Los jardines de la guerra

Stefan Zweig
1939

Entre tantos europeos como poseen el triste privilegio de haber vivido con los sentidos despiertos también una segunda guerra mundial, me tocó la rara situación de ver cada uno de los dos conflictos desde un frente distinto. Vi la primera lucha desde Alemania, desde Austria; la segunda desde Inglaterra. Por esta razón, el observar se torna para mí instintivamente en constante comparar, y no solamente las constelaciones de ambas, sino los dos pueblos en guerra también. 

 

Ya el primer día sentí la inmensa diferencia. En 1914, la declaración de guerra en Viena fue una embriaguez, un éxtasis. Habíamos conocido la guerra solamente en los libros, la creíamos imposible para siempre en una época civilizada. De pronto estábamos en guerra, y como no sabíamos cuán cruel y homicida llegaría a ser, la fantasía, repentinamente excitada, estremecíase infantilmente curiosa como si se tratara de una aventura romántica. Masas enormes salían como ríos de las casas, de las tiendas, a las calles y se ordenaban en entusiasmadas columnas; de pronto aparecían banderas, sin que se supiera de donde, y músicas, y se cantaba en coro, se gritaba de alegría, jubilosamente, sin saber exactamente por qué. Los jóvenes se apiñaban en las oficinas para alistarse; sólo temían ser llamados demasiado tarde y perder la oportunidad de la gran aventura. Y, sobre todo, cada uno sentía la necesidad de hablar, de hablar de aquello que excitaba al mismo tiempo a todo el mundo. Aunque no se conocieran unos a otros, todos se hallaban en la calle; en las oficinas públicas se olvidaba la tarea, en las tiendas, el comercio; se telefoneaba sin cesar de una casa a otra, para descargar en la palabra la tensión interior; los restaurantes, los cafés de Viena, se llenaban por la noche durante semanas enteras, de parroquianos que discutían, exaltados, nerviosos, pero todos hablando y hablando constantemente, convertido cada uno en estratego, en gran maestro de ciencias económicas, en profeta. 

 

Tal quedó para mí, inolvidable, el aspecto de la Viena de 1914. Y después, la Inglaterra de 1939, en un contraste igualmente inolvidable. 

 

En 1939, la guerra no fue una sorpresa inesperada, sino un recelo convertido en realidad. En todos los países se la vio llegar desde el momento en que Hitler tomó el poder, cada vez más apremiante; se había hecho todo para alejarla, porque se conocían sus horrores. Por experiencia, por observación directa, se sabía que no era un romántico monstruo fabuloso, sino una máquina gigantesca, armada con todas las artes diabólicas de la técnica, que en su largo curso gasta todos los días enormes multitudes humanas, enormes cantidades de dinero. No cabía la ilusión. Nadie gritaba jubilosamente, todos se asustaron, todos supieron que para su patria, para el mundo, llegarían entonces años de devastación. Se aceptó la guerra porque había que aceptarla como algo inevitable. 

 

Así fue en 1939. Pero aunque lo sabía y esperaba esta postura estoica como la única lógica y natural, Inglaterra fue para mí una sorpresa y aprendí acerca del pueblo inglés en los días de la guerra, más que antes en largos años. La primera experiencia la tuve el primer día. Hube casualmente de realizar una diligencia en una oficina pública; el empleado estaba redactando un documento para mí, cuando de pronto se abrió la puerta y entró otro empleado, anunciando: 

 

-Alemania acaba de invadir a Polonia. Es la guerra. I have to leave at once. 

 

Lo dijo con voz completamente tranquila, como si hiciera una comunicación oficial sin importancia. Y mientras mi corazón se detenía y -¿por qué avergonzarme?- mis dedos temblaban, el primer empleado concluyó tranquilamente el documento y me lo entregó con una leve y amable sonrisa inglesa. ¿No habría comprendido? ¿No creería en la noticia? Luego salí a la calle. Había calma completa, la gente no marchaba ni más de prisa ni más excitada. Todavía no lo saben, pensé una vez más. Si lo supieran, no podrían caminar tan tranquilos, tan concentrado cada uno en sus asuntos. Pero ya llegaron los diarios como una blanca llamarada. La gente los compraba, leía y continuaba su camino. Nada de grupos sobresaltados; en las tiendas mismas, nada de reuniones nerviosas. Y así transcurrieron todas las semanas, cada uno hizo su tarea con calma, con sosiego, ni uno solo visiblemente excitado, todos calmosamente resueltos y callados: si hubiesen faltado ciertas señales exteriores, como el oscurecimiento o la abundancia de uniformes militares, desacostumbrada en Inglaterra, nadie hubiera podido suponer por la simple conducta de la gente que aquel país estaba librando una de las guerras más difíciles y decisivas de su historia. 

 

Esta intrepidez, precisamente en momentos de excitación, de arrebato, de nerviosismo, que estalla incontenible en las demás naciones, sigue siendo para los que no somos ingleses lo misterioso del temperamento británico. Se ha intentado muchas veces explicar psicológicamente este dominio de sí como efecto de una innata resistencia nerviosa o del sistema de educación que acostumbra ya al niño a ocultar sus sentimientos o, por lo menos, su expresión visible. Pero creo yo que se subestima un factor más profundo: la constante vinculación con la naturaleza, que transfiere invisiblemente a cada ser humano algo de su perfecta serenidad, cuando el hombre vive en permanente diálogo con ella. 

 

Por mucho tiempo -como la mayoría-, creí que el culto y la preferencia del inglés se concretan a su casa. En realidad, en cambio, tienen por objeto su jardín. 

 

Alguien calculó recientemente en Inglaterra que en esta tierra hay tres millones y medio de jardines; casi todas las casas y aun las casitas tienen el suyo, y muchos de los habitantes de las grandes ciudades o los de la capital que moran en las casas de pisos londinenses, poseen una casa para el fin de semana, en la que ansían estar todos los días de la semana por el jardín y por las flores que allí cuidan. Por eso, millones de británicos, estos seres aparentemente tan antirrománticos, trabajan en el jardín o en el jardincito todos los fines de semana o después de su labor principal: por la tarde por la mañana, el obrero, el empleado, el ministro, el estudiante y el sacerdote toman sus utensilios de jardinería, cavan la tierra, podan los arbustos y cuidan sus flores. En esta diaria ocupación de jardinería (gardening), que no es deporte, ni trabajo, ni juego, sino todo esto junto en transición de matices, son solidarios todos los ingleses, todas las diferencias sociales desaparecen, toda distancia entre rico y pobre queda eliminada. Hasta el baronet y el duque, que da ocupación a una docena de jardineros, está ligado íntimamente con su jardín tanto como el maquinista ferroviario con el diminuto rectángulo verde detrás de su casa. Y esta hora diaria o esta media hora entre flores, plantas y frutos, entre las cosas eternas de la naturaleza, este lapso de total disociación de los acontecimientos y los negocios, me parece que origina con su poder de alivio -su relaxing- aquella maravillosa calma del inglés, que no logramos comprender o, por lo menos, alcanzar. En un mundo modable y destructible, deben recordar todos los días que lo esencial del mundo en que vivimos, su belleza, su serenidad, no pueden ser rozadas por el desvío de las guerras y las locuras de la política; cuando comienzan el día o lo terminan, en este contacto han recibido fuerza y calma, que, sumadas en millones de seres, aparecen en toda la nación como carácter, como temperamento; estos incontables jardincitos, reducidos y modestos, que se adhieren hasta a la casa más pobre con un par de arbustos, una corona de flores y su verde servicial, son el gran paliativo de este pueblo contra la nerviosidad, la inseguridad y la parlería en voz alta. Por ellos día por día se renueva la constante tranquilidad y la permanente serenidad individual, para los no ingleses casi inconcebible, como energía de toda la nación; con ello los británicos nos proporcionan un grandioso espectáculo de firmeza espiritual, casi tan grandioso como aquel que nos brinda la naturaleza. 

 


 

 

FIN