Miriam

Truman Capote
...

Durante varios años, la señora H. T. Miller había vivido sola en un bonito apartamento (dos habitaciones y una pequeña cocina), en una antigua casa reformada, cerca del East River. Era viuda y el señor H. T. Miller le había dejado un seguro razonable. Hacía pocos gastos, no tenía amigos con quien hablar y generalmente no viajaba más allá del supermercado de la esquina. Los demás inquilinos de la casa no parecían advertir su presencia: sus vestidos eran sencillos, su cabello grisáceo, muy cómodo y ondulado natural; no usaba cosméticos y sus facciones eran comunes y poco notables. En su último aniversario había cumplido los sesenta y un años.
Sus actividades eran pocas veces espontáneas: conservaba las dos habitaciones inmaculadas, fumaba un ocasional cigarrillo, se preparaba sus propias comidas, y tenía un canario.
Entonces conoció a Miriam. Aquella noche nevaba.
La señora Miller había terminado de secar los platos de la cena y estaba hojeando el periódico de la tarde, cuando vio el anuncio de la película que proyectaban en un cine cercano. El título le fue atractivo, así que se embutió en su abrigo de piel de castor, se anudó las botas y salió del apartamento, dejando una luz encendida en la salina: sentía horror a la oscuridad.
La nieve caía suave, sutil, sin llegar a cuajar. El viento del río quedaba cortado sólo en el cruce de las calles. La señora Miller se apresuró, con la cabeza inclinada, abstraídamente, como un topo abriéndose paso por un camino incierto. Se detuvo delante de un store y compró un paquete de pastillas de menta.
Había una larga cola ante la taquilla; se situó en último lugar. Tendría (gruñó una voz cansada) que esperar un momento antes de sentarse. La señora rebuscó en su cartera de piel hasta que reunió la cantidad exacta para la entrada. La gente no parecía tener la menor prisa. Miraba a su alrededor mientras esperaba y de pronto descubrió a una niñita parada bajo el borde de la marquesina.
Su cabello era el más largo y extraño que la señora Miller había visto jamás: muy blanco y plateado, el de un albino. Le flotaba hasta la cintura, perdiéndose en ondas suaves. Era delgada y extremadamente frágil. Había una sencilla y peculiar elegancia en su modo de estarse parada con los pulgares metidos en los de su abrigo de terciopelo púrpura.
La señora Miller se sintió extrañamente excitada cuando la muchachita la miró, sonrió tibiamente.
La niña se acercó y dijo:
-¿Podría hacerme un favor?
-Si puedo, lo haré con gusto -respondió la Miller.
-Oh, es muy fácil, quiero simplemente que me compre una entrada, de otro modo no me dejarán entrar. Aquí está el dinero -graciosamente le tendió a la señora Miller dos monedas de diez y una de cinco.
Entraron juntas en el cine. Una acomodadora las condujo a un vestíbulo; faltaban veinte minutos para que empezase la película.
-Me siento como una auténtica criminal -comentó alegremente la señora Miller al sentarse-. Quiero decir que esto que he hecho va contra la ley, ¿verdad? Espero no haber hecho mal. ¿Tu madre sabe dónde estás, querida? Supongo que debe saberlo, ¿no es así?
La niña no contestó, se quitó el abrigo y se lo puso sobre las piernas. Llevaba un vestido azul oscuro muy cerrado. De su cuello colgaba una cadena de oro. Sus dedos, sensitivos y musicales, jugueteaban con ella. Al examinarla con más atención, la señora Miller decidió que lo más llamativo en ella no era el cabello, sino los ojos. Eran castaños claros, tranquilos, carentes de cualquier expresión infantil y, debido a su tamaño, parecían abarcar toda su carita. La señora Miller le ofreció pastillas de menta.
-¿Cómo te llamas, querida?
-Miriam -contestó, como si pensara que ese nombre le resultaba familiar.
-Vaya coincidencia... yo también me llamo Miriam.
Y no es un nombre demasiado común, precisamente.
No me dirás ahora que tu apellido es Miller.
-Sólo Miriam.
-¿No es algo raro?
-Tal vez -repuso Miriam, e hizo rodar la pastilla de menta sobre la lengua.
La señora Miller enrojeció y se revolvió embarazosamente.
-¡Qué vocabulario tan extraño para una niña tan pequeña¡
-¿Lo cree así?
-Pues sí -dijo la señora Miller. Cambió rápidamente de tema-. ¿Te gusta el cine?
-Pues no lo sé -explicó Miriam-. Es la primera vez que vengo.
Las mujeres empezaron a llenar la sala. El estruendo del noticiario explotó en la distancia. La señora Miller se levantó apretando su bolso bajo el brazo.
-Creo que si quiero conseguir asiento es mejor que me vaya -dijo-. Encantada de haberte conocido.
Miriam asintió con un gesto vago.
Nevó toda la semana. Ruedas y pisadas sin ruido por la calle, como si el discurrir de la vida continuase secretamente detrás de una pálida pero penetrable cortina. En el ocaso tranquilo no había cielo ni tierra, sólo nieve que se alzaba con el escarchando el cristal de las ventanas, enfriando habitaciones, sepultando la ciudad bajo el silencio.
Era necesario tener una lámpara encendida constantemente, y la señora Miller perdió la noción de los días: el viernes no era distinto del sábado, y el domingo fue a la tienda y la encontró cerrada, como es natural. Aquella noche preparó huevos revueltos y un tazón de zumo de tomate. Tras ponerse una bata de franela y limpiarse el cutis con crema, se quedó sentada en la cama, con una bolsa de agua caliente en los pies. Estaba leyendo el Times cuando se dejó oír la campanilla de la entrada. Al principio supuso que se trataba del un error, y que quienquiera que fuese se marcharía. Pero la campanilla siguió llamando hasta en un zumbido persistente. Miró el reloj, eran las once pasadas. No era posible, ella siempre se dormía a diez.
Saltando de la cama, corrió descalza hacia la puerta.
-Ya voy, por favor, tengan paciencia.
La cerradura estaba atascada, le dio vuelta un lado y hacia el otro, mientras la campanilla no paraba de sonar.
-¡Basta! -gritó.
El pestillo cedió y abrió la puerta un palmo.
-En nombre del cielo, ¿qué...?
-Hola -dijo Miriam.
-Oh... Pero, hola... -respondió la señora Miller, avanzando indecisa unos pasos hacia el corredor-
Eres aquella niña...
-Pensé que no iba a contestar; por eso no quité el dedo del timbre; sabía que estaba en casa. ¿No se alegra al verme?
La señora Miller no supo qué contestar. Pudo ver que Miriam llevaba el mismo abrigo de terciopelo púrpura y que ahora se tocaba con una boina que hacía juego con él; su cabello blanco estaba partido en dos brillantes trenzas, dobladas en los extremos con inmensos lazos blancos.
-Ya que he esperado tanto rato -dijo-, podría al menos hacerme pasar.
-Es muy tarde...
Miriam la miró de modo enigmático.
-¿Y eso qué importa? Déjeme pasar. Aquí hace frío y llevo únicamente un vestido de seda.
Con un gesto amable, apartó a la señora Miller a un lado y entró en el apartamento.
Dejó caer el abrigo y la boina sobre una silla. Llevaba efectivamente un vestido de seda. Seda blanca.
Seda blanca en febrero. La falda estaba bellamente plisada y las mangas eran largas. Produjo un débil susurro cuando la niña dio una vuelta en torno a la habitación.
-Me gusta su casa -observó-. Me gusta la alfombra, el azul es mi color predilecto. -Tocó una rosa de papel -que había en un jarrón sobre la mesa baja-.
Imitación -comentó débilmente-. Qué triste... ¿No son tristes las imitaciones?
Se sentó en el sofá, extendiendo delicadamente la falda.
-¿Qué quieres? -le preguntó la señora Miller.
-Siéntese -ordenó Miriam-. Me pone nerviosa ver a la gente de pie.
La señora Miller se dejó caer sobre el sofá.
-¿Qué quieres? -volvió a preguntar.
-Me parece que no le agrada mi visita.
Por segunda vez, la señora Miller no supo qué contestar e hizo un gesto vago con la mano. Miriam rió afectadamente y se recostó contra un montón de cojines estampados. La señora Miller pensó que la niña parecía menos pálida que como la recordaba; sus mejillas estaban rojas.
-¿Cómo supiste dónde vivía?
Miriam frunció el ceño.
-Eso no tiene importancia. ¿Cómo se llama usted?
¿Cómo me llamo yo?
-Pero yo no figuro en el listín de teléfonos.
-Oh... Hablemos de otra cosa.
La señora Miller dijo:
-Tu madre debe estar loca al permitir que una niña como tú vaya por ahí a estas horas de la noche... y con un vestido tan poco apropiado. Debe estar completamente loca.
Miriam se levantó y fue hacia el rincón, donde la jaula cubierta del canario colgaba del techo con una cadena. Atisbó bajo el paño.
-Es un canario -dijo-. ¿Le importará que lo despierte? Me gustaría oírlo cantar.
-Deja tranquilo a «Tommy» -ordenó ansiosamente la señora Miller-. No te atrevas a despertarlo.
-Como quiera -repuso Miriam-. Pero no veo por qué no puedo oírlo cantar. -Después añadió-: ¿Tiene algo que comer? Estoy hambrienta. Me conformaría con un emparedado de jamón y un vaso de leche.
-Mira -dijo la señora Miller, levantándose-. Mira, si te hago unos buenos emparedados, ¿serás una niña buena y te irás a casa? Son más de las doce, estoy segura.
-Está nevando -le reprochó Miriam-. Es de noche y hace frío.
-Pues, entonces, no haber venido -continuó la señora Miller, luchando por controlar su voz-. No puedo hacer que el tiempo mejore. Si quieres comer algo, tienes que prometerme que te irás.
Miriam se frotó una trenza contra la mejilla. Sus ojos parecían pensativos, como si estudiase la proposición. Se volvió hacia la jaula del pájaro.
Muy bien, lo prometo -dijo.
«¿Cuántos años tendrá? ¿Diez? ¿Doce?» En la cocina, la señora Miller abrió un frasco de mermelada de fresa y cortó cuatro rebanadas de pan. Sirvió un vaso de leche y se detuvo para encender un cigarrillo.
«¿Por qué habrá venido?» Su mano tembló mientras sostenía la cerilla, fascinada, hasta que la llama le quemó el dedo. El canario estaba cantando, cantando como no lo hacía durante ninguna otra hora del día, ni siquiera por la mañana.
-Miriam -llamó-, Miriam, te he dicho que no molestes a «Tommy».
No obtuvo respuesta. Volvió a llamarla, pero todo lo que pudo oír fue los trinos del canario. Le dio una chupada a su cigarrillo y descubrió que lo había encendido por el lado del filtro... Realmente, no debía perder el dominio de sus nervios.
Puso la comida en una bandeja y la dejó sobre la mesita baja. Lo primero que vio fue que la jaula del canario aún estaba tapada y «Tommy» seguía cantando. Le produjo una extraña sensación. No había nadie en el cuarto. La señora Miller cruzó el pasillo que comunicaba con su dormitorio, y se quedó quieta en el umbral.
-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó.
Miriam levantó la cabeza y la miró con una expresión sobrenatural. Estaba al lado de la cómoda, con un joyero abierto ante ella. Estudió a la señora Miller durante un minuto, obligándola a sostener su mirada, y sonrió.
-No hay nada de valor aquí -explicó-, pero gusta esto. -Tenía en la mano un broche- Es encantador.
-Supongo... Es mejor que lo dejes en su sitio -murmuró la señora Miller, sintiendo de pronto necesitaba ayuda. Se recostó contra el marco de puerta. La cabeza le pesaba de forma insufrible y opresión disminuía el ritmo de los latidos de su corazón. Le pareció que la luz empezaba a parpadear.
Por favor, niña... Es un regalo de mi esposo.
-Pero es bonito y lo quiero –respondió- Démelo.
Durante la pausa, mientras se esforzaba por encontrar una frase que de algún modo salvase el momento, la señora Miller pensó que no tenía nadie a quien ayuda; estaba sola. Nunca le había ocurrido nada semejante. El énfasis imperativo de la niña la aturdía.
Allí en su propia habitación, en la tranquila ciudad nevada había evidencias que no podía ignorar, lo comprendió con sorprendente claridad, ni resistir.
Miriam comía vorazmente y cuando los dos emparedados y la leche hubieron desaparecido, sus dedos se movieron fugaces sobre la bandeja para recoger migas. El camafeo brillaba sobre su blusa.
-Estaba muy bueno -suspiró-, pero ahora gustaría comerme un pastelillo de almendras o cerezas. Los dulces son deliciosos, ¿no le parece?
La señora Miller se hallaba precariamente en el sofá, fumando un cigarrillo. Su redecilla para el cabello había resbalado, y le caían varios mechones sobre la frente. Sus ojos estaban estúpidamente perdidos en el vacío y en sus mejillas habían aparecido manchas rojas, como si una mano férrea hubiese posado allí sus huellas.
-¿No tiene caramelos o pastel?
La señora Miller dejó caer la ceniza sobre la alfombra. Su cabeza osciló ligeramente cuando trató de mirarla a los ojos.
-Prometiste marcharte si te daba los emparedados -dijo.
-¿De verdad lo hice?
-Fue una promesa, estoy cansada y no me siento nada bien.
-No tiene por qué enfadarse -repuso Miriam-. Sólo estaba bromeando.
Recogió el abrigo, se lo echó al brazo y se arregló la boina delante del espejo. Después se acercó a la señora Miller y dijo:
-Deme un beso de despedida.
-Por favor... Prefiero no hacerlo –se negó la señora Miller.
Miriam levantó el hombro y arqueó una ceja.
-Como quiera -dijo.
Fue hacia el tresillo, tomó el jarrón que contenía las rosas de papel, se dirigió hacia un extremo del cuarto, no cubierto por la alfombra, y lo dejó caer con fuerza. El vidrio saltó en todas direcciones. Puso el pie sobre el ramillete.
Entonces, lentamente, marchó hacia la puerta, pero antes de cerrarla miró a la señora Miller con una curiosidad astuta e inocente.
La señora Miller pasó el día siguiente en la cama, levantándose una sola vez para dar de comer al canario y tomar una taza de té. No tenía temperatura, pero sus sueños fueron febriles y agitados. Su desequilibrio espiritual persistía aún con los ojos abiertos mientras contemplaba el techo. Un sueño conducía al otro como un tema misterioso y evasivo, para formar una complicada sinfonía y las escenas que describía quedaban fuertemente marcadas, como dibujadas por una mano sabia: una niñita, con túnica nupcial y una corona de hojas conducía una procesión gris por el sendero de una montaña donde reinaba un silencio extraño, hasta que una de las últimas mujeres del grupo preguntaba:
«¿Hacia dónde nos lleva?» «Nadie lo sabe», respondió un viejo que iba delante.
«Pero, qué hermosa es», murmuraba una tercera voz.
«¿No es como una flor helada, tan brillante y blanca?»
El martes por la mañana se despertó, sintiéndose mejor; ásperas franjas de sol, sesgándose a través de las cortinas venecianas, derramaban una luz despiadada sobre sus malignas fantasías. Abrió la ventana para encontrarse con el deshielo de un apacible día casi primaveral; una extensión de nubes limpias y nuevas se amontonaba contra el vasto azul, tan fuera de época, del cielo. A través de la línea baja de tejados, pudo ver en el río cómo se curvaba el humo de las chimeneas de los remolcadores, bajo el impulso del viento tibio. Un gran camión plateado limpiaba la calle nevada y el sonido de su motor zumbaba en el aire.
Después de arreglar el apartamento, fue al supermercado, cobró un talón y entró en un café, donde desayunó y charló amistosamente con la camarera... Oh, era un día maravilloso -parecía de fiesta- y sería absurdo volver a casa.
Tomó un autobús en la avenida Lexington y siguió por la calle Ochenta y Seis, donde había decidido hacer algunas compras.
No tenía la menor idea de lo que quería o necesitaba, pero seguía su camino, fascinada por los viandantes, enérgicos y preocupados, que le producían una turbadora sensación de aislamiento.
Mientras esperaba en la esquina de la Tercera Avenida fue cuando vio al hombre: un viejo patituerto, abrumado bajo un montón de voluminosos paquetes.
Llevaba un abrigo marrón raído y una gorra de cuadros. De pronto se dio cuenta de que estaban cambiando una sonrisa, pero no había nada amistoso en ella, sólo dos fríos parpadeos de reconocimiento. Pero estaba segura de que no le había visto antes.
Estaba detenido junto a una esquina, y cuando ella cruzó la calle, dio la vuelta y la siguió. Se mantenía muy cerca y ella vigilaba de reojo su ondulante reflejo en los escaparates.
Después, a media manzana, la señora Miller se detuvo para hacerle frente. El también se paró e inclinó airosamente la cabeza, sonriendo. ¿Qué podía ella decir o hacer? Allí, a plena luz del día, en la calle Ochenta y Seis. No tenía sentido y menospreciando su propia debilidad, empezó a caminar más aprisa.
Se hallaba en la Segunda Avenida, una calle lúgubre, llena de desechos: guijarros, asfalto, cemento, de una atmósfera permanente de abandono. La señora Miller recorrió cinco manzanas sin encontrar a nadie.
Durante todo el trayecto, el tranquilo golpear de las botas del hombre contra la nieve no la abandonaba.
Cuando llegó ante una floristería, el sonido aún la acompañaba. Se apresuró a entrar y miró a través de la puerta encristalada. El viejo pasó, mirando de frente, sin frenar su marcha. Pero hizo una cosa extraña, notable: se tocó la gorra con un signo amistoso.
-¿Dice usted seis de las blancas? -preguntó la florista.
-Sí -afirmó-. Rosas blancas.
Luego se fue a una tienda de cristalería y eligió un jarrón, sin duda para reponer el que Miriam había roto, aunque el precio era intolerable y el jarrón mismo, pensó ella, grotescamente vulgar. Pero había empezado una inacabada serie de adquisiciones, como si siguiera un plan preconcebido, del que ella no tenía ni el menor conocimiento ni control.
Compró una bolsa de cerezas confitadas y en la pastelería Knickerbocker pagó cuarenta centavos por seis pastelillos de almendra.
Durante aquella última hora, el clima había vuelto a enfriarse; las nubes de invierno, como lentes deformantes, producían sombras ante el sol. Los jirones de una penumbra temprana oscurecían el cielo. Una niebla húmeda se mezclaba con el viento y las voces de unos cuantos niños, que retozaban sobre altos montículos de nieve apretada, parecían solitarias y desanimadas.
Pronto cayeron los primeros copos y cuando la señora Miller entró en la casa de piedra gris, la nieve caía en una tupida cortina y las pisadas desaparecían inmediatamente.
Las rosas estaban decorativamente colocadas en el jarrón. Las cerezas confitadas resplandecían en una bandeja de cerámica. Los pastelillos de almendra, espolvoreados de azúcar, eran tentadores. En su jaula el canario cantaba y picoteaba su ración de alpiste.
A las cinco en punto se dejó oír la campanilla de la calle. La señora Miller sabía quién era. Al cruzar la habitación, la cola de su bata casera se arrastró por el suelo.
-¿Eres tú? -preguntó.
-Naturalmente -respondió Miriam. La voz resonó chillona desde el pasillo-. Abra la puerta.
-Vete -pidió la señora Miller.
-Por favor, dese prisa. Traigo un paquete muy pesado.
-Vete -repitió la señora Miller.
Regresó a la sala, encendió un cigarrillo, se sentó con calma escuchó el timbre, que sonaba, sonaba y sonaba.
-Por mí ya puedes irte, no tengo intención de abrir.
De pronto, el timbre calló. La señora Miller permaneció inmóvil durante los diez minutos siguientes. Al no oír ningún sonido, supuso que Miriam se marchado. Se dirigió de puntillas a la puerta y la entreabrió. Miriam se hallaba reclinada sobre una caja madera con una hermosa muñeca francesa entre los brazos.
-La verdad, pensé que ya no vendría -dijo bruscamente-. Mire, ayúdeme a llevar esto, pesa de una manera terrible.
No fue el deseo de hablar lo que la señora Miller sintió, sino una curiosa pasividad. Entró la caja y Miriam hizo lo mismo con la muñeca. La niña se enroscó en el sofá, sin pensar en quitarse el abrigo o la boina miraba sin interés, mientras la señora Miller dejaba caer la caja y se quedaba temblorosa, tratando de retomar el aliento.
-Gracias -dijo.
A la luz del día parecía insignificante y ojerosa, su pelo menos luminoso. La muñeca francesa que llevaba en brazos usaba una peluca exquisita y sus idiotas ojos de vidrio parecían encontrar solaz en los de Miriam.
-Traigo una sorpresa -continuó-. Mire dentro de caja.
Poniéndose de rodillas, la señora Aliller levantó la caja y sacó otra muñeca, luego un vestido azul que identificó como el que Miriam llevaba la primera vez en el cine.
Al ver el resto, dijo:
-Todos son vestidos. ¿Por qué?
-He venido a vivir con usted -repuso Miriam, cogiendo el tallo de una cereza-. Fue muy amable al comprar las cerezas.
-¡Pero no puede ser! ¡Por el amor de Dios, vete… vete y déjame sola!
-¿Y las rosas y los pastelillos de almendra? ¡Que buena y generosa! Sabe usted, estas cerezas son deliciosas. Antes vivía con un viejo, era muy pobre y nunca tuvimos cosas buenas que comer. Pero creo que aquí estaré perfectamente. -Se calló y asió con más fuera la muñeca-. Si me dice ahora dónde puedo guardé mis cosas...
La cara de la señora Miller se disolvió en una máscara de feas líneas rojas; empezó a llorar de modo poco natural, sin lágrimas, sollozando como si por el largo tiempo transcurrido hubiese olvidado cómo hacerlo. Cuidadosamente fue echándose hacia atrás hasta que llegó a la puerta.
Fue a tientas por el pasillo y bajó por la escalera hasta el otro piso. Llamó frenéticamente a la puerta del primer apartamento que encontró. Un hombre bajo pelirrojo, abrió y ella le empujó para pasar.
-Oiga, ¿qué demonios le pasa?
-¿Ocurre algo, querido? -preguntó una joven que apareció en el umbral de la cocina, secándose las manos.
La señora Miller se volvió hacia ella.
-Oígame -gritó-, me avergüenza comportarme de este modo, pero soy la señora H. T. Miller, vivo en el piso de arriba y... -se cubrió la cara con las manos-. Parece tan absurdo...
La mujer la condujo hacia un sillón, mientras el hombre hacía tintinear excitado unas monedas en su bolsillos.
-¿Sí?
-Vivo arriba y me visita una niña. Supongo que le tengo miedo. No quiere irse y no puedo obligarla y… ¡va a hacer algo terrible!
-¿Es pariente suya? -preguntó el hombre.
La señora Miller denegó con un gesto.
-No sé quién es. Sé que se llama Miriam, pero no sé con seguridad quién es.
-Cálmese usted, querida -dijo la mujer, mientras acariciaba el brazo de la señora Miller-. Harry se hará cargo de la niña. Ve, querido.
-La puerta está abierta. Es el 5A -murmuró la señora Miller.
Al salir el hombre, la mujer trajo una toalla y humedeció la cara de la señora Miller.
-Es usted muy amable. Lamento actuar como una loca, pero esa maligna criatura...
-Claro, querida -la consoló la mujer-. Cálmese usted.
La señora Miller apoyó una mano en la curva de su brazo, estaba tan quieta que parecía dormir. La mujer conectó la radio; un piano y una voz pastosa llenaron el silencio y la mujer empezó a marcar el ritmo con el pie.
-Quizá deberíamos subir también -dijo.
-No quiero volverla a ver. No quiero estar cerca de ella.
-Está bien, pero ¿por qué no llamó a un policía?
Oyeron al hombre en la escalera. Entró ceñudo, rascándose la nuca.
-No hay nadie -dijo sinceramente turbado-. Debe haberse marchado.
-Harry, eres un tonto -proclamó la mujer-. Hemos estado aquí sentadas todo el rato y la habríamos visto -se calló abruptamente ante la seca mirada del hombre.
-Lo miré todo -insistió-. Allí no hay nadie. Nadie, ¿entiendes?
-Dígame... -preguntó la señora Miller, levantándose-. ¿Vio una caja grande? ¿Una muñeca?
-No, señora. No vi nada de eso.
Y la mujer, como dando su veredicto, dijo:
-Vaya, tanto griterío...
La señora Miller entró lentamente en su apartamento. Caminó hacia el centro de la habitación y se quedó muy quieta. No, en cierto sentido nada había cambiado: las rosas, los pastelillos, las cerezas, todo estaba en su lugar. Pero era una habitación vacía, vacía como si los muebles y los recuerdos no estuviesen allí, sin vida, petrificados, como la sala de un funeral. El sofá destacaba ante ella con una nueva personalidad. Su vacío tenía un significado que habría sido menos penetrante y terrible si Miriam estuviera acurrucada en él. Miró con fijeza el lugar donde recordaba haber dejado la caja, y por un momento, el almohadón bailoteó desesperadamente. Miró por la ventana; el río era real, la nieve estaba cayendo, pero nada tenía significado. Miriam, tan vivamente presente, ¿dónde estaba? ¿Dónde?
Como moviéndose en sueños, se dejó caer sobre el sofá. La habitación iba perdiendo sus contornos, estaba oscura, se apagaba y no podía hacer nada para evitarlo, ni siquiera levantar la mano para encender la lámpara.
De pronto, cerrando los ojos, sintió subir un oleaje como un buzo que emergiese de alguna sima profunda. En lapsos de terror o de intensa aflicción, hay momentos en que la mente espera una revelación, una madeja de calma va trenzándose sobre nuestro pensamiento. Es como un sueño o un trance sobrenatural.
Durante este instante de calma, uno se da cuenta de que existe un razonamiento tranquilo: ¿qué importaba que nunca hubiese conocido a una muchacha llamada Miriam, que la hubiesen asustado en la calle? A fin de cuentas, como todo lo demás, no tenía importancia.
Porque lo único que había perdido con Miriam era su identidad. Pero ahora lo sabía, había vuelto a encontrar a la persona que vivía en aquella habitación, la que cocinaba sus propias comidas, que poseía un canario, que era alguien a quien podía creer, y en quien podía confiar: la señora H. T. Miller.
Mientras escuchaba, feliz, empezó a darse cuenta de un doble sonido: el cajón de una cómoda abriéndose y cerrándose. Mucho rato después seguía oyéndolo a la perfección, abriéndose y cerrándose. Luego, gradualmente, aquella brusquedad se iba acercando, creciendo en intensidad hasta que las paredes temblaron por la vibración y la habitación fue cediendo bajo una oleada de murmullos. La señora Miller se puso rígida y abrió los ojos a una apagada mirada fija.
-Hola -dijo Miriam.

FIN