces su tenedor, pareció considerarse definitivamente vencido, y permaneció sentado, inmóvil, con aire de extre¬mada mortificación y una horrible mirada vi¬driosa. Mientras estuvimos en la mesa, el capitán Giles y yo habíamos evitado mirar hacia su lado.
Una vez en la galería, el extranjero se detu¬vo bruscamente para hacernos, con expresión de ansiedad, una larga observación, cuyo sentido no logré interpretar del todo. Hubiérase dicho que hablaba un horrible lenguaje desconocido. Pero cuando el capitán Giles, tras un momento de reflexión, le contestó: «Sí, seguramente; tiene usted razón», el individuo pareció encantado y se fue, andando casi sin tambalearse, a buscar un poco más lejos una chaise longue.
-¿Qué quería decir? -pregunté con cierta repugnancia.
-No lo sé. No debemos ser demasiado du¬ros con un camarada. Puede usted estar seguro de que sufre. Y, mañana, todavía será peor.
A juzgar por su apariencia, eso parecía impo¬sible. No pude por menos de preguntarme qué clase de complicado libertinaje lo había condu¬cido a semejante estado. Pero la benevolencia del capitán Giles iba acompañada de un cierto aire de satisfacción de sí mismo que me disgustaba. Riendo ligeramente, le dije:
-En todo caso, aquí está usted para mirar por él.
Hizo un gesto de negación, se sentó y cogió un periódico. Yo hice otro tanto. Los periódicos eran antiguos y carecían de interés, llenos casi en su totalidad de descripciones estereotipadas de las ceremonias con que se había celebrado el ju¬bileo de la reina Victoria. Sin duda habríamos cedido rápidamente a la somnolencia de aquel mediodía tropical si la voz de Hamilton no se hubiese dejado oír en el comedor. Hamilton aca¬baba su comida. La puerta, muy ancha, tenía abiertos de par en par sus dos batientes y él no sospechaba que nos hallásemos sentados tan cer¬ca. Le oímos, pues, contestar en altavoz y con tono arrogante a una observación que el primer administrador se había aventurado a hacer.
-Puede usted estar seguro de que no acep¬taré un empleo cualquiera. No se encuentra to¬dos los días un caballero. No hay para qué apre¬surarse.
Se oyó al administrador murmurar algo, y luego, nuevamente, a Hamilton, que respondía con un tono todavía más acentuado de desprecio:
-¿Cómo? ¿Ese joven mentecato que se cree un personaje por haber sido durante tanto tiem¬po segundo de Kent...? ¡Absurdo!
Giles y yo nos miramos. Kent era mi antiguo capitán. Las palabras: «Habla de usted», que murmuró el capitán Giles, me parecieron com¬pletamente ociosas. Sin duda el administrador insistió en su opinión, pues de nuevo se oyó a Hamilton, todavía más desdeñoso si era posible, declarar enfáticamente:
-Eso no tiene pies ni cabeza. No se compite con un aficionado semejante. Tenemos todo el tiempo para nosotros.
Enseguida oímos un ruido de sillas que se movían, de pasos, y las plañideras exhortaciones del administrador persiguiendo a Hamilton has¬ta la puerta de entrada.
-Cierto, es un individuo demasiado inso¬lente -observó, de manera inútil, a mi parecer, el capitán Giles-. Muy insolente. Sin embargo, usted no le ha hecho nada, que yo sepa, ¿no es cierto?
-En mi vida le he hablado -respondí con aspereza-. No comprendo qué quiere decir con eso de «competir». Ha procurado obtener mi puesto después de que yo lo abandoné, y no lo ha logrado. No es eso, precisamente, lo que podría llamarse competir.
El capitán Giles meneó, pensativo, su volu¬minosa y benévola cabeza.
-No lo ha logrado -repitió con lentitud-. No, con Kent no era probable obtenerlo. Kent no se consuela de que usted lo haya abandonado y dice que es usted un buen marino.
Arrojé el periódico que aún tenía en la mano, me levanté y con la palma de la mano abierta gol¬peé la mesa. ¿Por qué demonios había de volver siempre a aquel asunto, que a mí solo importa¬ba? Aquello era, realmente, exasperante.
La perfecta tranquilidad con que me miraba el capitán Giles me redujo al silencio.
-No hay nada en ello que pueda molestarle -murmuró tranquilamente, con un deseo visi¬ble de apaciguar la infantil irritación que había producido con sus palabras.
Y, en realidad, tenía un aspecto tan inofensi¬vo que procuré explicarme de la mejor manera. Le dije que no deseaba oír una sola palabra más sobre lo que ya era cosa pasada. Durante todo el tiempo que duró, aquello había sido muy agra¬dable, pero ahora que había terminado prefería no hablar, y ni siquiera pensar en ello. Estaba ab¬solutamente decidido a regresar a Europa.
Giles escuchó toda mi tirada con expresión particularmente atenta, como si hubiese queri¬do sorprender en ella una nota falsa; luego, se enderezó y pareció meditar con ahínco sobre el asunto.
-Sí, ya me había dicho usted que deseaba regresar. ¿Tiene ya algo en perspectiva allí?
En lugar de contestar que eso no le importa¬ba, respondí malhumorado:
-Nada que yo sepa.
Ciertamente, yo ya había enfocado ese as¬pecto un tanto oscuro de la situación que yo mismo me había creado al abandonar un empleo satisfactorio, y la verdad es que no las tenía todas conmigo. Estuve a punto de agregar que el senti¬do común no tenía nada que ver con mi manera de obrar y que ésta no merecía, Por lo tanto, el interés que parecía inspirarle. Pero Giles se ha¬bía dedicado a exhalar bocanadas de humo de su corta pipa de madera, y tenía un aspecto tan plá¬cido, tan limitado, tan vulgar, que realmente no valía la pena crearle un rompecabezas con un ex¬ceso de sinceridad o de ironía.
Envuelto en una nube de humo, me pregun¬tó bruscamente, a quemarropa:
-¿Ha tomado ya su pasaje
Vencido por la descarada obstinación de un hombre con el cual era verdaderamente difícil mostrarse grosero, contesté con extremada deli¬cadeza que todavía no había hecho ninguna diligencia al respecto. Pensaba que al día siguiente tendría tiempo de sobra para hacerlo.
Y estaba a punto de alejarme, sustrayendo así mis asuntos privados a los esfuerzos ridículamente inútiles que hacía Giles para probar su consistencia, cuando el capitán colocó su pipa ante sí de manera significativa, como si quisiese indicar que había llegado el momento crítico y se inclinó de lado sobre la mesa que nos separaba.
-¡Ah! ¿Conque todavía no lo ha tomado? -Y agregó, bajando la voz misteriosamente-: Pues bien, en ese caso me parece conveniente que sepa que aquí sucede algo.
Yo nunca me había sentido más desligado de las cosas de este mundo. Aunque liberado por algún tiempo del mar, había conservado ese es¬tado de ánimo de los marinos, que se sienten completamente ajenos a todo lo que pasa en tierra. ¿En qué podía concernirme aquello? La agitación del capitán Giles me producía más compasión que curiosidad.
A manera de preámbulo, me preguntó si el administrador me había hablado por la mañana, a lo que respondí que no, agregando que si lo hubiese intentado no habría encontrado por mi parte mayor estímulo. No tenía las menores ga¬nas de conversar con aquel individuo.
Sin desalentarse por mi petulancia, el capitán Giles, con una expresión de profunda sagacidad, comenzó a hablarme con toda clase de detalles de un ordenanza de la Oficina del Puerto. Pero ¿qué interés podía tener eso para mí? Aquella mañana habían visto pasar por la galería a un or¬denanza que llevaba en la mano una carta, un so¬bre oficial. Según la costumbre de aquellas gen¬tes, se la había mostrado al primer blanco que encontró, que no resultó ser otro que nuestro amigo de la chaise longue. Como sabemos, éste no se hallaba en estado de interesarse por las cosas sublunares, y se contentó con alejar al or¬denanza con un gesto. El ordenanza recorrió entonces la galería y cayó sobre el capitán Giles, que, por azar extraordinario, se encontraba allí.
Habiendo llegado a esta parte de su discurso, se detuvo para mirarme fijamente.
La carta, prosiguió, estaba dirigida al primer administrador. ¿Qué podía el capitán Ellis, jefe del puerto, escribir al administrador? Éste iba todas las mañanas, puntualmente, a la Oficina del Puerto a dar su informe, pedir órdenes, etcé¬tera. Apenas hacía una hora que había regresado de allí, cuando se presentaba un ordenanza ofi¬cial persiguiéndolo con una carta. ¿Qué signifi¬caba aquello?
Y comenzó a meditar. Evidentemente, no era por esto... y tampoco podía ser por aquello. En cuanto a esa otra razón, era igualmente inadmi¬sible... La inanidad de todo ese discurso me dejó verdaderamente perplejo. Si aquel hombre no hubiese sido tan simpático, casi me habría dado por ofendido. Pero, en realidad, sólo me sentía apenado por él. La expresión singularmente se¬ria de su mirada me impidió reírme en sus nari¬ces. Tampoco bostecé en sus barbas. Me conten¬té con mirarlo.
Y, aquí, su tono se hizo más misterioso toda¬vía. Apenas el hombre (esto es: el administrador) hubo leído la carta, se precipitó sobre su sombre¬ro y se lanzó fuera de la casa; pero no porque aquel mensaje lo llamase a la Oficina del Puerto. No era allí adonde había ido. No había estado ausente bastante tiempo para ello. Al cabo de un instante regresó repentinamente y, arrojando le¬jos de sí su sombrero, comenzó a correr por el comedor, gimiendo y golpeándose la frente. El capitán Giles observó tan singulares sucesos y no dejó de meditar desde entonces sobre el asunto.
Realmente, comenzaba a compadecerme de él. Con un tono que me esforcé en hacer lo me¬nos sarcástico posible, le dije que me alegraba de que hubiese encontrado en qué ocupar la ma¬ñana.
Con su desarmante sencillez me hizo obser¬var -como si el hecho hubiese tenido alguna importancia- cuán singular era que justamente hubiese pasado él allí la mañana. Casi siempre. salía antes del almuerzo y visitaba las diferentes oficinas o iba a ver a sus compañeros del puerto. Pero aquel día no se había sentido muy bien al levantarse; nada grave, apenas lo suficiente para sentirse perezoso.
Me decía todo eso con la mirada fija, concen¬trada, cuya expresión, que contrastaba con la inanidad absoluta de sus palabras, daba la im¬presión de una triste y dulce demencia. Y cuan¬do, bajando la voz misteriosamente, acercó un poco su silla, comprendí de pronto que una ex¬celente reputación profesional no era siempre una garantía de sentido común.
Yo no creía ignorar entonces en qué consiste exactamente el sentido común y no sabía hasta qué punto es delicada esta cuestión y relativa, en suma. Como no quería herir la sensibilidad del capitán, simulé un vivísimo interés. Pero cuan¬do me preguntó misteriosamente si recordaba lo que acababa de suceder entre nuestro adminis¬trador y «ese Hamilton», no pude sino asentir con un gruñido, volviendo al mismo tiempo la cabeza.
-Sí. Pero ¿recuerda usted cada una de las palabras? -insistió con amabilidad.
-No sé. Eso no es asunto mío -dije, esta¬llando, y en voz alta mandé al administrador y a Hamilton a hacer compañía a los demonios.
De ese modo esperaba dar fin a todo aquello, pero el capitán Giles continuaba mirándome con expresión pensativa. Nada podía detener¬lo. Me hizo observar entonces que mi persona había salido a relucir en aquella conversación. Como yo procurase conservar un aire de indife¬rencia, el capitán se tornó implacable. ¿Había oído yo lo que había dicho aquel hombre? ¿Sí? Y, entonces, ¿qué pensaba yo de ello? Necesita¬ba saberlo.
La apariencia misma del capitán Giles excluía toda sospecha de malignidad. Así pues, lle¬gué a la conclusión de que era, simplemente, el imbécil más desprovisto de tacto que hubiese soportado nunca la tierra. Casi me reproché mi debilidad y el haber intentado iluminar su pobre inteligencia. Acabé por declararle que no pensa¬ba nada de ello y que Hamilton no merecía si¬quiera el honor de un pensamiento. Lo que un repugnante holgazán -« Sí, eso es lo que es», me interrumpió el capitán Giles...- piense o diga, no debe preocupar a las personas decentes, y yo estaba absolutamente decidido a no prestar la menor atención a semejante cosa.
Esta actitud me parecía tan sencilla y natural que me sorprendí al ver que el capitán Giles no daba ninguna señal de asentimiento. Una estupi¬dez tan perfecta casi resultaba interesante.
-¿Qué quería, pues, que hiciese? -le pre¬gunté, riendo-. No seré yo quien vaya a bus¬carle querella por la opinión que de mí tenga. He oído muy bien la manera desdeñosa con que se refiere a mí. Pero nunca me ha manifestado su desprecio abiertamente; jamás lo ha expresado ante mí. Hace un momento no sospechaba que podíamos oírlo. Lo único que lograría con otra actitud sería ponerme en ridículo.
El obstinado capitán Giles continuaba fu¬mando tristemente su pipa. De pronto, se le ilu¬minó el rostro y exclamó:
-No me ha comprendido usted.
-¿De veras? Me alegra saberlo -dije.
Con mayor animación aún, me repitió que no le había comprendido. Ni tanto así. Y con tono de creciente complacencia en sí mismo me aseguró que a él no se le escapaba nada, o casi nada, que reflexionaba mucho y que su expe¬riencia de la vida y de los hombres lo conducía, en general, a una apreciación exacta de las cosas.
Esa manera de hacer su propio panegírico cuadraba perfectamente con la laboriosa inani¬dad de la conversación, todo lo cual fortalecía en mí aquella vaga sensación de que la vida no era más que una sucesión de días malgastados, sen¬sación que, casi inconscientemente, me había hecho abandonar un buen puesto y camaradas a los que apreciaba para escapar de la amenaza de semejante vacío... y, todo, para caer, al pri¬mer paso, en aquella inanidad. Tenía ante mí un hombre cuyo carácter y capacidades elogiaban todos, y descubría en él un absurdo y triste char¬latán. Y, sin duda, lo mismo acontecía en todas partes, del este al oeste, de arriba abajo de la es¬cala social...
Me sentía presa de un gran desaliento, de una especie de embotamiento moral. La voz de Giles seguía sonando complaciente, como la voz de la hueca y universal vanidad, y ello sin que me produjera ya la menor irritación. No había nada nuevo, original, revelador que esperar de este mundo, ninguna sabiduría que adquirir, ningún placer que gustar. Todo era estúpido y artificial, como el mismo capitán Giles. Y eso era todo.
El nombre de Hamilton hirió de pronto mi oído, sacándome de mis abstracciones.
-Creía que ya habíamos terminado con él -dije con marcado disgusto.
-Sí, pero dado lo que acabamos de oír, creo que debería usted hacerlo.
-¿Qué es lo que debería hacer? -pregunté, enderezándome, estupefacto-. ¿Hacer el qué?
El capitán Giles me contempló muy sor¬prendido.
-Pues... que debe usted hacer lo que le aconsejé que intentase: ir a preguntar al adminis¬trador lo que contenía esa carta de la Oficina del Puerto. Pregúnteselo sin darle tiempo a meditar. Por un instante quedé desconcertado. Ver¬daderamente, aquello era lo bastante inesperado y original para resultar perfectamente incom¬prensible. Idiotizado, murmuré:
-Pero si yo pensaba que era Hamilton a quien usted...
-Exactamente. No le deje usted hacer. Haga lo que le digo. Acometa al administrador. Apues¬to que lo hará saltar -insistió el capitán Giles, agitando su pipa hacia mí. Enseguida aspiró rápi¬damente tres bocanadas.
Su expresión de triunfante perspicacia era in¬descriptible. Sin embargo, aquel hombre conti¬nuaba siendo una criatura extrañamente sim¬pática. Todo él irradiaba benevolencia, de una forma ridícula, plácida, impresionante. De to¬dos modos, era exasperante. Pero yo declaré con frialdad, como quien se enfrenta con lo in¬comprensible, que no veía ninguna razón para exponerme a un sofocón por parte de aquel in¬dividuo. Era un administrador poco satisfac¬torio, y un pobre diablo además, al que, llega¬da la ocasión, daría con mucho gusto un tirón de orejas.
-¡Tirarle de las orejas! -exclamó el capitán Giles, escandalizado-. ¡Como si eso le fuera a servir de algo a usted!
Esa observación estaba tan desprovista de oportunidad que era imposible tratar de tomarla en cuenta. Pero el sentimiento de lo absurdo aca¬baba por ejercer en mí su conocida fascinación. Comprendí que no debía dejar que me hablase por más tiempo. En consecuencia, me levanté, declarando bruscamente que era un contrincante demasiado fuerte para mí y que no alcanzaba a comprenderlo.
Sin dejarme tiempo para alejarme, prosiguió, con tono diferente, que revelaba su obstinación, y sin dejar de chupar su pipa:
-Sí... es un... individuo sin importancia.... no hay duda. Pero pregúntele sencillamente... Eso es todo.
Esa nueva actitud me impresionó o, al me¬nos, me detuvo. Pero la razón no tardó en preva¬lecer de nuevo, y abandoné la galería tras dirigir¬le una sonrisa desprovista de alegría. En unos cuantos pasos llegué al comedor; habían levanta¬do la mesa y la habitación estaba vacía. Durante ese corto lapso diversos pensamientos pasaron por mi mente: que el capitán Giles había querido burlarse, divertirse a costa mía; que sin duda de¬bía parecerle yo muy tonto y crédulo; que yo conocía muy poco la vida...
De repente, para gran sorpresa de mi parte, se abrió ante mí, al otro extremo del comedor, la puerta en que se hallaba inscrito el nombre de «Administrador», y el individuo en persona se precipitó fuera de su horrible madriguera y se dirigió hacia la puerta del jardín, con su aire ab¬surdo de bestia acorralada.
Todavía hoy no sé lo que me obligó a gri¬tarle:
-Oiga. Espérese un momento.
Tal vez fue la mirada de soslayo que me diri¬gió o bien el hallarme todavía bajo la influencia de la misteriosa gravedad del capitán Giles. En todo caso, fue un impulso interior, un efecto de esa fuerza que habita nuestras vidas y las modela a su antojo. Pues si no se me hubiesen escapado aquellas palabras y mi voluntad no tuvo en ello parte alguna- seguramente mi existencia sería aún la de un marino, aunque en una direc¬ción que hoy me es imposible concebir.
No; mi voluntad no tuvo en ello parte algu¬na. A decir verdad, apenas había emitido aque¬llas palabras fatales cuando ya lo lamentaba pro¬fundamente. Si el hombre se hubiese detenido y me hubiese mirado de frente, yo habría empren¬dido la retirada. No tenía el menor deseo de con¬tinuar a expensas mías ni a las del administrador la estúpida broma del capitán Giles.
Pero el viejo instinto humano de la persecu¬ción entró entonces en juego. El administrador se hizo el sordo, y yo, sin reflexionar siquiera por un instante, me lancé a lo largo de la mesa y le corté la retirada en la misma puerta.
-¿No puede usted contestar cuando se le habla? -pregunté brutalmente.
El administrador se apoyaba en el quicio de la puerta. Su expresión denotaba un desconcierto total. Mucho me temo que la naturaleza huma¬na no abrigue solamente sentimientos genero¬sos. Hay en ella aspectos bastante desagradables. Sentí que la cólera me dominaba, y ello única¬mente, según creo, a causa del aspecto miserable de mi presa. ¡Pobre diablo!
Sin más ceremonias, lo ataqué:
-He sabido que esta mañana llegó una comunicación oficial de la Oficina del Puerto para el Hogar. ¿Es verdad?
En lugar de contestarme, como habría podi¬do hacerlo, que me ocupase de mis asuntos, em¬pezó a gemir, con un tono en que se traslucía su imprudencia. No había conseguido encontrar¬me en ninguna parte aquella mañana. Después de todo, él no podía correr tras de mí por toda la ciudad.
-¿Quién le pedía que lo hiciera? -grité, al tiempo que mis ojos descubrían las interiorida¬des de cosas y palabras cuya insignificancia me pareciera tan desconcertante y fastidiosa.
Declaré que deseaba saber lo que decía aque¬lla carta. La firmeza del tono qué empleé y la de mi actitud eran fingidas sólo a medias. Algunas veces la curiosidad puede ser feroz.
El administrador se refugió en un farfullar descosido y malhumorado. Aquello no me con¬cernía, murmuró. Yo. le había dicho que regresa¬ba a Europa, y desde el momento que regresaba a Europa, no veía por qué había él de...
Ése era el sentido general de su argumenta¬ción, a tal punto incongruente, que casi resul¬taba insultante. Insultante para mi inteligencia, por lo menos.
En esa región crepuscular que separa la ju¬ventud de la madurez en que yo me encontraba entonces, se es particularmente sensible a este
género de insulto. En realidad, temo haberme mostrado demasiado violento para con el admi¬nistrador, pero éste no era hombre capaz de afrontar cosas ni gentes. Tal vez el uso de los es¬tupefacientes, tal vez la embriaguez solitaria...,. y, cuando perdí los estribos hasta el punto de inju¬riarlo, se turbó y comenzó a gritar.
No quiero decir con esto que lanzase un gran grito. Fue una confesión cínica, hecha a voz en cuello, y, sin embargo, tímida, lastimosamente tímida. Sus palabras no eran muy coherentes, pe¬ro sí lo suficiente para quedarse, en un princi¬pio, con la boca abierta. La indignación me hizo apartar la mirada de él, y entonces vi en la entra¬da de la galería al capitán Giles, que contempla¬ba tranquilamente la escena: su propia obra, por así decirlo. Su pipa, negra y humeante, cogida en su grueso puño paternal, atraía la mirada, lo mis¬mo que el brillo de la gruesa cadena de oro que cruzaba su chaqueta blanca. Toda su persona exhalaba un aire de tan virtuosa sagacidad que cualquier inocente habría recurrido a él con toda confianza. Y yo recurrí.
-¡Quién se lo habría podido figurar! -le grité-. Era un aviso pidiendo un capitán para un navío. Según parece hay un mando vacante, y a este individuo no se le ocurre otra cosa que guardárselo en el bolsillo.
El intendente lanzaba gemidos desesperados:
-¡Usted será la causa de mi muerte!
La vigorosa palmada que aplicó al mismo tiempo a su mísera frente no fue menos ruidosa. Pero, cuando me volví para verle, había desapa¬recido. Se había eclipsado no sé por dónde. Esa súbita desaparición me hizo reír.
A mi entender, aquella fuga ponía fin al inci¬dente. El capitán Giles, en cambio, sin dejar de mirar fijamente hacia el lugar por donde había desaparecido el administrador, comenzó a tirar de su imponente cadena de oro, hasta que al fin salió el reloj de un profundo bolsillo, como sale una palpable verdad del fondo de un pozo. Con ademán solemne, volvió a meter el reloj en su bolsillo, contentándose con decir¬
-Las tres en punto. Si se apresura usted, lle¬gará a tiempo.
-¿A tiempo de qué? -pregunté.
-Pues, hombre, a la Oficina del Puerto. Es necesario saber de qué se trata.
Hablando en puridad, el capitán tenía razón. Pero jamás me han gustado mucho las investiga¬ciones para desenmascarar a las gentes, y otras cosas de ese estilo, moralmente muy meritorias, sin duda. Ese episodio sólo se me presentaba des¬de un punto de vista puramente moral. Si alguien había de causar la muerte del administrador, no veía yo por qué no había de ser el propio capitán Giles, hombre de edad y de importancia y pen¬sionista habitual del Hogar. En tanto que yo, en comparación, me hacía el efecto de ser en aquel puerto una simple ave de paso. Y, en efecto, ya en aquel instante habría podido decirse que había roto los lazos que me ligaban a él. Murmuré, pues, que no pensaba..., que aquello no me con¬cernía en nada...
-¡En nada! -repitió el capitán Giles, dan¬do muestras de una indignación tranquila y resuelta-. Ya Kent me había advertido de que era usted un muchacho singular. Y ahora me di¬ce usted que no le interesa la capitanía de un barco... ¡Eso, después de todo el trabajo que me he tomado!
-¡El trabajo! -murmuré, sin compren¬der-. ¿Qué trabajo?
Todo lo que yo recordaba era el haber sido mixtificado y penosamente importunado por su conversación durante una hora larga. ¡Y a eso llamaba tomarse mucho trabajo!
Giles me miraba con un aire de satisfacción que habría resultado insoportable en cualquier otro. Repentinamente, como si al volver la pági¬na de un libro descubriese la palabra que explica¬ra todo lo anterior, comprendí que aquel asunto tenía también otro aspecto aparte del simple¬mente moral.
Entretanto, yo continuaba inmóvil. El capi¬tán Giles comenzaba a perder la paciencia. Aspirando rabiosamente una bocanada de humo, volvió la espalda a mis vacilaciones.
Y, sin embargo, no había vacilación por mi parte. Me sentía, si así puedo decirlo, mental¬mente desazonado. Pero, tan pronto como com¬prendí que en aquel viejo y estéril universo, ob¬jeto de mi descontento, existía algo así como un mando que tomar, recobré mis facultades loco¬motivas.
Del Hogar de los Oficiales a la Oficina del Puerto había un buen trecho de camino, pero, con aquella mágica palabra de «mando en la ca¬beza, en un abrir y cerrar de ojos me encontré en el muelle, ante un gran portal de piedra, en lo alto de una blanca escalinata de cortes peldaños.
Todo aquello me hizo el efecto de haber sali¬do rápidamente a mi encuentro. A mi derecha, la gran rada no era sino un espejear de resplande¬ciente azul, y el vestíbulo oscuro y fresco me tra¬gó bruscamente al salir de aquel calor y aquella claridad, de las que no tuve conciencia sino en el momento mismo en que salía de ellas.
En cierto modo, la gran escalera interior se in¬sinuó por sí misma bajo mis pasos. Un mando es un poderoso sortilegio. Los primeros seres hu¬manos que distinguí claramente desde el momen¬to en que me aparté de la indignada espalda del capitán Giles fueron los hombres de la chalupa de vapor del puerto, que esperaban en el amplio re¬llano de la escalera, frente al pasillo cerrado con cortinas que llevaba a la oficina de navegación. Una vez allí me abandonó el entusiasmo. La atmósfera administrativa es de tal naturaleza que mata todo lo que vive y respira energía humana, y es capaz de apagar la esperanza, como el temor, bajo la supremacía de la tinta y el papel. Abru¬mado, pasé por debajo de la cortina que el pa¬trón malayo de la chalupa recogió ante mí. En la oficina, no había nadie fuera de los empleados que escribían, colocados en dos filas laboriosas. Pero el jefe de servicio se precipitó desde su es¬trado y vino a detenerse ante mí, sobre las grue¬sas esterillas que señalaban el paso a través de la habitación.
Aquel empleado ostentaba un nombre esco¬cés, pero su tez tenía un hermoso color oliváceo; su corta barba era negra como el azabache y sus ojos, negros también, tenían una expresión lán¬guida. Con tono confidencial, me preguntó:
-¿Desea usted verlo?
Yo había perdido toda vivacidad de espíritu y de cuerpo, al simple contacto de aquella admi¬nistración. Lánguidamente, contemplé al escri¬ba y le pregunté con tono cansado:
-¿Qué cree usted? ¿Sería de alguna uti¬lidad?
-¡Pero, hombre...! Si ha preguntado hoy dos veces por usted.
Como es natural, se refería a la autoridad su¬prema, al superintendente de la Marina , al jefe del puerto: un altísimo personaje a los ojos de todos aquellos plumíferos de la oficina. Pero esa opinión no era nada comparada con la que el mismo superintendente tenía de su grandeza.
El capitán Ellis se consideraba una especie de emanación divina (en el sentido pagano de la pa¬labra): el vice-Neptuno, por así decirlo, de los mares circunvecinos. Si en realidad no mandaba las olas, pretendía al menos regir el destino de los mortales cuya existencia transcurría sobre las aguas.
Tan exaltadora ilusión le confería un carácter inquisidor y perentorio. Y como era natural¬mente colérico, había quienes no se presentaban ante él sin temblar. Era temible, no en virtud de sus funciones, sino a causa de sus injustificables pretensiones. Hasta entonces nunca había teni¬do yo nada que ver con él.
-¿Es cierto? -exclamé-. ¿Ha preguntado dos veces por mí? Entonces, tal vez haga bien en entrar.
-Seguramente, seguramente.
El jefe del despacho me precedió con cierta afectación a través del dédalo de despachos, has¬ta llegar ante una alta e imponente puerta, que abrió con gesto deferente.
Sin soltar el tirador, se detuvo en el umbral y, luego de lanzar una mirada respetuosa a la habi¬tación, me hizo con la cabeza un ademán silen¬cioso, Enseguida salió dulcemente, cerrando la puerta tras de sí con la mayor delicadeza posible.
Tres grandes ventanas se abrían sobre el puer¬to. Sólo dejaban ver el espejo azul profundo del mar y el azul luminoso y más pálido del cielo. A lo lejos, vi, sobre la extensión de aquellos dos to¬nos de azul, la manchita blanca de un gran navío que acababa de llegar y se disponía a anclar en la rada exterior. Debía de tratarse de un navío que llegaba de Inglaterra después de noventa días de travesía. Un navío que llega del mar y cierra sus blancas alas para tomar reposo es siempre un es¬pectáculo emocionante.
La primera cosa que vi a continuación, fue el plateado mechón que coronaba el rostro rojizo, liso y -si no hubiese sido por su aspecto de lo¬zanía- casi apoplético del capitán Ellis.
Nuestro vice-Neptuno no era barbado ni se veía ningún tridente en un rincón de la estancia, a la manera de un paraguas, pero su mano soste¬nía una pluma, la pluma oficial, mucho más po¬derosa que la espada para hacer o deshacer la for¬tuna de los simples trabajadores. Por encima del hombro, contemplaba mi entrada.
Cuando estuve a una distancia conveniente de él, me dirigió una interpelación a modo de saludo: -¿Dónde ha estado metido todo este tiempo?
Como aquello no le interesaba en modo al¬guno, no presté la menor atención a su salida y me contenté con decirle que, tras enterarme de que necesitaban un capitán para un velero, creía que podría hacer una petición...
-¡Cómo! ¡Qué diablos! Si es usted, precisa¬mente, el hombre que necesitamos, y al que es¬cogeríamos aunque hubiese otros veinte en pos del puesto. ¡Pero no hay peligro! Todos tienen demasiado miedo para aprovechar esta oportu¬nidad. Ésa es la cuestión.
Parecía muy irritado. Inocentemente, dije:
-¿De veras! ¿Y por qué, si puede saberse?
-¿Por qué? -exclamó con vehemencia-. Los veleros les causan miedo. Temen una tripu¬lación de blancos. ¡Demasiadas preocupaciones! ¡Demasiado trabajo! ¡Demasiado tiempo lejos de tierra! La vida fácil y las chaise longues les van mejor. Aquí me tenía usted con el telegrama del cónsul general ante mí y sin esperanzas de en¬contrar al único hombre capaz de aceptar y lle¬var a cabo semejante misión. Ya empezaba a creer que también usted tenía miedo...
-No he tardado mucho en venir a la Oficina -observé calmosamente.
-Y, sin embargo, usted goza aquí de una buena reputación-gruñó, con expresión de fu¬ria y sin mirarme.
-Encantado de oírselo decir-repuse.
-Sí; sólo que no se le encuentra cuando se tiene necesidad de usted. Usted sabe muy bien que no estaba allí. No es posible que el tal admi¬nistrador se atreviese a olvidar un mensaje pro¬veniente de este despacho. ¿Dónde diablos se me¬tió usted durante toda la mañana?
Me contenté con sonreír amablemente; el ca¬pitán pareció recobrar el dominio de sí mismo y me ofreció asiento. Luego me explicó que, ha¬biendo muerto en Bangkok el capitán de un bar¬co inglés, el cónsul general le había cablegrafiado pidiéndole que enviase un hombre competente para encargarle del mando.
Según parece, Ellis había pensado de inme¬diato en mí, aunque la notificación transmitida al Hogar de los Oficiales estuviese, por princi¬pio, dirigida a todo el mundo. Ya estaba prepara¬do el contrato. Me lo dio a leer, y cuando se lo devolví diciéndole que aceptaba sus condicio¬nes, el vice-Neptuno lo firmó, lo selló con su mano todopoderosa, lo dobló en cuatro (era un pliego azul de tamaño comercial) y me lo entre¬gó de nuevo: regalo de extraordinaria eficacia, pues al guardarlo en mi bolsillo sentí que la ca¬beza me daba vueltas ligeramente.
-Es su nombramiento -me dijo con cierta gravedad-, en el que constan las condiciones aceptadas por la compañía. Ahora bien, ¿cuándo cree usted que podrá tomar posesión?
Respondí que, si era necesario, partiría ese mismo día. Al punto, me cogió la palabra. Aque¬lla misma noche, a eso de las siete, zarparía para Bangkok el vapor Melita. Oficialmente, reque¬riría al capitán de aquel barco para que me lle¬vase a bordo, esperándome hasta las diez de la noche.
A continuación se levantó de su sillón, y yo hice otro tanto. Ya no era posible dudar: la cabe¬za me daba vueltas y sentía todos mis miembros singularmente pesados, como si hubiesen creci¬do durante el tiempo que había permanecido sentado allí. Lo saludé con una inclinación de la cabeza.
Un cambio sutil se operó en las maneras del capitán Ellis, como si hubiese dejado a un lado su tridente de vice-Neptuno. En realidad, sólo había dejado, al levantarse, su pluma oficial.
2
Me estrechó la mano.
-Y bien -me dijo-, ya es usted dueño de sí mismo; ya está usted nombrado oficialmente, bajo mi responsabilidad.
Llevó su amabilidad hasta conducirme a la puerta. ¡Qué lejana me parecía ésta! Andaba como un hombre encadenado. No obstante, por fin llegamos a ella. La abrí como si obrase en sueños. En el último momento, la camaradería de la profesión lo dominó todo, más fuerte que cualquier diferencia de edad y rango. Lo domi¬nó todo en la voz del capitán Ellis.
-Adiós... y buena suerte -me dijo, tan cor¬dialmente que sólo pude contestarle con una mi¬rada de gratitud.
Di entonces media vuelta y salí, para no vol¬ver a verlo nunca más en mi vida. No había dado tres pasos por la oficina de los empleados cuando oí a mis espaldas una voz ruda, fuerte e impe¬riosa, la voz de nuestro vice-Neptuno dirigién¬dose al jefe de servicio, quien, después de intro¬ducirme, había permanecido evidentemente en las cercanías.
-Señor R. -dijo-, ordene que tengan pre¬parada la chalupa para conducir al capitán a bor¬do del Melita, esta noche, a las nueve y media.
-Bien, capitán -respondió R., y el acento estupefacto de su voz me asombró. Luego me condujo apresuradamente hasta el rellano de la escalera. Todavía llevaba yo mi nueva dignidad tan ligeramente que no sospeché que era yo, el capitán, el objeto de esta última amabilidad. Hubiérase dicho que, de repente, me había brotado un par de alas en la espalda. Apenas si rozaba el encerado suelo.
Pero R. estaba impresionado.
-¡Diantre! -exclamó una vez que llegamos al descanso. La tripulación malaya de la chalu¬pa miraba, petrificada, al hombre por quien te¬nían que estar tanto tiempo de servicio, lejos de sus juegos, de sus amiguitas o de sus simples ale¬grías domésticas-. ¡Diantre! ¡Su propia chalu¬pa! ¿Qué le ha hecho usted, si puede saberse?
Su mirada estaba llena de respetuosa curiosi¬dad. Yo, por mi parte, me sentí muy confuso.
-¿Era para mí? Ni siquiera lo sospechaba -balbucí.
R. meneó la cabeza largo rato.
-Sí, y la última persona por quien se ha he¬cho tanto como por usted era un duque. Sí, señor. Probablemente esperaba verme caer desma¬yado, pero yo tenía demasiada prisa para entre¬garme a excesos emocionales. Mis sentimientos se hallaban arrastrados por un torbellino tal, que esa estupefaciente revelación no pareció intro¬ducir en ellos cambio alguno, limitándose a caer en mi cerebro en ebullición y yendo conmigo a la deriva, después de que me hube despedido de R., breve pero efusivamente.
El favor de los poderosos pone una aureola en torno del afortunado objeto de su elección. Aquel excelente hombre me preguntó si podía serme útil. Sólo me conocía de vista y sabía muy bien que nunca volvería a verme. Como todos los marinos del puerto, yo sólo era un pretexto para escrituras oficiales, para fórmulas llenadas con toda la artificial superioridad que un hom¬bre de pluma y tinta conserva sobre aquellos que tienen que luchar con realidades, fuera de los muros sacrosantos de un edificio oficial.
¡Qué fantasmas debíamos de ser nosotros para él! Simples símbolos, con los cuales se juga¬ba en los libros y en los pesados registros: enti¬dades sin cerebro, sin músculos, sin inquietudes, casi sin utilidad, y, desde luego, de una clase muy inferior.
Y he aquí que ese hombre, después de sus horas de oficina, me preguntaba si podía serme útil en algo.
A decir verdad, habría debido sentirme con¬movido hasta las lágrimas, pero ni siquiera se me ocurrió pensarlo. Aquello no era sino un mila¬gro más en tan milagrosa jornada. Me separé de él como si también él hubiese sido un simple símbolo. Floté hasta el pie de la escalera. Salí flo¬tando por la imponente puerta oficial. Y flotan¬do seguí mi camino.
Empleo esta palabra, prefiriéndola al térmi¬no «volar», porque tengo la clarísima impresión de que, por muy exaltado que me hallase por los transportes de mi juventud, no por ello mis mo¬vimientos eran menos deliberados. A toda aque¬lla abigarrada humanidad, blanca, negra y ama¬rilla, que se ocupaba de sus asuntos, debí hacerle el efecto de un hombre que anda con relativo so¬siego. Ninguna abstracción habría podido igua¬lar mi total desapego de las formas y colores de este mundo. En cierto modo, era absoluto.
Y, sin embargo, de repente, reconocí a Ha¬milton. Lo reconocí sin esfuerzo, sin sobresalto, sin sorpresa. Sí, era él, dirigiéndose tranquila¬mente hacia la Oficina del Puerto, con toda su rígida y arrogante dignidad. Su rostro rubicun¬do lo delataba de lejos. Parecía llamear desde la otra acera, desde la parte en sombra de la calle.
También él me había visto. No sé qué impul¬so inconsciente exuberancia, sin duda-, me hizo agitar la mano en un saludo claramente di¬rigido a él. Esa falta de tacto se me escapó aun antes de haberme creído capaz de cometerla. La enormidad de mi descaro lo hizo detener¬se en seco, como herido por una bala. A decir verdad, hasta creo que tropezó, aunque sin caer por ello; al menos, no me di cuenta de lo contra¬rio. En un momento, lo dejé atrás, y ya no volví la cabeza. Había olvidado su existencia.
Los diez minutos que siguieron, lo mismo habrían podido ser diez segundos que diez si¬glos, a juzgar por la falta de conciencia que tuve de ellos. Los transeúntes podrían haber caído muertos en torno a mí, desplomarse las casas, tronar los cañones, sin que me percatase de nada. Iba pensando: «¡Caramba! ¡Ya lo tengo!» Es de¬cir, el mando. Y logrado de una manera que nun¬ca, en mis modestos ensueños, había previsto.
Comprendí que mi imaginación sólo había seguido hasta entonces rumbos convencionales y que mis esperanzas siempre habían estado de¬masiado apegadas a la tierra. Yo había considera¬do el mando de capitán como el resultado de una lenta promoción al servicio de una compañía respetable, la recompensa de largos y leales ser¬vicios. Aunque, en realidad, no hay por qué ha¬blar de servicios leales, pues éstos se hacen por amor propio, por amor a un barco, por amor a la vida que se ha elegido, y no pensando en una re¬compensa.
En la noción de recompensa hay siempre al¬go desagradable.
Pero, en fin, el caso es que ya tenía aquel man¬do, allí mismo, en mi bolsillo, de manera inne¬gable, aunque completamente inesperada; eso rebasaba mi imaginación y mis previsiones más razonables; y ello, por si fuera poco, a pesar de no sé qué oscura intriga urdida para privarme de él. Verdad es que la intriga había sido bastante mezquina, pero, no obstante, contribuía a esa im¬presión de maravilla, como si diese a entender que yo había sido destinado especialmente para aquel barco desconocido por un poder superior a todos los prosaicos agentes del mundo comercial.
Un extraño sentimiento de alegría comenzó a apoderarse de mí. Si hubiese trabajado diez años para obtener aquel mando, sin duda no ha¬bría experimentado, al lograrlo, nada semejante. Sentía hasta un leve temor.
-Calma, calma -me dije en voz alta a mí mismo.
El infortunado administrador parecía espe¬rarme ante la puerta del Hogar de los Oficiales. Había allí una ancha escalinata de pocos pelda¬ños, en lo alto de la cual el administrador se pa¬seaba de un lado a otro, como si estuviese sujeto por una cadena. Parecía un perro abandonado. Hubiérase dicho que tenía la garganta demasia¬do seca para ladrar.
Debo confesar que me detuve antes de en¬trar. En mi carácter acababa de operarse una revolución. El administrador esperaba, boquia¬bierto, conteniendo la respiración, mientras yo lo miraba fijamente durante medio minuto. -¿Conque se figuraba usted que me lo iba a birlar sin más ni más? -le pregunté, al fin, con tono sardónico.
-Usted había dicho que regresaba a Euro¬pa-dijo, con un chillido lastimero-. Usted lo dijo. ¡Usted lo dijo...!
-Veremos lo que dirá el capitán Ellis de se¬mejante excusa-repuse lentamente, con aire si¬niestro.
Su mandíbula inferior no había dejado de temblar y su voz se asemejaba al balido de una cabra enferma.
-¿Me ha denunciado usted...? ¡Usted me ha perdido!...
Ni su angustia ni el absurdo aspecto que pre¬sentaba lograron desarmarme. Era aquélla la pri¬mera vez que trataban de perjudicarme volunta¬riamente o, al menos, la primera que me daba cuenta de ello. Y todavía era yo muy joven, to¬davía me hallaba de este lado de la línea de som¬bra para no sorprenderme e indignarme.
Lo miré con expresión inflexible. Era preci¬so dejar a aquel bribón temblando de miedo. Se golpeó la frente, mientras yo entraba en el edifi¬cio, perseguido hasta el comedor por sus lamen¬taciones:
-Bien decía yo que usted sería la causa de mi muerte...
No solamente me alcanzaron esos lamentos, sino que resonaron hasta en la galería, haciendo salir de ella al capitán Giles.
Le vi ante mí, sobre el umbral de la puerta, en toda la vulgar solidez de su cordura. La cadena de oro brillaba sobre su pecho. Su mano blandía la pipa encendida.
Le tendí la mano calurosamente, y, no sin cierta sorpresa, terminó por contestar a mi gesto con bastante cordialidad, y con la leve sonrisa de una sapiencia superior, que, como un cuchillo, cortó mis demostraciones de gratitud. Creo que ya no logré articular una palabra más. Además, a juzgar por el calor de mi rostro, me había rubo¬rizado como si acabara de cometer una mala acción. Adoptando un aire de indiferencia, le pregunté entonces cómo demonios había hecho para descubrir el pequeño complot que tan se¬cretamente se había tramado.
Con tono de complacencia murmuró que apenas sucedía nada en la ciudad de cuyas inte¬rioridades no estuviese él enterado. Y en cuanto
al Hogar, desde hacía diez años se alojaba en él de vez en cuando. Nada de lo que pasaba en él podía escapara su gran experiencia. Aquello no le había costado ningún trabajo. Absolutamente ninguno.
Luego, con su gruesa y plácida voz, expresó su deseo de saber si me había quejado oficial¬mente de la actitud del administrador.
Le contesté que no, a pesar de que no me ha¬bía faltado ocasión para hacerlo, ya que el ca¬pitán Ellis había comenzado por echarme una reprimenda de la manera más ridícula por no ha¬berme encontrado en el Hogar cuando tenía ne¬cesidad de mí.
-Es un viejo divertido -me interrumpió el capitán Giles-. ¿Y qué le respondió usted?
-Le dije, sencillamente, que en cuanto me enteré de su mensaje me había presentado en la Oficina. Nada más. No tenía intención de per¬judicar al administrador. No vale la pena hacer daño a un individuo semejante. No, no me quejé, pero creo que él está persuadido de lo contrario. Dejémosle que lo crea. Saldrá ganando un susto, que no olvidará tan pronto, pues de un puntapié el capitán Ellis sería capaz de enviarlo al centro de Asia...
-Espéreme un momento -dijo el capitán Giles, alejándose bruscamente.
Tomé asiento. Me sentía extenuado, con la cabeza pesada. Apenas había tenido tiempo para reunir mis ideas, cuando ya regresaba el capitán Giles, excusándose por la ausencia y murmuran¬do que había querido ir a tranquilizar a aquel in¬dividuo.
Le miré, sorprendido. Aunque, en el fondo, aquello me daba igual.-Me explicó que había en¬contrado al administrador tendido boca abajo sobre el canapé. Ahora, ya estaba tranquilo.
-No se hubiera muerto de miedo -dije con desprecio.
-No, pero habría podido tomarse una dosis demasiado alta de uno de esos frasquitos que guarda en su habitación -respondió el capitán gravemente-. Ya una vez, hace dos años, ese imbécil trató de envenenarse.
-¿De veras? -pregunté con frialdad-. En todo caso, su existencia no creo que sea muy preciosa.
-Lo mismo podría decirse de muchas otras.
-¡No exagere! -protesté, riendo con ner¬viosismo-. Pero ahora me pregunto sincera¬mente qué sería de esta parte del mundo, capitán Giles, si usted le retirase su protección. En sólo una tarde me ha procurado usted un mando y ha salvado la vida del administrador. Lo que no aca¬bo de comprender es que haya podido usted ma¬nifestar tanto interés por uno y otro al mismo tiempo.
El capitán Giles permaneció un momento si¬lencioso. Luego, repuso gravemente:
-En el fondo, no es un mal administrador. En todo caso, sabe encontrar un buen cocinero. Y, lo que vale más, es capaz de conservarlo. Re¬cuerdo los cocineros que teníamos aquí antes de su llegada...
Debí de hacer un movimiento de impacien¬cia, pues Giles se detuvo, excusándose de entre¬tenerme con su charla cuando lo más probable era que careciese de tiempo suficiente para hacer mis preparativos.
Lo que en realidad necesitaba yo era estar a solas un momento. Así pues, me apresuré a apro¬vechar la ocasión. Mi alcoba, situada en un ala aparentemente inhabitada de la casa, era un re¬fugio tranquilo. No teniendo nada que hacer, ya que no había desembalado mis cosas al llegar, me senté sobre el lecho y me abandoné a las in¬fluencias del momento. A las influencias inespe¬radas...
Ante todo, me sorprendió mi estado de áni¬mo ¿Por qué no estaba más sorprendido? ¿Por qué? En un abrir y cerrar de ojos me veía investi¬do de un mando, y no de acuerdo con el curso habitual de las cosas, sino como por arte de ma¬gia. Realmente, debería estar mudo de asombro. Pues no. Me asemejaba a esos personajes de los cuentos de hadas, a los que nada sorprende nunca. Cuando de una calabaza brota una carroza de gala perfectamente equipada para conducirla al baile, Cenicienta no se maravilla, sino que sube muy tranquila a la carroza y parte hacia su mag¬nífico destino.
El capitán Ellis -especie de hada feroz- ¬había sacado del cajón de su escritorio un nom¬bramiento de capitán casi tan milagrosamente como en un cuento de hadas. Pero un mando es una idea abstracta, y sólo me pareció una mara¬villa de segundo orden, hasta que hube entrevis¬to como en un relámpago que implicaba la exis¬tencia concreta de un barco.
¡Un barco! ¡Mi barco! Aquel barco era mío; la posesión y custodia de él me pertenecía más absolutamente que ninguna otra cosa en el mun¬do; él iba a ser el objeto de mi responsabilidad y devoción; me esperaba allá lejos, encadenado por un sortilegio, incapaz de moverse, de vivir, de recorrer el mundo hasta que yo no hubiese llegado -semejante a una princesa encantada-. Su llamamiento me había venido del cielo, en cierto modo. Yo jamás había sospechado su exis¬tencia; ignoraba su aspecto; apenas había oído su nombre y, sin embargo, he aquí que estábamos ya indisolublemente unidos para una cierta por¬ción de nuestro futuro, destinados a hundirnos o a navegar juntos.
Una pasión súbita, hecha de ávida impacien¬cia, corrió de repente por mis venas y desper¬tó en mí una sensación de vida intensa que hasta entonces había ignorado y que no he vuelto a ex¬perimentar después.
Entonces descubrí hasta qué punto era yo marino de corazón, de pensamiento y, por así decirlo, físicamente; un hombre que sólo se inte¬resaba por el mar y los barcos: el mar, el único mundo que contaba, y los barcos, piedra de to¬que de la virilidad, del temperamento, del valor y la fidelidad... y del amor.
Fue un momento delicioso; un momento único. Me puse de pie en un salto y durante un largo rato caminé arriba y abajo por la habita¬ción. No obstante, cuando pasé al comedor, ya había recobrado el dominio de mí mismo. Una 'completa inapetencia era la única huella que que¬daba de mi agitación.
Tras declarar mi intención de trasladarme a pie al muelle, en vez de hacerlo en coche, el des¬graciado administrador -preciso es reconocer¬lo- dio pruebas de gran actividad, buscando a los culis que debían transportar mi equipaje. Partieron al fin, llevando todo lo que me perte¬necía -a excepción de un poco de dinero que llevaba en el bolsillo- colgado de una larga pér¬tiga. El capitán Giles se ofreció a acompañarme.
Seguimos el umbroso paseo de árboles que atravesaba la explanada. Bajo los árboles, reinaba una frescura relativa. El capitán Giles se echó a reír y declaró:
-Conozco a alguien que se alegrará de no volver a verlo.
Adiviné que se refería al administrador. Hasta el último momento, el divertido hombrecillo me había mostrado un rostro malhumorado y teme¬roso. Expresé a mi compañero la sorpresa que me causaba el que aquel individuo hubiese querido jugarme una tan mala pasada sin razón alguna.
-¿Acaso no comprende usted que lo que él deseaba era desembarazarse de nuestro amigo Hamilton, haciéndole obtener el puesto en su lugar? De ese modo se habría desembarazado de él para siempre, ¿comprende usted?
-¡Cielos! -exclamé, sintiéndome ligera¬mente humillado-. ¿Es posible? ¡Se necesita es¬tar loco! ¡Ese holgazán arrogante y descarado! En la vida habría conseguido... Y, no obstante, sí, casi lo había logrado, pues, al fin y al cabo, la Oficina del Puerto tenía que enviar a alguien.
-Cierto. Hasta un imbécil como nuestro administrador puede tornarse peligroso a ve¬ces -declaró sentencioso el capitán Giles-. Y precisamente porque es un imbécil -agregó, de¬sarrollando complaciente su pensamiento en voz baja. Luego, a manera de demostración, conti¬nuó-: Pues nadie que tenga sentido común quiere arriesgarse a perder el único empleo que puede salvarlo de la miseria, por el simple placer de evitar una contrariedad, una pequeña moles¬tia. ¿No es cierto?
-Sin duda -respondí, conteniendo la risa que me producía la manera misteriosa y a la vez vaga con que me revelaba las conclusiones de su sabiduría, como si éstas fuesen el fruto de opera¬ciones ilícitas-. Pero ese individuo me pare¬ce realmente un poco chiflado. A la fuerza tiene que serlo.
-¡Desde luego! Y yo creo que todos lo so¬mos un poco aquí abajo -declaró con tranqui¬lidad.
-¿No hace usted excepciones? -pregunté, deseoso de conocer su opinión.
Permaneció en silencio un buen rato y luego, volviendo bruscamente en sí, declaró:
-¿Por qué había de hacerlas? Lo mismo di¬ce Kent de usted.
-¿De veras? -exclamé, y de pronto me sentí lleno de amargura contra mi antiguo capi¬tán-. Pues no dice eso en el certificado de su puño y letra que llevo en el bolsillo. ¿Le ha dado a usted algún ejemplo de mi extravagancia? Con tono conciliador, el capitán Giles me explicó que aquello no pasaba de ser una obser¬vación amistosa, a propósito de la manera brus¬ca con que había abandonado yo, sin razón apa¬rente, su barco.
Al oírlo, no pude por menos de gruñir.
-¡Ah!..., abandonado su barco... -Y apreté el paso.
El capitán Giles se mantuvo a mi lado, en medio de la profunda oscuridad de la avenida, como si su conciencia le impusiese el deber de
desembarazar a la colonia de un personaje inde¬seable. Jadeaba levemente, lo que le daba cierto patetismo. Pero yo no me sentía conmovido. Por el contrario, encontraba en ello una especie de placer malévolo.
No obstante, aminoré la marcha, casi hasta detenerme, y exclamé:
-Lo que yo deseaba ante todo era encontrar algo nuevo. Sentía que ya era tiempo. ¿Es ésta una prueba de extravagancia?
Giles no contestó. Salimos de la avenida. So¬bre el puente que atravesaba el canal, una forma oscura iba y venía como si esperase algo o a al¬guien.
Era un policía malayo, descalzo y con uni¬forme azul. La luz de un reverbero hacía brillar tenuemente el galón de plata de su gorra. Tími¬damente, miró hacia nosotros.
Antes de que hubiésemos llegado a su altura, dio media vuelta y nos precedió en dirección al muelle, del que apenas nos separaba un centenar
de metros. Cuando llegamos allí, encontré a mis culis en cuclillas. Habían conservado la pértiga sobre los hombros, y todo lo que me pertenecía, colgado aún de la pértiga, yacía por tierra, entre ellos. En el muelle no había absolutamente na¬die, a excepción del agente de policía, que nos sa¬ludó.
Según parece, había detenido a los culis por parecerle sospechosos y les había prohibido el acceso al muelle; pero, a una señal mía se apresu¬ró a levantar el veto. Los dos impasibles indivi¬duos, después de levantarse al mismo tiempo y lanzando un débil gemido, comenzaron a trotar sobre las planchas, mientras yo me preparaba para despedirme del capitán Giles, que perma¬necía inmóvil, como un hombre cuya misión toca a su fin. Preciso era confesar que la había cumplido bien. Y mientras yo buscaba una frase de circunstancias, he aquí que se me adelantó, diciéndome:
-Me temo que no van a faltarle los embro¬llos y las preocupaciones...
Le pregunté qué le hacía pensar eso, y con¬testó que su experiencia del mundo en general: un barco alejado durante tanto tiempo de su puerto, la imposibilidad de comunicar por telé¬grafo con la compañía, y muerto y enterrado el único hombre que podía explicar las cosas...
-Y además, usted, novato en estos asuntos -declaró, con tono que no admitía réplica y a manera de conclusión.
-No insista-le dije-. Lo sé de sobra. An¬tes de mi marcha habría deseado recibir de usted siquiera una pequeña dosis de su experiencia. Pero como esto no puede hacerse en diez minu¬tos, no vale la pena pedírselo. Además, la chalu¬pa está esperándome. Pero la verdad es que no me sentiré realmente tranquilo hasta encontrar¬me con mi barco en pleno océano índico.
Evasivamente, observó el capitán Giles que de Bangkok al océano índico había una buena distancia, y al murmullo de su voz, como a la dé¬bil luz de una linterna sorda, entreví por un ins¬tante un largo cinturón de islas y arrecifes exten¬diéndose entre aquel barco desconocido que era mío y la libertad de las grandes aguas del globo.
No obstante, no experimentaba la menor aprensión. En aquel tiempo estaba yo bastante familiarizado con el Archipiélago. Un extremo cuidado y una paciencia extrema me guiarían a través de aquella región de tierras anfractuosas, de brisas débiles, de aguas muertas, hasta el mo¬mento en que sentiría por fin balancearse mi bar¬co en alta mar e inclinarse bajo el soplo podero¬so de los vientos, que le darían el sentimiento de una vida más vasta y más intensa. La ruta sería larga. Todas las rutas que conducen al objeto de nuestro deseo lo son; pero yo podía seguir esta ruta con el pensamiento, sobre el mapa, profe¬sionalmente, con todas sus dificultades y com¬plicaciones. De todos modos, era una cosa bas¬tante sencilla. Se es marino o no se es. Y yo esta¬ba seguro de serlo.
El golfo de Siam era la única parte del trayec¬to desconocida para mí. Así se lo declaré al capi¬tán Giles, pero no porque me inquietase gran cosa. El golfo pertenecía a aquella misma región cuya naturaleza conocía yo, cuya alma me pare¬cía haber penetrado durante los últimos tiempos de aquella existencia con la que rompía ahora de manera tan súbita.
-El golfo... ¡Ah!, sí, un rincón de mar muy divertido -declaró el capitán Giles. Divertido, en aquel caso, era una palabra vaga. La frase parecía expresar la opinión de una persona que tuviese sus razones para maldecir aquella región.
No pude profundizar la naturaleza de su co¬mentario. Además, no tenía tiempo para ello. Aun así, en el último momento y por iniciativa propia, el capitán Giles me dio este consejo:
-Pase lo que pase, manténgase siempre al Este del golfo. Los parajes del Oeste son peli¬grosos en esta época del año. No se deje usted sorprender allí. Podría costarle un disgusto.
Aunque me fuera difícil imaginar qué demo¬nio podría impulsarme a conducir mi barco al centro de las corrientes y los arrecifes de la costa malaya, le di las gracias por su consejo.
Calurosamente, estrechó la mano que yo le tendía, y nuestras relaciones terminaron brusca¬mente con estas palabras:
-Buenas noches.
Esto fue todo lo que supo decir: «Buenas no¬ches.» Nada más. No sé lo que yo mismo tenía intención de decirle, pero en todo caso la sorpre¬sa me obligó a tragarme mis propias palabras. Atragantándome ligeramente con una especie de premura nerviosa, exclamé:
-¡Buenas noches, capitán Giles, buenas noches!
Sus movimientos siempre eran lentos, pero ya se iba esfumando su silueta a lo lejos antes de que yo consiguiese dominarme lo bastante para imitar su ejemplo y dar media vuelta en direc¬ción al muelle.
Mis movimientos, en cambio, nada tuvieron de lentos. Precipitándome por los peldaños de la escalinata, salté a la chalupa. Aún no había llega¬do a la cabina cuando la ligera embarcación se apartó del muelle con el repentino girar de su hé¬lice y el resoplido duro y entrecortado del tubo de escape, cuyo embudo de cobre brillaba débil¬mente.
El único ruido que podía oírse era el sordo ru¬mor del remolino que se formaba a la popa de la embarcación. La ribera se hallaba sumida en el si¬lencio del más profundo reposo. Yo miraba des¬aparecer la ciudad, tranquila y silenciosa, en me¬dio de la noche cálida, hasta que una brusca lla¬mada: «¡Eh, la chalupa!», me hizo volver la cabe¬za hacia proa. Estábamos junto a un blanco vapor fantasmal. En el puente, y a través de las redondas portillas, brillaban luces. Y la misma voz gritó: -¿Es nuestro pasajero?
-Sí -respondí a voz en cuello. Evidentemente, la tripulación estaba alerta. Yo oía a los hombres correr en todos sentidos. El moderno espíritu de precipitación se mani¬festó en las órdenes:
-¡Virad sobre la cadena! ¡Arriad la escala! Y también en la urgente petición que se me hacía:
-Pronto, capitán. A causa de usted tenemos un retraso de tres horas... Debíamos zarpar a las siete, ¿lo sabía?
-No, no sabía nada -contesté.
El espíritu de la precipitación moderna se hallaba encarnado en un hombre flaco, de bra¬zos y piernas largos y barba gris recortada con cuidado. Su mano delgada estaba caliente y seca. Con tono febril, declaró:
-Aunque me ahorcasen, no habría espera¬do cinco minutos más, así se tratara del jefe del puerto...
-Allá usted -le dije-; no fui yo quien le pidió que me esperase.
-Espero que no contará usted con cenar aquí -declaró bruscamente-. Esto no es un hotel flotante. Es usted el primer pasajero que tengo en mi vida, y espero que también sea el úl¬timo.
Dejé sin respuesta tan hospitalaria comuni¬cación y, de seguro, tampoco él esperaba que le contestase, pues se precipitó hacia el puente para aparejar.
Durante los cuatro días que me tuvo a bordo no cejó en esta actitud hostil. Puesto que su bar¬co se había retrasado tres horas por mi causa, no me perdonaba que no fuese un personaje más importante. No lo confesaba abiertamente, pero este sentimiento de malhumorado asombro se traslucía constantemente en sus palabras.
También era éste un hombre de mucha expe¬riencia, y le gustaba hacer ostentación de ella, pero no podría imaginarse contraste más grande que el que ofrecía con el capitán Giles. Esto me habría divertido, si hubiera necesitado divertir¬me. Pero no tenía la menor necesidad de diver¬siones. Me sentía como el enamorado que espe¬ra la hora de una cita. La hostilidad humana me era indiferente. Pensaba en mi barco desconoci¬do, y en este pensamiento había de sobra para divertirme, atormentarme y absorberme.
Mi anfitrión era lo bastante perspicaz pa¬ra comprender mi estado de ánimo. Comenzó, pues, a burlarse de mis preocupaciones, em¬pleando esa manera que ciertos viejos cínicos y malhumorados adoptan con respecto a los sue¬ños e ilusiones de los jóvenes. Aunque sabía que casi todos los meses arribaba a Bangkok y que, por lo tanto, debía conocerlo de vista, me guardé muy bien de interrogarle sobre el aspecto de mi barco. No quería exponer el barco, mi barco, a una descripción desdeñosa.
Aquel capitán era el primer hombre verda¬deramente antipático que había encontrado en mi vida. Sin siquiera sospecharlo ¡no!, no lo sospechaba- mi educación distaba de haber ter¬minado.
Sólo sabía que no le era agradable y que sen¬tía cierto desprecio por mi persona. ¿Por qué? Al parecer porque su barco se había retrasado tres horas por mi causa. ¿Quién era yo, al fin y al cabo, para que se me hiciese semejante merced? Jamás habían hecho cosa parecida por él. Era una especie de celosa indignación lo que sentía.
Mi expectación, mezclada de ansiedad, se exasperaba por momentos. ¡Qué largos me parecieron los días de aquella travesía y, no obs¬tante, cuán pronto pasaron! Una mañana, muy temprano, franqueamos la barra y, mientras el sol se levantaba magnífico sobre las llanuras ri¬bereñas, remontamos las innumerables curvas del río y, después de pasar bajo la sombra de la gran pagoda dorada, alcanzamos los arrabales de la ciudad.
Ante mí se extendía, sobre las dos riberas, aquella capital oriental que aún no había sufrido la conquista de los blancos; una sucesión de casas oscuras, hechas de bambú, de esterillas, de hojas, toda una arquitectura vegetal brotaba de la tierra oscura, sobre las orillas del río cenagoso. Asom¬braba el pensar que en aquellos millares de ha¬bitaciones humanas no había entrado sin duda más de media docena de libras de clavos. Algunas de aquellas casas, hechas de ramas y de hierbas, como los nidos de una especie acuática, se adhe¬rían a las riberas bajas. Otras, parecían haber surgido del agua misma, y las había también que flotaban en largas filas, ancladas en medio del mismo río. Aquí y allá, dominando la masa tu¬pida de techos oscuros y bajos, se levantaban grandes edificios de cal y canto, el palacio del rey, templos suntuosos y deteriorados, que se desmoronaban poco a poco bajo la abrumadora, palpable casi, luz vertical del sol, que parecía pe¬netrar en nuestros pechos cada vez que aspirába¬mos e infiltrase en nuestros miembros por cada poro de nuestra piel.
Justamente en aquel momento, la ridícula víctima de los celos, no sé por qué razón, mandó parar las máquinas. El vapor derivó lentamente con la corriente. Sin cuidarme de la novedad del paisaje, me paseaba de un lado a otro del puente, presa de una vaga inquietud, mezclando román¬ticas ensoñaciones con una lúcida apreciación de mis propias capacidades. Se acercaba el instante de asumir el mando y de dar mi medida en aque¬lla prueba suprema de mi profesión.
De pronto, me oí llamar por aquel imbécil. Me hacía señas de que subiese a su puente.
Poco me importaban sus llamadas, pero, co¬mo parecía tener algo especial que decirme, tre¬pé por la escala.
Una vez junto a él, me puso la mano en el hombro y me hizo girar ligeramente, en tanto que con la otra mano me mostraba algo.
-Allí tiene usted su barco, capitán.
Sentí un golpe en el pecho; uno solo, como si mi corazón hubiese cesado de latir. A lo largo de la ribera estaban amarradas diez o más naves; la que me señalaba mi anfitrión se hallaba medio oculta por su vecina.
-Dentro de un momento estaremos frente a él -añadió.
¿Qué acento tenían sus palabras? ¿Burlón? ¿Amenazador? ¿O, simplemente, indiferente? No podría decirlo. Pero sospechaba alguna ma¬levolencia en aquella súbita manifestación de in¬terés.
Se alejó de mí y, entonces, apoyándome en la baranda del puente, miré por encima de la borda.
No me atrevía a levantar los ojos, pero era preci¬so hacerlo; sin embargo, por más esfuerzos que hacía, no lograba decidirme. Hasta creo que tem¬blaba.
No obstante, tan pronto como mis ojos se posaron sobre mi barco, todo temor se disi¬pó rápidamente como un mal sueño, con la dife¬rencia de que los sueños no dejan tras de sí nin¬guna vergüenza y que por un instante me sentí enrojecer, recordando mis injustificadas sospe¬chas.
Sí, él era. La vista de un casco y su aparejo me llenaron de una gran alegría. Aquel sentimiento del vacío de la vida que tanto me había inquieta¬do los meses anteriores, perdió de pronto su amarga razón, su poder nefasto, ahogándose en la corriente de una emoción dichosa.
A la primera ojeada, comprobé que se trata¬ba de un barco de primera clase, una criatura ar¬moniosa por las líneas de su esbelto cuerpo y la altura bien proporcionada de sus mástiles. Cua¬lesquiera que fuesen su edad y su historia, había conservado la marca de su origen. Era uno de aquellos barcos a los que la virtud de su línea y de su construcción preservan de toda vejez. En medio de sus compañeros amarrados a la orilla y todos mayores que él, parecía el producto de una raza superior: como un corcel árabe en me¬dio de una fila de caballos de tiro.
Una voz dijo a mis espaldas, con tono des¬agradablemente equívoco:
-Espero que esté usted contento, capitán. No me volví siquiera. Era el capitán del va¬por. Yo sabía que, a pesar de cuanto tratara de in¬sinuar, a pesar de todo lo que pudiera pensar de él, mi barco, semejante en esto a algunas mujeres excepcionales, era uno de ésos seres cuya simple existencia es un deleite objetivo: uno siente la sa¬tisfacción de vivir en un mundo en que semejan¬te criatura existe.
Aquella ilusión de vida y de personalidad que nos encanta en las más bellas obras humanas, ema¬naba de sus formas. Una enorme carga de madera de teca oscilaba por encima de su escotilla: materia inanimada al parecer más pesada y voluminosa que cuanto había a bordo. Cuando comenzaron a bajarla, el choque de la garrucha contra una jar¬cia hizo correr un leve estremecimiento por toda la fábrica, desde la línea de flotación hasta los más su¬tiles nerviecillos del aparejo. Realmente, parecía una crueldad cargarlo de ese modo...
Una media hora después, al poner por pri¬mera vez el pie sobre su puente, experimenté una profunda satisfacción física. Nada habría podido igualar la plenitud de aquel momento, la ideal perfección de aquella emocionante expe¬riencia que se me concedía sin la labor prelimi¬nar ni las desilusiones de una carrera oscura.
De una mirada, recorrí, envolví, me apropié la forma que daba cuerpo al sentimiento abstrac¬to de mi mando. De inmediato una multitud de detalles, perceptibles sólo para un marino, lla¬maron con fuerza mi atención. Por lo demás, su existencia se me antojaba como ajena a toda con¬dición material. La ribera a la que estaba amarra¬do me parecía inexistente. ¡Qué me importa¬ba ningún país del mundo! En todas las tierras bañadas por aguas navegables, seguirían siendo idénticas nuestras relaciones -y más íntimas que cuanto pudiera expresarse con palabras-. Aparte de esto, cada episodio y cada decoración sólo sería un espectáculo efímero. La misma tri¬pulación de culis amarillos, atareada en torno de la escotilla principal, era menos consistente que la sustancia de que están hechos nuestros sue¬ños. Pues, ¿quién en el mundo querría soñar con chinos... ?
Me dirigí hacia la popa y subí al alcázar don¬de, bajo el toldo, brillaban los cobres, tan bruñi¬dos como los de un balandro, los relucientes pa¬samanos de las barandillas y los cristales de las lumbreras. En el extremo de la popa, dos mari¬neros, cuyas encorvadas espaldas se aureolaban con un suave centelleo, bruñían el timón. Sin pa¬recer percatarse de mi presencia ni de la afectuo¬sa mirada que les lancé al dirigirme hacia la esca¬la de la cámara de oficiales, continuaron su tarea.
Las puertas estaban abiertas de par en par y la corredera echada hacia atrás. La espiral de la escalera interceptaba la vista del corredor. Un débil rumor venía de abajo, pero cesó brus¬camente, al ruido de mis pasos sobre los pel¬daños.
3
La primera cosa que vi al llegar abajo fue la parte alta del cuerpo de un hombre proyectada hacia atrás, por así decirlo, desde una de las puer¬tas que se hallaban al pie de la escalera. El hom¬bre me miraba con los ojos muy abiertos. Tenía un plato en una mano y una servilleta en la otra.
-Soy el nuevo capitán -le dije tranquila¬mente.
En un abrir y cerrar de ojos soltó el plato y la servilleta y abrió con precipitación la puerta de la cámara. Apenas hube entrado en ella, cuando desapareció el individuo, pero sólo para reapare¬cer de inmediato abotonándose una chaqueta, que se puso con la rapidez de un transformista.
-¿Dónde está el segundo? -pregunté.
-Creo que está en la cala, capitán. Hace diez minutos lo vi bajar por la escotilla de popa. -Dile que estoy a bordo.
La mesa de caoba, colocada bajo la lumbre¬ra, brillaba en la penumbra como una oscura su¬perficie acuática. El aparador, rematado por un gran espejo de marco dorado tenía una hermosa plancha de mármol adornada con dos lámparas de metal plateado y otros objetos que, evidente¬mente, sólo se sacaban al llegar al puerto. Los paneles de la cámara eran de dos clases diferentes de madera y de ese gusto sencillo y excelente que prevalecía en la época en que había sido cons¬truido el navío.
Me senté en el sillón colocado a la cabecera de la mesa, el sillón del capitán. Un pequeño compás suspendido sobre él recordaba muda¬mente el deber de una vigilancia incesante.
Una serie de hombres se habían sentado su¬cesivamente en aquel sillón. De repente pasó por mi espíritu esta idea, como si cada uno de ellos hubiese dejado un poco de sí entre los cuatro muros de aquellos decorados mamparos, como si una especie de alma compuesta, el alma del mando, viniese de pronto, en un murmullo, a ha¬blarme de largas jornadas en el mar y de momen¬tos de angustia.
«Tú también -parecía decir-, tú también gustarás de esta paz y esta inquietud, en una pe¬netrante intimidad contigo mismo, tan oscuro como lo fuimos nosotros y tan soberano en pre¬sencia de todos los vientos y todos los mares, en el seno de una inmensidad que no admite huella alguna, que no guarda ningún recuerdo ni lleva cuenta alguna de las vidas humanas.»
En el fondo del marco dorado, de un oro ya deslustrado, a favor de la media luz caliente que se filtraba a través del toldo, vi mi rostro apoya¬do sobre mis manos. Y me contemplé fijamente, con la perfecta imparcialidad de la distancia, más bien con curiosidad que con cualquier otro sen¬timiento, como no fuese cierta simpatía que ex¬perimentaba por aquel último representante de lo que, en suma, formaba una dinastía, perpetua¬da, no por la sangre, ciertamente, sino por la ex¬periencia, por la educación, por el concepto del deber y la bienaventurada sencillez de su tradi¬cional concepto de la vida.
De pronto, tuve la impresión de que el hom¬bre que me miraba inmutable y al que yo miraba como si fuese yo mismo y, a la vez, un individuo distinto, no era exactamente un ser aislado. Él te¬nía su lugar en un linaje de hombres que no había conocido y de los que nunca había oído hablar, pero a los que unas mismas influencias habían for¬mado y cuyas almas, en lo que a la obra de sus hu¬mildes vidas concernía, no tenían secretos para él.
De repente caí en la cuenta de que había alguien más en la cámara, alguien de pie en un rincón y que me miraba atentamente. Era el se¬gundo. Su largo bigote rojo determinaba el carácter de su fisonomía, que me pareció comba¬tivo, y -por absurdo que parezca- de bastante mal agüero.
¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí obser¬vándome, mientras yo permanecía sumido en mi divagar? Muy confuso me habría quedado si, al lanzar una rápida mirada al reloj incrustado en lo alto del espejo, no hubiese observado que el minutero apenas se había movido.
Sin duda no debía de hacer más de dos minu¬tos que yo me hallaba allí, pongamos tres..; por lo tanto, y afortunadamente, el segundo no ha¬bía podido observarme sino durante una frac¬ción de minuto. Pero no por eso deploré menos lo sucedido.
Sin embargo, no dejé traslucir nada, me le¬vanté negligentemente -con una negligencia de circunstancias- y lo acogí con perfecta cordia¬lidad.
Su actitud tenía algo de forzada y de atenta a la vez. Se llamaba Burns. Salimos de la cámara y recorrimos juntos el barco. Su rostro, visto
a plena luz, me pareció cansado, flaco, ceñudo. Por delicadeza, evitaba el mirarlo con demasia¬da frecuencia; sus ojos, en cambio, permanecían obstinadamente fijos en mí; eran verdes, y había en ellos una expresión expectante.
Contestó a todas mis preguntas, pero yo creía descubrir en su entonación no sé qué re¬pugnancia. El oficial segundo, con tres o cuatro hombres, se hallaba ocupado en la proa. Burns me dijo su nombre y yo lo saludé al pasar. Era extremadamente joven, al punto de que casi me hizo el efecto de un niño.
Cuando regresamos a la cámara, me senté en la extremidad de un canapé de terciopelo rojo semicircular, o más bien semiovalado, que ocu¬paba toda la parte posterior de la cámara. Mr. Burns, al que ofrecí asiento, se dejó caer en una de las sillas giratorias que había en torno a la mesa y continuó mirándome con la misma insis¬tencia y una expresión extraña, como si todo aquello fuese una pura ficción y esperase a cada momento verme levantar riendo a carcajadas, y, dándole una palmadita en la espalda, desapare¬cer de la cámara, como por ensalmo.
Esa situación tenía algo raro que comenza¬ba a inquietarme. Me esforcé, sin embargo, por reaccionar contra tan confuso sentimiento.
«Es mi inexperiencia, y nada más», pensé. En presencia de aquel hombre algunos años mayor que yo, según me pareció, tuve concien¬cia de lo que había dejado detrás de mí -con¬ciencia de mi juventud-. Pero esto apenas si podía servirme de consuelo. La juventud es una gran cosa, una fuerza poderosa, mientras no se piensa en ella. Me sentía confuso. Casi a pesar mío, afecté una gravedad malhumorada.
-Veo que ha mantenido usted el barco en buen orden, Mr. Burns -le dije.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando ya me preguntaba coléricamente por qué lo había hecho. A manera de respuesta, Mr.
Burns se contentó con guiñarme un ojo. ¿Qué quería decir con aquello?
Me escudé entonces en una pregunta que desde hacía largo tiempo venía haciéndome in¬teriormente; la pregunta más natural que pue¬da salir de labios de un marino que se embarca en un barco nuevo para él. ¡La hice al demo¬nio aquella turbación!- con un tono dégagé y jovial:
-Supongo que podrá andar, ¿eh? Normalmente, la respuesta a una pregunta de este género debería haber tenido un acen¬to bien de excusa apesadumbrada, bien de orgu¬llo visiblemente contenido; algo así como: «No quiero jactarme, ¡pero ya verá usted!» Hay ma¬rinos que habrían declarado con brusquedad: «Es una mala bestia perezosa», o que habrían mostrado su satisfacción diciendo: «No anda, vuela.» Dos alternativas y varias maneras.
Pero Mr. Burns encontró otra, muy suya y que tenía, en todo caso, a falta de otro mérito, el de economizarle aliento.
Sin despegar los labios, contentóse con frun¬cir las cejas, y ello con una marcada expresión de descontento. Aún esperé unos instantes. Pero eso fue todo.
-¿Qué pasa...? ¿Lo ignora usted después de haber pasado dos años a bordo? -pregunté ás¬peramente.
Me miró por un momento, con tal expresión de sorpresa que cualquiera hubiese dicho que has¬ta aquel momento no había descubierto mi pre¬sencia. Pero esta expresión se borró de inmedia¬to. Con la misma subitaneidad, recobró su aire de indiferencia. Supongo que, después de pensarlo bien, consideró que más valdría decir algo. Me de¬claró, pues, que un barco, como un hombre, nece¬sita una ocasión para mostrar de lo que es capaz, y que, desde que él se hallaba a bordo, nuestro bar¬co no habla tenido ninguna. Ni la más mínima, a su juicio. El último capitán... Se interrumpió.
-¿Realmente, tuvo tan poca suerte? -le pregunté, con visible incredulidad.
Mr. Burns apartó la mirada. No, el anterior capitán no era hombre de mala suerte. No se po¬día decir tal cosa. Pero era un hombre que no pa¬recía querer utilizar su suerte.
El enigmático Mr. Burns hizo esta declara¬ción con rostro impávido y los ojos obstinada¬mente fijos en la funda del gobernalle. La decla¬ración en sí era bastante sugestiva.
-¿Dónde murió? pregunté con tono de indiferencia.
-En esta cámara. Precisamente en el lugar en que está usted sentado -respondió Mr. Burns. Reprimí un absurdo impulso de levantarme. Después de todo, me agradaba el saber que no había muerto en el lecho que de ahora en adelan¬te iba a ser mío. Expliqué al segundo lo que de¬seaba saber en realidad, es decir, dónde había sido enterrado su difunto capitán.
Mr. Burns me contestó que a la entrada del puerto. Tumba espaciosa, respuesta suficiente. Pero el segundo, dominando visiblemente algo
que en él pasaba -algo como una singular re¬pugnancia a creer en mi llegada (al menos como hecho irrevocable)-, no se detuvo allí, a pesar, tal vez, de su deseo de hacerlo.
Como en una especie de transacción con sus sentimientos, supongo yo, se dirigía con insis¬tencia a la funda del gobernalle, de tal modo, que
me hacía el efecto de un hombre que hablara a solas, y esto sin darse cuenta cabal de ello.
Me declaró, pues, que a las siete campanadas del cuarto de guardia matinal había hecho subir a todos los hombres a la cubierta de popa y les
había dicho que era conveniente que bajasen a decir adiós al capitán.
Esas palabras, pronunciadas a disgusto, co¬mo a un intruso, bastaron para evocar ante mí la extraña ceremonia. Aquellos marinos, con los pies y la cabeza desnudos, reuniéndose tímida¬mente en la cámara, en un grupo compacto, más confuso que conmovido; las camisas abiertas so¬bre los bronceados pechos, los rostros curtidos e inclinados hacia el moribundo con el mismo aire grave de expectación.
-¿Conservaba el conocimiento? pregunté.
-No habló, pero levantó los ojos para mi¬rarlos -me respondió el segundo.
Al cabo de un instante, Mr. Burns hizo a la tripulación una señal de que saliese de la cámara, pero detuvo a los dos marineros más viejos para
que permaneciesen con el capitán mientras él su¬bía al puente con su sextante para tomar la altu¬ra. Era cerca del mediodía y Mr. Burns desea¬ba determinar la latitud exacta. Cuando volvió a bajar para guardar el instrumento, comprobó que los dos hombres habían salido al pasillo. A través de la puerta abierta, vio al capitán repo¬sando dulcemente sobre sus almohadas. Había expirado mientras Mr. Burns hacía sus observa¬ciones. Casi exactamente a mediodía. Apenas si había cambiado de postura.
Mr. Burns suspiró y me miró inquisitivo, como para decirme: «¿Todavía no se marcha us¬ted?», y trasladó su pensamiento de su nuevo a su antiguo capitán, que, una vez muerto, no ejer¬cía ya ninguna autoridad, ni molestaba a nadie, y con el cual era más fácil entenderse.
Todavía habló Mr. Burras largamente del capitán. Era éste un hombre singular, de unos sesenta y cinco años, cabellos grises, rostro du¬ro, obstinado y taciturno. Por impenetrables ra¬zones, dejaba al barco errar a la deriva. A veces, subía de noche al puente para mandar recoger alguna vela, sabe Dios por qué, y luego descen¬día a encerrarse de nuevo en su camarote y a to¬car el violín durante horas, a veces hasta el ama¬necer. En realidad, pasaba la mayor parte del tiempo, tanto de día como de noche, tocando el violín. Y muy ruidosamente por cierto.
Hasta el punto que un día, Mr. Burns, ha¬ciendo acopio de valor, le hizo muy serias obje¬ciones. Ni él ni el oficial segundo podían cerrar los ojos, durante su cuarto de descanso, a cau¬sa del ruido... ¿Y cómo podrían, en semejantes condiciones, permanecer despiertos durante su cuarto de guardia?, le había preguntado Mr. Burns. La respuesta de aquel hombre resuelto fue que si ni a él ni al segundo oficial les gustaba el ruido, podían hacer sus maletas y largarse. Cuando se les propuso esta alternativa, el barco se encontraba a seiscientas millas de la orilla más próxima.
En aquel momento, Mr. Burns me miró con aire de curiosidad, mientras yo empezaba a pen¬sar que mi predecesor había sido un hombre bastante singular.
Sin embargo, todavía me quedaban por oír cosas más extrañas. Así, supe que aquel marino de sesenta y cinco años, colérico, huraño, tosco, curtido, por el mar, no sólo era un artista, sino también un enamorado. En Haiphong, adonde habían llegado después de una serie de infruc¬tuosas peregrinaciones -durante las cuales el barco había estado a punto de irse a pique-, el capitán, según la expresión de Mr. Burns, se ha¬bía «enredado» con una mujer. Mr. Burns no ha¬bía tenido conocimiento personal de este asun¬to, pero existía una prueba evidente bajo la forma de una fotografía tomada en Haiphong, y descubierta por Mr. Burns en uno de los cajones del camarote del capitán.
Como es natural, también yo vi aquel sor¬prendente documento humano (que más tarde arrojé por la borda). Aparecía en él el capitán, sentado, con las manos sobre las rodillas, calvo, encogido, canoso, erizado, bastante semejante, en realidad, a un jabalí. De pie junto a él, se veía a una horrible mujer blanca, de edad madura, na¬riz ávida y mirada vulgar y de mal agüero. Iba disfrazada con un traje vagamente oriental, fan¬tástico y de mal gusto. Tenía toda la apariencia de una médium de baja categoría o una echadora de cartas a media corona. Y, sin embargo, había algo en ella que sorprendía. Hubiérase dicho una bru¬ja profesional salida de cualquier barrio bajo. Era incomprensible. La idea de que aquella mujer había sido el último reflejo del mundo pasional para el alma huraña que parecía mirarle a uno a través del rostro salvaje y sardónico de aquel vie¬jo marino, tenía algo de horrible. Observé, sin embargo, que la mujer llevaba en la mano un ins¬trumento musical, guitarra o mandolina. Tal vez fuera éste el secreto de su sortilegio.
Para Mr. Burns, esta fotografía era la expli¬cación de por qué el barco, sin más carga que el lastre, había permanecido anclado durante tres semanas en un puerto pestilente, caluroso y sin aire, en el que no hicieron otra cosa que ahogar¬se. El capitán, que de vez en cuando hacía una corta visita a bordo, farfullaba al oído de Mr. Burns los más inverosímiles cuentos sobre cier¬tas cartas que esperaba.
Repentinamente, después de haber desapa¬recido durante toda una semana, subió a bordo, a medianoche, y apenas amanecía cuando ya ha¬bía dado orden de aparejar. A la luz del día ha¬bían descubierto en él una expresión extraviada y enfermiza. No menos de dos días necesitaron para salir a alta mar y, no se sabe cómo, chocaron ligeramente contra un arrecife. Sin embargo, co¬mo no se descubrió ninguna vía de agua, el ca¬pitán, después de gruñir: «No es nada», dijo a Mr. Burns que no había más remedio que dirigir¬se a Hong Kong, para reparar las averías en el di¬que seco.
Al oír esto, la desesperación se apoderó de Mr. Burns. Realmente, subir hacia Hong Kong, luchando con un violento monzón, en un barco insuficientemente lastrado y con una provisión de agua incompleta, era un proyecto insensato. Pero el capitán gruñó con tono perentorio: «Mantenga el barco en esa ruta», y Mr. Burns, abatido y colérico, tuvo que conducirlo y man¬tenerlo en ella, perdiendo velas, cansando la arboladura, abrumando de fatiga a la tripula¬ción, casi enloquecido él mismo por la convic¬ción absoluta de que la tentativa era imposible y sólo podía terminar con una catástrofe.
Entretanto, el capitán, encerrado en su ca¬marote, calándose en un rincón de su canapé como defensa contra los saltos del barco, tocaba el violín o, por lo menos, no dejaba de sacar so¬nidos de él.
Cuando aparecía en el puente, no abría la boca y ni siquiera respondía cuando se le habla¬ba. Era evidente que se hallaba dominado por una enfermedad misteriosa y comenzaba a de¬rrumbarse.
A medida que pasaban los días, se hacía más débil el ruido de su violín, hasta que el oído de Mr. Burns acabó por no percibir sino un débil raer de cuerdas cuando, desde la cámara, ponía el oído a la puerta del camarote del capitán.
Una tarde, absolutamente desesperado, había irrumpido allí y armado tal escena, arrancán¬dose los cabellos y lanzando tan horribles excla¬maciones, que había logrado sobreponerse al hu¬mor desdeñoso del enfermo. Los depósitos de agua estaban casi vacíos, en quince días apenas se habían adelantado cincuenta millas, el barco no llegaría nunca a Hong Kong.
Hubiérase dicho que el capitán se esforzaba con desesperación por conducir el barco y sus hombres a su fin. Esto era absolutamente evi¬dente. Mr. Burras, abandonando toda reserva, había aproximado su rostro al del capitán y co¬menzado a aullar:
-Usted, capitán, se marcha de este mundo. Pero yo no puedo esperar su muerte para hacer virar el timón. Es preciso que usted mismo lo haga. Es preciso hacerlo ahora mismo.
El hombre tendido sobre la litera había mu¬sitado despectivamente:
-De modo que voy a abandonar este mun¬do,¿eh?
-Sí, mi capitán, sólo le quedan pocos días de vida -había dicho Mr. Burns, ablandándose-. Se le ve en la cara.
-Conque en la cara, ¿eh? ¡Pues bien; cam¬biad de rumbo e idos al diablo!
Burns se precipitó al puente, hizo virar el barco hasta ponerlo a favor del viento, y descen¬dió luego, tranquilo, pero resuelto.
-He puesto proa hacia Pulo-Condor, capi¬tán -le dijo-. Si todavía está usted con noso¬tros cuando lo tengamos a la vista, ya me dirá us¬ted a qué puerto desea que conduzca el barco, y así lo haré.
El viejo capitán le había lanzado una mirada de salvaje despecho, y con voz lenta y moribun¬da, había pronunciado estas atroces palabras:
-¡Ojalá que ni el barco ni ninguno de voso¬tros llegue nunca a ningún puerto! Y así espero que sea.
Mr. Burns se había sentido profundamen¬te impresionado. Hasta creo que, en el primer momento, se sintió positivamente aterrado. No obstante, según parece, logró lanzar tal carcaja¬da, que, a su vez, le tocó al viejo espantarse. Sin embargo, logró rehacerse y le volvió la espalda.
Éstas fueron, en realidad, las últimas pala¬bras del difunto capitán. Ninguna otra frase sa¬lió ya de sus labios. Aquella noche empleó sus últimas fuerzas en arrojar su violín por la borda. Nadie lo vio hacerlo, pero, después de su muer¬te, Mr. Burns no logró encontrar el instrumento en ninguna parte. La caja vacía estaba allí, bien a la vista, pero el violín no se hallaba ya dentro de ella. ¿Y por dónde habría podido desaparecer, sino por la borda?
-¡Arrojó su violín por la borda! -excla¬mé yo.
-Sí -declaró Mr. Burns, muy agitado-. Y tengo la convicción de que habría procurado echar a pique el barco igualmente, si ello hubiese estado en su mano. Quería impedir que regresa¬se a su puerto. jamás escribía a sus armadores ni a su mujer. Nunca tuvo la menor intención de hacerlo. Había decidido romper todo lazo con el resto del mundo. Así era este hombre. No se ocupaba de negocios ni de fletes ni de travesías ni de nada. Habría querido errar con su barco a través del mundo, hasta que cuerpos y bienes se perdiesen.
Mr. Burns tenía el aspecto de un hombre que ha escapado de un gran peligro. Un poco más, y habría exclamado: «¡Si no hubiese estado yo allí! » Y la transparente inocencia de sus indigna¬dos ojos se encontraba curiosamente subrayada por sus arrogantes mostachos, que comenzó a retorcer y a estirar horizontalmente.
Yo habría sonreído de buena gana, pero esta¬ba demasiado preocupado por mis propias im¬presiones, que no eran, precisamente, las mismas de Mr. Burns. Yo era el hombre cargado con la responsabilidad del mando. Mis sensaciones no podían parecerse a las de ningún otro de los que se hallaban a bordo. En medio de aquel grupo de hombres, yo constituía una clase aparte, tal un rey en su país. Me refiero a un rey hereditario, no a un simple jefe de Estado elegido. Yo había
sido llamado para gobernar por un agente tan alejado del pueblo y casi tan inescrutable para él como la gracia de Dios.
Y como miembro de una dinastía, penetrado del sentimiento de una relación casi mística con los muertos, me sentía profundamente disgusta¬do con mi predecesor.
Dejando aparte su edad, aquel hombre había sido, en sus rasgos esenciales, semejante a mí. Y, sin embargo, el fin de su vida era un acto de trai¬ción completa, la ruptura de una tradición que se me antojaba tan imperativa como pueda serlo cualquier otra regla de conducta en la tierra. Así pues, aun en el mar, podía un hombre llegara ser víctima de los malos espíritus. Sentí pasar por un instante sobre mi rostro el soplo de esas fuerzas desconocidas que modelan nuestros destinos.
Para no dejar que el silencio se prolongase demasiado, pregunté a Mr. Burns si había escrito a la esposa del capitán. Negó con la cabeza. No había escrito a nadie.
De pronto, su rostro se ensombreció. Ni por un instante se le había ocurrido escribir. Había empleado todo su tiempo en vigilar incesante¬mente el cargamento del barco, hecho por un granuja de estibador chino. Al oír esto, tuve la primera revelación del alma de verdadero segun¬do que habitaba, no sin cierto malestar, en el cuerpo de Mr. Burns.
Meditó un momento y prosiguió con cierta sombría violencia:
-Sí, el capitán murió casi exactamente al mediodía. Por la tarde, examiné sus papeles. Al crepúsculo, leí el oficio de difuntos, y luego puse la proa al norte y traje el barco aquí... Yo... lo he... traído aquí -concluyó, golpeando la mesa con el puño.
-Difícilmente hubiera venido solo -obser¬vé-. Pero ¿por qué no se dirigió usted más bien a Singapur?
Sus ojos parpadearon.
-Éste era el puerto más cercano -murmu¬ró, con mal humor.
Yo había hecho la pregunta inocentemente, pero aquella respuesta-la diferencia de distan¬cia era insignificante- y su actitud me pusieron sobre la pista de la simple verdad. Burns había conducido el barco a un puerto en el que supo¬nía no encontrarían un capitán titulado, razón por la cual tendrían que confirmarle en su man¬do provisional. En Singapur, por el contrario, no se habría tenido más dificultad que el elegir entre los capitanes vacantes. Pero, en su ingenuo razo¬namiento, no había contado con el cable telegrá¬fico que corría bajo aquel mismo golfo hacia el que dirigiera el barco que él imaginaba había sal¬vado de la ruina. Tal era la causa del amargo tono de nuestra conversación. De ello tuve cada vez una sensación más clara, y cada vez lo encontra¬ba menos de mi gusto.
-Escuche, Mr. Burns -comencé, con tono firme-, es preciso que usted sepa que yo no he corrido tras este mando. Lo han colocado en mi camino, y lo he aceptado. Estoy aquí para llevar el barco, ante todo, a su puerto de origen, y pue¬de usted estar seguro de que me ocuparé de cada uno de ustedes, los que se hallan a bordo, haga lo que hay que hacer para ello. Esto es todo lo que, por el momento, tengo que decirle.
Burns se había levantado entretanto, pero en lugar de retirarse permanecía allí, con los labios trémulos de indignación, mirándome fijamente, como si, en verdad, después de aquello no me quedase otro recurso que desaparecer de su vista ultrajada. Como todas las emociones sencillas, la suya era conmovedora. Sentí pena por él, casi simpatía, hasta que, viendo que yo no desapare¬cía, comenzó a hablar, con un tono de forzada reserva.
-Si no tuviese en casa una mujer y un niño, podría usted estar seguro, capitán, de que, en el mismo momento en que subió usted a bordo, le habría pedido que me dejase partir.
Tranquilamente y con un tono tan natural como si se tratase de una tercera persona que no estuviese presente, respondí:
-Y yo, Mr. Burns, no lo habría dejado partir. Usted ha firmado como segundo, y hasta que las cláusulas caduquen en el puerto de descarga, cuento con que hará usted su servicio y me pres¬tará, lo mejor que pueda, el beneficio de su expe¬riencia.
Una pétrea incredulidad se reflejó en sus ojos, pero ante mi actitud amistosa pareció bo¬rrarse, y después de levantar ligeramente los bra¬zos con un ademán que más tarde llegó a serme familiar, salió de la cámara.
Realmente, habríamos podido ahorrarnos ese momento de inofensiva discusión. Apenas habían transcurrido algunos días, cuando ya Mr.
Burns me suplicaba que no le dejase en ruta, en tanto que por mi parte sólo podía darle vagas respuestas. Las cosas, en el intervalo, habían to¬mado un cariz bastante trágico.
Y hasta ese mismo desagradable problema no era más que un episodio aparte, una simple com¬plicación en el problema más general que consis¬tía en saber cómo se podría conducir aquel barco -que era mío, con todos sus aparejos y sus hom¬bres, con su cuerpo y su espíritu a la sazón ador¬mecidos sobre aquel río pestilente-, cómo se le podría hacer salir al mar.
Cuando todavía actuaba Mr. Burns de capi¬tán, se había apresurado a firmar un contrato de flete que, en un mundo ideal y desprovisto de ma¬licia, habría sido un excelente documento. Pero, apenas hube puesto mis ojos en él, preví que me ocasionaría disgustos, a menos que la parte con¬traria fuese excepcionalmente honrada y accesi¬ble a la discusión.
Mr. Burns, al que comuniqué mis temores, prefirió adoptar enseguida una actitud recelosa. Mirándome con la expresión incrédula que le era habitual, me dijo agriamente:
-Supongo, capitán, que quiere usted dar a entender que he obrado como un imbécil.
Con esta sistemática benevolencia que pare¬cía aumentar siempre su sorpresa, le respondí que no quería dar a entender nada. Dejaba eso en manos del futuro.
Y, en efecto, el futuro trajo consigo un cúmu¬lo de dificultades. Hubo días en que no podía pen¬sar en el capitán Giles sin una extremada aver¬sión. Su maldita perspicacia me había metido en aquel asunto, y el tono profético con que me ha¬bía dicho: «Me temo que no le van a faltar los em¬brollos y las preocupaciones», al verse confir¬mado de esta suerte, daba a todo aquel asunto la impresión de una mala pasada que se hacía a mi juvenil inocencia.
Sí, ciertamente que no eran embrollos lo que me faltaba, aunque sin duda tenían su valor «co¬mo experiencia». La gente tiene una gran opi¬nión sobre las ventajas de la experiencia. Pero por regla general, experiencia significa siempre algo desagradable y contrapuesto al encanto y la ino¬cencia de las ilusiones.
Debo confesar que iba perdiendo las mías rá¬pidamente. Pero, en lo concerniente a aquellas instructivas complicaciones, me limitaré a decir que podía resumírselas en una sola palabra: de¬mora.
Una humanidad que ha inventado el prover¬bio «el tiempo es oro, comprenderá mi despe¬cho. La palabra «demora penetró en un rincón secreto de mi cerebro y resonó allí corno una campana agitada que enloquece el oído, afectan¬do todos mis sentidos, tomando un color som¬brío, un gusto amargo, un sentido funesto.
-Sinceramente, lamento verlo tan preocu¬pado con todos estos asuntos...
Ésas fueron las únicas palabras de consuelo que escuché en aquella época y, como es natural, fueron pronunciadas por un médico.
Un médico es compasivo por definición, Pero aquel hombre lo era realmente. No me ha¬blaba como médico, pues yo no estaba enfermo. Sin embargo, lo estaban los demás, y ésa era la razón de su presencia a bordo.
Era el médico de nuestra legación y, como es lógico, también de nuestro consulado. Velaba por el estado sanitario de-la tripulación, que no
era muy bueno en conjunto, y que vacilaba, por así decirlo, a dos dedos de una postración total.
Sí, los hombres sufrían. Por lo tanto, el tiempo no sólo era oro, sino también vida.
Jamás había visto yo una tripulación tan sóli¬da. Así me lo hizo observar el médico: «Parece que tiene usted una excelente tripulación. No solamente eran formales en extremo, sino que ni siquiera parecían desear ir a tierra. Se habían to¬mado precauciones para exponerlos al sol lo me¬nos posible. Sólo se les empleaba en trabajos fá¬ciles y siempre bajo toldos. Y el excelente doctor me aprobaba.
-Sus precauciones me parecen muy juicio¬sas, mi querido capitán.
Es difícil expresar hasta qué punto me recon¬fortó aquella declaración. El doctor, con su ros¬tro redondo y bondadoso, enmarcado por unas patillas claras, era la personificación de la afabi¬lidad más digna. Era el único ser humano en el mundo que parecía sentir algún interés por mí. Después de cada una de sus visitas, permanecía generalmente sentado en mi cabina durante una media hora.
Un día le dije:
-Supongo que lo único que nos queda por hacer es continuar cuidándolos como lo hace us¬ted, hasta tanto podamos hacernos a la mar.
Inclinó la cabeza, cerrando los ojos bajo sus gruesos lentes y murmuró:
-El mar... Sí, sí, seguramente.
El primer miembro de la tripulación que cayó enfermo fue el mayordomo, el primero a quien hablara yo a bordo. Se le desembarcó, con síntomas de cólera, y al cabo de la semana murió en tierra. Luego, mientras todavía me hallaba bajo la terrible impresión de ese primer ataque del clima, Mr. Burns cayó a su vez y, a pesar de una fiebre terrible, se metió en cama sin decir nada a nadie.
Creo que, en parte, se había enfermado a fuerza de agitación; el clima hizo el resto, con la rapidez de un monstruo invisible, emboscado en el aire, en el agua, en el cieno de las riberas. Mr. Burns era una víctima predestinada.
Lo encontré tendido boca arriba, turbia la mirada y despidiendo calor como una hornilla. Apenas contestó a mis preguntas, contentándo¬se con gruñir:
-¿Acaso no puede relevarse del servicio a un hombre cuando, por una vez, tiene un fuerte dolor de cabeza?
Aquella noche me quedé en la cámara des¬pués de la comida, y le oí hablar entre dientes sin cesar, en su camarote. Ransome, que levantaba la mesa, me dijo:
-Me temo, capitán, que no voy a poder prestar al segundo toda la atención que necesita. Tengo que pasarme la mayor parte del tiempo a proa, en la cocina.
Ransome era el cocinero. El segundo me lo había señalado el primer día, en pie sobre cubier¬ta, con los brazos cruzados sobre su ancho pe¬cho, mirando el río.
Aun a distancia, su bien proporcionada fi¬gura y algo de esencialmente marino que había en su aspecto, llamaban la atención. De más cerca, sus ojos expresivos y serenos, su rostro dis¬tinguido, la disciplinada independencia de sus modales, revelaban una personalidad simpática. Cuando, por otra parte, me dijo Mr. Burns que era el mejor marino del barco, le manifesté mi sorpresa de ver a un hombre tan joven y de tal apariencia embarcarse como cocinero.
-Culpa del corazón -me respondió Mr. Burns-. Hay algo en él que no marcha bien. ' No puede trabajar mucho, pues correría el ries¬go de caerse muerto de repente.
Sin embargo, aquel hombre era el único al que había respetado el clima, tal vez porque, lle¬vando en sí aquel enemigo mortal, se había visto obligado a regular sistemáticamente sus senti¬mientos y movimientos. Para quien estaba en el secreto, eso se traslucía a través de todos sus mo¬dales. Después de la muerte del pobre mayordo¬mo, y como en aquel puerto oriental no era po¬sible reemplazarlo por un blanco, Ransome se había ofrecido a asumir aquella doble función. -Puedo hacerlo perfectamente, mi capitán, con tal de que no se me exijan precipitaciones -me había asegurado.
Pero era evidente que no se le podía pedir que desempeñase, además, el empleo de enfer¬mero. Por otra parte, el doctor ordenó más tarde que se enviase a tierra a Mr. Burns.
Sostenido por los sobacos por dos marine¬ros, el segundo franqueó la escala, más malhu¬morado que nunca. Rodeado de cojines, lo co¬locamos en el coche. Antes de partir, hizo un es¬fuerzo para decirme con voz entrecortada: -Ahora, ya ha conseguido usted lo que que¬ría..., hacerme salir del barco.
-Nunca en su vida ha estado usted más equivocado que ahora, Mr. Burns -repliqué tranquilamente, con una sonrisa. Y el vehículo lo condujo a una especie de sanatorio instalado en un pabellón de ladrillo que poseía el doctor en el jardín de su casa.
Visité a Mr. Burns con regularidad. Una vez pasados los primeros días, durante los cuales no reconocía a nadie, me recibió como si yo fue¬
se para gozarme en el espectáculo de un enemigo abatido o para granjearme la benevolencia de una persona profundamente ofendida. Tan pronto creía lo uno como lo otro, según las fan¬tasías de su humor morboso. En todo caso, se las arregló para hacérmelo sentir así, incluso aque¬llos días en que parecía demasiado débil para ha¬blar. Yo, por mi parte, continué tratándolo con mi sistemática benevolencia.
Un día, súbitamente, una ola de pánico brotó en medio de aquella extravagancia.
Si yo lo dejaba en aquel horrible lugar, no tar¬daría en morirse. Lo sentía, estaba seguro de ello. Pero yo no tendría corazón para dejarlo en tie¬rra. Una mujer- y un hijo lo esperaban en Sidney. Sacó los brazos enflaquecidos de debajo de la manta que lo cubría, agitando los puños en el aire. ¡Se moriría! ¡Se moriría allí...!
Logró sentarse, aunque sólo por un momen¬to, y cuando volvió a caer hacia atrás, creí ver¬daderamente que iba a morir en aquel mismo instante. Llamando al enfermero bengalí, me apresuré a salir de la habitación.
Al día siguiente, me abrumó de nuevo con sus súplicas. Le contesté de manera evasiva y dejé a mis espaldas la imagen viviente de una ho¬rrible desesperación. Tuve que hacer un esfuer¬zo para volver al otro día; de inmediato comen¬zó a perseguirme con una voz más fuerte v una abundancia de argumentos impresionantes de verdad. Expuso su caso con una energía deses¬perada, y me preguntó al fin si no temía cargar sobre mi conciencia la muerte de un hombre. Quería que le prometiese solemnemente que no aparejaría sin él.
Le contesté que, ante todo, tenía que consultar al doctor. Al oír estas palabras, se rebeló. ¿Al doctor? ¡Nunca! Eso sería sentenciarlo a muerte. El esfuerzo lo había agotado. Cerró los ojos, pero continuó divagando en voz baja. Decía que yo no había cesado de odiarlo desde el primer momento. También el antiguo capitán lo odia¬ba. Había deseado su muerte. Había deseado la muerte de toda la tripulación...
-¿Por qué se empeña, capitán, en navegar hacia ese cadáver maléfico? También se apodera¬rá de usted -concluyó, guiñando los ojos vi¬driosos.
-¿Qué demonios está usted diciendo, Mr. Burns? -exclamé, completamente desconcer¬tado.
Pareció volver en sí, aunque ya demasiado débil para reanudar su discurso.
-No lo sé -respondió con languidez-. Pero no se lo consulte al doctor, capitán. Usted y yo somos marinos. No se lo consulte, capitán.
Tal vez también tenga usted algún día una mujer y un hijo.
Y nuevamente me suplicó que le prometiese no dejarlo en tierra. Tuve la suficiente firmeza para no prometerle nada, aunque más tarde me pareció criminal esa firmeza, pues ya había to¬mado una resolución. Aquel hombre postrado, al que le quedaba apenas la fuerza suficiente para respirar y al que un terror frenético desgarraba, era irresistible. Además, había tocado el punto sensible. Él y yo éramos marinos. Ello constituía un título suficiente para exigir mi ayuda, pues yo no tenía más familia que mis camaradas. En cuanto al argumento de una esposa y un hijo fu¬turos, debo confesar que carecía de todo valor para mí. A lo sumo, me parecía extravagante.
Yo no podía imaginar exigencia más fuerte que la de aquel barco y aquellos hombres inmo¬vilizados en el río, como en una trampa envene¬nada, por absurdas complicaciones comerciales. No obstante, casi había logrado asegurar mi partida. ¡Fuera, hacia el mar! El mar, que era pu¬ro, seguro y amigo. Tres días más, y luego...
Ese pensamiento me sostenía y confortaba mientras volvía a bordo. La voz del doctor me acogió en la cámara y su larga silueta, siguiendo a su voz, salió de la cabina de pasajeros situada a es¬tribor, vacía entonces y destinada a guardar, bien amarrado sobre la litera, el botiquín del barco.
Me dijo que, no habiéndome encontrado a bordo, había entrado allí para revisar la provi¬sión de drogas, vendajes, etc.; todo estaba com¬pleto y en orden.
Le di las gracias; justamente había pensado pedirle que me hiciese ese favor, pues, como él sabía, al cabo de uno o dos días nos haríamos a la mar, donde todas nuestras molestias tendrían término.
Me escuchó con gesto grave, sin pronunciar palabra, pero cuando le dije lo que pensaba ha¬cer con Mr. Burns, se sentó a mi lado y, ponien¬do amistosamente su mano sobre mi rodilla, me rogó que pensase a qué me exponía.
Burns tenía apenas las fuerzas necesarias para poder transportarlo a bordo, pero no resis¬tiría un nuevo acceso de fiebre. Tenía ante mí un viaje de sesenta días tal vez, que comenzaría por una navegación complicada y que, muy proba¬blemente, se terminaría con mal tiempo. ¿Iba yo a correr el riesgo de afrontarlo todo solo, sin un segundo y con un teniente que era todavía un chiquillo...?
Habría podido agregar, además, que era aquél mi primer viaje en funciones de capitán. Quizá lo pensó, pero se abstuvo de decirlo. En todo caso, esta consideración se hallaba bien presente en mi espíritu.
Seriamente, me aconsejó que cablegrafiase a Singapur pidiendo un segundo, aunque tuviese que retardar mi partida una semana.
-Ni un día-contesté. El mero pensamien¬to de una nueva demora me hacía estremecer. La tripulación entera parecía en buen estado y no había tiempo que perder. Una vez en el mar ya nada me asustaba. El mar era ahora el único remedio para todos mis males.
Las gafas del doctor continuaban proyecta¬ das hacia mí como dos lámparas, escrutando la sinceridad de mi resolución. Entreabrió la boca, como para discutir otra vez, pero la cerró sin de¬cir nada.
Como en un relámpago, tuve la visión del pobre Burns, tan vivo en su agotamiento, en su impotencia y en su angustia, y ello me convenció
más que la realidad que había dejado tras de mí hacía apenas una hora. Mi visión se hallaba libre de todos los inconvenientes de su personalidad, y no pude resistir a ella.
-Escúcheme -le dije-. A menos que us¬ted me afirme oficialmente que ese hombre no puede ser transportado, tomaré las disposicio¬nes necesarias para hacerlo traer a bordo maña¬na, y pasado mañana saldré del río a primera hora, aunque tenga que permanecer anclado fue¬ra de la barra uno o dos días para acabar mis pre¬parativos.
-¡Oh!, yo mismo haré lo necesario -me respondió inmediatamente el doctor-. Si antes me permití advertirle que fue en su propio inte¬rés, como un amigo...
Se levantó, digno y sencillo, y me dio un cor¬dial apretón, no desprovisto de cierta solemni¬dad. Pero el doctor valía tanto como su palabra. Cuando Mr. Burns apareció en la escala tendido sobre una camilla, el doctor en persona se halla¬ba a su lado. El programa sólo había sufrido una alteración: el transporte de Burras no se hizo has¬ta el último momento, la mañana misma de nues¬tra partida.
Hacía apenas una hora que había salido el sol. El doctor agitó en el aire su robusto brazo, en señal de adiós, y se dirigió de inmediato hacia su cochecillo, que lo había seguido hasta la orilla misma del río. Mr. Burras, llevado a través de la cubierta de popa, parecía completamente inani¬mado. Ransome bajó a instalarlo en su camarote. Yo tenía que permanecer en el puente ocupán¬dome del barco, pues el remolcador ya había asi¬do nuestro calabrote de espía.
El chasquido de las amarras al caer en el agua transformó por completo mis sentimientos. Era algo similar al alivio imperfecto de un hombre que sale de una pesadilla. Pero, cuando la proa del barco enfiló el río y comenzó a descender la corriente, alejándose de aquella ciudad oriental y miserable, no experimenté el alivio que espera¬ba de aquel momento tan deseado. Lo que sin duda experimenté fue una relajación de la ten¬sión precedente, que se tradujo en una sensación de extremada laxitud después de un combate sin gloria.
Alrededor del mediodía anclamos a una mi¬lla más allá de la barra. La tripulación tuvo mu¬cho que hacer durante la tarde. Vigilando los tra¬bajos desde lo alto del alcázar de popa, donde permanecí todo aquel tiempo, observé en mis hombres cierto desmayo, sin duda debido a las seis semanas pasadas en el calor asfixiante del río. La primera brisa barrería todo aquello. Por el momento, la calma era completa. Me di cuen¬ta de que el oficial segundo -un mozalbete inexperto, de rostro un tanto obtuso- no era, para decirlo con cierto eufemismo, de esa inesti¬mable madera con que se hace el brazo derecho de un capitán. Pero tuve el placer de ver sobre el puente los rostros de aquellos marinos, rostros que apenas había tenido tiempo de ver realmen¬te, iluminados por una sonrisa. Libre ya del peso mortal de los asuntos de tierra, los sentía a la vez familiares y un tanto extraños, como un viajero que regresa después de largo tiempo al seno de su familia.
Ransome iba y venía sin cesar de la cocina a la cámara. Era un placer verlo. Aquel hombre realmente tenía gracia. Era el único de la tripula¬ción que no había estado enfermo ni un día en el puerto. Pero advertido, como lo estaba yo, del mal estado del corazón que guardaba aquel pe¬cho, no me era difícil descubrir el límite que im¬ponía a la natural agilidad marina de sus movi¬mientos. Hubiérase dicho que llevaba consigo un objeto muy frágil o explosivo, en el que no cesaba de pensar.
Tuve ocasión de hablarle una o dos veces. Me respondió con tono amablemente tranquilo y una ligera sonrisa, no desprovista de gravedad. Mr. Burns reposaba. Parecía haberse iniciado la mejoría.
Después de la puesta del sol, volví a subir al puente. Sólo encontré en él vacío y silencio. La delgada y uniforme corteza de la costa permane¬cía invisible. Las tinieblas se habían levantado en torno del barco, como surgidas misteriosamente de aquellas aguas mudas y solitarias. Me apoyé sobre la barandilla y presté oído a las sombras de la noche. Ni un sonido. Hubiérase podido creer que mi barco era un planeta lanzado con verti¬ginosidad por su senda prefijada, a través de un espacio infinitamente silencioso.` Como si me abandonase el sentido del equilibrio, me agarré a la batayola. ¡Qué absurdo! Sin poder disimular mi nerviosismo, pregunté:
-¿Hay alguien en el puente?
La respuesta inmediata -«Sí, señor»-, rom¬pió el sortilegio. El hombre que hacía el cuarto de guardia trepó rápidamente por la escalerilla de popa. Le dije que me advirtiese al menor so¬plo de brisa.
Al descender, fui a visitar a Mr. Burns. En realidad, no hubiera podido dejar de verlo, pues su puerta había quedado abierta. La enfermedad lo había agotado a tal punto, que, en aquel cuar¬to blanco, bajo las blancas sábanas, con su ca¬beza descarnada hundida en la almohada blan¬ca, sólo sus bigotes rojizo retenían las miradas, como si fuesen algo artificial, un par de mosta¬chos postizos, expuestos allí bajo la cruda luz de la lámpara de mamparo.
Mientras yo lo contemplaba con cierta sor¬presa, manifestó su existencia abriendo los ojos y volviéndolos hacia mí con un movimiento casi imperceptible.
-Calma chicha, Mr. Burns -le dije, con to¬no resignado.
Con una voz inesperadamente clara, comen¬zó un discurso incoherente. Su voz sonaba ex¬traña; no como alterada por la enfermedad, sino de una naturaleza distinta. Parecía una voz de ultratumba. En cuanto al objeto de su discurso, creí comprender que Mr. Burns pretendía que de todo aquello tenía la culpa el «viejo», el difunto capitán, emboscado allí, bajo las aguas, con algu¬na diabólica intención. ¡Una historia fantástica!
Lo escuché hasta el final; luego, penetrando en el camarote, puse la mano sobre la frente de mi segundo. No tenía fiebre. Era tan sólo su ex¬trema debilidad lo que le hacía divagar. De pron¬to, pareció advertir mi presencia, y con su voz habitual, aunque claro está que extremadamente débil, me preguntó, con tono pesaroso:
-¿No hay ninguna probabilidad de apare¬jar, capitán?
-¿De qué nos serviría alejarnos de tierra para ir a la deriva, Mr. Burns? -le pregunté. Suspiró y lo abandoné a su inmovilidad. Te¬nía tan poco dominio sobre la vida como sobre la razón. Sentí todo el peso de mi responsabili¬dad solitaria. Entré en mi camarote en busca de un poco de descanso, algunas horas de sueño; pero en el momento en que iba a cerrar los ojos, el hombre de guardia llegó para advertirme que se levantaba un poco de brisa. «Lo suficiente para aparejar», puntualizó.
En efecto, apenas soplaba lo necesario. Or¬dené que se pusieran unos hombres al cabrestan¬te, largasen las velas y fijaran las gavias. Pero apenas hube puesto el barco en situación de ha¬cerse a la vela, cuando dejó de sentirse el menor soplo de viento. No obstante, hice bracear las vergas y soltar todo el trapo. No iba a renunciar tan fácilmente a la empresa.
4
Con el ancla en la serviola y cubierto de lona hasta la perilla de tope, mi barco parecía tan in¬móvil como un modelo en miniatura sobre el cla¬roscuro de un mármol bruñido. En aquella mis¬teriosa calma de las fuerzas inmensas del mundo, era imposible distinguir la tierra del agua. Una súbita impaciencia se apoderó de mí.
-¿Acaso no obedece bien al timón? -pre¬gunté, irritado, al hombre cuyas morenas ma¬nos, crispadas sobre la rueda, se destacaban lu¬minosas sobre un fondo de tinieblas, como un símbolo de los esfuerzos del ser humano para di¬rigir su propio destino.
-Sí, capitán -respondió-. Obedece, aun¬que un poco lentamente.
-Ponga la proa al sur.-Bien, capitán.
Me puse a pasear por la cubierta de popa. No se oía otro ruido que el de mis pasos. Al cabo de unos instantes, el hombre volvió a hablar.
-Ya vamos en dirección sur, capitán.
Sentí que la garganta se me cerraba ligera¬mente antes de confiar la primera ruta de mi pri¬mer mando a la noche silenciosa; ruta toda hen¬chida de rocío y resplandeciente de estrellas. Aquel acto implicaba una decisión, que, desde ese mismo momento, me obligaba a la vigilancia incesante de mi solitaria tarea.
-Mantenga esta posición -dije por fin-. Rumbo al sur.
-Rumbo al sur, capitán -repitió el hom¬bre.
Hice descender al segundo oficial y a los hombres de guardia y comencé yo mismo mi cuarto, recorriendo el puente de arriba abajo du¬rante esas horas glaciales y soñolientas que pre¬ceden al alba.
Leves ráfagas soplaban a veces, y cuando eran lo bastante intensas para sacar de su sueño a aquella agua negra, su murmullo a lo largo del navío atravesaba mi corazón con un dulce es¬tremecimiento de placer, que se desvanecía tan rápidamente como había nacido. Una horrible laxitud se apoderó de mí. Las mismas estrellas parecían cansadas de esperar el alba, que vino por fin, tiñendo el horizonte con una luz nacara¬da como nunca viera hasta entonces en los trópi¬cos: opaca, casi gris, con una extraña reminiscen¬cia de latitudes más altas.
La voz del vigía gritó desde la proa:
-¡Tierra a babor, capitán! -Bien.
Apoyado en la borda, ni siquiera levanté los ojos. El movimiento del barco era impercepti¬ble. En aquel momento, Ransome me trajo el café matinal. Cuando lo hube bebido, miré hacia delante y, sobre la quieta faja de luz anaranjada y relumbrante, vi perfilarse la costa baja con la ni¬tidez de un recorte de papel negro; parecía flotar sobre el agua con la levedad de un corcho. Pero, bajo el sol de levante, pronto no fue ya sino un vapor opaco, una sombra maciza e incierta, tré¬mula en el cálido resplandor.
Los hombres de guardia acababan de lavar la cubierta. Al bajar, me detuve ante la puerta de Mr. Burns, que no podía soportar que la cerra¬sen, pero dudé si dirigirle la palabra antes de que abriese los ojos. Cuando lo hubo hecho, le infor¬mé de lo que sucedía.
-Ha sido señalado al amanecer el cabo Liant. A quince millas, poco más o menos.
El enfermo movió los labios, pero para oírle tuve que aproximar el oído y sólo pude entender este malhumorado comentario:
-Nos arrastramos... No tenemos suerte.
-De todos modos, más vale esto que permanecer inmóviles -repuse con tono resignado; y lo abandoné a los pensamientos e imaginaciones que obsesionaban su desesperante postración.
Aquella misma mañana, cuando me hubo re¬levado un poco más tarde el segundo, me arrojé sobre mi litera y durante unas tres horas logré encontrar un poco de olvido. Un olvido tan com¬pleto que al despertar me pregunté dónde me hallaba. Al pensar que me hallaba a bordo de mi barco, una inmensa sensación de alivio descen¬dió sobre mí. ¡En el mar! ¡En el mar!
A través del portillo vi un horizonte tranqui¬lo, inundado de sol. El horizonte de un día sin brisa. Pero su mera extensión bastó para que sin¬tiese una evasión dichosa y la pasajera alegría de la libertad.
Con el corazón más ligero de lo que estuvie¬ra desde hacía unos cuantos días, entré en la cá¬mara. Ransome se hallaba junto al aparador, pre¬parando la mesa para la primera comida de alta mar en el curso de aquel viaje. Al oírme entrar, volvió la cabeza y alcancé a advertir en sus ojos una expresión que me hizo reprimir mi modestí¬simo entusiasmo. .
Guiado por el instinto, le pregunté: -¿Qué hay de particular?
Ciertamente no esperaba la respuesta que me dio, con esa especie de contenida serenidad tan característica en él.
-Temo que no hayamos dejado la enferme¬dad tras de nosotros, capitán.
-¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?
Me comunicó entonces que dos de nuestros hombres habían sufrido durante la noche un violento acceso de fiebre. Uno de ellos ardía, y el otro era presa de escalofríos, pero Ransome pensaba que la causa debía de ser la misma. Tam¬bién era ésta mi opinión. La noticia me dejó abrumado.
-¿Dice usted que el uno arde y el otro tiri¬ta? No. No hemos dejado atrás la enfermedad ¿Parecen, realmente, muy enfermos?
-Regular.
Ransome me miraba a los ojos. Cambiamos una sonrisa. La de Ransome, como de costum¬bre, un tanto grave, y la mía bastante lúgubre, sin duda, de acuerdo con mi secreta exaspera¬ción.
-¿Sopla algo de viento? -le pregunté.
-Sería aventurado afirmarlo, capitán, pero, no obstante, hemos avanzado todo el tiempo. La tierra que tenemos enfrente parece más cercana. Aquello era un hecho. Algo más cercana. Cuando, si hubiésemos tenido apenas un poco más de brisa, sólo un poquito más, habríamos podido, y aun debido, encontrarnos ya frente al cabo Liant, alejándonos así un poco más de aquella costa contaminada. Pero no se trataba sólo de alejarse. Se me antojaba que una brisa fuerte habría barrido la infección que se adhería al navío. Porque era evidente que se adhería a él. ¡Dos hombres! Ardiendo el uno y tiritando el otro. Me repugnaba la sola idea de ir a verlos. ¿Con qué objeto? El veneno es el veneno. La fie¬bre tropical es la fiebre tropical. Pero que aquella infección hubiese abatido sus garras sobre no¬sotros por encima del mar, era algo que, a mi jui¬cio, rebasaba demasiado los límites de la desleal¬tad. Me costaba creer que fuese otra cosa que el último desesperado esfuerzo de un mal, al que escapábamos gracias al soplo purificador del mar. ¡Si siquiera ese soplo hubiese sido un poco más fuerte! Es verdad que teníamos quinina para combatir la fiebre. Entré, pues, en el camarote de reserva en que se hallaban los medicamentos para preparar dos dosis. Lo abrí con la confianza de un hombre que abriese un milagroso relicario. La parte superior se hallaba ocupada por una co¬lección de frascos cuadrados, todos idénticos. Debajo de esta ordenada fila se encontraban dos cajones colmados de todo lo imaginable: paque¬tes, vendas, cajas de cartón oficialmente rotula¬das. El cajón de abajo contenía, en uno de sus compartimentos, nuestra provisión de quinina.
Se hallaba encerrada en cinco frascos, redon¬dos todos y del mismo tamaño. Uno de ellos es¬taba vacío en sus dos terceras partes. Los otros
cuatro, todavía envueltos y sellados. Pero lo que no esperaba encontrar allí fue un sobre colocado encima de los frascos. Un sobre cuadrado, pro¬cedente de la papelería del navío.
Se hallaba colocado de forma tal que inme¬diatamente advertí que no estaba cerrado. Al co¬gerlo y volverlo entre mis manos comprobé que estaba dirigido a mí. Contenía medio pliego de papel, que desdoblé con la extraña sensación de encontrarme en presencia de un hecho singular, pero sin experimentar más asombro que el que producen las cosas extraordinarias en un sueño.
La carta comenzaba con las palabras «Mi querido capitán», pero antes de leerla mis ojos buscaron la firma. Era la firma del doctor. La fecha, la del día en que, regresando de visitar a Mr. Burns en el hospital, encontré al excelente médico esperándome en aquella misma habita¬ción, para decirme que había pasado revista al botiquín. Curioso. Mientras esperaba mi regre¬so de un momento a otro, se había divertido es¬cribiéndome una carta que, al oírme llegar, se había apresurado a meter en aquel cajón. Proce¬dimiento verdaderamente increíble. Leí con asombro la carta.
Con letra grande, rápida, pero legible, aquel hombre excelente, por una razón cualquiera, ya por amistad, ya -más verosímilmente- empu¬jado por el irresistible deseo de expresar una opinión con la que no había querido abrumar antes mi esperanza, me aconsejaba que no con¬tase demasiado con los efectos benéficos de un cambio, una vez en el mar.
«No he querido aumentar sus preocupacio¬nes desanimándole, me decía. «Hablando como médico, temo que sus dificultades no hayan lle¬gado a su término.»
En resumen, según su parecer debía prever¬se un probable retorno de la fiebre tropical. Por fortuna tenía una buena provisión de quinina. En ella debía poner toda mi confianza, adminis¬trándola con perseverancia; y de seguro el estado sanitario del barco no dejaría de mejorar.
Doblé la carta y la guardé en mi bolsillo. Ran¬some llevó dos fuertes dosis de quinina a los hombres que se hallaban a proa. En cuanto a mí, todavía no subí al puente. Fui a la puerta del ca¬marote de Mr. Burns y le comuniqué las noticias. Es imposible decir el efecto que le produje¬ron. En un principio creí que había perdido el uso de la palabra. Su cabeza estaba hundida en la almohada. No obstante, movió los labios lo sufi¬ciente para asegurarme que recuperaba sus fuer¬zas, cosa increíble a poco que se mirase su rostro. Por la tarde hice mi cuarto de guardia como de costumbre. Una calma chicha envolvía el bar¬co y parecía mantenerlo inmóvil en una llamean¬te atmósfera compuesta de dos tonos de azul.
Ráfagas breves y calientes caían sin fuerza de lo alto de las velas. A pesar de todo, estaba claro que el barco avanzaba, pues en el momento de la puesta del sol pasamos frente al cabo Liant y al poco tiempo lo dejábamos atrás: siniestra forma fugitiva bajo las últimas luces del crepúsculo.
A la noche, bajo la luz de su lámpara, Mr. Burns parecía haber salido a la superficie de su lecho. Una mano opresora parecía haberlo solta¬do por fin. A mis pocas palabras, contestó con un discurso relativamente largo y coherente. Se sentía más fuerte. Si pudiese librarse de la asfixia de aquel calor estancado, me decía, tenía la cer¬teza de que estaría en condiciones de subir al puente y ayudarme dentro de dos o tres días.
Mientras me hablaba, yo lo contemplaba te¬miendo que aquel enérgico esfuerzo lo hiciese caer inanimado ante mis ojos. No puedo negar, sin embargo, que su buena voluntad poseía algo de consolador. Le di una respuesta apropiada, pero declarándole que la única cosa que podía ayudarnos era el viento, un buen viento.
Sacudió con impaciencia la cabeza, y lo que agregó no fue ya demasiado consolador. Nueva¬mente le oía murmurar cosas absurdas referen¬tes al difunto capitán, aquel viejo ahogado a los 8° 20' de latitud, precisamente en nuestra ruta... emboscado a la entrada del golfo.
-Todavía piensa usted en su antiguo capitán, Mr. Burns? -le pregunté- Yo creo que los muertos no sienten la menor animosidad contra los vivos, ni se preocupan gran cosa de nosotros.
-No conoce usted a éste-dijo, y dejó esca¬par un débil suspiro.
-No, no lo conocí, ni tampoco él a mí. Así pues, en modo alguno puede tener queja de mí.
-Sí, pero estamos los demás, todos los que vamos a bordo -insistió.
Sentí la inexpugnable fuerza del sentido co¬mún insidiosamente amenazada por aquella idea siniestra y disparatada. Traté, pues, de hacerlo callar.
-No debe hablar tanto -dije-. Va usted a fatigarse.
-Eso, sin contar el barco mismo -profirió, en un murmullo.
-Vamos, ni una palabra más -insistí, avan¬zando, y poniéndole la mano en la frente, que te¬nía casi fresca.
Así tuve la prueba de que aquel atroz absur¬do se hallaba arraigado en el hombre mismo y no en la enfermedad que aparentemente le había arrebatado toda fuerza moral y física, con excep¬ción de aquella idea fija.
Durante los días siguientes, evité el propor¬cionar a Mr. Burns toda ocasión de plática. Me contentaba con dirigirle una palabra apresurada
y cordial, al pasar por delante de su puerta. Creo que si hubiese tenido fuerzas para ello me habría llamado más de una vez. Pero no las tenía. Una tarde, sin embargo, Ransome me declaró que el segundo parecía restablecerse «con asombrosa rapidez».
-¿No ha divagado estos días? -le pregun¬té, como al azar.
-No, señor -contestó Ransome asustado, según observé, por aquella pregunta directa; pe¬ro al cabo de un momento agregó tranquila¬mente-: Esta mañana me dijo que lamentaba el haber echado el cuerpo de nuestro difunto capi¬tán, por así decirlo, justamente en el camino que debemos seguir para salir del golfo.
-¿Y acaso eso no le parece a usted más que absurdo? -le pregunté, mirando confiadamen¬te su rostro inteligente y sereno, ensombrecido por el transparente velo de una preocupación, la secreta inquietud que en sí llevaba.
Ransome no sabía nada, no había reflexiona¬do en ello, y con una débil sonrisa se alejó para ir a cumplir sus deberes con la misma precavida ac¬tividad de siempre.
Pasaron otros dos días. Habíamos avanzado un poco, muy poco, hasta entrar en la parte más ancha del golfo de Siam. Sin perder por comple¬to la alegría de aquel primer mando que me ha¬bía caído del cielo por intercesión del capitán Giles, conservaba, sin embargo, la penosa impresión de que semejante buena suerte tenía probablemente que pagarse de algún modo. Desde el punto de vista profesional, había pasado revista a todas las probabilidades. Mi competencia era suficiente para arrostrarlas to¬das, o, al menos, así lo creía yo. Tenía ese senti¬miento general de mis capacidades que sólo co¬noce el hombre que ama su carrera, y me parecía la cosa más natural del mundo. Tan natural co¬mo el respirar. Me imaginaba que sin él no po¬dría vivir. No sé lo que esperaba. Tal vez, sola¬mente esa particular intensidad de vida que es la esencia misma de las aspiraciones juveniles. En todo caso, no esperaba verme asaltado por un ci¬clón. Sabía a qué atenerme: en el golfo de Siam no hay ciclones. Pero tampoco esperaba encon¬trarme atado de pies y manos hasta el punto que fui descubriendo con desesperación a medida que pasaban los días.
No quiero decir que el diabólico maleficio nos mantuviese siempre inmóviles. Misteriosas corrientes nos hacían derivar de un lado a otro, con una fuerza furtiva que ponían de manifiesto los cambiantes aspectos de las islas que bordean la costa oriental del golfo. De vez en cuando se levantaba una brisa variable y engañosa, que sólo despertaba nuestras esperanzas para hundirlas acto seguido en el más amargo desengaño; pro¬mesas de un avance que sólo se resolvía en pérdi¬da de terreno, que expiraban en un suspiro y mo¬rían en aquella inmovilidad muda, bajo la cual las corrientes proseguían su marcha hostil.
La isla de Koh Ring, cuya enorme y oscura cima se levantaba en medio de una serie de islo¬tes, se alargaba sobre la quieta superficie del agua como un tritón entre bajeles, y semejaba el cen¬tro del círculo fatal. Parecía imposible alejarse de ella. Día tras día aparecía a nuestra vista. Más de una vez, aprovechando una brisa favorable, tomé su posición bajo el rápido declinar del cre¬púsculo, pensando que lo hacía por última vez. ¡Vana esperanza! Una noche de brisas capricho¬sas malograba las ventajas de un favor pasajero y el sol de levante nos mostraba de nuevo la oscu¬ra masa de Koh Ring, más árida, más inhospita¬laria y más huraña que nunca.
-A fe que se creería uno embrujado -dije un día a Mr. Burns, hablándole, como de cos¬tumbre, desde el umbral de su puerta.
El enfermo estaba sentado en su litera. Poco a poco volvía al mundo de los vivos, pero aún no podía decirse que hubiera entrado definitiva¬mente en él. Al oír mis palabras, meneó la cabeza demacrada y huesosa, con el gesto de asenti¬miento de una misteriosa sapiencia.
-¡Ah!, sí, ya sé lo que quiere usted decir -proseguí-. Pero no se figurará que voy a creer que un muerto tenga el poder de perturbar la meteorología de esta parte del mundo, ¿ver¬dad? Aunque debo admitir que parece comple¬tamente perturbada. Las brisas de mar y tierra se anulan entre sí. No puede uno fiarse de ellas cin¬co minutos seguidos.
-Creo que antes de poco tiempo podré su¬bir al puente -murmuró Mr. Burns-, y enton¬ces veremos.
No sabría decir si con aquellas palabras tra¬taba de formular una promesa de combatir los maleficios sobrenaturales. En todo caso, no era éste el género de ayuda que yo necesitaba. Por otra parte, casi había vivido noche y día sobre el puente a fin de aprovechar la primera ocasión que se me presentase de llevar mi barco un poco más al sur. Me daba perfecta cuenta de que el se¬gundo se hallaba todavía extremadamente débil y que aún no se había liberado por completo de aquella idea fija que se me antojaba un síntoma de su enfermedad. De todas maneras, la confian¬za de un convaleciente no era para desalentar a nadie.
-Será usted muy bien recibido en él, Mr. Burns, estoy seguro -le dije-. Si continúa us¬ted a este paso, muy pronto será el hombre más fuerte del barco.
La perspectiva le alegró, pero su extrema del¬gadez hizo de su sonrisa una horrible exhibición de dientes largos bajo unos mostachos rojizos.
-¿Van mejor los hombres, capitán? -me preguntó lacónicamente, con visible expresión de inquietud.
Contesté apenas con un vago ademán, y me alejé de la puerta. La verdad era que la fiebre se burlaba de nosotros tan caprichosamente como el viento. Iba y venía de un hombre a otro, con más o menos fuerza, pero dejando siempre hue¬llas de su paso, debilitando a unos, abatiendo por un tiempo a. otros, abandonando a éste pa¬ra volver a aquél, de tal modo que todos pre¬sentaban un aspecto enfermizo y una expresión inquieta y perturbada en los ojos. Entretanto, Ransome y yo, los únicos completamente in¬demnes, distribuíamos con asiduidad la quinina entre ellos. Era una doble lucha. Los vientos contrarios nos atacaban por el frente y la enfer¬medad nos perseguía por detrás. Debo decir que la tripulación era excelente. De buen grado reali¬zaban el incesante trabajo de bracear las vergas, pero sus miembros habían perdido toda elastici¬dad, y al mirarlos desde el puente no podía apar¬tar de mi espíritu la horrible impresión de que se movían en medio de una atmósfera envenenada.
Mr. Burns había logrado no sólo sentarse, sino hasta levantar las piernas y, rodeándolas con sus descarnados brazos, semejante a un es¬queleto viviente, lanzaba profundos e impacien¬tes suspiros.
-Lo más importante para nosotros, capitán -me decía cada vez que yo le daba ocasión-, es que el navío pase los 8° 20' de latitud. Una vez superado ese punto, todo irá bien.
En un principio me contenté con sonreír, a pesar de que no estaba de humor. Pero, al cabo, perdí la paciencia.
-¡Ah!, sí, 8° 20' de latitud. Allí enterró us¬ted a su capitán, ¿no es eso? -Y agregué, con tono severo-: ¿No cree usted, Mr. Burns, que ya es tiempo de acabar con todas esas tonterías? Volvió hacia mí sus ojos hundidos con una mirada de invencible obstinación, pero se con¬tentó con murmurar, apenas lo bastante alto pa¬ra que pudiese oírlo:
-Nada de particular tendría... Ya vere¬mos..., todavía nos jugará una mala partida... Escenas como ésa no eran precisamente las más adecuadas para fortificar mis energías. El peso de la adversidad comenzaba a dejarse sentir en mi ánimo. Al mismo tiempo, experimentaba un sentimiento de desprecio por esa oscura de¬bilidad interior. Desdeñosamente, me decía a mí mismo que serían precisas mayores calamidades para mellar mi valor.
Ignoraba entonces lo pronto que sería pues¬to a prueba y en qué circunstancias tan inespe¬radas.
Ocurrió al día siguiente mismo. El sol había aparecido al sur de Koh Ring, que continuaba a babor, como un compañero diabólico. Su vis¬ta me resultaba verdaderamente odiosa. Nos habíamos pasado la noche navegando en todas las direcciones del compás, braceando incesan¬temente las vergas en espera de una brisa que no llegaba. Al levantarse el sol, tuvimos, durante una hora, una brisa bastante fuerte e inexplica¬ble, que nos cogió de cara. Aquello era absurdo. Aquello no estaba de acuerdo ni con la estación ni con la secular experiencia de los marinos, tal como aparece consignada en los libros, ni con el aspecto del cielo. Sólo una determinada malevo¬lencia podía explicarlo. La brisa nos hizo reco¬rrer a buena marcha un gran trecho fuera de nuestra ruta; y si hubiésemos navegado por gus¬to, nos habría parecido deliciosa, con el espejo matutino del mar, la sensación del movimiento y el regalo de una frescura a la que no estábamos acostumbrados. Luego, repentinamente, como si se negase a llevar más lejos su siniestra broma, cayó por completo, en menos de cinco minutos. La proa del barco se volvió hacia el lado a que es¬coraba; el mar, inmóvil, adquirió el bruñido de una lámina de acero.
Bajé del puente, pero no para descansar, sino sencillamente porque ya no podía soportar aquel espectáculo. El infatigable Ransome trabajaba
en la cámara. Había adquirido la costumbre de presentarme todas las mañanas un informe so¬bre el estado sanitario de la tripulación. Al ver¬me, se apartó del aparador y me miró con sus ojos amables y tranquilos. Ni una sombra empa¬ñaba su frente inteligente.
Algunos hombres no se encuentran muy bien esta mañana, capitán -me dijo con tono tranquilo.
-¿Qué? ¿Todos ellos fuera de servicio?
-En realidad, sólo hay dos que han tenido que quedarse en sus hamacas, capitán, pero... -Esta última noche ha sido fatal para ellos. Nos hemos tenido que pasar todo el tiempo sol¬tando y recogiendo cabos.
-Ya lo oí, capitán. Me entraron ganas de su¬bir a ayudarlo, pero ya sabe usted...
-De ningún modo. No debe usted... Los hombres duermen de noche sobre cubierta y eso no les conviene.
Ransome asintió. Pero no se puede vigilar a los hombres como a niños. Además, no era posi¬ble reprocharles el que buscasen un poco de aire fresco en cubierta. Pero ya él sabía mejor que na¬die a qué atenerse...
Nuestro cocinero era verdaderamente razo¬nable. Esto no quiere decir que los otros no lo fuesen. Los días precedentes habían sido para nosotros como una prueba de fuego. Realmen¬te, no podía rebelarse uno contra aquel instinto simplista e imprudente que los impulsaba a apro¬vechar los momentos de tregua, cuando la noche les daba una ilusión de frescor y las estrellas cen¬telleaban a través de un aire denso y cargado de rocío. Además, casi todos estaban debilitados por la maniobra, que reclamaba incesantemente los brazos de quienes aún podían arrastrarse. ¡Con qué objeto hacerles reproches! Pero yo creía con firmeza que la quinina era de una utili¬dad extraordinaria, y poco menos que milagrosa.
Estaba convencido de ello. Había puesto toda mi fe en ella. Su virtud medicinal salvaría a los hombres, salvaría el barco, rompería el sorti¬legio, desafiaría al tiempo, haría del estado del mar una preocupación pasajera y, operando como un polvo mágico contra el misterioso ma¬leficio, aseguraría el primer viaje de mi primer mando contra el poder diabólico de los vientos y la epidemia. Para mí, era más preciosa que el oro, y al contrario que el oro, del que nunca parece haber bastante en ninguna parte, el barco tenía de ella una provisión suficiente. Fui a la cabi¬na para medir algunas dosis. Tendí la mano con la sensación de un hombre que se apodera de una panacea infalible, tomé un nuevo frasco, quité el papel que lo cubría, observando que no estaba precintado, ni arriba ni abajo...
Pero ¡para qué describir las rápidas etapas de aquel espantoso descubrimiento! Ya, sin duda, habéis adivinado la verdad. Allí estaba el papel que lo cubría, allí el frasco y el polvo blanco en su interior, un polvo blanco cualquiera, que na¬da tenía que ver con la quinina. Una sola mirada bastaba para darse cuenta de ello. Recordé que, al coger el frasco, ya antes de desenvolverlo, el peso del objeto que tenía en la mano me había hecho presentir la verdad. La quinina es ligera como una pluma, y mis nervios exasperados de¬bían de tener una sensibilidad desacostumbrada. Dejé que el frasco se hiciese añicos contra el sue¬lo. La droga, cualquiera que fuese, chirrió bajo la suela de mi zapato como si de arenilla se tratara. Cogí el frasco siguiente, y luego otro. El peso era por sí solo lo bastante elocuente. Lino tras otro, cayeron, rompiéndose a mis pies, no porque yo los arrojase, colérico, sino porque se deslizaron de entre mis dedos como si realmente aquel des¬cubrimiento superase mis fuerzas.
Es un hecho que la violencia misma de una prueba moral nos ayuda a soportarla, haciéndo¬nos momentáneamente insensibles. Salí de la ha¬bitación aturdido, como si hubiese recibido un golpe en la cabeza. Desde el otro extremo de la cámara, al otro lado de la mesa, Ransome, con un trapo en la mano, me miraba boquiabierto. No creo que tuviese yo el aspecto de un loco, pero es muy posible que mostrase cierta agita¬ción mientras, instintivamente, me apresuraba hacia el puente. Ejemplo de la educación hecha instinto. Las dificultades, los peligros, los pro¬blemas de un barco en el mar, se resuelven en el puente. Ante aquel acontecimiento, como si se tratase de un fenómeno de la naturaleza, reaccio¬né instintivamente, lo que tal vez fuese la prueba de que en cierto momento no debí ser dueño de toda mi razón.
Desde luego, no me encontraba plenamente en mis cabales, pues hallándome ya al pie de la escalera, di media vuelta y me precipité hacia el camarote de Mr. Burns. La extraña apariencia de mi segundo me hizo volver en mí. Se hallaba sentado en su litera; su cuerpo parecía inmen¬samente largo y su cabeza se inclinaba sobre el hombro con una afectada complacencia. Su ma¬no, trémula, al final de un antebrazo apenas más grueso que una gruesa caña, blandía un brillante par de tijeras, que, ante mis ojos, procuraba cla¬varse en la garganta.
Hasta cierto punto me quedé aterrado, pero sólo fue una especie de efecto secundario lo que me permitió gritarle algo así como:
-¡Deténgase...! ¡Santo Dios...! ¿Qué va a hacer usted?
En realidad, lo que el enfermo, contando con exceso con las fuerzas recuperadas, intentaba, era sencillamente cortarse la espesa barba rojiza. Tenía extendida sobre sus rodillas una gran toalla, en la cual caía, a cada tijeretazo, una lluvia de pelos rígidos como alambres de cobre.
Burns volvió hacia mí su rostro, más grotes¬co que las fantasías de un sueño* grotesco. Una de sus mejillas se hallaba aún cubierta por una barba semejante a una llama; la otra, estaba ya limpia y sumida, con el largo bigote erguido de aquel lado, solitario y huraño. Y mientras me miraba petrificado, conservando entre sus dedos las entreabiertas tijeras, le anuncié, furioso, mi descubrimiento en sólo seis palabras y sin el me¬nor comentario.
5
Oí el ruido de las tijeras que se le escapaban de las manos, observé el peligroso esfuerzo que hacía todo su cuerpo al borde de la cama para re¬cogerlas, y luego, volviendo a mi primer impul¬so, subí apresuradamente hacia el puente. El centelleo del mar me llenó los ojos. Estaba mag¬nífico y desierto, monótono y desesperante, ba¬jo la curva vacía del cielo. Las velas pendían, in¬móviles y flojas; los pliegues de sus abatidas superficies no tenían más movimiento que si es¬tuviesen tallados en granito. La impetuosidad de mi aparición sobresaltó ligeramente al hombre que iba al timón. En lo alto de un mástil chirria¬ba una polea de modo incomprensible. ¿Cómo diablos podía chirriar así? Semejaba el silbido de un pájaro. Durante un largo rato contemplé aquel universo desierto, hundido en un silencio infinito, inundado de sol por una razón misteriosa. De pronto, oí junto a mí la voz de Ran¬some:
-He hecho que Mr. Burns se vuelva a acos¬tar, capitán.
-¡Cómo!
-Sí, capitán; se levantó, pero apenas soltó el borde de la litera se cayó al suelo. Sin embargo, me parece que no delira.
-No -contesté sordamente y sin mirar a Ransome. Éste aguardó un momento, y lue¬go, con precaución, como para no disgustarme, agregó:
-No creo que debamos dejar que se pier¬da ese medicamento, capitán. Puedo recogerlo, todo, o casi todo, y después se le quitarán los trozos de vidrio. Voy a ocuparme de ello ense¬guida. Esto sólo demorará diez minutos el desa¬yuno.
-Bien -dije amargamente-. El desayuno puede esperar. Recoja toda esa droga y tírela por la borda.
Sólo me contestó un profundo silencio; mi¬rando por encima del hombro, comprobé que Ransome, el inteligente y reposado Ransome, había desaparecido. La soledad absoluta del mar obraba sobre mi cerebro como un tósigo. Cuan¬do mis miradas se dirigían al barco, una visión morbosa me lo hacía ver como urja tumba flo¬tante. ¿Quién no ha oído hablar de esos navíos que van flotando a la deriva, con toda su tripula¬ción muerta? Miré al hombre del timón y sen¬tí un deseo súbito de hablarle; como si hubiese adivinado mi intención, su rostro adquirió una expresión atenta. Pero, al fin, opté por bajar, pensando que no estaría de más permaneciese a solas un momento ante la inmensidad de mis pre¬ocupaciones. Por desgracia, Mr. Burns me vio, al pasar por delante de su puerta, y no pudo por menos de decirme con tono gruñón:
-¿Y bien, capitán?
-No van muy bien las cosas -contesté, después de entrar.
Mr. Burns, instalado nuevamente en su le¬cho, disimulaba con la palma de la mano su hir¬suta mejilla.
-Ese endiablado mozo me ha quitado las ti¬jeras -agregó.
La tensión de espíritu que sufría yo era tan in¬tensa que tal vez fue conveniente que Mr. Burns iniciase la conversación con aquella queja. Irri¬tado, al parecer, profundamente, volvió a gruñir:
-¿Acaso cree que estoy loco, o qué?
-No lo creo, Mr. Burns.
En aquel momento me pareció un modelo de dominio de sí mismo. Desde este punto de vista, hasta sentía algo semejante a la admiración por aquel hombre, que -aparte de la respetable ma¬terialidad de lo que de barba le quedaba- se aproximaba a un espíritu desencarnado todo lo que es posible a un ser vivo. La extraordinaria delgadez de su nariz y las profundas cavida¬des de sus sienes me sorprendieron, y no pude menos de envidiarle. Estaba tan flaco y desenca¬jado que, probablemente, no tardaría en morir. ¡Hombre envidiable! Tan próximo a extinguirse, en tanto que yo tenía que soportar en el fondo de mí mismo el tumulto de una dolorosa vitalidad, de la duda, de la confusión del remordimiento y una vaga repugnancia a enfrentarme con la horri¬ble lógica de la situación.
-Me parece que yo también me vuelvo loco -murmuré sin poder evitarlo.
Mr. Burns fijó en mí sus ojos de espectro, pero no pareció alterarse en absoluto. -Siempre pensé que él nos haría una mala jugada -dijo, subrayando especialmente la pa¬labra «él».
Recibí un golpe interior, pero ni mi cabeza ni mi corazón se hallaban dispuestos a discutir con él. Mi enfermedad tenía la forma de la indiferen¬cia. Era la creciente parálisis que puede producir una perspectiva desesperada. Me contenté, pues, con mirar a Mr. Burns, que se lanzó a un nuevo discurso.
-¿Qué? ¿No lo cree usted? ¿Entonces, có¬mo se explica todo esto? ¿Cómo cree que pueda suceder semejante cosa?
-¿Suceder? -repetí-. ¿Por qué... sí, cómo diablos ha podido suceder?
Y realmente, pensando en ello parecía in¬comprensible que fuera así: los frascos termina¬dos, llenados de nuevo, envueltos en sus papeles y colocados en su sitio... Una especie de com¬plot, un siniestro engaño, una a modo de secreta venganza... pero ¿con qué fin? O bien una burla diabólica. Mr. Burns tenía su propia idea al res¬pecto. Muy sencilla por otra parte. Con una voz cavernosa, declaró solemnemente:
-Supongo que le darían unas quince libras en Haiphong por la provisión.
-¡Mr. Burns! -exclamé.
El segundo meneó grotescamente la cabeza, por encima de sus piernas, levantadas como dos mangos de escoba cubiertos por su pijama y re¬matadas por dos enormes pies desnudos.
-¿Por qué no? La quinina es una droga bas¬tante cara en esta parte del mundo, y en Tonkín carecían de ella. ¿Y qué podía importarle eso a él? Usted no lo conoció. Pero yo sí, y le hice frente. No temía a Dios ni al diablo ni a los hombres ni a los vientos ni a las mareas ni siquiera a su propia conciencia. Y tengo para mí que odiaba a todo bicho viviente. No obstante, me parece que te¬mía a la muerte. Creo que fui yo el único hom¬bre que se atrevió a hacerle frente. Cuando cayó enfermo, en la cabina que ahora ocupa usted, le hice frente y lo vencí. Me parece que hasta temió que le retorciera el cuello. Si hubiese hecho lo que él quería, habríamos tenido que luchar contra el monzón del nordeste por los siglos de los siglos. Representar el Buque Fantasma en los mares de la China , ¡ja, ja!
-Pero ¿por qué volvió a llenar así los fras¬cos? -pregunté.
-¿Y por qué no había de hacerlo? ¿Por qué había de tirar los frascos? Después de todo, ha¬cen bulto en el cajón, forman parte del botiquín.
-¡Pero si estaban envueltos de nuevo en sus papeles!
-¿Y qué? Para eso estaban allí los papeles. Supongo que lo haría por costumbre, y en cuan¬to a llenarlos de nuevo, siempre hay en el boti¬quín gran cantidad de drogas, que llegan con sus envolturas de papel, que al cabo de cierto tiempo se rompen. Además, ¿quién puede saberlo? Su¬pongo, capitán, que no probaría usted la droga. Pero, naturalmente, está usted seguro...
-No -lo interrumpí-. No la probé. Aho¬ra, la han arrojado toda por la borda.
A mi espalda oí una voz dulce y tranquila, que decía:
-Yo la he probado. Sabía como una mezcla de toda clase de cosas dulzonas, saladas y amar¬gas... ¡un horror!
Ransome, que salía de la despensa, nos escu¬chaba desde hacía un momento, cosa muy excu¬sable por otra parte.
-¡Una mala jugada! -exclamó Mr. Burns-. Siempre dije que nos la jugaría.
Mi indignación no tenía límites. Y también aquel simpático y buen doctor... El único hom¬bre simpático que había conocido yo... en vez de escribirme aquella carta de advertencia, por un refinamiento de simpatía, ¿no habría hecho me¬jor revisando cuidadosamente el botiquín? Pero, después de todo, era injusto reprocharle nada al doctor. Todo parecía estar en perfecto orden y el botiquín era una cosa oficial. No había nada en él que pudiese despertar fundadamente la más li¬gera sospecha. La única persona que no tenía ex¬cusa era yo mismo. Jamás debería uno estar se¬guro de nada. El germen de un remordimiento eterno echaba raíces en mí.
-Comprendo que toda la culpa es mía -ex¬clamé-, mía y sólo mía. Lo comprendo perfec¬tamente, y no me lo perdonaré nunca.
-Eso es absurdo, capitán-dijo impetuosa¬mente Mr. Burns.
Y, una vez hecho este esfuerzo, volvió a caer sobre su lecho, agotado. Cerró los ojos. Jadeaba. También a él lo había abrumado aquel descubri¬miento. Al salir del camarote, vi a Ransome, que me miraba con aire indeciso. Comprendía lo que aquello significaba, pero no por eso dejó de dirigirme una de sus habituales sonrisas, llenas de gravedad. Luego, volvió a entrar en su despensa, y yo subí apresuradamente al puente, para ver si soplaba algo de brisa. Fue inútil: ni el menor so¬plo bajo el cielo ni el menor movimiento en el aire ni el menor signo de esperanza. Una inmo¬vilidad de muerte me acogió de nuevo. Nada ha¬bía cambiado, como no fuese que otro hombre se hallaba ahora en el timón. Parecía enfermo. Tenía una expresión de agotamiento, y más pa¬recía agarrarse a los radios de la rueda que soste¬nerla con mano firme.
-No está usted en estado de continuar aquí. -Puedo gobernar, capitán...
En realidad, no tenía nada que hacer. El barco ni siquiera dejaba estela. Permanecía inmóvil, con la proa dirigida hacia el oeste, visible siempre a popa la eterna Koh Ring, con algunos islotes en torno, manchas negras entre aquel gran resplan¬dor, titilando ante mis ojos turbios. Aparte de aquellos trozos de tierra, no había la menor man¬cha en el cielo ni sobre el agua; ni la sombra de un vapor ni un rastro de humo ni una vela ni un bar¬co ni el menor asomo de animación humana ni el menor signo de vida, ¡nada!
La primera cuestión que se presentaba era determinar lo que debía hacerse. ¿Qué podía ha¬cerse? Evidentemente, ante todo era preciso ad¬vertir a los hombres. Aquel mismo día lo hice, pues no quería que la noticia se esparciese por sí sola. Yo afrontaría la situación. Con ese propó¬sito hice reunir a la tripulación en la cubierta de popa. En el mismo momento en que me adelan¬taba para hablarles, descubrí que la vida podía reservarnos terribles momentos. Jamás criminal alguno se sintió tan oprimido por el sentimiento de su responsabilidad. Tal vez fue ésa la causa de que mi rostro tomara una expresión dura y mi voz se volviera áspera al declararles que ya no podía atender a sus enfermedades proporcio¬nándoles medicamentos. En cuanto a los cuida¬dos que pudieran prestárseles, ellos sabían que nunca les habían faltado.
Les habría reconocido de buena gana el dere¬cho a hacerme pedazos. El silencio que siguió a mis palabras fue tal vez todavía más difícil de so¬portar que las más furiosas vociferaciones. Me sentí abrumado por la infinita profundidad de su reproche. Pero, en realidad, me equivocaba. Con una voz que sólo a costa de grandes esfuerzos podía mantener firme, proseguí:
-Supongo, amigos míos, que habréis com¬prendido lo que he dicho y que sabéis lo que eso significa...
Una o dos voces se levantaron:
-Sí, capitán... Comprendemos.
Habían guardado silencio simplemente por¬que pensaban que no se les exigía contestación alguna; pero cuando les hube dicho que tenía la intención de dirigirme hacia Singapur y que la suerte del navío y de su tripulación residía en los esfuerzos de todos nosotros, enfermos y sanos, para sacar de allí el barco, recibí el estímulo de un murmullo de asentimiento y de una voz que gritó:
-¡Desde luego que lo sacaremos de este co¬chino agujero!
Transcribo aquí algunas de las notas que tomé en aquella época:
Por fin habíamos perdido de vista Koh Ring. Creo ahora que durante muchos días sólo pasé abajo dos horas seguidas. Estoy en el puente, como es natural, día y noche, y las noches y los días se suceden sin interrupción, sin que pueda decirse si son cortos o largos, pues toda noción de tiempo se pierde en la monotonía de la espera, de la esperanza y del deseo, del deseo único de hacer ruta hacia el sur. ¡Hacer ruta hacia el sur! El efecto es cu¬riosamente mecánico; el sol se levanta y des¬ciende, la noche se balancea sobre nuestras cabezas como si alguien, más allá del hori¬zonte, diese vuelta a una manivela. Todo es¬to es mezquino y sin objeto... Y mientras du¬ra este lamentable espectáculo, no hago otra cosa que medir el puente con mis pasos.
¡Cuántas millas no habré andado por la cu¬bierta de este navío! Peregrinación hija de la terquedad y del enervamiento, a la que dan alguna variedad las cortas visitas que hago a Mr. Burns. No sé si es una ilusión, pero mi segundo parece más fuerte a medida que pa¬san los días. Habla poco. Pero la verdad es que la situación no se presta a observaciones ociosas. Otro tanto he advertido en los tri¬pulantes cuando los veo trabajar o descansar sobre el puente. No hablan entre ellos. Si existe un oído invisible que recoge los mur¬mullos de la tierra, creo que no podría des¬cubrir en ella lugar más silencioso que este barco...
No, Mr. Burns no tiene mucho que decir¬me. Permanece sentado sobre su litera, afei¬tadas las mejillas, llameante el bigote y con una expresión de firmeza silenciosa en su rostro blanco como el yeso. Ransome me dice que devora hasta la última migaja de la comida que le sirve, pero que, aparentemen¬te, duerme muy poco. Hasta por la noche, cuando bajo para cargar mi pipa, observo que, aun adormecido, tendido sobre la espal¬da, conserva siempre su expresión resuelta. A juzgar por la rápida mirada que me lanza de soslayo cuando está despierto, se le cree¬ría molesto de ver interrumpida una meditación particularmente ardua. Cuando vuel¬vo a subir al puente, encuentro de nuevo el orden perfecto de las estrellas, sin la más pequeña nube, lo que es infinitamente desa¬lentador. Todo está allí: las estrellas, el sol, el mar, la luz, las tinieblas, el espacio, las aguas, toda la obra formidable de los siete días, en la cual parece haber sido precipitada la huma¬nidad a pesar suyo. O atraída con añagazas. Como fui atraído yo mismo a la aventura de este mando siniestro, y poco menos que mortal.
La única mancha de luz que había de noche sobre el barco era la de las lámparas de la brúju¬la, que iluminaban el rostro de los hombres que se iban sucediendo en el timón; fuera de ella, per¬manecíamos sumidos en la oscuridad, yo, pa¬seando por el puente, y los hombres tendidos sobre cubierta. Tan debilitados se hallaban todos por la enfermedad, que ya no se podía formar el cuarto de guardia. Los que podían andar, esta¬ban de servicio durante todo el tiempo, tendidos en algún rincón umbroso de cubierta, hasta que mi voz, dándoles una orden, los hacía ponerse penosamente de pie, en un pequeño grupo tam¬baleante que iba y venía pacientemente a lo largo del navío sin cambiar un murmullo ni un suspi¬ro. Y cada vez que necesitaba elevar así la voz, experimentaba una angustia hecha de remordi¬miento y compasión.
A eso de las cuatro de la mañana, brillaba una luz en la proa, en la cocina. Inmune, sereno, ac¬tivo, el infalible Ransome, pese a su corazón en¬fermo, preparaba el café para la tripulación. No tardaba en llevarme una taza al puente, y sólo en¬tonces me dejaba caer sobre mi chaise longue de cubierta, para gustar un par de horas de verda¬dero sueño. Indudablemente, ya había debido de adormecerme durante cortos momentos, cuan¬do, abrumado por la fatiga, me apoyaba sobre la batayola. A decir verdad, no me daba cuenta de ello, salvo cuando un sobresalto nervioso, que a veces se producía aun en mitad de mi paseo, me advertía con brusquedad. Pero desde las cinco, más o menos, hasta pasadas las siete, dormía bajo la luz palideciente de las estrellas.
Después de ordenar al hombre que llevaba el timón que me despertase en caso de necesidad, me dejaba caer en el sillón y cerraba los ojos con la impresión de que ya no habría más sueño para mí en este mundo. Sin embargo, no tardaba en perder la conciencia de todo, hasta que, entre las siete y las ocho sentía que me tocaban en el hom¬bro y mi mirada encontraba el rostro de Ranso¬me, con su leve sonrisa pensativa, sus ojos grises y amistosos, como si mi sueño fuese para él mo¬tivo de satisfacción. En ocasiones subía el segundo oficial a relevarme a la hora del café. Pero esto no tenía importancia. Generalmente, nos man¬teníamos en medio de una calma chicha o, a lo sumo, bajo una débil brisa, tan cambiante y fugi¬tiva que no valía la pena mover una verga. Si al¬guna vez llegaba a levantarse el viento, podía contar con que el hombre del timón me gritaría: K ¡Velas en facha, capitán!», palabras que, como un toque de trompeta, me harían saltar sobre el puente, y que, sin duda, me habrían sacado de un sueño eterno. Pero eso no sucedía con frecuen¬cia. Desde entonces, nunca he vuelto a ver auro¬ras tan desprovistas de brisa. Y si por azar se ha¬llaba allí el segundo oficial -generalmente la fiebre le dejaba un día de cada tres- lo encon¬traba sentado sobre la lumbrera, casi insensible, con una mirada estúpida clavada en cualquier objeto próximo: un cabo, una cuña, una bita, una argolla.
Aquel muchacho era más bien una molestia. Sus sufrimientos conservaban un aspecto infan¬til. Parecía haberse vuelto completamente imbé¬cil, y cuando un nuevo acceso de fiebre lo recluía en su camarote, se daba a menudo el caso de no encontrarlo en él. La primera vez que sucedió esto, Ransome y yo nos inquietamos mucho. Después de buscarlo minuciosamente, Ransome lo descubrió por fin, acurrucado en el pañol de velas, que tenía una puerta corrediza sobre el pa¬sillo. En respuesta a mis observaciones, sólo mur¬muró, malhumorado: «Aquí hace fresco», lo cual, por otra parte, era mentira, ya que allí sólo hacía sombra.
La lividez de su rostro no atenuaba sus de¬fectos fundamentales, al revés de lo que sucedía con la mayoría de mis otros hombres. Los estra¬gos de la enfermedad parecían idealizar el carác¬ter general de sus rasgos, haciendo resaltar una insospechada nobleza en unos, en otros una profunda energía, y revelando en uno de ellos un aspecto esencialmente cómico. Era éste un hom¬brecillo pelirrojo, con una nariz y una barbilla de polichinela, al que sus camaradas, no sé por qué, llamaban Frenchy. Sin duda, nada se ha¬bría opuesto a que fuese francés, pero lo cierto es que nunca le oí pronunciar una palabra en esta lengua.
Con sólo verle venir desde la popa para to¬mar el timón, ya se sentía uno consolado. Con su pantalón azul arremangado hasta las rodillas, un poco más alto sobre una pierna que sobre la otra, con su limpísima camisa de cuadros y su gorro de tela blanca, evidentemente confeccionado por él mismo, el conjunto de su persona era singular¬mente pintoresco, y la persistente jovialidad de su actitud, aun cuando el pobre diablo no podía dejar de tambalearse, denotaba una invencible energía. También había allí uno a quien llamaban Gambril. Era el único de la tripulación que tenía el pelo entrecano. Su rostro era austero. Pero si recuerdo los rostros de todos, enflaqueciendo de modo trágico ante mis ojos, la mayor parte de sus nombres se han borrado de mi memoria.
Las palabras que cambiábamos eran escasas y pueriles, si se considera la situación. Yo tenía que hacer un esfuerzo para mirarlos a la cara. Es¬peraba siempre encontrar miradas cargadas de reproches. Sin embargo, no era así. La expresión de sufrimiento de sus ojos era, en verdad, bas¬tante difícil de resistir. Pero ellos no podían ha¬cer nada para evitarla. Por lo demás, me pregunto si era el temple de sus almas o la cordialidad de su imaginación lo que los hacía tan admirables, tan dignos de mi eterno respeto.
En cuanto a mí, ni mi alma estaba templada ni lo bastante sofrenada mi imaginación. Había momentos en que no sólo me figuraba que iba a volverme loco, sino que me parecía que ya lo es¬taba, hasta el punto de no atreverme a entreabrir los labios por temor a que un grito insensato me traicionase. Por fortuna, sólo tenía que dar ór¬denes, y una orden ejerce sobre el que la da una influencia reconfortante. Además, el marino, el oficial de cuarto, continuaba en mí suficiente¬mente indemne. Era como un carpintero loco que confeccionara una caja. Ni aun creyéndose rey de Jerusalén dejaría de hacer una caja razo¬nable. Lo que yo temía era que se me escapase, a mi pesar, un grito agudo que fuese a romper mi equilibrio. Felizmente, no era necesario alzar la voz. La calma asfixiante que nos rodeaba parecía tan sensible al menor ruido como un resonador. Una palabra pronunciada en el tono normal de la conversación casi hubiera podido oírse de un lado a otro del navío. Lo más terrible es que la única voz que oía era la mía, especialmente de noche, repercutía, extrañamente solitaria, contra la superficie plana de las velas inmóviles.
Mr. Burns, que continuaba en el lecho con la misma expresión de misteriosa firmeza, se queja¬ba de un sinfín de cosas. Nuestras entrevistas no duraban más de cinco minutos, pero eran bastan¬te frecuentes. A menudo descendía yo en busca de fuego, a pesar de que apenas fumaba en aque¬lla época. Mi pipa se apagaba de continuo; no era lo bastante dueño de mis pensamientos para po¬der fumar tranquilamente. Por otra parte, na¬da me habría impedido, la mayor parte del tiem¬po, encender una cerilla en cubierta, y aun te¬nerla encendida hasta que la llama me quemase los dedos; pero había adquirido la costumbre de bajar; era un cambio, la única tregua, en medio de aquel apremio constante, y, como es natural, Mr. Burns me veía pasar por delante de su puerta, siempre abierta.
Con las rodillas bajo la barbilla y fija la mirada de sus ojos verdosos, ofrecía un aspecto ex¬traño, y bien poco atractivo para mí, que co¬nocía la absurda idea que lo obsesionaba. No obstante, me era preciso dirigirle la palabra, ha¬biéndole oído quejarse un día del silencio que reinaba a bordo. Decía que permanecía tendido durante horas sin oír el menor ruido, hasta no saber qué hacer consigo mismo.
-Cuando Ransome está en la proa, en su cocina, todo está tan tranquilo que se creería que no queda nadie vivo a bordo -gruñó-. La úni¬ca voz que oigo a veces es la suya, capitán, y esto no basta para distraerme. ¿Qué les pasa a los hombres? ¿No hay uno solo que pueda cantar mientras hace la maniobra?
-Ni uno solo, Mr. Burns -repuse-. Nadie a bordo puede desperdiciar su aliento en cantar. ¿Se ha dado usted cuenta de que a veces no pue¬do reunir más de tres hombres para la maniobra?
-¿No se ha muerto nadie todavía, capitán? -me preguntó apresuradamente, con tono me¬droso.
-No.
-Es preciso que no suceda -declaró enér¬gicamente Mr. Burns-. No hay que dejarle que se salga con la suya. Si llega a vencer a uno, todos los demás están perdidos.
Aquellas palabras me irritaron. Hasta creo que, en mi turbación, llegué a blasfemar, pues atacaban lo que aún me quedaba de sangre fría. Durante la interminable vigilia sostenida frente al enemigo, imágenes horribles me habían obse¬sionado. Había entrevisto un navío flotando a la deriva sobre aguas tranquilas, balanceado por una ligera brisa, con toda su tripulación agoni¬zando lentamente sobre cubierta. Cosas seme¬jantes, y aun peores, han sucedido.
Mr. Burns acogió mi explosión de cólera con un misterioso silencio.
-Vamos a ver -apunté yo-; usted mismo no cree en lo que dice. Es imposible. No es eso lo que tengo derecho a esperar de usted. Mi si¬tuación ya es lo bastante difícil, para que enci¬ma venga usted a abrumarme con sus ideas ab¬surdas.
El segundo permanecía inmóvil, y su rostro se hallaba iluminado de tal modo que tuve vaga¬mente la impresión de que había sonreído.
-Escuche -proseguí, cambiando de to¬no-. Nuestra situación se hace tan desespera¬da, que desde hace un momento estoy pensando si, ya que no podemos dirigirnos al sur, no con¬vendría tratar de volver la proa hacia el oeste y alcanzar la ruta del vapor correo. En todo caso, encontraríamos quinina en él. ¿Qué le parece a usted?
-¡No, no, no! -exclamó-. ¡No haga usted eso, capitán! Es preciso no dejar de hacer frente ni un solo minuto a ese viejo bandido. Si hace us¬ted lo que dice, estamos perdidos.
Lo dejé. Era verdaderamente intolerable. Pa¬recía un poseído. De todos modos, su protes¬ta era perfectamente razonable. En realidad, mi idea de dirigirnos hacia el oeste para correr el albur de encontrar un vapor problemático, no resistía el examen. Allí donde estábamos, aún teníamos bastante viento, al menos de vez en cuando, para tratar de avanzar hacia el sur, o cuando menos bastante para mantener nuestra esperanza. Pero ¿y si, aprovechando esos saltos caprichosos del viento para navegar hacia el oes¬te fuéramos a parar a una región en la que, du¬rante días enteros, no soplara la menor gota de brisa? ¿Qué sucedería? Mi espantosa visión de un navío a la deriva con una tripulación de cadá¬veres se convertiría, tal vez, en una realidad, que semanas más tarde descubriría, empavorecida, la tripulación de otro barco.
Aquella tarde me llevó Ransome una taza de té y, mientras esperaba, con la bandeja en la mano, me dijo, con tono de simpatía:
-Resiste usted bien, capitán.
-Sí -le dije-. Me parece que usted y yo hemos sido olvidados.
-¿Olvidados?
-Sí, olvidados por esa fiebre diabólica que se ha instalado a bordo.
Ransome me dirigió una de sus cordiales e inteligentes miradas, y se alejó con su bandeja. Entonces advertí que me había expresado a la manera de Mr. Burns, y eso me disgustó. Sin em¬bargo, muchas veces, en los momentos más som¬bríos, me inclinaba a adoptar frente a aquellas di¬ficultades la misma actitud que habría tomado de tener que enfrentarme con un enemigo vivo.
Sí. Aquella fiebre del demonio no había pues¬to aún su garra sobre Ransome ni sobre mí. Pero ello podía suceder de un momento a otro, y ése era uno de esos pensamientos que era preciso combatir, alejar de uno a toda costa. La idea de que Ransome, el mayordomo del barco, fuese abatido por la enfermedad, resultaba intolerable. ¿Y qué sería del barco si yo mismo lo fuese, ha¬llándose aún Mr. Burns demasiado débil para po¬nerse de pie sin apoyarse en su litera y encon¬trándose el segundo oficial reducido a un estado de permanente imbecilidad? Imposible de ima¬ginar; o, por mejor decir, demasiado fácil de adi¬vinar.
Me hallaba solo en el puente. Como no había ruta que vigilar, había mandado al hombre del ti¬món que se sentase o tendiese en cualquier sitio a la sombra. La resistencia de los hombres era tan escasa que se hacía preciso ahorrarles la menor tarea inútil. El hombre que estaba al timón era el austero Gambril, el de la barba canosa. Se había alejado sin discutir, pero los accesos de fiebre ha¬bían debilitado de tal modo al pobre diablo que para bajar por la escalera tuvo que volverse y agarrarse a la barandilla. Partía el corazón ver aquello. Y Gambril no estaba mejor ni peor que la media docena de infortunados que había lo¬grado reunir en cubierta.
Era una tarde terriblemente quieta. Hacía va¬rios días que venían apareciendo a lo lejos unas nubes bajas, masas blancas de bordes sombríos que se hubiesen dicho colocadas sobre el agua in¬móvil, casi sólidas en apariencia, y no obstante cambiando sin cesar de forma. En general, des¬aparecían hacia el anochecer, pero aquel día espe¬raron la puesta del sol, que se inflamó y rutiló en medio de ellas antes de hundirse en el horizonte. Puntuales y fastidiosas, reaparecieron las estre¬llas encima de nuestros mástiles, si bien la atmós¬fera continuaba estancada y abrumadora.
El infalible Ransome encendió las lámparas de la bitácora y se inclinó hacia mí como una sombra.
-¿Quiere usted bajar y tratar de comer al¬guna cosa, capitán? -me sugirió.
Su voz queda me sobresaltó. Había perma¬necido de pie, mirando por encima de la batayo¬la, sin sentir nada, ni siquiera el cansancio de mis miembros, agobiado por aquel maldito encanta¬miento.
-Ransome -le pregunté bruscamente-, ¿cuánto tiempo he permanecido sobre el puen¬te? Pierdo la noción del tiempo.
-Catorce días, capitán. El lunes último hizo quince días que salimos del fondeadero. -Su voz parecía velada por cierta tristeza. Se inte¬rrumpió por un instante, y luego agregó-: Se diría que por primera vez vamos a tener lluvia. Observé entonces la gran sombra que ocul¬taba en el horizonte las estrellas más bajas, en tanto que, al levantar la cabeza, me pareció ver¬las brillar sobre nosotros a través de un velo de humo.
Cómo había llegado aquel velo y cómo se había extendido a tal altura, no habría podido decirlo. Tenía un aspecto amenazador. No había ni un soplo de aire. A una nueva invitación de Ransome, bajé a la cámara para «tratar de comer alguna cosa», como él decía. No creo que el en¬sayo tuviese mucho éxito. Supongo que durante ese período de mi vida me alimenté como de cos¬tumbre, pero el recuerdo que guardo es de que, durante aquellos días, mi vida sólo se sostuvo gracias a una invencible angustia, infernal, esti¬mulante, que me excitaba y consumía al mismo tiempo.
Es ése el único período de mi vida durante el cual intenté llevar un diario. Es decir, no el úni¬co. Algunos años más tarde, hallándome en especiales condiciones de aislamiento moral, anoté sobre el papel los pensamientos y acontecimien¬tos de una veintena de días. Pero esa vez fue la primera. No recuerdo cómo sucedió aquello ni cómo me cayeron el cuaderno y el lápiz bajo la mano, pues se me antoja inconcebible la posibi¬lidad de que los buscara expresamente. Supon¬go, de todos modos, que me ahorraron el absur¬do de hablar a solas en voz alta.
Cosa bastante extraña: las dos veces lo hice en circunstancias de las que «no pensaba salir adelante», como suele decirse. Por otra parte, no podía esperar que este testimonio mío me sobre¬viviese, lo que prueba que era una simple necesi¬dad de desahogarme, y que no obedecía a las so¬licitaciones del egotismo.
Transcribiré aquí algunas líneas de este cua¬derno, que hoy me parecen casi irreales y que extraigo de las páginas que emborroné aquella misma tarde.
Diríase que se produce en el cielo una es¬pecie de descomposición, de corrupción del aire, que continúa tan inmóvil como de cos¬tumbre. Después de todo, son simples nubes, que pueden traer o no lluvia o viento. Es ex¬traño que esto me desasosiegue tanto. Me siento como si hubiesen descubierto todos mis pecados; pero supongo que esta desazón se debe a que el barco continúa inmóvil, sin mando, y a que no tengo nada que impida a mi imaginación el extraviarse entre las imáge¬nes desastrosas de las peores eventualidades que pueden caer sobre nosotros. ¿Qué suce¬derá? Probablemente, nada. Aunque también puede suceder algo. Quizás una furiosa bo¬rrasca, para hacer frente a la cual sólo tengo cinco hombres, que en punto a vitalidad y fuerza apenas si valen ya por dos. Es muy po¬sible que perdamos todas nuestras velas, que hemos mantenido desplegadas desde que sa¬limos de la desembocadura del Meinam, hace quince días... o quince siglos. Me parece como si toda mi vida anterior a este día me¬morable estuviese ya infinitamente lejana de una juventud despreocupada, como si ésta quedase al otro lado de una sombra. Sí, es muy posible que perdamos las velas; lo que vendría a equivaler a una sentencia de muerte para la tripulación, pues no hay suficiente fuerza a bordo para reemplazarlas. Sí, por in¬creíble que esto pueda parecer, hasta es muy posible que seamos desarbolados. Esto ocu¬rre muchas veces por no poder maniobrar con la rapidez necesaria, y la verdad es que ya no nos quedan fuerzas para bracear las vergas como es debido. Es como verse atado de pies y manos antes de que le corten a uno el cuello.
Y lo que más me espanta es la sola idea de su¬bir al puente para ordenar la maniobra. Es mi deber con respecto al barco, con respecto a los hombres que quedan sobre cubierta, al¬gunos de ellos dispuestos a dar lo que les res¬ta de fuerzas a una palabra mía. Y he aquí que la sola idea de ello me hace temblar. Y todo por una simple visión. ¡Mi primer mando! Ahora comprendo ese extraño sentimiento de inseguridad que sentía antaño. Siempre sospeché que, llegado el caso, podría no estar a la altura de las circunstancias. Y he aquí la prueba positiva. Estoy a la altura de las cir¬cunstancias.
En ese instante o, tal vez, un instante después, me di cuenta de que Ransome había entrado en la cámara. Algo que vi en su expresión, y cuyo sen¬tido no lograba adivinar, me sorprendió.
-¿Ha muerto alguien? -exclamé. Ransome pareció sorprenderse.
-¿Muerto? No, que yo sepa, capitán. Hace diez minutos estuve en el castillo de popa y no había allí ningún muerto.
Su voz era extraordinariamente dulce. Me explicó que había bajado para cerrar el ventani¬llo del camarote de Mr. Burns, en previsión de que lloviese, y agregó que ignoraba que estuvie¬se yo en la cámara.
-¿Qué tiempo hace fuera? -pregunté.
-Está muy cerrado, capitán; seguramente se prepara algo.
-¿Hacia qué lado?
-Por todos lados, capitán.
Con los codos puestos sobre la mesa, repetí:
-Por todos lados. Sí, seguramente. Ransome se demoraba en la cámara, como si tuviese algo que hacer en ella y vacilase.
-¿Cree usted que yo debería estar en el puente? -inquirí de pronto.
De inmediato me contestó, aunque sin mo¬dificar en absoluto su tono habitual:
-Sí, capitán.
Me levanté de un salto, y Ransome se hizo a un lado para dejarme pasar. Al cruzar el pasillo, oí la voz de Mr. Burns, que decía: «Mayordomo, ¿quiere cerrar la puerta de mi cuarto?», y a Ran¬some que le respondía con cierta sorpresa: «Des¬de luego, Mr. Burns. Pensé que una completa indiferencia había embotado todos mis senti¬mientos; pero, al encontrarme de nuevo sobre el puente, me sentí más hastiado que nunca. Las impenetrables tinieblas bloqueaban el navío de tan cerca, que parecía que con sólo tender la mano por encima de la borda se tocaría una sus¬tancia sobrenatural. Había en ellas un no sé qué de terror inconcebible y de indecible misterio. Las pocas estrellas que brillaban sobre nuestras cabezas sólo arrojaban sobre el navío una luz os¬cura, sin dejar sobre el agua ningún reflejo, como rayos aislados que atravesaran una atmósfera convertida en hollín. Era algo que yo no había visto nunca hasta entonces, y que no permitía la menor conjetura respecto a la dirección en que podría producirse un cambio. Algo semejante a una amenaza que se cerrase en torno a nosotros.
El timón continuaba solo; una inmovilidad absoluta reinaba en todas partes. Si el aire se ha¬bía ennegrecido, el mar parecía haberse vuelto sólido. Era inútil mirar a uno u otro lado, espe¬rar una señal, tratar de prever la proximidad del momento. Cuando éste llegara, las tinieblas ab¬sorberían silenciosamente la débil claridad que caía de las estrellas sobre el navío, y sobreven¬dría el fin de todo, sin un suspiro, sin un movi¬miento, sin un murmullo, y nuestro corazón se detendría como un reloj al que se le termina la cuerda.
Era inútil el tratar de combatir esa sensación de algo definitivo. La calma que había caído so¬bre mí tenía como un anticipado sabor de des¬trucción, y hasta en cierto modo me reconforta¬ba, como si, súbitamente, mi alma se hubiese reconciliado con la idea de una eterna y ciega in¬movilidad.
Sólo el instinto del marino sobrevivía ínte¬gro en medio de mi disolución moral. Bajé por la escala y me dirigí hacia el castillo de popa. Antes de llegar allí, me pareció que las estrellas se apa¬gaban, pero cuando pregunté con tono tranqui¬lo: «¿Estáis ahí?», vi surgir en torno a mí unas sombras oscuras, muy confusas, y una voz me contestó:
-Aquí estamos todos, capitán. Y otro agregó ansiosamente:
-Todos los que servimos para algo, capitán. Aquellas dos voces eran tranquilas y apaga¬das; a decir verdad, no había en ellas ni exalta¬ción ni desaliento. Eran voces perfectamente na¬turales.
-Es necesario que probemos a ceñir la vela mayor -señalé.
Las sombras se alejaron de mí en silencio. Aquellos hombres no eran ya sino los fantas¬mas de sí mismos y su peso sobre una driza tal vez no fuese mayor que el de un grupo de fantas¬mas. En verdad, si jamás fue ceñida vela alguna por efecto de una simple fuerza espiritual, ésta lo fue, pues, hablando con propiedad, no había bastantes músculos para ello en toda la tripula¬ción, y menos aún en el mísero grupo que for¬mábamos sobre cubierta. Naturalmente, yo mis¬mo me encargué de dirigir el trabajo. Los hom¬bres se arrastraban tras de mí de jarcia en jarcia, tambaleándose y jadeando. Hacían esfuerzos ti¬tánicos. Pasamos allí por lo menos una hora, y
durante todo ese tiempo no nos llegó un solo ruido de aquel universo tenebroso que nos ro¬deaba. Cuando hubimos amarrado el último apagapenol, mis ojos, acostumbrados a la oscu¬ridad, distinguieron formas de hombres exte¬nuados apoyándose en la batayola o derrum¬bándose sobre los cuarteles de las escotillas. Uno de ellos, caído sobre el cabrestante de popa, ja¬deaba para recobrar el aliento. Y yo, de pie entre ellos, era como una torre poderosa, inaccesible al mal y sintiendo tan sólo el mal de mi propia alma. Esperé un momento, luchando contra el peso de mis culpas, contra el sentimiento de mi propia dignidad, y les dije:
-Ahora, amigos míos, vamos a popa para escuadrear con la mayor rapidez posible la verga mayor. Esto es casi lo único que podemos hacer por el barco; y allá él por lo demás.
6
Mientras subíamos, pensé que era preciso que un hombre permaneciese en el timón. Ape¬nas si había murmurado esta orden cuando, sin hacer el menor ruido, apareció bajo la luz de popa un espíritu resignado en un cuerpo devas¬tado por la fiebre: un rostro de ojos hundidos re¬saltando sobre las tinieblas en que nuestro mun¬do y el universo todo estaban sumergidos. El antebrazo que se extendía sobre los radios supe¬riores de la rueda parecía brillar con una luz ema¬nada de su interior. En un murmullo, dije a aque¬lla luminosa aparición:
-Mantenga el timón derecho.
Con un acento de resignación dolorosa, res¬pondió:
-Derecho está, capitán.
Enseguida, descendí al castillo de popa. Era imposible decir de dónde vendría el golpe. Mirar en torno del navío era mirar en un abismo negro y sin fondo. Los ojos se perdían en abismos in¬concebibles.
Quise cerciorarme de que habían reunido todos los cabos en cubierta. La única manera de averiguarlo era tanteando con el pie. Al avanzar prudentemente, tropecé con alguien, en quien reconocí de inmediato a Ransome. Aún tenía una solidez física, que se me reveló al contacto. Estaba apoyado en el cabrestante de popa, y per¬maneció silencioso. Fue como una revelación. Era él aquella silueta caída y jadeante que había distinguido antes mientras dirigía la maniobra.
-¡Pero ha ayudado usted a ceñir la vela ma¬yor! -exclamé en voz baja. -Sí, capitán -respondió con tranquilidad.
-¡Pero Ransome! ¿En qué estaba usted pen¬sando? No debe hacer esas cosas.
Después de una pausa, asintió.
-En efecto, supongo que no debería.
-Des¬pués de una nueva pausa, agregó rápidamente, con su jadear revelador-: Ahora me siento per¬fectamente.
Yo no oía ni veía a nadie más que a él; pero, cuando alcé la voz, tristes murmullos se levanta¬ron para contestarme desde popa, y me pareció como si unas sombras oscilasen de un lado a otro. Ordené soltar todas las drizas y tenerlas a punto para la maniobra.
-Yo me ocuparé de ello, capitán -propuso Ransome con su dulce voz habitual, voz que consolaba a la vez que despertaba la compasión.
Aquel hombre habría debido hallarse en su le¬cho, descansando, y mi verdadero deber debería haber sido enviarlo a él. Pero tal vez no me hubie¬se obedecido. Como no tenía la firmeza de ánimo necesaria para obligarlo, me contenté con decirle: -Muy bien, Ransome, pero no se agite de¬masiado.
Al volver a popa, me encontré con Gambril. Bajo la luz, su rostro, surcado de sombras, tenía un aspecto siniestro, al fin reducido al silencio. Le pregunté cómo se sentía, esperando apenas una respuesta, de modo que su relativa locuaci¬dad me sorprendió:
-Estos ataques de fiebre me dejan hecho una piltrafa, capitán -me dijo, sin dejar esa ex¬presión de indiferencia general hacia todo lo que no fuera su trabajo que debe tener siempre un ti¬monel-. Y antes de que haya podido recuperar mis fuerzas, llega otro acceso, que me aniquila de nuevo.
Suspiró. En su acento no había la menor queja, pero sólo las palabras bastaban ya para hacerme sentir un remordimiento horrible. Por un momento, quedé mudo. Al fin, cuando se di¬sipó esa horrible sensación, le pregunté:
-¿Se siente usted con fuerzas para mantener el timón si el navío empieza a ir para atrás? Pero hay que tener cuidado de que no ocurra alguna avería en el timón. Ya, sin eso, es bastante difícil la situación.
Con tono que denotaba cansancio, me res¬pondió que aún le quedaban bastantes fuerzas para agarrarse a la rueda. Podía asegurarme que el gobernalle no se le escaparía de las manos. Eso era cuanto tenía que decir.
En ese momento apareció Ransome a mi la¬do, surgiendo súbitamente de las tinieblas a la luz, con su rostro serio y su voz amable.
Me aseguró que, al menos a juzgar por el tac¬to, todos los cabos se hallaban sobre cubierta, listos para ser largados. Reinaba tal oscuridad que no se veía a dos pasos de distancia. Frenchy se había colocado a proa y aseguraba sentirse un tanto remozado.
Al decir esas palabras, una débil sonrisa alte¬ró por un instante el puro y firme dibujo de los labios de Ransome. Con sus claros ojos grises, siempre graves, y su reposado temperamento, Ransome era realmente un hombre inestimable, con un alma tan firme como los músculos de su cuerpo.
Era el único hombre a bordo -exceptuán¬dome a mí; pero yo necesitaba conservar la liber¬tad de mis movimientos- con cuyo vigor físico se podía contar. Por un instante, me pregunté si no haría bien confiándole el timón, pero el terri¬ble conocimiento del enemigo que llevaba en su cuerpo me hizo vacilar. Mi ignorancia de toda fi¬siología me hacía pensar que podría morirse sú¬bitamente de emoción, en un momento crítico.
Mientras esa horrible aprensión refrenaba las palabras que ya tenía en la punta de la lengua, Ransome retrocedió dos pasos y desapareció de mi vista.
De inmediato, sentí cierta desazón, como si me hubiesen retirado un apoyo. Avancé y, sa¬liendo del círculo de luz, entré en aquellas tinie¬blas que se erguían ante mí como un muro. Me bastó un paso para penetrar en ellas. Tales debie¬ron de ser las tinieblas anteriores a la creación. Tras cerrarse tras de mí, me supe invisible para el timonel. Tampoco yo veía nada. Él estaba solo, yo también, cada uno solo en su puesto. Toda forma se había borrado: arboladura, velas, apa¬rejo, batayola, todo se había desvanecido en la horrible densidad de aquella noche absoluta.
La luz de un relámpago habría sido un alivio físico. Lo habría llamado con todas mis fuerzas de no haber sido por la aprensión terrible del trueno. Era tan fuerte esta opresión del silencio, que se me antojaba que el primer trueno bastaría para reducirme a polvo.
Y el trueno era, probablemente, lo primero que llegaría. Entumecido de pies a cabeza, respirando apenas, esperaba con una inquietud horri¬ble. No sucedía nada. Era para volverse loco. Pero un dolor sordo, que invadió la parte infe¬rior de mi rostro, me hizo comprender que, sabe Dios desde hacía cuánto tiempo, estaban rechi¬nando los dientes.
Es extraordinario que no hubiese oído el rui¬do, pero lo cierto es que los dientes me rechina¬ban. Haciendo un esfuerzo que absorbió todas mis facultades, logré inmovilizar la mandíbula. Aquello no exigía mayor atención, y mientras lo hacía me sorprendió un ruido extraño, unos gol¬pes irregulares, que resonaban débilmente sobre el puente. Se- los oía tan pronto separadamen¬te, como dobles, como en grupos. Mientras me asombraba de esa misteriosa diablura, algo cayó ligeramente bajo mi ojo izquierdo y sentí una gruesa lágrima rodar por mi mejilla. Gotas de lluvia. Enormes gotas de lluvia. Signos anuncia¬dores de algo que se avecinaba. Tap, tap, tap...
Me volví hacia Gambril y le supliqué encare¬cidamente que se «agarrase al timón, pero la emoción me impedía casi hablar. El momento fatal había llegado. Contuve la respiración. El gotear había cesado tan repentinamente como empezara, renovando así la intolerable espera; era como una nueva vuelta de tornillo en el su¬plicio de la rueda. No creo que hubiera podido perder el dominio de mí mismo hasta gritar, pero recuerdo con toda claridad haber tenido la con¬vicción de que, realmente, ya no me quedaba otro recurso.
De repente -¿cómo expresarlo?- sí, de re¬pente, las tinieblas se transformaron en agua. Ésta es la única imagen adecuada. Una lluvia densa, un aguacero torrencial, comenzó a caer estrepitosa¬mente. Se lo oía aproximarse caminando sobre el mar, sobre el aire mismo, me parecía. Sin el menor murmullo ni crujido preliminar, sin la menor sal¬picadura, sin siquiera la sombra de un contacto, me sentí instantáneamente calado hasta los hue¬sos. Cierto que eso no era muy difícil, pues sólo llevaba un pijama. En un instante, el agua empapó mis cabellos, resbaló sobre mi piel, me llenó na¬riz, ojos y orejas. En menos de un segundo, tra¬gué una buena cantidad.
En cuanto a Gambril, estaba casi sofocado. Tosía lamentablemente, con la tos quebrada de un enfermo, y sólo lo divisaba como se ve a un pez en un acuario, a la luz de una bombilla eléc¬trica: una silueta confusa y fosforescente. Con la diferencia de que Gambril no se movía. Pero aún pasó otra cosa: las dos lámparas de la bitácora se apagaron a la vez. Supongo que el agua lograría penetrar en el interior, aunque ello me parecía imposible, encajando como encajaban perfecta¬mente en sus fanales.
El último rayo de luz del universo había desaparecido, seguido por una sorda exclamación de Gambril. A tientas me dirigí hacia él y lo cogí del brazo, un brazo espantosamente flaco.
-No se preocupe-le dije-. No necesita us¬ted luz. Todo lo que se precisa es mantener el vien¬to a popa cuando se levante. ¿Me comprende?
-Sí, sí, capitán... Pero preferiría tener algu¬na luz -agregó nerviosamente.
Durante todo ese tiempo él barco había per¬manecido inmóvil como una roca. El ruido del agua que goteaba de las velas y el aparejo, y fluía sobre la toldilla, había cesado bruscamen¬te. Los imbornales de la toldilla continuaron todavía por un momento su gotear, y luego un silencio absoluto, unido a una completa inmo¬vilidad, nos anunció que todavía no habíamos triunfado sobre el maleficio, que todavía está¬bamos al borde de una catástrofe que nos ace¬chaba en las tinieblas.
Sin poder contenerme, avancé con paso fe¬bril. No necesitaba ver para recorrer con una se¬guridad absoluta la toldilla de mi primer mando, de mi nefasto primer mando. Cada pulgada de sus cubiertas se había grabado indeleblemente en mi cerebro, con el veteado y los nudos de cada una de sus tablas. Y, sin embargo, de pronto tro¬pecé violentamente con algo que me hizo caer de bruces.
Se trataba de algo grueso y vivo. No era un perro, no; más bien parecía un cordero; pero a bordo no había animales. ¿Cómo había podido un animal...? Aquello aumentó el horror sobre¬natural hasta un punto que ya no podía resistir. Sentí que mis cabellos se erizaban sobre mi ca¬beza, mientras me ponía de pie, terriblemente espantado; no como puede estarlo un hombre cuando su juicio y su razón procuran resistir to¬davía, sino completa, absolutamente espantado; espantado de un modo inocente, por así decir¬lo; espantado como un niño.
¡Por fin, pude distinguir aquella cosa! Las ti¬nieblas, que acababan de convertirse, en gran parte, en agua, habían menguado un tanto. ¡Allí estaba! Pero hasta el momento en que aquello hizo un esfuerzo para levantarse, no se me ocu¬rrió que pudiera ser Mr. Burns saliendo, a gatas, de la toldilla, y aun entonces la primera imagen que se me ocurrió fue la de un oso.
Y como un oso gruñó cuando le eché los bra¬zos en torno al cuerpo. Se había envuelto en un enorme abrigo de lana, cuyo peso abrumaba su debilidad. Apenas pude sentir a través de aquella gruesa tela su cuerpo increíblemente flaco, pero su gruñido tenía profundidad y sustancia.
«¡Maldito barco silencioso, con su tripula¬ción de gallinas, que andan en puntillas! ¿Es que no podían pisar fuerte, como hacen los hom¬bres? ¿No había entre todos un pícaro, uno solo, que fuese capaz de cantar durante la ma¬niobra?»
-¿A qué esconderse, capitán? -agregó lue¬go, tomándola conmigo-. Es inútil pensar que nos vamos a librar de ese viejo bandido, y, en todo caso, no sería ése el modo de lograrlo. Há¬gale usted frente, como lo he hecho yo. Lo que se necesita es audacia;. demuéstrele usted que se burla de todas sus endemoniadas jugarretas. Atáquelo francamente.
-¡Demonio, Mr. Burns! -exclamé, coléri¬co-. ¿Por qué diablos ha salido usted de su lite¬ra? ¿Qué pretende usted subiendo a cubierta en ese estado?
-¡No hay otro remedio! ¡Audacia! Es la única manera de atemorizar a ese viejo canalla. Lo empujé, sin que dejase de gruñir, contra el parapeto.
-¡Agárrese ahí! -le grité con rudeza. Real¬mente, no sabía qué hacer. A toda prisa, me alejé de él, para correr hacia Gambril, que, con voz débil, me avisaba que creía sentir un poco de bri¬sa. En efecto, percibí un débil crujir de tela mo¬jada, muy por encima de mi cabeza, y el tintinear de una cadena suelta...
Eran unos ruidos extraños, alarmantes, tur¬badores, en el mortal silencio del aire que me ro¬deaba. Por mi espíritu pasaron todos los casos que había oído contar de palos mayores arranca¬dos, cuando no soplaba ni el viento necesario para apagar una cerilla.
-No puedo ver las velas altas, capitán -de¬claró Gambril, estremeciéndose.
-Mantenga firme el timón, y todo irá bien -le dije, con tono de confianza.
El pobre diablo tenía los nervios agotados, y yo no me hallaba en mucho mejor estado. Fue un momento de tensión suprema, que se resol¬vió en la brusca sensación de que el barco avan¬zaba como por impulso propio bajo mis pies. Oí claramente el soplar del viento sobre mi cabeza y los sordos crujidos de la arboladura, mucho antes de sentir el menor soplo sobre mi rostro, vuelto hacia el cielo, ansioso y privado de toda vista, como los ojos de un ciego.
De pronto, el sonido de una nota más fuerte llegó a nuestros oídos y las tinieblas se deshicie¬ron en lluvia sobre nuestros cuerpos, helándo¬nos. Gambril y yo empezamos a temblar vio¬lentamente bajo nuestros delgados vestidos de algodón, que se nos pegaban al cuerpo.
-Todo va bien ahora, Gambril -señalé-. Lo único que tiene usted que hacer es conservar el viento en popa. Seguramente podrá usted ha¬cerlo. Un niño lograría gobernar el barco con un mar tan tranquilo.
El hombre murmuró: -Sí, un niño sano.
No pude por menos de avergonzarme de no haber padecido también la fiebre que había des¬trozado el vigor de todos, salvo el mío, sin duda
a fin de que mi remordimiento pudiera ser más amargo, más agudo el sentimiento de mi incapa¬cidad y más pesada la responsabilidad que sobre mí gravitaba.
Sobre aquel mar tranquilo, el barco, casi in¬mediatamente, había adquirido buena marcha. Se lo sentía deslizarse, sin otro ruido que un mis¬terioso rechinar a lo largo de la borda. Ninguna otra cosa -ni el más leve balanceo, ni el menor cabeceo-, revelaba el movimiento. Era una estabilidad desconsoladora que venía durando dieciocho días, pues ni un solo instante, durante aquel tiempo, tuvimos viento suficiente para ver ondular el mar. La brisa refrescó de repente, ha¬ciéndome pensar que ya era tiempo de hacer ba¬jar a Mr. Burns, quien no podía servir de otra cosa que de estorbo. Sin contar que era lo bas¬tante insensato para echar a andar de un lado a otro del barco, expuesto a romperse un miem¬bro o a caer por la borda.
Me consoló el ver que había tenido la sensa¬tez de permanecer en el lugar en que lo había de¬jado. Sin embargo, continuaba farfullando a so¬las, de forma poco tranquilizadora.
Era desconsolador. Con el tono más natural, hice esta observación:
-Desde que salimos de la rada no habíamos tenido una brisa como ésta.
-Y es un viento que muy bien puede durar -gruñó juicioso. Esta observación era la de un marino perfectamente sano de espíritu. Pero, in¬mediatamente, agregó-: Ya era tiempo de que subiese a cubierta. He tratado de recuperar mis fuerzas con este objeto..., sólo con este objeto, ¿sabe usted, capitán?
Respondí que sí y le sugerí que lo mejor que podía hacer ahora era bajar a descansar.
-¿Bajar? Ciertamente que no, capitán -re¬plicó, con aire indignado.
Aquel hombre me estorbaba horriblemente. Sin contar que enseguida comenzó a discutir. Yo sentía, en la oscuridad, su agitación insensata.
-Usted no sabe cómo arreglar este asunto, capitán. ¡Y cómo habría de saberlo! ¿A qué todo este hablar en voz baja y este andar de puntillas? No irá usted a creerse que se puede librar de una bestia tan solapada y astuta como era aquel ban¬dido. Usted nunca lo oyó hablar. Había para ponerle a uno los pelos de punta. ¡No, no!, no estaba loco. No estaba más loco que yo. Era, francamente, malo; ésta es la verdad. Lo bastan¬te perverso para atemorizar a casi todo el mun¬do. Le diré lo que era: en el fondo, era nada menos que un ladrón y un asesino. ¿Y cree us¬ted que habrá cambiado ahora por estar muerto? ¡De ningún modo! Su cuerpo está ahora a cien brazas bajo el agua, pero él sigue siendo el mismo... A los 8° 20' de latitud norte.
Gruñó, con expresión de reto. Yo observaba con resignada laxitud que la brisa había dismi¬nuido ligeramente mientras él divagaba.
-Yo habría debido arrojar a aquel miserable por encima de la borda, como si fuese un perro -prosiguió Mr. Burns-. Solamente por consi¬deración a los hombres... Cuando se piensa que fue preciso leer el oficio de difuntos para una bes¬tia semejante... «Nuestro difunto hermano...» Movía a risa, y eso era, precisamente, lo que él no podía soportar. Creo que yo fui el único que nun¬ca se atrevió a reírse de él en sus barbas. Cuando cayó enfermo, le entró un canguelo al tal... her¬mano... ¡Hermano! Tanto valdría llamar herma¬no a un tiburón.
La brisa había cesado tan repentinamente que las velas húmedas, a causa de la misma velo¬cidad del barco, fueron a golpear pesadamente el mástil. De nuevo éramos víctimas de los malefi¬cios de aquella inmovilidad mortal. Parecía co¬mo si no pudiera haber salvación posible.
-¿Qué? -exclamó Mr. Burns, con tono de alarma-. ¿Calma otra vez?
Me dirigí a él como si estuviese en plena po¬sesión de su juicio.
-Ésta es la clase de tiempo que hemos te¬nido constantemente desde hace diecisiete días, Mr. Burns -le dije, con profunda amargura-. Un soplo insignificante de brisa, y enseguida una calma chicha; dentro de un momento verá usted girar el barco sobre su quilla y poner la proa hacia el diablo sabe dónde.
Al vuelo cogió Mr. Burns la palabra.
-¡Ese maldito viejo del diablo! -exclamó con voz aguda, y se echó a reír, con la risa más estruendosa que me fuera dado oír nunca. Era una risa provocativa, burlona, con una nota agu¬da de reto; una risa que ponía los pelos de punta. Al oírla, retrocedí estupefacto.
De inmediato oí murmullos de espanto en la cubierta, a popa.
Encima de nosotros, desde las tinieblas, una voz alarmada gritó:
-¿Quién se ha vuelto loco ahora?
¡Tal vez pensaban que era su capitán! Decir que se precipitaron no es lo más indicado para expresar el máximo apresuramiento de que eran capaces aquellos pobres diablos; pero, en un lap¬so de tiempo sorprendentemente corto, todos los de la tripulación que podían tenerse en pie se encontraron reunidos a popa.
-Es el segundo... -les grité-. Que dos de vosotros lo sujeten...
Yo esperaba que aquello terminaría con un simulacro de lucha, pero la risa burlona de
Mr. Burns cesó bruscamente. Volviéndose hacia ellos furioso, les gritó:
-¡Ah, sois vosotros, perros! Habéis encon¬trado vuestras lenguas, ¿eh? Yo creía que os ha¬bíais vuelto mudos. Pues bien, reíd, en ese caso, reíd, os digo. Vamos, todos juntos, a la vez... ¡Una, dos, tres: a reír!
Se hizo el silencio, un silencio tan profundo que se habría oído el ruido de un alfiler al caer sobre cubierta.
Luego, la voz imperturbable de Ransome murmuró con tono amable estas palabras: -Me parece, capitán, que ha perdido el co¬nocimiento.
El grupo inmóvil que formaban los hombres se dispersó, con un sordo murmullo de alivio. -Yo lo he cogido por los brazos; que lo coja alguien por los pies.
Sí, era un alivio. Ya no se lo oiría más por un tiempo -por algún tiempo-. Realmente, no habría podido soportar un nuevo estallido de risa insensata. Sin embargo, ése fue el momento que escogió Gambril, el austero Gambril, pa¬ra obsequiarnos con otra ejecución vocal. De pronto, comenzó a pedir ayuda. Se lo oía gemir lastimeramente en la oscuridad.
-¡Que venga alguien a popa! No tengo fuerzas. Va a echar a andar y no puedo...
Me precipité hacia él, azotado en el camino por una ráfaga de brisa, que el oído de Gambril había oído acercarse de lejos y que vino a hin¬char las grandes velas con una sucesión de ruidos apagados, a los que se mezclaba la sorda que¬jumbre de las perchas. Llegué en el momento preciso para agarrar el timón, mientras Frenchy, que me había seguido, recibía en sus brazos a Gambril, desplomado. Arrastrándolo a un lado, fuera del paso, le aconsejó que permaneciese allí un buen rato, tranquilamente tendido; luego, adelantándose para sustituirme en el timón, me preguntó con calma:
-¿Qué ruta, capitán?
-Por ahora, derecho y viento en popa. Den¬tro de un instante le traeré una luz.
Pero, cuando me dirigía hacia proa, me en¬contré con Ransome, que traía la lámpara de re¬cambio de la bitácora. Este hombre lo observaba todo, lo vigilaba todo y cada uno de sus movi¬mientos llevaba un remedio en torno a él. Al pa¬sar cerca de mí, observó, con tono consolador, que las estrellas reaparecían. Era verdad. La bri¬sa barría aquel cielo color de hollín y rompía el silencio indolente del mar.
La barrera de horrible inmovilidad que venía aprisionándonos desde hacía tantos días, estaba rota al fin. Comprendiéndolo así, me dejé caer
sobre el borde de la lumbrera. Una delgada y blanca línea de espuma, tenue, muy tenue, se quebró a lo largo de la borda. La primera desde hacía una eternidad, ¡una eternidad!, y de no haber sido por mi sentimiento de culpa, que se mezclaba se¬cretamente a todos mis pensamientos, habría gri¬tado de alegría.
Vi a Ransome de pie ante mí.
-¿Cómo va el segundo? -le pregunté con tono de ansiedad-. ¿Continúa sin sentido?
-Realmente, capitán, es curioso lo que le pasa-me dijo Ransome, que evidentemente es¬taba desconcertado-. No ha abierto la boca y tiene los ojos cerrados. Pero a mí me hace el efecto de un sueño profundo, y nada más. Acepté esta manera de ver como la menos mala o, en todo caso, la menos molesta. Desva¬necimiento profundo o profundo sueño, por el momento era preciso dejar a Mr. Burns abando¬nado a sí mismo. Ransome declaró de pronto: -Me parece que necesita usted un abrigo, capitán.
-Creo lo mismo -convine con un suspiro. Pero no me moví. Realmente, lo que necesi¬taba eran miembros nuevos. Mis brazos y mis piernas me parecían completamente inútiles, completamente inutilizables. Ya no me hacían daño. Me levanté, no obstante, para cubrirme con el abrigo que me trajo Ransome. Y cuando me propuso llevar a Gambril a proa, contesté: -Bien. Voy a ayudarle a bajarlo al puente.
Me di cuenta de que estaba en perfecto esta¬do de hacerlo. Entre ambos, levantamos a Gam¬bril, que trató de comportarse valientemente, pero no por ello dejó de suplicarnos, una y "otra vez, con tono lastimero:
-¡No me dejéis caer al llegar a la escala! ¡No me dejéis caer al llegar a la escala!
La brisa -una verdadera brisa-, esta vez¬ continuó soplando. Al levantarse el sol, logra¬mos por medio de una cuidadosa maniobra del timón, y aprovechando el mar tranquilo, que las vergas de trinquete se escuadreasen por sí mis¬mas; y ya sólo tuvimos que tirar de los cabos. De los cuatro hombres que había tenido conmigo durante la noche, sólo vi a dos. Al preguntar por los otros, me enteré de que habían cedido a la en¬fermedad. Aunque sólo pasajeramente, me atre¬ví a esperar.
Los diversos trabajos que debíamos efectuar a proa nos ocuparon durante varias horas; los hombres que me quedaban sólo podían moverse lentamente, deteniéndose con frecuencia para tomar aliento. Uno de ellos observó:
-Todo parece pesar a bordo cien veces más de su peso.
Ésa fue la única queja que oí. No sé lo que hu¬biéramos hecho sin Ransome. Compartió nuestro trabajo, silencioso también, con una sonrisa glacial en los labios.
De vez en cuando, le murmuraba yo: «Poco a poco, Ransome, no se apresure», y por toda respuesta me lanzaba una mirada rápida.
Cuando se hubo hecho cuanto se podía ha¬cer para la seguridad del barco, desapareció en su cocina. Algún tiempo después, yendo a echar una mirada a proa y estando abierta la puerta de la cocina, lo vi sentado sobre el cofre, ante la hor¬nilla, con la cabeza echada hacia atrás y apoya¬da contra el tabique. Tenía los ojos cerrados; sus manos -tan hábiles y solícitas- mantenían abierta su delgada camisa de algodón, dejando patéticamente al desnudo su robusto torso, agi¬tado por un jadear doloroso y difícil. No me oyó. Me retiré en silencio y regresé a la toldilla para relevar a Frenchy, que en aquel momento comenzaba a tener bastante mal aspecto. Me dio la ruta con mucha exactitud y se esforzó por ale¬jarse con paso ligero, pero, antes de que desa¬pareciera de mi vista, lo vi tambalearse por dos veces.
Me quedé, pues, solo en la popa, sosteniendo el timón de mi barco, que huía bajo el viento, ca¬beceando de vez en cuando con violencia, y has¬ta dando algún que otro bandazo. Casi de inme¬diato reapareció Ransome ante mí, trayendo una bandeja en la mano. La sola vista del alimento
despertó mi voracidad. Ransome se hizo cargo del timón, mientras yo me sentaba sobre el cuar¬tel de la escotilla para tomar mi desayuno.
-Esta brisa parece haber cambiado a nues¬tros hombres -dijo Ransome-. Los ha abatido a todos.
-Sí -repuse-. Me parece que usted y yo todavía somos los únicos que servimos para algo en el barco.
-Frenchy pretende estar todavía lleno de ánimo. No sé, pero lo dudo -prosiguió Ranso¬me, con su sonrisa pensativa-. Es un excelente muchacho. Pero suponga usted, capitán, que este viento empieza a soplar en redondo cuando este¬mos cerca de tierra, ¿qué haríamos entonces?
-Si la brisa cambiase bruscamente al hallar¬nos cerca de tierra, o encallaremos o seremos desarbolados, o ambas cosas a la vez. No habría modo de evitarlo. Actualmente, el barco es el que nos lleva a nosotros, no nosotros a él, y todo lo que podemos hacer es mantener derecho el ti¬món. Es un barco sin tripulación.
-Sí, todos han caído -convino Ransome tranquilamente-. De vez en cuando voy a proa a echarles un vistazo, pero nada más puedo ha¬cer por ellos.
-Yo, el barco y todos los que van a bordo le debemos mucho a usted, Ransome -le dije ca¬lurosamente.
Hizo como si no hubiese oído nada y conti¬nuó gobernando en silencio hasta que estuve en situación de reemplazarlo. Me cedió el timón, recogió la bandeja y, como última noticia, me in¬formó de que Mr. Burns había despertado y pa¬recía querer subir a cubierta.
-No sé cómo impedírselo, capitán. En reali¬dad, no puedo permanecer abajo todo el tiempo. Eso era realmente imposible, pero, justa¬mente en aquel momento apareció Mr. Burns sobre cubierta, arrastrándose con pena hacia la popa, envuelto siempre en su enorme abrigo. No pude verlo sin sentir un terror muy com¬prensible. Oírle divagar sobre las astucias de un muerto cuando me era preciso llevar el timón de un barco arrastrado por un furioso impulso y tripulado por unos cuantos hombres agonizan¬tes, era una perspectiva terrorífica.
Pero las primeras observaciones que hizo eran, tanto por su tono como por su contenido, perfectamente razonables. En apariencia, no conservaba el menor recuerdo de la escena de la noche anterior; y, si lo tenía, no dejó traslucir nada. Ni siquiera habló demasiado. Se sentó so¬bre la lumbrera, con aspecto de sentirse muy de¬primido, pero aquella fuerte brisa que había aba¬tido los últimos restos de mi tripulación, parecía insuflar en su cuerpo un vigor nuevo con cada soplo. Casi se podía seguir la mejoría con la mi¬ rada. Para probar su estado, hice intencionada¬mente una alusión al difunto capitán, y me sor¬prendió comprobar que Mr. Burns no manifes¬taba mayor interés al respecto. Brevemente, con cierta verbosidad vindicativa, habló de las ini¬quidades de aquel viejo bandido, concluyendo, de modo inesperado:
-Me parece, capitán, que un año antes de su muerte había empezado ya a perder la cabeza. ¡Maravillosa curación! Difícilmente pude concederle toda la admiración que merecía, pues me era preciso gobernar, sin distraer mi atención ni por un instante. Comparada con la lentitud desesperante de los días precedentes, nuestra marcha era vertiginosa. Dos surcos de espuma brotaban bajo nuestra roda; el viento cantaba con un acento vibrante que en otras circunstan¬cias habría sido para mí la expresión de toda la alegría de vivir. Cada vez que la vela mayor cru¬jía como si fuese a desgarrarse sobre las jarcias, Mr. Burns me dirigía una mirada aprensiva. -¿Qué quiere usted que haga, Mr. Burns? No se puede arriarla. Casi deseo que el viento se la lleve. El horrible estruendo que hace me exas¬pera.
Mr. Burns se retorció las manos y gritó con brusquedad:
-¿Y cómo hará usted, capitán, para entrar en el puerto sin tripulación para la maniobra?
Me era imposible decírselo.
Pues bien, cuarenta horas después, poco más o menos, entramos, sin embargo, en el puerto. La virtud exorcizadora de la insensata risa de Mr. Burns había vencido al maléfico espectro, roto el diabólico hechizo y apartado la maldi¬ción. Por lo pronto, ya nos encontrábamos entre las manos de una providencia benévola y enérgi¬ca que nos impulsaba hacia delante...
Nunca olvidaré la última noche, oscura, ven¬tosa y estrellada. Yo llevaba el timón. Mr. Burns, después de haberme hecho prometer que lo des¬pertaría si sucedía algo, se había dormido rápi¬damente sobre cubierta, cerca de la bitácora. Los convalecientes necesitan el sueño. Ransome, apo¬yado contra el mástil de mesana, con una man¬ta sobre las piernas, permanecía inmóvil, pero creo que no cerró los ojos ni por un instante. Frenchy, aquella encarnación de la jovialidad, dominado todavía por la ilusión de sentirse re¬mozado, había insistido en acompañarnos, pero, respetuoso de la disciplina, se había tendido al extremo de la toldilla, lo más lejos posible, junto al armero para los baldes.
Mientras tanto, yo llevaba el timón, dema¬siado cansado para sentirme inquieto, demasia¬do cansado para ordenar mis ideas. Tenía mo¬mentos de huraña exaltación, y un momento después me desfallecía el corazón al pensar que el dormitorio de la tripulación, al otro extremo de aquella cubierta sumergida en la oscuridad, estaba lleno de hombres agarrotados por la fie¬bre, agonizantes algunos de ellos. ¡Por culpa mía! Pero ¿para qué pensar en ello? El remordi¬miento podía esperar. Por el momento tenía que llevar el timón.
En las primeras horas del día disminuyó la brisa, y poco más tarde cesó por completo. A eso de las cinco, sin embargo, volvió a levantarse, con la suficiente energía para poder entrar en rada. La aurora encontró a Mr. Burns sentado en el cuartel de la escotilla de popa, metido entre roscas de cabos y aferrando el timón con sus ma¬nos lívidas y descarnadas, que surgían de las pro¬fundidades de su abrigo. Entretanto, Ransome y yo corríamos a lo largo de la cubierta, largando al pasar todas las escotas y drizas. Al instante nos precipitamos hacia el castillo de proa. Nuestros esfuerzos y el enervamiento que sentíamos al es¬forzarnos para echar las anclas hacían que el su¬dor bañase nuestras frentes. Yo no me atrevía a mirar a Ransome mientras penábamos el uno junto al otro. Sólo cambiábamos palabras entre¬cortadas; oyéndolo jadear a mi lado, evitaba vol¬ver los ojos en su dirección, por temor a verlo caer y expirar en su supremo esfuerzo... ¿Por qué? Seguramente por un ideal consciente.
El consumado marino que había en él se había despertado. No necesitaba instrucciones; de sobra sabía lo que era preciso hacer. Cada uno de sus esfuerzos, cada uno de sus movimientos, era un acto de verdadero heroísmo. No era yo quien debía mirar a un hombre así inspirado. Al fin, cuando todo estuvo listo, le oí decirme:
-¿No le parece que haría bien bajando aho¬ra a abrir las candalizas, capitán?
-Perfectamente -dije. Y ni aun entonces miré en su dirección. Al cabo de un momento, subió su voz desde la cubierta.
-Cuando usted quiera, capitán; el cabres¬tante está listo.
Hice una señal a Mr. Burns de que inmovili¬zase el timón y dejé caer las dos anclas, una tras otra, dando al barco toda la cadena que se le an¬tojó. Fue preciso soltar casi toda la cadena de ambas, mientras las velas desplegadas colgaban, súbitamente fláccidas, dejando de hacer aquel ruido que tanto me atormentara. Un silencio ab¬soluto reinó en el barco, y mientras yo permane¬cía de pie a proa, ligeramente aturdido en medio de aquella súbita calma, llegaron a mis oídos una o dos débiles quejumbres y los murmullos inco¬herentes de los enfermos reunidos en el castillo de proa.
Como habíamos izado en el palo de mesana una bandera para indicar que necesitábamos asistencia sanitaria, antes de que el barco hubiese quedado completamente inmóvil fuimos abor¬dados por tres chalupas de vapor, de los varios navíos de guerra surtas en la rada, y nada menos que cinco cirujanos de la marina subieron a bor¬do. Los vi formar un grupo y recorrer con la mi¬rada la cubierta, absolutamente desierta, y luego mirar hacia lo alto, sin descubrir a ningún tripu¬lante.
Solo, sin que nadie me acompañara, avancé hacia ellos, vestido con un pijama de rayas azu¬les y grises, y cubierto con un salacote. Su con¬trariedad fue grande. Esperaban encontrar allí empleo para sus conocimientos quirúrgicos y todos habían traído su estuche de cirugía, pero no tardaron en dominar su ligera decepción. En menos de cinco minutos una de las canoas se di¬rigió a tierra para pedir una chalupa grande y en¬fermeros para el transporte de mi tripulación. Una gran pinaza de vapor los llevó de nuevo a bordo de su navío y regresó trayendo marinos ingleses para arriar mis velas.
Uno de los cirujanos había permanecido a bordo. Después de visitar el castillo de proa, vol¬vió de nuevo hacia mí, con aire impenetrable. Observando mi mirada interrogadora, me dijo bruscamente:
-No hay allí ningún muerto, si es eso lo que desea usted saber. -Luego, con acento de asom¬bro, agregó-: ¡Toda la tripulación...!
-¿Están muy enfermos?
-Muy enfermos -repitió mientras sus ojos recorrían todo el navío-. ¡Cielos! ¿Qué es aquello?
-Eso -le dije yo, mirando hacia atrás-, es Mr. Burns, mi segundo.
Mr. Burns, con su rostro de moribundo in¬clinado sobre su largo cuello, era en verdad un espectáculo bastante sorprendente. El cirujano preguntó:
-¿También él va al hospital?
-¡Oh!, no -respondí con una sonrisa-. Mr. Burns no puede ir a tierra sin llevarse consi¬go el palo mayor. Estoy muy orgulloso de él; es mi único convaleciente.
-Tiene usted un aspecto... -comentó el doctor, mirándome fijamente; pero, antes de que pudiera terminar su frase, lo interrumpí, colérico.
-Yo no estoy enfermo.
-No... Pues tiene un aspecto extraño.
-¡Claro! ¿Sabe usted que he permanecido diecisiete días sobre cubierta?
-¡Diecisiete días! Pero habrá usted dormido.
-Supongo que sí, pero no lo sé. De lo que sí estoy seguro es de que hace cuarenta horas, que no duermo.
-¡Caramba! Supongo que ahora irá usted a tierra.
-Tan pronto como pueda. Tengo que hacer allí infinidad de cosas.
El cirujano soltó mi muñeca, que había to¬mado mientras hablábamos, sacó un cuaderni¬llo, escribió en él algo muy deprisa, arrancó la hoja y me la tendió.
-Seriamente le aconsejo que mande prepa¬rar en tierra esta fórmula. Es para usted. Si no me equivoco, esta misma noche la necesitará.
-¿Qué es? -pregunté con desconfianza. -Un narcótico -respondió ásperamente el cirujano, y dirigiéndose con interés hacia Mr. Burns, entabló conversación con él.
Cuando descendí, a fin de vestirme para ir a tierra, me siguió Ransome. Comenzó por excu¬sarse: también él deseaba ir a tierra, y me pidió que le arreglase su cuenta. Lo miré, sorprendido. Ransome esperaba ansiosamente mi respuesta.
-Pero ¿es que tiene usted la intención de dejar el barco? -exclamé.
-A decir verdad, sí, capitán. Quiero que¬darme en tierra y vivir tranquilo en cualquier parte. No importa dónde. En el hospital, si es necesario.
-Pero, Ransome -le dije yo-, para mí es muy penosa la idea de separarme de usted. -No tengo más remedio que irme-exclamó. Jadeaba, y su rostro tomó una expresión hu¬raña y resuelta. Por un instante se convirtió en otro hombre. A través de todos sus méritos y de su afabilidad, entreví la realidad de las cosas. La vida, aquella vida ruda y precaria, le parecía un don precioso y se hallaba terriblemente alarma¬do por su salud.
-Si usted lo desea, le daré su cuenta, como es natural -me apresuré a decirle-. Lo único que le ruego es que se quede a bordo hasta esta tarde. No puedo dejar a Mr. Burns durante tan¬tas horas completamente solo en el barco. Ransome se ablandó enseguida y me aseguró, con su sonrisa y su afable entonación de costum¬bre, que comprendía perfectamente mi deseo. Cuando volví a subir al puente, todo estaba ya listo para el transporte de la tripulación. Ésa fue la última prueba de aquel episodio, que había madurado y templado mi carácter, aunque yo no me diera cuenta de ello por aquel entonces. Fue horrible. Los vi pasar uno tras otro, y cada uno de ellos parecía encarnar el más amargo reproche, hasta que sentí despertar en mí un vago sentimiento de rebelión. El pobre Frenchy se había dejado dominar de pronto por el mal. Lo pasaron ante mí, insensible, con el rostro ho¬rriblemente rojo y como hinchado, en el estertor de la agonía. Cada vez se asemejaba más a un polichinela, a un polichinela espantosamente borracho. En cambio, el austero Gambril se ha¬llaba un poco mejor, al menos por el momento.
Insistió en que lo dejasen marchar por su pie hasta la borda, sostenido de cada lado, claro está. Pero en el momento de bajar a la chalupa un pá¬nico súbito se apoderó de él, y comenzó a gemir lastimeramente:
-¡Capitán, impídales que me dejen caer! ¡Impídales usted que me dejen caer!
Con el tono más tranquilizador que pude encontrar, le grité:
-No tema nada, Gambril; no lo dejarán caer, se lo aseguro.
Aquello, sin duda, era ridículo. Los marinos de la Armada que se hallaban sobre cubierta no disimulaban la risa, en tanto que el mismo Ran¬some, que ayudaba en primera línea al desem¬barco, acentuaba su pensativa sonrisa.
Me embarqué en la pinaza de vapor para ir a tierra y, al volverme para mirar el barco, vi a Mr. Burns, de pie junto al cairel de coronamiento, envuelto todavía en su enorme abrigo de lana. La resplandeciente luz del sol subrayaba su as¬pecto fantástico. Parecía un magnífico y terrible espantajo que alguien hubiese colocado en la popa de un barco apestado, para ahuyentar de los cadáveres a las aves marinas.
Nuestra historia había dado ya la vuelta a la ciudad y todo el mundo se mostró amabilísimo en tierra. La Oficina del Puerto me dispensó del pago de derechos, y como precisamente se encontraba en el Hogar del Marino la tripulación de un barco naufragado, no encontré la menor dificultad para embarcar a los hombres que ne¬cesitaba. Pero cuando pregunté si podía ver por un momento al capitán Ellis, me contestaron, no sin cierta compasión por mi ignorancia, que nuestro vice-Neptuno había pedido el retiro y regresado a Europa unas tres semanas después de salir yo del puerto. Creo, pues, que mi nom¬bramiento fue, dejando a un lado la rutina diaria, el último acto de su vida oficial.
Una vez en tierra, me sorprendí de los ade¬manes elásticos, de las miradas animadas, de la robusta vitalidad de las gentes que encontraba a mi paso. Todo ello me impresionó profunda¬mente. Entre aquellas personas, como es natural, encontré al capitán Giles. En realidad, habría sido muy extraño que no lo hubiese encontrado. Un prolongado paseo por la parte comercial de la ciudad era el empleo regular que daba a cada una de sus mañanas cuando se hallaba en tierra.
Desde muy lejos, distinguí el brillo de la gruesa cadena de oro que le cruzaba el pecho. Todo él irradiaba benevolencia.
-¿Qué es lo que he oído decir? -preguntó, con una amplia sonrisa después de estrecharnos las manos-. ¿Veintiún días desde Bangkok?
-¿Eso es todo lo que le han contado? -pre¬gunté a mi vez-. Véngase usted a almorzar con¬migo; quiero que sepa exactamente el atolladero en que me metió usted.
Vaciló por un segundo.
-Está bien, vamos -dijo por fin, condes¬cendiente.
Entramos en el hotel. Con gran sorpresa, descubrí que podía comer con excelente apetito. Luego, cuando hubieron levantado la mesa, re¬laté toda la historia al capitán Giles, desde mi posesión del mando y bajo todos sus aspectos profesionales y sentimentales. Él me escuchaba, fumando pacientemente el puro que yo le había ofrecido.
-Debe de sentirse usted terriblemente fati¬gado -declaró.
-No -contesté-. No estoy fatigado. Voy a decirle lo que siento, capitán Giles. Me siento viejo. Y debo de estarlo. Todos ustedes, los que se hallan en tierra, me hacen el efecto de una par¬tida de jóvenes calaveras que nunca han tenido la menor preocupación en el mundo.
El capitán Giles no sonrió. Su aspecto era in¬soportablemente ejemplar.
-Eso pasará -declaró-, pero es verdad que parece haber envejecido.
-Sí, ¿eh? -exclamé.
-Es decir... La verdad es que de nada, bueno ni malo, se debe hacer demasiado caso en esta vida. -La vida a media máquina -murmuré perversamente- no está al alcance de todo el mundo. -Todavía deberá considerarse usted feliz si se puede mantener a esa velocidad moderada -replicó, con su aire virtuoso-. Y todavía hay más: es preciso que un hombre luche contra la mala suerte, contra sus errores, su conciencia y otras zarandajas por el estilo. Si no, ¿contra qué lucharía uno?
No respondí. No sé qué vio en mi rostro, pero, bruscamente, me preguntó:
-Y qué, ¿no se siente usted desanimado?
-Sólo Dios lo sabe, capitán Giles -contes¬té con la mayor sinceridad.
-En ese caso todo está bien-afirmó con to¬no sosegado-. Pronto aprenderá usted a no des¬animarse. Un hombre tiene que aprenderlo todo, y esto es lo que tantos jóvenes no comprenden. -¡Oh!, yo ya no soy un joven.
-En efecto -concedió-. ¿Partirá usted pronto?
-Ahora mismo regresaré a bordo. Voy a le¬var una de las anclas y a virar la otra tan pronto como tenga mi nueva tripulación a bordo; y ma¬ñana por la mañana, a la salida del sol, habré apa¬rejado.
-¿De veras? -gruñó el capitán Giles con tono de aprobación-. Eso es precisamente lo que debe hacer. Va usted por buen camino.
-¿Qué pensaba que iba a hacer? -le dije, irritado por su entonación-. ¿Tomarme una se¬mana de descanso en tierra? No descansaré has¬ta que haya llevado mi barco al océano Índico, y aun entonces...
Con aire aburrido, aspiró algunas bocanadas de humo de su cigarro, y luego, como transfor¬mado súbitamente, dijo, con entonación soña¬dora:
-Sí, a eso se reduce todo. -Hubiérase di¬cho que un espeso velo se acababa de levantar, revelando a un inesperado capitán Giles. Pero eso sólo duró un instante, apenas el tiempo justo para que pudiese agregar-: No hay mucho des¬canso aquí abajo para nadie. Más vale no pensar en ello.
Nos levantamos, salimos del hotel y después de un caluroso apretón de manos nos separamos en la calle en el momento justo en que, por pri¬mera vez en nuestras relaciones, comenzaba a interesarme.
Lo primero que vi al regresar a bordo fue a Ransome, en la toldilla, tranquilamente sentado sobre su cofre, ya cuidadosamente atado.
Le hice señal de que me siguiese hasta la cá¬mara, donde me senté para escribir una carta en la cual recomendaba a Ransome a uno de mis amigos de tierra.
Cuando la terminé, le tendí la carta y dije: -Podrá servirle, cuando salga del hospital.
Ransome cogió la carta y s e la guardó en el bolsillo. Sus ojos, sin mirar a ninguna parte, evi¬taban encontrarse con los míos.
-¿Cómo se siente ahora? -le pregunté. -No me siento demasiado mal en este mo¬mento, capitán -contestó algo envarado-. Pe¬ro temo lo que pueda venir...
Por un instante, vi reaparecer en su rostro aquella sonrisa pensativa.
-Le he tenido... le he tenido siempre un miedo horrible a mi corazón, capitán -añadió. Me aproximé a él con la mano extendida. Sus ojos, que no me miraban, tenían una expresión forzada: el aspecto de un hombre que acecha una señal de alarma.
-¿No quiere usted darme la mano, Ranso¬me? -le pregunté amablemente.
Lanzando una exclamación y enrojeciendo hasta las orejas, me estrechó la mano con todas sus fuerzas. Un momento después, solo ya en la cámara, le oí subir uno a uno los peldaños de la toldilla, cautamente, con un temor mortal a pro¬vocar la ira súbita de nuestra común enemiga, que su destino adverso le había obligado a llevar conscientemente en su leal corazón.
FIN