Una vez convencida de que Ettore estaba bien muerto (caramba, ¡hacía seis meses que no lo veían!), Livia se dejó convencer para que aceptara otro novio. Lo recibió creyendo de buena fe que estaba enamorada. Era apuesto y buen mozo, fornido, muy tieso; tenía unos dientes preciosos y un par de bigotes nada fin de siècle ; last but [not] least , era rico.
Antes de la entrevista, Olga se preocupó de aleccionarla. No confiaba mucho en el incipiente amor de su hija y quería dejarle bien claro que, en aquella relación, lo que su corazón no le dictara, el interés debía sugerírselo.
-Compórtate bien, y piensa que para nosotros quizá sea una suerte que Ettore haya muerto. Éste tiene...
Y, con un gesto de la boca, le dio a entender «dinero».
Livia no replicó: se hacía cargo de que efectivamente era así, y el sentido común le aconsejó no protestar. Dedicó un suspiro a la memoria del ausente, que estaba muerto, recordó que él no le había hecho otra recomendación que la de ser feliz y... se resignó. Le dijo al recién llegado que hacía mucho tiempo que lo amaba; se habían conocido cuando Ettore aún vivía y, si no se había enamorado de él desde el primer momento, la culpa era del destino, que había hecho que ella ya estuviera prometida.
El otro escuchaba sonriente, muy convencido de su buena estrella. Sin mostrar la menor sorpresa, se atusó el flamante bigote negro y dijo con calma:
-Lo sé, lo sé. Ya me había dado cuenta.
Livia se sorprendió. Aquello no era cierto, y desde luego a ella, en su lugar, le hubiera costado creerlo. ¡Qué fácil de engañar era éste! A Ettore todo se le volvían suspicacias; el nuevo novio quedaba convencido así sin más de lo primero que una decía.
Olga dejó a la pareja a solas, para darles tiempo de conocerse más a fondo.
Él fue directo a abrazarla y a besarla en la boca en plan conquistador; a ella le costó un poco, pero se acordó de los consejos de su madre y respondió al abrazo poniendo cara de contenta. Un ruido detrás de la puerta los interrumpió (el ánima de Ettore, que rebullía).
Así pues, estaban conformes.
A continuación, él emprendió una larga parrafada -a todas luces preparada de antemano- con la que le explicó largo y tendido lo que él consideraba el ideal de esposa. Parte de lo que dijo coincidía con lo que había dicho Ettore. Este otro también se casaba con una mujer para que ella viviera exclusivamente para él.
La diferencia estaba en que Ettore no había dicho que la mujer de César no debía dar pie ni siquiera a que hablaran de ella; la mujer de Ettore no era la mujer de César.
-El pasado te pertenece -añadió-. Pero (y aquí se enroscó los bigotes con ademán imperativo) quiero conocerlo.
Ella, no sin vacilar un poco, se lo contó. Le habló de K., y él no abrió la boca.
Le habló de M., y se burló de ella. Por fin se disponía a hablarle de Ettore, pero él la interrumpió:
-Ése no. El recuerdo de Ettore no me preocupa -dijo en un tono tranquilo de superioridad que hizo que la puerta emitiera un crujido doloroso.
-Ya me ha dicho tu madre que lo soportabas por compasión.
Ella lo miró estupefacta; pero como la salida le pareció de lo más cómodo, no llegó a responder.
Aunque ya estaba muerto y bien muerto, Ettore moría por segunda vez.
Esta fantasía del escritor italiano Italo Svevo (1861-1928) se mantuvo inédita hasta 1949. Los protagonistas se llaman como Svevo y su mujer. Se remonta el escrito a otoño de 1895, cuando empieza su compromiso con Livia Veneziani; su noviazgo fue rápido, hasta el punto de que pidió su mano a finales de ese año. Las complejidades sentimentales del autor, en ese momento y a lo largo de su vida, quedan expuestas en este texto irónico sobre su mujer Livia. O mejor sobre Svevo mismo, que aquí aparece con su verdadero nombre -Ettore Schmitz-, de inmediato convertido en espíritu receloso y lleno de dudas.
FIN