Las voces de Marrakesh. Impresiones de viaje

Elías Canetti
Traducción: JOSÉ-FRANCISCO YVARS

MIS ENCUENTROS CON CAMELLOS

Por tres veces entré en contacto con camellos y aquello concluyó en circunstancias trágicas.

«Tengo que enseñarte el mercado de camellos», decía mi amigo, justo tras mi llegada a Marrakesh. «Tiene lugar todos los jueves por la mañana ante la muralla en Bab-el-Khemis. Se encuentra realmente aparta­do, al otro lado de los muros de la ciudad; es mejor que te lleve.» Llegó el jueves y nos dirigimos hacia allí. Era algo tarde cuando llegamos a la inmensa plaza frente a la muralla de la ciudad ya casi al mediodía. La plaza estaba medio vacía. Al otro extremo, unos doscientos metros más allá de nosotros, había un grupo de personas; pero no vimos ningún camello. Los animales pequeños, con los que la gente se entretenía eran burros por lo general; la ciudad se encontraba repleta de ellos; portaban todo género de cargas y solían ser tan mal tratados que no de­seaba ver más. «Llegamos demasiado tarde», dijo mi amigo. «El mercado de camellos ha terminado.» Me con­dujo hasta el centro de la plaza para convencerme de que verdaderamente no había nada más que ver.

Pero antes de que se detuviese vimos cómo se disper­saba un grupo de gente. En medio de ella apareció un camello erguido sobre tres patas, la cuarta le había sido atada al cuerpo. Tenía puesto un bozal rojo, una cuerda le atravesaba el ollar, y un hombre que se mantenía a cierta distancia trataba de hacerle avanzar de este modo. El camello corría un trecho hacia adelante, se paraba y saltaba entonces curiosamente sobre sus tres patas hacia arriba. Sus movimientos eran tan inesperados como in­quietantes. El hombre que debía guiarlo, cejaba siempre en su empeño; temía acercarse demasiado al animal y no parecía nada seguro cómo se comportaría éste a conti­nuación. Pero tras cada sobresalto tiraba de nuevo y es­to le permitió arrastrar al animal muy lentamente en una determinada dirección.

Permanecimos parados y bajamos la ventanilla del coche; nos rodearon niños pedigüeños, por encima de sus voces mendicantes oíamos los gritos del camello. Una de las veces saltó con tal fuerza hacia un lado que el hombre que lo guiaba perdió la cuerda. Las personas que se encontraban a cierta distancia se alejaron. La at­mósfera que rodeaba al camello estaba cargada de miedo, pero más miedo sentía aún el camello. El guía corrió un trecho junto a él y con la velocidad de un rayo agarró la cuerda que serpeaba por el suelo. El came­llo saltó lateralmente hacia arriba en un movimiento on­dulante, pero no logró soltarse, siendo arrastrado de nuevo.

Un hombre, en el que no habíamos reparado hasta entonces, apareció tras los niños que rodeaban nuestro automóvil, se apartó a un lado y nos explicó en un fran­cés entrecortado: «El camello tiene rabia. Es peligroso. Lo conducen al matadero. Hay que tener mucho cuida­do.» Adoptó un gesto grave. Entre frase y frase oíamos los gritos del animal.

Le dimos las gracias por su información y nos fuimos entristecidos de allí. Durante los días siguientes hablamos con frecuencia del camello rabioso; sus desesperados movimientos nos habían dejado una huella profunda. Habíamos ido al mercado con la esperanza de ver centenares de esos apacibles y curvilíneos anima­les. Pero en la gigantesca plaza sólo encontramos uno, sobre tres patas, atado, en su última hora; mientras toda­vía luchaba por su vida nos fuimos de allí.

Días después pasamos frente a otro sector de las mu­rallas de la ciudad. Anochecía, el resplandor rojo se extinguía sobre el muro. Retuve en mis ojos tanto como me fue posible la imagen del muro y me regocijé ante su progresiva mutación cromática. Divisé en su sombra una gran caravana de camellos. La mayoría se había dejado caer sobre sus rodillas, otros permanecían todavía en pie. Unos hombres con turbante en la cabeza se movían laboriosos, pero tranquilos, entre ellos; era la imagen del sosiego y el crepúsculo. El color de los ca­mellos se convirtió en el del muro. Nos apeamos y nos mezclamos entre los animales. Cada docena cumplida de ellos se arrodillaba en círculo alrededor de un montón de forraje dejado caer por los camelleros. Estiraban el cuello, tomaban el alimento con la boca, echaban la ca­beza hacia atrás y rumiaban plácidamente. Los observa­mos atentamente y vimos que tenían rostro. Se parecían entre sí y al mismo tiempo eran muy diferentes. Recor­daban a viejas damas inglesas que, dignas y visiblemente aburridas, compartían el té, incapaces de ocultar la ma­licia con que escrutaban cuanto les rodeaba. «Éste es mi tía, de verdad», dijo mi amigo inglés, al que advertí su­tilmente del parecido con sus compatriotas, y pronto descubrimos algún que otro conocido. Nos sentíamos orgullosos de haber tropezado con aquella caravana de la que nadie nos había hablado. Contamos ciento siete camellos.

Un muchacho se acercó y nos pidió alguna moneda.

Su cara era de un color azul oscuro, al igual que sus ro­pas; era arriero y su apariencia similar a la de los «hombres azules» que viven al sur del Atlas. El color de sus vestidos, así se nos había dicho, comparte el de la piel, y, de este modo, todos, hombres y mujeres, son azules, la única raza azul. Procuramos alguna informa­ción sobre la caravana de nuestro joven arriero, agrade­cido por la moneda recibida. Pero tan sólo dominaba unas pocas palabras en francés: Venían de Gulimin, tras veinticinco días de camino. Esto fue todo cuanto pudi­mos entender. Gulimin se encontraba lejos al sur, en el desierto; y nos preguntábamos si la caravana de ca­mellos habría cruzado el Atlas. También nos hubiese gustado saber cuál sería su próxima meta, ya que no podría ser éste, al pie de los muros de la ciudad, un buen final de trayecto y los animales parecían fortalecer­se para esforzados trabajos futuros. El muchacho azul oscuro, incapaz de decirnos nada más, se esmeró en atenciones hacia nosotros y nos condujo hasta un delga­do y todavía esbelto anciano con turbante blanco que se mostró respetuoso. Hablaba un buen francés y respon­día locuazmente a nuestras preguntas. La caravana venía desde Gulimin y era cierto que llevaba ya veinti­cinco días de camino.

«¿Y hacia dónde continúa?»

«No muy lejos», confesó. «Se venden aquí mismo para la matanza.»

«¿Para la matanza?»

Ambos nos sentimos consternados; incluso mi amigo que en su país es un furibundo cazador. Pensábamos en el largo peregrinaje de los animales, en su belleza en el ocaso, en su ensimismamiento, en su apacible banquete; y acaso también en aquellas personas que nos habían permitido recordar.

«Para la matanza, sí», repitió el anciano. Había algo de abrupto en su voz, como de cuchillo mellado.

«¿Se come aquí mucha carne de camello?», pregun­té. Buscaba ocultar mi turbación mediante preguntas de circunstancias.

«¡Muchísima!»

«¿Sabe bien?, nunca la he comido.»

«¿Jamás ha comido carne de camello?» Rompió en una burlona pero contenida risotada y repitió: «¿Nunca ha comido carne de camello?» Quedaba bien claro que él sabía que aquí no se nos servía otra cosa que carne de camello, y se lo debió pensar mucho antes de instarnos a que la comiésemos.

«Es muy buena», sugirió.

«¿Cuánto cuesta un camello?»

«Varía. De 30.000 a 70.000 francos. Se lo puedo mostrar, aunque hay que entenderlo.» Nos condujo has­ta un hermosísimo animal de color claro y lo hizo mo­verse con un bastoncillo, que hasta entonces me había pasado desapercibido. «Este es un buen animal. Tiene un valor de 70.000 francos. El propietario incluso lo ha montado. Podría utilizarlo aún durante muchos años. Pero ha preferido venderlo. Con el dinero puede comprar dos animales jóvenes, ¿comprenden ahora?» Lo comprendíamos todo. «¿Ha venido usted con la ca­ravana desde Gulimin?», inquirí.

Rechazó esta insinuación algo molesto. «Yo soy de Marrakesh», afirmó orgulloso. «Compro animales y los vendo a los matarifes.» Sólo sentía desdén hacia los hombres que habían atravesado tan largo camino, y de nuestro joven y azul arriero dijo: «Ése no sabe nada.»

Pero él quería saber de dónde éramos y ambos le di­jimos escuetamente: «de Londres». Sonrió y pareció un poco inquieto: «Estuve durante la guerra en Francia», confesó. Su edad daba claramente a entender que habla­ba de la primera guerra mundial. «Estuve junto a los ingleses. No me llevé bien con ellos», añadió rápida­mente y un tanto quedo. «Pero hoy la guerra ya no es guerra. Ya no es el hombre quien cuenta, la máquina lo es todo.» Dijo algo más sobre la guerra, que sonó más bien resignado. «Eso ya no es guerra.» Asentimos al respecto y pareció olvidar que veníamos de Inglaterra.

«¿Están vendidos todos los animales?», pregunté to­davía.

«No. No se pueden vender todos. Los que quedan continúan hacia Settat. ¿Conocen ustedes Settat? Está camino de Casablanca, a ciento setenta kilómetros de aquí. Allí se encuentra el último mercado de camellos. Los demás se venden allí.»

Le dimos las gracias, y se despidió sin más reveren­cia. No volvimos a caminar entre los camellos; habíamos perdido la ilusión necesaria para ello. Casi había oscurecido cuando abandonamos la caravana.

La imagen de los animales no me abandonaba. Pen­saba con recelo en ellos, pero también como si desde siempre hubiesen depositado su confianza en mí. El re­cuerdo de su último banquete se unía al de la conversa­ción sobre la guerra. La idea de visitar el mercado de ca­mellos el jueves próximo permanecía aun así viva en nosotros. Decidimos partir por la mañana temprano; y, quizás, esperábamos obtener esta vez una impresión me­nos sombría de su existencia.

Volvimos frente a la puerta de El-Khemis. El núme­ro de animales que encontramos no era demasiado gran­de: se perdían en la amplitud de la plaza que resultaba difícil de llenar. A un lado se alineaban de nuevo los burros. No nos acercamos a ellos y permanecimos con los camellos. Reunidos en grupos de tan sólo tres o cuatro, e incluso a veces uno sólo junto a su madre. En principio nos parecieron todos tranquilos. Lo único ruidoso eran grupos pequeños de hombres que rega­teaban enérgicamente. Pero nos pareció como si los hombres, algunos de ellos entre los animales, descon­fiasen; no se acercaban demasiado a ellos o tan sólo lo hacían cuando era verdaderamente necesario.

No transcurrió mucho tiempo cuando nos llamó la atención un camello que parecía resistirse contra algo; gruñía, rezongaba y giraba la cabeza enérgicamente hacia todas partes. Un hombre intentaba ponerlo de rodillas, y como no le obedeciese, le ayudó a bastona­zos. De entre las otras dos o tres personas que se en­contraban a la cabeza del animal y se ocupaban de él, destacaba uno en particular: Era un hombre fuerte, re­cio, de faz oscura y tremenda. Permanecía firme, sus piernas como enraizadas al suelo. Con enérgicos movi­mientos de los brazos pasó una cuerda por el tabique nasal del animal que previamente había perforado. Ho­cico y cuerda se tintaron de rojo por la sangre. El ca­mello se contorsionaba y chillaba, y pronto comenzó a bramar frenéticamente; por último, tras haberse arro­dillado, saltó de nuevo e intentó zafarse, mientras el hombre tiraba de la cuerda con mayor ahínco. La gente ponía todo su empeño en sujetarle, y aún estaba ocupa­da en ello, cuando alguien nos abordó y dijo en un fran­cés entrecortado:

«Lo huele. Huele al matarife. Fue vendido para la matanza; ahora va al matadero.»

«Pero, ¿cómo puede olerlo?», preguntó mi amigo, incrédulo.

«El que está ante él es el matarife», y señalaba al hombre hosco y macizo que nos había llamado la aten­ción. «El matarife viene del matadero y huele a sangre de camello, y eso no le gusta al camello. Un camello puede ser muy peligroso. Cuando tiene la rabia, llega por la noche y mata a la gente que duerme.»

«¿Cómo puede matar a la gente?», le pregunté.

«Mientras las personas duermen viene el camello, se arrodilla sobre ellas y las ahoga. Hay que ser muy preca­vido. Las personas perecen antes de que despierten. Sí, el camello tiene muy buen olfato. Cuando reposa de noche junto a su amo, ventea ladrones y despierta al amo. Su carne es buena. Debe comerse. Ca donne du courage. Al camello no le gusta estar solo. Solo no va a ninguna parte. Cuando un hombre trata de llevar su ca­mello a la ciudad, tiene que encontrar otro que le acom­pañe. Tiene que pedir uno prestado, de lo contrario no lleva su camello a la ciudad. No quiere estar solo. Yo es­tuve en la guerra. Tengo una herida, miren, aquí», y se señaló el pecho.

El camello se había calmado un poco y volví la mira­da por primera vez hacia el orador. El pecho parecía hundido y el brazo izquierdo estaba rígido. El hombre me resultaba conocido. Era pequeño, flaco y muy serio. Me preguntaba dónde lo había visto antes.

«¿Cómo se mata a los camellos?»

«Se les corta la yugular. Tienen que desangrarse. Si no no se les debe comer. Un musulmán no debe comerlos si antes no han sido desangrados. No puedo trabajar por culpa de esta lesión. Por eso hago aquí un poco de guía. Hablé con ustedes el pasado jueves, ¿re­cuerdan al camello rabioso? Yo estaba en Safí cuando llegaron los americanos. Luchamos contra los america­nos, pero no mucho; entonces fui reclutado por el ejér­cito americano. Allí habia muchos marroquíes. Estuve con los americanos en Córcega y en Italia. Estuve en to­das partes. El alemán es un buen soldado. Lo peor fue el Casino. Aquello sí que fue grave. De allí me viene la lesión. ¿Conocen ustedes el Casino?»

Comprendí poco a poco que se refería a Monte Casi­no. Me hizo una descripción de la amarga batalla, y es­tuvo, él, de ordinario tranquilo e impasible, tan vivaz en ello como si se tratase de los criminales antojos de ca­mellos rabiosos. Era un hombre sincero; creía lo que decía. Pero había divisado un grupo de americanos entre los animales y rápidamente se encaminó hacia ellos. Se esfumó tan aprisa como había aparecido, y lo encontré bien; yo había perdido de vista y de oído al camello que ya no bramaba, y deseaba volverlo a ver.

Pronto lo encontré. El matarife lo había puesto en pie. Se arrodillaba de nuevo. Dio un respingo que otro con la cabeza. La sangre del ollar se había extendido aún más. Sentí cierto alivio por los escasos y engañosos momentos en los que se le dejaba solo. Pero no pude mirar mucho tiempo y salí de allí a hurtadillas, pues ya conocía su destino.

Mi amigo se había retirado durante el relato del guía; iba tras el rastro de cualquier inglés. Le busqué, y cuando lo hube encontrado, al otro extremo de la plaza, había ido a parar junto a los burros. Quizás se encontra­ba aquí menos incómodo.

Durante el resto de nuestra estancia en la roja ciudad no volvimos a hablar de camellos.

 

LOS SUKS

Los Suks son aromáticos, frescos y plenos de colori­do. El olor, siempre agradable, varía a cada paso se­gún la naturaleza de los productos. No existe nombre ni anuncio alguno, tampoco un solo escaparate. Todo cuanto hay a la venta está expuesto. Nunca se sabe lo que costarán las cosas, igual suben los precios que per­manecen estables.

Los puestos y tiendas en los que se vende lo mismo están apiñados en agrupaciones de veinte, treinta o más. Hay un bazar de especias y otro de artículos de piel. Los cordeleros tienen su sitio y los cesteros el suyo. Entre los vendedores de tapices algunos poseen grandes y amplios almacenes; se pasa por delante de ellos como si constituyesen una ciudad aparte, en la cual se nos in­vita enfáticamente a entrar. Los joyeros se disponen alrededor de un patio propio, en muchas de cuyas estrechas tiendas puede verse hombres trabajando. Se encuentra de todo, pero siempre repetido.

La cartera de piel que se desee está expuesta en vein­te tiendas diferentes, y cada una de esas tiendas linda estrechamente con las demás. He ahí un hombre que se agacha en medio de su mercancía. Lo tiene todo a ma­no, el espacio es escaso. No necesita apenas moverse pa­ra alcanzar cualquiera de las carteras de piel, y sólo por amabilidad, cuando no es muy viejo, se levanta. También el hombre del puesto contiguo, de apariencia muy diferente, se sienta en medio de los mismos artículos. Y así, durante tal vez cien metros a ambos lados del pa­saje cubierto. Se ofrece, por así decir, todo cuanto en artículos de piel de todo Marruecos del sur posee este enorme y famoso bazar de la ciudad. Esta exposición se presta al orgullo. De una sola vez se muestra lo que se produce, pero también cuanto existe. Parece como si las carteras supiesen que son la riqueza misma y se exhi­biesen bellamente dispuestas a los ojos de los transeún­tes. No nos extrañaría en absoluto que, de repente, todas las carteras se uniesen en rítmico movimiento y mostrasen, en polícroma y orgiástica danza, toda la seducción de que son capaces.

Ese sentimiento asociativo entre los objetos, unidos en su aislamiento frente a todos los demás, es avivado por los transeúntes a su antojo en cada corredor de los Suks. «Hoy me apetecería caminar entre las especias», se dice a sí mismo, y la maravillosa mezcolanza de olo­res sube por su nariz y aparecen ante sí los grandes ca­nastos de pimentón rojo. «Hoy me harían ilusión las lanas tintadas», y al momento cuelgan de lo alto por to­dos lados, en púrpura, en azul oscuro, en amarillo solar y negro. «Hoy quiero caminar entre los cestos y ver cómo se trenzan.»

Es inaudita cuánta dignidad adquieren estos objetos hechos por el hombre. No son siempre bellos, más y más morralla de dudosa procedencia, elaborada industrialmente, es introducida furtivamente traída desde las tiendas del Norte. Pero la forma en que son presen­tadas es todavía la antigua. Junto a las tiendas, donde sólo se vende, existen otras muchas en las que aún se pue­de ver cómo se manufacturan los productos. Se asiste así a su elaboración desde el principio y todo resulta claro para el observador. Pues es propio de la desolación de nuestra vida moderna el hecho de recibir en casa, y para su disfrute, listo y bien dispuesto el producto, como salido de horribles aparatos mágicos. Aquí, empero, podemos ver al cordelero afanado en su trabajo, y cómo junto a él cuelga el acopio de cordeles terminados. En recintos diminutos, tropel de pequeños mozos, seis o siete a la vez, tornean la madera, y hombres aún jóve­nes ensamblan mesitas bajas con los trozos elaborados por los muchachos. La lana cuyos luminosos colores nos fascinan, se tiñe en nuestra presencia, y por todas par­tes se sientan muchachos que tejen gorros según mues­tras vistosas y coloreadas.

Es una actividad abierta, y cuanto ocurre se presenta como el producto acabado. En una sociedad, que tanto oculta, que esconde celosamente a los extraños el inte­rior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e incluso sus lugares santos, esa progresiva apertura de cuanto se elabora y vende, resulta atrayente en doble medida.

En efecto, pretendí conocer el comercio, pero perdí el interés por los productos con que se comerciaba ape­nas llegué a los Suks. Visto de un modo ingenuo, resulta incomprensible por qué se dirige uno a un determinado comerciante en marroquinería, cuando junto a él hay otros veinte, cuyos productos no se distinguen en nada de los suyos. Se puede ir de uno a otro y volver de nuevo al primero. La tienda a la que vamos a comprar no es, desde un principio, nada segura. Incluso habien­do decidido de antemano ésta o aquélla, cabe cualquier posibilidad de inclinarse hacia otra.

Al paseante, que transita afuera, nada le separa de los objetos, ni puertas ni cristales. El comerciante, sen­tado abajo entre sus objetos, no muestra nombre alguno que los distinga, y como ya dije, le resulta muy sencillo alcanzar cualquiera de ellos. Al curioso se le ofrece gus­tosamente cualquier mercancía. Puede tenerla largo tiempo en la mano, puede hablar largamente sobre ella, hacer preguntas, exteriorizar dudas, y si le apetece, traer a colación su historia, la historia de sus orígenes y la historia de todo el mundo, sin comprar absolutamente nada. El comerciante es, ante todo, silencioso. Siempre está sentado ahí; siempre observando de cerca. Cuenta con poco espacio y escasa posibilidad para demasiados movimientos. Pertenece tanto a sus productos como éstos a él. Nunca están ocultos. Siempre tiene sus manos y sus ojos puestos en ellos. Cierta intimidad seductora se establece entre él y sus objetos. Como si formasen parte de su numerosa familia, los cuida y los mantiene en orden.

No le estorba ni le cohíbe conocer exactamente su precio: lo guarda en secreto y nunca lo llegaremos a sa­ber. Esto añade a la conducta del comerciante algo apa­sionadamente misterioso. Sólo él puede saber cuan cerca estamos de su secreto, y por ello ataja con ímpetu los golpes, de modo que la distancia protectora del precio jamás sea puesta en peligro. Para el comprador es moti­vo de orgullo no dejarse engañar, no consiste en una simple conversación, puesto que en todo momento tan­tea en la oscuridad. En los países que viven la moralidad del precio, allí donde dominan los precios más estables, comprar algo carece de todo arte. Cualquier tonto va y encuentra cuanto necesita; cualquier tonto que sepa contar puede evitar el engaño.

En los Suks, por el contrario, el primer precio que se ofrece constituye un acertijo inextricable. Nadie lo co­noce de antemano, ni siquiera el tendero, pues existen en cualquier caso numerosos precios. Cada uno vale para la situación, el comprador, la hora del día y según el día de la semana. Hay precios para un solo producto y otros para dos o más juntos. Hay precios para extran­jeros que sólo están un día en la ciudad, y otros para extranjeros que viven en ella desde hace tres semanas. Hay precios para pobres y precios para ricos, para aquéllos, por supuesto, los más elevados. Podríamos pensar que existe mayor variedad de precios que perso­nas distintas sobre la tierra.

Pero se trata, en principio, del comienzo de un complicado «affaire», de cuya salida nada se conoce. Se asegura que debe uno rebajar aproximadamente a un tercio el precio inicial; por supuesto esto no es más que una burda apreciación y una de esas insípidas generali­zaciones con las que se despacha a la gente que no está en situación o con deseos suficientes para acometer las sutilezas de tan ancestral procedimiento.

Es de desear que el tira y afloja de la negociación dure una pequeña y generosa eternidad.

El comerciante gusta del tiempo que se emplea en la compra. Los argumentos que apuntan a la condescen­dencia del otro resultan artificiosos, embrollados, vehe­mentes y apasionados. Se puede ser digno o elocuente, mejor las dos cosas. Con la dignidad se demuestra por ambas partes que no se está muy decidido a la venta o a la compra. Con la elocuencia se ablanda la cerrazón del contrincante. Existen argumentos que despiertan mero desdén, pero otros tocan el corazón. Hay que probarlo todo antes de claudicar. Llegado el momento de ceder, debe ocurrir inesperada y repentinamente, de manera que el contrincante quede desconcertado; y pida otra oportunidad de reflexión. Unos desarman al otro con altanería, otros con charme. Cualquier truco está permi­tido; un descuido es inimaginable.

En tiendas grandes por las que se puede entrar y dar una vuelta, el vendedor cuida gustosamente de consultar con un segundo comerciante antes de ceder. Este últi­mo, oculto en segundo plano, una especie de autoridad espiritual en materia de precios, entra en escena, pero no regatea por sí mismo. Se le consulta solamente para tomar resoluciones definitivas. Puede admitir, por así decir, contra los deseos del vendedor, fantásticas fluc­tuaciones en el precio. Sin embargo, hasta que él inter­viene, nadie en ningún momento ha conseguido nada.

 

EL CLAMOR DE LOS CIEGOS

Trato de relatar algo y apenas enmudezco me doy cuenta de que aún no he dicho nada. Algo maravillosa­mente luminoso y denso permanece aún en mí y obstru­ye la palabra. ¿Es acaso la lengua, que no entiendo, y que paulatinamente debo interpretar en mi interior? Había acontecimientos, imágenes, sonidos, cuyo sentido de entrada radica en uno mismo, que fueron no tanto tomados, sino reducidos a palabras, y que más allá de las palabras, son aún más profundos y plenos de sentido que ellas mismas.

Sueño en un hombre que olvida las lenguas de la Tierra hasta no comprender cuanto se dice en ninguna de ellas.

¿Qué hay en el lenguaje? ¿Qué esconde? ¿Qué le sustrae a uno? Traté de aprender, durante las semanas que pasé en Marruecos, no tanto árabe como también una de las lenguas beréberes. No quería perder ni un ápice de la fuerza de esas extrañas voces. Quería sentir­me tan afectado por esos sonidos heterogéneos como en realidad se merecen, y no flaquear por un conocimiento deficiente y superficial. No había leído nada sobre el país. Sus lugares me resultaban tan ajenos como sus gentes. Lo poco que a lo largo de una vida le llega a uno por los aires, de cada país y cada pueblo, se pierde en las primeras horas.

Pero permanecía la palabra «Alá», que no podía eludir de ninguna manera. Por lo que atañe a los viejos, una parte de mi experiencia me predisponía hacia ellos, la parte más cotidiana, emotiva y persistente. Viajando lo toleramos todo, los prejuicios quedan en casa. Se observa, se escucha, se siente uno fascinado ante lo más atroz porque es nuevo. Los buenos viajeros son des­piadados.

Cuando el pasado año, tras cincuenta años de ausen­cia, me acercaba a Viena, pasé por el Blindemarkt, un lugar cuya existencia nunca hubiera sospechado con an­terioridad. El nombre me hirió como un látigo, y jamás me ha abandonado desde entonces. Ese año, cuando lle­gué a Marrakesh, me encontré repentinamente entre los ciegos. Eran cientos, incontables, la mayoría mendigos, un grupo de ellos, unas veces ocho, otras diez, podía verse en el mercado formando una apretada fila, y cuya ronca y eternamente reiterada letanía era audible a lo lejos. Me situé frente a ellos, igualmente inmóvil, y no muy seguro de si percibían mi presencia. Cada uno de ellos sostenía frente a sí un plato de madera, y cuando una moneda caía en uno de éstos, pasaba de mano en mano, y cada cual la palpaba, la probaba, hasta que uno, cuya función parecía ser esa, se la embolsaba final­mente. Se sentía en común, al igual que se murmuraba y se clamaba en común.

Todos los ciegos pedían en nombre de Dios, y me­diante la limosna podía obtenerse de Él algún favor. Empezaban con Dios, terminaban con Dios y repetían su nombre diez mil veces al día. Todas sus letanías contenían su nombre de varias formas, pero la letanía a la que se aferraban desde un principio permanecía inal­terable. Son arabescos acústicos en torno a Dios, pero mucho más expresivos que ópticos. La mayoría confiaban únicamente en su nombre, y sólo a éste clama­ban. Hay en ello una obstinación terrible; se me pre­sentaba Dios como un muro al que acometiesen siempre por el mismo lugar. Pienso que los mendigos se man­tienen mejor gracias a sus fórmulas que a lo mendigado.

La repetición de la misma letanía caracterizaba al vo­cero. Se le queda a uno grabado, llega a conocérsele, está siempre ahí; expresa una concreta identidad precisa al igual que su letanía. No sabremos nada más de él, cuida de protegerse, la letanía también es su frontera. En un lugar semejante él es exactamente eso; lo que vocea, ni más ni menos; un mendigo ciego. Pero la letanía también es una multiplicación, cuya rápida y re­gular repetición hace de ella un conjunto. Se da en ello una particular capacidad de postulación: reclama para muchos y acopia para todos. «¡Piensa en todos los men­digos, piensa en todos los mendigos! Dios te bendice por todos los mendigos a los que des.»

Quiere decir todo esto que los pobres entrarán quinientos años antes que los ricos en el Paraíso. Me­diante limosnas se enajena a los pobres algo del Paraíso. Si alguien ha muerto, «se le acompaña a pie, rápida­mente, hasta la tumba, con o sin vociferantes plañide­ras, para que el muerto alcance pronto la gloria. Los ciegos cantan el credo».

Cuando volví de Marruecos me hinqué con los ojos cerrados y de rodillas en un rincón de mi habitación e intenté repetir durante media hora larga, a la velocidad precisa, y con la fuerza adecuada «¡Alá!, ¡Alá!, ¡Alá!», procuré imaginarme el continuar repitiendo lo mismo durante todo un día y buena parte de la noche, y co­menzar de nuevo tras un breve descanso; seguir así du­rante días y semanas, meses y años; volverme más y más viejo y seguir viviendo así, y aferrado tenazmente a esta clase de vida, tornarme furibundo cuando algo me estorbase en ella, y no desear otra cosa sino perseverar absolutamente en ello.

Comprendí la seducción que se esconde en una vida que todo lo reduce a la forma más simple de repetición. ¿Cuánta o qué escasa variación había en la labor de los artesanos que vi trabajar en sus pequeños recintos? ¿Y en el regateo de los comerciantes? ¿Y en los pasos de los danzarines? ¿Y en las incontables tazas de té de menta, que toman aquí todos los huéspedes? ¿Cuánta variedad hay en el dinero? ¿Cuánta en el hambre?

Comprendí así qué eran en realidad esos ciegos men­digos: los santos de la repetición. Está excluido de sus vidas casi todo aquello que en nosotros evita todavía la repetición. Existe el lugar concreto, en el que se acurru­can o se colocan. Existe la invariable letanía. Existe el limitado número de monedas al que pueden aspirar, tres o cuatro unidades diferentes. También existen los donantes, que son diversos, pero los ciegos no los ven y en su plegaria procuran que también ellos sean iguales.

 

LA SALIVA DEL MORABITO

Me separé del grupo de los ocho ciegos, su letanía aún en el oído, y había caminado sólo unos pasos cuan­do me llamó la atención un hombre viejo y cano que se encontraba completamente solo, las piernas algo zambas, mantenía la cabeza ligeramente inclinada y mascaba algo. También él era ciego y, a juzgar por los harapos que le cubrían, se trataba de un mendigo. Sin embargo, sus mejillas llenas y de buen color, sus labios saludables y húmedos parecían indicar otra cosa. Mas­caba despacio con los labios cerrados y la expresión de su cara serena. Masticaba con cuidado, como si de un rito se tratara. Esto le deparaba a ojos vistas un gran pla­cer, y mientras lo observaba, me llamó la atención su saliva, que debía ser abundante. Estaba delante de una hilera de tiendas en las que se amontonaban montañas de naranjas para la venta; me decía para mí si acaso uno de los comerciantes le habría dado una naranja y estaría comiéndosela. Mantenía su mano derecha algo apartada del cuerpo, con todos los dedos muy separados unos de otros. Parecían entumecidos y como si no los pudiese cerrar.

Quedaba realmente mucho espacio vacío en torno al anciano, hecho que resultaba sorprendente en un lugar tan concurrido. Se comportaba como si estuviese acos­tumbrado a estar solo y no desease nada mejor. Me fijé en él, que mascaba resueltamente, y quise saber lo que ocurriría cuando terminase de hacerlo. Se demoraba mucho; nunca había visto a un hombre masticar tan plácida y concienzudamente. Sentía como si mi propia boca iniciara un lento movimiento, pese a no contener nada que poder mascar. Capté algo de majestuoso en su gozo que me resultó más sorprendente que todo cuanto hasta entonces había visto en boca humana. Su ceguera no me llenó de compasión. Parecía sereno y feliz. Ni una sola vez se detuvo para pedir limosna, como los de­más se cuidaban de hacer. Tal vez era cuanto necesita­ba. Tal vez no precisara nada más.

Cuando terminó, se relamió los labios un par de ve­ces, extendió la diestra con los dedos separados un poco más hacia adelante y pronunció con voz cálida su canti­nela. Me dirigí algo tímidamente hacia él y puse una moneda de veinte francos en su mano. Los dedos per­manecían extendidos; en efecto, no podía cerrarlos. Ele­vó la mano lentamente y se la llevó a la boca. Apretó la moneda contra sus gruesos labios y la hizo desaparecer en la boca. Apenas dentro, comenzó de nuevo a mascar. Trasegaba la moneda de aquí para allá, y me pareció que podía seguir sus movimientos, tan pronto se en­contraba a la izquierda como a la derecha; y él mastica­ba de nuevo tan absorto como antes.

Me sorprendí y llegué a dudar. Me preguntaba si no me habría equivocado. Tal vez la moneda hubiera des­aparecido entre tanto por algún otro resquicio sin que yo me diera cuenta. Aguardé de nuevo. Tras seguir mas­cando con idéntica fruición, y una vez hubo terminado, emergió la moneda entre sus labios. La escupió sobre la mano izquierda en alto. Junto a la moneda fluyó abun­dante saliva. Y sólo entonces la hizo desaparecer en una bolsa que colgaba de su costado izquierdo.

Traté de borrar mi repulsión en la extrañeza de este hecho. ¿Hay algo más sucio que el dinero? Pero el anciano no era yo; lo que a mí me producía asco, constituía para él un placer: ¿no había visto yo alguna que otra vez individuos que besaban monedas? La canti­dad de saliva poseía aquí una razón especial y estaba claro que destacaba de los demás mendigos por esa pro­fusa elaboración de saliva. Lo había ensayado sin duda mucho tiempo antes de pedir limosna; ningún otro hu­biese tardado tanto en llevar a cabo lo que siempre había hecho. En los movimientos de su boca existía algún otro sentido.

¿O sólo fue mi moneda la que introdujo en su boca? ¿Notaría sobre la palma de la mano que era mayor de lo que habitualmente recibía, y quiso agradecerlo especial­mente? Aguardé por ver lo que ocurría a continuación y no me resultó ardua la espera. Estaba desconcertado y fascinado a un tiempo y es bien cierto que no hubiera sido capaz de ver otra cosa que al anciano. Repitió algu­nas veces su cantinela. Un árabe pasó por delante y pu­so en su mano una moneda de cinco francos. La dirigió sin titubeo a la boca, la introdujo en ella y comenzó a mascar igual que antes. Quizás esta vez no masticó du­rante tanto tiempo. Escupió de nuevo la moneda con mucha saliva y la hizo desaparecer en la bolsa. Recibió nuevas monedas, algunas incluso muy pequeñas, y va­rias veces se repitió el mismo gesto. Yo cada vez estaba más perplejo; cuanto más miraba, menos comprendía por qué hacía todo eso. Pero de una cosa no cabía la menor duda: lo hacía siempre; era su costumbre, su ma­nera peculiar de mendigar. Y las personas que le daban algo, esperaban de él el alarde de su boca, que cada vez que se abría parecía más roja.

No caí en que también a mí se me observaba; y que debía ofrecer un aspecto lisonjero. Quizás, quién sabe, asombrado y con la boca abierta. Pues de súbito salió un hombre de detrás de sus naranjas, dio un par de pa­sos hacia mí y dijo reposadamente: «Es un morabito.» Yo sabía que los morabitos son hombres santos a los que se les atribuye poderes especiales. La palabra me libró del espanto y sentí cómo al momento menguaba mi re­pulsión. Tímido, pregunté: «¿Pero, por qué mete la mo­neda en su boca?» «Lo hace siempre», respondió el hombre, como si se tratase de la cosa más natural del mundo. Se apartó de mi lado y volvió tras sus naranjas. Noté entonces que de detrás de cada puesto me acecha­ban dos o tres pares de ojos. La criatura sorprendente era yo, que durante tan largo rato no había comprendi­do nada.

Tomé este hecho como despedida y no esperé más. El morabito, me repetía, es un hombre santo, y en este santo hombre todo es santo, incluso su saliva. En cuan­to las monedas de los donantes entran en contacto con su saliva, les dispensa una bendición especial y eleva de este modo los méritos que obtengan en el cielo mediante la donación de limosnas. Él era de hecho el Paraíso, y tenía que ofrecer a los hombres algo más necesario que para él las monedas. Comprendí así la placidez que adornaba su ciega faz y que la diferenciaba de los otros mendigos que había visto hasta entonces.

Me fui y guardé todo esto tan profundamente en mi sentimiento, que a todos mis amigos les hablé del hecho. Nadie había reparado en ello hasta el momento y noté que se dudaba de la veracidad de mis palabras. Al día siguiente busqué el lugar, pero él ya no estaba allí. Bus­qué por todas partes y me fue imposible dar con él. Insistí todos los días, pero no volvió. Quizás vivía en cualquier lugar, solo en las montañas, y venía ocasionalmente a la ciudad. Podría haber preguntado por él a los vendedores de naranjas, pero me avergonzaba ante ellos. No significaba lo mismo para ellos que para mí, y desde el momento que no experimentaba absolutamente ningún temor en hablar de él a amigos, que jamás lo habían visto, busqué mantenerme apartado de aquellos que lo conocían bien, y en quienes él confiaba y resulta­ba natural. A mí no me conocía, pero tal vez le hu­bieran hablado de mí.

Volví a verle todavía una vez; justo una semana des­pués, de nuevo en una tarde de sábado. Estaba ante la misma tienda, pero no tenía nada en la boca y ya no mascaba. Repetía su letanía habitual. Le ofrecí una mo­neda y aguardé. Pronto volvió a mascar ávidamente; pero estando aún ocupado en ello, se me acercó un hombre y dijo una sandez: «Es un morabito. Es ciego. Mete la moneda en su boca para saber cuánto le han dado.» A continuación habló al morabito en árabe y me señaló. El viejo había cesado de masticar y escupido de nuevo la moneda. Se volvió hacia mí y su faz resplandecía. Me dedicó una bendición que repitió seis veces. La cordialidad y calor que me alcanzó a través de sus palabras fue de una intensidad como jamás había recibido de persona alguna.

 

SILENCIO EN LA CASA Y LA AZOTEA VACÍA

Para tener confianza en una ciudad extraña se nece­sita un espacio cerrado sobre el que ostentar un cierto de­recho y donde se pueda estar solo cuando el barullo de voces nuevas e incomprensibles aumente. Ese espacio ha de ser silencioso; nadie debe vernos cuando nos cobija­mos en él, nadie cuando lo abandonamos. Acaba por ser lo más hermoso escabullirse en un callejón sin salida, permanecer de pie frente a un portal del que se posee la llave en el bolsillo, y abrir sin que mortal alguno pueda oírlo.

Se accede a la humedad de la casa y se cierra la puer­ta. Está oscuro y por un instante nada se ve. Se siente uno como los ciegos de las plazas y callejas que hemos abandonado. Pero pronto recuperamos la luz. Damos con los empedrados peldaños que conducen al piso, y arriba nos encontramos con un gato. El gato materializa la ausencia de ruidos que tanto extrañamos. Por ello agradecemos que viva, a la vez que le dejamos vivir en silencio. Y le alimentamos sin necesidad de que grite «Alá» mil veces al día. No está lisiado y tampoco preci­sa abandonarse a un espantoso destino. Disfruta siendo atroz, pero no lo dice.

Vamos, venimos y respiramos el silencio. ¿Dónde ha quedado aquel trajín monstruoso? ¿Dónde la luz deslumbrante y los ruidos estridentes? ¿Dónde los cien­tos y cientos de rostros? En estas casas pocas ventanas dan al callejón, e incluso a veces ninguna; todo se abre al patio, y éste al cielo. Sólo a través del patio se acce­de al contacto agradable y mesurado con su entorno.

Siempre puede uno subir a la azotea y ver de un solo golpe de vista todos los terrados de la ciudad. Constitu­ye una chata impresión, pues todo parece construido en amplias gradas. Se tiende a pensar que sería posible pa­sear sobre la ciudad entera. Las callejas no son obstácu­lo, apenas se ven; se olvida incluso que existan. Muy cerca resplandecen los picos del Atlas, que alguien podría tomar por la cordillera de los Alpes, si la luz sobre ellos no fuese tan intensa y las palmeras no se interpusiesen entre ellos y la ciudad.

Los minaretes, que se alzan aquí y allá, no son cam­panarios en modo alguno. Son ciertamente esbeltos, pero no demasiado puntiagudos; su anchura es la misma arriba que abajo, debido a esa plataforma desde donde se llama a la oración allá en lo alto. Son algo así como faros habitados por una voz.

Sobre los terrados de las casas se mueve una pobla­ción de golondrinas. Es como una segunda ciudad, sólo que en ella se circula con tanta prisa como despacio los hombres por las callejas. Las golondrinas nunca descan­san, y uno se pregunta si duermen alguna vez; les falta pereza, sosiego y dignidad. Roban al vuelo, y los terra­dos, vacíos, deben antojárseles un país conquistado.

Cualquiera puede pasar desapercibido en esas azo­teas. Aquí, repetía en mi interior, podré ver mujeres como en un cuento, desde aquí podré mirar en los patios de las casas vecinas y atisbar sus movimientos. Cuando subí por primera vez al terrado que pertenecía a la casa de mi amigo, me sentía lleno de expectación, y mientras ojeaba a lo lejos los montes sobre la ciudad, mi amigo se mostraba contento, y yo comprendía su orgullo por haber podido enseñarme algo tan hermoso. Pero pare­ció inquietarse cuando me cansé de la lejanía y mi cu­riosidad prendió en lo cercano. Me pilló mirando hacia el patio de la casa vecina, donde escuché, para mi satis­facción, voces españolas y femeninas.

«Aquí no se hace eso», me dijo. «No se debe. Yo he sido reprendido con frecuencia por ello. Resulta poco delicado preocuparse por los asuntos de la casa del veci­no. Es incorrecto. A decir verdad, jamás debe uno dejarse ver en el terrado, sobre todo si es hombre. Pues a menudo andan las mujeres por la azotea y quieren sentirse tranquilas.»

«Pero si no hay ninguna mujer por ahí.»

«Quizás se nos haya visto ya», reflexionó. «Nos lla­marán la atención. Tampoco se debe hablar en la calle con una mujer con velo.»

«¿Y si he de preguntar por el camino a seguir?»

«En ese caso tienes que esperar a cruzarte con un hombre.»

«Pero, sin duda, podrás acomodarte en tu propia azotea. Si notas la presencia de alguien en el terrado vecino, no es culpa tuya.»

«Entonces debo apartar la mirada y dejar bien pa­tente cuan desinteresado soy. Una mujer ha aparecido ahora a nuestra espalda. Se trata de una vieja sirvienta. Ni siquiera tiene idea de que yo haya notado su presen­cia; pero ya se ha esfumado.»

Apenas tuve tiempo de volverme. «En tal caso, se es menos libre en la azotea que en la calle...»

«En efecto», afirmó. «No queremos perder la buena fama entre el vecindario.»

Observé a las golondrinas y envidié qué despreocu­padamente sobrevolaban tres, cinco, diez azoteas a un tiempo.

 

LA MUJER DE LA REJA

Pasé ante una fuente pública donde bebía un muchacho. Giré a la izquierda y oí de lo alto una voz queda, tierna y delicada. Miré hacia una casa de enfren­te y vi, a la altura del primer piso, tras una reja trenza­da, el rostro de una joven. Era de tez oscura, no llevaba velo y mantenía su cara muy cerca de la reja. Hablaba mucho, pero con suave fluidez, y todas sus frases se componían de palabras afectuosas. Me resultaba in­comprensible que no llevase velo. Mantenía la cabeza ligeramente inclinada, y noté que se dirigía a mí. Su voz apenas se elevó, y tampoco perdió la compostura; en­cerraba tanta delicadeza, como si sostuviese mi cabeza entre sus brazos. Pero no vi mano alguna; sólo mostra­ba su rostro, acaso las manos estuvieran atadas a algo. El lugar en el que se hallaba era oscuro, y sobre la calle, donde yo permanecía, brillaba deslumbrante el sol. Sus palabras brotaban como de una fuente y fluían una tras otra, jamás había oído palabras cariñosas en esta len­gua, pero sentía que lo eran.

Quise llegar hasta la puerta de la casa de donde provenía la voz, pero temía que cualquier movimiento por mi parte pudiese ahuyentarla como a un pájaro. Qué haría entonces si enmudeciese. Traté de ser tan sutil y delicado como la propia voz y caminé como jamás lo había hecho. No debía asustarla. Todavía oía la voz cuando me hallaba muy próximo a la casa y no podía ver ya la cabeza entre las rejas. El estrecho edificio se­mejaba una ruinosa torre, según se veía por un hueco en el muro del que se habían desprendido algunos cas­cotes. La puerta, sin ornamento alguno, de míseras tablas claveteadas, estaba afianzada con alambre, y parecía no abrirse con demasiada frecuencia. No era una casa acogedora; apenas se podía entrar, y dentro de seguro oscura y por entero decrépita. Justo al volver la esquina se abría un callejón sin salida, pero desierto y silencioso, y no vi a nadie a quien preguntar algo. Tam­poco en el callejón perdí la fuente de voz candorosa, desde la esquina sonaba cual lejanísimo murmullo. Retrocedí, me situé de nuevo a cierta distancia de la casa y observé detenidamente: allí seguía el rostro oval, cuyos labios se movían a la par que las dulces palabras. Me pareció, no obstante, que sonaban algo diferen­tes; contenían perceptiblemente una súplica incierta; era como si dijesen: no te vayas. Quizás pensó que me había ido para siempre cuando desaparecí para comprobar casa y puerta. Sin embargo estaba allí de nuevo y debía quedarme. Cómo describir la impresión de un rostro fe­menino sin velo, mirando desde lo alto de una ventana, en esta ciudad y en estas callejas. Pocas ventanas se abren sobre los callejones y no se ve a nadie asomado a ellas. Las casas son como murallas; con frecuencia se tiene la sensación durante largo tiempo de andar entre muros, cuando, sin embargo, se sabe a ciencia cierta que son viviendas. Vemos las puertas y escasas e inser­vibles ventanas. Con las mujeres sucede algo similar; se mueven como bultos informes a lo largo de las callejas, apenas se les reconoce, tampoco se les intuye, y pronto está uno harto de esforzarse y tratar de retener una ima­gen precisa de ellas. Se tiende a desentenderse de las mujeres. Pero nadie se resigna a gusto, y cuando una mujer se asoma entonces a una ventana y parece que habla e inclina ligeramente la cabeza y no desaparece, como si hubiese estado aquí esperándonos desde siempre, y que continúa hablando cuando se le vuelve la espalda aban­donándola quedamente, pero que seguirá hablando, tanto si se le oye como si no, y siempre hacia alguien, para alguien; una mujer así constituye un milagro, una aparición, y se siente uno inclinado a tenerla por lo más importante de todo cuanto de ordinario pudiera verse en esta ciudad.

Hubiera permanecido a gusto más tiempo aquí, pero no era un barrio deshabitado del todo. Mujeres con velo se cruzaban conmigo y no reparaban para nada en su compañera de la reja. Pasaban de largo ante la alminarada casa, como si nadie hablase. No se detenían, no miraban hacia allí. Con paso invariable se aproximaban a la casa para doblar, justo bajo la ventana de la mujer, hacia el callejón donde yo me encontraba. No obstante, sentía que me dirigían miradas de reprobación: ¿Qué hacía aquí? ¿Por qué estaba aquí? ¿Por qué tenía la vis­ta clavada en lo alto?

Un grupo de colegiales pasó por delante. Jugaban, bromeaban y se comportaban como si no oyesen el ru­mor. Me observaron de arriba a abajo: Les resultaba menos de fiar que la mujer sin velo. En cierta medida me sentí avergonzado, puesto que permanecía quieto y miraba absorto. Caí en la cuenta de que mi ausencia podría confundir al rostro de la reja; cada una de las palabras fluía como un manantial de trinos. Sonaban entretanto los chillidos estridentes de los niños, que se alejaban lentamente. Llevaban consigo sus carteras y venían del colegio; buscaban alargar el camino hacia casa y recurrían a pequeños juegos, a una de cuyas reglas pertenecía saltar por el callejón, bien hacia adelante, bien hacia atrás. Así avanzaban a paso de caracol y hacían de mi escucha un martirio.

Una mujer con un niño pequeño al costado se paró junto a mí. Tuvo que acercarse por detrás, pues no sentí su presencia. Permaneció un instante y me dirigió una mirada de mala intención; tras el velo adiviné los rasgos de una mujer vieja. Apretaba al niño como si mi presen­cia lo amenazase, y se largó sin decirme siquiera una pa­labra. Me sentí molesto; abandoné mi lugar y la seguí lentamente. Anduvo un par de casas calleja abajo, y después torció a un lado. Cuando llegué a la esquina por la que había desaparecido, pude ver, al final de un callejón sin salida, la cúpula de una pequeña Kubba, así se llaman los sepulcros sagrados en este país, a donde van en peregrinación los fieles con sus ruegos. La vieja permanecía frente al cerrado portón de la Kubba y ele­vaba al chiquitín por encima de su cabeza. Apretaba la boca contra una imagen que desde mi posición no podía reconocer con claridad. Repitió este movimiento varias veces, después colocó al niño en el suelo, le tomó de la manita y dio la vuelta para irse. Cuando alcanzó la es­quina del callejón tuvo que pasar de nuevo frente a mí, pero en esta ocasión no me dirigió ni una mala mirada, y volvió en la dirección por la que ambos habíamos llegado.

Me acerqué a la Kubba y descubrí a media altura del portón cuarteado una anilla en la que se arrollaban unos trapos viejos. Eran los que el niño había besado. Todo se realizó con enorme solemnidad, y en mi aturdimiento no caí en la cuenta de que los colegiales estaban detrás de mí y me observaban. De súbito oí su risa clara; tres o cuatro de ellos se encaramaban al portón de la Kubba, se asían de la anilla y besaban los viejos harapos. Reían entretanto a voz en grito y repetían la ceremonia desde todos lados. Uno se colgaba a la derecha de la anilla, otro a la izquierda, y los besos continuaban con ruidoso chasquido. Pronto eran apartados por los demás. Cada cual deseaba mostrarme lo que era capaz de hacer; tal vez esperasen de mí que les secundase. Eran niños lim­pios, todos bien cuidados; seguro que se les lavaba va­rias veces al día. Los trapos, sin embargo, aparecían tan sucios como si con ellos se hubiese limpiado el callejón. Pasaban por ser andrajos del ropaje del propio santo, y para los creyentes quedaba en ellos algo de su santidad. Cuando todos los muchachos se habían hartado de be­sarlos, se acercaron rodeándome. Uno de ellos me llamó la atención por su cara avispada, y noté que a gusto hu­biera deseado hablar conmigo. Le pregunté en francés si sabía leer. Respondió muy cortés: «Oui, Monsieur.» Yo llevaba un libro bajo el brazo, lo abrí y se lo ofrecí; leyó de arriba a abajo, lentamente pero sin fallos, las frases francesas. El libro era una obra sobre las creencias de los marroquíes, y la parte por la que había abierto trata­ba de la veneración a los santos y a sus Kubbas. En ello podía verse o no casualidad; me leía en ese momento cuanto había representado con sus compañeros hacía un rato. Pero, con todo, no se dio por enterado; quizás con el afán de la lectura no comprendía en absoluto el signi­ficado de las palabras. Le elogié, y él asumió, sin em­bargo, mi reconocimiento con la dignidad de un adulto. Me cayó tan bien que involuntariamente lo relacioné con la mujer de la reja.

Señalé en dirección de la casa en ruinas y le pregun­té: «Esa mujer de allá arriba, de la reja, ¿la conoces?»

«Oui Monsieur», respondió, y su cara me pareció sincera.

«¿Elle est malade?», proseguí.

«Elle est tres malade, Monsieur.»

Ese «muy» que robusteció mi pregunta sonó como un lamento sobre algo que debía tocarle muy de cerca. Tendría, a lo sumo, nueve años, pero parecía que hubiese convivido veinte años con un enfermo grave, sabiendo bien cómo comportarse en una situación semejante.

«¿Elle est malade dans sa tete, n'est-ce pas?»

«Oui, Monsieur, dans sa tete.» Asintió con un gesto cuando dijo «de la cabeza», pero señaló en lugar de su propia cabeza la de otro muchacho de singular belleza: Era de rostro alargado, lánguido; con ojos rasgados, negros y muy tristes. Ninguno de los niños reía ya. Permanecían mudos. Pero su estado de ánimo se trans­formó en un instante, tan pronto comencé a hablar de la mujer de la reja.

 

VISITA AL MELAH

A la mañana del tercer día, tan pronto estuve solo, encontré el camino del Melah. Llegué a un cruce donde había numerosos judíos. El tráfico fluía ante ellos y giraba por una esquina. Vi gente que atravesaba un pa­sadizo que parecía excavado en el muro, y seguí tras ella. Dentro de esa especie de muralla, que lo circunda­ba por sus cuatro costados, se encontraba el Melah, el barrio judío.

Me hallaba ante un pequeño bazar abierto. En el centro de estancias diminutas se agachaban unos hombres entre mil objetos; algunos iban vestidos a la europea, y estaban sentados o en pie. La mayoría lleva­ba esa chía negra sobre la cabeza que suele distinguir aquí a los judíos; otros muchos llevaban barba. En las primeras tiendas con las que tropecé se vendían paños. Uno medía seda con el ana; otro dirigía reflexivo y vivaz su lapicero y sacaba cuentas. Incluso las tiendas más ri­camente abastecidas parecían muy pequeñas. Muchas tenían clientela; en uno de los puestos se acodaban negligentemente dos hombres muy gruesos en torno a un tercero enjuto, que parecía ser el dueño, y mantenían con él una animada y seria conversación. Pasé de largo tan despacio como me fue posible y observé sus rostros, cuya heterogeneidad era sorprendente. Había caras que con otros atuendos las habría tomado por árabes. También viejos judíos radiantes a lo Rembrandt; clérigos católicos de sosiego y humildad ladinos. Judíos eternos, en quienes la inquietud estaba grabada por toda su figu­ra. Había asimismo franceses, españoles y rusos rubi­cundos. A uno debería habérsele honrado como al patriarca Abraham, hablaba condescendientemente a un cierto Napoleón, y un petulante sabihondo que se parecía a Goebbels se entrometía en todo momento. Pensé en la transmigración de las almas. Tal vez, me decía, toda alma humana tiene que ser alguna vez judía, y ahora todas ellas han coincidido aquí: ninguna se acuerda de lo que fue anteriormente, y cada una de ellas cree fervientemente que desciende por línea directa de los personajes de la Biblia, cuando se traiciona tan cla­ramente a sí misma en los rasgos, que incluso yo, un extraño, puedo reconocerlo.

Pero tenían algo que era común a todos, y tan pron­to como me acostumbré a la variedad de sus rostros y de su expresión, procuré encontrar lo que de hecho constituía esa comunidad. Poseían un modo fugaz de mirar y formarse un juicio de cualquiera que pasaba. Ni una sola vez ocurrió que yo pasase desapercibido. Cuan­do me detenía, gustaba de adivinarse en mí a un vende­dor y de ponderarme para ello. Pero con frecuencia percibía la rauda e inteligente mirada mucho antes de detenerme, cuando andaba por el otro lado de la calleja la captaba también. Aun entre los pocos que holgazanea­ban, como los árabes, la mirada no era nada indolente: Venía como un seguro emisario y desaparecía rauda. Se daba entre ellos miradas hostiles, frías, indiferentes, despectivas y de matiz interminable. Pero nunca se reve­laban torpes. Eran miradas de personas acostumbradas a estar siempre por encima de las cosas, pero que no querían suscitar la hostilidad que esperaban: ni huella de desafío siquiera; y un cierto temor que se mantenía pru­dentemente oculto.

Podría afirmarse que la virtud de esos hombres está contenida en su prudencia. La tienda sólo está abierta por un lado, y no necesitan preocuparse por nada de cuanto ocurre a sus espaldas. Las personas mismas en el callejón se sienten más inseguras. Pronto advertí que los «Judíos Eternos» incluso entre ellos quienes actuaban sin descanso y con un punto de indecisión, siempre re­sultaban ser trashumantes, gentes que llevaban consigo todos sus enseres y que tenían, con ellos, que abrirse ca­mino a través de la multitud, y que ignoraban si alguien no se abalanzaría por la espalda sobre su mísera pro­piedad; por la izquierda, por la derecha o por todas par­tes a la vez. Quien se decía propietario de una tienda y en ello perseveraba, siempre podía esperar lo peor.

Algunos, no obstante, se acurrucaban en el callejón y ofrecían chucherías a la venta. Con frecuencia se tra­taba de montoncitos de verdura o frutas muy llamati­vos. Se comportaban tal como si no tuviesen verdadera­mente nada que vender y se ceñían exlcusivamente a los ademanes propios del negocio. Miraban con desinterés; eran muchos y no me resultó nada sencillo acostumbrar­me a ellos. Pero pronto me hice a todo y no me mara­villé demasiado cuando vi a un hombre viejo enfermizo acurrucado en el suelo que ofrecía a la venta un único y reseco limón.

Me metí entonces en un callejón que desde la entra­da del bazar llevaba a las profundidades del Melah. Es­taba demasiado poblado. De entre los innumerables hombres, vinieron hacia mí algunas mujeres sin velo. Una mujer avejentada y apergaminada del todo marcha­ba a paso lento, parecía el más viejo de los seres huma­nos. Sus ojos estaban dirigidos fijamente a la lejanía; parecía mirar exactamente a donde se encaminaba. No apartó a nadie; mientras otros describían círculos para abrirse paso, a su alrededor siempre había sitio. Pienso que se la temía: Caminaba muy lentamente y habría te­nido tiempo sobrado para maldecir a cada una de las criaturas vivientes. El temor que infundía era, en efecto, el que le daba fuerza en su caminar. Cuando finalmente se cruzó conmigo, me di la vuelta y la miré. Sintió mi mirada, pues se volvió hacia mí tan lentamente como caminaba y la sorprendió de lleno. La esquivé con rapi­dez; y ante su mirada mi reacción fue tan instintiva que poco después me di cuenta de cuan velozmente camina­ba yo mismo.

Pasé por delante de una serie de barberías. Hombres jóvenes, peluqueros al parecer, permanecían ociosos a la puerta; del otro lado, en el suelo, un hombre ofrecía a la venta un cesto de langostas asadas. Pensé en la famo­sa plaga egipcia y me extrañó que también los judíos co­miesen langostas. En un puesto especialmente elevado se acurrucaba un hombre que poseía los rasgos y el color de un negro. Llevaba la chía de los judíos y vendía car­bón, que amontonado alrededor suyo, parecía como si tuviese que ser emparedado con él y esperase tan sólo que llegasen los albañiles que deberían llevar a cabo tal cometido. Se comportaba tan sigilosamente que en un principio me pasó por alto, y sólo me di cuenta de su presencia por sus ojos que brillaban en medio de todo aquel carbón. Junto a él vendía verduras un tuerto. El ojo con el que no veía estaba monstruosamente hinchado y producía una impresión amenazadora. Él mismo se ocupaba en trasladar sus verduras. Las hacía cuidadosa­mente a un lado y luego, con gran cautela, de nuevo ha­cia atrás. Otro se acurrucaba en el suelo al lado de cinco o seis piedras. Las tomaba una por una en la mano, soplaba sobre ella, la observaba y la mantenía por un momento en el aire. Volvía a colocarla junto a las otras y repetía con éstas el mismo juego. No me miró una sola vez a pesar de permanecer de pie muy cerca de él. Era la única persona en todo el barrio que no me miró si­quiera. Las piedras que pretendía vender no le daban tregua y parecía más interesado en ellas que en los compradores mismos.

Sentí que todo se volvía más mísero a medida que me iba adentrando en el Melah. Quedaron tras de mí los bellos tejidos y las sedas. Ya nadie parecía rico y majes­tuoso como Abraham. El bazar, justo en la puerta de entrada, era una especie de barrio de lujo; la vida real, la vida del pueblo sencillo se representaba aquí. Me encontraba ahora en una pequeña plaza rectangular que se me reveló como el corazón del Melah. Junto a una fuente oblonga había hombres y mujeres. Las mu­jeres portaban cántaros que llenaban de agua. Los hom­bres llevaban sus pellejos de cuero. Las acémilas permanecían junto a ellos y esperaban ser llevadas a abrevar. En medio de la plaza podía verse agachados al­gunos vendedores ambulantes. Unos exponían carne, otros bollitos fritos; tenían consigo a sus familias, mujer y niños. Era algo así como si hubiesen instalado su hogar en la plaza y viviesen y cocinasen allí.

Campesinos en atuendo beréber pululaban alrededor con gallinas vivas en la mano; las cogían de las patas, que llevaban atadas, cabeza abajo. Cuando se acercaban las mujeres, se las ofrecían para que las sopesasen. La mujer tomaba al animal entre las manos sin que el beré­ber lo soltara, pero sin variar de posición. Ésta lo apretaba, lo pellizcaba y lo palpaba por allí donde debería tener carne. Nadie decía una palabra durante esta prueba, tanto el hombre, como la mujer, como el animal, incluso, permanecían mudos. Después lo dejaba de nuevo en su mano, de la que seguía colgando, y se dirigía al campesino siguiente. Jamás compraba una mujer una gallina sin antes haber examinado concienzu­damente muchas otras.

Alrededor de la inmensa plaza había tiendas, en alguna de las cuales trabajaban artesanos; su martilleo sonaba fuerte entre la algarabía de los hablantes. En un rincón de la plaza había reunidos gran cantidad de hombres que disentían acaloradamente. Yo no entendía nada de lo que decían, pero a juzgar por sus ademanes el asunto trataba de los grandes recursos del mundo. Había diversidad de opiniones que esgrimían con argu­mentos; me pareció comprender que abordaban con entusiasmo los argumentos de los demás.

En el centro de la plaza se erguía un viejo mendigo, el primero que vi allí, y no era judío. Con la moneda que recibía, se volvía inmediatamente hacia uno de los bollitos que crepitaban en la sartén. Había distintos clientes alrededor del fuego, y el viejo mendigo tenía que aguardar hasta que le tocase el turno. Pero per­manecía resignado, tan cercano ya a la satisfacción de su acuciante deseo. Cuando finalmente recibía el bollito se colocaba con él de nuevo en el centro y se lo zampaba con glotonería. Su apetito se expandía como una nube de satisfacción sobre la plaza. Nadie le presta­ba atención, y, sin embargo, todos aspiraban el aroma de su bienestar; el mendigo me pareció muy importante para la vida y bienestar público de la plaza, su monu­mento a la glotonería.

Pero no creo que fuese sólo a él a quien habría que agradecer el feliz embrujo de esta plaza. Me sucedía algo así como si hubiese llegado realmente a otra parte en la meta de mi viaje. No quería marcharme jamás de aquí, desde hacía cientos de años yo había estado aquí, pero lo había olvidado y ahora todo renacía. Veía expresada toda la densidad y calor de la vida que sentía en mí mismo. Cuando me encontraba allí yo era esa plaza. Pienso que siempre vuelvo a esa plaza.

Separarme de ella me resultaba tan arduo que cada cinco o diez minutos volvía de nuevo. Allá donde fuese, por más que penetrase en el Melah, me detenía para vol­ver a la placita, cruzándola en esta o aquella dirección para cerciorarme de que todavía estaba allí. Desembo­qué primero en uno de los callejones más tranquilos donde no había tienda alguna; sólo viviendas. Por do­quier, sobre los muros, junto a las puertas, a cierta altu­ra del suelo, había grandes manos pintadas, cada dedo netamente perfilado, y por lo general de color azul: Se las consideraba como prevención al mal de ojo. Fue el emblema más común que encontré por aquí, y las perso­nas gustaban de colocarlo especialmente allí donde vivían. A través de las puertas abiertas podía atisbar en los patios; eran más limpios que los callejones. Llegaba a mí la paz de su interior. Por mi vida que hubiese entrado gustoso, pero no me atreví a ello, pues no vi a nadie. No sabía a ciencia cierta lo que podría decir si de repente me tropezase, en una casa semejante, con una mujer. Me asustaba ante la idea de que pudiese sobre­saltar a alguien. El silencio de las casas transmitía a uno cierta suerte de circunspección. Pero no duró mucho el silencio. Un fino y agudo estertor, que sonaba en princi­pio a grillos, se acrecentó hasta el punto que me hizo pensar en una jaula de pájaros. «¿Qué puede ser eso? ¡Aquí no existen, evidentemente, pajareras con cientos de pájaros! ¡Niños tal vez! ¡Un colegio!» Pronto no quedó duda alguna; el ensordecedor barullo provenía de una escuela.

Miré por un portón abierto al interior de un gran patio. Se apretaban allí sentados, quizás, doscientos chi­quillos; algunos corrían de acá para allá o jugaban en el suelo. La mayoría, sentados en los bancos, sostenían catones en la mano. En pequeños grupos de tres o cuatro se balanceaban agitadamente hacia adelante y hacia atrás y recitaban al tiempo con agudas vocecitas: «Aleph. Beth. Gimel.» Las pequeñas cabezas negras se mecían de un lado a otro; siempre había uno entre ellos más apresurado, sus movimientos más impetuosos; y de su boca salían los vocablos del alfabeto hebraico como un floreciente decálogo.

Ya había entrado y me esforzaba por desenmarañar el trajín de tal cantidad de niños. Los más pequeños ju­gaban en el suelo. Había un maestro entre ellos, vestido muy pobremente, que en la diestra blandía un cinto de cuero para golpear. Se me aproximó sumiso. Su alarga­do rostro era chato e inexpresivo; contrastaba osten­siblemente, en su exánime rigidez, con la viveza de los niños. Se comportaba como si no pudiese ser su maestro, como si estuviese muy mal pagado para ello. Era una persona joven, aunque su juventud lo conver­tía en viejo. No hablaba una palabra de francés y por mi parte no esperaba nada de él. Me sentía satisfecho con permanecer en medio del ensordecedor barullo y de poder observar un poco. Apenas le tuve en cuenta. Tras su rigidez cadavérica se ocultaba algo como de ambición: quería mostrarme de cuánto eran capaces sus niños.

Llamó a un jovencito y le puso delante una página del catón, de modo que yo también pudiese verla, y se­ñaló veloz una tras otra las sílabas hebreas. Cambiaba de una línea a otra, aquí y allá; yo no debía creer que el joven lo hubiese aprendido de memoria, y que recitase a ciegas, sin leer. Los ojos del pequeño centelleaban mientras leía en voz alta: «La -lo- ma- nu- sche- ti- ba- bu.» No cometía un solo fallo y jamás tarta­mudeaba. Era el orgullo de su maestro y leía cada vez más rápido. Cuando hubo terminado y el maestro le re­tiró el catón, acaricié su cabeza y le elogié en francés, eso sí que lo entendía. Volvió al banco e hizo como si ya no me viese; entretanto, vino el muchacho siguiente de la fila, que era algo más apocado y cometía errores. El maestro le despidió con un ligero bofetón y todavía hizo salir a uno o dos niños. Durante todo este procedi­miento no cesó en lo más mínimo el estrepitoso alboroto; las sílabas hebraicas caían como gotas de lluvia sobre el embravecido mar de la escuela.

Entretanto, otros niños se me aproximaban y me observaban curiosos; unos, desvergonzados; otros, tí­midos; algunos, con cierta coquetería. El maestro, se­gún su inexcrutable resolución, despedía con dureza a los tímidos, mientras dejaba hacer a los descarados. To­do tenía su sentido. Él era el pobre y triste señor de esta sección escolar. Cuando hubo terminado la representa­ción desaparecieron de su rostro las mezquinas huellas de complacido orgullo. Expresé mi agradecimiento muy amablemente y, para enaltecerle, con cierto engolamiento, como si fuese yo un visitante insigne. Mi satisfacción era evidente; con mi falta de tacto, que siempre me acompañó en el Melah, decidí volver al día siguiente y ofrecerle entonces algún dinero. Miré todavía un instan­te a los muchachos, su vaivén me había hechizado; del conjunto fueron lo que más me gustó. Entonces me fui, pero el barullo lo llevé conmigo un buen trecho. Me acompañó hasta el final de la calle.

La calle resultó ser más concurrida al llegar a un im­portante lugar público. Vi a cierta distancia de mí una muralla y un gran portón. No supe a dónde conducía; pero cuanto más me acercaba, más frecuentemente me tropezaba con mendigos que se sentaban a derecha e iz­quierda de la calle. Me sorprendieron, puesto que todavía no había visto a ningún mendigo judío. En cada una de las puertas vi a diez o quince en fila, hombres y mujeres rumiando entre ellos, la mayoría gente mayor. Permanecí algo perplejo y silencioso en medio de la calle, en apariencia examinando el portón, cuando en realidad observaba los rostros de los mendigos.

Un hombre joven se me acercó desde un lado, señaló la muralla, y dijo: «le cimetiére israélite», disponiéndose a hacerme entrar. Eran las únicas palabras francesas que hablaba. Le seguí velozmente a través del portón. Parecía avispado, pero no había nada de qué hablar. Me encontré en un lugar tremendamente estéril, donde no crecía ni una mala hierba. Las lápidas eran tan bajas que apenas se las veía; andando se tropezaba con ellas como con piedras corrientes. El cementerio parecía una gigantesca escombrera; quizás lo había sido y sólo más tarde se le había añadido su más auténtico destino. Nada sobresalía del lugar. Las piedras que se veían, y los huesos que se adivinaban, yacían revueltos. No era agradable caminar por aquí, no había forma de hacerse a la idea, y sólo imaginarlo resultaba ridículo.

Los cementerios están dispuestos de tal manera en otras partes de la Tierra que deparan alegría a los vi­vientes. Vive mucho en ellos, plantas y pájaros; y el visi­tante, como único ser humano entre tantos muertos, se siente, en consecuencia, alentado y fortalecido. Su pro­pia condición le resulta envidiable. Sobre las lápidas lee los nombres de diferentes personas; ha sobrevivido a cada una de ellas. Sin necesidad de reconocerlo, parece un poco como si las hubiese vencido a todas en el desafío último. También se entristece, es cierto, por tantos que ya no están, pero con ello se siente a sí mismo inven­cible. ¿En qué otro lugar podía llegar a tanto? ¿En qué campo de batalla del mundo queda como único sobrevi­viente? Permanece erguido en medio de todos aquellos que yacen. Pero también los árboles y las lápidas se mantienen en pie. Han sido plantados y dispuestos aquí y le rodean como una suerte de legado para su satisfac­ción, pues ese es su objetivo.

Sin embargo, nada hay sobre este desértico cemente­rio de los judíos. Es la verdad misma; un paisaje lunar de muerte. Al observador le es francamente indiferente en qué lugar repose alguien. No se agacha y nada busca para adivinarlo. Se amontonan ahí como basura y desearía uno salir huyendo de allí raudo como un cha­cal. Es el desierto de los muertos sobre el que ya nada crece; el último, el desierto póstumo.

Cuando me hube adentrado un trecho, escuché ru­mores tras de mí. Me volví y permanecí quieto. Tam­bién en esta parte de la tapia, cerca del portón, había mendigos. Eran viejos con barba; unos, con muletas; otros, ciegos. Quedé desconcertado, pues no había repa­rado anteriormente en ellos; y dado que mi guía había tenido tanta prisa, mediaba de seguro entre ellos y yo una distancia de cien pasos. Vacilé, pues, a la hora de atravesar de nuevo esa parte de yermo antes de haberme adentrado más. Pero ellos no titubearon. Tres del grupo de la tapia se separaron y se me aproximaron renquean­tes a toda prisa. El primero era un hombre macizo, de anchas espaldas y con una majestuosa barba. Tenía una sola pierna y se lanzaba con brío sobre sus muletas hacia delante. Pronto tomó considerable ventaja sobre los demás. Las livianas lápidas no le suponían impedi­mento alguno; sus muletas tocaban siempre el terreno en el lugar preciso y no resbalaban jamás sobre ninguna piedra. Se abalanzó sobre mí como una fiera vieja ame­nazadora. En su rostro, que muy pronto tuve cerca, no había nada que moviese a compasión. Expresaba, como toda su figura, una sola y exigente demanda: «¡Vivo. Dame!» Experimentaba yo el inexplicable sentimiento de que pretendía aplastarme con su mole, y me producía horror: Mi guía, persona ligera y enjuta que poseía la agilidad de un lagarto, tiró rápidamente de mí antes de que el otro me alcanzase. No quería que les diese nada a esos mendigos y les gritó algo en árabe. El hombre recio de las muletas intentó aproximársenos, pero cuando vio que éramos más veloces desistió y se quedó quieto. Le oí maldecir colérico durante un buen rato, y las voces de los demás, que habían quedado rezagados, se unían a la suya en un coro enfurecido.

Me sentía aliviado por haber podido esquivarles, e incluso me avergonzaba por despertar en vano sus espe­ranzas. La embestida del viejo cojitranco no fracasó a causa de las piedras, que bien soportaron él y sus mule­tas; fue mejor por la destreza de mi guía. De la victoria en esta desigual carrera no se beneficia Dios. Quise ave­riguar algo sobre nuestro pobre contrincante y me dirigí al guía. No entendió una sola palabra, y en lugar de una respuesta se ensanchó su rostro en una estúpida sonrisa. A lo que añadía «Oui», siempre «Oui». No sabía ni a dónde me guiaba. Pero el desierto parecía, tras la expe­riencia con el anciano, no tan desértico. Era él su legítimo morador, un guardián de rocas estériles, de basuras y de huesos invisibles.

Sin embargo, yo había asimilado bien su significado. No había transcurrido mucho tiempo cuando llegué frente a todo un pueblo que se congregaba ante mí. Tras una pequeña elevación desembocamos en una hon­donada y aparecimos de repente frente a un oratorio diminuto. Fuera, en semicírculo, se habían acomodado como podían tal vez cincuenta mendigos, hombres y mujeres, con cada una de sus deformidades expuestas al sol, como toda una estirpe de la que descollaban aquellos de edad más avanzada. Tendidos sobre el suelo, en grupos variopintos, se movían todos a la vez, no demasiado apresuradamente. Comenzaron a farfullar bendiciones a la vez que alargaban los brazos. Pero no se acercaron mucho, antes de atravesar el umbral del oratorio.

Miré hacia una estancia alargada y diminuta en la que ardían cientos de candelas. Metidas en cortos ci­lindros de cristal, nadaban en aceite. La mayoría de ellas se encontraban esparcidas sobre una mesa de regu­lar altura y se las podía mirar como se lee un libro. Un reducido número colgaba del techo en recipientes más capaces. A cada lado del recinto había un hombre en pie, encargado, evidentemente, de dirigir las oraciones. Sobre las mesas próximas se veían algunas monedas. Vacilé en el umbral, puesto que no iba cubierto. El guía se quitó su negra chía de la cabeza y me la alcanzó. Me la coloqué, no sin cierto escrúpulo, pues estaba bastante sucia. Los recitadores me hicieron señas y me introduje entre las candelas. No se me tomó por judío y en conse­cuencia no recé. El guía señaló las monedas y entonces capté lo que debía hacer. Permanecí sólo un instante. Sentí miedo ante aquel impresionante recinto en medio del desierto, todo lleno de candelas, sólo constituido por luminarias. Difundían una callada serenidad que no ce­saba en tanto seguían ardiendo. Quizás únicamente estas tenues llamas era cuanto quedaba de los muertos. En el exterior, sin embargo, se sentía muy de cerca la vehe­mente vitalidad de los mendigos.

Me mezclé de nuevo con ellos y comenzaron a agitarse de verdad. Por todas partes se apiñaron a mi alre­dedor, de tal modo que podía entonces abarcar su decrepitud de una sola mirada y me sumieron en una especie de complicada y, ciertamente, violenta danza. Agarraban mi rodilla y me besaban la chaqueta. Bendecían, o así me lo pareció, cada parte de mi cuer­po. Era como si una masa de gente con boca y ojos y nariz, con brazos y piernas, con harapos y muletas, con todo cuanto tenían, con todo de cuanto se componían, se empeñase en pedirle a uno sólo. Quedé aterrorizado, pero no podía desasirme, puesto que estaba conmovido y todo el horror pronto se diluía en esa profunda emo­ción. Jamás la gente se me había aproximado tanto físicamente. Olvidé su suciedad, me era indiferente; no reparé en la mugre. Sentí qué tentador podía ser para el cuerpo humano vivo dejarse descuartizar. Esta horrible dosis de veneración hace válido el sacrificio, y cómo no suscitar entonces maravillas.

Pero el guía se ocupó de que no continuase en ma­nos de los mendigos. Eran antiguos sus ruegos y todavía no satisfechos. Yo no tenía suficiente calderilla para todos. Apartó con gritos y voces airadas a los descon­tentos y se me llevó asiéndome del brazo. Cuando tuvi­mos el oratorio a nuestras espaldas, dijo con una estúpi­da sonrisa tres veces «Oui», a pesar de que yo no le había preguntado nada. Cuando regresé por el mismo camino no parecía ya la misma escombrera. Pero supe bien a dónde habían ido a parar su vida y su luz conjun­tamente. El viejo del portón, el que corrió sobre sus muletas con tanta energía, me miró con hosquedad, pe­ro permaneció mudo y guardó para sí su desprecio. Salí por el portón del cementerio y mi guía se esfumó tan rápido como había venido, y por el mismo lugar. Es po­sible que viviese en una grieta de la tapia del cementerio y que saliese de ella en contadas ocasiones. Desapareció, no sin antes recibir lo que se le debía, y como despedida repitió «Oui».

 

LA FAMILIA DAHAN

Cuando volví al día siguiente al Melah, caminé tan rápido como me fue posible hacia la pequeña plaza que denominaba «el corazón», y después a la escuela donde todavía me sentía algo deudor del inexpresivo maestro. Me recibió como si nunca hubiese estado allí, exacta­mente de la misma manera, y quizás hubiera continuado todo el proceso de lectura completo, pero me adelanté a él y le di lo que creí que le debía. Tomó el dinero ávida­mente, sin titubeo alguno y con una sonrisa que hizo parecer su rostro todavía más envarado y estúpido si cabe. Me demoré un momento entre los niños; con­templé sus rítmicos movimientos de lectura que días an­tes tanto me habían impresionado. Abandoné entonces la escuela y vagué a la buena de Dios por los callejones del Melah. Mi ansiedad por llegar a una de las casas iba en aumento. Me había propuesto no abandonar esta vez el Melah sin haber visto una de sus casas por dentro. Pero, ¿cómo entrar? Necesitaba un pretexto, y quiso mi buena suerte que pronto se me presentase uno.

Permanecí de pie frente a una de las casas mayores, cuyo portal destacaba de los demás de la calleja por su especial vistosidad. El portón estaba abierto. Miré hacia un patio en cuyo interior se sentaba una mujer joven, morena, muy llamativa. Quizás fuera ella la que primero me había llamado la atención. En el patio jugaban unos niños, y puesto que yo ya tenía alguna experiencia escolar, caí en la cuenta de que acaso pudiera considerar la casa como escuela y ponerme en tal situación, al igual que si me interesase por los niños.

Permanecí de pie un rato y miré absorto hacia el in­terior, por encima de los niños, a la mujer; cuando, de pronto, un joven, ya hombre fornido del que ni siquiera me había percatado, se separó del fondo y avanzó hacia mí. Era delgado y andaba con la cabeza muy erguida; su ondeante atavío le daba un empaque distinguido. Se paró frente a mí, me observó serio y escrutador y me pre­guntó en árabe sobre mis deseos. Le respondí en fran­cés: «¿Esto es una escuela?» No pareció comprenderme, titubeó un momento y dijo: «¡Attendez!», apartándose de mí. No era la única palabra francesa que conocía, pues cuando volvió con un individuo joven, vestido al estilo francés, con un perfecto corte europeo y como si de un día de fiesta se tratase, dijo «mon frére» y «parle francais».

Este hermano más joven tenía un rostro algo torpe, como de campesino, y era muy moreno. En otro contex­to lo hubiese tomado por un beréber, pero nunca por un beréber guapo. En efecto, hablaba francés y me pregun­tó qué deseaba. «¿Esto es una escuela?», repetí ahora ya un poco más consciente de mi atrevimiento, pues no pude resistirme a dirigir de nuevo otra mirada sobre la mujer del patio, lo que les pasó desapercibido.

«No», dijo el hermano menor. «Ayer hubo aquí una boda.»

«¿Una boda? ¿Ayer?» Yo estaba muy sorprendido, Dios sabe porqué; y ante mi impulsiva reacción creyó oportuno añadir: «Se ha casado mi hermano.»

Señaló con un leve movimiento de cabeza al hermano mayor, aquél a quien encontraba tan elegante. En ese momento debí agradecer la información y seguir de nuevo mi camino. Vacilé sin embargo, y el recién casado dijo con un hospitalario movimiento de brazos:

«¡Entrez! ¡Pase usted!» Su hermano agregó: «¿De­sea ver la casa?» Les di las gracias y penetré en el patio.

Los niños -eran quizás una docena- se separaron y me hicieron sitio. Atravesé el patio acompañado por los dos hermanos. La atractiva joven se levantó -era más joven de lo que yo había supuesto, tal vez contara alre­dedor de dieciséis años- y me fue presentada por el hermano menor como su cuñada. Era ella la que días atrás se había casado. Se abrió la puerta de una habita­ción situada al extremo opuesto del patio, invitándoseme a entrar. La estancia, bastante pequeña y meticulosa­mente ordenada y limpia, estaba decorada al estilo euro­peo; a la izquierda de la puerta había una amplia cama doble; a su derecha, una gran mesa cuadrada cubierta por un tapete de terciopelo. Detrás, en la pared, se hallaba un aparador, en el que se podían ver botellas y copitas de licor. Las sillas alrededor de la mesa comple­taban el cuadro; era similar a cualquier modestísima vi­vienda francesa pequeñoburguesa. Ni un solo objeto de­lataba el país en el que uno se encontraba. Seguro que era la mejor habitación, bien que cualquier otra de la casa me hubiese interesado más. Pero ellos creyeron agasajarme en tanto me ofrecían sitio aquí.

La joven, que entendía francés, pero que apenas abría la boca, tomó botella y copita del aparador y me sirvió un aguardiente muy fuerte del que destilan aquí los judíos. Se llama Malya y lo beben mucho. Con frecuencia tuve la impresión, charlando con maho­metanos, que ellos, que de hecho no deben beber nada de alcohol, envidian a los judíos por este aguardiente.

El hermano menor me instó a beber. Nos habíamos sentado los tres -él, su cuñada y yo- mientras el mayor, el recién casado, permaneció apenas un par de segun­dos de cortesía en la puerta y prosiguió su camino. Tenía, sin duda, mucho que hacer, y puesto que no podía entenderse conmigo, me confió a su mujer y a su her­mano pequeño.

La mujer me observaba con sus imperturbables ojos marrones, no apartaba la mirada de mí, pero ni el más leve estremecimiento de su rostro delató lo que pensaba al respecto. Llevaba puesto un sencillo vestido estampa­do que debía proceder de algún bazar francés, muy a tono con el decorado de la habitación. Su joven cuñado, dentro de su traje azul oscuro, ridículamente bien planchado, parecía como si acabase de salir del escapa­rate de una tienda de ropa parisina. Lo único extraño en el conjunto de la habitación era el color oscuro de la piel de ambos.

Mientras duraron las preguntas de cortesía, formula­das por el joven y que yo buscaba contestar con igual cordialidad, aunque también menos rígidamente, no dejé de pensar en que la hermosa y muda persona que se sentaba frente a mí acababa de levantarse de su lecho nupcial. Era ya pasado el mediodía, pero a buen seguro que hoy se había levantado tarde. Yo era el primer extraño que la veía desde que había irrumpido en su vida ese trascendental cambio. Mi curiosidad hacia ella salía al paso de la de ella por mí. Sus ojos fueron los que me habían hecho entrar en su casa, y, sin embargo, me mi­raba con fijeza, quedamente, mientras yo hablaba con profusión, pero no a ella. Y tengo bien claro que a lo largo de esa charla me sentía lleno de una esperanza completamente absurda. Esperaba que por su parte me comparase en pensamientos a su esposo, que tan bien me había caído; deseé en mi interior que me prefiriese a él, que prefiriese mi presuntuosa singularidad, tras la cual quizás ella entreveía poder o riqueza, a su vulgar arrogancia y fácil dignidad. Le brindé mi fracaso y le deseé una buena vida matrimonial.

El joven me preguntó de dónde venía.

«De Inglaterra», dije. «Londres». Me había acos­tumbrado a dar aquí esta simplificada respuesta para no confundir a la gente. Percibí un ligero desencanto a mi afirmación, pero aún no llegué a saber lo que más le hubiese gustado escuchar.

«¿Está usted aquí de visita?»

«Sí, todavía no conozco Marruecos.»

«¿Estuvo usted ya en la Bahía?»

Y entonces comenzó a preguntarme acerca de todas las curiosidades oficiales de la ciudad: si había estado aquí o allá, para terminar ofreciéndoseme como guía. Yo sabía que nada se podía ver en cuanto uno tomaba a un nativo por guía; y para zanjar tan rápido como fuera posible esa aspiración y llevar la conversación a otro terreno, aclaré que me encontraba aquí con una produc­tora cinematográfica inglesa, y que el bajá contaba personalmente con un cicerone. Yo no tenía, de hecho, nada que ver con ese film. Pero un amigo mío inglés, que lo producía, me había invitado a Marruecos; mientras que otro amigo, un joven americano que esta­ba conmigo, representaba un papel en él.

Mi información no dejó de causar impresión. Por lo que no insistió en mostrarme la ciudad; pero muy distin­tas perspectivas se abrieron ante sus ojos. ¿Tendríamos un puesto para él? Hacía de todo; y se encontraba desde tiempo atrás sin trabajo. Su rostro, que tenía algo de dureza y hosquedad, se me había mostrado hasta ahora inextricable; reaccionaba poco o tan despacio que con dificultad podía admitirse en el hombre algo recto del todo. No obstante, comprendí que su atuendo me había confundido respecto de su comportamiento. Quizás re­sultase tan siniestro en ese atuendo porque hacía tiempo que estaba sin trabajo, y tal vez su familia así se lo hiciese sentir. Yo sabía bien que todos los pequeños puestos en la productora de mi amigo estaban cedidos hacía tiempo y así se lo dije al momento, para no indu­cirle a error. Se me acercó un poco con la cabeza por encima de la mesa y soltó de repente:

«¿Etes-vous Israélite?»

Dije que sí entusiasmado. Era tan grato poder asen­tir por fin; y también sentía curiosidad por el efecto que esta confesión podría tener sobre él. Rió abiertamente y mostró sus grandes dientes amarillentos. Se volvió hacia su cuñada, que se sentaba a cierta distancia frente a mí, y cabeceó con vehemencia para transmitirle su alegría por esta noticia. Ella ni siquiera pestañeó. Me pareció más bien algo defraudada; quizás hubiera deseado al extranjero totalmente extraño. Se animó apenas un ins­tante, y en cuanto comencé a hacerle preguntas contestó con cierta fluidez, como si por mi parte así lo hubiese esperado de él.

Supe entonces que la cuñada era oriunda de Mazagan. La casa nunca solía estar tan llena. Los miembros de la familia habían venido a la boda desde Casablanca y Mazagan y traído consigo a sus hijos. Ahora vivían todos juntos en la casa y por eso estaba el patio tan in­usualmente concurrido. Él se llamaba Élie Dahan y se enorgulleció al saber que yo llevaba su mismo nombre. Su hermano era relojero, pero no tenía negocio propio, estaba empleado con otro relojero. Fui invitado de nuevo a beber y me pusieron delante frutas confitadas, como las que mi madre se cuidaba de hacer. Bebí, pero las frutas las dejé cortésmente de lado -tal vez porque me resultaban demasiado familiares- y al momento este hecho provocó lamentablemente una perceptible reac­ción en el rostro de la cuñada. Les conté que mis ante­pasados debieron venir de España y pregunté si todavía existiría gente en el Melah que hablase español antiguo. Él no conocía a nadie, pero había oído algo acerca de la historia de los judíos españoles, y esta idea era la prime­ra que parecía salirse de su afrancesada presentación y de las relaciones con su limitado ambiente. Preguntó en­tonces de nuevo: Cuántos judíos había en Inglaterra; si les iba bien y cómo se comportaban y si había grandes hombres entre ellos. De repente sentí como un ardiente compromiso para con el país en el que me había ido bien, en el que había ganado amigos; y para que me entendiese, le hablé de un judío inglés que había llevado al país a un alto prestigio político, Lord Samuel.

«¿Samuel?», preguntó, y se le iluminó de nuevo el rostro de tal modo que lo tomé como si hubiese oído hablar del personaje y estuviese al corriente de su carre­ra. Pero en eso me había equivocado; pues se volvió hacia la joven y dijo: «Ese es el apellido de mi cuñada. Su padre se llama Samuel.» La sorprendí espectante y asintió con vehemencia.

A partir de ese momento se hizo más atrevido en sus preguntas. El sentimiento de un lejano parentesco con Lord Samuel que según le dije había sido miembro del Gobierno británico, le enardecía. Si aún había otros israelitas en nuestra productora. Uno, respondí. Si no desearía traerlo conmigo de visita. Se lo prometí. Si no había con nosotros algún americano. Por primera vez pronunció la palabra «americano»; percibí que esa era su palabra dorada y comprendí por qué, en principio, se había sentido confuso por mi origen inglés. Le hablé de mi amigo americano que vivía en nuestro mismo hotel; pero tuve que añadir que no era ningún «israelita».

El hermano mayor entró de nuevo; quizás le pareció que permanecía allí demasiado tiempo. Lanzó una mira­da a su mujer, y siguió mirándome fijamente. Creí ha­berme quedado allí por su voluntad y que la esperanza de entablar conversación con él no había desaparecido. Le dije al hermano menor que podría, cuando le apete­ciera, buscarme en mi hotel, y me levanté del sillón. Me despedí de la joven. Los dos hermanos me acompaña­ron al exterior. El recién casado se detuvo ante el por­tón, un poco como cortándome el paso, y me vino a la cabeza la idea de que quizás esperaba alguna recompen­sa por mi visita a su casa. Por mi parte tampoco de­seaba yo ofenderle, todavía incluso me caía bien, y así permanecí allí un instante en la más embarazosa disyun­tiva. Mi mano, que había ido aproximándose al bolsillo, se detuvo a medio camino y la sorprendí como quien dice dispuesta a rascar. El hermano menor vino en mi ayuda y dijo algo en árabe. Oí la palabra «jehudi», judío, que se refería a mí, y fui despedido con un amis­toso y algo desilusionado apretón de manos.

Justo al día siguiente se presentó Élie Dahan en mi hotel. No me encontró y volvió de nuevo. Me ausentaba con frecuencia y él no tenía la suerte de tropezar conmi­go; quizás pensaba incluso que yo mandaba decir que no estaba. La tercera o cuarta vez dio finalmente conmi­go. Le invité a un café y me acompañó al Xemaá El Fná, donde nos sentamos en una de las terrazas. Vestía igual que el día anterior. Al principio no habló apenas, pero incluso su inexpresivo ademán bastaba para inferir que algo guardaba en su corazón. Un anciano, que vendía bandejas de azófar, se aproximó a nuestra mesa; por su negra chia, por su indumentaria y barba era fácil de reconocer en él un judío. Élie se inclinó lleno de mis­terio hacia mí, y como si tuviese que confesarme algo muy especial, me dijo: «C'est un Isráelite.» Asentí satis­fecho. A nuestro alrededor se sentaban, escandalosos, algunos árabes y uno o dos europeos.

Justo ahora, una vez reanudada entre nosotros la cordialidad del día anterior, se sentía más libre y volvió a su demanda.

Si yo podría darle una carta al comandante del cam­pamento de Ben Guérir. Deseaba, ansiosamente, traba­jar con los americanos.

«¿Qué clase de carta?», pregunté.

«Dígale al comandante que debe darme un puesto de trabajo.»

«Pero yo no conozco de nada al comandante.»

«Escríbale una carta», insistió, como si no hubiese oído lo que le decía.

«No conozco al comandante», repetí.

«Dígale que debe darme un puesto.»

«Pero si ni siquiera sé cómo se llama. ¿Cómo puedo escribirle allí?»

«Yo le diré su nombre.»

«¿Qué tipo de trabajo le gustaría tener?»

«Comme plongeur», dijo, y creí recordar que eso significaba alguien que lavara platos.

«¿Ha estado ya alguna vez allí?»

«He trabajado de "plongeur" con los americanos», afirmó muy orgulloso.

«¿En Ben Guérir?»

«Sí.»

«¿Y por qué se fue de allí?»

«Me despidieron», dijo también con orgullo.

«¿Hace mucho de eso?»

«Un año.»

«¿Por qué no se presentó entonces de nuevo?»

«La gente de Marruecos no debe quedarse en el cam­pamento. Sólo si trabajan allí.»

«Pero, ¿por qué se le despidió? ¿Quería, tal vez, marcharse usted?», agregué con tacto.

«No había suficiente trabajo; se despidió a mucha gente.»

«En ese caso no quedará un solo puesto libre para usted, si es que hay tan poco trabajo.»

«Escríbale al comandante que debe darme el puesto.»

«Una carta mía no tendría ningún efecto, puesto que no le conozco.»

«Con una carta se me admitirá.»

«Pero yo no soy siquiera americano. Le he dicho que soy inglés. ¿No recuerda?»

Frunció el ceño. Era la primera vez que atendía a una objeción mía. Recapacitó y dijo:

«Su amigo es americano.»

Comprendí al fin. Yo, el verdadero amigo de un auténtico americano debía escribir una carta al coman­dante del campamento de Ben Guérir en la que se so­licitara que se le diese a Élie Dahan un puesto como «plongeur».

Le dije que hablaría con mi amigo americano. Segu­ro que él sabría qué hacer en un caso así. Tal vez podría escribir él mismo una carta semejante; pero, por supues­to, debería consultarle antes. Yo sabía bien que él no conocía de nada al comandante.

«Escriba usted que debe darle también un puesto a mi hermano.»

«¿Su hermano? ¿El relojero?»

«Tengo también un hermano menor. Se llama Simón.»

«¿Qué hace?»

«Es sastre. También ha trabajado con los ameri­canos.»

«¿De sastre?»

«Contaba la colada.»

«¿Y también hace un año que él está fuera de allí?»

«No, fue despedido hace catorce días.»

«Eso significa que no hay más trabajo para él.»

«Escriba usted por los dos. Yo le daré el nombre del comandante. Escriba desde su hotel.»

«Hablaré con mi amigo.»

«¿Debo recoger la carta en el hotel?»

«Vuelva de aquí dos o tres días, cuando haya habla­do ya con mi amigo y entonces le diré si puede escribir una carta en su favor.»

«¿No conoce el nombre del comandante?»

«No. Usted mismo quería darme el nombre, ¿no?»

«¿Debo llevarle el nombre del comandante al hotel?»

«Sí, puede hacerlo.»

«Le llevo hoy mismo el nombre del comandante; y usted le escribe una carta diciendo que debe darnos un puesto a mi hermano y a mí.»

«Tráigame mañana el nombre.» Comencé a mostrar­me intransigente. «No puedo prometerle nada antes de haber hablado con mi amigo.»

Maldije el momento en que pisé la casa de su fami­lia. Ahora vendría diariamente, quizás más de una vez, y siempre repitiendo la misma frase. No debí aceptar la hospitalidad de aquella gente. En ese preciso instante, dijo:

«¿No desearía volver a casa?»

«¿Ahora? No; por el momento tengo poco tiempo. Con gusto en otra ocasión.»

Me levanté y abandoné la terraza. Se levantó indeci­so y me siguió. Noté que vacilaba y apenas dimos unos pasos preguntó:

«¿Ha pagado?»

«No». Lo había olvidado. Quise huir tan rápido como me fuera posible de su lado, y olvidé pagar el café al que le había invitado. Me sentí avergonzado y mi irritación se disipó. Regresé, pagué y vagamos juntos por el callejón que conducía al Melah.

Entonces adoptó el papel de cicerone y me mostró todo cuanto ya conocía. Sus explicaciones consistían, a lo sumo, en dos frases: «Esto es la Bahía. ¿Estuvo usted ya en la Bahía?» «Ahí están los orfebres. ¿Ha visto usted ya a los orfebres?» Mi respuesta no era menos este­reotipada. «Sí, ya estuve allí», o «Sí, ya los he visto». Tan sólo tenía un simple deseo: ¿Cómo hacerle com­prender que no me llevase a ningún sitio? Pero él había decidido serme útil; y la tenacidad de un tonto es in­quebrantable. Cuando vi que insistía, eché mano de un ardid. Pregunté por el Berrima, el palacio del sultán. Todavía no he estado allí, confesé, pero sabía bien que no se podía entrar.

«¿El Berrima?» repitió entusiasmado. «Mi tía vive allí ¿Debo llevarle?»

No pude decir que no. Tampoco comprendía lo que su tía tenía que hacer en el palacio del sultán. ¿Era tal vez portera del palacio? ¿Lavandera? ¿Cocinera? Me sedujo poder llegar de esta forma a la fortaleza. Quizás podría entablar amistad con la tía y así conocer algo sobre la vida cortesana.

En el camino hacia el Berrima llegamos a hablar del Glaoui, el bajá de Marrakesh. Pocos días antes se había dado un intento de atentado contra el nuevo sultán de Marruecos en la mezquita del barrio. El servicio religioso era la única posibilidad para el autor del atentado de entrar en estrecho contacto con el rey. Este nuevo sultán era un hombre mayor. Era el tío del anterior, al que los franceses habían destronado y expulsado de Marruecos. Como instrumento de los franceses, el tío-sultán fue combatido por todos los medios desde el par­tido liberal. Entre los naturales del país sólo contaba con un apoyo firme, y éste era el Glaoui, el bajá de Marrakesh, al que ya desde hacía dos generaciones se le conocía como el aliado más desvalido de los france­ses. El Glaoui había acompañado al nuevo sultán a la mezquita y dado muerte allí mismo al autor del aten­tado. El propio sultán sólo había resultado levemente herido. Justo cuando tuvo lugar este acontecimiento paseaba yo con un amigo por esa parte de la ciudad; dimos por casualidad con la mezquita, y observamos a la multitud, que esperaba entonces la llegada del sultán. La policía presentaba un alto grado de excitación, pues ya había administrado una buena dosis de golpes, y tomaba sus disposiciones desatinada y estentóreamente. También nosotros nos vimos dirigidos bruscamente, pero contra los nativos se arremetía con mayor furia y a gritos, hasta que se situaban justo en el lugar donde les estaba permitido hacerlo. En estas circunstancias senti­mos poco interés en esperar la llegada del sultán y conti­nuamos nuestro camino. Media hora después ocurrió el atentado y la noticia se propagó como mecha encendi­da por la ciudad. -Caminaba, pues, ahora con mi nuevo acompañante por los mismos callejones que entonces; y esto era lo que había motivado la charla acerca del Glaoui.

«El bajá odia a los árabes», afirmó Élie.

«Aprecia a los judíos. Es amigo de los judíos. No tolera que les ocurra nada.»

Hablaba más y con más rapidez que de costumbre, y sonaba raro, como si lo hubiese aprendido de memoria en algún viejo libro de historia. El aspecto mismo del Melah no me había parecido tan medieval como estas palabras sobre el Glaoui. Advertí su rostro desencajado cuando repitió las mismas palabras. «Los árabes son sus enemigos. Tiene consigo a los judíos. Habla con judíos. Es el amigo de los judíos.» Prefirió el título de «bajá», que caracterizaba a la nobleza, al apellido «Glaoui». Siempre que yo decía Glaoui, replicaba él «bajá». En su boca sonaba al igual que la palabra comandante, con la que hacía poco me había llevado a la desesperación. No obstante, su mayor y más alentadora palabra siguió siendo, el Glaoui por así decir a la terquedad, «ame­ricano».

Entretanto, a través de un pequeño portal habíamos dado con un barrio situado fuera de los muros de la ciudad. Las casas eran de un solo piso y parecían mise­rables. Por los pequeños, sinuosos callejones no se veía una sola persona, acá y allá, un par de niños jugando. Me preguntaba cómo llegaríamos al palacio por aquí, cuando se paró frente a una de las casas más modestas y dijo:

«Aquí vive mi tía.»

«¿No vive en el Berrima?»

«Esto es el Berrima», dijo. «Todo el barrio se llama Berrima.»

«¿Y aquí también pueden vivir judíos?»

«Sí», respondió, «el bajá lo ha autorizado».

«¿Hay muchos por aquí?»

«No, la mayoría son árabes. Pero también viven al­gunos judíos. ¿No desea usted conocer a mi tía? Mi abuela también vive aquí.»

Estaba muy contento de poder ver de nuevo otra de sus casas y me sentí dichoso de que fuese una casa tan sencilla e insignificante. Estaba satisfecho con el cam­bio; y de haberle entendido al momento, me hubiese alegrado más por este hecho que de una visita al palacio del sultán.

Llamó y aguardamos un poco. Apareció una mujer joven, fuerte, de facciones amables. Nos hizo pasar, aunque, no obstante, parecía algo abochornada, puesto que recientemente habían estado pintando todas las ha­bitaciones y no podía de ninguna manera recibirnos como correspondía. Estábamos en el patio diminuto, al que daban tres pequeñas habitaciones. La abuela de Élie, que no parecía demasiado vieja, estaba allí. Nos recibió sonriente, pero me dio la impresión de que no se sentía particularmente orgullosa de él.

Tres niños pequeños jugueteaban en derredor del patio gritando como locos. Eran todos menudos y de­seaban ser cogidos en brazos; el escándalo de los dos más pequeños era ensordecedor. Élie animaba a su joven tía, charlaba mucho para mi sorpresa. Su árabe adqui­rió una cierta vehemencia de la que no le hubiese creído capaz en absoluto, pero quizás todo fuera debido a la propia naturaleza del idioma.

La tía me agradó. Era una mujer lozana, joven, que me maravilló por entero y que no se comportaba nada servilmente. Recordaba a primera vista esas mujeres orientales como las que ha pintado Delacroix. Tenía la misma forma oblonga y a su vez plena de rostro, idénti­co corte de ojos, la misma nariz recta y, quizás, estiliza­da en exceso. En el pequeño patio permanecí muy cerca de ella; nuestras miradas confluían en natural compla­cencia. Estaba tan sobrecogido que bajaba los ojos; pero entonces veía sus fuertes empeines tan atrayentes como su rostro. A gusto le hubiese buscado las vueltas.

Guardó silencio mientras Élie todavía le daba ánimos y los niños gritaban más y más fuerte cada vez. Su madre no estaba más lejos de mí que de ellos. Seguro que nota algo, pensé para mis adentros, y me resultaba penoso. Los escasos muebles aparecían apilados en el patio unos encima de otros; las habitaciones, de las que podía verse el interior, se encontraban vacías, nadie hubiese podido acomodarse en ninguna parte. Las paredes estaban re­cién enjalbegadas, como si se acabasen de mudar. La joven mujer olía a limpio al igual que sus paredes. Traté de imaginarme a su marido y tuve envidia de él. Me incliné ante ellas, estreché su mano y di la vuelta para marcharme.

Élie me siguió. Fuera, ya en la calle, dijo: «Siente mucho que estén de limpieza.» No pude contenerme y exclamé: «Su tía es una hermosa mujer.» Tenía que decírselo a alguien y quizás esperaba, contra toda razón, que él hubiese respondido: «Ella desea volver a verle.» Pero enmudeció.

Hacía tan poco caso de mi inexplicable inclinación que propuso llevarme a ver a un tío suyo. Me resigné a ello, un poco avergonzado, puesto que ya me había de­latado; quizás actué contra lo establecido. Un tío horrible o aburrido podría acaso compensar a la hermo­sa tía.

Por el camino me aclaró las complicadas relaciones familiares. Eran verdaderamente más copiosas que complicadas; tenía parientes en las más diversas ciuda­des de Marruecos. Llevé la conversación hacia su cuña­da, que había visto días atrás y me procuré información asimismo acerca de su padre en Mazagan. «C'est un pauvre», dijo, «un pobre». Era, como se recordará, aquel hombre que se llamaba Samuel. No ganaba nada. Su mujer trabajaba para él; sola había mantenido a la familia. Si en Marrakesh había muchos judíos pobres, «doscientos cincuenta», afirmó, «la comunidad les da de comer». Por pobre entendía él la gente que pedía limosna; y se desmarcaba muy claramente de esta clase de hombres.

El tío al que íbamos ahora a visitar poseía un pe­queño cuchitril en las afueras del Melah, donde vendía piezas de seda. Era un hombre enjuto, pequeño, pálido y triste, de pocas palabras. Su tienducha parecía solita­ria; nadie se acercó mientras estuve enfrente. Parecía como si todos los transeúntes describiesen un cerco en torno suyo. Contestaba a mis preguntas en correcto francés, quizás algo monosilábico. El negocio iba muy mal. Nadie compraba nada. Se carecía de dinero. Extranjeros no venían apenas a causa de los atentados. Él era un hombre silencioso y los atentados le resulta­ban demasiado ruidosos. Su lamento era menos acre que vehemente. Pertenecía a ese género de personas que piensan en todo momento que oídos extranjeros podían estar a la escucha, y su voz era tan sofocada que a duras penas se le entendía.

Le abandonamos como si nunca hubiésemos estado allí. Tuve deseos de preguntar a Élie cómo se había des­envuelto su tío en la boda. En definitiva hacía tan sólo dos días que la familia había celebrado su gran fiesta. Pero reprimí esta pregunta, algo maliciosa, que él de to­dos modos no hubiese comprendido, y sugerí que debía volver a casa. Me acompañó hasta el hotel. Pero en el camino aún me mostró la relojería en la que trabajaba su hermano. Eché un vistazo desde fuera y le vi cómo, serio, reclinado sobre una mesa, observaba a través de una lupa las piececitas de un reloj. No quise molestarle y seguí andando sin que se diera cuenta.

Me detuve frente al hotel para despedirme de Élie.

Su prodigalidad con sus parientes le había dado de nuevo ánimos y volvió a hablar de la carta. «Le traeré el nombre del comandante», me dijo, «mañana.» «Sí, sí», respon­dí, y entré raudo y dando gracias a ese mañana.

Desde entonces aparecía diariamente. Cuando yo no estaba daba la vuelta a la manzana y volvía de nuevo. Si seguía sin aparecer, se plantaba en la esquina frente a la entrada del hotel y aguardaba pacientemente. En días más osados tomaba asiento en el hall del hotel. Pero no permanecía sentado allí más que un par de minutos. Sentía aversión por el personal árabe del hotel que le trataba con desdén, pues quizás le reconocía como judío.

Apareció con el nombre del comandante. Pero trajo también todos los documentos que había poseído a lo largo de toda su vida. No los trajo de una sola vez. Ca­da día se añadía uno o dos que había recordado entre tanto. Parecía ser de la opinión de que yo podría redac­tar muy bien, con sólo quererlo, la deseada petición al comandante de Ben Guérir, y sobre su efecto, una vez hubiese sido escrita, no albergaba la más ligera duda. Los papeles tenían algo de irresistible en tanto se leía al pie un nombre extranjero. Me trajo referencias de todos los puestos en los que había estado; realmente había trabajado hacía poco tiempo de «plongeur» con los americanos. Me trajo referencias de su hermano menor, Simón. Jamás venía sin sacar un papel del bolsillo y ponérmelo ante los ojos. Se cuidaba de aguardar bre­vemente al efecto de mi lectura y proponía entonces variaciones al texto de la carta que yo debía escribir al comandante.

Entretanto había comentado por mi parte hasta el mínimo detalle todo el affaire con mi amigo americano. Éste se ofreció para recomendar a Élie Dahan a sus paisanos, pero no esperaba de ello nada para el joven. Ni conocía al comandante, ni siquiera a una persona que tuviese influencia en la adjudicación de puestos. Pero ambos no queríamos robarle a Élie la esperanza y así fue como se escribió la carta.

Yo quedé más aliviado cuando pude recibirle con esta noticia y, por variar, meter la mano en el bolsillo y poder sacar un papel.

«¡Lea usted!», me dijo receloso y algo serio.

Leí el texto inglés de principio a fin, y a pesar de que sabía que no entendía una palabra de todo aquello, leí lo más lentamente que pude.

«¡Traduzca!», dijo sin inmutarse.

Traduje y di a mis palabras francesas una nota en­fática y festiva. Le entregué la carta. Buscó algo y comprobó entonces la firma. La tinta no era muy os­cura y movió la cabeza.

«Esto no podrá leerlo el comandante», dijo, y me devolvió la carta. Sin el más leve recato añadió: «Escríbame tres cartas. Si el comandante no contesta la carta, enviaré la segunda a otro campamento.»

«¿Para qué necesita usted la tercera carta?», le pregunté para ocultar mi estupefacción ante su desen­voltura.

«Es para mí», dijo orgulloso.

Comprendí que quería incorporarla a su colección de documentos, y la idea de que esa tercera carta era para él la más importante, parecía fuera de dudas.

«Escriba su dirección», añadió. El hotel no se men­cionaba en ninguna parte, por eso había escudriñado el papel.

«Pero todo eso no tiene sentido alguno», exclamé. «Nosotros partimos pronto. Si ha de contestarse a la carta, ¡se necesita su dirección!»

«¡Escriba su dirección!», respondió impasible; mi objeción no le causó la más mínima impresión.

«Eso lo podemos hacer de todos modos», insistí. «Pero su dirección tiene que constar, de lo contrario todo esto es absurdo.»

«No», repitió, «¡escriba el hotel!»

«Pero, ¿qué ocurrirá si realmente se le desea dar a usted el puesto? ¿Cómo se le encontrará? Partimos la semana que viene y seguro que la respuesta no llega tan rápido.»

«¡Escriba el hotel!»

«Se lo diré a mi amigo. Espero que no se enoje por tener que escribir de nuevo la carta.» No podía menos de reprenderle por su testarudez.

«Tres cartas», fue su respuesta. «Escriba el hotel en cada una de las tres cartas.»

Le despedí enfadado y pensé para mí: ¡si no tuviese que volver a verlo!

Al día siguiente llegó con cierto talante festivo y me preguntó:

«¿Desea usted conocer a mi padre?»

«¿Dónde está, pues?», inquirí.

«En la tienda. Tiene un negocio junto con mi tío. A dos minutos de aquí.»

Acepté y nos dirigimos hacia allá. Se encontraba en la calle moderna que conducía desde el hotel al Bab Agenaou. Yo había recorrido ese camino con frecuencia varias veces al día y echado algún vistazo a las tiendas a izquierda y derecha. Entre los propietarios de esas tien­das había muchos judíos, sus rostros eran dignos de confianza. Me preguntaba si uno de ellos sería su padre, y pasé revista mentalmente: ¿Quién podría ser?

Pero menosprecié el número y variedad de estas tien­das, pues apenas hube pisado la calle comencé a maravillarme de cómo hasta ahora jamás tomara en cuenta tan extraordinario comercio. Había azúcar de cualquier género, sea en pilones, sea en sacos. A cualquier altura, sobre todas las estanterías en derredor no había más que azúcar. Todavía no conocía un negocio en el que no se vendiese otra cosa que azúcar y encontré este hecho, Dios sabe porqué, muy divertido. El padre no estaba, pero el tío sí y me di a conocer. Era un hombrecillo desagradable, flaco, de rostro amargado, que no me hubiese merecido la menor confianza. Vestía a la europea, pero su traje se veía sucio y era fácil ver que la suciedad consistía en una mezcla extraña de polvo calle­jero y azúcar.

El padre no estaba lejos y se mandó en su busca. Mientras tanto se dispuso en mi honor, como es cos­tumbre aquí, té de menta. Pero en vista de la subyugantemente empalagosa fuerza del local, me hice a la idea de que tendría que beberlo, fácil vomitivo. Élie aclaró en árabe que yo era de Londres. Un hombre con sombrero de calle europeo sobre la cabeza, que yo había tomado por un comprador, se me acercó unos pasos y dijo en inglés: «Yo soy británico.» Era un judío de Gibraltar y hablaba su peculiar inglés nada mal. Preten­dió información sobre mis negocios y como no tuviese nada que decirle repetí la vieja historia sobre el film.

Conversamos un poco y sorbí pausadamente el té; en esto llegó el padre. Era un hombre elegante con una hermosa barba blanca. Llevaba una chía y la ropa al es­tilo de los judíos marroquíes. Poseía una cabeza grande y redonda de amplia frente; pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos risueños. Élie se colocó jun­to a él y dijo con un emotivo movimiento de brazo:

«Je vous présente mon pére.»

Todavía no había dicho nada con tanta solemnidad y convicción. «Pére» sonó en su boca francamente sublime y jamás habría pensado que un hombre así de tonto pudiese llegar a tal elevación. «Pére» sonó, en importancia, por encima de «americano»; y yo estaba contento de que del comandante no quedase ya mucho.

Estreché la mano del hombre y miré hacia sus ojos risueños. Preguntó a su hijo, en árabe, sobre mi nombre y mi procedencia. Dado que no hablaba ninguna pa­labra en francés, el hijo se colocó entre nosotros dos y se convirtió, muy en contra de su estilo apenas vehe­mente, en nuestro intérprete. Explicó de dónde venía y que yo era judío, y le dijo mi nombre. De la forma en que lo hizo, con su indolente y casi inarticulada voz, sonó a nada.

«¿E-li-as Ca-ne-ti?» repitió el padre interrogativa y trémulamente. Dijo para sí el nombre un par de veces, a cuyo efecto separaba claramente las sílabas unas de otras. En su boca, el nombre se hizo más importante y bello. Entretanto no me veía sino que miraba al frente; como si el nombre fuese más real que yo y más digno de ser interrogado. Atendí sorprendido y atónito. En su cantinela encontré mi nombre tal como si perteneciese a una lengua extraña que no conocía en absoluto. Lo so­pesó generosamente cuatro o cinco veces; me pareció como si oyese el tintineo de las pesas. No sentí pre­ocupación alguna; no era ningún juez. Sabía que encontraría sentido y entidad a mi nombre; y alcanzado ese punto me miró de nuevo y sonrió con los ojos.

Estaba ahí como si quisiese decir: el nombre está bien, pero no existía ningún idioma en el que me lo pu­diese expresar. Lo leía en su cara y sentí un irrefrenable afecto hacia él. Jamás me habría atrevido a imaginárme­lo como era. Su estúpido hijo, su amargado hermano, eran ambos de otro mundo, y sólo el relojero había heredado algo de su porte, pero éste no estaba presente; y entre tanto azúcar no habría habido sitio para nadie. Élie esperó a una palabra mía para traducir, pero no proferí ninguna. Permanecí por respeto totalmente mu­do, pero quizás también para no romper el prodigioso hechizo del nombre-cantinela. Así estuvimos un largo rato frente a frente. Si sólo comprendiese él por qué no puedo decir nada, me dije a mí mismo, si mis ojos tan sólo pudiesen sonreír como los suyos. Hubiese sido incluso humillante confiar algo a este intérprete, ningún intérprete hubiese resultado suficientemente bueno para el viejo.

Esperó pacientemente mientras yo perseveraba en mi mutismo. Por último, algo como un vago despecho pasó rápidamente por su frente y dijo una frase en árabe a su hijo, que vaciló un momento antes de traducírmela.

«Mi padre ruega le disculpe, pues desearía retirarse.»

Asentí y me estrechó la mano. Sonrió y parecía como si tuviese que hacer algo a la fuerza; seguro que era algún negocio. Volvió la cara y abandonó la tienda.

Esperé un par de minutos y entonces salí con Élie a la calle. Le dije lo bien que me había caído su padre.

«Es un gran erudito», respondió lleno de veneración y extendió los dedos de la mano izquierda hacia arriba, donde quedaron expresivamente suspendidos. «Lee du­rante toda la noche.»

Desde aquel día Élie tenía ganado el juego conmigo. Yo atendía con devoción todos sus pequeños y fasti­diosos deseos, porque era el hijo de aquel hombre ex­cepcional. Me dio un poco de lástima que no desease nada más, pues nada existía que yo no le hubiese conce­dido. Recibió tres cartas inglesas en las cuales sus afa­nes, su formalidad y honradez, cuando trabajaba alguna vez para alguien, fueron exaltadas hasta el cielo, incluso su absoluta necesidad de lograrlo. Su hermano más pe­queño, Simón, al que no conocía de nada, era, en otro terreno, no menos hábil. La dirección de los dos en el Melah fue omitida intencionadamente.

En el encabezamiento de las cartas lucía el nombre de nuestro hotel. Cada una de las tres estaba, empero, firmada por mi amigo americano con tinta negra y, al parecer, eterna. Para hacer todavía otra excepción, había añadido su dirección habitual de los Estados Uni­dos y el número de su pasaporte. Cuando le expliqué a Élie este pasaje de la carta casi no pudo creerlo de contento.

Por su parte me transmitió una invitación de su padre al Purim: podía celebrar la fiesta con ellos en casa, en el círculo familiar. Accedí agradecido de todo cora­zón. Me imaginé la perplejidad de su padre ante mi des­conocimiento de las viejas costumbres. Lo habría hecho casi todo mal y las oraciones sólo las hubiera podido repetir como una persona que jamás reza. Me avergoncé frente al anciano al que estimaba y quise ahorrarle esa preocupación. Pretexté trabajo y me prometí a mí mismo cancelar la invitación y no volverle a ver. Me bastó haberle visto una vez.

 

CUENTEROS Y ESCRIBANOS

Los cuenteros suelen tener mayor clientela. A su alrededor se forman los más densos y también los más duraderos círculos de gente. Sus intervenciones duran bastante; en un corro interior los oyentes se agachan en el suelo y no se marchan tan pronto. Otros forman en pie un cerco exterior, y tampoco se mueven, penden fas­cinados de las palabras y gestos del cuentero. A veces son dos los que recitan alternativamente. Sus palabras llegan desde lejos y permanecen suspendidas por largo tiempo en el aire al igual que los habituales. Yo no entendía nada y sin embargo permanecía igualmente fas­cinado al eco de su voz. Eran palabras sin significado alguno para mí, lanzadas con energía y fuego: eran entrañables al hombre, pues se afirmaba orgulloso de ellas. Las ordenaba a tenor de un ritmo que a mí siem­pre me parecía muy personal. Cuando se detenía, hacía su aparición el otro, igualmente poderoso y elevado. Me era posible percibir la solemnidad de algunas palabras y la maliciosa intención de otras. Estaba acostumbrado a los cumplidos como si apuntasen directamente hacia mí; y me sentí amenazado. Todo parecía dominado; las palabras más imponentes volaban tan lejos como desea­ba el narrador. El aire, por encima de los oyentes, se percibía en movimiento; y uno que entendiese tan poco como yo, sentía latir la vida más allá del oyente. Para hacer honor a sus palabras los narradores iban vestidos de una forma chocante. Su indumentaria se diferenciaba de la del resto de los oyentes. Vestían telas lujosas; uno u otro, por lo general, en terciopelo azul o marrón. Ac­tuaban como personalidades de alto rango, pero fantás­ticas. Para quienes les rodeaban, tenían raramente una mirada. Atendían a sus héroes y figuras. Cuando su mi­rada caía sobre alguien que estuviese allí habitualmente, éste debía pasar tan inadvertido como cualquier otro. Los extranjeros no existían para él en absoluto; no pertenecían al reino de sus palabras. Al principio no quería admitir siquiera que yo le interesase tan poco, era demasiado sorprendente para ser verdad. Y así per­manecía largo rato en pie, hasta que esas voces me hacían ir hacia otro lugar más sonoro, pero tampoco en­tonces reparaba en mí, cuando ya casi empezaba incluso a sentirme a gusto en el corro más amplio. El cuentero, por supuesto, se había fijado en mí, pero para él conti­nuaba siendo un extraño en su círculo encantado, pues no era capaz de entenderle.

Con frecuencia habría dado cualquier cosa por comprenderle, y espero llegue el día en que pueda apre­ciar a estos cuenteros itinerantes tal como se merecen. Pero también estaba contento de no entenderles. Constituían para mí algo así como un enclave de vida arcaica y sin cambio. Su idioma les resultaba tan indis­pensable como a mí el mío propio. Las palabras eran su alimento y no se dejaban convencer fácilmente por na­die para cambiarlas por otro alimento mejor. Me sentía orgulloso de constatar el poder narrativo que ejercían sobre sus compañeros de lengua. Se asemejaban a mis hermanos más viejos y mejores. En momentos felices me decía a mí mismo: También yo puedo reunir perso­nas en torno mío a las que relatar algo. Pero en vez de cambiar de lugar a lugar, sin ser capaz de encontrar oídos que se abran a mí; en vez de vivir de la confianza de mi propio relato, me había hipotecado para con el papel. Yo, soñador pusilámine, vivo a resguardo de me­sas y puertas; y ellos entre la algarabía del mercado, entre cientos de rostros extraños, cambiando diariamen­te, desprovistos de todo conocimiento frío y superfluo, sin libros, ambiciones ni prestigio vacío. Entre las perso­nas de nuestro ambiente que viven la literatura, raras veces me había sentido a gusto. Los miro con desdén porque desdeño algo en mí mismo y creo que ese algo es el papel. Aquí me encontraba de pronto entre poetas que podía mirar a la cara porque no había una sola pa­labra suya que leer.

Sin embargo, en la proximidad más inmediata, tuve que reconocer hasta qué punto había ofendido el papel. A pocos pasos de los cuenteros tenían su sitio los escribanos. Había silencio alrededor suyo, la parte más silenciosa del Xemaá El Fná. Los escribanos no ensalzaban su capaci­dad; estaban allí sentados tranquilamente, hombres pe­queños, enjutos, su escribanía delante; y jamás daban a uno la sensación de que esperasen clientes. Cuando mira­ban, te observaban sin especial curiosidad y al momento desviaban de nuevo la mirada. Sus bancos estaban dis­puestos a cierta distancia unos de otros, de tal modo que era imposible que se oyesen entre sí. Los más avezados o quizás también los más antiguos se acurrucaban en el suelo. Allí recapacitaban o escribían en un mundo discre­to, ajeno al desenfrenado bullicio de la plaza circundante. Era como si se les consultase sobre reclamaciones secretas, y puesto que todo sucedía públicamente se habían acos­tumbrado todos ya a pasar desapercibidos. Incluso ellos mismos apenas estaban presentes; sólo contaba una cosa: la callada presencia del papel.

Hasta ellos llegaban jóvenes o parejas. Una vez vi a dos mujeres jóvenes con velo sentadas en el banco ante el escribano y moviendo los labios imperceptiblemente. Otra vez reparé en toda una familia sumamente orgullosa y distinguida. Estaba constituida por cuatro personas que habían tomado asiento en dos pequeños bancos en el ángulo izquierdo del escribano. El padre era un viejo fuerte, un beréber majestuosamente bien formado, en cuyo rostro podían leerse todos los signos de la expe­riencia y de la sabiduría. Intenté imaginar una parcela de la vida que él no hubiese desarrollado, y no pude encontrar ninguna. Ahí estaba él, en su singular desam­paro, y junto a él su mujer, de porte igualmente suges­tivo, pues de su velado rostro sólo quedaban libres los enormes, profundos ojos oscuros, y en el banco de al lado dos hijas jóvenes, por supuesto con velo. Todos se sentaban derechos y muy dignos.

El escribano, que era mucho más pequeño, hizo valer su respetabilidad. Sus rasgos delataban una sutil delicade­za y ésta era tan perceptible como el bienestar y la belleza de la familia. Yo los miraba a corta distancia, sin escuchar un sólo sonido, sin apreciar un sólo movimiento. El escri­bano aún no había comenzado con su práctica particular. Había dejado que se le informase cumplidamente de lo que se trataba y meditaba ahora cómo poder expresar me­jor todo esto a través de la palabra escrita. El grupo actuaba tan compenetradamente como si todos los intere­sados se hubiesen conocido ya desde siempre y se sentasen desde tiempo inmemorial en el mismo lugar.

No me pregunté por qué vendrían juntos, tan unidos iban, y sólo mucho más tarde, cuando ya no me en­contraba en este lugar, comencé a pensar en ello. ¿Qué podía ser realmente lo que requería la presencia de toda una familia ante el escribano?

 

LA ELECCIÓN DEL PAN

Al atardecer, cuando ya estaba oscuro, me dirigía hacia aquella parte del Xemaá El Fná, donde las muje­res vendían pan. En una larga hilera se acurrucaban en el suelo, tan cubierto el rostro por el velo que sólo se les veía los ojos. Cada una tenía un cesto frente a sí, cu­bierto por un paño y sobre el que descansaba alguno de los delgados panes redondos expuestos a la venta. Cami­naba lentamente por delante de la hilera y observaba las mujeres y los panes. La mayoría eran mujeres maduras y sus formas tenían algo de los panes. Su aroma subió hasta mi nariz y al propio tiempo capté la mirada de sus ojos oscuros. Ninguna mujer me tuvo en cuenta; para todas ellas yo era un extranjero que venía a comprar pan, pero me guardé bien de hacerlo; deseaba recorrer la hilera hasta el final y necesitaba un buen pretexto.

A veces se sentaba una mujer joven entre ellas; sus panes parecían demasiado redondos, como si no los hubiese hecho por sí misma, y su mirada era diferen­te. Ninguna, ni joven, ni vieja, estaba mucho tiempo ociosa. De vez en cuando una de ellas cogía una hogaza de pan con la diestra, lanzábala ligeramente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano como si la sopesase, palpábala un par de veces, de modo que se oyese y volvía a dejarla, tras semejantes caricias, junto a los restantes panes. La hogaza misma, su frescura, su peso, su aroma, ofrecíase así a la compra.

Había algo de desnudo y seductor en estos panes que las hacendosas manos de las mujeres, de las que nada, excepto los ojos, quedaba al descubierto, compartían. «Esto puedo darte, cógelo con tu mano; estuvo en la mía.»

Entretanto, ciertos hombres de mirada resuelta pasa­ban de largo, y cuando uno de ellos encontraba algo de su gusto, se detenía y tomaba una hogaza en su diestra. La echaba entonces levemente al aire, la recogía de nuevo, balanceaba un poco la mano, como si fuese un platillo de balanza, palpaba un par de veces la hogaza, de modo que se oyese y la devolvía junto a las demás si la encontraba demasiado ligera o no la quería por cual­quier otro motivo. Pero alguna vez se quedaba con ella, y podía sentirse el orgullo de la hogaza y cómo des­prendía un aroma especial. El hombre metía la mano izquierda bajo su chilaba y sacaba una moneda muy pe­queña, apenas visible junto al gran tamaño del pan, y se la arrojaba a la mujer. Entonces hacía desaparecer la hogaza entre su chilaba -era imposible notar dónde estaba- y seguía adelante.

 

LA DIFAMACIÓN

Los niños mendigos preferían las cercanías del res­taurante «Kutubiya». Aquí solíamos comer todos nos­otros, tanto a mediodía como al caer la tarde; y ellos sabían muy bien que así no podíamos eludirlos. Para el restaurante, que mantenía su buena fama, no eran esos niños ninguna joya deseable. Cuando se acercaban de­masiado a la puerta, eran perseguidos por el propietario. Les resultaba más provechoso situarse en la esquina de enfrente para rodearnos raudos a nosotros que íbamos a comer asiduamente en pequeños grupos de tres o cuatro, tan pronto nos divisaban.

Algunas gentes, que ya permanecían meses en la ciudad, se mostraban reacias a la dádiva y trataban de sacudirse a los niños de encima. Otros vacilaban antes de darles algo por avergonzarles esta «debilidad» delan­te de sus conocidos. Tarde o temprano se tenía que aprender de una vez a vivir aquí, y los residentes france­ses iban a la cabeza para bien o para mal, según se to­me: Ellos jamás echaban la mano al bosillo por un men­digo y todavía se vanagloriaban algo de semejante tacañería. Yo todavía era bisoño y, por así decir, joven en esta ciudad. Me era indiferente lo que se pensase de mí. Aunque pudiera tomárseme por un mentecato, yo amaba a los niños.

Si ellos alguna vez me abandonaban, me sentía desdichado y los buscaba, sin que llegasen a darse cuenta. Me gustaban sus gestos vivaces, los pequeños dedos con los que se señalaban la boca, cuando con lastimeros ademanes gimoteaban «¡manger!», «¡manger!»; las in­descriptibles caras de tristeza que hacían gesticular de modo como si realmente estuviesen a punto de desfalle­cer de hambre y debilidad. Me agradaban sus endiabla­das travesuras tan pronto como habían recibido algo; la alegre agitación con la que salían corriendo, su mise­rable botín en la mano; el increíble cambio de sus rostros, que de moribundos se habían convertido súbita­mente en afortunados. Me gustaban sus pequeños enre­dos cuando me mostraban niños de pecho, cuyas diminu­tas y casi insensibles manitas me asían, para los que mendigaban: «a él también, a él también ¡manger!, ¡manger!», con el fin de doblar su limosna. No eran po­cos los niños, y yo trataba de ser ecuánime, pero, natu­ralmente, tenía mis preferidos, aquellos cuyos rostros eran de una belleza y vivacidad de las que jamás podía sentirme saturado. Me seguían hasta las puertas mismas del restaurante, y se sentían seguros bajo mi protección. Sabían que tenía buena disposición hacia ellos y eso les permitía alcanzar las proximidades de este fabuloso lugar que les estaba prohibido y donde se comía tanto. El propietario, un francés de calva monda y ojos de papel matamoscas, que tenía acogedoras y buenas mira­das para con su clientela, no quería tolerar la proximi­dad de niños mendigos. Sus harapos no agradaban. Los elegantes huéspedes debían encargar su costosa comida a gusto, y, en consecuencia, no había que recordárseles en todo momento el hambre y los piojos. Cuando en la entrada abría yo las puertas, y él por casualidad se en­contraba cerca, dirigía una mirada a la pandilla de chi­quillos de fuera, y agitaba malhumorado la cabeza.

Pero dado que yo formaba parte de un grupo de quin­ce ingleses que consumíamos dos comidas seguras diariamente, no osaba decirme nada, y esperaba una oportunidad propicia que le permitiese solventarlo con ironía y amabilidad.

Un mediodía, de un calor sofocante, estaba abierta la puerta del restaurante para dejar pasar un poco de aire fresco. Con dos de mis amigos me había librado ya del asalto de los niños, y tomamos asiento en una mesa libre cerca de la puerta abierta. Los críos permanecieron fuera pero sin perdernos de vista, bien cerca de la puer­ta. Con ello querían prolongar su amistad con nosotros y quizás también ser testigos de cuanto comiésemos. Nos hacían señas y encontraban nuestros bigotes extra­ordinariamente divertidos. Una niña, de unos diez años, la más graciosa de todos, que durante un buen rato había notado que yo podía caerle simpático, se señalaba continuamente la exigua superficie entre el labio supe­rior y su nariz y apretaba allí entre dos dedos un ilusorio bigote, que hilachaba y estiraba con entusiasmo: A la par reía efusiva y los demás niños con ella.

El propietario del restaurante vino a la mesa para to­mar nota de nuestro pedido y vio a los alborozados ni­ños. Con rutilante gesto me dijo: «¡Ya juegan ahí las pequeñas cocottes!» Me sentí dolido por esa insi­nuación; quizás tampoco quería creerle porque me gus­taban mis mendigos, y exclamé ingenuamente: «¡Qué va, a esa edad!»

«Poca idea tiene usted», afirmó, «por cincuenta francos puede tener a cualquiera de ellos. Enseguida va uno con usted a la vuelta de la esquina». Yo estaba muy indignado y le repliqué con calor. «Eso no es así; eso es imposible.»

«Usted no sabe cómo van las cosas por aquí», añadio, «debería conocer un poco la vida nocturna en Marrakesh. Yo vivo aquí desde hace tiempo. Cuando vi­ne por primera vez, y esto fue durante la guerra, todavía era soltero» -echó una fugaz pero dura mirada al otro lado, hacia su mujer, entrada en años, que como siempre estaba sentada en la caja-, «... estaba yo con un par de amigos y empezábamos a darnos cuenta de to­do esto, cuando fuimos conducidos una vez a cierta casa y, apenas acomodados, ya estábamos rodeados por un buen número de crías desnudas. Se postraban a nuestros pies y se restregaban por todas partes contra nosotros, y no eran mayores que las de ahí fuera, algunas más pe­queñas incluso».

Yo moví incrédulo la cabeza.

«No había nada que no se pudiese poseer. Hemos procurado darnos buena vida y también hemos tenido con cierta frecuencia nuestras diversiones. En una oca­sión hicimos una locura tremenda; esto se lo tengo que contar a ustedes. Éramos tres; tres amigos. Uno de nos­otros fue con una fatma a su habitación» -así llaman los franceses despectivamente a las mujeres del país-, «que no era ya ninguna cría, y los otros dos mirábamos a través de un agujero el interior de la habitación. Pri­mero negoció largo rato con ella; acordaron el precio y él le entregó el dinero, que metió en una mesilla de noche junto al lecho. Se apagó la luz y ambos se acosta­ron juntos. Nosotros lo habíamos visto todo desde fuera. En cuanto estuvo oscuro, uno de nosotros se deslizó al interior de la alcoba, sigilosamente, y reptó hasta la pequeña mesa de noche. Metió la mano en el cajón con toda cautela y, mientras los otros dos iban a lo suyo, sustrajo el dinero. Se arrastró de nuevo con ra­pidez y salimos corriendo de allí. Pronto regresó nuestro amigo. Había estado de balde con la fatma. ¡Se pueden ustedes imaginar cómo nos reímos! Esto fue sólo una de nuestras locuras».

Nos lo podíamos imaginar, pues reía a mandíbula batiente, se partía de risa y abría la boca de oreja a ore­ja. No podíamos sospechar que tuviese una boca tan grande, ya que jamás lo habíamos visto así. Se cuidaba, por el contrario, de ir con cierta dignidad de acá para allá en el restaurante y retiraba los platos de sus privile­giados comensales con decoro y suma reserva, como si le resultase del todo indiferente lo que se le encargase. Las recomendaciones que daba no eran en absoluto ino­portunas y sonaban como si las pronunciase tan sólo para halagar al cliente. Hoy había agotado todas las re­servas y mostraba una inequívoca expresión de júbilo. Aquella debió ser para él una época magnífica; y se comportaba de un modo que apenas recordaba su con­ducta habitual. En medio de su relato se acercó a nuestra mesa un camarero bajito. Lo despidió brusca­mente con un encargo con el fin de que no oyese lo que nos contaba.

Nosotros sin embargo, como buenos anglosajones, nos quedamos de hielo. Mis dos amigos, de los que uno era de Nueva Inglaterra, el otro un inglés, y yo, que vivía desde hacía quince años entre ellos, compartíamos el mismo sentimiento de desdeñosa aversión. Éramos también precisamente tres, nos iba demasiado bien, y quizás nos sentíamos de algún modo culpables por los otros tres que con fuerzas hermanadas habían escamote­ado el sueldo a una pobre nativa. Lo había relatado brillante y orgullosamente; sólo veía en ello la gracia, pero su entusiasmo cesó cuando sonreímos con gesto amargo y asentimos abochornados.

La puerta aún seguía abierta, y los niños fuera impa­cientes y resignados. Presentían que mientras durase el relato no serían expulsados. Pensé que de ninguna ma­nera podrían entenderlo. El propietario, que había co­menzado a hablar con tal desdén hacia ellos, pronto se convirtió en despreciable. Si la difamaba o si, por el contrario, decía la verdad sobre ella, como suelen hacer los pequeños mendigos, él estaba hundido profunda­mente con ellos; y yo desearía que existiese algún género de castigo que le hiciese imposible prescindir de su apoyo.

 

EL ASNO LÚBRICO

De mis paseos nocturnos por las callejas de la ciudad cuidaba regresar por el Xemaá El Fná. Era extraordi­nario deambular por la plaza casi vacía. No quedaba ningún acróbata, ni bailarín, ni encantador de serpien­tes, ni tragafuegos. Un hombrecillo desamparado se agazapaba en el suelo ante una cesta de huevos muy pequeños. A derecha e izquierda suyas no había nada. Lámparas de acetileno prendían aquí y allá; la plaza olía así. En tienduchas y bodegones todavía era posible ver hombres solos que sorbían sopa a cucharadas. Parecían solitarios, como si no tuviesen dónde ir. En las esquinas de la plaza se veía gentes durmiendo. Algunos tumba­dos, la mayoría en cuclillas, todos llevaban puestas las capuchas de sus abrigos sobre la cabeza. Dormían inmó­viles, nadie habría sospechado que bajo las chilabas, respiraba algo.

Una noche vi en medio de la plaza un espeso corro de gentes, iluminado de la manera más caprichosa por lámparas de acetileno. Todos puestos en pie. Las oscu­ras sombras sobre rostros y figuras, unidas a la fría luz que las lámparas vertían sobre ellas, les daban un aspec­to lúgubre e inquietante. Oía el sonido de dos instru­mentos tradicionales, además de la voz de un hombre que animaba vivamente a alguien. Cuando estuve más cerca y encontré un hueco por el que poder mirar a través del corro, advertí en el centro a un hombre de pie con un bastón en la mano, que formulaba acuciantes preguntas a un asno.

El borrico era, de todos los miserables asnos de esta ciudad, el más mísero. Los huesos le sobresalían, estaba muerto de hambre, su pellejo raído, a buen seguro que ya no era capaz de soportar la menor carga. Se pregun­taba uno cómo se sostrendría todavía sobre sus patas. El hombre entablaba con él un cómico diálogo. Intenta­ba persuadirle de algo. Como el jumento persistiera en su tenacidad, le hacía preguntas. Y dado que no que­ría contestar, aquellos hombres alumbrados reían a mandíbula batiente. Tal vez se trataba de una historia en la que el burro jugaba algún papel. Pues tras un pro­longado parloteo comenzó el triste animal a girar muy lentamente al compás de la música. El bastón se blandía continuamente sobre él. El hombre hablaba más rápido y más alto cada vez, se enfurecía en apariencia para mantener al asno en movimiento, pero sus palabras me sonaban como si también él mismo encarnase una figura cómica. La música seguía y seguía; los hombres no salían ya de la carcajada y se conducían como antropó­fagos o comedores de asnos.

Permanecí sólo por poco rato y así es que no puedo decir lo que ocurrió después. Mi horror sobrepasó mi curiosidad. Hacía tiempo que tenía a los asnos de esta ciudad clavados en el corazón. Paso a paso tuve oportu­nidad de comprobar su comportamiento levantisco, y era, en verdad, harto desvalido. Pero aspecto tan la­mentable en una criatura jamás lo había tenido delante; y en mi camino hacia casa procuré firmemente, para poder tranquilizarme con ello, que no quedase en mí memoria de esta noche.

El día siguiente era sábado y bien temprano me dirigí al Xemaá. Era uno de los días más concurridos. Mirones, expositores, cestos y tiendas se superponían, resultaba difícil abrirse camino entre la multitud. Llegué al lugar donde se encontraba el asno la noche anterior. Miré y no pude dar crédito a mis ojos: ahí estaba de nuevo. Completamente solo. Lo observé detenidamente, imposible no reconocerlo, era él sin duda. Su dueño, muy cerca, conversaba apaciblemente con un par de personas. Todavía no se había formado ningún corro a su alrededor. Los músicos no estaban, la representación aún no había comenzado. El burro estaba allí al igual que la noche anterior. El pellejo parecía bajo un sol ra­diante aún más raído que por la noche. Lo encontré más miserable, más famélico y más viejo todavía.

De súbito, sentí alguien a mis espaldas y escuché unas palabras fuertes, pero que no comprendía, dichas al oído. Me di la vuelta y perdí de vista por un instante al animal. El hombre que había podido oír, se apretaba estrechamente a mí entre la multitud; pero parece ser que había amenazado a algún otro y no a mí. Me volví de nuevo hacia el asno.

No se había movido de su sitio, pero sin embargo no era ya el mismo pollino. De entre sus patas traseras, sesgado, colgaba de pronto un miembro descomunal. Parecía más duro que el garrote con el que se le había amenazado la noche anterior. En el breve intervalo en el que me diera la vuelta, se había operado en él una pro­digiosa transformación. No sabía lo que hubiera podido ver, oír u olfatear. Tampoco lo que le habría pasado por su cabeza. Con todo, a esa miserable, vieja y débil criatura, ahora a punto de reventar, aún se la seguía uti­lizando para diálogos insensatos; se la trataba peor que a un asno de Marrakesh, cuya exigua existencia era me­nor que nada; sin carnes, sin fuerza, sin pellejo adecuado, aún poseía tanta voluptuosidad en su interior para que su mera estampa me liberase del efecto de su miseria. Pienso con frecuencia en él. Y me repito a mí mismo, cuánto quedaba aún de él cuando yo ya nada veía. Deseo para todo ser atormentado semejante dispo­sición en la desgracia.

 

«SCHEHEREZADE»

Era la propietaria de un pequeño bar francés que se llamaba «Scheherezade», el único local en la Medina que permanecía abierto toda la noche. A veces estaba completamente vacío, en ocasiones se sentaban en su in­terior hasta tres o cuatro personas. Pero aun cuando es­taba repleto, a menudo entre las dos y las tres de la madrugada, podía escucharse cada palabra que pronun­ciaran los clientes de al lado, y se entraba en conversa­ción con cualquiera. Pues la estancia era diminuta y en cuanto había dentro veinte personas sentadas o de pie, parecía como si todo estuviese a punto de reventar.

Justo al doblar la esquina se encontraba la plaza vacía, el Xemaá El Fná, distante apenas diez pasos del bar. No cabe pensar en un contraste mayor. Alrededor de la plaza se tumbaban sobre el suelo pobres gentes en harapos que dormían. Estaban tan a tono con el lugar, que debía uno estar al tanto para no tropezar con ellos. Resultaba sospechoso quien a esta hora, todavía estaba en pie y deambulaba por la plaza; era preferible pecar de precavido. La verdadera vida del Xemaá había cesa­do ya hacía rato cuando comenzaba la del barecito. Quien a estas horas rondaba parecía europeo. Acudían franceses, americanos, ingleses. También venían árabes; pero siempre correctamente vestidos a la europea o que bebían; y sólo esto les convertía ya, a sus ojos cuando menos, en gente moderna o en europeos. Las bebidas eran muy caras y, en consecuencia, sólo se aventuraban a entrar árabes adinerados. Las gentes harapientas que yacían en la plaza, no tenían nada, o a lo más dos fran­cos en el bolsillo. Los clientes del «Scheherezade» paga­ban ciento veinte francos por una copita de «cognac», que vaciaban una tras otra. En la plaza, antes de que llegase al sueño, se acostumbraba uno a la música ára­be, los aparatos de radio gemían chillones desde los di­ferentes locales, que cada cual consideraba su propio techo. En el bar no había más que música de baile, pero amortiguada, y todo el que entraba se encontraba allí a gusto. Madame Mignon se interesaba por los ritmos a la moda. Estaba orgullosa de sus discos y, más o menos, una vez por semana llegaba al local con un nuevo hit, que acababa de comprar. Lo hacía escuchar a sus clien­tes habituales y solía vérsela interesada vivamente por el gusto personal de su clientela.

Había nacido en Shangai, de padre francés y madre china. Tuvo los ojos rasgados, pero se los dejó rectificar mediante una intervención quirúrgica y así, poco era lo que quedaba de su carácter chino, aunque en ningún momento encubría la nacionalidad china de su madre. Vivió en otras colonias francesas; antes de llegar a Marruecos pasó algunos años en Duala. Tenía algo que objetar contra todas las naciones, y jamás escuché juicios tan ingenuos y rotundos como los de esta mujer. Pero no permitía que se censurase a franceses ni a chi­nos, a la vez que añadía orgullosa: «Mi madre era china. Mi padre era francés.» Así de satisfecha estaba de sí misma y todo eran reparos a su clientela apenas mostraban cualquier otra procedencia.

Gané su confianza a lo largo de una conversación, solo con ella, una vez en el local. Cuando mis amigos de la cuadrilla cinematográfica inglesa olvidaban, a la hora de la despedida, pagar sus rondas, estaba yo, por lo general, al quite. De tal modo que ella me tenía por rico; rico en un sentido disimulado, como es frecuente entre los ingleses, a quienes se les reconoce raras veces por la indumentaria. No sé quién, quizás por tomar a Madame Mignon por loca, me había hecho pasar por un psiquiatra. Dado que con frecuencia me sentaba allí tranquilamente, sin decir palabra, a solas con ella; más tarde, puesto que se informaba pormenorizadamente sobre sus clientes, decidió dar crédito a ese rumor. No desmentí nada, incluso me venía bien; así ella me conta­ba más cosas.

Estaba casada con Monsieur Mignon, un tipo gran­de, fuerte, que había servido en la legión extranjera y que la ayudaba muy poco en su bar. Cuando no había ningún cliente, gustaba de dormir a pierna suelta sobre los bancos de la diminuta estancia. Pero en cuanto lle­gaban clientes que conocía, los conducía al burdel fran­cés de enfrente, denominado «LA RIVIERA», a dos minutos apenas del bar. Pasaba allí gustosamente un par de horitas y regresaba, por lo general, con sus clien­tes. Contaba a su mujer dónde había estado, le informa­ba sobre las chicas nuevas que había encontrado en el burdel, bebía algo y a lo mejor volvía más tarde con otros clientes a la «Riviera». Era esta la palabra que en el «Scheherezade» se oía con mayor frecuencia.

Monsieur Mignon tenía una cara redonda, soñolien­ta, sobre hombros pletóricos. Sonreía con desgana y hablaba, para ser francés, sorprendentemente despacio y muy poco. También la mujer sabía guardar silencio, poseía su delicadeza peculiar y no se dejaba importunar con facilidad. Pero una vez había empezado a hablar, difícilmente volvía a detenerse. Mientras tanto, él frega­ba un par de vasos, dormitaba o iba a «La Riviera». Madame jamás permitía a su robusto marido echar a la calle clientes borrachos cuando empezaban a resultar desvergonzados. Por sí misma se encargaba de todo esto. El local le pertenecía, y para asuntos peligrosos tenía escondida una porra de goma tras la barra del bar, allí donde también se apilaban los discos del gramófono. Mostraba con agrado esa porra a sus amigos, a lo que jamás dejaba de añadirse una mordaz carcajada, y agre­gaba a su vez: «Es sólo para americanos.» Las mayores dificultades las tenía con americanos borrachos y a ellos asimismo iba dirigido, por supuesto, su odio visceral. A sus ojos había dos tipos de bárbaros: nativos y ameri­canos.

Su marido no siempre estuvo en la legión extranjera. Un día se sirvió de mí a su manera, medio torpe y me­dio astuta, y preguntó: «Usted es médico, un médico para locos, ¿no es cierto?» «¿Por qué cree usted eso?», pregunté sorprendiéndome a mí mismo. «Nos lo han dicho. Yo estuve dos años de guardián en un manicomio de París.» «Entonces entiende usted algo de todo esto», le dije, y se sintió halagado. Me habló de su profesión, y de cómo entonces sabía distinguir y reconocer exacta­mente entre los locos, quiénes eran peligrosos y quiénes no. Tenía su propia y sencilla clasificación, según lo pe­ligroso que le había parecido cada uno de ellos. Le pre­gunté acerca de los locos en Marrakesh y mencionó por su parte algunos casos notorios. A partir de aquella noche me consideró algo así como una vieja autoridad de la misma esfera profesional. Nos mirábamos cuando alguien en el local se comportaba algo fuera de lugar; y de vez en cuando, incluso, llegaba a ofrecerme un «cognac» gratis.

Madame Mignon tenía una amiga, una tan sólo, de lo que sacaba un provecho considerable. Se llamaba Ginette y volvía siempre. La mayoría de las veces se sentaba en uno de los altos taburetes frente a la barra y esperaba. Era joven todavía y acicalada en extremo; el color de la tez pálido, como el de quien desaparece toda la noche y duerme de día. Tenía unos ojos saltones y a cada momento se volvía hacia la puerta del bar, acaso llegase algún cliente; parecía entonces que sus ojos se pegasen a los cristales.

Ginette anhelaba que pasara algo. Tenía veintidós años cumplidos y aún no había salido de Marruecos. Nació aquí, de padre inglés, que marchó a Dakar y no se ocupó más de ella, y madre italiana. Le agradaba oír hablar inglés porque le recordaba a su padre. De a lo que éste se dedicaba, por qué estuvo en Marruecos y más tarde marchó a Dakar, no pude enterarme nunca. Tanto Madame Mignon como ella misma lo nombraban a menudo con orgullo, sin precisar del todo, insinuando apenas que había desaparecido a causa de su hija. Segu­ramente ambas deseaban que fuese así, pues dado que el padre no se preocupaba de ella, tuvo que haber verdade­ramente algo para que él evitase la ciudad donde ella vivía. Nunca se hablaba de la madre; me daba la impre­sión de que residía aún en Marrakesh, pero por algo no se estaba orgulloso de ella. Quizás fuera pobre, o de profesión no especialmente respetable, o tal vez no se esperara mucho de los italianos. Ginette soñaba con una visita a Inglaterra, por la que sentía mucha curiosidad. Pero habría ido a cualquier parte, a Italia incluso; confiaba que un príncipe azul la arrebatase de Marrue­cos. En horas en las que el bar estaba vacío parecía es­pecialmente impaciente. La distancia desde su elevado taburete a la puerta excedía acaso los tres metros; cada vez, sin embargo, que ésta se abría se echaba hacia atrás como si hubiese recibido un golpe en los ojos.

Ginette no estaba sola, como me pareció en un prin­cipio. Se sentaba junto a un hombre muy joven de apa­riencia afeminada, todavía más acicalado que ella; sus grandes ojos oscuros y el color moreno de la tez delata­ban al marroquí. Intimaban como uña y carne y con frecuencia llegaban juntos al local. Los tenía por una pareja de enamorados y me cuidé de observarlos antes de saber algo sobre ellos. Él siempre parecía recién llega­do del casino. No sólo se adaptaba por su atuendo a las costumbres francesas; a menudo se dejaba acariciar en público por Ginette, lo que equivalía para un árabe a la mayor infamia. Bebían mucho. A veces un tercero hacía lado con ellos, un tipo de unos treinta años, de aspecto más viril y no tan acicalado.

Cuando Ginette me dirigió por primera vez la pa­labra -con verdadera timidez, pues me tenía por un inglés-, estaba frente a la barra, yo me sentaba a su de­recha y su joven amigo del otro lado. Me preguntó por el desarrollo de la película que rodaban mis amigos en Marrakesh. Para ella esto no era en absoluto un aconte­cimiento sin importancia, y, como pronto pude notar, habría dado media vida por intervenir en el film. Respondí amablemente a sus preguntas. Madame Mignon se alegraba de que al fin hubiésemos intimado su mejor amiga y yo. Charlamos un rato, y entonces me presentó al joven de su izquierda: estaba casada con él. Quedé sorprendido; pues antes habría pensado cualquier otra cosa. Vivían juntos desde hace un año. Los dos unidos daban a uno la impresión de hallarse todavía en viaje de bodas. Sin embargo, cuando Ginette se sentaba allí sin él, miraba anhelante hacia la puerta, y entonces de ningún modo era a su marido a quien deseaba ver entrar. Le pregunté entre bromas discretas por su forma de vida y averigüé que iban del bar a casa hacia las tres de la madrugada para cenar. Alrededor de las cinco de la madrugada se acostaban y dormían hasta bien avan­zado el mediodía.

Le pregunté en qué trabajaba su marido. «En nada», respondió ella, «para eso tiene a su padre». Madame Mignon, que escuchaba la conversación, sonrió socarronamente ante semejante información. El joven moreno y amanerado sonrió tímidamente, pero de tal forma que mostró mucho sus hermosos dientes. Su va­nidad lo eclipsaba todo, incluso la disyuntiva más pe­nosa. Nos invitamos mutuamente a beber y entramos en conversación. Noté que era tan afectado como apa­rentaba. Le pregunté cuánto tiempo había vivido en Francia; parecía tan del todo francés. «Ninguno», dijo. «Jamás he salido de Marruecos.» Si le gustaría ir a París -repetí-. No, no tenía ninguna ilusión en ello. Si acaso a Inglaterra. -No, rotundamente no.- Si le agradaría ir a cualquier otro lugar. -No.- A todo respondía con desgana, como si careciese de deseos. Intuí que ahí debía haber algo más de lo que no hablaba, algo que le ataba a este lugar. Ginette no podía ser, ya que ella daba claramente a entender que estaría mejor en cualquier otra parte.

La pareja, de apariencia tan común y corriente, me dejó intrigado. Los veía cada noche en el barecito. Sólo se interesaban por una cosa: además de por los extranje­ros que frecuentaban el local, por los discos de Madame Mignon. Exteriorizaban su predilección por determina­das canciones, algunas las encontraban tan hermosas que se podían escuchar seis veces seguidas. Entonces les prendía el ritmo en las piernas y se arrancaban a bailar en el exiguo espacio entre la barra y la puerta. Apretaban tanto sus cuerpos entre sí que resultaba algo emba­razoso mirarlos. Ginette sentía satisfacción por esta intimísima modalidad de baile; el espectador, en cam­bio, se irritaba con el marido: «Con él es espantoso. No quiere bailar de otro modo. Se lo he dicho de mil for­mas. Dice que no sabe de otra manera.» Empezaba en­tonces el baile siguiente y, una vez alcanzado ese mismo punto, cuidaban no desaprovechar una sola vuelta de gramófono. Me imaginaba a Ginette en otro país, cual­quiera al que se trasladase, y cómo llevaría exactamen­te la misma vida, con la misma gente, al mismo ritmo, y la veía en Londres bailando al son de los mismos discos.

Una noche, cuando todavía estaba solo en el bar, me preguntó Madame Mignon cómo me caía Ginette. Yo sabía la parte que le iba en ello, y dije: «Tiene un carác­ter agradable.»

«¡Ya no se la reconoce!» dijo Madame Mignon. «¡Si supiese lo que ha cambiado en este año! ¡Es desdichada, la pobre! No debía haberse casado con él. Estos nativos son todos malos maridos. Su padre es rico, de buena fa­milia, eso es cierto; pero le ha desheredado por casarse con Ginette. Y el padre de ella no quiere saber nada de su hija por haberse casado con un árabe. Ahora ningu­no de los dos tienen nada.»

«¿Cómo viven entonces si él no trabaja y su padre no le da nada?»

«¿No lo sabe usted? ¿No sabe quién es su amigo?»

«No, ¿cómo puedo saberlo?»

«Si usted lo ha visto aquí sentado con ellos. Su ami­go es un hijo del Glaoui. Y él es su protegido. Todo esto ya dura algún tiempo. Ahora el Glaoui está enojado con su hijo. No tiene nada en contra de las mujeres. Es más, quiere que sus hijos tengan mujeres, tantas como deseen. Pero esas cosas con los hombres no le agradan. Hará un par de días ha desterrado a su hijo.»

«¿Y de eso ha vivido el marido de Ginette?»

«Sí. Y de ella también. La obliga a acostarse con árabes ricos. Hay uno en particular, en el palacio del hijo del Glaoui, que desea a Ginette. Ya no es joven, pero sí rico. Ella, al principio, no lo quería, pero su marido la indujo a ello. Ahora se ha acostumbrado a él. A me­nudo se acuestan los tres juntos. Su marido le pega cuando no quiere. Pero en los últimos tiempos esto sólo ocurre con otros, pues él es muy celoso. Sólo la deja acostarse con aquellos hombres que paguen. Monta sus escenas de celos cuando a ella le gusta alguno en par­ticular. Le pega cuando alguno no le gusta y también cuando no lo desea por dinero; y le pega asimismo cuando le gusta uno tanto que desearía acostarse con él sin cobrar. Por eso es tan desdichada. La pobre niña no puede hacer lo que quiere. Espera a un hombre que se la lleve de aquí. Quisiera desearle que se fuese; me da pena. Sin embargo, al mismo tiempo, aquí es mi única amiga. Si se va, no tengo a nadie.»

«¿Dice usted que el Glaoui está furioso con su hijo?»

«Sí, lo ha desterrado por una temporada. Confía en que olvidará a su amante. Pero él no lo olvidará jamás. ¡Están tan unidos...!»

«¿Y el amigo de Ginette?»

También él ha partido. Tenía que hacerlo; pues per­tenece al séquito del hijo del Glaoui.»

«¿Así pues, ambos se han ido?»

«Sí. Y esto supone un duro golpe para ella. Ahora no tiene ni un céntimo. Tienen que vivir a base de deudas; y eso no durará mucho. El Glaoui ya ha inten­tado separarlos un par de veces. Pero el hijo siempre regresa. No puede soportarlo, a la larga no resiste sin el marido de Ginette. Unas semanas a lo sumo y está de nuevo aquí, y su padre transige.»

«En ese caso todo irá bien de nuevo.»

«Ay, sí; todo empezará de nuevo, no se trata de na­da serio. Por esa razón él está un poquito enfadado con ella, y nada más. Entretanto él intenta encontrar a al­guien; por eso habló con usted. Se dice que usted es muy rico. Pensó al principio sólo en sí mismo, pero yo le he dicho que de eso nada. Usted me resulta dema­siado bueno para un tipo así. ¿Le gusta Ginette?»

Sólo ahora comenzaba a comprender que mi presun­ta riqueza me había jugado una mala pasada. Con todo, en un punto Madame Mignon obraba injustamente.

«Habría que sacarla de aquí», opinó. «No le dé ni un céntimo por Ginette. Se va como viene, y la pobre chica está indefensa. Con ese hombre no podrá ahorrar nada para sí. Se lo quita todo. Márchese usted, sencilla­mente, con ella. Me ha dicho que le acompañará si us­ted lo desea. Él no puede salir; pertenece, en definitiva, al séquito del hijo del Glaoui y no puede desaparecer tan fácilmente. No recibiría el pasaporte. ¡La chica me da tanta pena...! Se la ve peor día a día. Debería ha­berla conocido hace un año; ¡qué saludable se veía!, co­mo un brote de rosa. Es, al fin y al cabo, inglesa. Por supuesto, como su padre. Por eso es tan encantadora. Parece increíble. ¿La habría tomado usted por una inglesa?»

«No», convine. «O tal vez sí. Quizás, por su delica­deza, la habría tomado por inglesa.»

«¿No es cierto?», dijo Madame Mignon. «Tiene algo de delicado. Como una inglesa; en efecto. A mí, per­sonalmente, no me gustan los ingleses. Son demasiado flemáticos. ¡Mire a sus amigos! Ahí se dejan caer siete, ocho personas toda una noche, horas y horas, y no se oye un solo ruido. Eso me inquieta. Nunca se sabe si no se ocultará algún perverso criminal entre ellos. Pero comparados con los americanos, esos sí que no me gus­tan nada. Vaya bárbaros. ¿Ha visto usted mi porra de goma?» La sacó de detrás del mostrador y la agitó un par de veces de arriba a abajo. «Ésta la guardo sólo para los americanos. Me ha servido ya en muchas oca­siones; ¡se lo puedo asegurar!»

 

EL INVISIBLE

Paseaba, al ocaso de la tarde, por la plaza mayor del centro de la ciudad, y lo que allí buscaba no era su vis­tosidad y su viveza, con ellas ya contaba, buscaba un pequeño bulto marrón en el suelo que no sólo se reducía a una voz, sino a un sonido único. Era un profundo, prolongado «a - a - a - a - a - a - a - a». Ni disminuía ni aumentaba, pero jamás cesaba y en todo momento era perceptible sobre los miles de clamores y vocerío de la plaza. Era el sonido más persistente del Xemaá El Fná, el que a lo largo de toda una noche, y noche tras noche, permanecía igual.

Lo oía ya desde la lejanía. Cierta desazón, a la que no era capaz de dar una interpretación correcta, me lle­vaba allí. Había paseado por la plaza en toda ocasión; tantas cosas me atraían en ella que jamás dudé no vol­ver a encontrar el bulto aquél con todo cuanto le era propio. Sólo por esa voz, que había venido a reducirse a un sonido único, sentía cierto temor. Se encontraba en la frontera de lo vivo; la vida que generaba no consistía en otra cosa más que en ese sonido. Por mi parte, es­cuchaba ansioso y amedrentado y para entonces alcan­zaba un punto preciso en mi camino, justo el mismo sitio, donde de súbito oía algo así como el zumbido de un insecto: «a-a-a-a-a-a-a- a».

Sentía cómo una calma inaprehensible se expandía a lo largo de mi cuerpo, y en tanto mi paso había sido hasta el momento algo lento e inseguro, avanzaba aho­ra, de repente, con resolución, derecho hacia el sonido. Yo sabía de dónde provenía. Conocía el hatillo marrón en el suelo, del que no había visto más que un oscuro y tosco pedazo de tela. Jamás vi la boca de la que provenía el «a - a - a - a - a - a - a - a»; jamás el ojo, ja­más las mejillas; ni una sola parte del rostro. No habría podido afirmar si ese rostro era el de un ciego o si veía, por el contrario. La sucia tela marrón era como una ca­pucha totalmente calada que lo cubría todo. La criatura -alguna había de ser- se acurrucaba en el suelo y cur­vaba la espalda bajo la tela. Poca criatura había allí; parecía ligera y débil, y eso era todo cuanto se podía conjeturar. No supe lo grande que era, pues jamás la vi de pie. Lo que había en el suelo se mantenía tan agaza­pado que aun tropezando involuntariamente con él no habría cesado por ello el sonido. Nunca lo vi venir, jamás lo vi partir; no sabía si era transportado y deposi­tado allí o si caminaba por sus propias piernas.

El lugar que había escogido no estaba en absoluto resguardado. Era la parte más abierta de la plaza, de un incesante ir y venir en torno al montoncillo marrón. En atardeceres concurridos se esfumaba entre las piernas de la gente, y aunque yo sabía con exactitud dónde estaba, y oía continuamente su voz, me costaba trabajo en­contrarlo. Pero entonces la multitud se dispersaba y el bulto permanecía en su lugar, como si a su alrededor, a lo largo y a lo ancho la plaza estuviese ya vacía. Enton­ces quedaba en la oscuridad como una vieja y mugrien­ta, abandonada, prenda de vestir de la que alguien quería desprenderse y hubiese dejado caer a hurtadillas entre la multitud para no llamar la atención. Pero ahora ya había desaparecido la gente y allí quedaba solo el bulto. No esperé a que se levantase por sí mismo o fuese recogido. Me perdí en la oscuridad con una ahogada sensación de impotencia y orgullo a su vez.

La impotencia me era propia: Sabía que jamás trataría de hacer algo por llegar al fondo del enigma. Sentía horror ante su presencia; y puesto que no sabía otorgarle otra realidad, lo dejaba reposar allí sobre el suelo. Cuando me aproximaba, cuidaba de no tropezar con él, como si acaso pudiese dañarlo o ponerlo en pe­ligro. Allí estaba todas las noches; y cada noche se para­ba mi corazón apenas escuchaba por vez primera el so­nido, y de nuevo se paralizaba cuando divisaba el bulto. Su camino de ida y vuelta me resultaba más sagrado aún que el mío propio. Jamás le seguí el rastro y no sé dónde se perdía el resto de la noche y de la mañana siguiente. Se trataba de algo excepcional, y quizás se tenía a sí mismo por tal. A veces caía en la tentación de tocar con un dedo muy suavemente la capucha marrón -esto lo notaría sin duda-, y quizás poseyese un se­gundo sonido con el que responder. Pero esta aspiración se desvanecía rápidamente en mi impotencia.

Dije que en mi huida todavía me asaltaba otro senti­miento: el orgullo. Me sentía orgulloso del fardo porque vivía. Lo que pensase mientras respiraba profundamente hundido entre los demás, jamás lo podré saber. El signi­ficado de su salmodia me resultaba tan oscuro como su entera presencia. Pero vivía, y cada día, a su hora preci­sa, estaba de nuevo allí. Jamás vi que recogiese las mo­nedas que le arrojaban; poco era lo que se le echaba; nunca había más de dos o tres monedas. Quizás no hubiese llegado a tanta miseria como para tener que recogerlas. Tal vez no tenía lengua para pronunciar la «l» de «Alá», y el nombre de Dios lo reducía a un «a - a-a-a-a-a-a- a». Pero vivía sin embargo, y con un celo y una tenacidad sin par repetía su único acento; y así durante horas y horas, hasta que se convertía en el único sonido de toda la ancha plaza, en clamor que acallaba todas las otras voces.